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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Donato G. Pecora Lippi Sáb Ene 14, 2017 1:08 am





Porteurs de la croix: reunion
Sé de dónde vienes, pero no hacía dónde vas. En mis sueños, voy contigo.

En ocasiones como aquella poco fastidiaba más que la obligación de cumplir con un deber. El sol bostezaba en el horizonte, apremiando a la luna para que le suplantara en su reinado; el cielo diurno, con parsimonia, se exiliaba a la par de su monarca, destiñéndose en los confines del lecho oceánico. Los centinelas estelares, a su vez, llegaban al paso de la reina lechosa, ocupando con soberbia sus puestos destellantes, susurrándole al oído los pecados de París.
Donato era un transeúnte más dentro del bullicioso cause que desbordaba en las veredas; en más de una ocasión había estado a punto de tropezar con los adoquines desalineados y en otras tantas había presenciado casos de inminente colisión entre carruajes y peatones. Cuán fervoroso era su deseo de encontrarse confinado al resguardo de su habitación; había abandonado sobre el escritorio un volumen exquisito de historia de las ciencias naturales recientemente adquirido, con promesas de fragancia a roble y páginas añejas.
Contemplar sus zapatos en cada cruce le fastidiaba de sobremanera, pues únicamente obtenía un recordatorio de cuánto requerían ser lustrados, irónico desenlace de los acontecimientos, siendo que los había dejado impecables esa misma mañana. La sumatoria de malestares lograba infundirle intensos deseos de desistir en su travesía, pero no existían alternativas en aquella ocasión, le bastó con rogar a Dios disponer del don de la paciencia.

El objetivo de su ajetreado viaje a pie residía en el gran hostal ubicado al norte de la ciudad; como la mayoría de los inmigrantes, había residido allí sus primeras jornadas en Francia, previas a su asentamiento formal en un apartamento de alquiler próximo a la imprenta que le daba empleo. El motivo de su retorno al lugar en cuestión descansaba en las pertenencias que se había visto en necesidad de dejar por cuestiones de inconveniente traslado, la mayoría eran libros de valor incalculable para su corriente investigación y, aunque hubiera preferido ahorrarse las molestias aquella noche, la sorpresiva y apremiante aparición de un mensajero en su puerta durante la tarde le había privado de la libertad para decidir. El administrador del edificio se encontraba impaciente por recibir a sus clientes en la habitación que ocupaban sus textos y se aseguró de dejarle en claro que si no acudía aquel mismo día a retirar sus posesiones, se desharía de todas ellas.
Pedir un coche que le trasladase habría resultado catastrófico, pues las calles se lucían intransitables para cualquier vehículo sobre ruedas; no solo había llovido recientemente, sino que la marea de cuerpos humanos imposibilitaba todo atisbo de movimiento. Si iba a pie, sin embargo, podía valerse del constante fluir de peatones para avanzar en la dirección que le correspondía, ahorrándose el precio del carruaje y la eterna demora, aunque no el resplandor de sus zapatos.

Para cuando logró posar pie en el pórtico de la edificación, el sol ya se había sumergido detrás del oleaje y la única fuente de luz que servía a la vista se mecía en el interior de las farolas. Accionó el pestillo de la puerta e ingresó en la superpoblada antesala de recepción. El escenario se ahorraba sus prejuicios de raza y estatus, pues allí se alojaban centenares –si no miles– de individuos de todo tipo; no le sorprendió toparse con ostentas vestimentas de saturados colores, contrastados por la soberbia del uniforme mercantil; bastones y sombreros, además de camisas arrugadas; sin embargo, un rasgo que destacaba en la mayoría era el de portar con vehemencia una jarra en la mano hábil.
Donato prefirió no reparar en ninguno de los presentes, ahorrarse la mayor cantidad de problemas era una de sus más grandes pasiones y el objetivo que le había conducido de regreso hasta allí exigía inmediata atención. Se aproximó hasta la mesa de recepción e interrogó al empleado a cargo sobre el paradero del administrador; logró dar con él dentro del comedor, un área espaciosa que cumplía la función legítima de taberna aunque su denominación promoviera otra cosa.

Creyó que sería un hacer sencillo, entablar una conversación con el sujeto, solicitar algo de ayuda para el seguro traslado de los libros y, finalmente, alquilar un carro que, por mucho que pudiera demorarse, le permitiría cargar todas sus pertenencias y regresar de una vez por todas a la confidencialidad de su residencia. Pero nada parecía avanzar de acuerdo al plan, el encargado se encontraba bajo el fastidioso efecto del alcohol y, jactándose de su brillante idea, exigió al joven que le abonara la noche en compensación por haber guardado los volúmenes. Donato vio menguar su paciencia tan aprisa como las palabras escapaban a los labios del hombre.
¿Cómo se supone que razone con un ebrio? ¡Pretende cobrar un empeño al precio de una estadía! Pero es que está desquiciado –comenzó a protestar con la inamovible intención de evitarse el pago, pero se detuvo de improviso cuando un rostro abocó su completa atención.

¿Cómo era posible que le sintiera tan familiar? Era la primera vez que lo contemplaba en concreto, pero cuántas veces se le había aparecido en sueños. El Santo Grial era el corriente objeto de su investigación, luego de haber asistido a infinidad de sucesos inconscientes, allí mismo, acarreado por un par de robustos marineros, yacía el hombre al que correspondía la sagrada custodia. Se aproximó al varón con paso decidido y, sin miramientos, le tomó por la mandíbula, obligándole a mirarle a los ojos.
Tú… –murmuró perplejo–, ¿cómo es posible? ¿Qué es lo que haces aquí? –Era inconfundible, el recuerdo acudía palpable y coincidía en cada ínfimo detalle con las facciones de aquel desconocido.
Ahora que presenciaba la indubitable prueba de que sus sueños eran más que una ficción, cientos de complejas conjeturas se ordenaron dentro de su mente, numerosas respuestas alzaron su voz y logró arribar a una hipotética, pero no por ello menos valiosa, conclusión.
Tengo muchas preguntas –anunció al sujeto, que también apestaba a alcohol, todo en aquel sitio parecía dotado de esa molesta propiedad–. Ustedes dos, ayúdenme a llevarlo al segundo piso –se volteó antes de que el encargado pudiera alzar la voz en protesta–, abonaré la noche, pero pienso ocupar la habitación. Cuando se encuentre en condiciones, hablaremos del tema. Hasta mañana.
Abandonó el recinto en escolta del par de individuos y su centro de atención. Al final de cuentas, la ajetreada jornada se desplegaba prometedora y pretendía exprimirle todos los beneficios.
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Mensaje por Klaus McQuoid Dom Ene 15, 2017 11:41 pm

Dios selló con el hombre tres alianzas, y cada una de ellas tuvo un símbolo... El Grial fue el tercero.
(El Talismán de Raziel - Mariano F. Urresti)




Y luego de un par de semanas intentando no regresar a la odiosa taberna, Klaus terminó cediendo por caer de nuevo en el nefasto vicio del alcohol. No lo hacía por algún tipo de adicción a tan malas bebidas, sino, por una necesidad horrible de querer olvidarse de todo cuanto le atormentaba. Quizás algunos asociaban el malestar del joven McQuoid a las actividades de la Inquisición, pero no era precisamente eso, se trataba de algo mucho más delicado, y hasta poco creíble para la gran mayoría de incautos que habitaban en ciudades como París. Aquello era algo que lo perseguía constantemente en sueños, que no lo dejaba reposar en paz en sus horas libres. Se consideraba un hombre maldito, alguien perseguido por la desgracia; una suerte de idiota que cargaba una cruz que no deseaba, y que sentía que no le pertenecía. ¿Qué demonios había hecho en sus vidas pasadas como para seguir arrastrando el caos a todas partes? No lo entendía muy bien; es que ni siquiera recordaba con lucidez. Las imágenes borrosas iban y venían, acompañadas por sensaciones nauseabundas y voces que no parecían habitar este mundo.

Se enfrentó a sí mismo a su propio reflejo en el espejo. Las ojeras le surcaban los ojos, y la barba de hace tres días parecía ir acumulándose más en su barbilla. No se reconocía a sí mismo, estaba tan demacrado por el desvelo, que sólo vio oportuno marcharse a la taberna y dejar que el licor amargo hiciera su efecto. Consiguió apenas alguien que lo acompañara, aunque solía preferir estar solo, existían ocasiones en las que no debía bajar tanto la guardia. La taberna, por más derruida que estuviera, solía ser frecuentada por toda clase de hombres, y mujeres también; era un nido de malvivientes. Él, por su parte, sólo entraba en el escaso grupo de quienes iban por el único deseo de hundir sus penas en el alcohol.

Bebió hasta que el ron le supo mal, hasta que su garganta y estómago rechazaron cualquier gota más del apestoso alcohol. Klaus se dejó hundir en sus miserias por un par de horas, incluso llegó a preocupar al tabernero, que ya lo conocía bastante bien. Por esa misma razón, el hombre decidió no volver a servirle más nada al inquisidor, ordenando luego a un par de sus conocidos a que lo llevaran a un lugar seguro, ofreciendo aun una de sus habitaciones en el Hostal. El tabernero les entregó la llave a aquellos fortachones, y éstos, sin titubeos, acompañaron a Klaus hasta el sitio pautado. Y era evidente que él no se enteraba, en realidad, luego de unos minutos de caminata, intentando mantener el equilibrio al deshacerse del agarre de los dos hombres, empezó a delirar. Su mente evocó el rostro de una mujer, la misma que había visto en Notre Dame en una de sus tantas noches conflictivas.

Los dos emisarios, entre risas, sabiendo que McQuoid estaba muy borracho, no dejaron de custodiarlo hasta el Hostal. El muchacho causaba gracia y pena a la vez, por eso no querían abandonarlo a su suerte, era de los pocos inquisidores que no mostraba arrogancia ante nadie; en realidad, resultaba ser alguien muy amistoso y paciente. Sin embargo, algo completamente inesperado ocurrió apenas ingresaron en el interior del recinto. Mientras Klaus era arrastrado hacia una de las habitaciones, alguien en el vestíbulo principal lo detuvo. Era un mozalbete de no más de veinte años, quien parecía conocerlo bien, por lo que los dos sujetos no interfirieron demasiado. Pero la reacción del inquisidor no fue la más acertada; Klaus ni estaba consciente de lo que veía o decía. Sólo abrió los ojos, sin tener idea hacia donde se dirigía su vista.

—¿Willow? —inquirió incrédulo—. Tiene que ser una broma, de mal gusto. ¡Eso no se hace! Mujer del demonio.

Las palabras de Klaus salieron entrecortadas, incoherentes, completamente insignificantes. Su cabeza le daba vueltas, y no pudo siquiera interponerse a ser llevado hacia una habitación al momento en que aquel extraño joven pidió explicaciones. ¿Qué estaba ocurriendo? Nadie quiso protestar, ni preguntar nada. Sabiendo que llevaban a un inquisidor consigo, lo mejor era seguir las indicaciones del otro joven, con quien dejaron a McQuoid al cabo de largos minutos.

—Mujer... del demonio —balbuceó—. Todo esto es tu culpa, maldita sea...

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Mensaje por Donato G. Pecora Lippi Miér Ene 18, 2017 10:04 pm





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Dime, hermano, ¿son tus llagas un porte divino o el recuerdo de cuán perdidos estamos en el mundo?

Deposítenlo sobre la cama –indicó a los colaboradores, haciendo un ademán con la mano para dejar en claro cuál era la referencia de su petición.
La habitación era un estropicio, tal y como la recordara. Parecía ser que nadie se había molestado en limpiar o siquiera darle una visita durante su ausencia. La peste a humedad sumada a la excesiva y preocupante población de telarañas que se agrupaba en las esquinas inspiraba un sinfín de sentimientos a excepción del de desear habitar allí.
Los libros y documentos se apilaban innumerables por cada rincón que hubiese yacido libre dentro de la estancia, Donato sucumbió ante la tentación de tomar alguno de los volúmenes y hojear sus páginas para comprobar que se mantenía en buen estado y que aún desprendía aquella somnífera fragancia a papel añejo.
Un gemido le trajo de regreso a la realidad, el individuo que le visitara en sus sueños ya había sido arrojado sobre el colchón y el par de hombres descomunales aguardaba alguna otra indicación.

Agradezco su generosidad –se sinceró el joven, dirigiéndose a los susodichos–. Ahora me complacería que nos dejaran a solas, yo me encargaré de que recobre la conciencia, digan eso a quien les envió.
Si había algo que maravillara al hechicero de los seres humanos convencionales era su transparencia mental, bucear en sus memorias resultaba tan sencillo como cortar el curso de una cascada al introducir la mano en su tejido acuífero. Sin embargo, indagar en las experiencias de terceros sin permiso era una falta a la moral en su opinión y por ello fue que se abstuvo a todo impulso de continuar.
Hasta luego –mencionó, acompañándolos hasta la entrada, donde entregó una modesta suma de dinero a cada uno–, lamento las molestias, que tengan una buena noche. Dios los bendiga.
Cerró la puerta transcurridos unos segundos y volteó en dirección del único individuo que le acompañaba en la habitación. Las facciones del sujeto exponían evidente malestar, el cuerpo le apestaba a alcohol de pies a cabeza y evidenciaba no encontrarse en su sano juicio.

Donato encendió las lámparas del recinto y se aproximó hasta aquel desconocido. Posó las manos sobre sus hombros y le clavó la mirada sin reparos, dispuesto a comprobar de una vez y en definitiva que no se había equivocado de persona.
Aunque su barbilla estuviera poblada de vello debido al descuido, sus ojos se encuadraran dentro de un par de oscuras ojeras y sus labios expusieran profundas grietas, aquel hombre era, sin lugar a dudas, la vívida imagen en carne y huesos de aquel que le visitaba en sueños. Aún no había logrado llegar al meollo del asunto que les atañía, pero sí era lo suficientemente inteligente como para concluir en ciertos aspectos; aquel había sido su compañero en la orden y el responsable de custodiar el Santo Grial del que se estaba ocupando en sus estudios.
Oye –soltó con seriedad–, ¿estás lo suficientemente lúcido como para responder a mis preguntas?
La interrogante era completamente vana, pero el joven estaba dispuesto a emplear todas sus cartas hasta agotar cada posibilidad de juego; si el ebrio se consideraba en las condiciones necesarias para saciar su curiosidad, entonces podía intentar obtener algo de información en base a una mera plática.
Empecemos por lo básico, ¿cuál es tu nombre?

Era plenamente consciente de las palabras que había emitido en su ensueño de licor, aquel sujeto había hecho mención de una mujer, «Willow», si la memoria no le fallaba –vamos, que nunca lo hacía– y le había atribuido la culpa de algo. Era imperioso que supiera quién era esa señorita y más aún, de qué se la acusaba. ¿Sería, acaso, el otro miembro de facciones confusas que ocupaba lugar en sus delirios nocturnos?
Donato incrustó los dientes en su labio inferior, su mente trabajaba sin descanso, estableciendo conexiones, puntos de quiebre y conjeturas sobre su análisis hasta el momento.
Si el individuo carecía de la aptitud para resolver los dilemas de su situación, no repararía en remojarlo en agua congelada para que recuperara su utilidad, ¿o estaría, aquel, tan perdido en el asunto como él?
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Mensaje por Klaus McQuoid Dom Mar 19, 2017 3:32 pm

Se había pasado de tragos, era evidente. Antes solía beber, pero no llegaba a semejante extremo; hasta tuvieron que arrastrarlo a un lugar seguro por su lamentable estado. ¿Qué iba a pensar su hermano si lo veía tan ebrio? De seguro lo habría metido dentro de una tina con agua helada. Pero Klaus no razonaba mucho en los hechos, en lo que hizo, en nada. Sólo conservaba en su mente la imagen borrosa del rostro de Willow hablándole, como si de un sueño se tratara. Estaba soñando despierto, tal vez, no estaba muy seguro. Con todo aquel licor corriéndole por las venas, ni siquiera podía pensar en frases coherentes. ¡Era un imbécil! Se puso en un riesgo terrible abusando del alcohol en una taberna. Sin embargo, había otra alternativa, ¿quién iba a pensar que un borracho cualquiera tuviera una importante labor en este mundo? Quizá aquel vicio tan deprimente le estaba cuidando las espaldas una vez más.

No opuso la más mínima resistencia cuando fue llevado hacia aquella habitación, es más, tampoco se percató de ese detalle. Por su cabeza sólo notaba imágenes borrosas de algunas lámparas de parafina, voces que no lograba saber qué decían, y mucho menos cómo tenía que usar los pies. Lo único que logró percibir con claridad fue la ilusión de estar debatiendo con su enigmática dama, para hacerle saber su queja. Pero resultó estar en el peor de los errores. Justo cuando obtendría alguna pista perfecta para sus extrañas ensoñaciones, se hallaba en las condiciones más pésimas y vulnerables. Klaus era un completo idiota; no siempre, sólo algunas veces.

¿Cómo demonios había llegado ahí? ¿Qué estaba ocurriendo?

«¿Es una maldición, Willow? Sí, lo es.»

Un mareo le sobrevino de repente cuando se encontró boca abajo, sobre un lecho que no reconocía. Tuvo el deseo de expulsar todo lo que su estómago rechazaba, pero, por suerte, no fue así. Sólo se giró, y al ver como el techo le daba vueltas, cerró con fuerza los párpados. Balbuceó apenas algo, y como pudo se sentó, aún tambaleándose un poco. La situación esta vez le había superado; la cabeza le pesaba y hasta sintió que era una odisea sostenerla sobre su cuello.

—Tu voz ha cambiado, Willow —logró mencionar al cabo de largos minutos—. Un momento...

Algo hizo contacto en su cabeza, aunque la reacción fue bastante lenta; las conclusiones tardarían más en llegar a él, que el verano a Siberia. Aquel ligero cambio en su pensamiento fue causado por la cercanía del otro muchacho, quien se veía bastante interesado en lo que Klaus pudiera contarle.

—¿Zlatan? —preguntó, mientras se atrevía a palpar el rostro del joven—. ¿Desde cuándo te hiciste tan joven? No. Tú... ¡¿Quién diablos eres?!

Exclamó asustado, como si hubiera visto algún espectro. Tampoco era que recordara algo de sus visiones oníricas, no. Klaus simplemente se abrumó al verse en una habitación con un desconocido. Tanto fue su consternación, que volvió a caerse sobre el lecho, llevándose las manos al rostro; nuevamente todo dio vueltas a su alrededor, como si estuviera en un carrusel.

—¿Siempre haces eso? Maldición, casi me matas de un susto. ¿Quién eres? —Inquirió, aún preso de la confusión, del mareo, del alcohol; de la locura que consumía su sensatez.

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Mensaje por Donato G. Pecora Lippi Lun Mayo 01, 2017 12:53 pm





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¿Cuántas veces requerirás hurgar en mis llagas para reconocerme, hermano mío?

A ojos de Donato, el individuo que residía en deplorable condición sobre el lecho se mostraba como un completo idiota. Si sus conjeturas resultaban ser ciertas, ¿qué clase de guardián del Santo Grial se permitiría yacer atontado por el alcohol a merced, en su inconsciencia, de la buena o dudosa intencionalidad de cualquier samaritano? ¡Estaba poniendo en peligro al mundo entero! Mas, sin situaciones como aquella, resultaba dificultoso recordarse cuán humanos podían llegar a ser.
Por un momento, el hombre pareció recobrar, siquiera, una pizca de lucidez e, imitando el comportamiento de un ciego, se atrevió a palparle el rostro, obteniendo, evidentemente, una visión más clara de los hechos. Sí, se encontraba en compañía de un completo desconocido –técnicamente– y aislado en una habitación tan privada como recluida; el italiano agradeció a Dios haber sido él quien diera con aquel sujeto en primera instancia.

Se aproximó un paso hacia el borde de la cama y contempló al desconocido con aire solemne, se mostraba tan indefenso y confundido, perdido en sí mismo y en el mundo, balbuceando constantemente incoherencias que, en el mejor de los casos, únicamente él lograría comprender.
No, sospecho que habrá quienes lo encuentren un pasatiempo entretenido, pero no es mi caso. –Sentenció, echando un fugaz vistazo a la habitación con objeto de localizar un asiento. Tan pronto tuvo la silla a merced de su agarre, la arrimó hasta el lecho y tomó asiento con una serenidad recientemente recuperada.
Fui yo quien hizo la pregunta primero, pero tomando en cuenta la posición en la que te encuentras, sería más justo que me diera a conocer primero. Mi nombre es Donato –comentó, echándole un inquisitivo vistazo–, aquello que vaya a decirte sobre mí resultará irrelevante, de todos modos. Pero debes saber que mi intención no es hacerte daño o aprovecharme de tu particular estado actual, simplemente necesito algunas respuestas que solo tú, probablemente, estés en condiciones de brindarme.

Cruzó la pierna derecha sobre la izquierda y descansó con los brazos cruzados contra el pecho, le exasperaba la idea de que su acompañante no dispusiera del sentido común indispensable para otorgarle información satisfactoria, pero la sinceridad de los borrachos seguía jugando a su favor, quizá pudiera rescatar algo de aquella persona que no era, sino, más que el reflejo desempañado de quien fuera en sobriedad.
No pretendo que, en tu condición, veas en mí algo más que lo realmente percibido por tus ojos, puesto que tampoco estoy al tanto de cuán similares son nuestras experiencias, así que solo indagaré en lo indispensable.
Donato se inclinó sobre la cama y lo sostuvo por los hombros, obligándole a erguir el torso; clavó la mirada en las profundidades de sus desorbitados ojos y, con la fingida seriedad que empleara alguna vez en otro tiempo, recopiló sus memorias oníricas en una sencilla frase.
No olvides, hoy, que nuestra espada combate en el nombre del Altísimo, mas, en pos de nuestra naturaleza humana, cortaré más cabezas paganas que tú. No mueras, así podré mofarme de ello luego.
No era una prosa de la que se enorgulleciera, de hecho, poca afinidad predicaba por su antigua personalidad; aunque se atribuyeran los antiguos resultados a la época, las herramientas, las costumbres y creencias, él había decidido, en esta vida, no cometer los mismos errores.
Se apartó del individuo, constituyendo una esencia misteriosa mediante la precisión y lentitud de sus movimientos, a espera de que lo mencionado desenterrara los recuerdos del presente y le trasladara a los campos de batalla y las masacres inauguradas con aquel cruento desafío.
Me gustaría que empezaras por tu nombre, ¿cómo te llamaron tus padres?
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Mensaje por Klaus McQuoid Mar Oct 17, 2017 11:29 pm

¿Por qué a él le tenían que pasar esas cosas? Entre todas las personas existentes en el vasto mundo, justamente querían fastidiarlo a él, cuando lo único que quería era... ¿Qué era lo que realmente quería Klaus McQuoid, aparte de que su cabeza dejara de dar vueltas? Haber bebido hasta el hartazgo fue una muy pésima idea. ¿Y qué se supone iba a hacer? Ni siquiera tenía la menor idea de que terminaría en condiciones un tanto extrañas, y no por ser inquisidor, sino por algo que ni sospechaba, y mucho menos cuando su cabeza no estaba coordinando ni media situación. Todo resultaba ser condenadamente irreal, a pesar de tener la sensación de que no, que todo lo que ocurría en ese preciso instante era demasiado verídico.

Lo único que lo fastidió, y más de lo que creyó jamás, fue la insistencia con la que ese chico le preguntaba cosas. ¿Sería alguna especie de secuestrador? Lo dudaba. Aunque bien rezaban que las apariencias engañaban, sin embargo, algo muy dentro suyo, haciéndose espacio entre todo ese caos mental, le decía que esas palabras no aplicaban para aquel joven. Así que, luego de su reacción, volvió a tenderse por completo en el lecho, con los ojos cerrados y las manos sobre el rostro. Sentía que el mal licor aún le quemaba la garganta. ¡Que borracho más indigno! Aun así, y dados los hechos del momento, hizo un enorme esfuerzo para controlar su escasa salud mental debido a la nefasta ingesta de alcohol.

—Donato, Donato, Donato. ¿Por qué demonios no me es familiar tu nombre? ¡Ah! Ya lo sé, porque no te conozco. Pero como buen inquisidor que soy, me daré la tarea de no desconfiar tanto, ¿tienes una idea? Porque me has dicho tu nombre real. O quizá me estés inventando cosas, aunque, dudo que sea el caso —habló, y lo hizo como si realmente hubiera recobrado su sobriedad e independencia del licor, aunque igual seguía ebrio, sí que había dicho eso con absoluta coherencia—. Mira, chico. ¿Crees que soy capaz de darte respuestas? ¿Y de qué exactamente? Ni siquiera puedo mantenerme de pie... Está de broma, enano.

Se echó a reír, pero no lo hacía del muchacho, sino de sí mismo. Era hasta gracioso verse en tan particular estado. ¡Jah! Si Zlatan se enterara, de seguro sonreiría... O lo haría Castle. Ah, no, ella ahora estaba, ¿muerta? El recuerdo de Honeur le aceleró todos los sentidos, incluso abrió los ojos por completo, irguiéndose de forma brusca (aunque igual había necesitado un poco de ayuda extra), como si la borrachera hubiera pasado en tan sólo un par de segundos.

—Debo buscarla... Castle, ella, de seguro le ha ocurrido algo. ¿Por qué no está sacándome en cara todo? ¡Por qué! —Entonces observó fijamente al otro joven, reconociendo cierta familiaridad en su mirada. ¿Quién era en realidad?—. No sé si sea una buena idea revelar algo tan delicado como un nombre. No por no hacerlo o porque sea mala educación. Supongo que conoces mi oficio, además, sigues siendo un humano con poder, lo veo en tu aura. ¿Sabes lo que eso significa? Que estás en el punto de mira de la Inquisición, y yo precisamente soy parte de la institución.

Tenía el ceño fruncido, extrañado incluso de sus propias palabras. Pero luego, tras un arrebato de quién sabe qué cosa, prefirió dejar la hostilidad a un lado.

—Es Klaus. ¿Eso te sirve o tengo que revelarte hasta mi posición al dormir?

Klaus McQuoid
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Porteurs de la croix: reunion –Priv. Klaus Empty Re: Porteurs de la croix: reunion –Priv. Klaus

Mensaje por Donato G. Pecora Lippi Sáb Nov 18, 2017 8:14 pm





Porteurs de la croix: reunion
Un paso al frente, uno más, aguarda allí la solución a tus inquietudes. Si acaso solo, ahora a la par de aquel.

A pesar de la brusquedad del hombre, Donato se mantuvo imperturbable, ateniéndose a la escena como si ya la tuviese memorizada. Recordaba a su camarada como un ávido hablador, un elocuente y rudo individuo que encontrara en la plática una obsesiva distención; no estaba seguro de que fuese así en la convencionalidad, pero, borracho como se encontraba, remitía al caballero de antaño, aquel que gustaba de restarle importancia a los hechos y perseguía con ciega lealtad el objeto de su misión. Los siglos y ocurrencias del porvenir habían ocasionado que Donato distara mucho de asemejarse al Gabriele de las cruzadas, no le hubiese sorprendido que algo similar hubiese acontecido con aquel que se retorcía frente a él, pero su esencia más pura era exactamente la misma.

Dejó que el hombre soltara enteramente su sinuoso monólogo, guardándose cada pequeño detalle en la memoria, hasta que fue revelado su nombre. Klaus. No estaba en condiciones de juzgarlo adecuado o arbitrario, pero, al menos, ahora sabía cómo debía llamarle.
Klaus, Klaus –entonó en un monótono cántico–, no era tan complejo, ¿verdad? Oh, considero esa otra información irrelevante, de hecho. –Concluyó, aludiendo a su sugerencia.
Donato se reclinó en su asiento, distendiendo su cuerpo contra el respaldo. Ladeó la cabeza y escrutó con detenimiento la figura de su acompañante, indagando sobre diversas cuestiones, intentando alojar en ella el cúmulo de sus recuerdos.
No estimo en la revelación de un mero nombre un acto de tanta gravedad, después de todo, las personas emplean siempre los mismos y en mi condición o en la tuya ha de haber cientos, sino miles, de otros individuos. Incluso si un nombre bastara para imponer una maldición, no lograrías demasiado con el que acabo de darte a conocer, no porque sea falso, en absoluto, sino porque hay otro que se arraiga más profundamente en mi esencia.

Guardó silencio por un instante sin motivo aparente, quizá añorara en cierta medida la ausencia del sonido, también le permitía prestar debida atención a sus inmediaciones.
Conque la Santa Inquisición. –Agregó al cabo de unos instantes, irguiéndose levemente en manifiesto de interés–, no sé si lo que buscas es infundirme temor, pero te recuerdo que, en tu estado, te encuentras en evidente desventaja, ¿acaso crees que no percibo que somos lo mismo? Me gustaría comprobar que, detrás de la borrachera, se esconde un hombre suficientemente prudente.
»En cuanto a mis preguntas, sé que tú sabrás las respuestas, en todo caso, serás capaz de buscarlas. Pero tienes razón, en este estado no servirás más que para ensuciar las sábanas, solo hazme el favor de vomitar en un recipiente, no es agradable convivir con el contenido estomacal de otras personas
–informó con suma seriedad.

El joven se puso de pie y se dirigió hasta la puerta, con objeto de trabar el cerrojo en caso de no encontrarse ya asegurado. En el exterior de la habitación se podían percibir las esencias de numerosos individuos, en la planta inferior los ánimos eran demasiado volátiles para su gusto y las multitudes no eran precisamente de su agrado; si Klaus lograba conciliar el sueño quizá él pudiera aprovechar la noche para realizar estudios y redactar informes.
Klaus, escucha –comenzó, volteándose en dirección del aludido–, para asegurarnos de que no te involucres en ningún percance ni te fugues antes de saciar mi curiosidad, permanecerás en esta habitación hasta el alba y yo seré tu compañía. Tú solo… –restó importancia al hecho mediante un movimiento de muñeca– recuéstate en la cama y trata de dormir, me quedaré por aquí, haciendo algunas cosas.
Se dirigió hacia la mesa que se hallaba de espaldas al lecho, tomando la silla que anteriormente usara para trasladarla hasta la nueva ubicación. Desarmó un paquete de libros que residía sobre el escritorio y extrajo algunos sin prestar verdadera atención; antes de sumirse en sus asuntos, echó un fugaz vistazo al hombre que yacía sobre el colchón, el cuerpo y espíritu de su antiguo camarada, ahora desdibujados por el hacer de la bebida.
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Mensaje por Klaus McQuoid Miér Abr 04, 2018 11:44 pm

Las retahílas del otro chico le estaban haciendo doler la cabeza todavía más, como si le estuvieran golpeando con un martllo las sienes. ¿Por qué algunas personas no se podían simplemente limitar a explicar las cosas de un modo más sencillo? Es decir, no era necesario redundar tanto en asuntos innecesarios, ni darle tantas vueltas a la manzana; simplemente podían decir lo justo y lo necesario, ¡y ya estaba!, joder, que ya sentía su pobre cerebro lo bastante seco como para no querer vivir en ese preciso instante, ¡y ni hablar de su estómago! Ninguna se compensaba con la otra, y el único culpable era el alcohol, pero aquel muchacho extraño no lo era menos, porque también colaboraba con su jaqueca. Y tanto que se lamentaría al siguiente día... ¿Cómo se suponía que iría a ver a sus superiores en ese estado? Ni él mismo lo sabía, tampoco lo quería saber. ¿Para qué preguntarse algo tan poco importante en ese momento?

De acuerdo, llegó a pensar, por un breve instante, que la obsesión del otro se prestaba para despertar recelo, sobre todo porque Klaus en su vida lo había visto, y tampoco le apetecía intentar recordar algo más, especialmente por no estar en las condiciones para algo así. ¿Qué parte de "mírame, estoy borracho" no se entendía? Al menos pudo haber intentado hablarle con menos filosofía, porque, siendo honestos, él ni ganas tenía de entrar en un debate de ese tipo, y no por lo ebrio, se habría negado estando sobrio, de todas maneras. Incluso hasta llegó a olvidarse nuevamente de su reciente preocupación por Castle, aún cuando el asunto sí que resultaba muy serio, pero él, Klaus, lo menos que quería era ser serio.

Volvió a tenderse en el lecho, ignorando las advertencias de escupir su estómago por la boca, ¡ni siquiera quería hacerlo! Vomitar era una de las cosas más desagradables que podía hacer el cuerpo humano, más que otras, cabía destacar, así que simplemente aguantó como pudo. Con el tiempo había logrado dominar ciertas cosas, algo así como lo hacían los budistas, a quienes admiraba en silencio. Y ya empezaba a delirar de nuevo...

—Prudente, dice —balbuceó al cabo de un rato. Incluso se atrevió a reír un poco—. ¿Crees que alguien que beba como condenado pretende ser prudente estando sobrio? Me parece que a rizos de oro le hace falta salir más de su... nido.

Volvió a reír nuevamente, al punto en que casi se ahoga con su propia tos, aun así, continuó con la burla, como si le estuvieran contando un chiste. Sí, bueno, estando tan alcoholizado las cosas le eran aún más graciosas. Oh, si ese chico habría sido Solange, ya le hubiera dado un buen puñetazo en el estómago, pero, por fortuna, no lo era, así que continuó con su tontería de crío de seis años.

—Un momento, ¿hablas en serio? ¿En serio de verdad? Nah. O sea, mírame como estoy, que hasta casi me muero con mi propia tos, ¿cómo supones que me voy a escapar corriendo? ¿Cómo pienso buscar problemas? —Se escurrió las lágrimas con el dorso de la mano, sin importarle la reacción de su extraño acompañante—. Y mira, te diré algo para que te vayas enterando... No voy a saciarte un demonio nada, ni ebrio, ni mucho menos sobrio. ¿Qué crees que soy? ¿Un libro al que puedes ojear cuando se te de la gana? No, pues, mira, te quedarás con las ganas, porque en mi puta vida te he visto, rizos de oro.

Aunque antes hubiera reído como un idiota, aquello último lo soltó casi en un gruñido. Una cosa que Klaus detestaba, más que nada en el mundo, era esa manía que tenían algunos de querer utilizar a los demás como fuente de información. Ya estaba verdaderamente asqueado de encontrarse con personas así en la Inquisición, y ni deseos de querer involucrarse con más fuera de sus dominios.


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