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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Mathilde Hewson Sáb Mar 25, 2017 11:46 pm

"The tragedy of this world is that no one is happy, whether stuck in a time of pain or of joy."
Alan Lightman

Les habían anunciado la llegada de un visitante poco tiempo atrás. El patrón amobló completamente una de las habitaciones más grandes, hizo comprar sábanas y cortinas nuevas, y hasta reacondicionó el cuarto de baño para que fuera lo más cómodo posible. Los trabajadores de la mansión tuvieron que pintarlo, las mucamas airearlo todos los días, y Mathilde fue una de las designadas para redecorarlo. Su tía querida, creía que ella tenía buen ojo para la estética, así que le designó la tarea. Le dijeron que era un muchacho joven, un artista y que no querían colores estridentes. Optó por una decoración sobria en la gama de los bordó, amarillos y azules. Se abocó, casi completamente a dejar la alcoba del huésped, como si se tratase de los aposentos de un príncipe. Todos los días, a pesar de que ya no le correspondía, iba a la habitación y lustraba algún mueble nuevo o quitaba una mancha imaginaria de la alfombra.

El día de la llegada, se despertó muy temprano, atrapada por la curiosidad. Su señor era bastante apático, por lo que la dedicación para con aquel joven, llamaba poderosamente la atención de Mathilde. Le había preguntado a Anne si lo conocía, si sabía quién era, pero la mujer la hacía callar con la mirada. La naturaleza incisiva de la joven, solía sacar de las casillas a su tía, que era incapaz de abandonar su posición de ama de llaves y saciar, aunque sea mínimamente, la imaginación de su sobrina. La mujer, solía pedirle que se pareciera más al pequeño Liam, que era un verdadero pan de Dios, que se quedaba quieto y obedecía sin chistar. Mathilde, como toda respuesta, mostraba su amplia sonrisa de dientes blancos.

La casa se activó rápidamente, para tener todo listo para el arribo del extraño. Una vez dejada la residencia en condiciones, debían instalarse en la puerta para darle la bienvenida. Mathilde se ofreció para tender la cama y darle el último toque a la habitación, y como recibió la aprobación tanto de su tía como del mayordomo, se colocó uno de los mejores uniformes, buscó un precioso jarroncito, le puso agua, cortó unas lavandas del jardín, y lo dejó en el escritorio reluciente que el patrón había comprado. Luego, se lavó las manos y depositó el acolchado nuevo, sin una arruga. Canturreaba, alegre, como siempre, por lo que no se percató de que la puerta a sus espaldas se abría. La joven conformaba un extraño espectáculo tarareando y meciéndose suavemente, mientras le quitaba una inexistente mancha al cobertor. Dio un respingo cuando la puerta se cerró, casi de forma intempestiva. Su primer pensamiento fue para el viento, hasta que alzó el rostro y vio la hora. Se le congeló el corazón. Giró lentamente y se encontró con un muchacho, no demasiado más grande que ella, pero sí mucho más alto, con el porte de un gran señor. Se sonrojó e, inmediatamente, agachó la cabeza, pegando el mentón a su pecho.

Buenos días, Monsieur. Mi nombre es Mathilde, estaba terminando de acondicionar sus aposentos —estaba nerviosa, la voz le temblaba. El joven era demasiado hermoso para ser humano. —Disculpe por haberme encontrado aquí, no debería haber sido de ésta forma —se movió hacia un costado, aún sin mirarlo, y con los brazos pegados a los costados del cuerpo. —¿Necesita, su merced, algún servicio de mi parte?
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Mensaje por Travis Halford Lun Mayo 08, 2017 10:39 pm


Se trataba de un amigo de Nicholas, sin embargo, Travis sabía que no iba a encontrar sitio mejor. Según su protector, aquel hombre solitario tenía más espacio y servidumbre de la que ocupaba, y lo dejaría en paz, estaría siempre en sus asuntos, y no se quejaría del ruido. Travis lo recordaba vagamente de algún recital privado que pudo haber dado para los más cercanos de Guthrie. Siempre se preguntó si los hombres es posición, con su poder, carisma y dinero, hacían lo mismo que Nicholas le hacía a él por las noches. Era un pensamiento aberrante, que sin embargo no asustaba a Travis. Peores cosas había visto, y vivido.

Acompañado de tan sólo un par de mozos desde Inglaterra, mismos que regresarían en cuanto Travis se acondicionara, arribó a Francia vía marítima, para luego tomar una ligera diligencia de dos caballos, lista y preparada para él y su comodidad. El trayecto fue corto, y sin mayores incidentes. Durante todo ese tiempo, el joven genio pronunció apenas las palabras necesarias. La idea de dejar solo a Bobby a merced de Nicholas le conflictuaba en demasía. Y no sabía si quería proteger al arpista o se sentía celoso por las atenciones que recibía por parte del mentor de ambos. Esa idea rápidamente lo puso de malas, y en ese estado llegó a la casa del amigo de Guthrie.

Con desdén y aburrimiento recibió toda la pompa usual. Se había acostumbrado rápido a los lujos, y con esa misma facilidad ahora los encontraba banales. Exigió, como sólo él sabía, que lo llevaran a su habitación de inmediato, y así fue. Un valet de su anfitrión lo acompañó, pero antes de llegar a la puerta señalada, Travis le pidió que lo dejara solo, y caminó los últimos metros así, hasta abrir la puerta. Dentro no encontró la tranquilidad deseada, al contrario, una intrusa se encontraba cantando. Se paró en seco, indignado y arqueó una ceja. Una vez que ella habló, no respondió de inmediato, en cambio estudió la habitación. Debía admitir que estaba perfectamente decorada, como si ya lo conocieran de antemano. Caminó como si la chica no estuviera ahí si quiera. Avanzó y con la yema de los dedos comprobó la calidad de la madera de algunos muebles. Al final, se paró frente a un escritorio, donde unas lavandas descansaban en agua. Aspiró su perfume, era tranquilizador. Sin embargo, Travis no era de los que felicitaran por un trabajo bien hecho, y no podía dejar que la intrusa se fe invicta.

Lo odio —soltó y se giró con violencia—, odio las lavandas —mintió con tanta convicción que no había lugar a dudas. Sus palabras destilando arrogancia y amargura, demasiada para alguien de su edad—. Y odio estos muebles, quiero que los cambien. Odio esos edredones también… ¡nada está bien! —La miró con los ojos incendiados. Así de fácil era que se enojara, con la velocidad de un fósforo al encenderse—. ¡Los franceses tienen pésimo gusto! —Resultaba irónico, debido a que él no siempre había gozado de los privilegios que tenía ahora.

¡¿Me estás escuchando?! ¡Mírame cuando te hablo! —Subió la voz hasta casi gritar. Tomó el jarrón de las lavandas y lo azotó contra un muro, que se notaba, estaba recién pintado. Todo fue un desastre, un estruendo, cristales rotos por todos lados. A Travis le daba exactamente lo mismo darse a conocer con tan solo unos segundos en esa casa. Era mejor así, creyó, que supieran el demonio que tenían encerrado en esa casa. Que se atuvieran a las consecuencias.
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Mensaje por Mathilde Hewson Dom Mayo 28, 2017 12:26 am

La suave sonrisa que caracterizaba a Mathilde, fue desdibujándose conforme pasaban los segundos que compartía el espacio con el visitante. Lejos de ser lo que en su mente había imaginado, se encontró con un muchacho amargado y violento, que la miraba como si se tratase de una cucaracha, de esas que ella odiaba y pedía por favor que pisasen, porque le daba asco sentir cómo el bicho explotaba bajo sus pies. Estaba segura de que, si se lo proponía, el nuevo habitante de la mansión, podía hacerla estallar de un pisotón. Sin embargo, le habían enseñado a mantenerse erguida y digna, a pesar de cualquier trato humillante que pudiera recibir. Las enseñanzas de su tía, al fin de cuentas, parecían haber hecho mella en Mathilde, pues soportó con estoicismo todos y cada uno de los insultos que recibió.

Sintió directamente herido su corazón, como si cientos de dagas se clavasen en su pecho. Todo el esfuerzo y dedicación del último tiempo, había sido en vano. Se mordió el labio inferior para contener el llanto. No daría un espectáculo deplorable, pero tenía un deseo muy fuerte de llorar. No recordaba cuándo había sido la última vez que una tristeza semejante la había abrazos con crueldad. O sí, pero prefería esconder esos recuerdos dolorosos, porque no le hacían bien. Mathilde era así, capaz de reprimir todo lo negativo y aprovechar los buenos momentos, que se convertían en luz cuando creía que la invadía la oscuridad. Buceó, desesperadamente, en su memoria, en busca de un lugar feliz al que acudir, para no salir corriendo de la habitación con lágrimas en los ojos. Inmediatamente, viajó hacia Liam y su carcajada cuando ella le daba besos en la barriga y lo hacía reír. Ah…el dolor comenzó a mermar, y a pesar del respingo que dio cuando el jarrón se estrelló contra la pared, decidió que aquello no le iba a afectar.

Le hizo caso y lo miró. Lo tenía prohibido pero, igualmente, lo hizo. Sus ojos verdes, de pestañas oscuras, espesas y arqueadas como la cola de un pavo real, sólo mostraron compasión. Mathilde veía la tristeza detrás de la ira, y sólo quería abrazarlo, decirle que, a pesar de todo, algo bueno podía sacar. Pero, por supuesto, se mantuvo en su lugar. No por mucho tiempo, porque la muchacha era así, una caja de pandora, capaz de sorprender con su reacción incluso a su tía, que era quien más la conocía.

Si me disculpa y le parece bien, iré a buscar algo para limpiar —sacó pecho y alzó levemente el mentón, como hacía Anne cuando su señor estaba alterado. Los años junto a ella, le habían hecho adoptar algunas posturas e, incluso, la forma de expresarse. Claro que, a comparación de la mujer, Mathilde era un animalito salvaje, pero se las ingeniaba para disimular su falta de pericia. Hacía uso de la gran creatividad que tenía, era su manera de sobrevivir, y veía la vida como esas esculturas que hacía a escondidas. En sus manos tenía el poder de moldearlo todo, no importaba cuán adversas fueras las circunstancias, cuán difícil de manipular fuera el material.

Y, si me permite hacerle una corrección antes de retirarme —<<quédate callada, quédate callada>>— nada dentro de éste lugar fue elegido por un francés. De hecho, fue decorado por alguien oriundo de Irlanda, por lo que, seguramente, quienes tienen mal gusto son los irlandeses — ¿alguna insolencia más, Mathilde Hewson? En ese momento, la puerta se abrió y tía Anne apareció con el rostro pálido.

¿Qué ha ocurrido? ¿Qué fue ese estruendo? ¿Están todos bien? —en ese momento, cayó en la cuenta de que su sobrina estaba donde no debía. —Mathilde, ¿qué haces en la habitación del señor? —tenía la mirada desencajada. Temía que la joven fuera echada.

Un terrible contra tiempo, t… —se detuvo, ya que no podía llamarla “tía” en horario de trabajo— mademoiselle. Una terrible confusión —de alguna manera, el cuadro le pareció gracioso y, de contener el llanto, pasó a contener la risa.
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Mensaje por Travis Halford Sáb Jun 17, 2017 11:23 pm


La manera que tenía Travis de canalizar el dolor era a través de la furia, del desdén, de la arrogancia. Estaba demasiado herido, y supuraba pura rabia, no conocía otra manera de hacerlo. Alguna vez fue un niño ingenuo, puro, y se encargaron de destruir todo eso. Ese don que tiene le costó caro, pues fue a causa de él que se fue topando con la gente que lo quebró a lo largo de su corta vida. ¿Ese era el precio? Pues que así fuera, porque nada, nada, bajo ninguna circunstancia, lo haría renunciar a eso que él, y nadie más tenía. Esa habilidad para crear música, para trascender. Era su único refugio ahora.

Miró a los ojos a la chica y ensanchó las fosas nasales, estuvo a punto de decirle, o gritarle mejor dicho, que no fuera ridícula y no llorara. Se dijo que si lloraba ahora, no iba a aguantar después, porque él no se iba a mover de ahí hasta completar su obra y lo más probable es que la corrieran a ella, si es que él así lo pedía. No que se tentara el corazón ante eso, sino que le parecía aburrido si no podía sobajarla más. Quizá hacía eso con las personas como revancha a las vejaciones de las que él había sido víctima. Quizá simplemente se trataba de un joven cruel.

¿Qué dijiste? —En cambio, musitó aquello entre dientes, como si estuviera conteniendo más enojo, más gritos, más violencia, ¿cómo se atrevía a cuestionarlo? La miró a los ojos. Al menos le había hecho caso con eso. Se topó con una mirada diferente, no era la que acostumbraba a ver en la servidumbre cuando, al igual que a esta chica, les pedía que lo miraran, porque sabía que lo tenían prohibido. ¿Qué había aquí? Más allá de las lágrimas… encontró dignidad, y un dolor propio, porque él conocía muy bien de esas cosas. Toparse con esto, que no esperaba, lo hizo dar un paso hacia atrás.

Entonces fueron interrumpidos y Travis miró a la mujer que entró. Mayor, pero que le recordaba a la más joven. Sonrió ante la respuesta. Había llamado de muchas maneras a sus desplantes, pero «confusión» era nueva.

Una confusión —reafirmó—. No me gustan las lavandas, ¿podría traerme otras flores? Calas blancas, por favor —y aunque pidió «por favor» la orden era clara. Así como era claro que se dirigió a la más grande, no a la joven.

Por hoy dormiré con estos edredones tan vulgares, pero quiero que los cambien. Quiero algodón egipcio —se movió por la habitación y les dio la espalda. Supuso que tendría que aguantarse con los muebles que no eran de su gusto, por el puro capricho de decir que no eran de su gusto. No se dirigió a ninguna de las dos en específico.

Quiero las flores para ya —se giró y apremió a la mujer. De nuevo, fue una manera brusca de pedirlo, pero dotó de sus palabras de una entonación que hacía sonar como si le estuviera hablando a un bufón en una corte; alguien con problemas cognitivos. Era evidente que quería que la mujer fuera a por ello, y que la chica se quedara.

En cuanto a ti —se giró hacia la joven—, quisiera que limpiaras el desastre de las lavandas —con la mano señaló vagamente el lugar donde el florero ahora yacía hecho pedazos. Hizo sonar como si aquello fuera culpa de la muchacha y no de él y su altanería. Jamás era su culpa y quería que la chica aprendiera esa lección. ¿Quién era él para andar escarmentando así a las personas? El señor de la casa desde ese día, ni más, ni menos.
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Mensaje por Mathilde Hewson Dom Oct 22, 2017 11:30 pm

<<Eres un chico triste… >> pensó, mientras lo observaba con detenimiento. Él le parecía la criatura más interesante que había visto a lo largo de su corta vida. No le prestó atención a sus palabras, que eran expulsadas con desdén, con odio. Mathilde las sintió, y detrás de ellas, vio un gran dolor. No sabía a qué se debía, pero tenía un deseo profundo de abrazarlo y acunarlo en su regazo, como a su hermano menor. Quería protegerlo y decirle que, no importara lo roto que estuviera su corazón, ella podría juntar los trozos y ayudarlo a que se unan otra vez. Debía conformarse con levantar lo que quedaba del jarrón y de las lavandas, pero un acto tan simple como ese, le pareció extremadamente significativo. Escuchó a su tía retirarse, asintió con solemnidad a la orden, y se encaminó hacia el rincón donde yacía aquello que ella había preparado con tanto esmero. Era injusto, sí. Pero no estaba molesta. De hecho, le pareció honesto de parte del señorito que mostrara su disgusto y no tuviera reparos en demostrárselo. Eso hacían los amigos.

<<Pero no es mi amigo. Es mi amo. >> se repitió, mientras tomaba los pedazos y los colocaba en un pañuelo que acaba de extender en el piso. ¿Qué lo llevaba a ser así? Miles de preguntas se le instalaron en la mente, en esa mente curiosa que no paraba un solo instante. Le molestaba, por supuesto; porque por culpa de ella vivía metida en problemas. No tenía derecho a preguntarle a las personas cosas de su intimidad, porque a ella no le gustaba que le preguntaran por su historia repleta de dolor. Pero sabía que podía entender a cualquiera que atravesara un momento de angustia. No tenía el don del habla, de hecho, tenía poco para decir, pero sabía que los abrazos eran sanadores. <> se instó, porque quería apretar contra su pecho al nuevo miembro de la casa. Fue tanto el esfuerzo en contenerse, que terminó apretando uno de los trocitos y se lo clavó en el centro de la mano. Observó el corte con cierta sorpresa, y cuando extrajo el cristal la sangre comenzó a emanar a borbotones.

¡Ay! —exclamó en voz baja. Ensuciaría todo. Se apresuró a envolverse la mano con la falda. Se mordió el labio inferior para contener las lágrimas, pero el dolor le trepaba hasta el hombro. Le ardía, como si estuvieran quemándola con una antorcha. Apretó los párpados tan fuerte como apretaba el corte, pero el llanto, igualmente, le surcaba las mejillas. Era en silencio, aunque tenía ganas de lanzar un alarido que atravesase por completo la casa y llegase a oídos de su tía Anne. Ella correría hacia esa habitación, le daría un beso en la mejilla y haría que todo pasara. Se puso de pie como pudo, sin soltar su mano.

Di…disculpe. ¿Podré retirarme a limpiar mi mano? Sufrí un imprevisto… —estaba avergonzada, con la vista clavada en el suelo. Mathilde era extremadamente perfeccionista, por lo tanto, se encontraba apenada de que le ocurriese algo así. Tenía las mejillas coloradas y el rostro bañado en lágrimas, lo que no ayudaba en nada a su ánimo. Quería salir corriendo de allí en ese preciso instante.
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Mensaje por Travis Halford Miér Nov 29, 2017 11:17 pm


Por largos segundos, Travis se quedó justo donde estaba. Observó a la mujer irse, y a la chica dirigirse al rincón donde el florero yacía roto a causa de su disgusto y santo capricho. Le gustaba observar así a las personas, cuando estaban acatando una orden suya, porque le recordaba quién mandaba. Y sí, había mucha saña y mucha autocomplacencia en ese acto, pero también lo hacía para recordarse que atrás quedaron los duros inviernos en Londres durante los cuales durmió a la intemperie, y también, que a pesar de todo, seguía teniendo poder gracias a Guthrie, que aunque ya no era el favorito, todavía le era cumplida su voluntad.

Entonces fue a un escritorio situado en la habitación, al lado de una ventada, donde más luz entraba y el sol calentaba durante la mañana. Sobre él, ya estaban un montón de partituras desordenas. Tomó pluma y tinta y se dispuso a trabajar en su ópera, cuando escuchó el quejido. Estiró el cuello, para poder verla, y sólo lo consiguió cuando la chica se envaró.

Él hizo lo mismo, se puso de pie y se acercó un par de pasos, se detuvo ante la imagen de la sangre, le desagradaba de sobremanera y no quería que su nueva habitación, a pesar de estar decorada de un modo que no le gustaba (ya lo había dejado claro), quedara sucia. Dio un respingo y sintió aquel sucio líquido rojo trepar por todas su piel y un escalofrío recorrió su espalda.

Dios mío, eres la peor sirvienta que he visto, ¿cómo puedes ser tan torpe? —declaró con ojeriza, tratando de ignorar la mano. Terminó por salvar la distancia, aunque no quería. Volteó en todo momento a otro lado para no ver la herida—. Ven aquí —espetó con crueldad y la tomó de la mano sana. Ese acto también significó un gran esfuerzo, a Travis no le gustaba ser tocado, debido a su inexorable pasado; pero no era lo mismo que lo tocaran a que él decidiera hacerlo, además, fue un agarre brusco y breve.

La jaló y pareció que se dirigía fuera de la habitación, para ahí dejarla y más tarde exigir que la sacaran de esa casa donde pretendía crear su máxima obra. Pero no fue así, la llevó hasta una puerta de la habitación, su propio baño privado.

Dame la mano —ordenó y abrió el grifo del lavabo—, esto no dolerá —anunció mientras la obligaba a poner la mano bajo el chorro de agua—. Déjala ahí —dijo y observó la sangre combinarse con ese otro líquido, transparente y más inofensivo.

Se estiró para buscar algo en el botiquín detrás del espejo. Leyó algunas etiquetas escritas a manos. Desde que Nicholas empezó a abusar de él, su baño siempre contaba con artículos de curación, y él, que vivió en las calles, sabía cómo sanar una herida.

Ajá, aquí está —habló para sí mismo y tomó una latita de aluminio, muy delgada y de color azul—. El agua no arderá, pero esto lo hará como los mil demonios, muerde algo, no quiero que grites. —Destapó el medicamento y con dos dedos, tomó algo del ungüento color menta. Olía tan fuerte que destapaba las vías respiratorias.

Sacó la mano de la chica del agua, tomó una toalla y la secó. La prenda quedó cubierta de sangre, así que la tiró al cesto de basura, y luego, con muy poco cuidado, la obligó a estirar la mano, con la palma hacia él, con tal brusquedad que era obvio que la estaba lastimando, y untó la pomada sobre la herida. La soltó y se quedó atento a la reacción. Sabía perfectamente cómo era eso, la sensación de quemazón, como si te estuvieran cauterizando al rojo, y sonrió ante la tortura necesaria a la que la estaba sometiendo.
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Mensaje por Mathilde Hewson Dom Ene 28, 2018 10:55 pm

A pesar de las adversas circunstancias de la vida, Mathilde había sido criada con mucho amor por parte de su tía. En la vida privada, le prodigaban besos, abrazos y palabras cariñosas. No era una muchacha a la que le hubiera faltado afecto, a pesar de la violencia que vivió en la primera infancia. Eso hacía que su carácter alegre se mantuviera aún en las peores circunstancias. De hecho, su mentalidad positiva le decía que, a pesar de que no estaba siendo tratada con el mayor de los cuidados, el joven se estaba ocupando de ella, una completa desconocida, un ser inferior al que parecía odiar por el solo hecho de respirar. A pesar de todo, a la sirvienta le daba una enorme satisfacción sentirse digna de aquel trato. Podía ver cómo le costaba estar cerca, lo tosco y torpe que era, incluso le pareció que lo hacía a propósito, pero ese no era el punto. Recibir atenciones de un patrón era más de lo que Mathilde hubiera estado esperando en su corta vida. Si su tía se daba cuenta de ello, la mataría. Y la idea la divirtió.

Agradeció el agua cayendo por su mano, llevándose la sangre, limpiando la herida. Se esmeró en quitar alguna que otra astilla que descubrió, y se mantuvo en solemne silencio mientras él hurgaba en el botiquín. Reconoció el ungüento inmediatamente, y le sorprendió que alguien como ese chico estuviese al tanto de cómo usarlo. Sabía que ardería, pero también de las propiedades curativas que tenía. Anna, en alguna que otra ocasión lo había usado con ella o con su pequeño hermano. Respiró hondo, segura de que no debía morder nada –negó con la cabeza cuando él se lo ofreció- y apretó la mandíbula cuando Travis aplicó la crema. Los ojos se le llenaron de lágrimas y debió frenar el impulso de apretar los dedos. Se agitó, pero no gritó, no se quejó, sólo contuvo la respiración y se instó a no empeorar el espectáculo. De pronto, observó al señorito, y él parecía tener más cara de terror que ella. Mathilde lanzó una carcajada que se mezcló con las lágrimas que le empapaban las pestañas.

Es que… es que… —no podía hablar por la risa que le provocaba la situación. Notó que él estaba visiblemente molesto e hizo un enorme esfuerzo por contenerse. —Tiene una cara muy graciosa. Parece que le estuvieran colocando esto a usted, no a mí —y comenzó a reír nuevamente, con aquella frescura que la caracterizaba. Mathilde tenía una risa dulce, sonora, no estruendoso, era como una armonía, repleta de inocencia y felicidad. Aquella situación era la más rara que le había tocado, y estaba disfrutándola. Estaba convencida que se ganaría la amistad de Travis.

Disculpe, disculpe. Usted ocupándose de mi herida y yo aquí, riéndome —le resultaba tan extraño tratarlo de “usted”. Era un muchacho, tan joven y tan triste… —La sangre no me impresiona —explicó, ya más repuesta. —Y no es la primera vez que me curan con eso —señaló con la mano sana el envase. —Además de inútil, le debo parecer una loca —y se encogió de hombros, con una suave sonrisa en los labios. —Le juro que soy mucho más competente de lo que parezco. Estaremos bajo el mismo techo, tendré tiempo de sobra para demostrárselo —y eso sonaba a promesa. Alzó la mano sana por un instante. —No me diga nada, sé que no le interesa relacionarse conmigo. Pero ya verá que soy una muy buena compañía —le mostró una enorme sonrisa de dientes blancos, con el rostro aún surcado por las lágrimas y la piel enrojecida acentuando las pecas.
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Mensaje por Travis Halford Miér Abr 11, 2018 10:48 pm


La miró como si se tratara de una verdadera desquiciada cuando ella empezó a reír. Se imaginaba otra reacción ante el fuerte ungüento, menos esa y por un momento estuvo tenga a unirse en su carcajada. Había algo contagioso en ella, algo que jamás había experimentado y brevemente se sintió libre con ese sonido. Es que era musical, se dio cuenta de ello, era una melodía y por eso llegó muy hondo en su pecho. Pero pronto esa sensación se vio manchada por los recuerdos del porqué él sabía de esa pomada, de las heridas que su protector le dejaba tras visitarlo en las noches, y como era un secreto, Travis por sí solo se aprendió a curar las heridas. Entonces, la risa otrora redentora, fue una estridencia que le provocó querer salir de ahí.

Lo hizo, en dos zancadas estuvo fuera del cuarto de baño, y con la puerta aún abierta hacia la habitación, la vio ahí.

No me lo pareces, estoy convencido de que eres una loca —dijo con voz seria, una que parecía no corresponder a su delgado cuerpo adolescente—. Inútil y loca, vaya combinación. Espero que me demuestres que eres competente antes de que yo me harte de ti y haga que te pongan de patitas en la calle —gruñó—. Sal de mi baño —ordenó y se hizo a un lado para que la chica lo hiciera.

No creas que esto va a ser común —dijo y se dio media vuelta para regresar al escritorio donde tenía sus partituras y tinta—. Es sólo que odio la sangre, no quería que ni una sola gota cayera en el piso. —Tomó asiento de nuevo y le dio la espalda deliberadamente.

No me interesa tu compañía —continuó. Había tomado la pluma, la había mojado en la tinta, pero descubrió que la había sumergido demasiado en ella y no iba a poder escribir. Una gota negra manchó el papel y se extendió rápido sobre él, dejándolo inservible. Travis lo tomó con enojo, lo hizo bola y lo aventó a cualquier sitio en la habitación. Aprovechó para girarse en su asiento y verla de nuevo—. No me interesa la compañía de nadie. Sólo espero que no vuelvas a cortarte, para no tener que repetir esto, ¿de acuerdo? —Sin esperar una respuesta, volvió a girarse, concentrándose en su música.

Tráeme algo de comer, ya he perdido demasiado tiempo en un solo día —ordenó, sin dignarse a dedicarle una mirada, totalmente displicente y grosero. Aprovechó que no lo veía para sonreír con gesto triste, al recordar su risa y eso que le hizo sentir mientras duró.

Debía alejarla, no debía dejar que le cayera bien. Él estaba roto y maldito, y no quería que nadie viera a través de sus rupturas, no quería que nadie lo sanara, no quería que nadie se interpusiera entre su dolor y su genio.
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Mensaje por Mathilde Hewson Sáb Mayo 05, 2018 11:32 pm

Mathilde estaba segura de una sola cosa en su corta vida: no permitiría que nada le quitara la alegría. Había tomado la sabia decisión de no vivir del pasado, de no darle lugar a la violencia que la había envuelto desde muy pequeña, de no dejarle a la tristeza ganar terreno. Ni cuando tenía aquellas pesadillas se abatía, nada la vencía. A pesar de las lágrimas, que la atacaban por las noches como monstruos que salían de los muebles, siempre se recordaba a sí misma que el llanto era pasajero, que al día siguiente despertaría feliz. Y lo hacía. Mathilde abría sus ojos e, instantáneamente, se dibujaba una sonrisa en su rostro, y se sentía agradecida de estar viva y tener la dicha de un día más para disfrutar. Su tía, preocupada, pensaba que toda aquella aparente felicidad constante, era una máscara para cubrir los dolores, pero lo que ocultaba eran sus miedos. La muchacha estaba aterrada de que le quitaran a los que amaba, una vez más, y se aferraba a la figura de su pequeño y adorado Liam, para sostenerse.

Recibió el desprecio de su joven patrón con un gesto alegre, porque entendía que su hostilidad era lo único que podía darle. Lo comprensiva que era Mathilde solía ser bastante irritable para el común de los mortales, pero ella, que se había visto cara a cara con la muerte, que había protegido a su hermanito del mismísimo Diablo, no era como todos. Era un ser particular, casi angelado, que parecía brincar constantemente, como un hada. Más pronto que tarde, no había quién no se encariñase con ella; terminaba ganándose el afecto de quienes la rodeaban, a base de atenciones y palabras amables, de manifestaciones de cariño y sus habituales monerías. Ella tenía la certeza de que lo mismo ocurriría con el nuevo habitante de la casa, que parecía –a su criterio- pedir a gritos un fuerte abrazo, de esos que sanan el alma.

Prometo no volver a cortarme —respondió, con falsa solemnidad en la voz. —Ahora mismo le traigo algo de comer. Permiso, Monsieur —continuó, saliendo de la habitación sosteniéndose la mano herida.

Se dirigió a la cocina a la carrera, y nadie se sorprendió de verla apurada, porque Mathilde parecía estarlo todo el día. Iba de aquí para allá, haciendo una cosa y otra. Era muy extraño verla descansar, pues la pereza le parecía el peor de los defectos. No concebía la vida estando estática, necesitaba el movimiento, la energía del andar. Su tía observó con horror la mano cortada, y tras la escueta explicación de la muchacha, decidió que sería ella quien le llevaría la comida. Preparó una bandeja con frutas, pan, dulces, mantequilla y limonada. Mientras buscaba las servilletas, Mathilde aprovechó para garabatear unas palabras y colocar el papel entre medio de las frutas.

Iré a llevar esto. Cuando vuelva, iremos a que te vea un médico.

No es nada, tía. El señorito ya me colocó ese ungüento espantoso que tú sabes usar —respondió, acompañando el gesto con una divertida mueca de asco.

Me importa muy poco. Tengo terror de que te haya quedado una astilla —decretó, y salió, con las cejas fruncidas, demostrando preocupación.

Mathilde se quitó el delantal y repasó mentalmente lo que había escrito: “Te espero el jueves al amanecer en la salida trasera. Ponte ropa cómoda.” Y a pesar de que era muy poco probable que el joven asistiera, la entusiasmaba la idea de comunicarse de aquella forma con él.
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