AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Memorias · Lo que la lengua calla, la mente guarda.
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Memorias · Lo que la lengua calla, la mente guarda.
- ¡Fuera! ¡No quiero escucharte! Vete de aquí y no regreses nunca, maldito. Para mí estás muerto, como mamá, ¡¿Entendiste?!
···
Todo fué su culpa, según ella y no era de reprochar que aun en su juventud, estuviese tan llena de aquel odio visceral. Ellos así lo buscaron, ellos así lo quisieron; querían verla mientras ardía de ira, siguiendo los pasos que creía correctos, hasta que estuviese hecha cenizas y al fin resurgiese como la figura que tanto habían demorado en crear. La habían encerrado cientos de veces por su descaro infantil, si, cientos, porque de algún modo u otro lograba escaparse, daba igual el tiempo que transcurriese, siempre lograba poner el jaque a aquel grupo de fervientes hombres de Dios.
Los castigos eran duros como el que más y siempre encontraba el modo de despertar ese instinto de supervivencia tan extremo y todo por el simple hecho de desear la libertad cual pájaro enjaulado, pero como tal, se quedaba sin aire. Un simple papel arrugado, retándola, enseñándole que si conseguía liberarse, ganaría la libertad absoluta... Eso fué lo único que hizo que ella, aferrándose a sus ansias de libertad, siempre buscase el modo de salir de forma naturalmente ingeniosa; contando pasos, golpeando barrote tras barrote buscando el fallo, la excepción, algo que finalmente le pudiera servir de llave.
Una vez escapó y acudió a la dirección anotada en el papel se encontró con que no había nada, ni nadie.
- ¡David! ¡¿Estás ahí?! - Sus gritos la hicieron caer en la desesperación, mirando a su alrededor, por si encontraba cualquier atisbo de su rastro, esperando encontrarle, pero lo que encontró fué otra nota, escrita por el mismo puño.
"He tenido que huír, ellos me encontraron, estuvieron siguiéndome. Perdóname, si me hubiese quedado, ambos hubieramos sido apresados.
Te quiero, nunca lo olvides; te ayudaré a escapar sea de la forma que sea."
Instantes después, fué apresada. Los largos meses sucedían, y volvía a escaparse para luego ser casualmente apresada de nuevo. Las notas y las escusas eran cada vez más creíbles, pero Jessica, tan hundida como estaba, se sentó en el centro de la celda completamente en silencio y cerró los ojos. Si de algo pecaba, era de la irascibilidad que la poseía a cada momento y fué ahí, cuando sintió verdaderamente como si todo cobrase sentido. Todos sabían sus pasos, que aunque pretendían ser distintos a cada vez, en todos y cada uno de ellos había algo en común, la ira. La ira nos hace débiles, predecibles, incautos, pero lo que verdaderamente debía hacer era buscar la rendija de calma de entre todo ese fuego que hacía hervir su sangre a cada momento. Y así hizo.
Tras un par de intentos, Jessica logró escapar de la celda. No buscó la salida, no buscó el alejarse del peligro sino se metió de lleno en él. Trepó paredes de pasillos estrechos, se escondió, engañó de forma maestra a pocos de los guardias que se encontró en el camino y en lugar de bajar, decidió subir. Sus pasos descalzos la llevaron hacia los aposentos de aquellos hombres que la cuidaban, acercándose a una habitación en específico: el despacho. El corazón le latía deprisa en cuanto puso la mano sobre el pomo de la puerta, sabiendo lo que supondría dar un paso adelante sin pensar, sin miedos... Justo cuando abrió la puerta, dejó aflorar toda la ira que había contenido en todo ese tiempo en el que estuvo pensando el modo de cambiar la pauta. Allí, la mano de un jóven realmente parecido a Jessica, estrechaba la mano arrugada y llena de sangre de aquel viejo sacerdote.
La puerta se cerró tras ella y tras varios intentos por detenerla y sacarle el abrecartas con el que pretendía acribillar a su hermano, la hicieron caer inerte al suelo para trasladarla nuevamente a su nueva cárcel.
No sin antes, dejarle una bonita y notoria cicatriz en el ojo.
Lástima de que no se lo sacase.
···
Todo fué su culpa, según ella y no era de reprochar que aun en su juventud, estuviese tan llena de aquel odio visceral. Ellos así lo buscaron, ellos así lo quisieron; querían verla mientras ardía de ira, siguiendo los pasos que creía correctos, hasta que estuviese hecha cenizas y al fin resurgiese como la figura que tanto habían demorado en crear. La habían encerrado cientos de veces por su descaro infantil, si, cientos, porque de algún modo u otro lograba escaparse, daba igual el tiempo que transcurriese, siempre lograba poner el jaque a aquel grupo de fervientes hombres de Dios.
Los castigos eran duros como el que más y siempre encontraba el modo de despertar ese instinto de supervivencia tan extremo y todo por el simple hecho de desear la libertad cual pájaro enjaulado, pero como tal, se quedaba sin aire. Un simple papel arrugado, retándola, enseñándole que si conseguía liberarse, ganaría la libertad absoluta... Eso fué lo único que hizo que ella, aferrándose a sus ansias de libertad, siempre buscase el modo de salir de forma naturalmente ingeniosa; contando pasos, golpeando barrote tras barrote buscando el fallo, la excepción, algo que finalmente le pudiera servir de llave.
Una vez escapó y acudió a la dirección anotada en el papel se encontró con que no había nada, ni nadie.
- ¡David! ¡¿Estás ahí?! - Sus gritos la hicieron caer en la desesperación, mirando a su alrededor, por si encontraba cualquier atisbo de su rastro, esperando encontrarle, pero lo que encontró fué otra nota, escrita por el mismo puño.
"He tenido que huír, ellos me encontraron, estuvieron siguiéndome. Perdóname, si me hubiese quedado, ambos hubieramos sido apresados.
Te quiero, nunca lo olvides; te ayudaré a escapar sea de la forma que sea."
Instantes después, fué apresada. Los largos meses sucedían, y volvía a escaparse para luego ser casualmente apresada de nuevo. Las notas y las escusas eran cada vez más creíbles, pero Jessica, tan hundida como estaba, se sentó en el centro de la celda completamente en silencio y cerró los ojos. Si de algo pecaba, era de la irascibilidad que la poseía a cada momento y fué ahí, cuando sintió verdaderamente como si todo cobrase sentido. Todos sabían sus pasos, que aunque pretendían ser distintos a cada vez, en todos y cada uno de ellos había algo en común, la ira. La ira nos hace débiles, predecibles, incautos, pero lo que verdaderamente debía hacer era buscar la rendija de calma de entre todo ese fuego que hacía hervir su sangre a cada momento. Y así hizo.
Tras un par de intentos, Jessica logró escapar de la celda. No buscó la salida, no buscó el alejarse del peligro sino se metió de lleno en él. Trepó paredes de pasillos estrechos, se escondió, engañó de forma maestra a pocos de los guardias que se encontró en el camino y en lugar de bajar, decidió subir. Sus pasos descalzos la llevaron hacia los aposentos de aquellos hombres que la cuidaban, acercándose a una habitación en específico: el despacho. El corazón le latía deprisa en cuanto puso la mano sobre el pomo de la puerta, sabiendo lo que supondría dar un paso adelante sin pensar, sin miedos... Justo cuando abrió la puerta, dejó aflorar toda la ira que había contenido en todo ese tiempo en el que estuvo pensando el modo de cambiar la pauta. Allí, la mano de un jóven realmente parecido a Jessica, estrechaba la mano arrugada y llena de sangre de aquel viejo sacerdote.
La puerta se cerró tras ella y tras varios intentos por detenerla y sacarle el abrecartas con el que pretendía acribillar a su hermano, la hicieron caer inerte al suelo para trasladarla nuevamente a su nueva cárcel.
No sin antes, dejarle una bonita y notoria cicatriz en el ojo.
Lástima de que no se lo sacase.
Jessica Saint-Bonnet- Inquisidor Clase Alta
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Fecha de inscripción : 20/08/2011
Edad : 39
Localización : Nantes, Francia.
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