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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Izrail Zuhair Mar Mar 21, 2017 5:09 pm

Recuerdo del primer mensaje :

Hacía ya varias semanas que la primavera le había ganado terreno al frío invierno aún sin llegar a hacerlo desaparecer del todo. Los vientos frescos de madrugada aún obligaban a embotarse en gruesas capas y abrigos, pillando a muchos incautos por sorpresa. También hacía ya varios meses que mi voto de silencio había expirado y me había podido dedicar a la instrucción de Ylahiah con mucho más tesón de lo que había podido hacer en un principio; aquel niño era como mi sombra, un botón en una camisa o una bala en una pistola, siempre atento, dispuesto y curioso como niño que era. A veces me sorprendía preguntando qué había sido de la mujer que me acompañaba en Jerusalem a lo que yo contestaba de manera diferente cada vez; a veces con un largo y profundo silencio, otras con una simple negación fruto de la frustración y otras, tan solo me limitaba a asegurarle que aquella mujer era como la Divina Gracia, que siempre estaba ahí pero sólo aparecía en momentos clave.

El pequeño había crecido más de un palmo desde que le saqué de aquel hogar de huérfanos. La alimentación decente y unos hábitos de vida más ordenados habían hecho milagros en aquel niño huesudo y casi enfermizo, convirtiéndolo en un joven apuesto y visiblemente mucho más sano.

Como casi todas las tardes había salido a buscarle de su particular lección de idiomas que la Inquisición tenía bajo su custodia. Mi reputación había bastado para acallar los rumores de lo que había sucedido en Tierra Santa pero mis temores, a pesar de que no había nadie mejor que yo en toda la Santa Institución, se fundaban en la idea de que hubiera, al menos, alguien tan determinado y meticuloso como yo para acabar hallando algún indicio de lo que allí ocurrió. Todo aquello me había permitido no solo mantener, sino aumentar mi estatus levemente al haber accedido a convertirme en mentor; tal era así, que algunas voces habían sugerido ordenarme sacerdote.

Yo me había negado en rotundo.

La profesora del pequeño siempre buscaba una excusa para mantener una conversación con quien, de por sí, era parco en palabras. Cierto era que compartimos plato y cama en su momento, años atrás, y habíamos retomado cierto contacto momentaneo cuando la muerte de mi maestro apenaba mi corazón. Pero ahí se había quedado todo a pesar de sus intentos evidentes por no dejarlo ir; ella, en cambio, lo único que recibía de vuelta era indiferencia porque algo en mi interior, algo que no quería ni siquiera reconocer, me arrancaba las tripas sólo de pensarlo.

Con el niño hablaba en árabe, nuestra lengua materna a pesar de que había mejorado su latín y francés de manera sorprendente para el poco tiempo que sus lecciones le habían sido impuestas. Era como si algo de otro mundo le ayudase a aprender.

Camino al hogar, ya con la noche caída, repetía dos nombres en mi cabeza para evitar olvidarlos. Los dos nombres que ella me había dicho antes de emprender la huida de Jersualen y que, aún a día de hoy, no me había atrevido a buscar por París a pesar de ser uno de mis deseos más profundos.

-Deteneos...- Nos alertó una voz haciendo detener nuestro paso bajo una luz de farola mientras ellos, cuatro individuos, permanecían al amparo de la penumbra a pesar de poder distinguir su acento y sus peculiares ropas. Gitanos -Mal sitio y mala hora para pasear con un chiquillo, desprotegidos e incautos- Ylahiah se puso a mi amparo al instante; normal, aún contaba 7 años escasos y lo más letal que había tenido en las manos había sido un cuchillo a la hora de la comida. Mi cabeza divagó en mis propios pensamientos y me hizo girar el cuerpo, encarando a los cinco que avanzaban hacia nosotros, cuchillo en mano. -Solo unos estúpidos llevarían un cuchillo a un tiroteo- ellos rieron al no entender el significado de mis palabras hasta que dos de ellos cayeron al suelo sin apenas haberse escuchado las dos detonaciones -Corre a casa, chico- ordené antes de escuchar sus pasos alejarse hasta esconderse en la primera esquina, con ojos curiosos, mientras los tres que quedaban arremetieron contra mí, cortando mi brazo antes de que pudiera desenfundar las dos espadas asestando certeras estocadas a dos de ellos y una tercera, peligrosa pero no letal.

El cuerpo malherido del gitano se deslizaba por el suelo, temeroso de la figura que llamaba a un poco obediente aprendiz al que le colocaba una daga en la mano, temblorosa y fría por el sudor que le resbalaba -El perdón de su alma sólo le corresponde a Dios, no le niegues lo que es suyo a menos que tengas la certeza de que en la voluntad de éste hombre no impera el mal- le susurré al oído esperando oír el gemido sordo y entrecortado de la respiración encharcándose de su propia sangre.

Ni siquiera tenía intención de huir a paso ligero, mi autoridad estaba por encima de cualquier tipo de ley que pudiera imperar en aquellas calles aunque, sin duda, habría levantado más de una curiosidad.
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Mensaje por Izrail Zuhair Lun Abr 03, 2017 4:47 pm

Mi cuerpo, herido y exhausto, se derrumbó sobre el suelo buscando el merecido descanso tras el ajetreo. Una reminiscencia leve de lo que acababa de dejar atrás me tentó a buscar el amparo y perdón sagrado, aún temeroso en cierto modo de que mis actos pudieran atraer la Ira Divina. Un segundo después, dubitativo en mí mismo, sacudí la cabeza, prohibiéndome flaquear en tal decisión. No negaba su existencia, pues ésta me había sido revelada infinitas veces, ni su bondad, pues yo era el testimonio viviente de tamaña gesta. Pero mis carnes habían sufrido el Plan Divino tantas veces que me había visto obligado a separarme del único camino que había conocido hasta aquel momento. Alcé la mirada para ver a la mujer aún desnuda, ansioso de más néctar sobrehumano, sabiendo que, de no ser por ella, nada de esto habría sucedido y, de igual modo, tampoco habría encontrado las fuerzas para comenzar a trazar mi propio camino.

Sus piernas se me antojaban como un oasis en mitad del desierto y el aroma a mujer que desprendía era más adictivo, incluso que el propio opio; hasta hacía que mis sentidos se nublasen, olvidando momentaneamente los dos agujeros que adornaban mi cuello, emanando sangre tímidamente, como si le diera vergüenza abandonar mi propio cuerpo, consciente del destino que le esperaba. Es como si además de una compañera de viajes, de un eslabón perdido y de una misteriosa pieza en el tablero que ocupábamos, se hubiera convertido en algo más, algo que, como ya me había pasado antes, me había negado a mí mismo a reconocer y a expresarlo en voz alta. ¿Miedo? ¿Moralidad? ¿Quien sabía?...

Mi cuerpo, medio sobrepuesto, recupera la verticalidad y se acerca a ella. Mi lengua le regala una caricia que sube desde su entrepierna hasta su cuello, acabando en un delicado beso que deposito sobre sus labios. -Tengo tantas preguntas...- le susurro al oído, rodando hacia un lado, dejando que mi cuerpo repose sobre la mesa con ojos que miran de soslayo a la desnudez hipnótica de quien es capaz de robar todo ápice de cordura y sensatez -...que no se ni por donde empezar- reconozco antes de que un silencio sepulcral llene la habitación, llenando el espacio que nuestro cuerpos no alcanzan.

-¿Que será del niño? ¿Qué le enseñarás?- la duda me mataba, más que el saber sobre el extraño objeto que recogió en Tierra Santa, la extraña conexión entre su existencia y la mía o... -¿Y quien es ese o eso que vi en Jerusalén y que apunto estuvo de acabar conmigo? ¿Como tengo la certeza de que el niño estará a salvo? A mí casi me parte por la mitad de un solo golpe- mi mano se desliza inconscientemente sobre mis costillas, notando los lugares en los que el hueso no había soldado bien, dejando una rugosidad apenas apreciable bajo el desordenado laberinto de cicatrices que había en mi torso, fruto de mil y una caza, batallas y guerras, pues quien antaño fuera soldado de Dios, era más que un cazador y libraba batallas en cualquier lugar que se le requiriese.

De nuevo silencio que trato de evitar pero me resulta imposible. Mi cabeza gira, apartando la mirada por vergüenza al tiempo que un suspiro corta el aire e impregna el ambiente de algo extraño que jamás en la vida de inquisidor me había permitido -Lo que no se es como acabamos así siempre... el uno atraído al otro, como abejas a la miel. No se si será de recibo o no, o de si es buen momento... pero no eres lo que piensas que eres para mí, al menos, no sólo eso... y me da miedo- jugueteo con mis dedos perfilando la cicatriz del torax, el mayor recuerdo de nuestros encuentros.
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Mensaje por Lakme Mar Abr 04, 2017 11:24 am

El frío la envuelve cuando se siente huérfana de su cuerpo al abandonarlo.
Se produce un silencio extraño, es una mezcla entre paz y calma, pero tiene un cierto tinte de inquietud.
Esta vez todo es muy distinto a hace unos años, producto de impulsividad, la necesidad y la pasión.
No ha habido peligro, ni miedos ni ruegos de muerte. Él ha sido quien la ha buscado, sus labios lo han comenzado todo, y ella por su parte finalizado junto a él, al perderse en su cuerpo. Todo fruto de una frustración desmedida que ella ha notado invertido contra sí, necesidad de sus brazos, sus muslos y sus labios… De su todo con desesperanza. ¿Necesidad? ¿O acaso producto de otro sentir?

Ella estira su cuerpo flexible y felino de un modo calmo, se despereza como si hubiese salido de algún tipo de sueño. Nota su mirada sobre su cuerpo, para ella no es motivo de pudor, teniendo en cuenta que en el contexto en el que ella nació la desnudez es algo natural, incluso las prendas que en su ocupación pasada le obligaba prácticamente a mostrar partes del cuerpo, mal consideradas en mostrar en un tiempo como aquel.
Es consciente de la impresión que, a un hombre, y algunas mujeres es capaz de provocar, gana más en belleza desnuda que con ropa.

Los labios de la inmortal se curvan ligeramente, sus ojos pardos recorren el cuerpo del inquisidor con cierto descaro, lo devora con su mirada brillante. No disimula que lo que ve le agrada demasiado.
Su lengua recorre su piel provocadora, no se lo esperaba. Hasta le mira sorprendida antes de recibir su boca contra la suya. Lo nota un tanto distinto, menos reprimido con respecto a ella.

-Tenemos tiempo. -Ella dice volteándose de lado y mirándole. -No estoy segura, por ahora le enseñaré a controlarlo, no sé cuándo poder albergar ni lo que es capaz de hacer, no todos los “brujos” tienen mismas capacidades. A lo mejor lo único que es capaz de hacer es ver, y nada más… ¿Quién sabe?

Desvía su mirada piensa en aquella pregunta, y piensa en el “ente” y su búsqueda con respecto a éste mismo. Desde que estuvo en Jerusalén otras pistas han ido complementando a toda la información recogida, el mentor de Izrail sabía de “ese objeto”; eso significa que otros saben de su existencia dentro de sus filas. Ella lo quiere, aunque de repente y en esa paz y sensación agradable de protección que él le otorga, duda de querer desearlo, de necesitarlo.

-Y esa certeza no puedo asegurártela… Solo te puedo dar el consuelo, que es mi estado de “inmortalidad” lo que hace que lo pueda sujetar de algún, cuando era humana… Todo era distinto, perdía el control por completo, era imposible luchar para atarlo… Imposible. -Aquella última palabra suena entre sus labios en un hilo de voz, sus ojos muestran un atisbo de miedo, algo horrible en su pasado debía de haber pasado, para producirle incluso un escalofrío que sus mismos hombros no disimulan. –“Duat” es una parte de otro “ente”, es un espíritu antiguo, no es humano… No puedo deshacerme de éste, es complicado. Son muchos como él que intentan entrar aquí, un modo de hacerlo es desde el momento de “la vida”. En mi caso, en el vientre de mi madre éramos dos, Duat y si “otro” intentaron entrar aquí con nuestro nacimiento, consumieron la vida de mi hermano o hermana, y cuando lo intentaron conmigo fracaso. Mi alma y la suya están adheridas, así que está atrapado junto a mí, hasta que muera… -Ella suspira, este conocimiento le llego tarde, no por ella misma, estas respuestas fueron siglos de búsqueda, de saber quién. -Un cuerpo humano es débil, tiene caducidad… Mi Hacedor necesita a “Duat”, ¿cómo atraparlo durante siglos? La inmortalidad, éste estado me permite controlarlo, encarcelarlo hasta “el momento adecuado”, decía mi Hacedor. Desconozco el porqué de retenerlo, solo sé que “Duat” hace de cáliz por llamarlo de algún modo… Es parte de otro que sé quedo en el camino junto con mi “hermano no nato”. Sólo sé que, si intentan arrancarlo de mí, moriré, mi alma y la suya son uno.

Silencio, y seguro que más preguntas que respuestas surgen en su mente. Ni ella misma está segura de nada.
Lakme medita sobre sus últimas palabras, sin querer sus mejillas se sonrosan, no sabe que pensar. Evita su mirada mientras su mano por un momento decide recorrer el pecho del inquisidor para dibujar con sus dedos aquella marca grabada a fuego. Todo en fingida distracción. Tocarle, sentirle, estar a su lado… “Algo que una vez se ha visto, no sé puede olvidar. Desapercibido.” Piensa.

Siente sus huesos huecos y ligeros como los de un ave, es una sensación muy agradable, pequeña y tímida que se aloja en el fondo de su pecho, y que a la vez siente un terror irremediable de volver a salir. Por eso entiende perfectamente aquello que teme, porque ni ella misma entiende aquella fatal atracción más allá de lo físico. O más bien sabe mejor que nadie de que se trata, y ella se lo había prometido “nunca más”, ¿pero ¿quién lucha contra aquello?

Su mano detiene los dedos del inquisidor, y los enreda entre los suyo tomándole de la mano. Se desliza a su lado, pegando su cuerpo contra el suyo.

-Mírame Izrail a los ojos. -Suelta su mano recorriendo de nuevo su pecho, su cuello y toma su rostro para obligarle a chocar sus pupilas contra las suyas. -No tienes que decir nada. -Pega su frente contra la suya, y cierra los ojos por un momento, se lo dice en una lengua que él no entenderá, más no quiere aún que lo comprenda. -Tampoco estas preparado para escucharlo aún, ni yo estoy segura de nada… -Su voz en suave y acariciante sobre la piel ajena mientras le dedica un dulce y lento beso. -Todo tiene su momento.
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