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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Radu V. Rosenthal Vie Ene 06, 2017 10:44 pm





Redemption
Desearía estrecharte entre mis brazos una última vez y susurrarte al oído lo mucho que me faltas

La luna resplandecía blanca y soberbia a la deriva en los vastos parajes del cielo nocturno; las estrellas, empañadas por la bruma parisense, escoltaban a la reina en su desolada travesía, receladas por el amarillento fulgor de las farolas inertes.
El tiempo transcurría inadvertido para el joven Rosenthal, que saciado en su sed por el ardor del alcohol se regocijaba en la mundanidad de la taberna local. En aquel amplio recinto se congregaban personajes de todo tipo que aportaban sin conciencia al cóctel de aromas diversos: sal de mar, whisky añejo, perfumes baratos, vino tinto, madera humedecida. Radu allí podía pasar desapercibido, los peones del océano compartían con él ciertos gustos o costumbres y, aunque su barba estuviese mejor recortada y su complexión no fuera quizá la más robusta, nadie se detenía a prestarle ocasional atención; a ello contribuía la sencillez del atuendo que le ataviaba, debido a que era nada menos que su jornada de libertad condicional, había podido escoger él mismo la sobriedad de sus prendas.

Aún restaban minutos para la media noche, el jaleo era música constante y las carcajadas –que por cortesía no llamaremos graznidos– una sinfonía espontánea, que infundía a la atmósfera colmada de humo de cigarros una candidez religiosa.
Las palabras iban y venían, surcaban el espeso aire como aves de cacería y aterrizaban en los oídos como mariposas en la flor; el lobo, particularmente, había iniciado una absurda plática sobre sombrillas con un par de prostitutas tambaleantes cuyas risas de cerdo eran un fastidio, pero que con cada nuevo sorbo de cerveza se suavizaban hasta sentar bien.
El reloj amenazaba con cantar las doce campanadas cuando una silla sin identidad se estrelló a escasos centímetros del alemán –y lo fueron porque Radu alcanzó a moverse tras percibir el proyectil dirigirse en su dirección–. Un griterío precedió al silencio y el ambiente se tornó de plomo.
–¿Quién ha arrojado la silla? –escupió el tabernero con las cejas tan juntas que semejaban un bigote.
Nadie respondió en los segundos que siguieron, pero el enigmático murmullo se alzó cómplice de la curiosidad.
–Pregunté –repitió–, quién ha arrojado la… –pero una ronca e irritante voz le impidió concluir.
–¡He sido yo! –anunció un sujeto robusto, de unos cuarenta y tantos años. Una voluptuosa barriga rebalsaba desde sus ceñidos pantalones, la barba enmarañada le enmarcaba la mandíbula, gris como las cenizas en la chimenea, y su nariz parecía un corcho roído. A juzgar por el modo en que se valía de la mesa para mantenerse de pie, iba borracho, factor que ataba todos los cabos de la cuestión.
¿Y a qué se debe el honor? –Interrogó de una vez Radu, alardeando de una inmensa y soberbia sonrisa.
–Esa –apuntó con su dedo de salchicha a una de las prostitutas–, es mi hermana, escuincle, apártate si no quieres que destroce esa bonita cara de bebé.
Oh, gracias, se mantiene intacta a pesar de los años –echó una evidente mirada de soslayo a la mujer en cuestión, quien se pellizcó con su índice y pulgar diestros el labio inferior–. ¿Quieres conocer el secreto para conservar el rostro de bebé? Lo lamento pero a ti ya se te hizo tarde.
El instigador de la disputa avanzó errático y furioso unos pasos en dirección del lobo, escoltado por un pequeño grupo de cuatro hombres que asemejaban una escoba, un sabueso y un par de barriles.

Justo en ese entonces las campanadas de la catedral exclamaron la medianoche y un revuelo de pasos y estruendos se alzó desde el piso superior.
–Oh, maldición –exclamó el tabernero–. Escuchen, grupo de idiotas, mi mujer hará un escándalo si se entera de lo que está ocurriendo aquí abajo, el embarazo la trae insoportable. Sea cual sea el asunto que deban resolver, lo harán afuera, ¿está claro?
Radu estalló en carcajadas y se dirigió con parsimonia hacia la puerta de la estancia.
Claro, más que claro –accionó el pestillo y se dejó engullir por la negrura en el exterior–. ¡Después de mí, puercos!
La manada de pesados marinos abandonó la taberna a su paso, para tomar, a continuación, posiciones justo frente al edificio, montando un acalorado espectáculo para aquellos que, detrás de las ventanas, ya iniciaban sus apuestas.

¿Y bien? –soltó Radu, alojando ambas manos detrás de la nuca–. ¿En qué estábamos?
El impulsor de la contienda dio un paso al frente y con el rostro desfigurado por la rabia y el licor, se dispuso a dar riña.
–¿Es que no te ha quedado claro? ¡Mantente alejado de Lorely si no quieres que te dé una paliza!
Oh, con que ese es su nombre, lo cierto es que planeaba preguntárselo por la mañana, ya sabes… –esbozó una sonrisa burlesca–. Pero descuida, no es del tipo de bellezas con el que me agrada jugar. –El desbordante sarcasmo impreso en esa última frase pareció colmar los nervios del marinero, quien gruñendo guturalmente, señaló al lobo a la orden de despedazarlo.

La contienda concluyó al cabo de unos diez minutos, ni la prominente diferencia de complexión o la evidente experiencia en los puños de sus adversarios pudieron con la agilidad de Radu y su supremacía racial bien disimulada por su grácil desempeño. Cuando sólo restó el supuesto hermano en pie, el joven alemán se aproximó a su encuentro, deteniéndose a un escaso paso de distancia.
Escucha bien, panzón –le espetó desafiante, poniendo en manifiesto el progresivo efecto que surtía el alcohol en su genio–, me importa una mierda tu hermana, ni siquiera es atractiva, mucho menos simpática, se le nota lo tonta desde la legua y huele a fruta rancia y humedad, por mucho que quiera disimularlo.
»Pero tú
–extendió la mano para aferrarlo del cuello de su camisa–, tú me has hecho enfadar y solo por eso te daré un trato especial –alzó el puño, dispuesto a enterrarlo con toda su fuerza en el rostro del sujeto, cuando un agudo chillido le robó la atención.
Detrás de la víctima, el objeto de la disputa contemplaba la escena con consternación. Se aproximó al par de hombres y atestó una bofetada a Radu, antes de escupirle el atuendo y marcharse de regreso al interior de la taberna con su hermano a rastras.
–¡Procura que no vuelva a verte la cara, hijo de puta! –espetó, dejando que las palabras naufragaran en el viento, mientras las ventanas se vaciaban de espectadores, unos victoriosos, otros perdedores.

El joven Rosenthal permaneció anonadado en medio de la calle desierta, se llevó una mano a la mejilla para rozar la zona agredida. Bastaron segundos para que el malestar se esfumara, al igual que las heridas resultantes de la pelea inicial.
¿Cuántas veces tengo que decir… –comenzó en voz baja– ¡que no insulten a mi madre!? –Infligió una patada a uno de los cuerpos inertes que aún yacían sobre la calle, expulsando aquel último fragmento de frase como si su vida se fuera en ello. Gruñó por lo bajo, dispuesto a regresar al interior de aquel antro para despojar de todo orgullo a esa maldita prostituta. ¿Quién era ella para denigrar así a su madre? ¡Era inaceptable!
Presa de la furia, continuó agrediendo a los hombres inconscientes, variando la víctima en cada ocasión, inmerso en una danza de inconmensurable desprecio y frustración.

De improviso se detuvo. Como si le hubiesen hurtado las fuerzas, permaneció inmóvil, alerta. Una presencia que no había identificado hasta entonces le extrajo de su ensimismamiento. El callejón frente a él se encontraba sumido en tinieblas, pero no estaba vacío. Una silueta se esbozaba con claridad, las curvas de un cuerpo femenino.
Radu sintió helársele la sangre, se vio pequeño como nunca antes, desolado. Avanzó sin conciencia, dispuesto a averiguar la identidad de la observadora y, como si su voz estuviera siendo halada hacia el exterior de su boca, habló.
¿Madre?


Última edición por Radu V. Rosenthal el Miér Ene 18, 2017 12:03 am, editado 1 vez


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Mensaje por Edvige Diermissen Dom Ene 15, 2017 11:53 pm

"A uno y otro lado del camino,
envueltos en la niebla hay bosques.
De súbito, las sombras y los caminantes
de los talegos se tienden en el lodo."

—Antón Chéjov, El Enemigo.



Dejó caer el trozo de pergamino en las brasas de la estufa, ahí contempló al papel haciéndose nada, convirtiéndose en un recuerdo de lo que ya era. Afuera, la luna creciente se exponía cuan diosa imponente sobre el cielo despejado, y la brisa invernal se colaba a través de la ventana, alzando con elegancia las finas cortinas. Quizás aquel lugar no era tan diferente de Hannover, pero no podía negar que extrañaba el aroma propio de su ciudad, a su alcázar hundido en misterio, y a todo el cementerio de infieles que reposaban en alguna colina abandonada. Edvige no estaba del todo acostumbrada a la capital francesa, sin embargo, su estancia ahí era de suma importancia; debía hallar a su hermana menor. Y por supuesto, también forjaría nuevas alianzas. Ella no era mujer de quedarse tanto tiempo sin hacer nada, siempre prefería tomar el toro por las astas y hacer lo suyo; ni siquiera dependía de su marido. Tal vez, aquella actitud no sería bien vista en la actual sociedad europea, no obstante, se las ingeniaba para derrumbar los planes y comentarios molestos de cualquier ignorante. Edvige era una mujer de cuidado, en especial, por tener habilidades que podrían causar devastación.

Observó el reflejo del astro nocturno y las comisuras de sus labios se alzaron, revelando una sonrisa enigmática y oscura a la vez. Aunque estuviera lejos de casa, las tradiciones las llevaba a donde quiera que fuera. Por eso, esa noche en particular, sus planes no resultaban tan diferentes; en realidad, tenía una víctima entre su larga lista. Se paseó por la habitación, arrastrando la larga túnica que portaba, mientras hundía pequeños alfileres en un muñeco hecho de tela. Al mirar el reloj supo que ya era tiempo de partir. Llamó a su criada, que también resultaba ser una especie de aprendiz, y le ordenó preparar todo. Había elevado un ritual un par de horas antes y sólo bastaba con aparecer en el lugar correcto, a la hora oportuna.

—Si todo sale bien, llegaremos a tiempo justo durante el parto. Lo que me parece perfecto —indicó, mientras tomaba una pequeña valija, en donde probablemente llevara objetos quirúrgicos para ayudarse con sus propósitos—. El pobre diablo aún cree que soy una partera.

Rió de manera casi malévola, disfrutando realmente de sus habilidades para manipular a cualquiera. Pero sin darle más largas a su salida, prosiguió a hacer lo debido. Se sentía rodeada por un aura, que si bien no le era ajena ni pesada, la dejaba con una sensación de letargo temporal. Sin embargo, que este letargo no vaya a confundir a cualquiera, se trataba del modo previo antes de culminar un ritual, en el que el individuo parece estar poseído por alguna entidad ajena a sí mismo.

El trecho que dirigía conducía hacia la taberna no era tan largo si se viajaba en coche. Sin embargo, al saber que aquel lugar era una madriguera de borrachos, Edvige prefirió esperar afuera, en lo que un criado buscaba al dueño de tan repulsivo local. No se hizo esperar mucho, salió al cabo de unos minutos, y condujo a la germana a través de un callejón, en donde se encontraban las escaleras que daban acceso al piso superior del negocio, en donde debía estar la parturienta. El tabernero lucía nervioso, y en cuanto quiso pensar que todo estaba bien, dejó a Edvige a solas con la mujer. El niño estaba a punto de nacer, sólo era cuestión de minutos para que ocurriera el alumbramiento. ¡Pobre madre! Ni pensar lo que le esperaba. Esa noche sería la víctima de un hecho horrible, causado por una persona sin escrúpulos.

Extraer el bebé no fue tarea sencilla, pero tampoco se complicó demasiado. La mujer fue sacrificada al momento en que la criatura nació, y antes de que el supuesto padre regresara Edvige envolvió al niño y se dio a la fuga con él, junto con su criada. Pidió a la muchacha que se le adelantara, y cuando ella se zafó de todo problema, luego de haber cumplido con sus brujerías para que no recordaran nunca su rostro, una presencia en aquel callejón la alertó. Pero no sintió amenaza alguna, simplemente se acercó para enfrentar al autor de aquella palabra blasfema dirigida hacia ella.

—Creo que usted es demasiado adulto para ser mi hijo —respondió con voz melodiosa—. Supongo que el alcohol suele causar delirios a tan altas horas, ¿o me equivoco?



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Mensaje por Radu V. Rosenthal Jue Ene 19, 2017 4:12 pm





Redemption
Simple resulta el hecho de que un mero telonero no pueda, a la vez, ser actor principal.

Quizá el alcohol trabajara a destiempo en el cuerpo y comenzara a propagar sus efectos cuando finalmente se depositara en el estómago; Radu nunca se estaba seguro del proceso, pues siempre olvidaba reparar en el desenlace cuando empezaba a ponerse a tono. Un intenso mareo le atacó la sien, debió inclinar la cabeza para contener la pulsación y prevenir una caída sobre el suelo, le daría la razón a la dama en cuanto pudiese articular palabra.
Resultaba curioso –aunque algo ajeno al alterado poder deductivo del joven– que una mujer se encontrara a tan altas horas de la noche deambulando por las callejuelas de París; no era un sitio seguro para cualquier ser humano, mucho menos, pues, para una fémina de sus características. La situación podía implicar, entonces, a dos tipos de identidades, la de una cortesana o la de un sobrenatural. El lobo apenas era capaz de distinguir la silueta de su acompañante del resto del escenario, así que posiblemente atendiera aquel misterio en un futuro más lúcido.

Supongo –cantó, esbozando una sonrisa. En el interior de la taberna las cosas parecían retomar su flujo habitual y Radu supo que regresar allí sería en vano, restaba, ahora, probar suerte en algún otro sitio que le acogiera en sus hábitos nocturnos o bien pasearse por la ciudad en busca de algo mejor que hacer.
Un intenso aroma comenzó a poblar el aire y le hizo entrar en juicio –no en uno sano, pero al menos disipó ligeramente la confusión–, el instinto despertó cada uno de sus sentidos y se vio olfateando el ambiente como poseso.
Oiga –mencionó a su interlocutora–, ¿qué clase de perfume se echa? –Exhibió sus blancos dientes al sonreír, incitado por el intenso hedor a sangre que procedía del callejón.
Se aproximó con prudencia hacia la mujer, existían diferentes fragancias según el origen del fluido, aquella que había brotado recientemente de los cortes y narices de sus víctimas en la lucha apestaba a viejo, a mucosidad, alcohol y tabaco –a su modo, podía distinguir la presencia de sustancias ajenas al corriente sanguíneo–; también podía percibir la fetidez que destilaba de la menstruación, teniendo en cuenta que aquella era una posibilidad sumamente probable tratándose de una mujer, el aroma a secreciones vaginales se encontraba ausente. Radu podía oler sangre pura y fresca, proveniente de una herida recientemente abierta en un cuerpo joven; resultaba delicioso y seductor, aunque, para su fortuna, había atravesado largos entrenamientos en su temprana juventud y rebanado las suficientes cabezas a lo largo de su vida como para no sucumbir a la piel del lobo a raíz de un incentivo tan nefasto como aquel.

Qué curioso, apesta a muerte en todos lados, ¿qué hace alguien como usted en un sitio como este? Más aún, a estas horas –detuvo su avance a una distancia ventajosa, ni muy próxima ni muy apartada de la mujer; el alcohol seguía nublándole la conciencia y era por ello que su índice de precaución estaba por el suelo, además, el estómago se le retorcía sin dar brazo a torcer.
¿Oye eso?, –se aventuró con sorna– parece el llanto de un bebé, ¿de dónde procede? –se volteó hacia sus espaldas, luego hacia la izquierda y finalmente a la derecha, retornando a su posición inicial de frente a la desconocida–. ¿Lo sabe usted?

De improviso, un grito agónico se dejó oír desde la región posterior del callejón; alguien dejó caer algún recipiente de cerámica que muy probablemente hubiese estado repleto de agua, a juzgar por el chapoteo que acompañó al estallido. El llanto de una doncella se alzó desgarrador, similar al efecto que la lluvia producía al arremeter contra los adoquines.
Radu podía sentirse seguro de que algo no estaba en orden y apostaría todas sus fichas a que se encontraba en presencia de la culpable. No la delataría, claro, no era su manera de hacer las cosas; tampoco le importaba realmente lo que pudiera sucederle a la mujer o cualquier ser viviente sobre la faz de la Tierra, a excepción de un reducido grupo al que hubiera preferido asesinar con sus propias manos.
Fantástico, sangre y llantos, ¡una obra de arte! –Soltó una sonora carcajada que socavó el silencio y el monótono gimoteo por unos instantes.
A continuación, el estruendo de una puerta al estrellarse le instó a callar, reparó en que se encontraba en una situación comprometedora y que su pequeña riña no abogaría a su favor en caso de verse inmerso dentro del problema. Se dio la media vuelta y avanzó hacia la calle trastabillando, la mejor opción era desentenderse del asunto.
Creo que… –deseó concluir la frase, pero una arcada le obligó a detenerse para expulsar el contenido de su estómago en la base de un edificio que le brindó apoyo. Escupió cuanto residuo permanecía en su boca y aguardó unos segundos antes de volver a ponerse correctamente de pie–. Como decía –prosiguió como si nada, algo más compuesto– mejor me esfumo, tengo un mal presentimiento de todo esto. Tiene permiso de seguirme si le apetece.
Dicho aquello, comenzó a avanzar por la callejuela presidiaria del complejo de edificios que alojaba la taberna. Presenciar el espectáculo que iniciaría a continuación en el recinto sabía tentador, así que la posibilidad de ocupar algún tejado en las proximidades era su objetivo principal. Si la mujer elegía acompañarlo, se encargaría de interrogarle sobre los detalles del crimen, estaba formulando los planes para una velada sumamente entretenida.


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Mensaje por Edvige Diermissen Dom Mar 19, 2017 3:41 pm

¿Cómo se explicaba que Edvige estuviera hurtando a un recién nacido cuando ella misma sacrificaba a decenas de ellos? Además, tampoco era estéril, simplemente no estaba interesada en herederos. No todavía.

La verdad resultaba ser más delicada de lo que se podría imaginar, y todas las pistas llevarían a un mismo punto: la magia negra. Edvige, como típica practicante de nigromancia y artes oscuras, se encargaba, no sólo de realizar sacrificios, sino de hallar elementos importantes para su aquelarre. Esta vez necesitaba a un niño nacido de alguna unión clandestina, no bien vista por la sociedad, que resultara imperdonable por la Iglesia; sí, tenía que ser el producto del deseo de dos hermanos de sangre. Pero no podía ser cualquiera, el bastardo debía ser cuidadosamente seleccionado para tal fin, pues se entrenaría como un mago prodigio más adelante. Era, según las creencias de Harz, parte de una antigua leyenda entre las brujas de las montañas. Aquel bebé sería cuidado por Edvige hasta los dieciocho años, tal y como demandaba la tradición. Luego debía aislarse en las montañas para ser guiado por las deidades oscuras que ahí habitaban.

El plan resultó perfecto, tal y como se había planeado desde un principio. El bebé nació sin complicaciones, justo a la hora indicada; lo separaron de su madre, y las causantes de tal hecho lograron huir sin problema alguno. O al menos eso pensó Edvige hasta que se topó con el borracho del callejón. El hedor a alcohol llegaba hasta su nariz, pero también llegó a ella aquella energía tan peculiar de los licántropos; su cuñado era uno, así que le fue fácil identificar a este otro. No sabía qué era peor, el hecho de que estuviera ebrio o que fuera un sobrenatural; el mismo que logró percibir el reciente evento ocurrido en una habitación cercana. Por fortuna, ya su criada había partido con el bebé hacia el coche, y sólo bastó una silenciosa orden de Edvige para que se alejaran del lugar lo antes posible. Ahora sólo debía deshacerse del reciente obstáculo.

Así que, ante la cercanía del joven, Edvige se mantuvo serena, observándolo con aquella mirada inquisitiva que solía tener para aquellos que le eran un completo estorbo. Incluso, sus labios formaban una muy fina línea, y las cejas estaban relajadas, como si las acciones del exterior no perturbaran su conciencia.

—Es de mala educación preguntarle esas cosas a una dama, muchacho imprudente —respondió con calma, sin apartar la vista de su figura—; mejor controle sus instintos y nadie saldrá perjudicado. —Claro, ella sabía perfectamente de lo que hablaba. Si descubrían a la mujer muerta, lo culparían a él—. Curiosamente también apesta a alcohol barato, a basura y a hombres que tienen días sin saber lo que es asearse —dijo con su peculiar tono sarcástico, aunque no demostrara molestia alguna en sus palabras—. Ah, sí, y a personas imprudentes y curiosas. Con todo ese licor que lleva en el organismo, podría ser yo una mala jugada de su cabeza, ¿no lo pensó de esa manera? Si es que todavía puede hacerlo de manera coherente.

Aunque las palabras provenientes del hombre le empezaban a molestar, su postura se mantuvo igual. La hechicera no era cualquiera, y más allá del pesado olor a sangre que él podía percibir, la verdad alrededor de ambos era aún peor. ¿Se daría cuenta él que estaba en frente de una asesina a sangre fría? Tal vez no, pero podía tener sospechas más adelante, algo que no era preocupante para la señora Diermissen.

—Está usted muy ebrio, ya anda escuchando notas inexistentes, porque yo no he oído nada familiar al llanto de un bebé —alegó, pero al percibir aquella queja maldita, supo que debía salir de ahí cuanto antes, o simplemente hacer de las suyas, después de todo era una bruja—. Sí, una obra que se acompañará de más elementos. —Tras el chasquido de sus dedos, y una frase en algún idioma extraño, una bruma espesa los rodeó—. ¿No se le podía ocurrir vomitar en otro momento?

Le reprochó, sin embargo, aunque la escena le era asquerosa, estuvo más concentrada en su siguiente movimiento. Por supuesto, un nigromante audaz nunca iba solo. Edvige había pedido a uno de sus terribles espectros que cumplieran una determinada labor: poseer el cuerpo de la doncella que descubrió el cadáver y que se cobrara las vidas necesarias. ¡Listo! Ya tendrían a una culpable al amanecer.

—¿Y va a perderse el espectáculo? Que aburrido es. Luego de haberme interrogado tantas veces, ahora pretende huir como un roedor —chasqueó la lengua, luego simplemente sonrió—. Para mañana tendrán a una moza colgada en la plaza por ser una “bruja”. Lástima que no querrá ser testigo de tan motivador acto.

Una risa maliciosa escapó de su garganta. No quiso tener contacto alguno con el licántropo, aún le parecía desaliñado para su gusto, así que simplemente se dio media vuelta y siguió su camino. La escena había cambiado de un momento a otro, y todo indicaba que era Edvige quien llevaba el mando esta vez.



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