Not your real pain |Privado

De todos los lugares en los que dejaba que el fuerte golpe de sus botas marcara la tierra, Italia no se había convertido nunca en el favorito de Fausto. Tal vez fuera cosa de que allí se hubieran estado acumulando acontecimientos históricos tan relevantes para el mundo occidental y algo de su frustración traumática lamentara no poder permanecer eternamente en la tierra y presenciar así los que continuarían. Ni siquiera la cultura etrusca o el nacimiento del imperio romano lograban de él más que el reconocimiento objetivo de su importancia, pero no podían ganarse su fascinación personal, al menos no por encima de otros rincones que hubiera visto antes o después. Eso sí, nunca se pondría a dar largas explicaciones de por qué Carlo Magno o las nuragas de Cerdeña le importaban un bledo, quizá porque si la conversación acababa extendiéndose más, probablemente tuviera que llegar a la conclusión de que lo que le molestaba especialmente de Italia era su carácter artístico. Ése que evitaba para definirse, aunque fuera consciente de que todas las premisas que lo convertían en inspiración de pintores y escultores apuntaban al dolor de su figura. Una de las cosas que mejor se le daban a Fausto (y de las pocas que podían usarse contra él en combate) era cómo se sumergía en la inconsciencia de la auto-negación.

Hacía cuatro años exactos desde que asesinó a Georgius, su mentor, aquel vampiro que le había ayudado a crecer lejos de intelectos inferiores, y no hubo de transcurrir ni siquiera una sola semana para que Fausto entregara su entrenamiento físico a la cacería, marcada ya su meta de exprimir la inmortalidad después de que se la hubieran negado por segunda y definitiva vez. Tras aquel suceso que lo había marcado más que cualquier tatuaje en el cráneo, no podría interesarle menos la idea de vivir para siempre, porque de su propia desgracia habían surgido las cenizas de donde renacer. Incluso si aquel hecho consistía en sufrir interiormente hasta su último aliento. Eso quedaba entre Fausto y él mismo, no era asunto de nadie más. Al menos, tenía a su favor que siendo tan rematadamente hijo de puta, resultaba difícil que a alguien se le ocurriera compadecerlo.

Obvio era que no se encontraba de nuevo en Florencia, saltando por encima de matojos y esquivando ramas de árboles, sólo para rellenar sus experiencias por el mundo, como cuando Georgius le brindaba la oportunidad de ser cada día más perfecto. Fausto empezaba a valerse de acabar con la vida (y no-vida) de sobrenaturales también para ganarse el pan y no descender de estatus social, porque aunque a la fortuna que obtuvo de su maestro le costara desvanecerse, ahora estaba en sus manos desarrollar la sabiduría absoluta de la independencia y para ello, no consideraba la opción de mantenerse con la herencia de un muerto. Se había hecho cazador únicamente por los vampiros, para liquidarlos no necesitaba más incentivos que el destino que él se escribía con la tinta de sus propias vísceras. No obstante, abarcar también el campo para los hombres lobo y cambiantes le ayudaba a estar más preparado, pues su sed de conocimientos no menguaba en ningún ámbito existente. Si le pagaban lo que pedía, Fausto cumplía con su trabajo. Y el trabajo de aquella noche consistía en localizar al licántropo al que ahora perseguía más allá de su mirada.

La familia de aquella criatura en cuestión, femenina y estancada en una edad física que no le pertenecía, no había escatimado en detalles sobre su paradero, etc. Y dado que el interés del alemán no guardaba relación con quiénes fueran sus contratantes ni los motivos que tuvieran para precisar de sus servicios, no necesitó mucha más información a la hora de terminar en aquel bosque, surcando la noche mientras acorralaba a su futura presa, no sin antes invertir todo el tiempo que le viniera en gana para analizarla. Aquella cruzada no le estaba suponiendo demasiados esfuerzos, cuando llevabas desde los once años sometido al arte marcial del Kalaripayattu, dedicarse a la caza de lo que diantre fuera no encerraba mucho misterio. Sin embargo, en esos cuatro años, apenas había tenido oportunidad de dedicarse a los licántropos, así que recrearse en los movimientos y características del que ahora perseguía le venía como anillo al dedo. A pesar de su ego suntuoso, era complicado que Fausto bajara la guardia incluso ante la más nimia piedrecita en el camino, porque hasta en los resquicios más impensables se labrara su perfección. De modo que no estaba subestimando al objetivo, sólo alargaba su persecución a favor del aprendizaje.

No llevaba más de una hora en ese bosque, acechando a la infeliz criatura, y parte de los golpes que ésta mostraba, la mayoría hechos con su bastón (propio de su arte marcial) o con la potencia de sus botas, sangraban en torno al abultado pelaje de la bestia, debilitándola a un ritmo lento y metódico. Sus colmillos echaban jadeos que llenaban de vaho el aire, saltaba a la vista que ya empezaba a fatigarse y a esas alturas ya se había comprobado que no tenía la habilidad de sanar sus heridas aceleradamente, cosa que le había facilitado poder regodearse más en la cacería. La huella de Fausto en aquella escena era leve pero limpia, certera pero reprimida. Los trazos de un genio que se contenía hasta dar el brochazo final.

Después de un largo rato, la mujer lobo reposó su magullado aspecto cerca de un tronco y el cazador dejó de elevarse por los aires para acabar encima de la enorme rama de un árbol próximo, perfecto para cernirse sobre la mole de pelo en cuanto quisiera. Antes de guardarse el bastón y hacer amago de buscar un arma más letal dentro de su abrigo, le pareció detectar algo que también se movía cerca de ellos, y sus ojos dieron un veloz repaso a los alrededores, sin encontrar nada que lo dejara satisfecho. Una parte de sí mismo se sintió incomprensiblemente atraído, pero ahí quedó reflejado que aún no era el puntilloso cazador en el que se convertiría años después: no le dio más importancia y, acto seguido, extrajo su sable, probablemente para realizar la herida más grave hasta el momento que dejara a la criatura indispuesta, lo que le permitiría poner fin a la cacería, a la vez que también estudiarla de cerca.

No se lo pensó más veces y se abalanzó sobre ella, de manera tan directa que no pudo esquivar el obstáculo que se interpuso finalmente en su cometido.