Set the controls for the heart of the sun | Privado

por **Katharine Hohenzollern** Lun Ene 09, 2017 10:57 pm

"El pasado es un prólogo."
William Shakespeare

Había una nueva arruga en cada costado de sus ojos. Las tenía contadas, una por una. Se miraba todas las mañanas en el espejo, y nunca le gustaba lo que éste le devolvía: soledad. No le temía al paso del tiempo, no era de esas mujeres obsesionadas con su imagen o ansiosas de parecer más jóvenes. Lo que verdaderamente odiaba era que la vida continuase cuando la de su marido se había apagado. No había día que no despertase y lo buscase a su lado, y siempre encontraba el frío de las sábanas. Aún continuaba durmiendo en el costado izquierdo, se negaba a la posibilidad de ocupar todo el colchón para ella, con la vana esperanza de que algún día ella abriese los ojos y lo encontrase dormido, con la boca levemente entreabierta y las hermosas pestañas poblándole los párpados relajados. Lo añoraba con una fuerza aún más poderosa que el amor, que también era infinito. Ulrich había sido el aire que respiraba, y cuando la muerte se lo arrebató, la había sumido en un constante estado de asfixia. Él le había dado status, poder, hijos y un familia que sería su respaldo social y económico; ella, que había estado condenada a una corte repleta de hipócritas, se había convertido, gracias a su esposo, en una mujer respetada por algo más que su apellido.

Pero aquel viernes era especial. Sus hijos, uno a uno, habían arribado a París, quizá porque la orfandad también los afectaba más de lo que hubieran estado dispuestos a aceptar. Estar cerca de su madre les brindaba apoyo. Su padre había sido un Sol que hacía brillar a todos, y comprendía perfectamente que los cuatro herederos se sintiesen apagados. Habían llegado con sus familias, los niños habían decorado con risas y travesuras las jornadas grises y le habían devuelto algunas sonrisas que creía perdidas. Si no hubiera sido por sus nietos, Agatha, probablemente, hubiera tomado una drástica decisión sobre su vida. Pero no había sido así, y continuaba en esa realidad de la que se sentía prisionera, como si todo aquello no le perteneciera. Hacía el sacrificio por sus hijos, que la necesitaban fuerte. Especialmente la menor de ellos, Amalie, la única que continuaba soltera y la que más a ella se había aferrado. Por eso aquel día tenía tintes de alegría. Ella le había pedido invitar a cenar a un amigo, y por el brillo en su mirada, se percató de que no era un hombre más.

Los preparativos para la comida se hicieron minuciosamente. Amalie parecía querer agasajar a un príncipe, y Agatha le brindó todos los recursos, departiendo órdenes a diestra y siniestra. No era fácil organizar una cena para tantos comensales, especialmente, cuando la mayoría de éstos eran niños. Le gustaban aquellas mesas largas, que ella encabezaba, y donde se sentaban Franz, su esposa y sus cuatro hijos; Luitpold y su segunda mujer y los tres hijos de ambos más el hijo de ella, Franziska, su marido y los mellizos que habían tenido, Amalie y, a partir de esa noche, su invitado especial. Tenerlos a todos juntos, le recordaba que aún estaba viva; y, al mismo tiempo, la orillaba al abismo de la nostalgia.

—Estás bellísima, cariño —alentó a la joven, enfundada en un traje de varios tonos pastel. Agatha, por su parte, había optado por un vestido sobrio en color ciruela, de escote profundo y mangas largas. La estrella de esa noche era Amalie, y todas las féminas de la familia lo habían entendido así. Estaban esperando en la sala, cuando Christian, el histórico mayordomo, anunció la llegada del caballero misterioso. Como líder de la familia, fue Agatha la encargada de recibirlo, mientras sus hijos esperaban un paso detrás. —Bienvenido a nuestro hogar, señor Slorach —la pronunciación del apellido fue perfecta. Acompañó el saludo con una leve reverencia y le ofreció su mano. Una suave sonrisa le curvaba los labios carentes de carmín.