AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Nacemos para ser amados → Privado
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Nacemos para ser amados → Privado
“El parto es la única cita a ciegas
en la que puedes estar segura
de que conocerás al amor de tu vida.“
en la que puedes estar segura
de que conocerás al amor de tu vida.“
Inevitablemente el tiempo pasó. Por que el tiempo no puede detenerse, porque la vida debe seguir avanzando, porque no puedes estancarte en un momento de felicidad y convertirlo en eternidad.
Habían pasado casi los nueve meses requeridos para que un bebé salga del cuerpo de su madre. Conformé el tiempo avanzó, la inseguridad la fue invadiendo. Aquel inconveniente de salud que tuvo meses atrás la puso en debilidad. Su dieta al igual que el ejercicio en su vida, habían tenido que cambiar. Por si fuera poco no sabía si su hermano verdaderamente quería a su hijo, o sólo era un buen actor, sin embargo agradecía que le hubiese echado más ganas al trabajo. Dos semanas después de haber sido internada, la jovencita recibió la noticia que aquel obsesionado joven había sido ascendido. Aquello hizo que se mudaran a un cuarto más bonito y grande, que tuvieran mejores alimentos, y que pudieran ahorrar un poco para poder pagar a una buena partera, además de garantizarles unos meses tranquilos con los gastos del recién nacido. Todo iba más que bien.
Aunque aún mantenía inseguridades bien disfrazadas en su interior, Zavannah no podía negar que su hermano había dado un gran cambio. Sin duda se sentía segura a su lado, completa, y llena de amor. Ya no habían existido episodios de celos, tampoco gritos, o peleas que pudieran perjudicar no sólo su estado de salud, sino también su relación. Zigmund la sorprendía. Parecía depositar toda su energía en comportarse como un hombre de sociedad que deseaba cortejar a la dama que estaba por desposar. Bien decían por ahí que las lecciones bien aprendidas, no se olvidaban con facilidad, o siempre prevalecían. Los detalles llegaban con frecuencia, quizá no diariamente, pero sí cada determinado día. En ocasiones aparecían carnes que a la cambiante le gustaban, flores, paseos, etc. Inclusive en una ocasión un anillo muy bonito apareció frente a sus ojos. Ella se sentía bendecida. La idea de volver a su país natal había desaparecido por completo de su cabeza.
Y cómo todo resultaba ser maravilloso, no había sentido la necesidad de salir de su nuevo hogar. Su hermano había sido inteligente, se encargó de dejarle suficientes entretenimiento, incluso le construyó un fogón, y compró diversidad de recipientes para que pudiera cocinar lo que se le viniera a la mente, o quisiera inventar. Sin embargo ningún encierro resultaba saludable, además, sólo faltaba una pequeña manta para poder envolver a su bebé en las noches de frío. Debía comprarla antes de que fuera demasiado tarde.
Fue por eso que tomó la decisión de salir de casa. Su hermano se había ido temprano a trabajar, regresaría en un par de horas, suficientes para poder ir y regresar sin ningún problema. El tiempo no era el mejor. El cielo había escondido al sol entre nubes grisáceas, más sin embargo no parecía que fuera a llover. Zavannah llevaba un vestido azul cielo, no portaba corsé porque la partera que la vio el día en que se puso grave, se lo había prohibido. La ventaja de ser de clase media/baja, era que nadie la vería de la manera en que pudieran juzgarla por esa acción, por lo que no importaba demasiado su vestimenta, sólo que estuviera bien cubierta. Salir de casa sería sencillo, lo difícil se presentaría a continuación.
Para su buena suerte el mercado no se encontraban demasiado lejos. De hecho sólo necesitaba caminar quince minutos, lo malo es que se encontraba embarazada, y terminó por hacer veinte. En el trayecto se encontró a un par de conocidas. Una que otra se había vuelto su amiga dentro del burdel. Eran prostitutas, a su hermano no le gustaba demasiado esas relaciones, sin embargo ya no decía nada, aquellas mujeres habían mostrado su corazón, la cuidaron en su momento. Aunque la platica fue corta con ellas, si le habían quitado algo de tiempo. Cada una se dirigió palabras de afecto, y siguieron su camino. Zavannah compró un par de frutas, y después adquirió la manta que tanto había deseado para su bebé. Para su mala suerte, mientras daba los francos correspondientes al precio del articulo, la lluvia comenzó a aparecer.
El vendedor de la tienda la invitó a tomar asiento, le sugirió que debía aguardar mientras la torrencial lluvia cesaba. La joven no podía permitirse eso, se encontraba profundamente angustiada, no deseaba preocupar a su hermano. Y aunque sabía que por su salud debía mantenerse segura, sólo tomó en cuenta eso algunos segundos. Se despidió de James, el vendedor, y caminó fuera de la tienda. Su rostro fue el primero en mojarse, después el pecho, y cuando el agua comenzó a recorrer su figura, en el momento en que tocó su vientre un dolor apareció, un dolor que se convirtió en un flujo que se mezcló con las gotas de lluvia.
¡Aquello era un desastre! Se le había roto la fuente.
Habían pasado casi los nueve meses requeridos para que un bebé salga del cuerpo de su madre. Conformé el tiempo avanzó, la inseguridad la fue invadiendo. Aquel inconveniente de salud que tuvo meses atrás la puso en debilidad. Su dieta al igual que el ejercicio en su vida, habían tenido que cambiar. Por si fuera poco no sabía si su hermano verdaderamente quería a su hijo, o sólo era un buen actor, sin embargo agradecía que le hubiese echado más ganas al trabajo. Dos semanas después de haber sido internada, la jovencita recibió la noticia que aquel obsesionado joven había sido ascendido. Aquello hizo que se mudaran a un cuarto más bonito y grande, que tuvieran mejores alimentos, y que pudieran ahorrar un poco para poder pagar a una buena partera, además de garantizarles unos meses tranquilos con los gastos del recién nacido. Todo iba más que bien.
Aunque aún mantenía inseguridades bien disfrazadas en su interior, Zavannah no podía negar que su hermano había dado un gran cambio. Sin duda se sentía segura a su lado, completa, y llena de amor. Ya no habían existido episodios de celos, tampoco gritos, o peleas que pudieran perjudicar no sólo su estado de salud, sino también su relación. Zigmund la sorprendía. Parecía depositar toda su energía en comportarse como un hombre de sociedad que deseaba cortejar a la dama que estaba por desposar. Bien decían por ahí que las lecciones bien aprendidas, no se olvidaban con facilidad, o siempre prevalecían. Los detalles llegaban con frecuencia, quizá no diariamente, pero sí cada determinado día. En ocasiones aparecían carnes que a la cambiante le gustaban, flores, paseos, etc. Inclusive en una ocasión un anillo muy bonito apareció frente a sus ojos. Ella se sentía bendecida. La idea de volver a su país natal había desaparecido por completo de su cabeza.
Y cómo todo resultaba ser maravilloso, no había sentido la necesidad de salir de su nuevo hogar. Su hermano había sido inteligente, se encargó de dejarle suficientes entretenimiento, incluso le construyó un fogón, y compró diversidad de recipientes para que pudiera cocinar lo que se le viniera a la mente, o quisiera inventar. Sin embargo ningún encierro resultaba saludable, además, sólo faltaba una pequeña manta para poder envolver a su bebé en las noches de frío. Debía comprarla antes de que fuera demasiado tarde.
Fue por eso que tomó la decisión de salir de casa. Su hermano se había ido temprano a trabajar, regresaría en un par de horas, suficientes para poder ir y regresar sin ningún problema. El tiempo no era el mejor. El cielo había escondido al sol entre nubes grisáceas, más sin embargo no parecía que fuera a llover. Zavannah llevaba un vestido azul cielo, no portaba corsé porque la partera que la vio el día en que se puso grave, se lo había prohibido. La ventaja de ser de clase media/baja, era que nadie la vería de la manera en que pudieran juzgarla por esa acción, por lo que no importaba demasiado su vestimenta, sólo que estuviera bien cubierta. Salir de casa sería sencillo, lo difícil se presentaría a continuación.
Para su buena suerte el mercado no se encontraban demasiado lejos. De hecho sólo necesitaba caminar quince minutos, lo malo es que se encontraba embarazada, y terminó por hacer veinte. En el trayecto se encontró a un par de conocidas. Una que otra se había vuelto su amiga dentro del burdel. Eran prostitutas, a su hermano no le gustaba demasiado esas relaciones, sin embargo ya no decía nada, aquellas mujeres habían mostrado su corazón, la cuidaron en su momento. Aunque la platica fue corta con ellas, si le habían quitado algo de tiempo. Cada una se dirigió palabras de afecto, y siguieron su camino. Zavannah compró un par de frutas, y después adquirió la manta que tanto había deseado para su bebé. Para su mala suerte, mientras daba los francos correspondientes al precio del articulo, la lluvia comenzó a aparecer.
El vendedor de la tienda la invitó a tomar asiento, le sugirió que debía aguardar mientras la torrencial lluvia cesaba. La joven no podía permitirse eso, se encontraba profundamente angustiada, no deseaba preocupar a su hermano. Y aunque sabía que por su salud debía mantenerse segura, sólo tomó en cuenta eso algunos segundos. Se despidió de James, el vendedor, y caminó fuera de la tienda. Su rostro fue el primero en mojarse, después el pecho, y cuando el agua comenzó a recorrer su figura, en el momento en que tocó su vientre un dolor apareció, un dolor que se convirtió en un flujo que se mezcló con las gotas de lluvia.
¡Aquello era un desastre! Se le había roto la fuente.
Zavannah Zöllner- Cambiante Clase Media
- Mensajes : 103
Fecha de inscripción : 02/05/2012
Edad : 34
Re: Nacemos para ser amados → Privado
Incapaz de quedarse quieto un segundo, Zigmund esperó a que su hermana apareciera. ¡Qué gran desilusión se había llevado al no encontrarla en casa! A causa del disgusto, incluso había lanzado contra la pared un florero. Porque sí, una vez más, Zavannah le había desobedecido. ¿Por qué? No dejaba de reprocharle en silencio, apretando los puños. ¡Le había dado todo! Por ella era que se mataba trabajando día y noche, para darle lo mejor y sacarle de una vez por todas esas maldita ideas de volver a Australia a reclamar lo que su padre les había dejado. Y así era como le pagaba. Una nueva oleada de rabia y frustración lo azotó y de un codazo tiró al piso todo lo que había sobre la cómoda. Mas cuando logró controlar un poco el enojo, fue que comenzó a preocuparse.
No dejó de mirar el reloj de bolsillo ni un segundo. Según ese viejo artefacto que había adquirido en un mercado, habían transcurrido casi dos horas desde que llegara y se encontrara con la habitación vacía. Por Dios santo, ¡ella estaba embarazada! Para peor, la tormenta arreciaba, volviéndose una verdadera tempestad que no se había visto en años. Con el alma en vilo, fue hasta la ventana y la abrió de par en par, con la esperanza de vislumbrar la silueta de la muchacha, refugiada quizá muy cerca de allí, pero le fue imposible ver algo. La lluvia le empapó la cara y logró mojar la cama, por lo que se vio obligado a asegurar nuevamente la ventana.
Súbitamente, un golpe mental interrumpió sus pensamientos. ¿Y si Zavannah había huido? Ya anteriormente había intentado abandonarlo y él se lo había impedido, a base de chantajes emocionales que para él eran infalibles, pero nunca se podía estar seguro. Quizá al final se había dado cuenta de que su último malestar, ése que la tuvo al borde de a muerte y que la mantuvo en cama durante semanas, fue provocado por su propio hermano, motivado por su afán de deshacerse de su propio hijo. Luego de ese intento fallido, Zigmund había dejado de intentar deshacerse de la criatura, por miedo a perderla a ella, pero el daño estaba hecho. Nervioso, negó enérgicamente y se llevó las manos a la cabeza en gesto de pura desesperación. No era posible que ella lo hubiera descubierto. Había sido extremadamente cuidadoso. No, no podía permitirse dudar así de ella en esos momentos. Por su propio bien, se autoconvenció de que algo más había ocurrido. Y cuando sintió que su corazón no podía soportar más esa zozobra, esa maldita incertidumbre, tomó una chaqueta, se envolvió en ella y salió a buscarla.
Ráfagas de viento azotaban su cara y la lluvia cegadora apenas le permitía ver por dónde se conducía. Zigmund avanzó por las calles inundadas de París, gritado a todo pulmón el nombre de su hermana. No le importó lastimarse la garganta, que el fuerte aire se llevara se llevara consigo su sombrero favorito, o que sus botas nuevas, esas que con tanto sacrificio había logrado comprar, quedaran arruinadas. Todo en lo que podía pensar era en ver el rostro de su hermana, escuchar su voz y asegurarse de una vez por todas de que nada malo le había pasado.
Caminó y caminó, y pronto ya no supo en dónde se encontraba. Fuertes relámpagos y sonoros truenos azotaron el cielo, vaticinando más lluvia. Su aflicción era tal que no fue capaz de reprimir las lágrimas. Temía lo peor. Pero en ningún momento dejó de buscar o de gritar su nombre.
No dejó de mirar el reloj de bolsillo ni un segundo. Según ese viejo artefacto que había adquirido en un mercado, habían transcurrido casi dos horas desde que llegara y se encontrara con la habitación vacía. Por Dios santo, ¡ella estaba embarazada! Para peor, la tormenta arreciaba, volviéndose una verdadera tempestad que no se había visto en años. Con el alma en vilo, fue hasta la ventana y la abrió de par en par, con la esperanza de vislumbrar la silueta de la muchacha, refugiada quizá muy cerca de allí, pero le fue imposible ver algo. La lluvia le empapó la cara y logró mojar la cama, por lo que se vio obligado a asegurar nuevamente la ventana.
Súbitamente, un golpe mental interrumpió sus pensamientos. ¿Y si Zavannah había huido? Ya anteriormente había intentado abandonarlo y él se lo había impedido, a base de chantajes emocionales que para él eran infalibles, pero nunca se podía estar seguro. Quizá al final se había dado cuenta de que su último malestar, ése que la tuvo al borde de a muerte y que la mantuvo en cama durante semanas, fue provocado por su propio hermano, motivado por su afán de deshacerse de su propio hijo. Luego de ese intento fallido, Zigmund había dejado de intentar deshacerse de la criatura, por miedo a perderla a ella, pero el daño estaba hecho. Nervioso, negó enérgicamente y se llevó las manos a la cabeza en gesto de pura desesperación. No era posible que ella lo hubiera descubierto. Había sido extremadamente cuidadoso. No, no podía permitirse dudar así de ella en esos momentos. Por su propio bien, se autoconvenció de que algo más había ocurrido. Y cuando sintió que su corazón no podía soportar más esa zozobra, esa maldita incertidumbre, tomó una chaqueta, se envolvió en ella y salió a buscarla.
Ráfagas de viento azotaban su cara y la lluvia cegadora apenas le permitía ver por dónde se conducía. Zigmund avanzó por las calles inundadas de París, gritado a todo pulmón el nombre de su hermana. No le importó lastimarse la garganta, que el fuerte aire se llevara se llevara consigo su sombrero favorito, o que sus botas nuevas, esas que con tanto sacrificio había logrado comprar, quedaran arruinadas. Todo en lo que podía pensar era en ver el rostro de su hermana, escuchar su voz y asegurarse de una vez por todas de que nada malo le había pasado.
Caminó y caminó, y pronto ya no supo en dónde se encontraba. Fuertes relámpagos y sonoros truenos azotaron el cielo, vaticinando más lluvia. Su aflicción era tal que no fue capaz de reprimir las lágrimas. Temía lo peor. Pero en ningún momento dejó de buscar o de gritar su nombre.
Zigmund Zöllner- Humano Clase Media
- Mensajes : 58
Fecha de inscripción : 26/04/2012
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Re: Nacemos para ser amados → Privado
La lluvia seguía cayendo, conforme pasaban los minutos se intensificaba. Aquello parecía una tormenta. El estado del clima, y el dolor de su vientre la pusieron todavía más de nervios, sin embargo lo verdaderamente importante era poder controlar lo que pasaba en su interior, lo que acontecía con su hijo. Lo sabía, iba a nacer, aunque nunca imaginó que tan pronto podía ser.
Se recargó en el borde la puerta, inclinó su cuerpo en un acto reflejo que ayudó a controlar un poco el dolor. Zavannah estaba comenzando a alucinar de los fuertes espasmos que experimentaba en ese momento. La garganta le raspaba. Cuando estuvo a punto de desvanecer, la jovencita fue sostenida por James, el buen hombre de la tienda. Preocupado por su estado, sacó unas sábanas gruesas de la parte trasera de su local, y las colocó en el suelo, posteriormente la ayudó a recostarse.
Zavannah sintió a sus tres felinos internos comenzar a inquietarse. Aquel trío rasgaba su alma y su interior, le pedían a gritos que tuviera cuidado pero que apresurara el momento, algo que intentaba que comprendieran, no se encontraba en sus manos.
James llevó un par de toallas, como pudo enrolló su cabello en una, y con la otra tapó parte de su cuerpo. Aquel hombre era demasiado bueno, con un corazón enorme y no había manera que desamparara a alguien, por lo que la chica se encontraba segura. Minutos después de revisar sus signos vitales, el hombre salió del local a paso veloz. Aunque se encontraban lejos de algunas parteras, no impediría la lluvia, ni nada, que él pudiera encontrar a alguien que la ayudara a dar a luz.
Para su buena o mala suerte, a mitad de camino tropezó con un muchacho de cabellos oscuros, la lluvia impidió que ambos se reconocieran, pero bastó un par de segundos para que lo hicieran. James como pudo pidió que lo ayudara a buscar una partera con desesperación. El joven sin poder entender del todo accedió. Los dos se habían comprendido con sólo mirarse.
Minutos después encontraron a una mujer que, sin importar la lluvia, haría lo que estuviera en sus manos para poder hacer que Zavannah y su hijo nacieran con bien. Zigmund supo donde se encontraba su hermana, y sin si quiera despedirse, se dirigió al lugar.
La joven muchacha sentía las contracciones, aunque el dolor fue disminuyendo. Cuando pudo enfocar bien, ver a su hermano le hizo soltarse a llorar como una pequeña. Se notaba asustada y muy arrepentida de haber salido de la casa.
- Quería prepararte algo rico de comer – Fueron sus primeras palabras mientras estiraba sus brazos para abrazar a su hermano. Sin que lo dijera o se lo reconociera, lo necesitaba más que nunca. – Lo juro, jamás imaginé que esto sucedería. – Se abrazó a él sintiendo seguridad, esa que incluso entre su locura, sólo él podía ofrecerle. – Siento que algo anda mal, ¿viste a James? ¿Él te dijo que estaba aquí? Él me rescató, ya estaba fuera de la tienda y se dio cuenta que estaba mal. – Sus ojos no dejaba de escurrir aquel líquido cristalino. Temía por la vida de su hijo más que por el de ella. – Sino llegan a tiempo tendrás que rajarme la panza, tendrás que sacarlo – Le suplicó, aunque muy en el fondo ella sabía que su hermano era capaz de dejar morir al niño adentro, con todo y los riesgos que eso conllevaba, a hacerle daño. Por muy necesario que fuera.
Se recargó en el borde la puerta, inclinó su cuerpo en un acto reflejo que ayudó a controlar un poco el dolor. Zavannah estaba comenzando a alucinar de los fuertes espasmos que experimentaba en ese momento. La garganta le raspaba. Cuando estuvo a punto de desvanecer, la jovencita fue sostenida por James, el buen hombre de la tienda. Preocupado por su estado, sacó unas sábanas gruesas de la parte trasera de su local, y las colocó en el suelo, posteriormente la ayudó a recostarse.
Zavannah sintió a sus tres felinos internos comenzar a inquietarse. Aquel trío rasgaba su alma y su interior, le pedían a gritos que tuviera cuidado pero que apresurara el momento, algo que intentaba que comprendieran, no se encontraba en sus manos.
James llevó un par de toallas, como pudo enrolló su cabello en una, y con la otra tapó parte de su cuerpo. Aquel hombre era demasiado bueno, con un corazón enorme y no había manera que desamparara a alguien, por lo que la chica se encontraba segura. Minutos después de revisar sus signos vitales, el hombre salió del local a paso veloz. Aunque se encontraban lejos de algunas parteras, no impediría la lluvia, ni nada, que él pudiera encontrar a alguien que la ayudara a dar a luz.
Para su buena o mala suerte, a mitad de camino tropezó con un muchacho de cabellos oscuros, la lluvia impidió que ambos se reconocieran, pero bastó un par de segundos para que lo hicieran. James como pudo pidió que lo ayudara a buscar una partera con desesperación. El joven sin poder entender del todo accedió. Los dos se habían comprendido con sólo mirarse.
Minutos después encontraron a una mujer que, sin importar la lluvia, haría lo que estuviera en sus manos para poder hacer que Zavannah y su hijo nacieran con bien. Zigmund supo donde se encontraba su hermana, y sin si quiera despedirse, se dirigió al lugar.
La joven muchacha sentía las contracciones, aunque el dolor fue disminuyendo. Cuando pudo enfocar bien, ver a su hermano le hizo soltarse a llorar como una pequeña. Se notaba asustada y muy arrepentida de haber salido de la casa.
- Quería prepararte algo rico de comer – Fueron sus primeras palabras mientras estiraba sus brazos para abrazar a su hermano. Sin que lo dijera o se lo reconociera, lo necesitaba más que nunca. – Lo juro, jamás imaginé que esto sucedería. – Se abrazó a él sintiendo seguridad, esa que incluso entre su locura, sólo él podía ofrecerle. – Siento que algo anda mal, ¿viste a James? ¿Él te dijo que estaba aquí? Él me rescató, ya estaba fuera de la tienda y se dio cuenta que estaba mal. – Sus ojos no dejaba de escurrir aquel líquido cristalino. Temía por la vida de su hijo más que por el de ella. – Sino llegan a tiempo tendrás que rajarme la panza, tendrás que sacarlo – Le suplicó, aunque muy en el fondo ella sabía que su hermano era capaz de dejar morir al niño adentro, con todo y los riesgos que eso conllevaba, a hacerle daño. Por muy necesario que fuera.
Zavannah Zöllner- Cambiante Clase Media
- Mensajes : 103
Fecha de inscripción : 02/05/2012
Edad : 34
Re: Nacemos para ser amados → Privado
No le hizo mucha gracia encontrarla precisamente en el local de James Buckley, ese hombre británico de barba blanca y cara rosada que, según él, le tenía mala fe. En varias ocasiones se habían hecho de palabras, pero siempre a causa de los incontrolables celos de Zigmund, mismos que rayaban en lo absurdo. El australiano parecía creer que cada hombre sobre la faz de la tierra, sin importar edad o estatus social, miraba con lujuria a su bella hermana. James era generoso y a veces le regalaba cosas a Zavannah; ella, para devolverle el gesto amable, le horneaba galletas o alguna tarta cada vez que su economía se lo permitía. Esto enfurecía a Zigmund, pues tenía la firme creencia de que el hombre buscaba ganarse su confianza para luego aprovecharse de ella. Era una estupidez, desde luego. James era viudo, pero lo bastante mayor como para atreverse a mirar a Zavannah con otras intenciones; no era esa clase de persona. Zigmund, que desconfiaba de todos, no era capaz de entender que todavía había gente buena en el mundo, personas que actuaban motivadas únicamente por el deseo de ayudar.
De todos modos, el lugar y a quién pertenecía éste, era lo de menos. Dejó en el olvido su enojo y sonrió, feliz de haberla encontrado a salvo, aunque no lucía nada bien. Temblaba y el sudor perlaba todo su rostro. Se arrodilló junto a ella y rápidamente le tocó la frente, sólo para confirmar sus sospechas: estaba ardiendo en fiebre. ¡De nuevo era culpa de ese niño! No dejaba de atentar contra su vida. Sí, debía nacer, y cuando antes saliera del cuerpo de su hermana, mejor, pero ella estaba loco si creía que iba a convencerlo de hacer la locura que le estaba pidiendo.
—¡No! —Exclamó al instante, logrando ponerse de pie de un salto—. No voy a hacerlo. Si hago eso, tú morirás. Te lo dije, Zavannah, que no podía perderte. Eso no va a suceder. James volverá con la partera, sólo tenemos que esperar.
Y esperaron, pero nadie llegó. La tormenta arreció, volviéndose una verdadera tempestad. No se había visto una inundación así en años. El agua entró a muchas casas y las calles se volvieron ríos, capaces de arrastrar a quien se atreviera a desafiarlos. Zigmund comenzó a hacerse a la idea de que nadie acudiría a ayudarlos, eso lo preocupó. A Zavannah se le acababa el tiempo. Las contracciones eran cada vez más constantes. Ella gritaba, partiéndose de dolor, desgarrándose por dentro, suplicándole a su hermano que le tuviera piedad.
—No puedo hacer lo que me pides. No puedo —le dijo entre lágrimas, casi a modo de disculpa, cuando volvió a arrodillarse a su lado. Se llevó las manos a la cara, al cabello, una y otra vez, en señal de nerviosismo y desesperación. Fue consciente de que si no hacía algo, ella moriría.
Con el corazón latiéndole muy a prisa, decidió armarse de valor. Apartó de un manotazo todo lo que significara un estorbo en aquellos instantes y con actitud renovada cogió una de las toallas, la colocó debajo de las piernas de su hermana y, limpiándose las lágrimas de la cara con el antebrazo, le dijo:
—Tienes que pujar. Es la única manera. Yo voy a ayudarte, pero tienes que hacer tu parte. Puja, Zavannah. Hazlo ahora.
De todos modos, el lugar y a quién pertenecía éste, era lo de menos. Dejó en el olvido su enojo y sonrió, feliz de haberla encontrado a salvo, aunque no lucía nada bien. Temblaba y el sudor perlaba todo su rostro. Se arrodilló junto a ella y rápidamente le tocó la frente, sólo para confirmar sus sospechas: estaba ardiendo en fiebre. ¡De nuevo era culpa de ese niño! No dejaba de atentar contra su vida. Sí, debía nacer, y cuando antes saliera del cuerpo de su hermana, mejor, pero ella estaba loco si creía que iba a convencerlo de hacer la locura que le estaba pidiendo.
—¡No! —Exclamó al instante, logrando ponerse de pie de un salto—. No voy a hacerlo. Si hago eso, tú morirás. Te lo dije, Zavannah, que no podía perderte. Eso no va a suceder. James volverá con la partera, sólo tenemos que esperar.
Y esperaron, pero nadie llegó. La tormenta arreció, volviéndose una verdadera tempestad. No se había visto una inundación así en años. El agua entró a muchas casas y las calles se volvieron ríos, capaces de arrastrar a quien se atreviera a desafiarlos. Zigmund comenzó a hacerse a la idea de que nadie acudiría a ayudarlos, eso lo preocupó. A Zavannah se le acababa el tiempo. Las contracciones eran cada vez más constantes. Ella gritaba, partiéndose de dolor, desgarrándose por dentro, suplicándole a su hermano que le tuviera piedad.
—No puedo hacer lo que me pides. No puedo —le dijo entre lágrimas, casi a modo de disculpa, cuando volvió a arrodillarse a su lado. Se llevó las manos a la cara, al cabello, una y otra vez, en señal de nerviosismo y desesperación. Fue consciente de que si no hacía algo, ella moriría.
Con el corazón latiéndole muy a prisa, decidió armarse de valor. Apartó de un manotazo todo lo que significara un estorbo en aquellos instantes y con actitud renovada cogió una de las toallas, la colocó debajo de las piernas de su hermana y, limpiándose las lágrimas de la cara con el antebrazo, le dijo:
—Tienes que pujar. Es la única manera. Yo voy a ayudarte, pero tienes que hacer tu parte. Puja, Zavannah. Hazlo ahora.
Zigmund Zöllner- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 26/04/2012
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Re: Nacemos para ser amados → Privado
Zavannah intentaba con todas sus fuerzas aguantar el dolor y no pronunciar sonido alguno para no preocupar a su hermano. En un principio lo logro, sin embargo, conforme pasaba los estragos naturales de un parto, los espasmos resultaban violentos, al grado de no poder controlar sus episodios de quejas y dolor. En el circo le habían dicho un par de veces que la lluvia se llevaba malas emociones y deseos, pero la cambiante estaba segura que eso no era su caso y que algo no estaba bien. Lo sentía en el corazón y su instinto animal también.
El bebé se movía con fuerza deseando salir y conocer el mundo real, el cuerpo de la joven no se sentía preparado para dar a luz ya y el clima le recordaba que tener una criatura con su hermano era una gran aberración. Un par de veces creyó perder la consciencia, aunque seguía despierta; sus felinos internos estaban buscando la manera de absorber el dolor que ella estaba sintiendo. Lo lograron unos minutos pero era imposible controlar otra naturaleza de la muchacha.
Se olvidó por unos instantes que su hermano se encontraba cerca hasta que sintió las manos heladas del joven recorrer algunas zonas de su cuerpo para ayudarla a acomodarse. Sintió alivio al darse cuenta que ya estaban siendo cómplices de nuevo. Aquello iba a ser el trabajo más difícil que el humano realizaría en su vida.
— Gracias — Susurró con la voz entre cortada y apenas perceptible. Le sostuvo una mano apenas instantes y después le acarició el rostro — Todo estará bien, tranquilízate, confiamos en ti — Sonrió, lo hizo con muchas ganas y con los labios bien estirados. Se sentía feliz de tener a Zigmund y a su hijo solo para ella.
Poco tiempo después comenzó el parto, se acomodó lo más que pudo y empezó el martirio. Pujo con las pocas fuerzas que tuvo, por unos instantes creyó que iba a partirse en dos. Volvió a pujar hasta que perdió la cuenta de las veces que lo hizo. Le pareció que estuvo realizando aquella rutina durante horas y después de un rato sintió el olor a sangre pero no pudo percibir el llanto del bebé. Se alarmó y comenzó a gemir entre dientes intentando poder dirigirse a su hermano y que él le hiciera caso.
¿Qué estaba mal? ¡Qué alguien le dijera algo?
Zavannah estaba tendida en suelo manchada de sangre y otros fluidos provenientes de su placenta, observaba el techo, al menos lo que podía. Dejó de pedir, de exigir y reclamar lo que no podía e intentó retomar los sentidos para poder comprender que estaba pasando. Su hermano seguía sin acercarse, sin mencionar palabra alguno. Eso le indicaba que su feliz historia había fracasado.
Cerró los ojos, comenzó a rezar y pidió perdón por todos sus pecados una infinidad de veces hasta que no pudo más y cayó rendida; inevitablemente se durmió, deseando con todas sus fuerzas que al despertar las cosas volvieran a ser parte de un cuento de hadas. Se lo merecía. Al menos eso creía.
El bebé se movía con fuerza deseando salir y conocer el mundo real, el cuerpo de la joven no se sentía preparado para dar a luz ya y el clima le recordaba que tener una criatura con su hermano era una gran aberración. Un par de veces creyó perder la consciencia, aunque seguía despierta; sus felinos internos estaban buscando la manera de absorber el dolor que ella estaba sintiendo. Lo lograron unos minutos pero era imposible controlar otra naturaleza de la muchacha.
Se olvidó por unos instantes que su hermano se encontraba cerca hasta que sintió las manos heladas del joven recorrer algunas zonas de su cuerpo para ayudarla a acomodarse. Sintió alivio al darse cuenta que ya estaban siendo cómplices de nuevo. Aquello iba a ser el trabajo más difícil que el humano realizaría en su vida.
— Gracias — Susurró con la voz entre cortada y apenas perceptible. Le sostuvo una mano apenas instantes y después le acarició el rostro — Todo estará bien, tranquilízate, confiamos en ti — Sonrió, lo hizo con muchas ganas y con los labios bien estirados. Se sentía feliz de tener a Zigmund y a su hijo solo para ella.
Poco tiempo después comenzó el parto, se acomodó lo más que pudo y empezó el martirio. Pujo con las pocas fuerzas que tuvo, por unos instantes creyó que iba a partirse en dos. Volvió a pujar hasta que perdió la cuenta de las veces que lo hizo. Le pareció que estuvo realizando aquella rutina durante horas y después de un rato sintió el olor a sangre pero no pudo percibir el llanto del bebé. Se alarmó y comenzó a gemir entre dientes intentando poder dirigirse a su hermano y que él le hiciera caso.
¿Qué estaba mal? ¡Qué alguien le dijera algo?
Zavannah estaba tendida en suelo manchada de sangre y otros fluidos provenientes de su placenta, observaba el techo, al menos lo que podía. Dejó de pedir, de exigir y reclamar lo que no podía e intentó retomar los sentidos para poder comprender que estaba pasando. Su hermano seguía sin acercarse, sin mencionar palabra alguno. Eso le indicaba que su feliz historia había fracasado.
Cerró los ojos, comenzó a rezar y pidió perdón por todos sus pecados una infinidad de veces hasta que no pudo más y cayó rendida; inevitablemente se durmió, deseando con todas sus fuerzas que al despertar las cosas volvieran a ser parte de un cuento de hadas. Se lo merecía. Al menos eso creía.
Zavannah Zöllner- Cambiante Clase Media
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