Unexpected help [Cailen Gowan]

Imprevistas, y fuera lo común.

Las situaciones que se podían concurrir en una ciudad tan movida como París, desde que Edmond había llegado allí, eran sin duda, multitud. No existía quizá mucha diferencias, en las metrópolis humanas de la época, pero, por supuesto que el joven noble solo estaba acostumbrado a aquellas de su tierra: Inglaterra, y ahora, ya próximo a cumplir el mes del segundo de año de haber llegado a Francia para expandir la Compañía Williams y empezar a darle el carácter internacional que poco a poco estaba dedicado a alcanzar, también se acostumbraba al movimiento que podía tener una ciudad como París. Sentado, dentro del carruaje pequeño y modesto que solía usar para moverse por la ciudad cuando requería ir de la mansión a la Williams Company y viceversa: suficientemente espacioso para que perfectamente cuatro personas pudieran hacer uso del mismo, de color negro y tirado por un caballo, iba paseando a paso lento por las calles de París.

Una situación que no espero, pues el tiempo requería que estuviese en la Compañía para atender los asuntos pertinentes de ella.

El carruaje, que durante el sesenta por ciento del camino había mantenido una buena ruta y velocidad, se detuvo, al principio, el joven Williams giró la vista hacia su derecha, obligándose a cerrar el libro que llevaba entre sus manos, y del cual degustaba su la lectura: Romeo y Julieta, un clásico de Shakespeare del cual, se habían innumerables obras dramatúrgicas presentadas en los teatros de Paris, Roma, Londres y toda ciudad donde el autor era conocido, por su supuesto, era algo a lo que el Vaticano seguía, como desde la época de la Inquisición y la Edad Media, la cual para Edmond no era más que historia, siendo algo que podía, quizá amenazar contra el poder que aún ejercían pero con el pasar de los siglos habían ido perdiendo. Con el mismo rostro tranquilo, y apacible de siempre, habiendo escuchado el bullicio y el algarabío, decidió abrir la puerta del carruaje y salir viendo como la multitud se amontonaba a ver algún tipo de espectáculo. Lo primero que el Barón pensó fue en los gitanos. Era bien sabido el rechazo que las clases altas y la nobleza tenían a esta “extirpe” como algunos se referían a ellos de manera despectiva, incluso él, podía caer en el estereotipo del gitano en el que no se podía confiar.

Una manera de hilar pensamientos y sacar conclusiones que estaba alejada del verdadero conflicto que se gestaba en el sitio.

–Sr. Williams…el paso está cerrado.– El joven noble miro a su cochero, y volvió a centrar la mirada en la gente que gritaba algún tipo de insulto o se escandalizaba por sea lo que sea, estaba viendo. –¿Qué ocurre ahí delante?– Preguntó, por supuesto, sin perder la calma. –Lo ignoro, señor.– No hubo respuesta sino un ligero sobresalto visto en cómo giro la mirada hacia un par de soldados miembros de la Guardia de Francia que se abrieron pasó en medio de la gente y agarraron a un hombre que llevaba ropas propias del oficio de mercader, en el lugar, un montón de frutas lanzadas al suelo y sobre el suelo, un chico, joven, harapiento y claramente de clase baja, pero no gitano. –Espera aquí.– Dijo a su cochero. –Sr., no creo que sea prudente…– Pero Edmond, claramente, hizo caso omiso a sus palabras y decidió acercarse al sitio interviniendo en la acción que el guardia tenía sobre el muchacho desconocido al cual parecían llevarse por haber hecho algo indebido. –Oficial, por favor, deténgase usted.– Dijo, mirando con seriedad al chico por unos segundos y notando que estaba algo golpeado. –¿Y usted es?– El joven Edmond respondió. –Barón Edmond Williams.– Un nombre que sin duda reconoció. –Monseiur Williams, es un grato placer y alto honor conocerle por fin.– Hizo una señal de respeto. –Disculpe usted el alboroto, ¿le ha causado alguna molestia este chico también?– Pregunto. –Ninguna, más que escapar sin permiso, por supuesto. Llévelo a mi carruaje y yo me haré cargo del resto, pues no es intención considerada de la Casa Williams que sus sirvientes causen este tipo de molestias al buen juicio de la guardia de París, y por favor, indique usted al mercader, si no le es mayor molestia, que lo que haya robado le será pagado a la brevedad.– Dijo, viendo como el otro guardia le guardia hacia lo que el noble pedía y llevaban al ladrón hasta el carruaje de Edmond, el cual, rápidamente, fue abierto por su cochero.

–Barón, perdone mi intromisión, se de su buena voluntad para la gente de clase baja, pero, señor, esto no es Inglaterra…– Edmond lo miro y procedió a dar un par de palmadas en el hombro de su cochero para que intentase no preocuparse tanto. Tras haber logrado sacar al desconocido del problema, y ver como la guardia lograba calmar la pequeña multitud de mirones, para que el tráfico se restableciera, optó por ir al coche. –Mantén el rumbo a la Compañía apenas se pueda seguir.– Dijo, y se montó en el coche, sentándose frente al muchacho, mirándole tras un silencio incomodo mientras el carruaje aún no se ponía en movimiento.

Acto seguido, saco el pañuelo que colgaba sobre su cuello, y lo extendió al hombre. –Tiene aún sangre en el rostro, límpiese un poco o puede que la herida pueda infectarse.

El cielo sobre mi cabeza era gris, indicando que una fuerte lluvia se haría presente dentro de poco tiempo. Se podía respirar el aroma a humedad que impregnaba el aire, incluso pasé por un edificio donde las amas de casa salían a los balcones presurosas para meter la ropa bajo techo antes de que comenzara a caer el agua; algunas incluso llamando a sus hijos para que les ayudasen a moverla lo más ágil posible.

Mientras avanzaba por las aglomeradas calles de la ciudad francesa pensaba en qué iba a hacer ese día, tenía que conseguir dinero o comida y, en vista de que lo primero escaseaba y el hambre se volvía insoportable, solo tenía una opción y era robar. Lo que siempre intentaba evitar pero terminaba haciendo. -Si pudiera verme ahora... -Hablé en voz baja para mí mismo, me refería a mi padre; él era la razón por la que había huido de casa con la esperanza de salvarme de esos crueles planes que tenía para conmigo, en su lugar solo había encontrado más desgracias. Llevé una mano a mi sien en frustración. Ya basta de pensar en esas cosas, no era el momento, lo primordial era la concentración.

Respiré hondo una, dos y tres veces antes de doblar una esquina y salir a la calle con la disposición de hurtar una hogaza de pan de un señor que estaba a unos escasos metros de distancia. Caminaba fingiendo estar paseando y aproveché la oportunidad en cuanto la tuve para meter un pan dentro de la desgastada gabardina marrón. -¡Ladrón!- Bramó un hombre de voz rasposa. ¡Joder, me vieron! Grité internamente. Antes de que pudiera salir corriendo sentí un fuerte golpe en la nuca, alguno de los demás vendedores me había arrojado una manzana. Al porrazo siguió otro y otro más, llovieron en mi espalda y cabeza. Escuché los silbidos e insultos de la gente que se juntaba formando un círculo. Desesperado traté de correr para salir de la escena pero un muro de personas me empujó de regreso; el círculo de repente me parecía un coliseo y el hombre que se acercaba con paso lento pero imponente un feroz león. -¡Me has robado, chiquillo. Te he visto! -Y sin más ceremonia me encestó un puñetazo por encima del ojo izquierdo. La fuerza del impacto me mandó al suelo en el instante. Aturdido como estaba, no pude prever que se acercaba otra vez; tan solo sentí la presión de su bota contra mi mano, ganando un quejido de dolor de mi parte.

-¡Escúchame bien tu…!
-¡Silencio!- Ladró una segunda voz, más profunda, intimidante. Un soldado que lideraba a un grupo habló, de inmediato mandando a los demás uniformados a dispersar a la gente. El mismo que había hablado me tomó por el brazo derecho, sin perder tiempo otro fue a socorrerle. Apenas vi cuando se llevaban lejos al hombre que me había golpeado, el hombre seguía más que enojado.

Los dos uniformados me alzaron del suelo para llevarme casi a rastras hasta un carruaje en el que me subieron, tal vez con más cuidado del que esperaba. Miraba mis pies, seguía atontado, en primera instancia pensé que me habían subido al carruaje que se usaba para llevar a los prisioneros a la cárcel por lo que no dije nada al principio, fue una voz ajena la que me sacó de trance. Alcé la vista y parpadeé un par veces, enfocando la figura delante de mí. Todavía me tomó un par de segundos comprender lo que pasaba. -Gracias.-Murmuré tomando el pañuelo ofrecido con la mano que aún tenía saludable para proceder a limpiar la herida, no me había dado cuenta de que estaba sangrando. -Me ha salvado la vida. -Razoné en el instante que recordé que a los ladrones les condenaban a la horca. Fue en ese instante que un rayo iluminó el oscuro cielo para que luego azotara un trueno sonoro; el carruaje comenzó a moverse.