AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El lince y las uvas (Privado)
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El lince y las uvas (Privado)
Es invierno. Lo sabe porque siente la tierra congelada bajo las patas, porque el aire que respira huele a nieve y madera húmeda. La extensa planicie blanca se pierde al pie de un bosquecillo raquítico. Los árboles combados por el viento se recortan contra el atardecer temprano en la llanura helada. Dos linces cachorros corretean entre las raíces escarchadas. Raspan sus uñas contra la corteza agrietada y ríen, aunque no se los escuche, en su idioma propio. Ambos saben que no deberían estar allí, que es tierra prohibida porque está cerca de las montañas, pero ¿quién puede verlos ahora? ¿Qué anciana sabrá de su travesura al regresar a la manada? El cachorro más pequeño se cree osado y e intenta trepar un árbol medio caído bajo del peso de la nieve. Una flecha koriak rasga el aire y va a parar al costado del cachorro, que cae con un golpe seco al suelo. Ya no piensa en las palabras de su padre, ni en quién ganará la carrera a la cabaña. Solo piensa en el dolor y en su sangre caliente derritiendo la nieve…
Me desperté de pronto, asustado y cubierto de sudor frío. Inconscientemente me apretaba el costado como si la vieja herida hubiera vuelto a abrirse. Sabía que el dolor no era real, que solo existía en mi recuerdo. Pero estaba allí, la punta de flecha, la sentía como si nunca me la hubieran extraído. Una débil luz se filtraba por las persianas de mi habitación. Palpé el lado libre de mi cama, todavía tibio del último cliente. Sobre mi mesita de ébano gastado descansaba un fajo de francos, demasiados para un prostituto clase baja como yo. Pero el hombre también estaba comprando mi silencio, aunque eso ya venía con el precio inicial. Hundí me cabeza en la almohada, demasiado asqueado y cansado al mismo tiempo. Hastiado del olor a humedad y sexo hacinado en la habitación. Afuera se escuchaban las últimas gotas de lluvia golpear contra el ventanal rajado. La calle debía de ser un lodazal, un chiquero de prostitutas y borrachos amanecidos. Y sabe Dios, que odio París cuando llueve.
Al salir de mi piso llevé conmigo solamente una cesta. Ni siquiera sabía por qué se la pedí prestada a la mulata que trabajaba en la cocina de mi pensión, pero la llené con algo de comida y un libro. Era domingo y quizás, el único día donde las putas no trabajamos, al menos no yo. Probablemente la puritana moral de mis adorados clientes permitía faltas durante la semana. Pero no los domingos, los domingos corrían a encerrarse en las iglesias, ocultar sus erecciones bajo plegarias y confesiones ¿estoy siendo muy cínico? No es que me importe. Ni siquiera me había bañado antes de salir. Necesitaba algo más fuerte que eso. La escoria no puede limpiarse solo con jabón y perfume. Por eso me encontraba allí después de caminar por un par de horas. No quise coches, ni caballos. Aquel ritual era entre el bosque y yo.
Elegí un lugar fácil de reconocer un poco más adentro del linde del bosque. Hice un agujero usando mis manos y enterré la cesta junto con mi ropa. Tapé el montón de tierra removido con hojas húmedas y contemplé el paisaje a mí alrededor. Sentí la brisa erizar el vello de mi cuerpo. Estaba desnudo, pues convertirme con la ropa no era una opción. Aunque no era esa la razón. Necesitaba sentir el latido del lugar sin ninguna máscara ocultándome. Ni la máscara de cortesana, ni la de humano. Ni la de Lyosha.
El joven se dejó caer redondo al suelo. Rodó un par de veces disfrutando del musgo fresco y al cerrar los ojos un cambio repentino y brutal convirtió su cuerpo humano en el de una hermosa bestia. El pelaje blanco del lince resplandecía bajo el verdor opaco de los árboles. Estiró sus poderosas patas y se incorporó de un salto, atraído por una liebre despreocupada que cometió el error de salir de su madriguera.
Me desperté de pronto, asustado y cubierto de sudor frío. Inconscientemente me apretaba el costado como si la vieja herida hubiera vuelto a abrirse. Sabía que el dolor no era real, que solo existía en mi recuerdo. Pero estaba allí, la punta de flecha, la sentía como si nunca me la hubieran extraído. Una débil luz se filtraba por las persianas de mi habitación. Palpé el lado libre de mi cama, todavía tibio del último cliente. Sobre mi mesita de ébano gastado descansaba un fajo de francos, demasiados para un prostituto clase baja como yo. Pero el hombre también estaba comprando mi silencio, aunque eso ya venía con el precio inicial. Hundí me cabeza en la almohada, demasiado asqueado y cansado al mismo tiempo. Hastiado del olor a humedad y sexo hacinado en la habitación. Afuera se escuchaban las últimas gotas de lluvia golpear contra el ventanal rajado. La calle debía de ser un lodazal, un chiquero de prostitutas y borrachos amanecidos. Y sabe Dios, que odio París cuando llueve.
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Al salir de mi piso llevé conmigo solamente una cesta. Ni siquiera sabía por qué se la pedí prestada a la mulata que trabajaba en la cocina de mi pensión, pero la llené con algo de comida y un libro. Era domingo y quizás, el único día donde las putas no trabajamos, al menos no yo. Probablemente la puritana moral de mis adorados clientes permitía faltas durante la semana. Pero no los domingos, los domingos corrían a encerrarse en las iglesias, ocultar sus erecciones bajo plegarias y confesiones ¿estoy siendo muy cínico? No es que me importe. Ni siquiera me había bañado antes de salir. Necesitaba algo más fuerte que eso. La escoria no puede limpiarse solo con jabón y perfume. Por eso me encontraba allí después de caminar por un par de horas. No quise coches, ni caballos. Aquel ritual era entre el bosque y yo.
Elegí un lugar fácil de reconocer un poco más adentro del linde del bosque. Hice un agujero usando mis manos y enterré la cesta junto con mi ropa. Tapé el montón de tierra removido con hojas húmedas y contemplé el paisaje a mí alrededor. Sentí la brisa erizar el vello de mi cuerpo. Estaba desnudo, pues convertirme con la ropa no era una opción. Aunque no era esa la razón. Necesitaba sentir el latido del lugar sin ninguna máscara ocultándome. Ni la máscara de cortesana, ni la de humano. Ni la de Lyosha.
El joven se dejó caer redondo al suelo. Rodó un par de veces disfrutando del musgo fresco y al cerrar los ojos un cambio repentino y brutal convirtió su cuerpo humano en el de una hermosa bestia. El pelaje blanco del lince resplandecía bajo el verdor opaco de los árboles. Estiró sus poderosas patas y se incorporó de un salto, atraído por una liebre despreocupada que cometió el error de salir de su madriguera.
Lyosha- Cambiante Clase Alta
- Mensajes : 101
Fecha de inscripción : 08/07/2015
Localización : Suburbios de París
Re: El lince y las uvas (Privado)
Había algunas, no muchas, cosas que me agradaban de París, los olores que inundaban el mercado muy temprano en la mañana cuando los vendedores exhibían toda su mercancía, era un aroma dulce y colmado de una gran variedad de olores, canela, fruta fresca, pan recién horneado y demás; aunque también disfrutaba de la increíble vista que podía apreciarse en el crepúsculo, cuando el cielo se teñía de tonalidades naranjas y rojizas que parecían rebotar por los tejados, creando un paisaje más bello que cualquier obra de arte que pudiera uno contemplar. Pero, lo que más disfrutaba de la ciudad francesa eran definitivamente los verdes y frescos bosques que rodeaban la urbe, era en medio de esa espesura donde podía refugiarme, cuerpo y mente, de la constante histeria y ajetreo que dominaba la ciudad y podía darme el lujo de descansar de todo y de todos, incluso de mí mismo.
Cobijado por los árboles y oculto entre la maleza no era un ladrón o fugitivo, no era miserable, tan solo un ser humano que merodeaba sin rumbo ni preocupaciones.
Esa motivación me obligó a dejar el pequeño y repugnante callejón que usaba de escondrijo e inicié una marcha hacia adelante hasta que por fin, la gran arboleda se manifestó delante mío y penetré en ella con una amplia sonrisa. Seguí andando por varios metros hasta que pronto me interné en lo profundo, asegurándome de dejar marcas reconocibles en los frondosos troncos con mi fiel daga, no quería perderme.
Una vez en lo recóndito inhalé profundamente la brisa perfumada de un aroma a pino y solté el aire lento, llenando mis pulmones de frescura y no del humo venenoso que salía de las fábricas. Procedí a estirarme un poco. Me sentía alegre por el simple hecho de estar ahí, aunque no duró mucho, a mi derecha distinguí algo como un brillo por el reflejo del sol y, curioso, me acerqué.
Tapada bajo un manto de hojas secas estaba una trampa para animales. -Joder con esta gente. -Reproché mientras buscaba la forma de desarmarla y cuando lo hice, noté para mi tristeza que esa zona en específico estaba plagada de miles de trampas como esas, estaba en contra de la cacería ¿matar animales por placer? para mí era lo mismo que matar a una persona. Negué con la cabeza antes de poner manos a la obra y con cautela comenzar a desmontar las demás, rezando porque terminara antes de que algún pobre animalillo cayera en una.
Cobijado por los árboles y oculto entre la maleza no era un ladrón o fugitivo, no era miserable, tan solo un ser humano que merodeaba sin rumbo ni preocupaciones.
Esa motivación me obligó a dejar el pequeño y repugnante callejón que usaba de escondrijo e inicié una marcha hacia adelante hasta que por fin, la gran arboleda se manifestó delante mío y penetré en ella con una amplia sonrisa. Seguí andando por varios metros hasta que pronto me interné en lo profundo, asegurándome de dejar marcas reconocibles en los frondosos troncos con mi fiel daga, no quería perderme.
Una vez en lo recóndito inhalé profundamente la brisa perfumada de un aroma a pino y solté el aire lento, llenando mis pulmones de frescura y no del humo venenoso que salía de las fábricas. Procedí a estirarme un poco. Me sentía alegre por el simple hecho de estar ahí, aunque no duró mucho, a mi derecha distinguí algo como un brillo por el reflejo del sol y, curioso, me acerqué.
Tapada bajo un manto de hojas secas estaba una trampa para animales. -Joder con esta gente. -Reproché mientras buscaba la forma de desarmarla y cuando lo hice, noté para mi tristeza que esa zona en específico estaba plagada de miles de trampas como esas, estaba en contra de la cacería ¿matar animales por placer? para mí era lo mismo que matar a una persona. Negué con la cabeza antes de poner manos a la obra y con cautela comenzar a desmontar las demás, rezando porque terminara antes de que algún pobre animalillo cayera en una.
Cailen Gowan- Humano Clase Baja
- Mensajes : 430
Fecha de inscripción : 07/09/2015
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Re: El lince y las uvas (Privado)
El corazón de la liebre latía bajo sus patas, se extendía sobre el suelo de horajasca húmeda como las raíces de un árbol. El lince contraía su hocico al inhalar el distinguible aroma a presa. Suavemente pegó el vientre al suelo sin hacer ningún ruido, esperando el momento justo para aplastarle cuello entre sus dientes. Pero a su izquierda se escuchó un ruido metálico y las orejitas del conejo se alzaron en seco. Ahora estaba advertido de un peligro exterior, y la probabilidad de cazarlo se había reducido. El lince lo sabía, por eso no despegó en ningún momento los ojos de la liebre mientras manipulaba su oreja izquierda para calcular la cercanía de aquello que estuviera poniendo en riesgo su bocado. Pero, insistente, se escuchó mucho más cerca y Lyosha no pudo evitar dar un respingo al notarlo. La presa también lo oyó y escapó, internándose en su agujero bajo tierra, todavía sin enterarse de que estuvo a punto de ser devorada.
El lince se irguió lleno de frustración pero expectante ¿de dónde provenía ese escándalo? Lentamente giró su cuerpo y se escondió tras un árbol. Reconoció el olor del humano al instante, incluso cuando estaban a varios metros y su figura no se viera del todo clara. Se encontraba inclinada preparando…una trampa. Un maullido bajito se escapó de entre las fauces del felino, claramente enojado con el humano que se atrevía a llenar de trampas su santuario. Horribles maquinarias para cazar no solo animales sino cambiantes. Podría oler la sangre seca de los suyos si acercaba lo suficiente. Y aunque Lyosha no se consideraba a sí mismo un temerario, un hormigueo de odio le erizó el pelaje blanco. Impulsado por la indignación y la adrenalina que su piel animal siempre le provocaba, abandonó su escondite. Estudió a la figura antes de avanzar unos metros. No llevaba armas, ni hachas. Ni siquiera traía botas. Debiera ser uno de los que se encargaba de los trabajos más sucios como recoger las presas muertas y volver a tender los aparatos.
Se ubicó en línea recta al hombre que luchaba por terminar de preparar una de sus armas y maulló fuerte y claro. Aunque estaba a una distancia prudente y su color no ayudaba a camuflarlo, sabía que su tétrico maullido lo asustaría lo suficiente para alejarse. Luego, una vez humano, volvería pasar desmontar todas y cada una de las trampas que estaba tendiendo. Se quedó así, mirándolo hasta que tomaran contacto visual, tieso en la posición de ataque, con la cola abanicándose violentamente
El lince se irguió lleno de frustración pero expectante ¿de dónde provenía ese escándalo? Lentamente giró su cuerpo y se escondió tras un árbol. Reconoció el olor del humano al instante, incluso cuando estaban a varios metros y su figura no se viera del todo clara. Se encontraba inclinada preparando…una trampa. Un maullido bajito se escapó de entre las fauces del felino, claramente enojado con el humano que se atrevía a llenar de trampas su santuario. Horribles maquinarias para cazar no solo animales sino cambiantes. Podría oler la sangre seca de los suyos si acercaba lo suficiente. Y aunque Lyosha no se consideraba a sí mismo un temerario, un hormigueo de odio le erizó el pelaje blanco. Impulsado por la indignación y la adrenalina que su piel animal siempre le provocaba, abandonó su escondite. Estudió a la figura antes de avanzar unos metros. No llevaba armas, ni hachas. Ni siquiera traía botas. Debiera ser uno de los que se encargaba de los trabajos más sucios como recoger las presas muertas y volver a tender los aparatos.
Se ubicó en línea recta al hombre que luchaba por terminar de preparar una de sus armas y maulló fuerte y claro. Aunque estaba a una distancia prudente y su color no ayudaba a camuflarlo, sabía que su tétrico maullido lo asustaría lo suficiente para alejarse. Luego, una vez humano, volvería pasar desmontar todas y cada una de las trampas que estaba tendiendo. Se quedó así, mirándolo hasta que tomaran contacto visual, tieso en la posición de ataque, con la cola abanicándose violentamente
Lyosha- Cambiante Clase Alta
- Mensajes : 101
Fecha de inscripción : 08/07/2015
Localización : Suburbios de París
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