AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Standing in the Way of Light | Privado
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Standing in the Way of Light | Privado
"Mariposa ebria, la tarde, giraba sobre nuestras cabezas estrechando sus círculos de nubes blancas hacia el vértice áspero de tu boca que se abría frente al mar alineando sus blancos lobeznos."
Alfonsina Storni
Alfonsina Storni
Le agradaban las mañanas otoñales, el viento fresco soplando suavemente, el crujido de las hojas secas bajo sus pies, los pájaros acompañando el caminar de la Congregación. Encabezado por Christel, el grupo de monjas se dirigía hacia el Hospital donde, una vez a la semana, realizaban tareas comunitarias. Custodiadas por el párroco, un anciano húngaro que escasamente le llegaba al hombro a la prusiana, le llevaban la palabra de Dios a los enfermos, ayudaban a las pocas enfermeras con sus labores y sostenían la mano de algún moribundo que estuviese dejando su humanidad en el desolador sitio. A pesar de la vocación de la mayoría de las hermanas, no era una de las visitas que más les agradasen, pues era un lugar que atendía a los más humildes, el personal no daba abasto para mantener la higiene, y la falta de recursos era una constante. Los pocos médicos y trabajadores de enfermería recibían gustosos a Christel y sus subordinadas, que se ponían manos a la obra, a pesar del asco que podía generar ayudar a limpiar las heridas o sacarle lustre a los pisos. Todas, hasta la misma Superiora, se ponían al hombro durante varias horas, la vida de los más necesitados, como parte de su labor al Señor.
—Sor Achenbach, ¿qué pena tan grande hay en su corazón? —preguntó el cura en un arrojo de sinceridad que la tomó por sorpresa. —Disculpe, disculpe, no he querido entrometerme en su vida. Pero, al ser su confesor, admito que me llama la atención que me oculte algo muy importante.
—Padre, no hay nada que ocultarle. Usted me conoce hace ya varios años, y siempre mi corazón se ha abierto para el Señor —mintió, aunque la expresión se le había endurecido. El anciano advirtió la incomodidad que había generado en la monja, y decidió asentir y continuar caminando sin emitir más sonido que algún comentario aislado.
Traspasaron el umbral e, inmediatamente, más de una de las religiosas, se cubrieron la nariz con una mano, pero ante la gélida mirada de su superior, tragaron con dificultad y entraron con su mejor gesto de amabilidad. Tras un rápido saludo, cada una sabía lo que debía hacer, y se dirigió a las habitaciones, a los baños o al patio. Christel se encaminó junto al cura y dos de sus subordinadas de mayor confianza a la zona donde se encontraban los pacientes de mayor gravedad. Había uno que se quejaba del dolor, habían tenido que amputarle una pierna, y sólo pedía morir. La más joven de las monjas se sentó junto a él, le tomó la mano y comenzó a orar. Sorpresivamente, el enfermo se tranquilizó, y posó sus ojos cansados en el rostro sereno de la muchacha. Achenbach asintió y continuó el recorrido. El padre se quedó con una mujer que ya estaba en sus últimos instantes de vida, y Christel admiró la parsimonia del anciano para sacar sus óleos, las hostias y tomar asiento al lado de la agonizante. El hombre acercó su oído para escuchar los murmurados pecados, y el médico que guiaba el recorrido siguió contándoles a la Superiora y a la otra hermana, que se quedó acompañando a un anciano, sobre el resto de los pacientes.
—Hay uno en particular que me preocupa —le comentó, una vez llegaron al final de la gran habitación. —Se nota que es un caballero de la alta sociedad, pero no hay nada que lo identifique, y no conseguimos que despierte lo suficiente para pedirle que nos diga su nombre —dijo con pesar. —Está atormentado, lo encontraron tirado, borracho, y aquí está desde hace días. ¿Me acompañaría a verlo?
—Por supuesto —aceptó rápidamente.
Christel no pudo ocultar su sorpresa cuando, en otro de los cuartos, reconoció al anónimo del cual le había estado hablando el médico minutos atrás. Patrick Verlaine era el abogado que su abuelo paterno había contratado, cuatro años antes, para que la encontrase y la hiciese con la herencia que él dejaba. Le había parecido un caballero agradable que no puso objeción cuando ella decidió que el legado familiar que le pertenecía, fuese a diversas instituciones dedicadas a la caridad; una de ellas había sido ese mismo hospital, que gracias a su aporte, había logrado construir un sector para los niños. Achenbach no le comentó al médico quién era, y decidió quedarse sentada junto a él. Estaba durmiendo, tenía el rostro amarillento y los párpados morados, además de un labio cortado. El resto de su cuerpo estaba cubierto por una colcha, pero según le habían dicho, estaba muy golpeado. Lo consideraba un ser brillante, y saber de su estado de enajenación le provocó una profunda tristeza. Apretó el rosario que colgaba de su cuello, y oró durante varias horas en voz baja, hasta que descubrió que el paciente comenzaba a despertar.
—Monsieur Verlaine, tranquilo, no haga ningún esfuerzo —le susurró al notar que su reacción lejos estaba de ser la adecuada. —Está en un hospital, muy bien cuidado —se inclinó escasamente sobre su cuerpo. —Soy Sor Achenbach —le recordó, cuando su mirada perdida se enfocó en su rostro.
—Sor Achenbach, ¿qué pena tan grande hay en su corazón? —preguntó el cura en un arrojo de sinceridad que la tomó por sorpresa. —Disculpe, disculpe, no he querido entrometerme en su vida. Pero, al ser su confesor, admito que me llama la atención que me oculte algo muy importante.
—Padre, no hay nada que ocultarle. Usted me conoce hace ya varios años, y siempre mi corazón se ha abierto para el Señor —mintió, aunque la expresión se le había endurecido. El anciano advirtió la incomodidad que había generado en la monja, y decidió asentir y continuar caminando sin emitir más sonido que algún comentario aislado.
Traspasaron el umbral e, inmediatamente, más de una de las religiosas, se cubrieron la nariz con una mano, pero ante la gélida mirada de su superior, tragaron con dificultad y entraron con su mejor gesto de amabilidad. Tras un rápido saludo, cada una sabía lo que debía hacer, y se dirigió a las habitaciones, a los baños o al patio. Christel se encaminó junto al cura y dos de sus subordinadas de mayor confianza a la zona donde se encontraban los pacientes de mayor gravedad. Había uno que se quejaba del dolor, habían tenido que amputarle una pierna, y sólo pedía morir. La más joven de las monjas se sentó junto a él, le tomó la mano y comenzó a orar. Sorpresivamente, el enfermo se tranquilizó, y posó sus ojos cansados en el rostro sereno de la muchacha. Achenbach asintió y continuó el recorrido. El padre se quedó con una mujer que ya estaba en sus últimos instantes de vida, y Christel admiró la parsimonia del anciano para sacar sus óleos, las hostias y tomar asiento al lado de la agonizante. El hombre acercó su oído para escuchar los murmurados pecados, y el médico que guiaba el recorrido siguió contándoles a la Superiora y a la otra hermana, que se quedó acompañando a un anciano, sobre el resto de los pacientes.
—Hay uno en particular que me preocupa —le comentó, una vez llegaron al final de la gran habitación. —Se nota que es un caballero de la alta sociedad, pero no hay nada que lo identifique, y no conseguimos que despierte lo suficiente para pedirle que nos diga su nombre —dijo con pesar. —Está atormentado, lo encontraron tirado, borracho, y aquí está desde hace días. ¿Me acompañaría a verlo?
—Por supuesto —aceptó rápidamente.
Christel no pudo ocultar su sorpresa cuando, en otro de los cuartos, reconoció al anónimo del cual le había estado hablando el médico minutos atrás. Patrick Verlaine era el abogado que su abuelo paterno había contratado, cuatro años antes, para que la encontrase y la hiciese con la herencia que él dejaba. Le había parecido un caballero agradable que no puso objeción cuando ella decidió que el legado familiar que le pertenecía, fuese a diversas instituciones dedicadas a la caridad; una de ellas había sido ese mismo hospital, que gracias a su aporte, había logrado construir un sector para los niños. Achenbach no le comentó al médico quién era, y decidió quedarse sentada junto a él. Estaba durmiendo, tenía el rostro amarillento y los párpados morados, además de un labio cortado. El resto de su cuerpo estaba cubierto por una colcha, pero según le habían dicho, estaba muy golpeado. Lo consideraba un ser brillante, y saber de su estado de enajenación le provocó una profunda tristeza. Apretó el rosario que colgaba de su cuello, y oró durante varias horas en voz baja, hasta que descubrió que el paciente comenzaba a despertar.
—Monsieur Verlaine, tranquilo, no haga ningún esfuerzo —le susurró al notar que su reacción lejos estaba de ser la adecuada. —Está en un hospital, muy bien cuidado —se inclinó escasamente sobre su cuerpo. —Soy Sor Achenbach —le recordó, cuando su mirada perdida se enfocó en su rostro.
Christel Achenbach- Humano Clase Media
- Mensajes : 91
Fecha de inscripción : 03/07/2012
Localización : France
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Re: Standing in the Way of Light | Privado
Debería ser familiar para mí el estar ajeno a mí mismo.
Al final, este es un escalón de mi vicio, hasta mi fin.
Al final, este es un escalón de mi vicio, hasta mi fin.
Algunos días me olvido de pensar, y paso por alto el hecho de tener que darle vuelta a las cosas para encontrar un camino más lógico, más coherente, que me impida caer de nuevo en lo absurdo de la absenta, y de mí, transformándome a su voluntad para perder la mía.
El error de la primera copa me seguía los pasos como cada noche en la que cedía, con la excusa vana e hipócrita de cualquier borracho que asegura no volver a caer en el vicio. No es infinita la cifra de las posibles experiencias vergonzosas del hombre, pero basta una sola repetición para demostrar que la promesa es una falacia que amenaza con destruirnos en cada caída. Y es una pena, que me consume los años aunque tenga muchos, que me deja con pocos aunque pesen el doble. Ya no recuerdo cuando bebí la primera copa, pero sé que hace décadas que viene acompañándome y casi siento que no puedo vivir sin ella, sin la maldita bebida a la que le entregué mis angustias, tan estúpidas como yo mismo. Me remojo los labios y la deslizo por mi garganta cuando visito tormentas, los éxtasis y las calmas mentirosas del pasado. Luego bebo veinte más, quizás, como si hubiese encontrado en ello la manera de fijar y condensar los pequeños descubrimientos que hago sobre mí mismo y sobre el mundo que me rodea y que tan poco me gusta. Y luego se convierte eso mismo en mi juez, que me condena humorística o severamente como verdades generales.
Contengo en mi interior a un idiota al que todo el tiempo intento educar, pero que pierde la voluntad y termina en la nada como me sucede ahora. Soy consciente, si es que puedo llamarlo de ese modo, porque no puedo moverme. Llevo días escuchando mujeres que rezan por mí, o se expresan con lástima cuando pasan cerca. A veces siento que me toman la mano, pero cuando intento apretarla, me encuentro encerrado en la inmovilidad de un cuerpo del que perdí el control luego de ese último golpe.
Debieron ser al menos las dos de la mañana cuando salí del antro de mala muerte en el que me arriesgué a entrar con tal de conseguir lo que buscaba, bajo la ilegalidad de poder repetir el vicio cuantas veces se me antojara. Me senté en la barra, como de costumbre, porque creía que eso alejaría las posibles compañías, como si recargarme allí me convirtiera en una parte más del mueble de madera en el que ponían las copas. Sin embargo, esa noche fue diferente y alguien con habilidades sobrenaturales me había delatado al oído mi condición. Recuerdo con dificultad que empujé al sujeto cuando me tomó del brazo, intentando moverme de allí no sé con qué objeto. Pero recuerdo también a medias que no tenía un control total de mí mismo y que al salir, el sujeto caminó tras de mí y clavó con la hoja de algún puñal mi carne en varias ocasiones. Lo que sí sé con claridad es que cuando caí al piso, sonreí, creyendo mi muerte, la tan anhelada y esquiva durante tantos años, e incluso no dejé de hacerlo cuando aquél intentó “rematarme” mientras yacía así, como un completo imbécil sobre la acera fría que creí mi última morada. Sin embargo, a pesar de las súplicas y susurros de las mujeres que se mueven aquí, e incluso del hombre que les dijo que no se esforzaran más por mí, sé que mi deseo fue apenas una ilusión que me robó el dominio de mis extremidades pero que me permite pensarlo todo para torturarme.
Creí suspirar, aunque quizás mi pecho no se moviera. También me esforcé por moverme con violencia, para que esa agitación dentro de mí se hiciera visible para quienes me veían. No así, parecía en vano ¿Cómo era que no me habían dado ya por muerto? No tenía idea de los días que llevaba allí, pero mi condición tenía que ser suficiente para permitirme el escape. Por lo mismo, lo intenté de nuevo, creyendo que nada lograba, o así fue hasta que escuché mi nombre, la petición de quedarme tranquilo y además, un nombre conocido. No sé si mis ojos se abrieron realmente, pero podría asegurar que reconozco el rostro frente a mí, y la túnica. Desconozco si de nuevo alucino, aunque no tengo otra opción distinta a esperar que realmente despierte.
El error de la primera copa me seguía los pasos como cada noche en la que cedía, con la excusa vana e hipócrita de cualquier borracho que asegura no volver a caer en el vicio. No es infinita la cifra de las posibles experiencias vergonzosas del hombre, pero basta una sola repetición para demostrar que la promesa es una falacia que amenaza con destruirnos en cada caída. Y es una pena, que me consume los años aunque tenga muchos, que me deja con pocos aunque pesen el doble. Ya no recuerdo cuando bebí la primera copa, pero sé que hace décadas que viene acompañándome y casi siento que no puedo vivir sin ella, sin la maldita bebida a la que le entregué mis angustias, tan estúpidas como yo mismo. Me remojo los labios y la deslizo por mi garganta cuando visito tormentas, los éxtasis y las calmas mentirosas del pasado. Luego bebo veinte más, quizás, como si hubiese encontrado en ello la manera de fijar y condensar los pequeños descubrimientos que hago sobre mí mismo y sobre el mundo que me rodea y que tan poco me gusta. Y luego se convierte eso mismo en mi juez, que me condena humorística o severamente como verdades generales.
Contengo en mi interior a un idiota al que todo el tiempo intento educar, pero que pierde la voluntad y termina en la nada como me sucede ahora. Soy consciente, si es que puedo llamarlo de ese modo, porque no puedo moverme. Llevo días escuchando mujeres que rezan por mí, o se expresan con lástima cuando pasan cerca. A veces siento que me toman la mano, pero cuando intento apretarla, me encuentro encerrado en la inmovilidad de un cuerpo del que perdí el control luego de ese último golpe.
Debieron ser al menos las dos de la mañana cuando salí del antro de mala muerte en el que me arriesgué a entrar con tal de conseguir lo que buscaba, bajo la ilegalidad de poder repetir el vicio cuantas veces se me antojara. Me senté en la barra, como de costumbre, porque creía que eso alejaría las posibles compañías, como si recargarme allí me convirtiera en una parte más del mueble de madera en el que ponían las copas. Sin embargo, esa noche fue diferente y alguien con habilidades sobrenaturales me había delatado al oído mi condición. Recuerdo con dificultad que empujé al sujeto cuando me tomó del brazo, intentando moverme de allí no sé con qué objeto. Pero recuerdo también a medias que no tenía un control total de mí mismo y que al salir, el sujeto caminó tras de mí y clavó con la hoja de algún puñal mi carne en varias ocasiones. Lo que sí sé con claridad es que cuando caí al piso, sonreí, creyendo mi muerte, la tan anhelada y esquiva durante tantos años, e incluso no dejé de hacerlo cuando aquél intentó “rematarme” mientras yacía así, como un completo imbécil sobre la acera fría que creí mi última morada. Sin embargo, a pesar de las súplicas y susurros de las mujeres que se mueven aquí, e incluso del hombre que les dijo que no se esforzaran más por mí, sé que mi deseo fue apenas una ilusión que me robó el dominio de mis extremidades pero que me permite pensarlo todo para torturarme.
Creí suspirar, aunque quizás mi pecho no se moviera. También me esforcé por moverme con violencia, para que esa agitación dentro de mí se hiciera visible para quienes me veían. No así, parecía en vano ¿Cómo era que no me habían dado ya por muerto? No tenía idea de los días que llevaba allí, pero mi condición tenía que ser suficiente para permitirme el escape. Por lo mismo, lo intenté de nuevo, creyendo que nada lograba, o así fue hasta que escuché mi nombre, la petición de quedarme tranquilo y además, un nombre conocido. No sé si mis ojos se abrieron realmente, pero podría asegurar que reconozco el rostro frente a mí, y la túnica. Desconozco si de nuevo alucino, aunque no tengo otra opción distinta a esperar que realmente despierte.
Patrick Verlaine- Cambiante Clase Alta
- Mensajes : 36
Fecha de inscripción : 27/03/2014
Re: Standing in the Way of Light | Privado
Qué alma atormentada resultó ser la del abogado. En aquel pasado en que había tenido el placer de intercambiar alguna que otra charla formal con él, no había logrado dilucidar la pena que lo rodeaba. Quizá, en aquellos tiempos, aún Varlaine era un hombre feliz, aunque la religiosa había notado la tristeza en su mirada, y de tristeza ella sabía mucho. Podía distinguir que a aquel hombre lo circundaba un dolor profundo, aunque no había imaginado que la bebida se había convertido en el remedio para callar los propios fantasmas. Christel tenía la certeza de que, así como Patrick parecía huir a través del alcohol, ella había utilizado la impunidad de la vida dedicada a Dios para alejarse de todo aquello que le laceraba el alma. Pero, al parecer, ninguno de los dos métodos daba resultado. El letrado había terminado en una cama de hospital como un anónimo y ella había elegido la soledad como muro protector. Sintió una profunda pena por verlo sumido en aquel estado, especialmente luego de que el médico le dijera que esa no era una ebriedad pasajera, que se notaba lo desgastado que se encontraba su cuerpo debido al maldito vicio que lo había despojado de su humanidad.
Christel no podía imaginar a aquel hombre tan dueño de sí, entregándose a la sinrazón que era el alcohol. Seguramente, si alguien veía las cicatrices en su espalda, tampoco creería que se azotaba cuando sentía que estaba por flaquear en la vocación que había elegido. Consagrarse a Dios había sido una elección meditada, y si bien, en un principio, la pérdida la había arrojado a encerrarse en los muros de un convento, cuando comprendió la labor maravillosa y todo lo que podía hacer, había terminado haciendo una carrera religiosa de rápido ascenso. Su dedicación, su carácter firme y su deseo de ayudar siempre a los más necesitados, sumado al haberse despojado de la opulencia de su vida anterior, eran los antecedentes que más habían valorado a la hora de darle el cargo que con tanta dignidad ostentaba. Era una mujer respetada, no sólo en el ámbito religioso, sino que era conocido su trabajo con aquellos más carenciados y cómo gracias a su rectitud, las muchas aspirantes se decidían por permanecer en la ciudad. No podía negarse el hecho de que no era esa clase de mujer repleta de dulzura, pero sabía ganarse a sus subordinadas a base de justicia, de su intachable moral y de su fe inquebrantable.
—Por favor, Monsieur, no intente levantarse —aún se lo notaba confundido. Una de las enfermeras le pidió ayuda a Christel para poder levantarlo. La Superiora, con gran pericia, lo tomó de la espalda con un brazo y con el otro lo sostenía del pecho, mientras la trabajadora le mojaba los labios agrietados. —Eso le hará bien, estoy segura que tiene mucha sed. Debe beber agua para purgar su organismo —le comentó casi en un susurro. Volvió a recostarlo, y le puso una mano en la frente para controlarle la temperatura. Estaba fresco, y le agradeció a Dios que no levantase temperatura.
—Enfermera, me quedo con él, puede retirarse —no quería que, cuando el abogado recobrase la consciencia, su identidad se revelase. Sabía que muchas personas eran celosas de su intimidad, y más cuando eran de renombre, como el caso de Verlaine. Volvió a tomar el rosario entre sus manos y elevó una plegaria para la pronta recuperación del caballero. Era asombroso cómo, lentamente, el rostro de Patrick abandonaba el color amarillento, y si bien iba tomando una tonalidad más pálida, era signo de que estaba mejorando. Las ojeras eran oscuras y, a pesar de lo demacrado que se encontraba, se notaba que era un hombre guapo y gallardo. —¿Quiere más agua? —le preguntó, antes de ayudarlo, nuevamente, a incorporarse. Era pesado, pero Christel era una mujer de músculos fuertes, a pesar de ser delgada. —Tome, por favor. Monsieur Verlaine, prometo que le hará bien y lo ayudará a salir de aquí lo más pronto posible —apoyó el vaso en los labios del letrado.
Un rayo de Sol entraba por un espacio que había dejado el cortinado, y la habitación se había iluminado, como si en aquel sitio las miserias humanas dejasen de existir. La religiosa le agradeció a la Virgen por haber enviado aquella señal de su presencia, protegiendo siempre a los enfermos con su manto maternal.
Christel no podía imaginar a aquel hombre tan dueño de sí, entregándose a la sinrazón que era el alcohol. Seguramente, si alguien veía las cicatrices en su espalda, tampoco creería que se azotaba cuando sentía que estaba por flaquear en la vocación que había elegido. Consagrarse a Dios había sido una elección meditada, y si bien, en un principio, la pérdida la había arrojado a encerrarse en los muros de un convento, cuando comprendió la labor maravillosa y todo lo que podía hacer, había terminado haciendo una carrera religiosa de rápido ascenso. Su dedicación, su carácter firme y su deseo de ayudar siempre a los más necesitados, sumado al haberse despojado de la opulencia de su vida anterior, eran los antecedentes que más habían valorado a la hora de darle el cargo que con tanta dignidad ostentaba. Era una mujer respetada, no sólo en el ámbito religioso, sino que era conocido su trabajo con aquellos más carenciados y cómo gracias a su rectitud, las muchas aspirantes se decidían por permanecer en la ciudad. No podía negarse el hecho de que no era esa clase de mujer repleta de dulzura, pero sabía ganarse a sus subordinadas a base de justicia, de su intachable moral y de su fe inquebrantable.
—Por favor, Monsieur, no intente levantarse —aún se lo notaba confundido. Una de las enfermeras le pidió ayuda a Christel para poder levantarlo. La Superiora, con gran pericia, lo tomó de la espalda con un brazo y con el otro lo sostenía del pecho, mientras la trabajadora le mojaba los labios agrietados. —Eso le hará bien, estoy segura que tiene mucha sed. Debe beber agua para purgar su organismo —le comentó casi en un susurro. Volvió a recostarlo, y le puso una mano en la frente para controlarle la temperatura. Estaba fresco, y le agradeció a Dios que no levantase temperatura.
—Enfermera, me quedo con él, puede retirarse —no quería que, cuando el abogado recobrase la consciencia, su identidad se revelase. Sabía que muchas personas eran celosas de su intimidad, y más cuando eran de renombre, como el caso de Verlaine. Volvió a tomar el rosario entre sus manos y elevó una plegaria para la pronta recuperación del caballero. Era asombroso cómo, lentamente, el rostro de Patrick abandonaba el color amarillento, y si bien iba tomando una tonalidad más pálida, era signo de que estaba mejorando. Las ojeras eran oscuras y, a pesar de lo demacrado que se encontraba, se notaba que era un hombre guapo y gallardo. —¿Quiere más agua? —le preguntó, antes de ayudarlo, nuevamente, a incorporarse. Era pesado, pero Christel era una mujer de músculos fuertes, a pesar de ser delgada. —Tome, por favor. Monsieur Verlaine, prometo que le hará bien y lo ayudará a salir de aquí lo más pronto posible —apoyó el vaso en los labios del letrado.
Un rayo de Sol entraba por un espacio que había dejado el cortinado, y la habitación se había iluminado, como si en aquel sitio las miserias humanas dejasen de existir. La religiosa le agradeció a la Virgen por haber enviado aquella señal de su presencia, protegiendo siempre a los enfermos con su manto maternal.
Christel Achenbach- Humano Clase Media
- Mensajes : 91
Fecha de inscripción : 03/07/2012
Localización : France
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Re: Standing in the Way of Light | Privado
"A veces creemos soltar los miedos y los muy desgraciados quedan colgando."
Un buen día, se me ocurrió dejar la coherencia de mis actos para hacerlo una de las caras de la moneda de mi vida. Con la primera copa surgieron las ideas, una falsa paz y también los debates encendidos en mi mente. Aun así, alentado por los resultados rápidos, enriquecido en el alcohol y algo abrumado por sus efectos, multipliqué con el paso de los días mis dosis y sucumbí a los encantos del olvidarlo todo en segundos, mientras mutaba en un ese ser huidizo de la realidad, traicionero de mis principios y falso hasta conmigo mismo en el que me iba convirtiendo.
Con el tiempo, comencé a alentarme en silencio, y una suerte de reflexiones absurdas se alojaron en mi memoria como si eso fuera lo que necesitaba sobre la mesita de luz. Convertí luego a la absenta en mi ayuda invaluable, pasó a formar parte también del mundo visible de mis noches y cargó con mis cicatrices, más salvajes que mis deseos de olvidarlo todo. Como era de esperarse, mis acciones traían su fruto, dejando en evidencia las raíces de mi individualismo, de mis incapacidades y de lo frecuente que camina la muerte en cada una de mis borracheras.
¿Qué no me levantara? Esa voz me dio a entender que por fin podía moverme, luego de tantos intentos fallidos en los que mi propia naturaleza me traicionaba, como si estuviera cansada de la mala vida que ya venía proporcionándole, a la vez que realizaba tan pocos cambios que empezaba a olvidar que también era un cuervo. Sentí el mareo cuando unas manos me impulsaron a sentarme y cerré los ojos de manera instintiva. Bebí ávidamente cuando el agua me mojó los labios resecos y apenas hube terminado, tomé el aire suficiente como para poder hablar — ¿Cuántos días llevo aquí? — quise saber de primera mano. Sabía que tenía que irme, antes que en mi nuevo estado de conciencia comenzara a sanar quizás más rápido. Me llevé una mano a la frente, me sentía mal, pero al menos podía moverme, y también entender que la mujer frente a mí había sido hace unos pocos meses una cliente.
Todo aumentaba mi incomodidad, muy a pesar que me recostaron de nuevo y escuché a Christel —Porque recordaba su nombre— pedir que se retiraran. De inmediato, la escuché elevar una plegaria, pero ya era demasiado tarde para mí, no había marcha atrás, ya estaba hundido. —No, sólo quiero saber en dónde estoy, debo irme ahora— musité intentando levantarme, con el ceño fruncido por un agudo dolor de cabeza que sentía. Ella se movió de inmediato, me ayudó de nueva cuenta y con el vaso ya en mis labios evité la grosería de negarme y bebí de nuevo —No se esfuerce, Christel, el cielo no me ve desde hace mucho. Pero por favor, necesito mis cosas, no puedo estar aquí— insistí, mirándola a los ojos, como si eso pudiera dejar en claro mi angustia y la necesidad de escape. —Puedo llegar sólo, pero primero debo saber dónde estoy, sólo ayúdeme con eso, por favor—.
Saboree alguna droga que seguramente me habían puesto en la boca hace poco tiempo y tosí la resequedad que me producía. A los ojos de la mujer que me acompañaba, no habría más que un enfermo que necesitaba más descanso. Pero desde mi punto de vista, mi situación desataba un paraíso de malentendidos, del desencuentro angelical que ella misma representaba y de la pena que yo podría producirle. Su manera de mirarme me pesaba en mi jaqueca y en mis ganas de desaparecer. Quería un vaso de jugo de naranja, lo más helado posible, justo después de un baño y antes de mi propia cama. El infierno de mi habitación me era necesario, era un enfermo que se siente sano y que busca alejarse de los que realmente considera enfermos.
Quizás en casa admitiera las cosas, incluso podía llegar a conseguirme una enfermera. Sería una buena excusa para llenarme el malestar con una compañía que cuidara de mí, aunque sólo fuera por dinero. Pero podía pagarme el gusto idiota, como si fuera un huérfano que visita a la madre de cualquiera de sus amigos. Aunque en el fondo, sepa bien que ese vacío jamás se llenará. Y entonces aparecería de nuevo la absenta.
Con el tiempo, comencé a alentarme en silencio, y una suerte de reflexiones absurdas se alojaron en mi memoria como si eso fuera lo que necesitaba sobre la mesita de luz. Convertí luego a la absenta en mi ayuda invaluable, pasó a formar parte también del mundo visible de mis noches y cargó con mis cicatrices, más salvajes que mis deseos de olvidarlo todo. Como era de esperarse, mis acciones traían su fruto, dejando en evidencia las raíces de mi individualismo, de mis incapacidades y de lo frecuente que camina la muerte en cada una de mis borracheras.
¿Qué no me levantara? Esa voz me dio a entender que por fin podía moverme, luego de tantos intentos fallidos en los que mi propia naturaleza me traicionaba, como si estuviera cansada de la mala vida que ya venía proporcionándole, a la vez que realizaba tan pocos cambios que empezaba a olvidar que también era un cuervo. Sentí el mareo cuando unas manos me impulsaron a sentarme y cerré los ojos de manera instintiva. Bebí ávidamente cuando el agua me mojó los labios resecos y apenas hube terminado, tomé el aire suficiente como para poder hablar — ¿Cuántos días llevo aquí? — quise saber de primera mano. Sabía que tenía que irme, antes que en mi nuevo estado de conciencia comenzara a sanar quizás más rápido. Me llevé una mano a la frente, me sentía mal, pero al menos podía moverme, y también entender que la mujer frente a mí había sido hace unos pocos meses una cliente.
Todo aumentaba mi incomodidad, muy a pesar que me recostaron de nuevo y escuché a Christel —Porque recordaba su nombre— pedir que se retiraran. De inmediato, la escuché elevar una plegaria, pero ya era demasiado tarde para mí, no había marcha atrás, ya estaba hundido. —No, sólo quiero saber en dónde estoy, debo irme ahora— musité intentando levantarme, con el ceño fruncido por un agudo dolor de cabeza que sentía. Ella se movió de inmediato, me ayudó de nueva cuenta y con el vaso ya en mis labios evité la grosería de negarme y bebí de nuevo —No se esfuerce, Christel, el cielo no me ve desde hace mucho. Pero por favor, necesito mis cosas, no puedo estar aquí— insistí, mirándola a los ojos, como si eso pudiera dejar en claro mi angustia y la necesidad de escape. —Puedo llegar sólo, pero primero debo saber dónde estoy, sólo ayúdeme con eso, por favor—.
Saboree alguna droga que seguramente me habían puesto en la boca hace poco tiempo y tosí la resequedad que me producía. A los ojos de la mujer que me acompañaba, no habría más que un enfermo que necesitaba más descanso. Pero desde mi punto de vista, mi situación desataba un paraíso de malentendidos, del desencuentro angelical que ella misma representaba y de la pena que yo podría producirle. Su manera de mirarme me pesaba en mi jaqueca y en mis ganas de desaparecer. Quería un vaso de jugo de naranja, lo más helado posible, justo después de un baño y antes de mi propia cama. El infierno de mi habitación me era necesario, era un enfermo que se siente sano y que busca alejarse de los que realmente considera enfermos.
Quizás en casa admitiera las cosas, incluso podía llegar a conseguirme una enfermera. Sería una buena excusa para llenarme el malestar con una compañía que cuidara de mí, aunque sólo fuera por dinero. Pero podía pagarme el gusto idiota, como si fuera un huérfano que visita a la madre de cualquiera de sus amigos. Aunque en el fondo, sepa bien que ese vacío jamás se llenará. Y entonces aparecería de nuevo la absenta.
Patrick Verlaine- Cambiante Clase Alta
- Mensajes : 36
Fecha de inscripción : 27/03/2014
Re: Standing in the Way of Light | Privado
Christel sabía lo que era la desesperación, lo que era echar mano a cualquier cosa, con tal de olvidar. Había aprendido, a lo largo de sus treinta años, que cada uno elegía la forma en la cual matarse, y que Dios decidía cuándo ponerle fin. Su espalda surcada por cicatrices de diferentes texturas, formas y colores, tenían una historia que contar. Cada debilidad, cada muestra de flaqueza, significaba un latigazo que se propiciaba a sí misma, para recordarse por qué había optado por esa vida y que no era momento ya de volver atrás. La religiosa, tras su máscara de hierro, ocultaba un alma herida, un alma rota, que debía alzar cada día al despertar. El dolor físico la había ayudado –y lo seguía haciendo- a acallar los gritos que emergían desde rincones demasiado oscuros. Dios se había convertido en el medio, la excusa y la solución para ese pasado con el cual aún no se reconciliaba. A pesar de los dieciséis años transcurridos, no lograba arrancarse el sentimiento de pérdida. Había sido una niña ingenua, que había creído en las edulcoradas palabras de su padre, cuando éste le prometió que el hijo que había llevado en el vientre estaría bien, que estaría junto a ella. Una vil mentira para engatusarla, encerrarla y aislarla en una finca de la familia, que se convirtió en su infierno.
—Lleva aquí los suficientes días como para no poder ponerse en pie por sus propios medios —contestó, intentando que él no se levantase. Había sonado más dura de lo que realmente quería. Christel era un gran tempano, un hermoso y enorme tempano, casi impenetrable. Se había hecho así, las circunstancias la habían labrado de aquella manera. Le agradaba cuidar de los enfermos, con la esperanza –siempre oculta- de algún día descubrir sus rasgos en algún muchacho. Pero nunca había sido así, y había llegado a la conclusión de que era una causa perdida. Era una mujer, a pesar de su aspecto vital y de su belleza, que ya había pasado sus años mozos y que estaba más cerca de la ancianidad que de la juventud. Aunque, en honor a la verdad, ella jamás se había sentido joven; o si, en una época demasiado lejana para rememorar.
—Monsieur Verlaine, por favor, debe tranquilizarse —intentó suavizar el tono de su voz, que por naturaleza tenía una textura grave. —Está en el hospital, imagino que sabe por qué —no había reproche, simplemente, una observación. —Aún lo están desintoxicando, y no debe preocuparse por ser reconocido, nadie sabe que es usted, no poseía ninguna identificación —sabía que le llevaba serenidad al decirle aquello. Él era un hombre importante, con una reputación que cuidar, un nombre que resguardar, y no sería la prusiana quien pusiera en jaque su posición. Sentía simpatía por Patrick desde el primer instante. —Entiende que no lo dejarán salir hasta que no esté recuperado, ha pasado demasiados días inconsciente, el médico no aprobará, bajo ningún punto de vista, que se retire —le explicó, mientras con movimientos suaves, lo cubría con las sábanas. Se tomó el atrevimiento de rozarle el pecho con sus palmas cuando alisó el dobladillo.
Una de las enfermeras se acercó con una sonrisa y un plato de sopa en una mano, y una jarra con agua fresca en la otra. Estaba contenta porque su paciente había despertado, sin notar que había interrumpido un instante de intimidad entre la religiosa y el convaleciente. Christel se preguntó por qué se había puesto nerviosa, si no había hecho nada malo. Imaginó que, el poco intercambio con el exterior, comenzaba a volverla reticente al contacto humano. Cuando la mujer se retiró, le encargó a la prusiana que lo alimentase. Sin escuchar las observaciones que haría Verlaine, se puso de pie y buscó el cuenco caliente. Era un brebaje que distaba de una exquisitez, pero tenía verduras y hasta un trozo de pollo, que le devolvería la energía al abogado.
—Creo que Dios lo ha castigado por haber dicho que el Cielo no lo observa desde hace mucho —bromeó, aunque sin un gesto que acompañase el tono de voz, mientras le mostraba el contenido en una cuchara. —Tiene los músculos muy débiles, dudo que pueda comer por sus propios medios, ¿desea que llame a alguna de las religiosas que me acompañan o que sea yo quien lo alimente? —en la pregunta no había ninguna mala intención. Imaginó que al caballero podía incomodarle que le diese la comida en la boca como si se tratase de un niño, y quizá prefería que una completa desconocida lo ayudase en una tarea semejante.
—Lleva aquí los suficientes días como para no poder ponerse en pie por sus propios medios —contestó, intentando que él no se levantase. Había sonado más dura de lo que realmente quería. Christel era un gran tempano, un hermoso y enorme tempano, casi impenetrable. Se había hecho así, las circunstancias la habían labrado de aquella manera. Le agradaba cuidar de los enfermos, con la esperanza –siempre oculta- de algún día descubrir sus rasgos en algún muchacho. Pero nunca había sido así, y había llegado a la conclusión de que era una causa perdida. Era una mujer, a pesar de su aspecto vital y de su belleza, que ya había pasado sus años mozos y que estaba más cerca de la ancianidad que de la juventud. Aunque, en honor a la verdad, ella jamás se había sentido joven; o si, en una época demasiado lejana para rememorar.
—Monsieur Verlaine, por favor, debe tranquilizarse —intentó suavizar el tono de su voz, que por naturaleza tenía una textura grave. —Está en el hospital, imagino que sabe por qué —no había reproche, simplemente, una observación. —Aún lo están desintoxicando, y no debe preocuparse por ser reconocido, nadie sabe que es usted, no poseía ninguna identificación —sabía que le llevaba serenidad al decirle aquello. Él era un hombre importante, con una reputación que cuidar, un nombre que resguardar, y no sería la prusiana quien pusiera en jaque su posición. Sentía simpatía por Patrick desde el primer instante. —Entiende que no lo dejarán salir hasta que no esté recuperado, ha pasado demasiados días inconsciente, el médico no aprobará, bajo ningún punto de vista, que se retire —le explicó, mientras con movimientos suaves, lo cubría con las sábanas. Se tomó el atrevimiento de rozarle el pecho con sus palmas cuando alisó el dobladillo.
Una de las enfermeras se acercó con una sonrisa y un plato de sopa en una mano, y una jarra con agua fresca en la otra. Estaba contenta porque su paciente había despertado, sin notar que había interrumpido un instante de intimidad entre la religiosa y el convaleciente. Christel se preguntó por qué se había puesto nerviosa, si no había hecho nada malo. Imaginó que, el poco intercambio con el exterior, comenzaba a volverla reticente al contacto humano. Cuando la mujer se retiró, le encargó a la prusiana que lo alimentase. Sin escuchar las observaciones que haría Verlaine, se puso de pie y buscó el cuenco caliente. Era un brebaje que distaba de una exquisitez, pero tenía verduras y hasta un trozo de pollo, que le devolvería la energía al abogado.
—Creo que Dios lo ha castigado por haber dicho que el Cielo no lo observa desde hace mucho —bromeó, aunque sin un gesto que acompañase el tono de voz, mientras le mostraba el contenido en una cuchara. —Tiene los músculos muy débiles, dudo que pueda comer por sus propios medios, ¿desea que llame a alguna de las religiosas que me acompañan o que sea yo quien lo alimente? —en la pregunta no había ninguna mala intención. Imaginó que al caballero podía incomodarle que le diese la comida en la boca como si se tratase de un niño, y quizá prefería que una completa desconocida lo ayudase en una tarea semejante.
Christel Achenbach- Humano Clase Media
- Mensajes : 91
Fecha de inscripción : 03/07/2012
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Re: Standing in the Way of Light | Privado
No me queda nada en los bolsillos, solo una melancolía y un par de penas repetidas
—Quizás llevo aquí los suficientes días como haber tenido un descanso. Puedo llegar a casa— respondí con calma, porque en el fondo, sabía que un poco de dinero podría llevarme a destino si lo ponía en manos indicadas. De algún modo, Christel tenía razón, porque mi debilidad era tal, que me hacía creer que me habían inyectado plata en el torrente sanguíneo o que me habían hecho incluso tragarme alguna pieza de ese metal tan valorado por los humanos. No obstante, quizás no tenía motivos suficientes para que ella, por su propia boca, autorizara mi salida.
Mi madre solía decirme que cuando las razones que inventaba para seguir adelante con algo se iban volviendo cada vez más ingeniosas o rebuscadas, es que se acabó. Jamás le encontré tanto sentido a esa frase como en ese momento, donde en medio de mi malestar, buscaba razones para obtener una respuesta que fuese de mi agrado con respecto a mi salida. No tenía nadie que me esperara en casa, pero al menos estaba en algo propio, en la privacidad de mis vicios y mis costumbres cada vez más monótonas.
—Lo sé, supongo que ninguna de mis pertenencias llegó conmigo esta noche ¿Verdad? — especulé, porque bien sabía que el ataque hace no sé ya cuántas noches, no se trataba de un simple asalto. El ataque era hacia mí, hacia mi condición que esperaba aún permaneciera oculta para los miembros de ese hospital para mí sin nombre. — ¿Desintoxicando? ¿Sabe ya los resultados? — pregunté, intentando ocultar el tono de alarma. Quería bajar las piernas al suelo para poder ponerme en pie y partir, pero la posición de Christel me lo impedía, lastimosamente. No obstante, eso no era lo importante, puesto que yo quería saber lo que realmente habían encontrado en mi interior. Antes que pudiera abrir la boca y decir algo más, una enfermera apareció sonriente, justo en el momento en que mi antes cliente me cubriera el pecho desnudo con la sábana. Parecía determinada a que yo permaneciera allí.
—De todos modos, con o sin consentimiento del médico planeo retirarme. Sé bien que deberé firmar unos papeles donde yo asumo las consecuencias de mi desacato. Pero es un riesgo que quiero correr. No puedo permanecer más aquí y espero que me entienda. Incluso pediría su ayuda si no supiera que es usted una mujer muy recta que no desobedecerá al doctor— irrumpí, mientras me sentaba, teniendo claro que no me dejaría hacer nada antes de comer. En cuanto a las normas, me las sabía con claridad, era evidente dada mi profesión. No así, dejaba en claro que no me importaba lo que el médico dijera, porque yo estaba completamente decidido. En el fondo, creía que con lo que decía podía llegar a crear molestia en la religiosa, pese a mi acostumbrada sutileza, y fue por lo mismo que me vi obligado a agregar lo que antes ya tenía en mente —Creo que sí puedo tomarme el atrevimiento de pedirle ayuda en algo en particular. Si realmente me ve usted tan mal, recomiéndeme por favor a una buena enfermera. Pagaré lo necesario, pero debo regresar a mi casa. Comeré antes que el cielo decida castigarme más, pero luego partiré— insistí, sin dar mayor detalle acerca de quién me suministraría mi alimentación. Sin embargo, fue allí cuando me pregunté qué tan mal me veía para que me trataran de ese modo —Disculpe si estoy siendo grosero, Sor Achenbach, es sólo que esto es algo a lo que no acostumbro. Quiero comer por mis propios medios, pero soy consciente que mi pulso está alterado y haré un desastre si no permito su ayuda. Le agradezco por eso, y más aún porque sé que no hará oídos sordos a mi petición ¿Verdad? —. agregué, sintiéndome en el fondo tan manipulador como desesperado. De por sí, era una molestia sentirme en esas condiciones frente a un cliente, sobre todo porque aquella mujer era una piadosa que a la vez era demasiado firme. Parecía inquebrantable, como si nada pudiera tentarla o hacerla siquiera flaquear un poco ¿Por qué entonces creía que me ayudaría? A veces, la gratitud no aplica con los clientes, porque yo le había prestado mi servicio y, a cambio, obtenía dinero. Y eso mismo planeaba hacer ahora, pese a que sería yo quien pagase por servicios. En mi mundo cuadriculado, todo se debía a meros trueques y, los sentimientos, no podían ser distintos a ambición o quizás, lástima.
Mi madre solía decirme que cuando las razones que inventaba para seguir adelante con algo se iban volviendo cada vez más ingeniosas o rebuscadas, es que se acabó. Jamás le encontré tanto sentido a esa frase como en ese momento, donde en medio de mi malestar, buscaba razones para obtener una respuesta que fuese de mi agrado con respecto a mi salida. No tenía nadie que me esperara en casa, pero al menos estaba en algo propio, en la privacidad de mis vicios y mis costumbres cada vez más monótonas.
—Lo sé, supongo que ninguna de mis pertenencias llegó conmigo esta noche ¿Verdad? — especulé, porque bien sabía que el ataque hace no sé ya cuántas noches, no se trataba de un simple asalto. El ataque era hacia mí, hacia mi condición que esperaba aún permaneciera oculta para los miembros de ese hospital para mí sin nombre. — ¿Desintoxicando? ¿Sabe ya los resultados? — pregunté, intentando ocultar el tono de alarma. Quería bajar las piernas al suelo para poder ponerme en pie y partir, pero la posición de Christel me lo impedía, lastimosamente. No obstante, eso no era lo importante, puesto que yo quería saber lo que realmente habían encontrado en mi interior. Antes que pudiera abrir la boca y decir algo más, una enfermera apareció sonriente, justo en el momento en que mi antes cliente me cubriera el pecho desnudo con la sábana. Parecía determinada a que yo permaneciera allí.
—De todos modos, con o sin consentimiento del médico planeo retirarme. Sé bien que deberé firmar unos papeles donde yo asumo las consecuencias de mi desacato. Pero es un riesgo que quiero correr. No puedo permanecer más aquí y espero que me entienda. Incluso pediría su ayuda si no supiera que es usted una mujer muy recta que no desobedecerá al doctor— irrumpí, mientras me sentaba, teniendo claro que no me dejaría hacer nada antes de comer. En cuanto a las normas, me las sabía con claridad, era evidente dada mi profesión. No así, dejaba en claro que no me importaba lo que el médico dijera, porque yo estaba completamente decidido. En el fondo, creía que con lo que decía podía llegar a crear molestia en la religiosa, pese a mi acostumbrada sutileza, y fue por lo mismo que me vi obligado a agregar lo que antes ya tenía en mente —Creo que sí puedo tomarme el atrevimiento de pedirle ayuda en algo en particular. Si realmente me ve usted tan mal, recomiéndeme por favor a una buena enfermera. Pagaré lo necesario, pero debo regresar a mi casa. Comeré antes que el cielo decida castigarme más, pero luego partiré— insistí, sin dar mayor detalle acerca de quién me suministraría mi alimentación. Sin embargo, fue allí cuando me pregunté qué tan mal me veía para que me trataran de ese modo —Disculpe si estoy siendo grosero, Sor Achenbach, es sólo que esto es algo a lo que no acostumbro. Quiero comer por mis propios medios, pero soy consciente que mi pulso está alterado y haré un desastre si no permito su ayuda. Le agradezco por eso, y más aún porque sé que no hará oídos sordos a mi petición ¿Verdad? —. agregué, sintiéndome en el fondo tan manipulador como desesperado. De por sí, era una molestia sentirme en esas condiciones frente a un cliente, sobre todo porque aquella mujer era una piadosa que a la vez era demasiado firme. Parecía inquebrantable, como si nada pudiera tentarla o hacerla siquiera flaquear un poco ¿Por qué entonces creía que me ayudaría? A veces, la gratitud no aplica con los clientes, porque yo le había prestado mi servicio y, a cambio, obtenía dinero. Y eso mismo planeaba hacer ahora, pese a que sería yo quien pagase por servicios. En mi mundo cuadriculado, todo se debía a meros trueques y, los sentimientos, no podían ser distintos a ambición o quizás, lástima.
Patrick Verlaine- Cambiante Clase Alta
- Mensajes : 36
Fecha de inscripción : 27/03/2014
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