AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Camera Obscura — Privado
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Camera Obscura — Privado
Era una noche tormentosa en Nápoles. Los relámpagos cortaban ferozmente el cielo, iluminando la ciudad en segundos, dejándola nuevamente sumergida en tinieblas y bajo un cielo furioso. Quizá, existiera la posibilidad, de que ningún alma se paseara por las calles a causa de la inclemente tormenta, pues, en esas noches era preferible quedarse bajo el cobijo de un lugar seco y seguro. Pero para un vampiro aquello no era impedimento para salir de la prisión de su residencia y andar por largos minutos las desérticas calles inundadas de agua. Esas criaturas no sufrían de los temores comunes de cualquier hombre, eran capaces de desafiar a la naturaleza, aunque no eran capaces de poder ejercer control sobre ésta. Y eso Edric lo sabía perfectamente.
Desde lo lejos podía vislumbrar al Vesubio, aquel gigante dormido que estaba ahí para recordarle a todos que era capaz de destruirlos en pocos minutos; que la naturaleza era la creación más perfecta de los dioses, y también, su mejor arma. Edric conoció su ira en antaño, y en silencio, mientras observaba al monte en penumbras, rememoró su pasado mortal, al que alejó con una blasfemia. Ya bastante había tenido de recuerdos inútiles, tenía que concentrarse en el presente y, por supuesto, en sus obligaciones.
Suspiró, sin que fuese algo necesario en su condición, y retornó de nuevo por el camino que llevaba a su hogar. Podía escuchar a la distancia una voz preciosa de una dama interpretando una oración a la Virgen María. No hubo en él ni disgusto, ni alegría; no hubo nada. Sólo hizo una mueca y continuó su marcha bajo la lluvia, sintiéndose, al cabo de unos minutos, conmovido por las plegarías de aquella joven mujer, de la que sólo conservó su voz. ¿Quién podía creer que un demonio como él estuviera en esa melancolía tan inapropiada? Tal vez aún existían atisbos de humanidad en su interior. Y si estaban en él, también lo estarían en los demás Custodios; porque al fin y al cabo, todos eran creación de un mismo personaje, aquel que hilaba el destino del universo.
Cruzó el umbral amplio de su morada, ignorando las frases de preocupación por parte de los criados que lo esperaban ansiosos en la entrada. Apenas se quitó el pesado abrigo y ascendió al segundo piso de la residencia, buscando refugio en su propia soledad. Pero antes de poner un pie en el antepenúltimo escalón, se giró, observando a uno de sus sirvientes.
—¿Dónde está? —preguntó, con el ceño fruncido, como si hubiera recordado algo de manera repentina.
—En su habitación, durmiendo, señor. Ya es algo tarde para una jovencita como ella; el cansancio le agobió mientras lo esperaba —respondió el mayordomo.
—Bien —respondió a secas Edric, internándose luego por el extenso pasillo.
Ya al estar en su habitación, se dejó caer pesadamente en un sillón. Echó la cabeza hacia atrás y contempló el techo oscuro, que solía iluminarse cuando un rayo zigzagueaba en el alto cielo nocturno. Se preguntaba a sí mismo lo que estaba ocurriendo en su mente, apenas era una sombra del della Rovere de antaño. Ni siquiera actuaba con la acostumbrada arrogancia de la que alardeaba constantemente.
Algo me ha devorado la mente. ¿Fuiste tú, Alichino?
Desde lo lejos podía vislumbrar al Vesubio, aquel gigante dormido que estaba ahí para recordarle a todos que era capaz de destruirlos en pocos minutos; que la naturaleza era la creación más perfecta de los dioses, y también, su mejor arma. Edric conoció su ira en antaño, y en silencio, mientras observaba al monte en penumbras, rememoró su pasado mortal, al que alejó con una blasfemia. Ya bastante había tenido de recuerdos inútiles, tenía que concentrarse en el presente y, por supuesto, en sus obligaciones.
Suspiró, sin que fuese algo necesario en su condición, y retornó de nuevo por el camino que llevaba a su hogar. Podía escuchar a la distancia una voz preciosa de una dama interpretando una oración a la Virgen María. No hubo en él ni disgusto, ni alegría; no hubo nada. Sólo hizo una mueca y continuó su marcha bajo la lluvia, sintiéndose, al cabo de unos minutos, conmovido por las plegarías de aquella joven mujer, de la que sólo conservó su voz. ¿Quién podía creer que un demonio como él estuviera en esa melancolía tan inapropiada? Tal vez aún existían atisbos de humanidad en su interior. Y si estaban en él, también lo estarían en los demás Custodios; porque al fin y al cabo, todos eran creación de un mismo personaje, aquel que hilaba el destino del universo.
Cruzó el umbral amplio de su morada, ignorando las frases de preocupación por parte de los criados que lo esperaban ansiosos en la entrada. Apenas se quitó el pesado abrigo y ascendió al segundo piso de la residencia, buscando refugio en su propia soledad. Pero antes de poner un pie en el antepenúltimo escalón, se giró, observando a uno de sus sirvientes.
—¿Dónde está? —preguntó, con el ceño fruncido, como si hubiera recordado algo de manera repentina.
—En su habitación, durmiendo, señor. Ya es algo tarde para una jovencita como ella; el cansancio le agobió mientras lo esperaba —respondió el mayordomo.
—Bien —respondió a secas Edric, internándose luego por el extenso pasillo.
Ya al estar en su habitación, se dejó caer pesadamente en un sillón. Echó la cabeza hacia atrás y contempló el techo oscuro, que solía iluminarse cuando un rayo zigzagueaba en el alto cielo nocturno. Se preguntaba a sí mismo lo que estaba ocurriendo en su mente, apenas era una sombra del della Rovere de antaño. Ni siquiera actuaba con la acostumbrada arrogancia de la que alardeaba constantemente.
Algo me ha devorado la mente. ¿Fuiste tú, Alichino?
Edric della Rovere- Vampiro Clase Alta
- Mensajes : 51
Fecha de inscripción : 07/09/2014
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