AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Down With the Sickness — Privado
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Down With the Sickness — Privado
You've Woken Up the Demon In Me
—¡Estás loco! —aulló la mujer, mientras se retorcía en el suelo como un gusano—. Por favor, déjame en paz. No te he hecho nada, ¡suéltame!
Pero sus palabras fueron en vano, las lágrimas resbalaban por sus mejillas pálidas y su rostro era una mueca del más puro horror. Ella lamentaba haber estado en ese lugar en ese momento, ¿acaso Dios no escucharía sus plegarias? No había hecho nada para merecer semejante castigo. Iba a morir de una manera horrible, de eso estaba segura, lo podía ver en el comportamiento de quien, en ese instante, se había convertido en su ruin verdugo, quien parecía estar sumergido en su propio mundo. No reparaba siquiera en ella, simplemente la ignoraba; sin embargo, estaba consciente de su presencia, sólo que prefería hacerse el desentendido. Fingía no escuchar sus quejas, sus sollozos, ¡nada! Kristóf se internó en cuestiones completamente sacadas de sí; en realidad estaba pensando en cómo asesinaría a la jovencita. De vez en cuando chasqueaba la lengua, se frotaba la barbilla y se quedaba absorto observando un ataúd elaborado con maderas viejas. No era común verlo tan callado, porque en ese estado podía esperarse cualquier cosa. Kristóf era un sujeto impredecible, bipolar, desgraciado... ¡un asesino a sangre fría!
—¡Que te calles te dije! —exclamó ya desesperado, incluso arrojó una pedrada a la muchacha, aunque la misma no logró golpearla—. ¿Te dije que hablaras? ¿Te lo pedí? No, ¿verdad? Entonces cierra esa boquita si no quieres que te la arranque, ¡maldita sea! Ya no te soporto. ¡Cállate! Y tú, y tú, y también tú.
Se había salido de control, la manera brusca en la que reaccionó hizo que la jovencita se quedara pasmada, observándolo en silencio. Aquel tipo era un desquiciado, un loco, ¿por qué estaba libre? ¡Ah! Porque en París él no era el único demente suelto, sólo que los demás no resultaban ser tan osados, o quizás sí. Pero todo psicópata tiene que saber borrar sus huellas, pues no está entre sus planes ser arrastrado a la hoguera. Tiene que jugar un poco más, sólo un poco más, hasta que se aburra de su rutina, cosa que resulta, desde donde se le mire, imposible. Esas personas demuestran nunca cansarse de sus acciones, mientras más se manchan de sangre, más víctimas quieren. Era una de las peores manifestaciones de la gula; son demonios andantes, vestidos como personas comunes. O mejor dicho, es una de las peores manifestaciones de la psiquis tan terrible del hombre.
«No estoy loco, yo no lo estoy. No, no. Loca está ella, tiene que morir, morir, morir, morir. ¡Enterrada viva como un gusano!»
Y regresaba ese caos mental del que se sentía orgulloso, o tal vez avergonzado, o de mil maneras. Kristóf podía cambiar de parecer de un minuto a otro, estar feliz, enojado, sentirse diferente, como si otras personas habitaran en su cabeza. Pero en ese momento hizo un gran esfuerzo para quedarse con una única personalidad: la del asesino, para lamento de aquella infeliz que había sido su juguete esa vez. La había observado deambular por las calles de Montmartre y se le abalanzó encima como un león hambriento, llevándola hasta un lugar apartado en el cementerio. Y ahí la tenía, atada, amenazada, gritándole, haciéndola sentir más miserable.
—Sabes... —Fue entonces cuando se le acercó y se acuclilló para poder observarla mejor y apartar un mechón de cabello de su rostro—. Eres demasiado hermosa para arrancarte algo del rostro; también tienes buen cuerpo... no podría dañar una obra de arte. —Rió, y luego, como si fuera lo más natural en él, dejó de hacerlo, volviéndose su semblante completamente oscuro—. Si alguien va a destruirte, que lo hagan las larvas. Mejor te entierro viva y así me ahorro el mal rato de tener que dañar semejante escultura griega. O no... No sé, a casi todos los entierro ya muertos, mejor cambio la rutina.
Se puso de pie para arrastrar a su presa por los pies, sin importarle que sufriera terribles rasguños en el rostro, él no pensaba en eso. Luego intentó colocarla en el ataúd improvisado, pero ella se retorcía de mil maneras, lo que llevó a Kristóf a propinarle una bofetada para calmarla, no deseaba dejarla inconsciente.
—Bienvenida a tu nueva casa —dijo con voz musical, dejándola caer en aquella caja—. Buenas noches, vida mía. Que tengas una linda estadía allá abajo. —Dispuesto entonces a cumplir con su objetivo, selló aquel ataúd, pero antes de dejarlo caer en la fosa, sintió una presencia nefasta acercándose—. ¡Oh no! El diablo viene por mí. María madre de Dios, ayúdame... —Abandonó su labor, adoptando una postura teatral, de brazos abiertos, observando hacia el cielo—. ¡Ven a mí Ingeniero! Poderosa bestia, marca mi frente como uno de tus trovadores. —Y ante el inminente silencio, exhaló—. ¿Sabes qué? Puedes irte a echar pestes a los “santos”. Bah, todos estamos podridos de pies a cabeza. Lo sabes tú, lo sabe él, lo saben todos.
Kristóf Ende- Hechicero Clase Media
- Mensajes : 16
Fecha de inscripción : 27/11/2016
Re: Down With the Sickness — Privado
Curas, frailes, religiosos y muertos: tales eran los habitantes de Montmartre, y tales poblaban sus calles igual que lo hacían en su cementerio, que era prácticamente lo único que se salvaba de aquel barrio tan periférico. Por supuesto, en opinión de Ciro (y por todos los que lo conocían era sabido hasta qué punto él mismo consideraba importante su propia opinión), las fulanas que siempre solían rodear los conventos eran mejores que los que los habitaban, pero sólo porque su sangre era más limpia, por irónico que resultase.
Él prefería a los pecadores que al menos sabían que lo eran antes que a los que iban de santos y resultaban lo contrario; ante todo, principios, y además, qué podía decir el pobre: le daba asco la Santa Madre Iglesia desde que el Cristianismo se había empezado a volver una secta crecidita y con ínfulas, así que no pensaba renunciar a eso. Por ello, valiéndose de su físico, a veces disfrutaba de pasear por Montmartre como si buscara una prostituta con la que compartir el lecho, cuando, en realidad, únicamente quería una garganta nueva que destrozar y agujerear. ¡Y lo más divertido del caso era que ellas ni siquiera se lo imaginaban…!
Pero lo cierto era que, con esa cara suya, ¿quién podía imaginarlo? Es más, ¿quién que lo hubiera conocido con anterioridad podría creerse, siquiera, que el antiguo Ciro, tan pasional en la vida como lo era en lo carnal, había muerto y quedado muy bien enterrado? De haber sido humano, se habría convertido en padre de más de un centenar de bastardos con sus comportamientos pasados, y de hecho, de humano así había sido… Aunque no le interesara lo más mínimo conocer su línea de sangre, pues creía que toda la grandeza de su linaje se había extinguido con él, pero ese no era el caso.
La cuestión era que las prostitutas de Montmartre, acostumbradas a los eclesiásticos, encontraban en un hombre (¡ja, hombre! Ese sí que era un buen chiste) como él a alguien a quien deseaban complacer, incluso si sus ropajes no hablaban a las claras de dinero. Por eso, le resultaba muy fácil escoger una víctima, que realmente lo estaba deseando, disuadirla, ilusionarla, liarla en definitiva, y comérsela hasta que no quedara nada de ella. No literalmente porque aquella noche no se sentía con ganas de canibalismo, pero la posibilidad ahí estaba.
Así pues, de empezar la noche seco y aburrido, Ciro pasó a continuarla con un cadáver resecado y deshidratado colgando del hombro, cual saco de patatas, de camino al cementerio, donde, como buen cristiano que no era y como buen estratega que sí que era (dejar rastros no era buena idea, ni siquiera en su estado de enajenación mental), pensaba depositarla. Aún no se había decidido acerca de si utilizaría una tumba ya hecha o si cavaría con sus propias manos, pero esa era la típica decisión que debía tomarse en el momento, ¿sabéis?; no debía, en ninguno de los casos, apresurarse, porque eso solamente traería malos resultados.
Por todo eso, Ciro no reflexionó al respecto ni de camino al cementerio, ni entrando por la verja, ni, incluso, cuando encontró compañía; eso último, de hecho, hizo que perdiera el hilo de sus pensamientos, y preso de una monumental y transitoria rabia, lanzó el cadáver contra el hechicero e hizo una mueca, disgustado. Si ya en condiciones normales jamás le había gustado que le hicieran distraerse de lo verdaderamente importante (él, por las dudas), mucho menos le gustaba cuando eso era, literalmente, lo único interesante que tenía en mente, incluso cuando estaba haciendo algo tan interesante como deshacerse de un cadáver.
– Qué desperdicio, estúpido. – reprendió, y retomó la tarea que tal vez hubiera hecho para sí mismo o tal vez no y excavó, excavó y excavó hasta que el ataúd quedó a la vista y lo abrió, dejando ver a una joven aterrorizada que lo miraba como si fuera su salvador. Como el cuerpo había golpeado con violencia al brujo, aún no se había repuesto de tener a una muerta encima, así que Ciro sacó a la víctima de la caja de pino y la ayudó, solamente para, cuando ella lo abrazó, desgarrarle la garganta y que la sangre saliera a discreción, manchándolo a él pero, también, manchando al brujo que, idiotamente, la había dejado vivir.
– ¿Nadie enseña ya a nadie a hacer esto bien? Nunca dejes a tu víctima viva y sin supervisión; imagina que alguien la descubre y te denuncia. Humanos… Sois patéticos. – recriminó, tirando a la mujer al hoyo, y a continuación, cogió el otro cadáver y lo arrojó también al ataúd, que de pronto tenía dos habitantes a falta de uno. ¡Vaya manera más ingeniosa de ahorrar espacio! Y lo cierto era que a Ciro le daba igual que atraparan al otro; es más, ¡que lo hicieran!, pero no podía quedarse parado mientras veía cómo alguien mancillaba el noble acto del asesinato con semejante desfachatez. ¿Qué dejaba a los maestros, como él, si se comportaba con tanta inconsciencia…?
Él prefería a los pecadores que al menos sabían que lo eran antes que a los que iban de santos y resultaban lo contrario; ante todo, principios, y además, qué podía decir el pobre: le daba asco la Santa Madre Iglesia desde que el Cristianismo se había empezado a volver una secta crecidita y con ínfulas, así que no pensaba renunciar a eso. Por ello, valiéndose de su físico, a veces disfrutaba de pasear por Montmartre como si buscara una prostituta con la que compartir el lecho, cuando, en realidad, únicamente quería una garganta nueva que destrozar y agujerear. ¡Y lo más divertido del caso era que ellas ni siquiera se lo imaginaban…!
Pero lo cierto era que, con esa cara suya, ¿quién podía imaginarlo? Es más, ¿quién que lo hubiera conocido con anterioridad podría creerse, siquiera, que el antiguo Ciro, tan pasional en la vida como lo era en lo carnal, había muerto y quedado muy bien enterrado? De haber sido humano, se habría convertido en padre de más de un centenar de bastardos con sus comportamientos pasados, y de hecho, de humano así había sido… Aunque no le interesara lo más mínimo conocer su línea de sangre, pues creía que toda la grandeza de su linaje se había extinguido con él, pero ese no era el caso.
La cuestión era que las prostitutas de Montmartre, acostumbradas a los eclesiásticos, encontraban en un hombre (¡ja, hombre! Ese sí que era un buen chiste) como él a alguien a quien deseaban complacer, incluso si sus ropajes no hablaban a las claras de dinero. Por eso, le resultaba muy fácil escoger una víctima, que realmente lo estaba deseando, disuadirla, ilusionarla, liarla en definitiva, y comérsela hasta que no quedara nada de ella. No literalmente porque aquella noche no se sentía con ganas de canibalismo, pero la posibilidad ahí estaba.
Así pues, de empezar la noche seco y aburrido, Ciro pasó a continuarla con un cadáver resecado y deshidratado colgando del hombro, cual saco de patatas, de camino al cementerio, donde, como buen cristiano que no era y como buen estratega que sí que era (dejar rastros no era buena idea, ni siquiera en su estado de enajenación mental), pensaba depositarla. Aún no se había decidido acerca de si utilizaría una tumba ya hecha o si cavaría con sus propias manos, pero esa era la típica decisión que debía tomarse en el momento, ¿sabéis?; no debía, en ninguno de los casos, apresurarse, porque eso solamente traería malos resultados.
Por todo eso, Ciro no reflexionó al respecto ni de camino al cementerio, ni entrando por la verja, ni, incluso, cuando encontró compañía; eso último, de hecho, hizo que perdiera el hilo de sus pensamientos, y preso de una monumental y transitoria rabia, lanzó el cadáver contra el hechicero e hizo una mueca, disgustado. Si ya en condiciones normales jamás le había gustado que le hicieran distraerse de lo verdaderamente importante (él, por las dudas), mucho menos le gustaba cuando eso era, literalmente, lo único interesante que tenía en mente, incluso cuando estaba haciendo algo tan interesante como deshacerse de un cadáver.
– Qué desperdicio, estúpido. – reprendió, y retomó la tarea que tal vez hubiera hecho para sí mismo o tal vez no y excavó, excavó y excavó hasta que el ataúd quedó a la vista y lo abrió, dejando ver a una joven aterrorizada que lo miraba como si fuera su salvador. Como el cuerpo había golpeado con violencia al brujo, aún no se había repuesto de tener a una muerta encima, así que Ciro sacó a la víctima de la caja de pino y la ayudó, solamente para, cuando ella lo abrazó, desgarrarle la garganta y que la sangre saliera a discreción, manchándolo a él pero, también, manchando al brujo que, idiotamente, la había dejado vivir.
– ¿Nadie enseña ya a nadie a hacer esto bien? Nunca dejes a tu víctima viva y sin supervisión; imagina que alguien la descubre y te denuncia. Humanos… Sois patéticos. – recriminó, tirando a la mujer al hoyo, y a continuación, cogió el otro cadáver y lo arrojó también al ataúd, que de pronto tenía dos habitantes a falta de uno. ¡Vaya manera más ingeniosa de ahorrar espacio! Y lo cierto era que a Ciro le daba igual que atraparan al otro; es más, ¡que lo hicieran!, pero no podía quedarse parado mientras veía cómo alguien mancillaba el noble acto del asesinato con semejante desfachatez. ¿Qué dejaba a los maestros, como él, si se comportaba con tanta inconsciencia…?
Invitado- Invitado
Re: Down With the Sickness — Privado
Y de un momento a otro, su plan, ¡su perfecto y magnífico plan!, se había ido al garete por culpa de ese ser de quién demonios sabe dónde. ¿Por qué no podían aparecer en otra ocasión? ¡Ni siquiera tenía deseo de invocar alimañas! Quería divertir a una de sus tantas personalidades; las personas que habitaban su cabeza eran caprichosas a su modo, y exigían más de lo que él a veces podía dar, pero, al diablo, ni siquiera estaba consciente de lo que hacía, no había una pizca de cuerdo en sus acciones. Actuaba por mero instinto, y algunas veces, muy contadas, obraba con absoluta seriedad. Y aquella ocasión no era de esas, obviamente.
Cuando Kristóf asesinaba a sus víctimas, lo hacía de maneras diferentes. Es más, cualquiera podía pensar que se trataban de diferentes asesinos, pero no, la realidad es que se trataba de una única persona. Aunque el otro hombre le juzgara de aquel modo, en él no surgió ningún tipo de culpa por haber dejado a la muchacha viva. ¡Quería enterrarla viva! Que se pudriera de tanto gritar, esa era la intención desde un principio. Sin embargo, quiso el pútrido destino que no fuese de ese modo, sino de otro. «¡Qué ordinario era morir por un chupasangre! ¿Y si la diseca? ¿Por qué no lo hace? ¡Debería!». Aquello le hizo recordar a las ratas que solía embalsamar cuando era un crío. La única idea le pareció maravillosa, como un coro de ángeles incitándolo a hacerlo. Ni siquiera se molestó en quitarse las pocas gotas de sangre que le salpicaron. ¡Ah! Y tampoco se alejó del cadáver que le había tirado encima, lo mantenía aferrado de un brazo, como un niño tomando a su oso de peluche.
—¿No los escuchas? Ellos querían enterrarla viva, ¡viva! VIVA, MALDITA SEA. ¡Cállate! ¡Haz que se calle! —exclamó, mientras sacudía la cabeza de un lado a otro. Era evidente que, a pesar de que el vampiro no lo notara, él si podía oír los gritos desgarradores de la joven ya fallecida—. Lo hiciste mal, Ingeniero, lo hiciste mal. Ellos la querían viva bajo tierra, ¿no entiendes? ¡Viva bajo tierra!
Poco bastaría en darse cuenta que aquel hechicero “incompetente” estaba completamente loco. Hasta verlo caminar resultaba curiosamente entretenido; Kristóf iba de un lado a otro como un desquiciado, arrastrando consigo el otro cadáver, al que luego hizo a un lado con evidente ira, incluso lo pateó. Sin embargo, ese comportamiento demente de su parte quedó a un lado. Simplemente se detuvo, se sacudió un poco la ropa y hasta limpió la sangre que tenía en el rostro; había tomado una postura relajada y no mostraba signos de ser el mismo sujeto alterado de hacía un par de minutos.
—¿Quién te hace pensar que no he hecho las cosas bien, Ingeniero? Ah, ah. Tú no sabes nada, claro que no —chasqueó la lengua y luego le sonrió con cierta confidencialidad—. Uno no trabaja en un cementerio por casualidad, uno no sigue a sus tiernas presas al azar... No cualquiera conoce la entrada a las catacumbas, ¿verdad que no? Es más, a esos payasos que manda la “inmaculada Iglesia” les da miedo entrar ahí abajo. —Pateó el suelo un par de veces. Sí, para qué engañarse, al tipo se le habían zafado todas las tuercas de la cabeza—. ¡Y el tipo del restaurante todavía piensa que le llevan carne de ternera! Y el del Jardín Botánico cree que tiene un abono perfecto.
Empezó a reír de manera insana, sin poder detenerse. Sólo paró cuando sintió que el abdomen no aguantaba más tanta presión.
—Me dices estúpido, ¿y tú qué, Ingeniero? Mira, dejaste basura ahí tirada, y también ahí —le señaló los cuerpos de las mujeres en el ataúd—. Y no me culpes del último, esa muerta es tuya, no mía. Pero como eres el Ingeniero, voy a ayudarte a desaparecerlas, quizás... cremarlas. ¿Qué tal si se esfuman mejor? No, no, no. Quiero aprender de las tácticas del Ingeniero, para pasar por desapercibido en París. No de cualquiera, sino del mejor. Además, mira, ya hay muchos muertos aquí, ¡el mundo necesita poblarse de ellos! Hay que ser asesino con estilo, Ingeniero.
Cuando Kristóf asesinaba a sus víctimas, lo hacía de maneras diferentes. Es más, cualquiera podía pensar que se trataban de diferentes asesinos, pero no, la realidad es que se trataba de una única persona. Aunque el otro hombre le juzgara de aquel modo, en él no surgió ningún tipo de culpa por haber dejado a la muchacha viva. ¡Quería enterrarla viva! Que se pudriera de tanto gritar, esa era la intención desde un principio. Sin embargo, quiso el pútrido destino que no fuese de ese modo, sino de otro. «¡Qué ordinario era morir por un chupasangre! ¿Y si la diseca? ¿Por qué no lo hace? ¡Debería!». Aquello le hizo recordar a las ratas que solía embalsamar cuando era un crío. La única idea le pareció maravillosa, como un coro de ángeles incitándolo a hacerlo. Ni siquiera se molestó en quitarse las pocas gotas de sangre que le salpicaron. ¡Ah! Y tampoco se alejó del cadáver que le había tirado encima, lo mantenía aferrado de un brazo, como un niño tomando a su oso de peluche.
—¿No los escuchas? Ellos querían enterrarla viva, ¡viva! VIVA, MALDITA SEA. ¡Cállate! ¡Haz que se calle! —exclamó, mientras sacudía la cabeza de un lado a otro. Era evidente que, a pesar de que el vampiro no lo notara, él si podía oír los gritos desgarradores de la joven ya fallecida—. Lo hiciste mal, Ingeniero, lo hiciste mal. Ellos la querían viva bajo tierra, ¿no entiendes? ¡Viva bajo tierra!
Poco bastaría en darse cuenta que aquel hechicero “incompetente” estaba completamente loco. Hasta verlo caminar resultaba curiosamente entretenido; Kristóf iba de un lado a otro como un desquiciado, arrastrando consigo el otro cadáver, al que luego hizo a un lado con evidente ira, incluso lo pateó. Sin embargo, ese comportamiento demente de su parte quedó a un lado. Simplemente se detuvo, se sacudió un poco la ropa y hasta limpió la sangre que tenía en el rostro; había tomado una postura relajada y no mostraba signos de ser el mismo sujeto alterado de hacía un par de minutos.
—¿Quién te hace pensar que no he hecho las cosas bien, Ingeniero? Ah, ah. Tú no sabes nada, claro que no —chasqueó la lengua y luego le sonrió con cierta confidencialidad—. Uno no trabaja en un cementerio por casualidad, uno no sigue a sus tiernas presas al azar... No cualquiera conoce la entrada a las catacumbas, ¿verdad que no? Es más, a esos payasos que manda la “inmaculada Iglesia” les da miedo entrar ahí abajo. —Pateó el suelo un par de veces. Sí, para qué engañarse, al tipo se le habían zafado todas las tuercas de la cabeza—. ¡Y el tipo del restaurante todavía piensa que le llevan carne de ternera! Y el del Jardín Botánico cree que tiene un abono perfecto.
Empezó a reír de manera insana, sin poder detenerse. Sólo paró cuando sintió que el abdomen no aguantaba más tanta presión.
—Me dices estúpido, ¿y tú qué, Ingeniero? Mira, dejaste basura ahí tirada, y también ahí —le señaló los cuerpos de las mujeres en el ataúd—. Y no me culpes del último, esa muerta es tuya, no mía. Pero como eres el Ingeniero, voy a ayudarte a desaparecerlas, quizás... cremarlas. ¿Qué tal si se esfuman mejor? No, no, no. Quiero aprender de las tácticas del Ingeniero, para pasar por desapercibido en París. No de cualquiera, sino del mejor. Además, mira, ya hay muchos muertos aquí, ¡el mundo necesita poblarse de ellos! Hay que ser asesino con estilo, Ingeniero.
Kristóf Ende- Hechicero Clase Media
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Fecha de inscripción : 27/11/2016
Re: Down With the Sickness — Privado
¡Por supuesto que entendía, ¿por quién lo tomaba?! Pero de entenderlo a querer hacerlo había un trecho, y Ciro seguía siendo un hombre (bueno, eso era discutible) orgulloso, que hacía lo que le venía en gana y no permitía a los demás ser libres si no les apetecía. Mucho menos iba a hacerlo con alguien que, a la vista estaba, aspiraba a estar tan loco como él sin que realmente pudieran compararse, porque, en fin, a la vista estaba que el humano (brujo, de hecho. La diferencia era mínima, pero él la veía, y podía llegar a causarle por lo menos un poquito de dolor de cabeza, ¡que era menos que nada!) no se le podía comparar. No es que realmente se hubiera planteado hacerlo, por descontado, pero parecía que el otro sí, a juzgar por cómo se comportaba, y eso no le gustaba un pelo al vampiro orgulloso.
Ante todo ello, solamente cabía plantearse una cosa: ¡qué duro era ser Ciro! Ni siquiera habiendo perdido el juicio dejaba de ser un ente superior; a veces, debía admitirlo, acababa agotado de ser él mismo. Luego recordaba que a nadie se le daba tan bien representar el papel de su maravillosa persona (discutible, una vez más, pero a veces él también se valía de eufemismos) como a él, y recapacitaba porque se debía a su público, aunque el único crítico al que necesitara satisfacer fuera él mismo, el más complicado de todos. Si algo bueno tenía el sanguinario y milenario espartano era, precisamente, que ni siquiera habiendo perdido el juicio dejaba de ignorar la opinión del resto... a su manera, claro, porque todo lo hacía de su particular modo.
– ¿Tengo cara de que me den miedo las catacumbas? Soy más viejo que ellas, estúpido; deja de meterte en tierras pantanosas o el que va a acabar bajo tierra de una patada serás tú. – replicó, furioso en palabras pero pacífico por completo en el tono, por no decir indiferente. Lo cierto era que los motivos del otro le daban igual, pero no había podido evitar meterse de lleno en asuntos ajenos, así que allí seguiría, dando lo mejor de sí mismo, como su opinión. Y es que, sinceramente, ¿quién no necesitaba saber cómo matar del mayor experto en el campo del mundo? No se trataba de ego: su propia memoria así lo afirmaba, pues no creía que hubiera otro ser que hubiera abusado tanto de ello como él.
Desvió la mirada hacia los ataúdes, y se inclinó sobre ellos un tanto, mirando los cadáveres al tiempo que el hedor de la muerte chocaba con sus fosas nasales, extraordinariamente sensibles por el vampirismo al olor dulzón de la podredumbre, que era casi como su perfume predilecto. Como competencia solamente existía el olor almizcleño de la sangre, seca o no tan seca, que solía acompañarlo a diario, desde que se alimentaba hasta que se daba cuenta de que no se había limpiado la del día anterior, porque ¿para qué? Se iba a ensuciar igual, le gustaba demasiado derramarla para no hacerlo, así que prefería dedicar su tiempo a labores más productivas, como planear su venganza y ese tipo de asuntos. Hablando de lo cual...
– No voy a malgastar mi tiempo contigo, si quieres aprender te sugiero que empieces por ser digno y por imitarme porque no pienso enseñar a un brujo cualquiera. – sentenció, siseando y haciendo que las palabras borbotearan pero sin odio, porque le era demasiado indiferente para sentir algo así por él. No, eso lo tenía destinado en exclusiva a un solo mortal, y el demente que insistía en llamarlo Ingeniero, él sabría por qué, no era el afortunado recipiente de tan sincero e intenso sentimiento por parte del espartano. Así pues, decidió tomar las riendas de la situación, porque al parecer si no lo hacía él nadie se ocuparía, y se incorporó para dirigirse hacia la cabaña del enterrador, donde había aceites y cerillas en cantidades suficientes para montar una buena hoguera. ¡Casi como si fuera San Juan, o Savonarola, o ambas cosas al mismo tiempo!
– Necesitas una buena llama para que desaparezca todo, y ni aun así. Pero, ¡eh, quémalos si quieres. Es preferible que las bestias se encarguen de comérselos enteros para no dejar restos. – espetó, y le lanzó los instrumentos con un gesto hosco. Solamente porque la suerte así lo quiso no terminó el otro estallando en llamas, lo cual habría librado a Ciro de una molestia semejante a un mosquito, y en la que no planeaba dedicar demasiado tiempo. Así pues, se giró y se marchó, o al menos empezó a hacerlo, ya que sospechaba que el otro lo detendría... así de pesado parecía su interés.
Ante todo ello, solamente cabía plantearse una cosa: ¡qué duro era ser Ciro! Ni siquiera habiendo perdido el juicio dejaba de ser un ente superior; a veces, debía admitirlo, acababa agotado de ser él mismo. Luego recordaba que a nadie se le daba tan bien representar el papel de su maravillosa persona (discutible, una vez más, pero a veces él también se valía de eufemismos) como a él, y recapacitaba porque se debía a su público, aunque el único crítico al que necesitara satisfacer fuera él mismo, el más complicado de todos. Si algo bueno tenía el sanguinario y milenario espartano era, precisamente, que ni siquiera habiendo perdido el juicio dejaba de ignorar la opinión del resto... a su manera, claro, porque todo lo hacía de su particular modo.
– ¿Tengo cara de que me den miedo las catacumbas? Soy más viejo que ellas, estúpido; deja de meterte en tierras pantanosas o el que va a acabar bajo tierra de una patada serás tú. – replicó, furioso en palabras pero pacífico por completo en el tono, por no decir indiferente. Lo cierto era que los motivos del otro le daban igual, pero no había podido evitar meterse de lleno en asuntos ajenos, así que allí seguiría, dando lo mejor de sí mismo, como su opinión. Y es que, sinceramente, ¿quién no necesitaba saber cómo matar del mayor experto en el campo del mundo? No se trataba de ego: su propia memoria así lo afirmaba, pues no creía que hubiera otro ser que hubiera abusado tanto de ello como él.
Desvió la mirada hacia los ataúdes, y se inclinó sobre ellos un tanto, mirando los cadáveres al tiempo que el hedor de la muerte chocaba con sus fosas nasales, extraordinariamente sensibles por el vampirismo al olor dulzón de la podredumbre, que era casi como su perfume predilecto. Como competencia solamente existía el olor almizcleño de la sangre, seca o no tan seca, que solía acompañarlo a diario, desde que se alimentaba hasta que se daba cuenta de que no se había limpiado la del día anterior, porque ¿para qué? Se iba a ensuciar igual, le gustaba demasiado derramarla para no hacerlo, así que prefería dedicar su tiempo a labores más productivas, como planear su venganza y ese tipo de asuntos. Hablando de lo cual...
– No voy a malgastar mi tiempo contigo, si quieres aprender te sugiero que empieces por ser digno y por imitarme porque no pienso enseñar a un brujo cualquiera. – sentenció, siseando y haciendo que las palabras borbotearan pero sin odio, porque le era demasiado indiferente para sentir algo así por él. No, eso lo tenía destinado en exclusiva a un solo mortal, y el demente que insistía en llamarlo Ingeniero, él sabría por qué, no era el afortunado recipiente de tan sincero e intenso sentimiento por parte del espartano. Así pues, decidió tomar las riendas de la situación, porque al parecer si no lo hacía él nadie se ocuparía, y se incorporó para dirigirse hacia la cabaña del enterrador, donde había aceites y cerillas en cantidades suficientes para montar una buena hoguera. ¡Casi como si fuera San Juan, o Savonarola, o ambas cosas al mismo tiempo!
– Necesitas una buena llama para que desaparezca todo, y ni aun así. Pero, ¡eh, quémalos si quieres. Es preferible que las bestias se encarguen de comérselos enteros para no dejar restos. – espetó, y le lanzó los instrumentos con un gesto hosco. Solamente porque la suerte así lo quiso no terminó el otro estallando en llamas, lo cual habría librado a Ciro de una molestia semejante a un mosquito, y en la que no planeaba dedicar demasiado tiempo. Así pues, se giró y se marchó, o al menos empezó a hacerlo, ya que sospechaba que el otro lo detendría... así de pesado parecía su interés.
Invitado- Invitado
Re: Down With the Sickness — Privado
La cabeza de Kristóf era como un reloj descompuesto, marcando las horas que le daba la gana sin seguir el orden de las leyes del tiempo; sin tener un patrón al cual copiar para mantener el equilibrio. No, para nada. Él estaba más loco que una cabra (¿las cabras están locas o qué?), y cuando las cuerdas se le aflojaban, era preferible estar lo más lejos posible. Aunque, en este caso tan particular, no era necesario que el otro individuo se alejara, porque a la vista parecía aún más echado a perder que el brujo que escuchaba las voces de los muertos en la cabeza (que para colmo eran lo más terribles, esos que morían en la venganza y después de fallecer, querían seguir haciendo de las suyas). Era obvio que Kristóf se había dado cuenta de ese detalle, desde un principio lo hizo. Tenía varias personalidades estúpidas, pero la de turno, no lo era ni por asomo, a pesar que continuaba siendo tan desquiciante y molesto cuando se le metía alguna idea rara en la cabeza, como querer enterrar a una mujer viva. Oh, recordar que El Ingeniero se la arrebató de un mordisco bastante cliché, lo hizo gruñir. ¿Qué no le quería dar comida a los gusanos? Comida fresca, obvio. Ya cuando se morían quedaban más tiesos que el pan de hace una semana.
Hay que aclarar una cosa, bastante importante: A Kristóf le importaba un cacahuate lo que el susodicho Ingeniero opinara de él. ¡Hasta lo había llamado estúpido! A nadie le permitía eso, bueno, haría una excepción, sólo porque estaba de buen humor instantáneo, pero más aburrido que una almeja tomando el sol (¿las almejas hacen eso?). Le habían sacado su diversión momentánea y sus amigas las voces no ayudaban mucho. «¿Qué hacer? ¡Qué! ¿Cómo, cuándo? ¿Por qué, por qué, por qué?». Vale, ya se la habían ido las agujas de nuevo; vaciló unos escasos segundos y luego... luego sólo se quedó observando la fosa. Ni se inmutó cuando le lanzaron algo encima; algo que no supo que era. A Kristóf se le apagó el cerebro, literal. Aun así, pasó poco tiempo para que reaccionara.
—¡Uh! ¿Lo escucharon? El Ingeniero es más viejo que la tierra... ¡No! Es más viejo que la creación misma. Él hizo la luz, ¡la luz que haré yo también! ¡Yo! Y yo, no tú... No, tú no —desvarió como sólo él podía hacerlo y bien que le hizo caso al otro, porque aquel agujero empezó a incendiarse como si fuera una entrada al infierno—. ¡Y se hizo la luz!
Y tan con tan veloz pensamiento, empezó a danzar alrededor de las llamas, aunque lo suficientemente apartado para no quemarse. ¡Autocontrol, Kristóf Ende! Le podría patinar la cabeza, pero aún había una parte mínima en él que quería seguir conservando su existencia de demencia. Luego, se paró en seco, ¡cómo podía ser tan estúpido! (El Ingeniero tenía razón... qué desgracia para sus sentimientos de loco). Aquella hoguera podía llamar la atención de otras personas... otras personas que tendría que, bueno, ya se sabe, darle santa sepultura. ¡Oh! Cierto. Él trabajaba en el cementerio, podía decir cualquier excusa creíble, que para eso tenía una imaginación bárbara. Claro... con tantas personas en su cabeza, ¿cómo no?
—Un momento, me ha pedido que lo imite... ¿Se supone que...? —Se le quedó observando, encogió los hombros, dándose prisa para empezar a caminar a su lado, ¡imitando su maldita forma de caminar!—. Creo que me falta dejarme crecer el cabello y parecer al vagabundo que... bueno, yo no quise sacarle los órganos para saber si tenían buen sabor. Y no, no tenían buen sabor; ni cocinándolos. A los perros del banquero si les gustó, aunque creo que estiraron la pata. Que Cerbero los tenga en su gloria...
Y divagaba, y divagaba, ¡y no se cansaba de hacerlo! Y así era él, tan errático, tan voluble, ¡tan condenadamente demente! Incluso poniendo en peligro su existencia (cuando hace unos minutos si le importaba, qué irónico), ante ese vampiro huraño, ¡que vestía peor que un indigente! Ah no, en eso si Kristóf no lo imitaría, el anciano que lo condujo por completo al crimen siempre le decía que debía mantenerse como alguien impoluto, sólo así se pasaba por desapercibido siempre. Y mira que, hasta entonces, le ha funcionado de maravilla.
—Un momento —paró en seco—. ¿Qué quieres hacer conmigo? ¡Oh, demonios! Eres un pervertido...
Por favor, Kristóf Ende, compostura, por una vez en tu existencia, ten compostura.
Hay que aclarar una cosa, bastante importante: A Kristóf le importaba un cacahuate lo que el susodicho Ingeniero opinara de él. ¡Hasta lo había llamado estúpido! A nadie le permitía eso, bueno, haría una excepción, sólo porque estaba de buen humor instantáneo, pero más aburrido que una almeja tomando el sol (¿las almejas hacen eso?). Le habían sacado su diversión momentánea y sus amigas las voces no ayudaban mucho. «¿Qué hacer? ¡Qué! ¿Cómo, cuándo? ¿Por qué, por qué, por qué?». Vale, ya se la habían ido las agujas de nuevo; vaciló unos escasos segundos y luego... luego sólo se quedó observando la fosa. Ni se inmutó cuando le lanzaron algo encima; algo que no supo que era. A Kristóf se le apagó el cerebro, literal. Aun así, pasó poco tiempo para que reaccionara.
—¡Uh! ¿Lo escucharon? El Ingeniero es más viejo que la tierra... ¡No! Es más viejo que la creación misma. Él hizo la luz, ¡la luz que haré yo también! ¡Yo! Y yo, no tú... No, tú no —desvarió como sólo él podía hacerlo y bien que le hizo caso al otro, porque aquel agujero empezó a incendiarse como si fuera una entrada al infierno—. ¡Y se hizo la luz!
Y tan con tan veloz pensamiento, empezó a danzar alrededor de las llamas, aunque lo suficientemente apartado para no quemarse. ¡Autocontrol, Kristóf Ende! Le podría patinar la cabeza, pero aún había una parte mínima en él que quería seguir conservando su existencia de demencia. Luego, se paró en seco, ¡cómo podía ser tan estúpido! (El Ingeniero tenía razón... qué desgracia para sus sentimientos de loco). Aquella hoguera podía llamar la atención de otras personas... otras personas que tendría que, bueno, ya se sabe, darle santa sepultura. ¡Oh! Cierto. Él trabajaba en el cementerio, podía decir cualquier excusa creíble, que para eso tenía una imaginación bárbara. Claro... con tantas personas en su cabeza, ¿cómo no?
—Un momento, me ha pedido que lo imite... ¿Se supone que...? —Se le quedó observando, encogió los hombros, dándose prisa para empezar a caminar a su lado, ¡imitando su maldita forma de caminar!—. Creo que me falta dejarme crecer el cabello y parecer al vagabundo que... bueno, yo no quise sacarle los órganos para saber si tenían buen sabor. Y no, no tenían buen sabor; ni cocinándolos. A los perros del banquero si les gustó, aunque creo que estiraron la pata. Que Cerbero los tenga en su gloria...
Y divagaba, y divagaba, ¡y no se cansaba de hacerlo! Y así era él, tan errático, tan voluble, ¡tan condenadamente demente! Incluso poniendo en peligro su existencia (cuando hace unos minutos si le importaba, qué irónico), ante ese vampiro huraño, ¡que vestía peor que un indigente! Ah no, en eso si Kristóf no lo imitaría, el anciano que lo condujo por completo al crimen siempre le decía que debía mantenerse como alguien impoluto, sólo así se pasaba por desapercibido siempre. Y mira que, hasta entonces, le ha funcionado de maravilla.
—Un momento —paró en seco—. ¿Qué quieres hacer conmigo? ¡Oh, demonios! Eres un pervertido...
Por favor, Kristóf Ende, compostura, por una vez en tu existencia, ten compostura.
Kristóf Ende- Hechicero Clase Media
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Fecha de inscripción : 27/11/2016
Re: Down With the Sickness — Privado
Ciro estaba seguro de cada vez menos cosas, consecuencia de las horribles torturas a las que lo habían sometido pero que, por otro lado, tan malas no habían debido de ser si el resultado final, él, seguía siendo tan magnífico como siempre, ¿no? Es decir, a la vista estaba que Ciro seguía siendo imponente en todos los sentidos, hasta en los que no se veían con facilidad, y si estaba así después de haber salido de horribles torturas era porque o bien las torturas no habían sido tan duras como lo parecían, o bien porque él lo valía, ¡y vaya si lo hacía! No habría sobrevivido tanto tiempo de no ser así, especialmente con los tormentos que no había dejado nunca de sufrir y...
¿De qué hablábamos? ¡Ah, de su seguridad en las cosas! Mil disculpas: su mente a veces volvía a su egocentrismo, uno que, aunque mellado, seguía existiendo perfectamente activo, sobre todo en ciertos momentos, como aquel, en el que el otro era tan patético que Ciro se crecía, no podía evitarlo. A lo que iba era que Ciro podía estar seguro de poquitas cosas a esas alturas de su vida, pero si algo era una verdad universal era que no ofendía quien quería, sino quien podía, y al brujo aquel no le quedaba más remedio que meterlo en la primera categoría. Si quería ofender a un vampiro como él, cuyos cambios de humor se debían a ese caos que había abrazado como máxima manera de libertad y de una forma sumamente consciente, debía seguir practicando, gracias.
– Ni vagabundo ni más viejo que la tierra. ¿Es que no entiendes que la Creación no existe? Nada ha sido creado, todo ha surgido, estúpido. Y no soy más viejo que otros, ni más joven que algunos: tengo mi propia edad, que por supuesto es mayor que la tuya. – dedujo, con una lógica imposible de refutar para tratarse de alguien que se enorgullecía de decir que estaba como una cabra, ¿y acaso no lo estaba? A ver, no lo demostraba como lo hacía el otro, poniéndose a bailar alrededor de una hoguera como si tuviera pulgas en los pies y estuviera tratando de quitárselas, pero definitivamente cuerdo no estaba; aun así, en el país del ciego el rey es el tuerto, y Ciro conservaba la vista de uno de sus ojos a la perfección...
– Debería haber dejado que te quemaras... Brujo a la hoguera siempre es mucho mejor que brujo pesado y con verborrea incesante. – suspiró, teatralmente, y le dio un golpe al hechicero en cuestión con el dorso de la mano, como una especie de sardineta, que ni siquiera se pensó, sino que le salió. ¡Qué irritante resultaba, por todos los demonios! Y eso que Ciro sabía que a veces hasta él se irritaba a sí mismo (sí, lo sabía. Era toda una excepción que no sucedía mucho, pero alguna desgraciada vez sí había tenido lugar... ¡Un drama, y no como los que sus compatriotas helenos habían creado y exportado al mundo entero!), pero hasta el hechicero lo superaba. En eso su ego no se veía importunado al reconocerlo: había gente peor que él, ¡a patadas!, y justo había ido a cruzarse con uno aquella noche. Qué delicia...
– A un perro le gustan pero a ti no, ¿a qué vienen esas exquisiteces cuando no eres mejor que esas bestias? Y no te llamo bestia como halago, no te emociones, te lo llamo porque no me llegas ni a la suela de la bota. Mendigo o no, al menos tengo poder y algo en lo que afianzar mi poder. ¿Qué tienes tú para justificar tu locura, Kristóf? – inquirió, y no le fue difícil valerse de sus poderes para averiguar el nombre del loco; por lo mismo, esa facilidad, tampoco tuvo problemas en atravesar la locura del otro para averiguar información interesante. ¿Sería producto, eso, del talento o de que sólo un loco podía entender bien a otro loco? Porque por mucho que Ciro controlara su locura, que la padecía era un hecho innegable, igual que lo era que el otro le estaba tocando mucho las narices.
– ¿Qué pasa, chico, quieres que sea un pervertido para dar rienda a tus fantasías? No va a pasar. – espetó, aunque no dijo que no pasaría nunca ya, ni siendo una mujer, que supuestamente lo atraía precisamente por eso. Nada, Ciro ya no sentía ese tipo de deseos carnales, ¡y tanto mejor! Suficiente esfuerzo le costaba pensar con la cabeza como la tenía (y como le gustaba tener, algo que siempre merecía la pena recordar) como para liarse con cosas más difíciles; no, no, Ciro no era un pervertido, y se lo demostró golpeándolo en el estómago, cerca del esófago, para dejarlo sin respiración y sonreír como un niño (maquiavélico) al respecto. Al menos se habían alejado de la hoguera, tal vez algo de esperanza sí que quedara para el loco... El otro.
¿De qué hablábamos? ¡Ah, de su seguridad en las cosas! Mil disculpas: su mente a veces volvía a su egocentrismo, uno que, aunque mellado, seguía existiendo perfectamente activo, sobre todo en ciertos momentos, como aquel, en el que el otro era tan patético que Ciro se crecía, no podía evitarlo. A lo que iba era que Ciro podía estar seguro de poquitas cosas a esas alturas de su vida, pero si algo era una verdad universal era que no ofendía quien quería, sino quien podía, y al brujo aquel no le quedaba más remedio que meterlo en la primera categoría. Si quería ofender a un vampiro como él, cuyos cambios de humor se debían a ese caos que había abrazado como máxima manera de libertad y de una forma sumamente consciente, debía seguir practicando, gracias.
– Ni vagabundo ni más viejo que la tierra. ¿Es que no entiendes que la Creación no existe? Nada ha sido creado, todo ha surgido, estúpido. Y no soy más viejo que otros, ni más joven que algunos: tengo mi propia edad, que por supuesto es mayor que la tuya. – dedujo, con una lógica imposible de refutar para tratarse de alguien que se enorgullecía de decir que estaba como una cabra, ¿y acaso no lo estaba? A ver, no lo demostraba como lo hacía el otro, poniéndose a bailar alrededor de una hoguera como si tuviera pulgas en los pies y estuviera tratando de quitárselas, pero definitivamente cuerdo no estaba; aun así, en el país del ciego el rey es el tuerto, y Ciro conservaba la vista de uno de sus ojos a la perfección...
– Debería haber dejado que te quemaras... Brujo a la hoguera siempre es mucho mejor que brujo pesado y con verborrea incesante. – suspiró, teatralmente, y le dio un golpe al hechicero en cuestión con el dorso de la mano, como una especie de sardineta, que ni siquiera se pensó, sino que le salió. ¡Qué irritante resultaba, por todos los demonios! Y eso que Ciro sabía que a veces hasta él se irritaba a sí mismo (sí, lo sabía. Era toda una excepción que no sucedía mucho, pero alguna desgraciada vez sí había tenido lugar... ¡Un drama, y no como los que sus compatriotas helenos habían creado y exportado al mundo entero!), pero hasta el hechicero lo superaba. En eso su ego no se veía importunado al reconocerlo: había gente peor que él, ¡a patadas!, y justo había ido a cruzarse con uno aquella noche. Qué delicia...
– A un perro le gustan pero a ti no, ¿a qué vienen esas exquisiteces cuando no eres mejor que esas bestias? Y no te llamo bestia como halago, no te emociones, te lo llamo porque no me llegas ni a la suela de la bota. Mendigo o no, al menos tengo poder y algo en lo que afianzar mi poder. ¿Qué tienes tú para justificar tu locura, Kristóf? – inquirió, y no le fue difícil valerse de sus poderes para averiguar el nombre del loco; por lo mismo, esa facilidad, tampoco tuvo problemas en atravesar la locura del otro para averiguar información interesante. ¿Sería producto, eso, del talento o de que sólo un loco podía entender bien a otro loco? Porque por mucho que Ciro controlara su locura, que la padecía era un hecho innegable, igual que lo era que el otro le estaba tocando mucho las narices.
– ¿Qué pasa, chico, quieres que sea un pervertido para dar rienda a tus fantasías? No va a pasar. – espetó, aunque no dijo que no pasaría nunca ya, ni siendo una mujer, que supuestamente lo atraía precisamente por eso. Nada, Ciro ya no sentía ese tipo de deseos carnales, ¡y tanto mejor! Suficiente esfuerzo le costaba pensar con la cabeza como la tenía (y como le gustaba tener, algo que siempre merecía la pena recordar) como para liarse con cosas más difíciles; no, no, Ciro no era un pervertido, y se lo demostró golpeándolo en el estómago, cerca del esófago, para dejarlo sin respiración y sonreír como un niño (maquiavélico) al respecto. Al menos se habían alejado de la hoguera, tal vez algo de esperanza sí que quedara para el loco... El otro.
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Re: Down With the Sickness — Privado
¿Qué la creación no existía? Oh, ¿entonces qué eran ellos? Tal vez una ilusión. ¡Un sueño dentro de un sueño! Vale, las ideas que le rondaban por la cabeza eran ridículamente diversas y caóticas, como todas esas personalidades catastróficas que habitaban ahí, y hacían tanto ruido, que le era imposible concentrarse en una sola. Y todas al mismo tiempo conversaban entre sí, dejando al Kristóf Ende real a un lado; así como cuando era un chiquillo al que resto de su familia ignoraba, dejándolo en un rincón como si de un saco de estiércol de se tratara, pero luego él fue más hábil que todos esos imbéciles y de seguro se harían encima al saber que estaba vivo y no muerto como querían... ¡Jah! Les había ganado, y eso era bueno. Claro que era bueno. ¡Richter estaría orgulloso!
Momento... ¿qué se supone que estaba haciendo ahí? No tenía la menor idea, aunque bien, era velador en el cementerio, ¿no? Lo que no entendía del todo era cierto elemento que no hacía juego con la atmósfera sombría del lugar. Observó la enorme hoguera, percibiendo el olor de la carne humana siendo devorada por el fuego; luego le echó vistazo a ese hombre con la ceja enarcada, pero cuando se detuvo (e intentó recordarlo, porque ¡hola!, nueva personalidad de turno), recibió un puñetazo en el estómago que lo había dejado sin aliento y sin tracto digestivo (porque nos gusta exagerar). «Malditos animales con sus fuerzas bestiales». Ah, no. Más concretamente: «¡Malditos vampiros con su fuerza vampírica!». Kristóf gruñó como una bestia, y sí, fue muy diferente de la vez anterior, porque ya no era el mismo que aquel vampiro había encontrado. Curiosamente, el hechicero se volvió completamente serio, como si una sombra de disimulada cordura se hubiera posado sobre él.
—¡Maldita sea! ¿Te volviste loco o qué demonios? Ah, no me digas... ¿te la pasas golpeando a cualquiera así nada más? Estos vampiros, tan orgullosos que rebasan lo ridículo —espetó, desviando de nuevo su camino, dirigiéndose de nuevo hacia donde se encontraba el fuego. Buscaba con la mirada a alguien, pero era inútil, ya no estaba—. Oye tú, ¿no estaba una jovencita conmigo o...? ¡Por favor! Ya me mataste a la víc... digo, a la novia. Sí, eso. Mi novia.
¿Estaba intentando ocultar lo que iba a ser? Bueno, hizo, porque ya aquella chica estaba siendo parte de una magnífica barbacoa. Y no, Kristóf no recordaba en lo absoluto el encuentro de hacía unos minutos. ¿Hay que mencionar que estaba demasiado loco como para no tener una personalidad definida? Pues, bien. Tenía unas muy locas, como cabras en celo; otras... vale, estaban siendo testigo de una.
—Esto no está bien —murmuró, mientras sopesaba en cómo demonios extinguir el fuego. Era hechicero y no un dios, obvio. La magia tenía sus límites, y por eso se vería en la forzosa necesidad de usar sus habilidades humanas, entrenadas debido al ingenioso señor Richter, que en el infierno repose su alma—. No queda más alternativa... Al menos soy yo el velador y no me toca aguantar a... Bueno, aparte del vampiro golpeador, creo que —echó un vistazo rápido a su alrededor—, no habrán curiosos. Y sí los hay, ya saben lo que dicen... La curiosidad mató al gato.
Hubo un poco de maldad en esa última frase, pero luego pasó de sus instintos asesinos, pues empezaba a tirar tierra al fuego para extinguirlo por completo. No quería que aquella llamarada fuera a llamar la atención de los vecinos de Montmartre, aunque dada la ubicación, sería bastante difícil. ¿Sería aquello producto de alguna de sus odiosas personalidades? La idea lo hizo negar levemente, como molesto consigo mismo. Porque sí, odiaba que se le fuera la cabeza en momentos particulares, y menos cuando llegaban invitados nada deseados. En fin, dejó la pala a un lado cuando ya la hoguera dio por terminada su jornada escandalosa.
—Creí que ya te habías ido, ¿o el fuego le trae recuerdos a un vampiro oriundo de la antigua Grecia? Oh, lo siento. Ellos son particularmente chismosos, sobre todo si fueron víctimas tuyas, ¿Ciro, no? —habló con naturalidad. Y sí, le había llegado esa información de los espectros que se juntaban cerca de él, para susurrarle cosas al oído. ¡Esas eran las voces que escuchaba su otro yo! Con razón se desquició tanto. Pero ahora sólo exhaló—. No sé si ofrecer disculpas por las tonterías del otro bicho. Es un pesado, ni yo lo soporto, y eso que comparte mi cabeza... En fin.
Momento... ¿qué se supone que estaba haciendo ahí? No tenía la menor idea, aunque bien, era velador en el cementerio, ¿no? Lo que no entendía del todo era cierto elemento que no hacía juego con la atmósfera sombría del lugar. Observó la enorme hoguera, percibiendo el olor de la carne humana siendo devorada por el fuego; luego le echó vistazo a ese hombre con la ceja enarcada, pero cuando se detuvo (e intentó recordarlo, porque ¡hola!, nueva personalidad de turno), recibió un puñetazo en el estómago que lo había dejado sin aliento y sin tracto digestivo (porque nos gusta exagerar). «Malditos animales con sus fuerzas bestiales». Ah, no. Más concretamente: «¡Malditos vampiros con su fuerza vampírica!». Kristóf gruñó como una bestia, y sí, fue muy diferente de la vez anterior, porque ya no era el mismo que aquel vampiro había encontrado. Curiosamente, el hechicero se volvió completamente serio, como si una sombra de disimulada cordura se hubiera posado sobre él.
—¡Maldita sea! ¿Te volviste loco o qué demonios? Ah, no me digas... ¿te la pasas golpeando a cualquiera así nada más? Estos vampiros, tan orgullosos que rebasan lo ridículo —espetó, desviando de nuevo su camino, dirigiéndose de nuevo hacia donde se encontraba el fuego. Buscaba con la mirada a alguien, pero era inútil, ya no estaba—. Oye tú, ¿no estaba una jovencita conmigo o...? ¡Por favor! Ya me mataste a la víc... digo, a la novia. Sí, eso. Mi novia.
¿Estaba intentando ocultar lo que iba a ser? Bueno, hizo, porque ya aquella chica estaba siendo parte de una magnífica barbacoa. Y no, Kristóf no recordaba en lo absoluto el encuentro de hacía unos minutos. ¿Hay que mencionar que estaba demasiado loco como para no tener una personalidad definida? Pues, bien. Tenía unas muy locas, como cabras en celo; otras... vale, estaban siendo testigo de una.
—Esto no está bien —murmuró, mientras sopesaba en cómo demonios extinguir el fuego. Era hechicero y no un dios, obvio. La magia tenía sus límites, y por eso se vería en la forzosa necesidad de usar sus habilidades humanas, entrenadas debido al ingenioso señor Richter, que en el infierno repose su alma—. No queda más alternativa... Al menos soy yo el velador y no me toca aguantar a... Bueno, aparte del vampiro golpeador, creo que —echó un vistazo rápido a su alrededor—, no habrán curiosos. Y sí los hay, ya saben lo que dicen... La curiosidad mató al gato.
Hubo un poco de maldad en esa última frase, pero luego pasó de sus instintos asesinos, pues empezaba a tirar tierra al fuego para extinguirlo por completo. No quería que aquella llamarada fuera a llamar la atención de los vecinos de Montmartre, aunque dada la ubicación, sería bastante difícil. ¿Sería aquello producto de alguna de sus odiosas personalidades? La idea lo hizo negar levemente, como molesto consigo mismo. Porque sí, odiaba que se le fuera la cabeza en momentos particulares, y menos cuando llegaban invitados nada deseados. En fin, dejó la pala a un lado cuando ya la hoguera dio por terminada su jornada escandalosa.
—Creí que ya te habías ido, ¿o el fuego le trae recuerdos a un vampiro oriundo de la antigua Grecia? Oh, lo siento. Ellos son particularmente chismosos, sobre todo si fueron víctimas tuyas, ¿Ciro, no? —habló con naturalidad. Y sí, le había llegado esa información de los espectros que se juntaban cerca de él, para susurrarle cosas al oído. ¡Esas eran las voces que escuchaba su otro yo! Con razón se desquició tanto. Pero ahora sólo exhaló—. No sé si ofrecer disculpas por las tonterías del otro bicho. Es un pesado, ni yo lo soporto, y eso que comparte mi cabeza... En fin.
Kristóf Ende- Hechicero Clase Media
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Re: Down With the Sickness — Privado
El espartano ni parpadeó, de verdad, ante las revelaciones que estaban teniendo lugar frente a él; no merecía la pena, de eso estaba seguro, y además no era como si le hubiera sorprendido el cambio total de actitud del hechicero porque, bueno, él era así de normal, ¡y no necesitaba más personalidades que la suya dentro de su cabeza para comportarse como quería! No, él no requería valerse de semejante excusa porque su locura era diferente, y, además, por un momento se permitió imaginar a otro Ciro en su cocorota y su única reacción fue echarse a reír, en contraposición a esa rara seriedad del otro. ¡Por todos los dioses, otro Ciro...!
No había espacio suficiente casi ni para él mismo, ¡como para pensar en meter a otro! Sólo alguien hueco y vacío, insignificante y poco sustancial, tenía espacio para alguien que no fuera él mismo, y así fue como empezó a considerar al humano, que no sabía si era estúpido o se lo hacía al comportarse de una forma tan patética. Y no se trataba del cambio de personalidad, qué va, eso le daba igual (ventaja número novecientos treinta de ser tan viejo: pocas cosas le sorprendían, y esa no era una de las que sí lo hacían); se trataba de la contradicción en las propias palabras del otro, ¡como si él fuera un estúpido y no fuera a darse cuenta de eso!
Daba igual cuánta locura existiera en Ciro, cuánta fuera provocada y cuánta la hubiera elegido; no importaba lo más mínimo que el caos de sus pensamientos, siempre dominado hasta que había decidido que estaba mejor soltándolo y dejándolo sin atar, lo mojara todo: Ciro seguía siendo tan inteligente como egocéntrico, era un hecho. Por supuesto, su ego se había visto dañado y algunas veces se notaba muchísimo que ya no era tan infinito como hacía un par de años, por poner un ejemplo, pero seguía existiendo, y no le iba a tolerar a un tipo así de aleatorio que lo ofendiera de ese modo. Podía estar todo lo loco que le diera la gana, Ciro no juzgaría, pero ¿tomarlo por estúpido? ¡Eso nunca!
Así pues, Ciro, el “vampiro golpeador” (ay, ¡si él supiera!), se acercó a él demasiado rápido para que su vista pudiera asimilarlo, lo cogió del cuello de la camisa y lo levantó en el aire para después tirarlo al suelo, estampándolo. No puso demasiada atención en el bienestar del otro porque, ¡hola!, eso era exactamente lo contrario a lo que había pretendido al hacerle daño; bien pudo romperle un hueso o ninguno, pero sí se había asegurado de tenerlo vivo, atontado pero con el corazón aún latiendo y respirando. Además, tampoco había hecho mucho caso a la hoguera que tenía al lado y probablemente se estuviera quemando (no, de hecho se estaba quemando), pero tampoco le importaba lo más mínimo. ¿Qué es la vida sin un poquito de dolor...?
– ¿Loco, yo? ¡Le dijo la sartén al cazo! Vaya pedazo de inútil estás hecho, ¿eso es todo lo que eres capaz de hacer? Ya me parecía a mí que eras patético, pero con lo de vampiro golpeador te llevas la palma: un aplauso para ti. ¿Te crees que hace falta talento para darse cuenta de dónde provengo? No, no lo oculto y es obvio para alguien con dos dedos de frente, pero tú ni a eso llegas si insultas mi inteligencia, ¿o de verdad te crees que me he creído lo de la novia? Me da igual quién esté ahí arriba, porque todos sabéis que mentirme está mal, y si no, lo vais a averiguar ahora mismo. – espetó, clavándole la yema del dedo en la frente y dedicándole una mirada tan fiera y tan ardiente, por sí misma y por las llamas de la hoguera reflejándose en el aguamarina de sus irises, que si no le dolía arder hasta aquel momento, empezaría a hacerlo sólo por aguantarle la mirada al espartano.
¿Oh, había intentado apagar la hoguera? Pues mira, si había ardido y se había quemado era porque Ciro la prefería ardiente para castigarlo, pero después él mismo la tapó para continuar con el trabajo del hechicero y que las llamas no desprendieran tanta luz que todo París se enteraría de sus asuntos. Podía estar más o menos de acuerdo en que la curiosidad mató al gato si es que alguien se acercaba y trataba de impedirle hacer lo que fuera que estuviera haciendo en aquel momento concreto, pero de ahí a querer perder su tiempo con eso había un trecho, y suficiente lo malgastaba con el brujo. ¡Qué hartazgo le produjo mirarlo a los ojos, aún encima! Tanto que se apartó y se alejó un par de pasos, lo suficiente para que el otro se levantara pero no para largarse de allí todavía.
– Ciro, sí. Y haces bien en disculparte, pero a ti tampoco te aguanto, así que no te emociones. Además, ¿qué sabrás tu de nosotros, eh? No iba a corregirte, pero nosotros, los que venimos de Hellas, no nos llamábamos griegos, y ni se te ocurra compararnos unos con otros porque es tu peor error, y mira que ya has cometido muchos. Malditos seáis, os creéis que por estudiar un poco de Historia ya conocéis el pasado... – farfulló, con los ojos claros, tan extraños entre sus coetáneos, entrecerrados, y a continuación siguió mirándolo. – Fuego, sí, ¿qué pasa con él? No me trae malos recuerdos. ¿Qué te dicen los muertos de mí, eh? ¿Qué más da que sean mis víctimas? Reza para que tú no lo seas, mejor. – advirtió, más cuerdo que él incluso si se encontraba, y así era, en pleno achaque de caos. O locura, pero en Ciro ambas eran sinónimas.
No había espacio suficiente casi ni para él mismo, ¡como para pensar en meter a otro! Sólo alguien hueco y vacío, insignificante y poco sustancial, tenía espacio para alguien que no fuera él mismo, y así fue como empezó a considerar al humano, que no sabía si era estúpido o se lo hacía al comportarse de una forma tan patética. Y no se trataba del cambio de personalidad, qué va, eso le daba igual (ventaja número novecientos treinta de ser tan viejo: pocas cosas le sorprendían, y esa no era una de las que sí lo hacían); se trataba de la contradicción en las propias palabras del otro, ¡como si él fuera un estúpido y no fuera a darse cuenta de eso!
Daba igual cuánta locura existiera en Ciro, cuánta fuera provocada y cuánta la hubiera elegido; no importaba lo más mínimo que el caos de sus pensamientos, siempre dominado hasta que había decidido que estaba mejor soltándolo y dejándolo sin atar, lo mojara todo: Ciro seguía siendo tan inteligente como egocéntrico, era un hecho. Por supuesto, su ego se había visto dañado y algunas veces se notaba muchísimo que ya no era tan infinito como hacía un par de años, por poner un ejemplo, pero seguía existiendo, y no le iba a tolerar a un tipo así de aleatorio que lo ofendiera de ese modo. Podía estar todo lo loco que le diera la gana, Ciro no juzgaría, pero ¿tomarlo por estúpido? ¡Eso nunca!
Así pues, Ciro, el “vampiro golpeador” (ay, ¡si él supiera!), se acercó a él demasiado rápido para que su vista pudiera asimilarlo, lo cogió del cuello de la camisa y lo levantó en el aire para después tirarlo al suelo, estampándolo. No puso demasiada atención en el bienestar del otro porque, ¡hola!, eso era exactamente lo contrario a lo que había pretendido al hacerle daño; bien pudo romperle un hueso o ninguno, pero sí se había asegurado de tenerlo vivo, atontado pero con el corazón aún latiendo y respirando. Además, tampoco había hecho mucho caso a la hoguera que tenía al lado y probablemente se estuviera quemando (no, de hecho se estaba quemando), pero tampoco le importaba lo más mínimo. ¿Qué es la vida sin un poquito de dolor...?
– ¿Loco, yo? ¡Le dijo la sartén al cazo! Vaya pedazo de inútil estás hecho, ¿eso es todo lo que eres capaz de hacer? Ya me parecía a mí que eras patético, pero con lo de vampiro golpeador te llevas la palma: un aplauso para ti. ¿Te crees que hace falta talento para darse cuenta de dónde provengo? No, no lo oculto y es obvio para alguien con dos dedos de frente, pero tú ni a eso llegas si insultas mi inteligencia, ¿o de verdad te crees que me he creído lo de la novia? Me da igual quién esté ahí arriba, porque todos sabéis que mentirme está mal, y si no, lo vais a averiguar ahora mismo. – espetó, clavándole la yema del dedo en la frente y dedicándole una mirada tan fiera y tan ardiente, por sí misma y por las llamas de la hoguera reflejándose en el aguamarina de sus irises, que si no le dolía arder hasta aquel momento, empezaría a hacerlo sólo por aguantarle la mirada al espartano.
¿Oh, había intentado apagar la hoguera? Pues mira, si había ardido y se había quemado era porque Ciro la prefería ardiente para castigarlo, pero después él mismo la tapó para continuar con el trabajo del hechicero y que las llamas no desprendieran tanta luz que todo París se enteraría de sus asuntos. Podía estar más o menos de acuerdo en que la curiosidad mató al gato si es que alguien se acercaba y trataba de impedirle hacer lo que fuera que estuviera haciendo en aquel momento concreto, pero de ahí a querer perder su tiempo con eso había un trecho, y suficiente lo malgastaba con el brujo. ¡Qué hartazgo le produjo mirarlo a los ojos, aún encima! Tanto que se apartó y se alejó un par de pasos, lo suficiente para que el otro se levantara pero no para largarse de allí todavía.
– Ciro, sí. Y haces bien en disculparte, pero a ti tampoco te aguanto, así que no te emociones. Además, ¿qué sabrás tu de nosotros, eh? No iba a corregirte, pero nosotros, los que venimos de Hellas, no nos llamábamos griegos, y ni se te ocurra compararnos unos con otros porque es tu peor error, y mira que ya has cometido muchos. Malditos seáis, os creéis que por estudiar un poco de Historia ya conocéis el pasado... – farfulló, con los ojos claros, tan extraños entre sus coetáneos, entrecerrados, y a continuación siguió mirándolo. – Fuego, sí, ¿qué pasa con él? No me trae malos recuerdos. ¿Qué te dicen los muertos de mí, eh? ¿Qué más da que sean mis víctimas? Reza para que tú no lo seas, mejor. – advirtió, más cuerdo que él incluso si se encontraba, y así era, en pleno achaque de caos. O locura, pero en Ciro ambas eran sinónimas.
Invitado- Invitado
Re: Down With the Sickness — Privado
A ver, a ver, ¡tampoco era para tanto! ¿Qué clase de alguien se enfadaba por lo que él había dicho? Uh, tal parece que tocó una tecla descompuesta en la cabeza del otro, ¡y mira que él si las tenías todas hechas una porquería! Pero bueno, estaba en su momento serio (según), y debía comportarse como tal, no darle el gusto al susodicho vampiro de alterarse, que para eso estaba él. Además, con todas las cosas que empezaba a escuchar por parte de las almas que arrastraba el tipo, era más que suficiente para sentirse un espectador ante lo que veía. Casi que se sentaba a comer una barbacoa a plena luz del fuego, como lo hacían los antiguos. ¿Y acaso no era el vampiro muy antiguo? ¡Cierto! La velada se tornaba hermosa, preciosa, encantadora, magnífica... ¿Es que el sanguijuela no lo veía? Que aburrido, por favor.
¿Y qué se supone que había dicho? Ah, ya hasta se le habían olvidado sus propias palabras. Porque sí, así era Kristóf, un caos hecho... ¿persona? Aquel adjetivo era demasiado para definir la clase de ser del averno que se consideraba a sí mismo. Hasta juraba que una de las personas en su cabeza se creía alguna divinidad primigenia, nacida de las brasas ardientes de algún continente perdido, olvidado en las aguas oceánicas durante milenios, que no se descubriría hasta... ¿En qué estábamos? Ah sí, que el vampiro se había enojado en serio con él, y pues, no se sintió ni intimidado. Ni cuando cayó al suelo de improviso, ni nada. ¡Ni se inmutó cuando lo miró tan molesto! No, en realidad estalló en risas en su propia cara. Hasta giró de un costado para agarrarse el estómago de tanto reír. Juraba que no pararía, sólo que los espectros le miraron con demasiado reproche.
—¡Vale! Ya paro. ¿Cómo lo aguantaban ustedes? —Volvió a reír como un desquiciado—. Ya, ya. Ya paro. Pero es que, ¡hombre!, mira que molestarse por algo tan... ¿qué fue lo que te dije? No sé, ya se me olvidó. A veces ni me acuerdo cómo me llamo, imagínate. Aunque si sé ocultar cadáveres. En realidad se los regalo a alguien allá abajo, y me recuerdas un poco a esa. No, bueno, porque esa si sabe valorar los regalos... Oh —se quedó mirando el cielo nocturno, aún tendido en el suelo—, es que no te he hecho regalos. ¿Prefieres las petunias o las amapolas?
¡Basta! Estaba buscando una muerte segura. ¿Y cuándo no lo hacía? Hasta dormido buscaba demasiados problemas por culpa de esa mente podrida que tenía. A Kristóf le gustaba vivir al límite, por algo asesinaba personas de maneras diferentes para confundirlos a todos, ¡hasta a la puta Inquisición! Casi se pudo sentir un poquito orgulloso de sus hazañas de porquería, pero la verborrea del vampiro lo sacó de su ensimismamiento. ¿Qué le decían los muertos? Bueno, esos decían muchas cosas, unas menos interesantes que otras. Aunque hubo alguno en particular que llamó su atención, y eso es porque era el más callado, y eso significaba algo atractivo, y más para un nigromante como él, que, a pesar de estar tan loco, tenía un control extraordinario de sus habilidades, porque las había cuidado y mejorado desde que era un crío.
—Sí, víctimas. Pero... ¿crees que todos lo son? Porque creo que hay una pequeña excepción por aquí. Y ya que pretendes darme clases de Historia, pues que lo haga él también, que mira, tiene muchas ganas de contarte cositas —dijo, y casi se podía decir que había sido coherente. Quizá un poco, sí—. ¿Quieres saber cuáles? Ay, no. Soy un inútil, es cierto...
Pero, mientras el otro estaba concentrado en su palabrería y enojo, él se estaba encargando de dejar pasar a alguien más a su cabeza (como si no tuviera suficientes personas ahí). Sólo fue cuestión de beber un poco de ese raro brebaje que cargaba consigo siempre, en un pequeño frasco colgando en su pecho. Era como una droga que le permitía caer en un trance temporal; acudía a esas cosas cuando necesitaba un efecto inmediato y... ¡Se hizo la magia!
—Oye, ¿crees que fue ella la causante de todo? Bueno sí, me obligó a hablar, porque yo sentía lástima y luego... ¡luego terminaste enjuiciado! Y más adelante lapidado. Pero, ¿crees que fue todo culpa suya? ¿Y por qué no de Agis? Siempre fue un envidioso, y... ¡Vale! Los dos tenían motivos para destruirte. —Y se calló, porque no quiso seguir hablando por unos segundos—. ¿Por qué no le hiciste caso a Cyril? ¡Le diste más poder a la reina! Mírala. Ahora se pasea con toda la pompa por su palacio, dando órdenes y creyéndose muy superior a todos... ¿Por qué, Pausanias? ¿Por qué?
¿Y qué se supone que había dicho? Ah, ya hasta se le habían olvidado sus propias palabras. Porque sí, así era Kristóf, un caos hecho... ¿persona? Aquel adjetivo era demasiado para definir la clase de ser del averno que se consideraba a sí mismo. Hasta juraba que una de las personas en su cabeza se creía alguna divinidad primigenia, nacida de las brasas ardientes de algún continente perdido, olvidado en las aguas oceánicas durante milenios, que no se descubriría hasta... ¿En qué estábamos? Ah sí, que el vampiro se había enojado en serio con él, y pues, no se sintió ni intimidado. Ni cuando cayó al suelo de improviso, ni nada. ¡Ni se inmutó cuando lo miró tan molesto! No, en realidad estalló en risas en su propia cara. Hasta giró de un costado para agarrarse el estómago de tanto reír. Juraba que no pararía, sólo que los espectros le miraron con demasiado reproche.
—¡Vale! Ya paro. ¿Cómo lo aguantaban ustedes? —Volvió a reír como un desquiciado—. Ya, ya. Ya paro. Pero es que, ¡hombre!, mira que molestarse por algo tan... ¿qué fue lo que te dije? No sé, ya se me olvidó. A veces ni me acuerdo cómo me llamo, imagínate. Aunque si sé ocultar cadáveres. En realidad se los regalo a alguien allá abajo, y me recuerdas un poco a esa. No, bueno, porque esa si sabe valorar los regalos... Oh —se quedó mirando el cielo nocturno, aún tendido en el suelo—, es que no te he hecho regalos. ¿Prefieres las petunias o las amapolas?
¡Basta! Estaba buscando una muerte segura. ¿Y cuándo no lo hacía? Hasta dormido buscaba demasiados problemas por culpa de esa mente podrida que tenía. A Kristóf le gustaba vivir al límite, por algo asesinaba personas de maneras diferentes para confundirlos a todos, ¡hasta a la puta Inquisición! Casi se pudo sentir un poquito orgulloso de sus hazañas de porquería, pero la verborrea del vampiro lo sacó de su ensimismamiento. ¿Qué le decían los muertos? Bueno, esos decían muchas cosas, unas menos interesantes que otras. Aunque hubo alguno en particular que llamó su atención, y eso es porque era el más callado, y eso significaba algo atractivo, y más para un nigromante como él, que, a pesar de estar tan loco, tenía un control extraordinario de sus habilidades, porque las había cuidado y mejorado desde que era un crío.
—Sí, víctimas. Pero... ¿crees que todos lo son? Porque creo que hay una pequeña excepción por aquí. Y ya que pretendes darme clases de Historia, pues que lo haga él también, que mira, tiene muchas ganas de contarte cositas —dijo, y casi se podía decir que había sido coherente. Quizá un poco, sí—. ¿Quieres saber cuáles? Ay, no. Soy un inútil, es cierto...
Pero, mientras el otro estaba concentrado en su palabrería y enojo, él se estaba encargando de dejar pasar a alguien más a su cabeza (como si no tuviera suficientes personas ahí). Sólo fue cuestión de beber un poco de ese raro brebaje que cargaba consigo siempre, en un pequeño frasco colgando en su pecho. Era como una droga que le permitía caer en un trance temporal; acudía a esas cosas cuando necesitaba un efecto inmediato y... ¡Se hizo la magia!
—Oye, ¿crees que fue ella la causante de todo? Bueno sí, me obligó a hablar, porque yo sentía lástima y luego... ¡luego terminaste enjuiciado! Y más adelante lapidado. Pero, ¿crees que fue todo culpa suya? ¿Y por qué no de Agis? Siempre fue un envidioso, y... ¡Vale! Los dos tenían motivos para destruirte. —Y se calló, porque no quiso seguir hablando por unos segundos—. ¿Por qué no le hiciste caso a Cyril? ¡Le diste más poder a la reina! Mírala. Ahora se pasea con toda la pompa por su palacio, dando órdenes y creyéndose muy superior a todos... ¿Por qué, Pausanias? ¿Por qué?
Kristóf Ende- Hechicero Clase Media
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Re: Down With the Sickness — Privado
Antes de que existieran los interruptores, Ciro ya se parecía a uno, ¡estaba hecho todo un precursor de modas y descubrimientos varios sin siquiera intentarlo, porque no lo hacía lo más mínimo! No, nadie se ha vuelto más loco de lo que ya estaba, y eso tratándose del vampiro era mucho, la situación así lo parecía: de la locura había pasado a la cordura en un momento, simplemente quedándose quieto, ¡tan fácil como cabía esperar de alguien tan poderoso como él! Pero no se engañaba pensando que se había curado de uno de sus males tan deprisa, lo había hecho nada más (y nada menos) que para concentrarse en lo que decía el otro, y el resultado fue... ¿cómo ponerlo con palabras sencillas que hasta el loco del poseído pudiera entender?
Una soberana basura, así sin más, ¡sin censura ni edulcorante para él! Pero ¿acaso alguien se esperaba lo contrario? Se trataba de Ciro, un vampiro inhumano en todos los sentidos de la palabra, cruel como él solo y como el que más, que sabía que si sus víctimas se estaban poniendo en contacto con el médium sólo sería para aburrirlo con las historias de siempre, pero siempre literalmente, ¿eh? Ya casi podía oírlos: “¡oh, Pausanias es muy malo y me mató, oh!”, “¡Pausanias robó a mi mujer y después la condenó, y la drenó de sangre entera!”, o cualquier tontería así. ¡Bah, menudo peñazo! ¿Dónde estaba toda esa gente que lo había admirado? A esos sí que los escucharía de buena gana...
Porque, sí, los había habido: Pausanias había sido un rey muy querido, especialmente por los que habían oído las narraciones (sin nada de exageración porque no había sido necesario: en Platea brilló como el que más, y punto. Historiadores e ilotas por igual habían cantado sus alabanzas entonces, pues no solamente no había perdido su honra y su kleros, sino que encima los había aumentado hasta convertirse en un gran terrateniente; qué fácil y agradable había sido la vida entonces... No había nada como encontrar la audiencia de uno para que sus logros no pasaran desapercibidos por completo, ¡qué placer! Y, así, sumido en sus recuerdos, fue como se vio interrumpido por el brujo, o, mejor dicho, con quien lo había poseído.
Se quedó tan quieto que, más que nunca, pareció una estatua; tan interrumpido en un momento en el que pensaba cosas bonitas que su apariencia parecía, con sus ojos naturalmente almendrados y la sonrisa ya escalofriante en los labios, arcaico como el que más. De esa guisa, a medio mover, escuchó todo, cada una de las palabras que para otro no tenían sentido pero que para él, ¡oh!, vaya que sí lo tenían. Y si bien lo de la bruja a la que había fortalecido (¡menudo filántropo estaba hecho, demonios, y aún nadie se lo reconocería, mucho menos esa ella en cuestión!) no le afectó demasiado, sí lo hizo lo otro, lo del diarca traidor que le hizo apretar la mandíbula para, después justo, coger al brujo del cuello para ahorcarlo un poco y que se callara.
– Me pregunto si partiéndote el cuello a ti puedo matarlo a él otra vez, como se merece. Probemos, ¿de acuerdo? Será divertido. – sugirió, con un tono que tenía más de promesa de infinito dolor que de un ofrecimiento inocente, pero, a ver, ¿es que se puede esperar algo puro y bueno del espartano, culpable de todos los crímenes posibles menos de aquel por el que lo habían matado? – Lapidado. Qué curioso. ¿Ni siquiera recuerdas cómo fue? Condenado a morir de hambre, encerrado en un templo, bendita justicia espartana para uno de los diarcas, una auténtica maravilla. Vaya basura de homoioi estabais hechos todos. – espetó, con una cordura que ya la querrían para sí muchos, cosa curiosa teniendo en cuenta que, bueno, era Ciro aún... Ciro enfadado, lo cual explicaba muchas cosas, pero Ciro a fin de cuentas.
No, no Ciro: Pausanias. Fue el rey quien estaba poseyendo el cuerpo de Ciro, ¡iba de suplantaciones de identidad la cosa!, pero no lo hizo desde fuera, sino desde la propia cabecita del espartano, que sabía mucho y veía confirmadas teorías que, con los años, había esbozado, porque no era tan difícil imaginarse la mano negra de Agis detrás de su condena, la verdad. La de ella... Bueno. Esa la había visto, y a su manera había dolido; no tanto como tenía que estar molestándole el cuello al mensajero, pero ¡culpa suya por aceptar a ese espíritu en cuestión y no a otro! El rey quería que sufriera y, por tanto, lo haría; tuviera o no trono, Ciro seguía siendo más regio que nadie, especialmente que ella, así que su voluntad seguiría llevándose a cabo. Y punto en boca.
– Todos queriendo un pedazo de lo que tenía yo, ¿por qué no ha cambiado nada la historia a pesar de que hayan pasado más de dos milenios y hayan caído varios imperios desde entonces? Me aburres. No me dices nada que no supiera ya, así que lárgate. Me alegra ver que no descansas en paz. – se despidió, y hasta que no vio que el brillo del espectro había abandonado los ojos del hechicero (a poco desapareció el brillo de la vida de éste, por cierto, pero se controló justo a tiempo de no matarlo), no se detuvo. – Dile, si lo vuelves a ver, que porque sí. O, bueno, no se lo digas, ¿me oyes! ¡No lo hice porque no me dio la real gana! – gritó, y el rey se esfumó tan rápido como había venido para dar paso al Ciro (demente) de los últimos tiempos.
Una soberana basura, así sin más, ¡sin censura ni edulcorante para él! Pero ¿acaso alguien se esperaba lo contrario? Se trataba de Ciro, un vampiro inhumano en todos los sentidos de la palabra, cruel como él solo y como el que más, que sabía que si sus víctimas se estaban poniendo en contacto con el médium sólo sería para aburrirlo con las historias de siempre, pero siempre literalmente, ¿eh? Ya casi podía oírlos: “¡oh, Pausanias es muy malo y me mató, oh!”, “¡Pausanias robó a mi mujer y después la condenó, y la drenó de sangre entera!”, o cualquier tontería así. ¡Bah, menudo peñazo! ¿Dónde estaba toda esa gente que lo había admirado? A esos sí que los escucharía de buena gana...
Porque, sí, los había habido: Pausanias había sido un rey muy querido, especialmente por los que habían oído las narraciones (sin nada de exageración porque no había sido necesario: en Platea brilló como el que más, y punto. Historiadores e ilotas por igual habían cantado sus alabanzas entonces, pues no solamente no había perdido su honra y su kleros, sino que encima los había aumentado hasta convertirse en un gran terrateniente; qué fácil y agradable había sido la vida entonces... No había nada como encontrar la audiencia de uno para que sus logros no pasaran desapercibidos por completo, ¡qué placer! Y, así, sumido en sus recuerdos, fue como se vio interrumpido por el brujo, o, mejor dicho, con quien lo había poseído.
Se quedó tan quieto que, más que nunca, pareció una estatua; tan interrumpido en un momento en el que pensaba cosas bonitas que su apariencia parecía, con sus ojos naturalmente almendrados y la sonrisa ya escalofriante en los labios, arcaico como el que más. De esa guisa, a medio mover, escuchó todo, cada una de las palabras que para otro no tenían sentido pero que para él, ¡oh!, vaya que sí lo tenían. Y si bien lo de la bruja a la que había fortalecido (¡menudo filántropo estaba hecho, demonios, y aún nadie se lo reconocería, mucho menos esa ella en cuestión!) no le afectó demasiado, sí lo hizo lo otro, lo del diarca traidor que le hizo apretar la mandíbula para, después justo, coger al brujo del cuello para ahorcarlo un poco y que se callara.
– Me pregunto si partiéndote el cuello a ti puedo matarlo a él otra vez, como se merece. Probemos, ¿de acuerdo? Será divertido. – sugirió, con un tono que tenía más de promesa de infinito dolor que de un ofrecimiento inocente, pero, a ver, ¿es que se puede esperar algo puro y bueno del espartano, culpable de todos los crímenes posibles menos de aquel por el que lo habían matado? – Lapidado. Qué curioso. ¿Ni siquiera recuerdas cómo fue? Condenado a morir de hambre, encerrado en un templo, bendita justicia espartana para uno de los diarcas, una auténtica maravilla. Vaya basura de homoioi estabais hechos todos. – espetó, con una cordura que ya la querrían para sí muchos, cosa curiosa teniendo en cuenta que, bueno, era Ciro aún... Ciro enfadado, lo cual explicaba muchas cosas, pero Ciro a fin de cuentas.
No, no Ciro: Pausanias. Fue el rey quien estaba poseyendo el cuerpo de Ciro, ¡iba de suplantaciones de identidad la cosa!, pero no lo hizo desde fuera, sino desde la propia cabecita del espartano, que sabía mucho y veía confirmadas teorías que, con los años, había esbozado, porque no era tan difícil imaginarse la mano negra de Agis detrás de su condena, la verdad. La de ella... Bueno. Esa la había visto, y a su manera había dolido; no tanto como tenía que estar molestándole el cuello al mensajero, pero ¡culpa suya por aceptar a ese espíritu en cuestión y no a otro! El rey quería que sufriera y, por tanto, lo haría; tuviera o no trono, Ciro seguía siendo más regio que nadie, especialmente que ella, así que su voluntad seguiría llevándose a cabo. Y punto en boca.
– Todos queriendo un pedazo de lo que tenía yo, ¿por qué no ha cambiado nada la historia a pesar de que hayan pasado más de dos milenios y hayan caído varios imperios desde entonces? Me aburres. No me dices nada que no supiera ya, así que lárgate. Me alegra ver que no descansas en paz. – se despidió, y hasta que no vio que el brillo del espectro había abandonado los ojos del hechicero (a poco desapareció el brillo de la vida de éste, por cierto, pero se controló justo a tiempo de no matarlo), no se detuvo. – Dile, si lo vuelves a ver, que porque sí. O, bueno, no se lo digas, ¿me oyes! ¡No lo hice porque no me dio la real gana! – gritó, y el rey se esfumó tan rápido como había venido para dar paso al Ciro (demente) de los últimos tiempos.
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Re: Down With the Sickness — Privado
Podría decirse que, a comparación con otros locos, él no estaba tan influenciado por esas cuestiones de traiciones, ni mucho menos de filias emocionales; no, él estaba loco y punto. Quizá eso era una ventaja, o quizá no. ¡Bien! No es como si resultara tan sencillo poder entender la supuesta lógica de cómo demonios funcionaba la cabeza de un esquizofrénico, ni siquiera la ciencia, años más tarde, ha logrado comprender con precisión tal afección psicológica. Y pues, bueno, Kristóf tampoco iba a querer entender el funcionamiento de su mente, le gustaba su caos, tal y como estaba, sin demasiadas complicaciones, como supuso, las tenía el otro tipo. ¡Vaya! Pero sí que se había enterado de detalles interesantes sobre aquel vampiro malhumorado. ¡Tenía a un rey del mundo clásico frente a sus ojos! Aunque ya no parecía nada de eso, sino un vagabundo completamente fuera de control.
Vamos a ver, a Kristóf pocos individuos le llamaban la atención, y a pesar de que actuara como un desquiciado, dejando que todas sus personalidades se turnaran, cuando alguien le interesaba, intentaba reservarse la cordura, al menos en su interior, porque así era mucho más sencillo. También, porque era mejor que el otro individuo lo considerara un estúpido, mientras él hacía del traficante de información. Así mismo se lo había enseñado Richter, y así mismo estaba actuando. Por eso, con mucho gusto, permitió que aquel espíritu se hiciera con el control parcial de su mente, mientras arrancaba datos que le interesaron mucho más; desde luego Kristóf quería enterarse de más cosas. Se sentía como un niño ávido de conocimiento. Aunque con lo disgustado que resultó el otro, lo mejor era hacerse el tonto por un momento, o al menos hasta que recobraba la conciencia y el aire de sus pulmones. ¡Estúpido! Casi lo dejaba sin garganta...
—Oye, lo espantaste antes de que... ¡Bah! Tan entretenido que estaba el chisme, me quería enterar de más cosas —murmuró, aún con la voz ronca—. Creo que no hace falta que le diga eso, el tipo sigue aquí, son almas que arrastran seres como tú —soltó con indiferencia, encogiendo los hombros—. Pero ese tal Agis no, hasta su mujer lo traicionó. No, no la que robó, la otra, la que vino después de la supuesta muerta. ¿Por qué no lo mataste entonces? Eh, tenías poder. Pudiste haberle tendido una trampa o yo qué sé. Y no, esto no lo dicen ellos, lo digo desde mi humilde punto de vista, su majestad.
Continuó sentado en el suelo, arrancando la escasa hierba que se hallaba dispersa. De un momento a otro, sus personalidades se pusieron de acuerdo para dejar su estado actual en Kristóf, y sólo él, al menos para asegurarle un par de años más de vida, porque de seguro el vampiro podría entrar en una crisis emocional y adiós a Kristóf y sus amigos. Así que, sí, el brujo estaba tranquilo, analizando la curiosa situación en la que se veía involucrado sin quererlo, intentando escuchar a todos los espectros como fuera, descartando sólo a aquellos que se quejaban de haber sido asesinados y esas cosas tontas, que las sabía él de memoria.
—Habló de un Cyril y de una reina. No sé, de repente me interesa la Historia, no siempre te topas con un antiguo rey. No, ahora sólo te encuentras con un montón de nobles maquillándose como niñas, que no se atreven a salir de sus moradas lujosas y para eso envían a los idiotas a que se dejan manipular. Han perdido calidad —dijo, todavía entretenido en su labor de arrancar el pasto, uno a uno, sin aburrirse en lo más mínimo. Era una forma de poder concentrarse—. Oh, cierto, vi la imagen de una mujer en un palacio, y luego, no sé, un barco y otro tipo pelirrojo, yo qué sé... las visiones no siempre son tan nítidas. Después a otro hombre, con marcas en el cuerpo. Uh, supongo que tienen algo que ver contigo, son recuerdos que llevan consigo los muertos que no han dejado este mundo. Aunque estas imágenes son de personas vivas. —Se quedó un momento pensativo, hasta que decidió hablar de nuevo—: ¿Por qué quiso tu gente matarte? Me gustaría escuchar la versión tuya, y no la de ellos, que ya hacen que me duela la cabeza. Y ya la de los libros es mucha fantasía de los autores. Debió ser genial acumular tanto poder... ¿Cómo llegaste a esto? Deberías hacerte con ese prestigio de nuevo, ¿no crees?
Vamos a ver, a Kristóf pocos individuos le llamaban la atención, y a pesar de que actuara como un desquiciado, dejando que todas sus personalidades se turnaran, cuando alguien le interesaba, intentaba reservarse la cordura, al menos en su interior, porque así era mucho más sencillo. También, porque era mejor que el otro individuo lo considerara un estúpido, mientras él hacía del traficante de información. Así mismo se lo había enseñado Richter, y así mismo estaba actuando. Por eso, con mucho gusto, permitió que aquel espíritu se hiciera con el control parcial de su mente, mientras arrancaba datos que le interesaron mucho más; desde luego Kristóf quería enterarse de más cosas. Se sentía como un niño ávido de conocimiento. Aunque con lo disgustado que resultó el otro, lo mejor era hacerse el tonto por un momento, o al menos hasta que recobraba la conciencia y el aire de sus pulmones. ¡Estúpido! Casi lo dejaba sin garganta...
—Oye, lo espantaste antes de que... ¡Bah! Tan entretenido que estaba el chisme, me quería enterar de más cosas —murmuró, aún con la voz ronca—. Creo que no hace falta que le diga eso, el tipo sigue aquí, son almas que arrastran seres como tú —soltó con indiferencia, encogiendo los hombros—. Pero ese tal Agis no, hasta su mujer lo traicionó. No, no la que robó, la otra, la que vino después de la supuesta muerta. ¿Por qué no lo mataste entonces? Eh, tenías poder. Pudiste haberle tendido una trampa o yo qué sé. Y no, esto no lo dicen ellos, lo digo desde mi humilde punto de vista, su majestad.
Continuó sentado en el suelo, arrancando la escasa hierba que se hallaba dispersa. De un momento a otro, sus personalidades se pusieron de acuerdo para dejar su estado actual en Kristóf, y sólo él, al menos para asegurarle un par de años más de vida, porque de seguro el vampiro podría entrar en una crisis emocional y adiós a Kristóf y sus amigos. Así que, sí, el brujo estaba tranquilo, analizando la curiosa situación en la que se veía involucrado sin quererlo, intentando escuchar a todos los espectros como fuera, descartando sólo a aquellos que se quejaban de haber sido asesinados y esas cosas tontas, que las sabía él de memoria.
—Habló de un Cyril y de una reina. No sé, de repente me interesa la Historia, no siempre te topas con un antiguo rey. No, ahora sólo te encuentras con un montón de nobles maquillándose como niñas, que no se atreven a salir de sus moradas lujosas y para eso envían a los idiotas a que se dejan manipular. Han perdido calidad —dijo, todavía entretenido en su labor de arrancar el pasto, uno a uno, sin aburrirse en lo más mínimo. Era una forma de poder concentrarse—. Oh, cierto, vi la imagen de una mujer en un palacio, y luego, no sé, un barco y otro tipo pelirrojo, yo qué sé... las visiones no siempre son tan nítidas. Después a otro hombre, con marcas en el cuerpo. Uh, supongo que tienen algo que ver contigo, son recuerdos que llevan consigo los muertos que no han dejado este mundo. Aunque estas imágenes son de personas vivas. —Se quedó un momento pensativo, hasta que decidió hablar de nuevo—: ¿Por qué quiso tu gente matarte? Me gustaría escuchar la versión tuya, y no la de ellos, que ya hacen que me duela la cabeza. Y ya la de los libros es mucha fantasía de los autores. Debió ser genial acumular tanto poder... ¿Cómo llegaste a esto? Deberías hacerte con ese prestigio de nuevo, ¿no crees?
Kristóf Ende- Hechicero Clase Media
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Re: Down With the Sickness — Privado
¡Qué dolor de cabeza le estaba dando el loco ese! Realmente no sabía qué era mejor: si él, demente tras la tortura, llamando loco a otro (¡y el otro mereciéndoselo, eso no había que olvidarlo bajo ninguna circunstancia!), o lo de que le doliera la cabeza cuando sólo le recordaba su pasado, nada más y nada menos. ¡Con la de veces que él lo había utilizado para regodearse sobre los demás...! Eso, claro, antes de que se convirtiera en un arma de doble filo, que lo hería a él tanto como al resto; eso, por supuesto, cuando no se le recordaban errores que ahora admitía haber cometido.
Antes no lo habría hecho ni borracho de toda la maldita sangre que había derramado allá en el Peloponeso, pero el dolor tenía muchos efectos en uno, y tan pronto le había abierto la mente como le había enloquecido, algo que quizá era consecuencia de lo anterior y... ¡No, pensaba demasiado! Ciro sacudió la cabeza y pasó a otra cosa, a escuchar cómo el otro lo halagaba llamándolo rey de verdad, no como los del presente, y por supuesto que el vampiro iba a estar de acuerdo, ¡no cabía duda posible al respecto, claro que no!
Y no, no se trataba de ego, sino que se trataba de la certeza de saber que había sido un buen rey, muchísimo mejor que Agis, y para la desgracia de aquellos que habían tratado de impedírselo, malditos envidiosos que ni en la muerte lo dejaban tranquilo. Era una fortuna que los fantasmas se centraran en el otro, porque si se tratara de él los aniquilaría por completo aunque ya estuvieran muertos, aunque tuviera que recurrir al cuerpo del hechicero para hacer magia negra o lo que fuera; Ciro no dejaría ni uno: ese era, como había sido siempre, su estilo, y así seguiría.
Ah, pero sí había dejado... No quería pensar en Cassandra, a quien no había matado, ni en Agis, de quien tampoco se había encargado, aunque para él sí tenía excusa: estaba muy ocupado encargándose de aprender lo que era, de vencer la muerte y de ser un neófito ejemplar. Ejemplarmente horrible en comportamiento, libre como nunca y un dolor de cabeza constante para el ser que lo había transformado, tan borracho de curiosidad por él como el loco, que arrojaba nombres e historias a diestro y siniestro, no dejaba de estarlo. Ciro, al final, sonrió, y no fue una buena sonrisa, sino una tétrica, como él, y cruel, también como él, pero cuerda, como el Pausanias de entonces.
– Me criaron para ser rey. Era de una familia noble, estaba destinado, pero quisieron educarme como a todos al principio para ver si valía o no. Destaqué pronto, y ahí fue cuando empecé a crecer y a desarrollar mi valía. – resumió, encogiéndose de hombros y sin mencionar que también entonces había terminado enredado con Cassandra, uno de los seres a los que el otro le había echado en cara que no había matado. También omitió a Cyril porque, a ver, ¿para qué iba a mencionarlo? El mérito había sido suyo, no de su maldita sombra; él brillaba, y el otro era una consecuencia de él, nada más y nada menos, ¡tan sencillo como eso!
– Me convertí en un guerrero destacado. Ascendí al trono joven, y mis éxitos militares me convirtieron en alguien que tenía que gobernarlos a todos, claro, de eso no había duda. – afirmó, menos centrado en sus pensamientos de lo que cabría esperar, pero una ventaja de haberse convertido en un adepto a la locura era que su atención se había fracturado y era capaz de estar pendiente de muchas cosas a la vez, a saber: Kristóf, el hechicero que lo escuchaba, y su propio pasado, demasiado brillante para lo que se había convertido él en los últimos tiempos, pero no por ello menos recurrente en los pensamientos del espartano, que estaba llegando al clímax de su historia.
– Pero no todo es tan fácil. Mi ascendencia era persa, y los persas eran enemigos nuestros; decidí acercarme a ellos, y cuando me traicionaron usaron eso en mi contra para que todo el mundo pensara que era algún tipo de villano. – concluyó, encogiéndose de hombros y volviendo hacia Kristóf otra vez, sólo que para agarrarlo de la cabeza con una mano y sacudírsela, como si fuera una ensaladera y Ciro se encontrara aliñándola y distribuyendo los ingredientes alrededor. – Claro que lo voy a recuperar, pero a mi manera. Un mequetrefe como tú no va a decirle a un rey lo que tiene que hacer, cuándo y cómo; eso se acabó. – espetó, se separó y se giró para marcharse, harto de los muertos y de, bueno, absolutamente todo en general.
Antes no lo habría hecho ni borracho de toda la maldita sangre que había derramado allá en el Peloponeso, pero el dolor tenía muchos efectos en uno, y tan pronto le había abierto la mente como le había enloquecido, algo que quizá era consecuencia de lo anterior y... ¡No, pensaba demasiado! Ciro sacudió la cabeza y pasó a otra cosa, a escuchar cómo el otro lo halagaba llamándolo rey de verdad, no como los del presente, y por supuesto que el vampiro iba a estar de acuerdo, ¡no cabía duda posible al respecto, claro que no!
Y no, no se trataba de ego, sino que se trataba de la certeza de saber que había sido un buen rey, muchísimo mejor que Agis, y para la desgracia de aquellos que habían tratado de impedírselo, malditos envidiosos que ni en la muerte lo dejaban tranquilo. Era una fortuna que los fantasmas se centraran en el otro, porque si se tratara de él los aniquilaría por completo aunque ya estuvieran muertos, aunque tuviera que recurrir al cuerpo del hechicero para hacer magia negra o lo que fuera; Ciro no dejaría ni uno: ese era, como había sido siempre, su estilo, y así seguiría.
Ah, pero sí había dejado... No quería pensar en Cassandra, a quien no había matado, ni en Agis, de quien tampoco se había encargado, aunque para él sí tenía excusa: estaba muy ocupado encargándose de aprender lo que era, de vencer la muerte y de ser un neófito ejemplar. Ejemplarmente horrible en comportamiento, libre como nunca y un dolor de cabeza constante para el ser que lo había transformado, tan borracho de curiosidad por él como el loco, que arrojaba nombres e historias a diestro y siniestro, no dejaba de estarlo. Ciro, al final, sonrió, y no fue una buena sonrisa, sino una tétrica, como él, y cruel, también como él, pero cuerda, como el Pausanias de entonces.
– Me criaron para ser rey. Era de una familia noble, estaba destinado, pero quisieron educarme como a todos al principio para ver si valía o no. Destaqué pronto, y ahí fue cuando empecé a crecer y a desarrollar mi valía. – resumió, encogiéndose de hombros y sin mencionar que también entonces había terminado enredado con Cassandra, uno de los seres a los que el otro le había echado en cara que no había matado. También omitió a Cyril porque, a ver, ¿para qué iba a mencionarlo? El mérito había sido suyo, no de su maldita sombra; él brillaba, y el otro era una consecuencia de él, nada más y nada menos, ¡tan sencillo como eso!
– Me convertí en un guerrero destacado. Ascendí al trono joven, y mis éxitos militares me convirtieron en alguien que tenía que gobernarlos a todos, claro, de eso no había duda. – afirmó, menos centrado en sus pensamientos de lo que cabría esperar, pero una ventaja de haberse convertido en un adepto a la locura era que su atención se había fracturado y era capaz de estar pendiente de muchas cosas a la vez, a saber: Kristóf, el hechicero que lo escuchaba, y su propio pasado, demasiado brillante para lo que se había convertido él en los últimos tiempos, pero no por ello menos recurrente en los pensamientos del espartano, que estaba llegando al clímax de su historia.
– Pero no todo es tan fácil. Mi ascendencia era persa, y los persas eran enemigos nuestros; decidí acercarme a ellos, y cuando me traicionaron usaron eso en mi contra para que todo el mundo pensara que era algún tipo de villano. – concluyó, encogiéndose de hombros y volviendo hacia Kristóf otra vez, sólo que para agarrarlo de la cabeza con una mano y sacudírsela, como si fuera una ensaladera y Ciro se encontrara aliñándola y distribuyendo los ingredientes alrededor. – Claro que lo voy a recuperar, pero a mi manera. Un mequetrefe como tú no va a decirle a un rey lo que tiene que hacer, cuándo y cómo; eso se acabó. – espetó, se separó y se giró para marcharse, harto de los muertos y de, bueno, absolutamente todo en general.
Invitado- Invitado
Re: Down With the Sickness — Privado
¿Qué diablos estaba haciendo ahí? ¿Por qué olía a barbacoa? Además, ¿quién era ese sujeto que le hablaba? Todo resultó extraño, y hasta sospechoso, para un muy confundido Kristóf. ¡Que se estaba quedando amnésico! No, en realidad era parte de su propia inestabilidad mental, de ese momento en el que llegaba a su punto más bajo de calma, el cual lo conducía al otro extremo. Sí, justo a ese extremo en el que todo el caos luchaba desesperadamente por salir, causando una explosión casi volcánica, dejando su mente en blanco, como el lienzo recién tensado por un artista; o como la nada misma. ¿Y qué era la nada? Hasta sintió, por un mínimo instante, que se iba a poner filosófico, pero no, tampoco iba a perder su valiosa locura en esos meollos que a él poco le interesaban.
Su falta de conexión con la ocasión, surgida de un minuto a otro, lo arrastró a un estado de absoluta ignorancia, mostrándose igual de interesado por el relato del vampiro que se encontraba cerca suyo, eso sí. Aunque a él ya se le habían olvidado sus propias palabras, incluso el motivo por el cual se hallaba en el cementerio esa noche, cuando era su día libre. ¿Se trataba acaso de una de sus tantas personalidades? ¡Quién lo sabe! Ni él mismo estaba seguro de cómo funcionaba su cabeza en ciertas ocasiones. Así que pareció aún más extrañado, en especial cuando notó pasto en sus manos, y hasta un poco de tierra en las uñas; también sangre en su ropa. La verdad, estaba hecho un desastre, y no recordaba que hubiera salido así de casa.
Si bien el relato que le contaba resultaba interesante, pero mucho más lo sería para un historiador, él prefirió volver su atención en pescar la coherencia de sus pensamientos, para saber por qué se encontraba ahí. No fue complicado, no obstante, la pereza se hacía mucho más presente, como si se tratara de una invitada a la que nadie quiere en la fiesta. O tal vez porque a Kristóf ya le empezaba a fastidiar estar tanto tiempo sin hacer nada. Complicado. Absoluta y completamente complicado. Aunque para el vampiro presente pudiera ser bastante aburrido... ¿Qué más se podía esperar de otro loco? Quizá a alguien interesado en el estudio de las psicopatías, y demás enfermedades mentales, sí que le habría importado un poco más. ¡Si hasta se notaba un evidente contraste entre la locura que afectaba a ambos!
Kristóf se mostraba como una ruina de ideas, teniendo momentos disparejos en su conducta; dejando entrever su falta de coherencia con los hechos, a pesar de su sorpresiva lógica, sobre todo cuando se dedicaba a sus crímenes. El otro, el vampiro, le concedía a la ira instantes de protagonismo, pero controlados; se notaba regio, a pesar de esas cúspides de rabia que lo cegaban por escasos segundos. Aun así, todo en su mente parecía mantenerse engranado de manera correcta, aunque él se empeñara en mostrarse como una bestia... ¡Qué par de locos más curiosos! Podría aclamar cualquiera, si fuera testigo de tan rara escena.
Sin embargo, el silencio, sumado al dolor de cabeza que le causaba que le revolvieran la cabeza, le impulsó a recobrar el hilo argumental de su drama... Hasta se giró para ver al vampiro, y ex rey, alejarse entre las penumbras. Chasqueó la lengua, mientras una sonrisa se asomaba en sus labios.
—Mucha suerte en la búsqueda de su poder, su majestad. Si es que la tiene esta vez... Hay demonios que siguen ahí, y son peores que usted. De nada.
No estaba provocando, a pesar de que pudiera malinterpretarse como tal, no se trataba de eso. Tal vez pudiera ser una advertencia, surgida de las visiones que lo acompañaron en ese preciso instante. Había etapas que no se superarían nunca, y hasta él, que ya estaba loco, lo sabía.
Su falta de conexión con la ocasión, surgida de un minuto a otro, lo arrastró a un estado de absoluta ignorancia, mostrándose igual de interesado por el relato del vampiro que se encontraba cerca suyo, eso sí. Aunque a él ya se le habían olvidado sus propias palabras, incluso el motivo por el cual se hallaba en el cementerio esa noche, cuando era su día libre. ¿Se trataba acaso de una de sus tantas personalidades? ¡Quién lo sabe! Ni él mismo estaba seguro de cómo funcionaba su cabeza en ciertas ocasiones. Así que pareció aún más extrañado, en especial cuando notó pasto en sus manos, y hasta un poco de tierra en las uñas; también sangre en su ropa. La verdad, estaba hecho un desastre, y no recordaba que hubiera salido así de casa.
Si bien el relato que le contaba resultaba interesante, pero mucho más lo sería para un historiador, él prefirió volver su atención en pescar la coherencia de sus pensamientos, para saber por qué se encontraba ahí. No fue complicado, no obstante, la pereza se hacía mucho más presente, como si se tratara de una invitada a la que nadie quiere en la fiesta. O tal vez porque a Kristóf ya le empezaba a fastidiar estar tanto tiempo sin hacer nada. Complicado. Absoluta y completamente complicado. Aunque para el vampiro presente pudiera ser bastante aburrido... ¿Qué más se podía esperar de otro loco? Quizá a alguien interesado en el estudio de las psicopatías, y demás enfermedades mentales, sí que le habría importado un poco más. ¡Si hasta se notaba un evidente contraste entre la locura que afectaba a ambos!
Kristóf se mostraba como una ruina de ideas, teniendo momentos disparejos en su conducta; dejando entrever su falta de coherencia con los hechos, a pesar de su sorpresiva lógica, sobre todo cuando se dedicaba a sus crímenes. El otro, el vampiro, le concedía a la ira instantes de protagonismo, pero controlados; se notaba regio, a pesar de esas cúspides de rabia que lo cegaban por escasos segundos. Aun así, todo en su mente parecía mantenerse engranado de manera correcta, aunque él se empeñara en mostrarse como una bestia... ¡Qué par de locos más curiosos! Podría aclamar cualquiera, si fuera testigo de tan rara escena.
Sin embargo, el silencio, sumado al dolor de cabeza que le causaba que le revolvieran la cabeza, le impulsó a recobrar el hilo argumental de su drama... Hasta se giró para ver al vampiro, y ex rey, alejarse entre las penumbras. Chasqueó la lengua, mientras una sonrisa se asomaba en sus labios.
—Mucha suerte en la búsqueda de su poder, su majestad. Si es que la tiene esta vez... Hay demonios que siguen ahí, y son peores que usted. De nada.
No estaba provocando, a pesar de que pudiera malinterpretarse como tal, no se trataba de eso. Tal vez pudiera ser una advertencia, surgida de las visiones que lo acompañaron en ese preciso instante. Había etapas que no se superarían nunca, y hasta él, que ya estaba loco, lo sabía.
Kristóf Ende- Hechicero Clase Media
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Fecha de inscripción : 27/11/2016
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