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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Kaspar Furtwängler Mar Mar 21, 2017 11:12 pm


“The Earth is littered with the ruins of empires that believed they were eternal.”
― Camille Paglia


Ratisbona, Baviera. Año 997

Otto III, tercero de la dinastía sajona y actual emperador de Sacro Imperio, carecía e la vena bélica que había hecho grande al reino, a pesar de su juventud. En cambio, ascético y religioso, prefería el peregrinar y la meditación. Kaspar, un general joven pero respetado ya para entonces, que había servido a Otto II, notaba que había algo en el nuevo emperador, aunque, discreto e indiferente como era, tampoco le correspondía a él averiguar nada. De lo que sí estuvo seguro era que, debido a las batallas contra los magiares que estaban librando, un líder así no les servía. Mientras estuviera en sus manos, pensó, él daría todo por el Imperio, y su Emperador. No en balde era el ideal de guerrero germano, un ejemplo a seguir.

Fue llamado al palecete, uno menor, en Ratisbona, tras las batallas en Linz. Consideró de urgencia hablar lo avanzadas que estaban las tropas bárbaras al interior del Imperio. Y es que él hacía todo por impedirlo, y parecía insuficiente. Horda tras horda de húngaros los atacaban. Por ahora, había deshecho el campamento que tenían demasiado cerca de Viena, un punto demasiado estratégico como para pasarse por alto.

Aún con la ropa sucia y ensangrentada, Kaspar entró al lugar, donde le dijeron que ya lo esperaban. No había descansado en absoluto. El sonido metálico de sus pasos era causado por su espada, sus botas, y la cota de malla que aún portaba. Jamás había hecho esperar al emperador, y no iba a empezar ahora, aunque el cansancio amenazara con ganarle. Antes de entrar al salón donde sería recibido, un sirviente le dedicó una mirada indescifrable, y le abrió la puerta.

Se topó con una amplia habitación vacía y apenas amoblada. Una silla como un trono de madera, una alfombra y tapices en las paredes, excepto una, que estaba llena de ventanas que daban al laberinto interior del palacio. Se quedó muy quieto, oteó el lugar y aunque no había nada particularmente extraño, sus sentidos, aún al máximo por la batalla, lo ponían alerta, casi paranoico. Y es que los oídos aún le zumbaban del chocar de las espadas y el asperjar de la sangre.

El emperador no era alguien que bromeara, así que no entendió esto. Caminó en línea recta hasta una de las ventanas y observó en tranquilo exterior. Empuñó el mango de la espada cuando supo que ya no estaba solo. Y se giró con violencia, sólo para toparse un rostro conocido, pero desagradable. El consejero real.

Creí que sería recibido por el emperador en persona —dijo sin demostrar decepción, o enojo, ni ninguna otra emoción—. Los magiares amenazan Viena, temo que alguien les haya dado entrada al imperio. Me gustaría hablarlo con su majestad imperial —sostuvo la mirada al otro hombre, aunque nada en él le diera buena espina a Kaspar, pero no iba a dejarse intimidar. Si los pueblos del norte y los bárbaros no los habían conquistado aún, era gracias a él, sin exagerar.

No lo tomes a mal, pero… en verdad me gustaría hablarlo con el emperador y sólo con él —continuó. Y es que cuando estaba con ese sujeto, no podía evitar ponerse alerta. Aún no lograba averiguar el qué, sin embargo, era demasiado evidente como para ignorarlo. Se quedó ahí de pie, con una mano en la espada y la otra en la espada. Con el pecho inflado, orgulloso, y el rostro marcado por los estragos de la guerra.


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Mensaje por Invitado Mar Abr 04, 2017 11:19 am

Ya no hacían emperadores como los de antes, y yo de eso sabía mucho, no solamente porque había pocos temas de los que yo no supiera algo, obviamente, sino porque me había asegurado de conocer a todos los significativos, y Otto III no era uno de ellos. ¡Por todos los demonios, si se trataba de un pusilánime...! Con sus antecesores, que habían decidido retomar un título que se les escapaba (pocas veces había lamentado tanto la muerte de Octavio Augusto en toda mi existencia, pero al menos él se me aproximaba mínimamente sin necesidad de ofenderme con la comparación), había tenido algún problema al establecerme; ¿con él? Ni quitarle un caramelo a un niño era tan fácil.

Por supuesto, los nobles que lo sabían se habían opuesto desde el principio a que el consejero del emperador fuera quien tomara realmente las decisiones, y como no podía ser de otro modo, todos los que se habían enfrentado a mí habían fallecido en extrañas circunstancias. Si tan sólo supieran que de extrañas tenían mucho menos que de violentas... Pero, claro, si no entendían que todas las victorias las había planeado yo al mandar al ejército a un lado o a otro, ¿cómo podían entender que alguien de sangre no real, al menos para ellos (lo dicho: estúpidos ignorantes), gobernara? Por eso lo mantuve en secreto, pero me aseguré de que la leyenda negra continuaba, y así era.

Para cuando quise darme cuenta, ya era el rey absoluto del Sacro Imperio, manejando a mi títere en forma de emperador como se me antojaba, hasta el punto de que no agarraría la comida que se llevaba a la boca si yo no estaba ahí para sujetarle la mano y guiarle. Era todo un milagro que supiera qué hacer consigo mismo, ni siquiera a su edad yo había sido tan inútil, pero a mí se me tenía que juzgar aparte, porque absolutamente nadie llegaba en ningún sentido a mi nivel, y las comparaciones resultarían odiosas para ellos. ¡Qué magnánimo me ponía a veces!

Del mismo modo, también era muy generoso con los súbditos y nobles, muchísimo más de lo que se merecían sin ninguna duda. Soportaba sus aires de grandeza con estoicismo tal que ni siquiera los propios estoicos habrían tenido nada que envidiarme, consciente de que sus destinos dependían de lo que yo quisiera hacer con ellos, nada más. Relamiéndome en mi gloria, y en la necesidad enfermiza que el emperador crío tenía conmigo, llegaba incluso a controlar sus citas, y así fue como me encontré allí con él, un líder militar que se lo quería tener tan crecido como yo y era incapaz de controlar sus modales. Kaspar, se llamaba; dolor de muelas, lo consideraba yo.

El emperador se encuentra ocupado con los preparativos de su futuro viaje a Roma para recuperar la ciudad, que como sabes, es una pieza clave para él. – respondí, con la paciencia de quien enseña una lección a un niño, pero la mirada fría, como retándolo a que me discutiera. – Él mismo ha ordenado que no se le moleste. – puntualicé, obviando la parte de que lo había hecho con mi ayuda, pero si tuviera que especificar cuántas cosas sólo eran posibles de no ser por mi participación en ellas, me haría viejo sólo contando...

Los magiares, ¿eh? El emperador desea mantener una buena relación con Esteban, hijo de Géza de Hungría. Considera que se le está deslegitimando, y dado que su padre no se encuentra ya para ayudarlo, el emperador considera su labor ayudarlo. Por tanto, dudo mucho que los magiares sean una cuestión que preocupe a su majestad. – puntualicé, acariciando el borde del trono y mirándolo de reojo, sin perderlo de vista, igual que él no me perdía de vista a mí... aunque nuestros motivos no pudieran ser más diferentes, claro, porque él no podía evitarlo, y yo lo hacía porque se me antojaba, así de sencillo. Como todo.
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Mensaje por Kaspar Furtwängler Dom Mayo 28, 2017 6:03 pm


Si la idea de que este hombre interfería, y era peculiar siempre estaba presente, la misma se acrecentaba cuando lo tenía de frente como ahora. Ciñó aún más la mano en el puño de la espada con la que hace tan sólo unas horas, había defendido al Imperio. No sabía cómo, por qué y en qué sentido, pero estaba seguro que la hoja de su arma era nada contra ese sujeto, que destilaba arrogancia. Kaspar no entendía cómo había ganado tanta injerencia en el imperio en tan poco tiempo, pero ahí estaban.

Bufó y tensó las mandíbulas, sin soltar el arma. Avanzó hasta el otro hombre, sentado con esa desfachatez irreverente en el lugar donde sólo el emperador debía postrarse. La máxima fortaleza y la mayor debilidad de Kaspar eran la misma: su honor. Y para su gusto, este sujeto carecía de uno, y no había cosa que el guerrero despreciara más.

Sí, bueno, eso deberían decírselo a la gente de Linz. Los magiares arrasaron con todo. Quemaron la cosecha y violaron a las mujeres. Si Su majestad Imperial ha hecho alguna especie de trato con el rey húngaro, éste debería informárselo a sus tropas. Y mientras eso no suceda, yo voy a seguir luchando y defendiendo al pueblo —ya que parecía el único interesado en hacerlo—. Y lo digo con todo el respeto que el emperador y tú merecen —cien por ciento de ese respeto iba al emperador, y un total de cero recaía en el hombre frente a él. Aunque eso no lo iba a decir, desde luego.

De todos modos, creo que los magiares más bien se están burlando de Su Majestad Imperial. Por eso quiero hablar con él. Entiendo que no quiera ser molestado, pero la frontera ha quedado vulnerable. No sólo quiero informarle de lo que vi y escuché, sino que necesito más hombres. Hasta donde sé, tú todavía no puedes dar tales órdenes —alzó el rostro barbado—. Necesito una orden directa de él. Lo lamento, sólo obedezco órdenes de Su Majestad Otto, serví a su padre, ahora lo sirvo a él, y sólo a él —no hizo intento alguno por ocultar lo que verdaderamente estaba tratando de decir: que la palabra del consejero le daba exactamente lo mismo.

Una vez que me escuche, entenderá lo apremiante de la situación. No se trata sólo de los magiares. Los sarracenos amenazan también —explicó y se odió un poco por tener que aclarárselo a ese hombre precisamente. Y es que si dejaba vulnerada la frontera tras las batallas, el Imperio Musulmán tendría entrada libre. No sólo eso, la primer ciudad que tomarían sería Viena y no podían darse el lujo de perder ese bastión.

Sólo lo entenderías si estuvieras en el campo de batalla —soltó y las palabras le salieron más duras de lo que pretendía, pero es que nadie parecía entender la situación desesperada que se vivía en los campamentos militares del sureste—. Escribiré al emperador, y aguardaré por una respuesta. Siento que no puedas ayudarme más con esto —y sin más, se dio media vuelta para irse. Avanzó hasta la puerta y se detuvo—. Quizá… —se volteó poco a poco—, quizá deberías acompañarme al campo de batalla. Tal vez si lo ves con tus propios ojos, entenderías —quiso creer que el hombre, dedicado a la política y no a la milicia, se negaría, sino no se hubiera atrevido a lanzar tremenda invitación. Se quedó ahí, al otro lado del salón, expectante.


Última edición por Kaspar Furtwängler el Mar Sep 12, 2017 10:39 pm, editado 3 veces


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Mensaje por Invitado Lun Mayo 29, 2017 2:39 pm

Esa mezcla curiosa que existía en el guerrero que tenía enfrente, rechazo y desprecio, no era en realidad tan extraordinaria como él debía de creer, pero teniendo en cuenta que se creía con la suficiente autoridad moral para creerse, incluso, por encima de mí, pues ni siquiera me extrañaban sus aires. Por supuesto, que no me extrañaran ni significaba en absoluto que no me disgustaran, pues ¿quién demonios era aquel mortal para creerse con derecho a hablarme a mí, lo más regio que jamás en toda su miserable vida vería, de esa manera? ¡Qué descaro, qué desfachatez...! Si yo fuera emperador, me encargaría de que lo pagara caro, y como yo actuaba en nombre del emperador, más temprano que tarde lo haría.

Con una sonrisa que irradiaba peligro, lo sabía porque había esbozado muchas de esas durante mi larga existencia y también porque él se puso todavía más a la defensiva si cabía, lo encaré mientras él hablaba, criticando cosas que no entendía y que su mente del tamaño de un guisante no podría comprender. ¿Qué dificultad tenían los mortales para comprender que lo más acertado era, siempre, arrimarse al árbol que más sombra daba? Honor, ¡qué fábrica de estupideces estaba hecha esa palabra! Con su justificación se cometían las mayores tonterías, y bajo su abrigo se encontraban desplantes como los de Kaspar, que me tocaba aguantar porque ese era el riesgo de ser el líder en la sombra... Qué paciencia tenía que darme dios (es decir: yo) para soportar todo eso.

¿Y quién eres tú para decidir lo que el emperador debe o no decir a sus tropas...? ¿Es que estás cuestionando su autoridad y, peor, sus decisiones? – pregunté, con la ceja alzada, y a sabiendas de que la respuesta era sí, pero tal vez a un hombre de “honor” como lo era él le sentara peor que le dijeran ese tipo de realidades a la cara. A lo mejor, así, su reducido intelecto sería capaz de comprender la hipocresía de sus actos desesperados, pero sospechaba que ni siquiera así sería capaz de entender, y mucho menos aceptar, que las órdenes que daba el emperador eran en realidad mías, todas abocadas a debilitarlo y que mi poder fuera más real que el suyo.

Estamos en la misma posición. – mentí, descaradamente, y fingiendo una incapacidad de actuar que ni sentía ni era real; el problema para él era que fingía tan condenadamente bien que parecía cierto que lo lamentaba, y todo. – Obedezco órdenes del emperador, exactamente igual que tú; por mucho que le digamos ambos que la situación es urgente, si no desea afrontarla, no lo hará. – me mordí el labio inferior, fingiendo pensar, y a continuación me atusé la barba, también con ademán pensativo. Por dentro estaba que me caía de la risa por el teatro, pero, por fuera, era la más pura imagen de la división, como esa misma que al Imperio le iba a caer encima de seguir así todo, así que, como siempre, era todo sumamente apropiado.

Creo que tienes razón. Debería ir contigo y ver la situación por mi cuenta, tal vez así, si somos dos, el emperador decida creernos. – claudiqué, y tuve que controlarme muchísimo para no reírme de su cara pasmada, que no se esperaba lo más mínimo que fuera a aceptar, igual que tampoco conocía mi pasado (y presente) militar y no sabía que ninguno de sus soldados podría superarme nunca. ¡Eso sólo lo hacía todo más divertido...! Y, nuevamente, me costó aguantar la sonrisa, sobre todo porque lo estaba viendo batallar contra el honor, que le impedía rechazar la invitación una vez la había aceptado yo, y llevaba él las de perder en ese enfrentamiento contra sí mismo. Menuda estupidez.
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Mensaje por Kaspar Furtwängler Mar Sep 12, 2017 10:59 pm


Desde muy joven, Kaspar supo que iba a morir en batalla. Sólo la guerra le satisfacía, sólo la milicia era suficiente para él, al grado de que había olvidado desposar a alguna mujer de su alcurnia y darles nietos a sus padres, personas influyentes en Sajonia. No obstante, en ese momento, tuvo la aciaga sensación de que no sería muerto a manos de un enemigo. Sacudió la cabeza, una cosa era que ese sujeto no le diera buena espina, y otra que lo acusara de crímenes que aún no eran cometidos. Ensanchó el pecho.

Soy su general más exitoso, ese soy. Ha confiado en mí durante años, y su padre lo hizo también —soltó, con un dejo de molestia. ¿Cómo se atrevía a cuestionarlo? ¿Quién se creía para secuestrar de ese modo al emperador? Lo que dijo no era mentira, Otto III había confiado en él, y sólo había dejado de hacerlo, cuando apareció este hombre en escena.

Y no es que el emperador mismo se lo hubiera dicho en persona, que ya no lo quería al frente de sus tropas, era sólo que rara vez ahora podía tener audiencia con él. Casi todo era tratado con este hombre, y su ámbito no era el único. Otros de los líderes se quejaban de lo mismo. Pero el emperador estaba más empeñado en hacer peregrinación a Tierra Santa que en ocuparse de todo lo que se estaba saliendo de control. Se preguntó por las motivaciones del consejero, la ambición era la más común, sin embargo le pareció muy obvia y muy sencilla.

Abrió ligeramente más los ojos cuando escuchó que aceptaba esa invitación que tan seguro estuvo, declinaría. No quiso denotar más, pero seguro habría notado su sorpresa y desagrado. Estaba acorralado, y no le gustó. Lo peor del asunto fue que él sólo se tendió la trampa. Tensó las mandíbulas, y se volvió completamente, para encararlo. Caminó sobre sus pasos y se detuvo a una distancia prudencial. Asintió.

Está bien. —Todavía le quedaba el recurso de los horrores de la guerra. Que este hombre, al verlos, comprendiera la magnitud, pero algo le dijo que no era de los que se espantaran con un poco de sangre—. Partamos al alba, entre antes lleguemos será mejor —propuso. Algo de viajar con é precisamente con él, no le gustó nada. Pero debía empujar los límites si quería conseguir su cometido: más tropas. ¿Para qué? Para salvar al maldito Imperio, pues parecía el único preocupado por ello.

Tal parece que el emperador sólo escucha a una persona últimamente. Pero si esa persona le explica lo sucedido, yo me encargo del resto. —Kaspar no era de los que confiaran con facilidad, y definitivamente tenía sus reservas para con este plan que simplemente se le salió de las manos. Pero también era estratega, y podía pensar rápido y bajo mucha presión. Alguna solución encontraría. El camino a Linz no era muy largo, pero sería suficiente.

Si es que el consejero no decidía antes que ya era mucho el fastidio que le estaba provocando, y lo mataba en medio del camino, donde nadie pudiera escuchar su cuerpo caer. Siempre creyó que iba a morir en el campo de batalla, era la muerte más adecuada para él, y nunca temió. Pero en esa ocasión, sí que lo hizo, no por la muerte misma, sino por hacerlo de manera anónima, a manos de un traidor.


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Mensaje por Invitado Lun Sep 18, 2017 1:25 pm

Qué satisfactorio resultaba ver la derrota ajena provocada por uno mismo... Fuera en el campo de batalla, como al que él me había invitado al ignorar mi identidad, o en la diplomacia en la que tampoco brillaba, en comparación conmigo (¿acaso alguien lo hacía? Ponía la competición demasiado difícil, ¡lo sabía!, pero no lo podía evitar), lo había derrotado, y pocas cosas había más dulces que esa. De hecho, la única que se me ocurría, en frío, era que él muriera de una maldita vez por todas y yo lo viera... o, mejor, que fuera responsable de ello, eso sí que sería satisfactorio. ¡Si hasta casi me sentí estremecerme al pensarlo...!

No lo hice, por supuesto, porque era mucho más capaz de controlar mis pensamientos, deseos y expresiones que él, para su desgracia, pues permanecería ajeno a una decisión que ya había tomado y que, por tanto, se convertiría en ley, hasta en alguna del Imperio si me empeñaba, ¿por qué no? A fin de cuentas, él podía ser el general más valioso del inepto del emperador, pero quien decidía lo que se cocía en el territorio germánico era yo, nadie más que yo, a través de una marioneta que controlaba a mi antojo, como debía ser desde un inicio. Así pues, que se quejara lo que quiera, porque el resultado final sería siempre el mismo: mi victoria.

Por supuesto, le explicaré cada detalle de lo que ha acontecido aquí. ¿Qué clase de consejero sería si no lo hiciera? El emperador tiene un criterio exquisito para aquellos de los que se rodea, y dudar de mí es dudar de sus decisiones, así que espero, general, que no cometas ese error. De lo contrario, podría considerarse incluso traición. – opiné, encogiéndome de hombros y con fingida inocencia en el rostro, una que escondía una mirada dura (la mía) y varios planes que ya estaba pensando para cuando nos fuéramos, al amanecer, en una propuesta que negué sin dudarlo.

Al alba no. Al alba es cuando comienza la batalla, es una idea penosa se mire por donde se mire. Si hay que evaluar las tropas y la situación para que mi explicación sea convincente, es mejor hacerlo cuando hayan dejado de luchar y descansen. Partimos, por tanto, mañana al anochecer. – ordené, y la autoridad de mi tono bastaba para disipar cualquier duda de que así sería, pues no podía hacer nada por evitarlo. Eso, claro, le había descolocado los planes, pero no pensaba enfrentarme al sol para darle el placer precisamente a él, aparte de la ventaja que suponía hacer mi voluntad y no la suya.

¡Qué divertido iba a ser...! Siempre era mucho más satisfactorio cuando las víctimas ignoraban que iban a ser ejecutadas: el horror del momento de su muerte se convertía en más sincero, más agónico e, incluso, más sabroso, si se trataba de probar su sangre, pero no pensaba darme un festín con la suya. ¡Por favor, no, merecía algo mejor! Yo, por supuesto, no él; él se había ganado mi rechazo y lo iba a matar, sí, pero me ocuparía de ello en persona: pasados los siglos, podía regodearse en el honor que eso supondría cuando, como fantasma, fuera incapaz de aceptar su muerte, pero por lo pronto yo me encargaría.

Así pues, lo despaché y me ocupé de asuntos que él jamás entendería durante lo que restaba de noche; descansé y me alimenté durante el día y antes del anochecer, y para cuando llegó ese momento me presenté ante él, en el lugar acordado, vestido con una armadura ligera, demasiado para entrar en batalla. Si él supiera... pero no lo haría, pues así lo deseaba; ignoraba, también, que había pagado a mercenarios para que lo protegieran durante el camino al campo de batalla, al que nos dirigimos sin perder el tiempo y en un silencio casi total, roto sólo por los caballos, las armaduras y el ruido de la batalla a la que nos acercábamos lenta pero inexorablemente, sobre todo para él.
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Mensaje por Kaspar Furtwängler Lun Ene 01, 2018 10:19 pm


Kaspar jamás había sido derrotado, de ahí su valía, no mientras sostuviera una espada y un casco coronado con un águila le cubriera el rostro, pero ahí, en ese encuentro, no fue derrotado, fue apabullado una y otra vez y pudo verlo, tampoco era ciego, ni tonto, y aunque mantuvo la dignidad hasta el último momento, la verdad era esa, por más que quisiera enfrentar la realidad con la frente en alto.

Y supongo que un consejero como usted sabe mucho de batalla —dijo, con voz plana y el mentón barbado alzado. Una imprudencia, estando él en tan obvia desventaja, pero no podía quedarse callado nada más. Respiró profundo y tragó saliva—. Está bien, la hora es lo de menos, si quiere ver el campo después de la batalla, con todos los cuerpos regados, me parece aún mejor —dijo y se marchó tras acordar lugar y hora para partir al día siguiente.

***

Había algo genuinamente mal en todo eso, lo sentía. Sentía que la cota de malla le apretaba un poco más de la cuenta, que no podía mover las piernas libremente dentro de las grebas, que los codales estaban chuecos, mil y un cosas en la armadura que vestía todos los días y que jamás le había causado problemas, pero es que no era eso, lo sabía también.

Llegó a caballo, acompañado por hombres que se quedarían en ese lugar. Kaspar prefería ir solo, ¿el consejero llevaría una comitiva para demostrarle al mundo su poderío en el Imperio? No le importaba, quería acabar con esto pronto. Su jamelgo relinchó cuando se detuvo en aquel claro del bosque, a las afueras del palacio de Ratisbona.

¿No es un atuendo muy ligero el que ha elegido? —cuestionó a modo de saludo—, le recuerdo que vamos al campo de guerra, y ahí su influencia para con el emperador no le va a servir de nada, es más, si el enemigo se llega a enterar de quién es usted, no dudarán en dirigir los arcos de guarda nocturna directo a su pecho —habló, sin saber, siendo premonitorio. Su caballo pareció no querer quedarse quieto y dio varias coces, levantando parte del suelo húmedo. El aliento del animal era visible, estaba agitado, nervioso como su dueño y Kaspar no supo si era porque le contagiaba la desazón, o porque tampoco confiaba en el hombre que iba a acompañarlos.

En fin, ¿quién nos acompañará? ¿Iremos solo nosotros? Es la mejor manera de viajar, discretos —dijo, seguro pero desapasionado, aún con todas las dudas del asunto revoloteando en su cabeza, en esa ocasión, a pesar de la investidura, sin casco coronado con un águila, mismo que descansaba en la capizana del corcel.

Apresuremonos, para llegar en buen momento, cuando todos sigan durmiendo, agotados tras la batalla, y los muertos ya hayan sido recogidos. —Sabía que a pesar de lo relativamente tranquilizador que era ese panorama, era el más terrible de todos, cuando el frío bajaba de las montañas y cubría el campo de batalla con una fina niebla, cuando había más silencio y los quejidos de los heridos en los campamentos se iban apagando junto a sus últimos alientos. A él, Kaspar, acostumbrado a eso, no le molestaba, sólo estaba consciente eso, y aunque había aprendido a odiar a su compañero inesperado, no lo tomaba por un asustadizo, así que no había nada que temer.

Sin esperar respuesta, hizo girar a su caballo y a trote lento, avanzó rumbo a Linz.


Última edición por Kaspar Furtwängler el Miér Feb 07, 2018 9:25 pm, editado 1 vez


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Mensaje por Invitado Dom Ene 14, 2018 10:14 am

Apenas podía contener la excitación que me embargaba, pero lo hacía porque lo contrario había sido un fallo, y yo no cometía ni uno solo de esos. Aun así, demonios, tenía muchas ganas de que todo sucediera, ¡y no era para menos! Iba a borrarle el orgullo de la cara a un desgraciado que se creía mejor que yo, iba a matar a estúpidos mortales que se atrevían a molestarme como si fueran insectos y, además, iba a mantener el control del Sacro Imperio: ¿qué más podía pedírsele a un día como aquel en el que nos dirigíamos a la batalla...?

Poco me importaban sus reticencias o las de su caballo, bestia intuitiva a la que quizá mi magnanimidad salvaría, no lo había decidido todavía. Ser como un dios, con esa capacidad para decidir entre la vida y la muerte de tus súbditos, puede llegar a ser agotador, y desde luego te permite tomarte todo el tiempo del mundo para ese tipo de nimiedades. A fin de cuentas, un vampiro todo lo que tenía era tiempo, absolutamente todo el del mundo, y en lo que decidiera gastarlo o invertirlo era elección suya, tal vez la más difícil a la que había que enfrentarse nunca.

Ah, pero mi mente estaba yendo por otros derroteros, por supuesto como consecuencia de la estupidez que estaba saliendo de la boca de mi desafortunado acompañante: ¿se creía que estaba ciego o qué! Por favor, ¿para qué tenía ojos en el rostro, aparte de para contribuir a mi habitual imagen de perfección? Si eso no le había hecho salir corriendo en dirección contraria, segurísimo de que estaba tramando algo malo para él, seguramente sería estúpido para hacerlo después, en plena batalla, cuando yo tendría la mejor oportunidad posible para atacar.

Me encantaba cuando los planes salían perfectamente, como siempre; no me cansaba del sentimiento ni cuando éste se repetía tan a menudo que se había convertido en una rutina, ¡qué curioso! Sin embargo, la certeza de ver las piezas encajar era una sensación demasiado adictiva, a la que recurría sin control y sin parar, alentado por circunstancias como que no fuéramos atacados de camino al fragor de la batalla. Por supuesto, mi sutil gesto a los mercenarios que había apostado a ambos lados del camino tuvo algo que ver, pero eso él no llegó a saberlo y se vio obligado a seguirme a un paso más ligero del que creía.

Su idea era llegar al anochecer, pero para cuando lo hicimos era ya de madrugada, a pocas horas de la salida del sol, cuando la batalla se había recrudecido particularmente. Él tampoco había contado con ello porque no tenía modo de saber que también me había asegurado a agentes propios que metieran cizaña entre los soldados, de modo que ni al desaparecer el sol se detuviera la reyerta; en todo caso, de hecho, se había encrudecido, y así nos recibió la batalla en su punto álgido, con los gritos y ruidos de nuestro alrededor a un volumen casi ensordecedor.

¡Vamos, muévete, no te detengas! ¡Hemos llegado en un momento horrible y tenemos que ayudarlos! – exclamé, cumpliendo a la perfección con el papel de consejero preocupado y bajando del caballo con celeridad segundos antes de agarrar la espada para blandirla como un experto espadachín. Así, me abrí pasó entre los títeres que caían como guiñapos a mi paso y el de mi espada, no la de Platea pero sí una igualmente útil, pese a su vulgaridad. Por supuesto, Kaspar no pudo seguirme, no era rival para mi velocidad sobrehumana, y hubo un momento en el que él me perdió de vista pero yo seguía vigilándolo, ballesta en mano. Ese sería mi momento, casi podía saborearlo ya, pero antes le dejaría batallar. Así dolería más...
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Mensaje por Kaspar Furtwängler Miér Feb 07, 2018 9:55 pm


Al irse acercando al campo de batalla, la sinfonía de las espadas chocando, los gritos, los caballos relinchando y el estruendo usual de un enfrentamiento se fue haciendo más fuerte. ¿Qué demonios sucedía? Él, como líder de las tropas, había dejado órdenes muy claras, mismas que habían sido desobedecidas. Soslayó a su acompañante, que todo el camino insistió en ir a paso de tortuga y lo maldijo por lo bajo; tal vez de haber sido más rápido, habría podido detener ese sindiós.

Cuando reaccionó, el consejo, tan escurridizo como una serpiente, ya se había bajado del caballo y corrido hacia la batalla. Lo miró primero con absoluta sorpresa, no había visto tanta presteza para la lid en un civil, aunque éste fuera el consejero. Encontró extraño aquello, pero a lo mejor sólo trataba de mostrarle que era más que un diplomático (aunque de eso tuviera muy poco). Sacudió la cabeza, tomó el casco coronado con un águila y blandió su espada. Espoleó al caballo y se adentró de lleno en la reyerta. Sus hombres de inmediato lo reconocieron y Kaspar comenzó a lanzar órdenes, aunque todo era un caos. Más del usual, pudo verlo.

Decapitó magiares, atravesó escudos de madera, desarmó a varios enemigos. La sensación que la armadura le había estado dando, de estorbarle más de lo que le ayudaba, no desapareció y de a poco, en medio de la lid, comenzó a deshacerse de parte de ella, para poder moverse mejor. La cota de malla fue la última pieza que dejó caer en el suelo; y su último error, el de dejar su pecho descubierto.

En algún punto, alguien lo tiró del caballo, el animal se asustó, a pesar de estar acostumbrado y se alejó, aunque lo vio dar tumbos por ahí, entre las tropas que batallaban. Fue así que volvió a encontrar con la mirada a aquel sujeto. ¡Estaba vivo! Creyó que sería el primero en morir y eso le había dado cierta tranquilidad, pero no… ahí seguía, vivo. Bufó y la distracción, que no era cosa usual en él, sirvió para que un enemigo le diera con un mazo; logró esquivar apenas, pero eso provocó que el casco saliera volando no demasiado lejos. Con habilidad, Kaspar mató al insolente y cuando buscó al otro, ya había desaparecido de nuevo.

Luego de largos minutos, una hora quizá, la gresca fue menguando. Kaspar estaba agotado, y aún así, cuando algún magiar se atrevía a ponerse de pie, lo remataba con un solo espadazo.

Apoyándose en su espalda como si se tratara de un bastón, comenzó a buscar entre los cadáveres, a ver si veía al consejero real, pues no lo encontraba por ningún lado. Algunos hombres se le acercaban, pero Kaspar les decía que se retiraran, que prepararan el pretexto que iban a decirle al haber desobedecido sus órdenes, y que hicieran conteo de las bajas. De ese modo, llegó un momento, en ese punto antes del alba, que Kaspar fue el único en el campo de batalla, el único vivo, al menos.

No encontró lo que buscaba y pensó que tal vez algo de sensatez habría entrado en el hombre aquel y habría regresado al campamento, o huido a Ratisbona. Se limpió el sudor y la sangre de la frente, se giró, para él mismo regresar con sus hombres, y vio el inequívoco borrón que era una flecha surcando el aire. Vio su propia muerte directo a los ojos.

No alcanzó a decir nada, sólo dio un suspiro exiguo, demasiado cansado como para hacer algo más, y demasiado embotado como para oponerse a lo inevitable.

Cayó ahí, entre sus hombres y los hombres enemigos, mirando al cielo, con los ojos claros abiertos y la espada aún en su mano.


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Mensaje por Invitado Dom Feb 11, 2018 3:50 pm

Mi objetivo inicial era enfrentarme a la batalla con la maestría de los siglos, la que solamente alguien nacido en la leyenda como yo podía demostrar, y utilizarla como telón de fondo y cortina de humo para mi objetivo real: eliminar a Kaspar de una maldita vez por todas. Sin embargo, como me ocurría siempre, la sangre y el fragor del combate me llamaron al unísono, y me vi arrastrado, por supuesto bajo mi maldita voluntad, a ese frenesí de violencia y destrucción que estaba teniendo lugar a mi alrededor, y del que participé como si fuera uno más... Como si alguien, alguna vez, pudiera creer que yo era un mero soldado de infantería más.

Me daban igual los bandos, salvo el mío propio, pero elegí mantener las apariencias y matar solamente a los enemigos de ese emperador al que fingía servir, y con ellos me di un atracón importante, que a algunos de los soldados más próximos a mí les estaba volviendo el estómago del revés. Con mis armas, la ballesta en una mano y una espada corta en la otra, desgarré, rebané, arranqué, rajé y atravesé carne y músculos, empapándome del jugo carmesí del que siempre me alimentaba con la primera víctima, y contribuyendo a ese baño de intenso bermellón con cada pobre desgraciado que se cruzaba en mi camino.

Ah, qué vivo me sentí pese a, técnicamente, estar muerto, detalles sin importancia en mi existencia y en la batalla que se estaba desenvolviendo a mi alrededor. ¿Qué podía decir? Había sido criado durante toda mi vida humana para ser un guerrero, había brillado como general cuando se había requerido que así fuera, igual que brillaba también en mi vida fuera de la batalla, e incluso habiendo sido transformado no dejaba de lanzarme de lleno al conflicto, que era uno de los muchísimos talentos que poseía. Así pues, fuera de la vista de Kaspar (una vez más, sabía que no era capaz de verme, simplemente carecía de esa facultad que a mí me sobraba), contribuí a que él y los suyos tuvieran la ventaja en la batalla... ¡De nada!

No me olvidé, sin embargo, de mi objetivo real: ese habría sido un error abismal para alguien como yo, un adalid de la perfección que jamás cometía un solo fallo a menos que lo deseara. En lugar de ello, opté por dejar que la batalla siguiera su curso y por esperar al momento apropiado para lanzarme, valiéndome del cansancio que él, como mortal, sentía, a diferencia de mí, y sólo cuando el encuentro se dio por concluido por ambas partes supe que era mi momento de intervenir, al hallarse él solo y buscándome entre los muertos. Maldito fuera él con su arrogancia y su ceguera...

Se lo hice pagar enseguida, sí. Oculto entre cadáveres de ambos bandos, que yacían a mi alrededor en la superficie rocosa de la que me estaba valiendo para salir de su vista, tiré al suelo la espada que se había convertido en una extensión de mi propio brazo y me valí de la ballesta para apuntar, con calma. Aunque fuera estúpido y mortal, no era tan mediocre como el resto de individuos a los que había segado la vida, y solamente tendría una oportunidad para atacarlo sin que él se lo viera venir. Por desgracia para él, si había alguien ducho para esa labor, ese era yo, y por eso apenas necesité tiempo para apuntar antes de lanzar la flecha que, atravesando el aire, le segaría la vida.

Con una amplísima sonrisa, salí a la luz y dejé que me viera de lejos, fundido en las brumas del campo de batalla demasiado silencioso y sin que le fuera posible dilucidar si era real o si se trataba de una aparición lo que él había vislumbrado. De todas maneras, ¿qué más daba? A mí no me importaba lo más mínimo: mi función allí había concluido, él iba a morir en breve y a mí la batalla ni me iba ni me venía porque me interesaba el poder real, ese que le había arrebatado al emperador para desgracia de su fiel súbdito. Así pues, poco me costó después de eso marcharme de allí, del campo de batalla primero y de la luz del sol, cuando ésta vino, después. No iba a ponerme en riesgo por él... ¡Sólo faltaba!

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