Venture into the lion's den // Leonardo

por **Cloud Hensworth** Vie Abr 21, 2017 4:30 am

Llevaba años huyendo de las grandes multitudes. Evadiendo las ciudades, alejado de posibles víctimas de mi furia en las lunas llenas. Aislándome todo lo posible días antes de la noche indicada. No podía permitirme herir a nadie, matar estaba fuera de mis límites. Aún así había accidentes, aún con precaución podían ocurrir cosas que no deseaba.

Entraba en los núcleos de viviendas para robar o para algún evento social, llevaba años haciéndome pasar por el conde de Limoges y tampoco sabía si ese título existía de verdad, pero la gente lo creía y me aceptaba en su círculo de nobles. Nobleza que se extralimitaba en el consumo de alcohol y en la celebración de la vida. Para mi aquello era una perdida de tiempo, pero siempre era buena idea tener amigos en la alta sociedad. Nunca duraba mucho en las ciudades, por eso mis apariciones en eventos eran escasas, eso aportaba un misterio extra hacia mi persona que atraía la curiosidad de otros, deseada e indeseada a la vez.

Y con todo esto me estaba internando de noche en la ciudad de París, vestido con los ropajes del populacho más oscuros que encontré y ocultándome entre las sombras. Mi destino era Norte Dame y mi intención era la de encontrarme con alguien del alto mando eclesiástico que me iba a reclutar para trabajar con ellos en el mundo sobrenatural del que yo era miembro activo. Sabía que habría problemas, no era tonto. Tendría que enfrentarlos y solucionarlos.

por **Leonardo Saveedra** Sáb Mayo 20, 2017 2:56 pm

La oscuridad convertía a aquellos seres a los que engullía en seres extraños. Los dotaba de inmortalidad, y les robaba la humanidad, todo rastro de ella, o al menos eso parecía verse en los ojos de aquellos que llevaban por defecto la maldición del primero de todos los malditos: Caín, hijo de Adán, hijo de Eva, asesino de Abel, el amado, el hermoso, y el más puro y noble de todos, Abel. Y esa misma oscuridad, podía confabular en hacer juegos absurdos que solo el enigmatismo de aquellos que vagaban la tierra por siglos podían entender, en noches como aquella, donde la luz de luna se no se levantaba sobre el cielo oscuro, cubriendo con sombras y penumbras de nubes oscuras el rastro de toda luz tenue que no terminaba de engullir toda fuente de energía lumínica por las antorchas que se amalgamaban en los candelabros de la criptica Paris nocturna en donde la expresión del arte victoriana, en su belleza, majestuosa y admiraba, pasaba de ser hermosa, a convertirse en una digna para los hijos de la sangre, y aquellos seres de la noche que inundaban en secreto cada rincón de Francia, Europa y más allá, desde el origen de los tiempos, plagando quizá como la peste que la humanidad estaba destinada a enfrentar, heredera de aquella vieja rivalidad propia de los hijos de Set, el elegido de Dios, la sustitución cruel de Abel y la demostración de que, quizá Lucifer no barajaba la idea de que el plan de Dios era, inquebrantable, hasta cierto punto.

Leonardo Saveedra, corroído por los milenios de la no-vida, no era diferente de aquellos vástagos presos de la inmortalidad en la que se deleitaban, era un ser al que el placer del libertinaje y el pecado, visto de su propia existencia como un ser maldito, pero en el que la soledad a veces parecía convertirse en un tesoro preciado y único que lo caracterizaba y podía, incluso dejar ver, vestigios de aquella vieja humanidad, ya olvidaba por los milenios en la antigua y gloriosa Babilonia. Enterrada en las arenas del tiempo. Sus pies le habían movido, entre las sombras, alejándose de todos, hasta el lugar más propiamente solitario en noches como aquella, donde la luna decidía esconderse, a la Catedral de Notre Dame, una estructura que, lejos de significar el santuario de Dios, podría observarse desde la oscuridad de la noche como u lugar digno de cuentos crípticos, algo que, hizo detener el paso lento, en medio de la plaza central, frente al portón que se extendía debajo de los arcos, y cuya ubicación permitía observar el vidrial circular que se situaba en medio de las dos torres, visión que le arrebató una sonrisa ladina al cainita, antes de que, se desvaneciese en medio del lúgubre paisaje.

–¡Cómo has caído del cielo, oh lucero de la mañana, hijo de la aurora! Has sido derribado por tierra, tú que debilitabas a las naciones.– Fueron las palabras que rompieron el eco, retumbando en todo el lugar, sin visión pertinente de una fuente sonora que las dijese, situación que, empero de lo que hacía alrededor de 30 minutos llevaba ocurriendo, tras las horas que el milenario vampiro llevaba en el lugar, había observado: un grupo de cuatro cazadores que, para su sorpresa, parecían no ir en su busca, ni saber en mínima intención o sospecha, que un hijo de Caín se hallaba en el aposento de Dios, sino pues, a la espera de alguien a quien parecían estar emboscando, y, en definitiva, habían logrado cuando el sujeto había llegado, saliendo cada uno de los cazadores por un costado. La cuestión que, género en el milenario ser que viese con curiosidad, e interviniera, solo por simple diversión, pronunciado unas palabras que llamarían la atención de todos los presentes: 4 cazadores mortales y un lupino, apareciendo de la nada, en el centro del escenario, cerca del lobo para que le mirasen. –Tú que decías en tu corazón: Subiré al cielo; en lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono, y en el monte del testimonio me sentaré, a los lados del norte; sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo.– Concluyó, dejando verse en sus facciones una sonrisa serpentina, que, acompañado del brillo sangriento escondido en sus ojos, era, una advertencia silenciosa. –Un drama digno de Shakespeare, ¿no crees, Monsieur lupino? Claro, uno que parece, no ser entendido, por vuestros... ¿perseguidores?– Pregunto, vacilante.

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