AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Bienvenida [Privado]
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Bienvenida [Privado]
Las nubes cubrían el cielo de París en un manto gris que presagiaba lluvia. La gente recorría las calles con paso acelerado, procurando demorarse lo menos posible en la vuelta al hogar. El ambiente apagado contrastaba con la sonrisa de Melia, que también estaba impaciente, pero no por volver, precisamente.
Era la primera vez que viajaba tan lejos de casa, de su amada Asturias, y aunque ya echaba de menos los parajes verdes de su tierra natal, no podía evitar que su corazón se acelerara de emoción y mirarlo todo con la expectación de quien no conoce el mundo en el que entra, pero tiene muchas esperanzas puestas en lo que va a encontrar en él.
- Ya estamos llegando señorita Mancini -la voz del empleado de su padre sacó a Melia de sus pensamientos de fascinación por la ciudad. Si todo salía bien pronto no tendría que seguir usando ese apellido.
La muchacha contestó con un asentimiento de cabeza. Efectivamente, habían entrado en un barrio muy sofisticado de París, así que no debía faltar mucho para llegar a la escuela de señoritas a la que la mandaba su familia para que “refinara sus modales” e “hiciera contactos”. Lo que Melia traducía en un “sé complaciente” y “te vamos a buscar un marido con el que tu padre se pueda enriquecer en los negocios”.
De repente parte de la alegría que sentía se desvaneció con un suspiro. Pese a que había intentado hacer felices a sus padres, su don parecía ser una barrera entre ellos. Esa había sido una época dura en su vida, un tiempo oscuro en que se culpaba a sí misma por ser diferente… Y entonces aparecieron ellos, sus abuelos. El recuerdo de la pareja de ancianos devolvió la sonrisa a los labios de la chica, que también había recuperado la decisión: estaba allí por un motivo, y no era momento para pensar en el pasado, sino en el futuro.
Justo en ese momento paró el carruaje. El conductor abrió la puerta y el primero en salir fue el hombre, de cuarenta y muchos, serio y formal. Era uno de los hombres de confianza de su padre y venía para asegurarse de que llegaba sana y salva a París. A Melia le caía bien, parecía una persona incorruptible. Lástima que los intereses del hombre fueran los mismos que los de su padre, y por ende, contrarios a los suyos.
Una vez el carruaje estuvo vacío, salió y sintió el aire fresco golpeándole y arrastrando mechones de pelo negro sobre la cara. No se los apartó, estaba ocupada estudiando la fachada que tenía delante con mirada crítica. La verdad es que la escuela tenía exactamente el aspecto que hubiera imaginado para un edificio en el que se practicaba el adoctrinamiento y se promovía la sumisión de las pobres señoritas que entraran en él: relucientemente pijo. No importaba, no iba a estar mucho tiempo allí.
En el rato en el que estaba reflexionando ya habían bajado las maletas y alguien las había llevado al interior. Carlo, el empleado de su padre, estaba hablando con una pareja de aspecto estirado, el director de la institución y su esposa. Una vez terminaron de de hablar la pareja le dedicó a Melia una sonrisa cortés, insípida a su parecer, pero la correspondió, y el director se despidió y entró en el edificio mientras su esposa esperaba en la puerta. Carlo se dirigió a ella:
- ¿Está lista señorita?
- Sí -esperaba que su cara fuera lo menos expresiva posible, no fuera que el hombre sospechara de sus intenciones.
- Entonces aquí me despido, la señora Pueyrredón la guiará a la habitación. -el hombre pareció titubear. Lo conocía desde pequeña y no era una persona muy expresiva, quizá pretendía decirle alguna frase de despedida, o de aliento, pero no se le daba bien.
- Eso está bien. Gracias por todo Carlo, hasta pronto. -le interrumpió ella con una sonrisa amable, en un gesto que pretendía que fuera entendido como “no hacen falta las palabras”.
- Hasta pronto señorita Mancini -contestó con una ligera sonrisa. Parecía haber captado el mensaje.
Carlo se dirigió hacia el interior del carruaje y éste se alejó. Melia lo siguió con la mirada unos instantes. Quizá acabara echando de menos a ese hombre y todo. Entonces dirigió su mirada al frente, a la mujer que tenía delante.
- ¿Entramos? -preguntó la señora Pueyrredón.
Melia asintió sin decir palabra, y siguió a la mujer, que durante un rato fue caminando por la escuela, contándole acerca de su historia, de las actividades que allí se realizaban, de la rutina diaria, de las familias que tenían a sus hijas allí, de las obras que había hecho su marido desde que era director… Melia la dejó hablar sin interrumpirla y fingiendo prestar atención. Cuando por fin llegaron a la habitación, comprobó que sus maletas estaban allí y despidió a la mujer del director. Debía darse prisa, no faltaba mucho para el atardecer y quería aprovechar mientras aún hubiese luz para buscar el refugio.
Sacó de la maleta un pequeño paquete con olor a bosque. Su abuela le había preparado ropa para pasar desapercibida por los barrios de la ciudad en los que se iba a mover. Descorrió las cortinas de un tirón y abrió la ventana. No había nadie en la calle, por lo que Melia agradeció en silencio el cielo gris. Se desvistió y colocó la ropa en el armario. Eso sería menos llamativo que un montón de ropa en el suelo junto a la ventana. Cerró los ojos y se concentró. La gaviota sería capaz de transportar el paquete, pero aún no podía mantener esa forma durante mucho tiempo, por lo que no debía retrasar más su partida. Cogió el paquete y lo dejó junto a sus pies. Una respiración profunda. Dos. Tres. Abrió los ojos. Saltó encima del paquete y lo cogió con el pico. Bien, era muy cómodo de llevar, su abuela era la mejor.
Viento. Frescor. Humedad. Libertad. Chilló de alegría.
Y calló. No debía llamar la atención de los pocos viandantes que quedaban en las calles: las gaviotas eran comunes en la rivera del Sena, pero no con un bulto a cuestas. Buscó los edificios emblemáticos de los que le había hablado la abuela para guiarse y se dirigió hacia una de las zonas de París que, solo por el olor que desprendía, no era de las mejores. Describió un par de círculos sobre el barrio y localizó un callejón sobre el que poder aterrizar, transformarse y vestirse sin ser molestada, y así lo hizo. Al deshacer el paquete se sorprendió al ver un pequeño puñal entre la ropa, similar al cuchillo de pescador de su abuelo, pero más pequeño, nuevo y afilado. Sonrió y lo guardó entre sus ropajes. Sus abuelos estaban en todo.
Una vez preparada se dirigió hacia el final del callejón, con los sentidos un poco saturados por el olor fétido de la zona y por la reciente transformación. En un futuro no muy lejano lamentaría mucho que la impaciencia por continuar el viaje le llevase a no hacer uso de la prudencia, a no esperar a haberse acostumbrado al olor y a no haber intentado buscar con los sentidos los peligros que la rodeaban. Pero en ese momento no lo hizo, por suerte o por desgracia.
No pudo ver qué chocó contra ella, pero el golpe desde la izquierda fue tan fuerte que la empujó un metro hacia su lado derecho, chocando contra el empedrado de la calle y dejándola sin aliento y con la visión borrosa.
Era la primera vez que viajaba tan lejos de casa, de su amada Asturias, y aunque ya echaba de menos los parajes verdes de su tierra natal, no podía evitar que su corazón se acelerara de emoción y mirarlo todo con la expectación de quien no conoce el mundo en el que entra, pero tiene muchas esperanzas puestas en lo que va a encontrar en él.
- Ya estamos llegando señorita Mancini -la voz del empleado de su padre sacó a Melia de sus pensamientos de fascinación por la ciudad. Si todo salía bien pronto no tendría que seguir usando ese apellido.
La muchacha contestó con un asentimiento de cabeza. Efectivamente, habían entrado en un barrio muy sofisticado de París, así que no debía faltar mucho para llegar a la escuela de señoritas a la que la mandaba su familia para que “refinara sus modales” e “hiciera contactos”. Lo que Melia traducía en un “sé complaciente” y “te vamos a buscar un marido con el que tu padre se pueda enriquecer en los negocios”.
De repente parte de la alegría que sentía se desvaneció con un suspiro. Pese a que había intentado hacer felices a sus padres, su don parecía ser una barrera entre ellos. Esa había sido una época dura en su vida, un tiempo oscuro en que se culpaba a sí misma por ser diferente… Y entonces aparecieron ellos, sus abuelos. El recuerdo de la pareja de ancianos devolvió la sonrisa a los labios de la chica, que también había recuperado la decisión: estaba allí por un motivo, y no era momento para pensar en el pasado, sino en el futuro.
Justo en ese momento paró el carruaje. El conductor abrió la puerta y el primero en salir fue el hombre, de cuarenta y muchos, serio y formal. Era uno de los hombres de confianza de su padre y venía para asegurarse de que llegaba sana y salva a París. A Melia le caía bien, parecía una persona incorruptible. Lástima que los intereses del hombre fueran los mismos que los de su padre, y por ende, contrarios a los suyos.
Una vez el carruaje estuvo vacío, salió y sintió el aire fresco golpeándole y arrastrando mechones de pelo negro sobre la cara. No se los apartó, estaba ocupada estudiando la fachada que tenía delante con mirada crítica. La verdad es que la escuela tenía exactamente el aspecto que hubiera imaginado para un edificio en el que se practicaba el adoctrinamiento y se promovía la sumisión de las pobres señoritas que entraran en él: relucientemente pijo. No importaba, no iba a estar mucho tiempo allí.
En el rato en el que estaba reflexionando ya habían bajado las maletas y alguien las había llevado al interior. Carlo, el empleado de su padre, estaba hablando con una pareja de aspecto estirado, el director de la institución y su esposa. Una vez terminaron de de hablar la pareja le dedicó a Melia una sonrisa cortés, insípida a su parecer, pero la correspondió, y el director se despidió y entró en el edificio mientras su esposa esperaba en la puerta. Carlo se dirigió a ella:
- ¿Está lista señorita?
- Sí -esperaba que su cara fuera lo menos expresiva posible, no fuera que el hombre sospechara de sus intenciones.
- Entonces aquí me despido, la señora Pueyrredón la guiará a la habitación. -el hombre pareció titubear. Lo conocía desde pequeña y no era una persona muy expresiva, quizá pretendía decirle alguna frase de despedida, o de aliento, pero no se le daba bien.
- Eso está bien. Gracias por todo Carlo, hasta pronto. -le interrumpió ella con una sonrisa amable, en un gesto que pretendía que fuera entendido como “no hacen falta las palabras”.
- Hasta pronto señorita Mancini -contestó con una ligera sonrisa. Parecía haber captado el mensaje.
Carlo se dirigió hacia el interior del carruaje y éste se alejó. Melia lo siguió con la mirada unos instantes. Quizá acabara echando de menos a ese hombre y todo. Entonces dirigió su mirada al frente, a la mujer que tenía delante.
- ¿Entramos? -preguntó la señora Pueyrredón.
Melia asintió sin decir palabra, y siguió a la mujer, que durante un rato fue caminando por la escuela, contándole acerca de su historia, de las actividades que allí se realizaban, de la rutina diaria, de las familias que tenían a sus hijas allí, de las obras que había hecho su marido desde que era director… Melia la dejó hablar sin interrumpirla y fingiendo prestar atención. Cuando por fin llegaron a la habitación, comprobó que sus maletas estaban allí y despidió a la mujer del director. Debía darse prisa, no faltaba mucho para el atardecer y quería aprovechar mientras aún hubiese luz para buscar el refugio.
Sacó de la maleta un pequeño paquete con olor a bosque. Su abuela le había preparado ropa para pasar desapercibida por los barrios de la ciudad en los que se iba a mover. Descorrió las cortinas de un tirón y abrió la ventana. No había nadie en la calle, por lo que Melia agradeció en silencio el cielo gris. Se desvistió y colocó la ropa en el armario. Eso sería menos llamativo que un montón de ropa en el suelo junto a la ventana. Cerró los ojos y se concentró. La gaviota sería capaz de transportar el paquete, pero aún no podía mantener esa forma durante mucho tiempo, por lo que no debía retrasar más su partida. Cogió el paquete y lo dejó junto a sus pies. Una respiración profunda. Dos. Tres. Abrió los ojos. Saltó encima del paquete y lo cogió con el pico. Bien, era muy cómodo de llevar, su abuela era la mejor.
Viento. Frescor. Humedad. Libertad. Chilló de alegría.
Y calló. No debía llamar la atención de los pocos viandantes que quedaban en las calles: las gaviotas eran comunes en la rivera del Sena, pero no con un bulto a cuestas. Buscó los edificios emblemáticos de los que le había hablado la abuela para guiarse y se dirigió hacia una de las zonas de París que, solo por el olor que desprendía, no era de las mejores. Describió un par de círculos sobre el barrio y localizó un callejón sobre el que poder aterrizar, transformarse y vestirse sin ser molestada, y así lo hizo. Al deshacer el paquete se sorprendió al ver un pequeño puñal entre la ropa, similar al cuchillo de pescador de su abuelo, pero más pequeño, nuevo y afilado. Sonrió y lo guardó entre sus ropajes. Sus abuelos estaban en todo.
Una vez preparada se dirigió hacia el final del callejón, con los sentidos un poco saturados por el olor fétido de la zona y por la reciente transformación. En un futuro no muy lejano lamentaría mucho que la impaciencia por continuar el viaje le llevase a no hacer uso de la prudencia, a no esperar a haberse acostumbrado al olor y a no haber intentado buscar con los sentidos los peligros que la rodeaban. Pero en ese momento no lo hizo, por suerte o por desgracia.
No pudo ver qué chocó contra ella, pero el golpe desde la izquierda fue tan fuerte que la empujó un metro hacia su lado derecho, chocando contra el empedrado de la calle y dejándola sin aliento y con la visión borrosa.
Melia Azedarach- Cambiante Clase Media
- Mensajes : 11
Fecha de inscripción : 23/04/2017
Re: Bienvenida [Privado]
"Todo hombre es como la Luna: con una cara oscura que a nadie enseña."
(Mark Twain)
(Mark Twain)
Con pies descalzos bajo la luna menguante, los pasillos del laberinto se estrechaban con cada paso que tintineaba en los cascabeles de su tobillera. Negra cabellera y ojos grandes, parecía huir de algo o al menos tener prisa.
-Corre, mi pequeño gorrión, corre... -Le susurraba mientras él la perseguía entre las ruinas de su infancia, con sus pequeños pies.
El niño moreno de cabellos oscuros y desordenados, no sabía nada del futuro, solo sabía que le encantaba aquel juego donde ambos se perdían entre los antiguos vestigios bizantinos, de Constantinopla.
-Espérame, anne (madre)... -Le había dicho el pequeño, mientras la luna cada vez menguaba más y más, perdiendo su luz original, sumiendo al mundo en la más fría de las tinieblas.
El sonido de los cascabeles continuaban con su soniquete mientras la risa traviesa de la joven madre decidía acompañarle.
Eran tiempo fáciles. Eran tiempo felices. No había miedo, no había escuela de jenízaros, no había muerte...
Los cascabeles se detuvieron, y un Emhyr niño tenía miedo a la oscuridad que la luna menguante había creado. No paraba de llamar a su madre hasta que... La vio...
-Anne... -Susurro la ahora voz de un Emhyr adulto.
Frente a él la mujer de piel de canela y cascabeles en el tobillo se había detenido con una indescifrable sonrisa.
-Todo lo que siembras es muerte... -Dijo mientras se arrodillaba e inclinaba el rostro hacia delante.
De repente una oscura figura apareció a su espalda portando un puñal piadoso que precipitándose hacía la nuca de la madre le dio una rápida muerte.
-Ella nunca creyó en el suicidio. -Voz de su padre en la sombra y el mismo puñal en el propio corazón de esta misma.
La luna menguante sangraba...
-Corre, mi pequeño gorrión, corre... -Le susurraba mientras él la perseguía entre las ruinas de su infancia, con sus pequeños pies.
El niño moreno de cabellos oscuros y desordenados, no sabía nada del futuro, solo sabía que le encantaba aquel juego donde ambos se perdían entre los antiguos vestigios bizantinos, de Constantinopla.
-Espérame, anne (madre)... -Le había dicho el pequeño, mientras la luna cada vez menguaba más y más, perdiendo su luz original, sumiendo al mundo en la más fría de las tinieblas.
El sonido de los cascabeles continuaban con su soniquete mientras la risa traviesa de la joven madre decidía acompañarle.
Eran tiempo fáciles. Eran tiempo felices. No había miedo, no había escuela de jenízaros, no había muerte...
Los cascabeles se detuvieron, y un Emhyr niño tenía miedo a la oscuridad que la luna menguante había creado. No paraba de llamar a su madre hasta que... La vio...
-Anne... -Susurro la ahora voz de un Emhyr adulto.
Frente a él la mujer de piel de canela y cascabeles en el tobillo se había detenido con una indescifrable sonrisa.
-Todo lo que siembras es muerte... -Dijo mientras se arrodillaba e inclinaba el rostro hacia delante.
De repente una oscura figura apareció a su espalda portando un puñal piadoso que precipitándose hacía la nuca de la madre le dio una rápida muerte.
-Ella nunca creyó en el suicidio. -Voz de su padre en la sombra y el mismo puñal en el propio corazón de esta misma.
La luna menguante sangraba...
Y Emhyr despertaba empapado de sudor en aquel refugio improvisado dentro de aquel mausoleo.
Otra pesadilla. Otro mal recuerdo. ¿Recuerdo? Realmente la muerte de sus padres no había sido un recuerdo suyo, el jefe jenízaro se lo había contado, y él había evocado esa imagen en sus sueños.
Una noche más, bastante tranquila que digamos y para él, la hora de trabajar. Al principio se centró a hacer lo rutinario: ir al jardín botánico a conseguir unos cuantos ingredientes, unos pocos trucos de cartas para algún pobre despistado, hacer negocios con las prostitutas en el barrio rojo y las demás visitas habituales; intento que toda la noche fuese de las normales, pero no terminaba de quitarse aquel sueño de su cabeza, no terminaba de apartar de su mente las palabras... Había preocupación.
Sus manos barajaron aquellas cartas españolas, mientras apoyaba su espalda en un muro, su gesto era entretenido y sus dedos con habilidad sacaban hacían aparecer de la nada alguna carta descarriada que él contemplaba largamente, como si quisiese descifrar algo en ella, con si leyese en un libro algo interesante lleno de significado.
Una sota de oro entre el azar apareció en sus dedos, los labios de Emhyr se curvaron creando una divertida sonrisa, ya que le hacía gracia la casualidad de la carta y lo que, en los bajos fondos solía significar aquella carta…
-Ehhh tú… ¡Devuélvenos nuestro dinero! -Hacía al menos un rato había estafado a aquel grupo de borrachos, con otro juego de cartas y un poco de labia, pero al parecer uno de ellos se había dado cuenta de la trampa.
El otomano apretó sus dientes, no tenía ganas de un enfrentamiento y más ahora que tras cambiar su recién naturaleza, sentía a veces que perdía el control. El espíritu del joven lobo se removía pidiendo algo de pelea y sangre. Debía mantener la calma, la templanza. Era un licántropo joven y nadie lo sabía aun en un París donde todos en aquel mundillo se conocía. No quería aun etiquetes y más llamar atención a Cazadores o la mismísima Inquisición. Su objetivo seguir siendo sombra e invisible, mejor huir.
Apremiante carrera donde se perdía por aquellas calles en intento de despiste, todo iba bien, los dejaba atrás hasta que… Cuerpo duro que choca contra uno más menudo mandándolo impactar contra el suelo. “¿Pero qué?”
- ¿Bonita estas bien? -Se acercó a ella, tomándola del brazo para ayudarle a levantarse, nueva cara en París, al menos para él y por sus apariencias poco tenía que ver con ser de aquel lugar de mala fama. -¿Te has hecho daño…? -La pregunta se quedó en el aire, cuando el turco sintió el filo hundirse en su espalda y la sangre brotar. Aquel grupo le había alcanzado y su solución para aquel agravio se veía en filo de navaja.
Emhyr Van Emreys- Licántropo Clase Baja
- Mensajes : 678
Fecha de inscripción : 31/07/2010
DATOS DEL PERSONAJE
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Datos de interés:
Re: Bienvenida [Privado]
Aún un poco mareada del golpe, Melia se puso en pie con ayuda del extraño que había chocado con ella. Piel morena, ojos y pelo oscuros, no le dio tiempo a fijarse en más.
- Sí, estoy bien, grac… OH DIOS.
La muchacha había tardado un par de segundos más de la cuenta en percatarse de que detrás del hombre había otra persona, lo suficiente como para que el atacante le sacara al hombre moreno la navaja teñida de rojo de la espalda. El desconocido que la había ayudado a levantarse soltaba el aire entre los dientes apretados y parecían flaquearle las piernas, por lo que Melia lo agarró como pudo, pero el peso del joven la pilló desprevenida y cayeron ambos de rodillas, los brazos de ella alrededor de él. Buscó como pudo la herida y la cubrió y presionó con sus manos, sintiendo el sabor de la bilis al final de la garganta al ver el líquido escarlata y caliente brotar de entre los huecos de sus dedos. Con el corazón enloquecido, la respiración acelerada y los ojos como platos, dirigió su mirada al hombre desaliñado que tenía delante.
El sujeto parecía de mediana edad, pero las barbas y el pelo descuidados, la ropa sucia y el olor a alcohol le envejecían. Sí, incluso entre los fétidos aromas del barrio, esta persona parecía que hubiera salido de una destilería. Su embriaguez explicaba sus movimientos tambaleantes, pero lo que más preocupaba a la joven en ese momento era que había dejado de mirar su navaja con una sonrisa de fascinación para dirigir su atención a la pareja arrodillada en el suelo.
- Mira lo que tenemos aquí, ¡doble premio esta noche! -comentó dirigiéndole una mirada lasciva antes de soltar una fuerte carcajada.
Eso la hizo enfadar, siempre había odiado esa actitud superior de algunos hombres. ¿Es que pensaba que ella no se iba a defender, que no le suponía una amenaza, que iba a poder hacer con ella o con el hombre herido al que sostenía lo que quisiera? Ella no era cualquier mujer ni cualquier humana, eso era algo en lo que la habían educado tanto sus padres como sus abuelos, y si había algo que no soportaba era que la subestimaran. Y mucho menos un borracho. Y ya no tenía porqué contenerse.
Sabía que por la zona había ratas. Las olía, las escuchaba, las había visto corretear. Le bastó con lanzar mentalmente un aviso a todo animal que le pudiera escuchar a su alrededor: “tiene comida”. Acudieron en tropel, tal y como esperaba.
Antes de que el hombre pudiera dar un paso en su dirección ya le estaban trepando por el cuerpo. Comenzó a gritar y a dar sacudidas cuando empezó a notar sus dientes, y Melia aprovechó la distracción para pasarse uno de los brazos del joven moreno por los hombros y levantarle. Con dificultad y todo lo rápido que pudo, le guió por las callejuelas parisinas, siguiendo las indicaciones que le había dado su abuelo hacía algunos meses para encontrar la casa de su tía abuela. Ya estaba oscuro y había empezado a llover.
Cuando llegaron golpeó la puerta, sin dejar de mirar hacia el extremo de la calle por el que habían venido, por si acaso aquel borracho se hubiera desecho de las ratas de algún modo y les hubiera seguido, aunque la lógica le decía que era imposible por su embriaguez, por la cantidad de ratas y porque la lluvia habría borrado el rastro de sangre que habían ido dejando.
- ¿Quién es? -sonó una voz de mujer detrás de la puerta.
- Soy Melia, tía Ana.
- ¡Oh, Melia querida! En la carta mi hermano no especificaba cuando ibas a venir así que no sabía cuando esperarte, mira que justo ha tenido que empezar a llover ahora… -dijo la anciana mientras descorría el cerrojo de la puerta y la abría- ¡Dios Santo! ¿Qué te ha pasado? ¡tienes sangre en el vestido! ¿Y quién es este chico?
- No puedo explicarte esto ahora tía, necesito tu ayuda, le hirieron en la calle y ha perdido bastante sangre. No podía dejarlo allí, le hubieran matado… -pese al momento de valor que le había aportado la rabia, ahora que entraba en territorio seguro y se pasaba el efecto de la adrenalina notó el cansancio y recordó el miedo que había pasado, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
- No pasa nada, pequeña, le curaremos -dijo la mujer con una sonrisa comprensiva en el rostro y poniéndole una mano en el hombro mientras la chica se secaba las lágrimas, pues intentar frenarlas no le estaba saliendo bien-. Llévale a esa habitación. Iba a ser la tuya, pero tú y yo podemos dormir juntas.
La anciana era costurera y parecía tener experiencia en coser heridas, por lo que pronto el hombre moreno se encontró con la vendado y acostado en una cama.
- Aún está muy débil, voy a buscar a un médico para que le vea. Quédate con él, no tardaré mucho.
- Vale, pero ten cuidado tía por favor. -Los ojos de la muchacha habían dejado de llorar, pero ahora expresaban la más profunda de las preocupaciones hacia aquel familiar que casi no conocía y que sin embargo le era tan cercano como el olor a sal del Cantábrico.
- No te preocupes, sé manejarme en esta ciudad. -Con un guiño de despedida la mujer salió de la casa.
Melia se apoyó en la puerta cerrada con un suspiro y se paró a mirar a su alrededor. La casa de su tía era bastante sencilla, pero era acogedora a pesar de todo. Y lo más importante, olía muy bien. Seguramente sabría como aislar la casa de olores, además de haber recogido flores silvestres para perfumarla. Lo único discordante en el hogar era ese olor a perro mojado… Qué raro, no había notado que su tía tuviera un perro. Sumida en esos pensamientos subió las escaleras hasta la habitación de su invitado, extrañada de que el olor se hiciera más intenso.
Entró en la habitación y por primera vez pudo contemplar con detalle al hombre que se encontraba allí. Era muy apuesto, y para alguien que había conocido tan poco mundo como Melia, tenía una belleza exótica muy interesante. Curiosa, la chica dio un par de pasos hacia delante, pero cuando estaba a apenas un metro de él se fijó en algo que le heló la sangre en las venas: su aura… Licántropo.
Con un siseo se maldijo a sí misma por no haberse dado cuenta antes. Había traído el peligro a la casa de su familia. Y el peligro estaba empezando a abrir los ojos.
- Sí, estoy bien, grac… OH DIOS.
La muchacha había tardado un par de segundos más de la cuenta en percatarse de que detrás del hombre había otra persona, lo suficiente como para que el atacante le sacara al hombre moreno la navaja teñida de rojo de la espalda. El desconocido que la había ayudado a levantarse soltaba el aire entre los dientes apretados y parecían flaquearle las piernas, por lo que Melia lo agarró como pudo, pero el peso del joven la pilló desprevenida y cayeron ambos de rodillas, los brazos de ella alrededor de él. Buscó como pudo la herida y la cubrió y presionó con sus manos, sintiendo el sabor de la bilis al final de la garganta al ver el líquido escarlata y caliente brotar de entre los huecos de sus dedos. Con el corazón enloquecido, la respiración acelerada y los ojos como platos, dirigió su mirada al hombre desaliñado que tenía delante.
El sujeto parecía de mediana edad, pero las barbas y el pelo descuidados, la ropa sucia y el olor a alcohol le envejecían. Sí, incluso entre los fétidos aromas del barrio, esta persona parecía que hubiera salido de una destilería. Su embriaguez explicaba sus movimientos tambaleantes, pero lo que más preocupaba a la joven en ese momento era que había dejado de mirar su navaja con una sonrisa de fascinación para dirigir su atención a la pareja arrodillada en el suelo.
- Mira lo que tenemos aquí, ¡doble premio esta noche! -comentó dirigiéndole una mirada lasciva antes de soltar una fuerte carcajada.
Eso la hizo enfadar, siempre había odiado esa actitud superior de algunos hombres. ¿Es que pensaba que ella no se iba a defender, que no le suponía una amenaza, que iba a poder hacer con ella o con el hombre herido al que sostenía lo que quisiera? Ella no era cualquier mujer ni cualquier humana, eso era algo en lo que la habían educado tanto sus padres como sus abuelos, y si había algo que no soportaba era que la subestimaran. Y mucho menos un borracho. Y ya no tenía porqué contenerse.
Sabía que por la zona había ratas. Las olía, las escuchaba, las había visto corretear. Le bastó con lanzar mentalmente un aviso a todo animal que le pudiera escuchar a su alrededor: “tiene comida”. Acudieron en tropel, tal y como esperaba.
Antes de que el hombre pudiera dar un paso en su dirección ya le estaban trepando por el cuerpo. Comenzó a gritar y a dar sacudidas cuando empezó a notar sus dientes, y Melia aprovechó la distracción para pasarse uno de los brazos del joven moreno por los hombros y levantarle. Con dificultad y todo lo rápido que pudo, le guió por las callejuelas parisinas, siguiendo las indicaciones que le había dado su abuelo hacía algunos meses para encontrar la casa de su tía abuela. Ya estaba oscuro y había empezado a llover.
Cuando llegaron golpeó la puerta, sin dejar de mirar hacia el extremo de la calle por el que habían venido, por si acaso aquel borracho se hubiera desecho de las ratas de algún modo y les hubiera seguido, aunque la lógica le decía que era imposible por su embriaguez, por la cantidad de ratas y porque la lluvia habría borrado el rastro de sangre que habían ido dejando.
- ¿Quién es? -sonó una voz de mujer detrás de la puerta.
- Soy Melia, tía Ana.
- ¡Oh, Melia querida! En la carta mi hermano no especificaba cuando ibas a venir así que no sabía cuando esperarte, mira que justo ha tenido que empezar a llover ahora… -dijo la anciana mientras descorría el cerrojo de la puerta y la abría- ¡Dios Santo! ¿Qué te ha pasado? ¡tienes sangre en el vestido! ¿Y quién es este chico?
- No puedo explicarte esto ahora tía, necesito tu ayuda, le hirieron en la calle y ha perdido bastante sangre. No podía dejarlo allí, le hubieran matado… -pese al momento de valor que le había aportado la rabia, ahora que entraba en territorio seguro y se pasaba el efecto de la adrenalina notó el cansancio y recordó el miedo que había pasado, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
- No pasa nada, pequeña, le curaremos -dijo la mujer con una sonrisa comprensiva en el rostro y poniéndole una mano en el hombro mientras la chica se secaba las lágrimas, pues intentar frenarlas no le estaba saliendo bien-. Llévale a esa habitación. Iba a ser la tuya, pero tú y yo podemos dormir juntas.
La anciana era costurera y parecía tener experiencia en coser heridas, por lo que pronto el hombre moreno se encontró con la vendado y acostado en una cama.
- Aún está muy débil, voy a buscar a un médico para que le vea. Quédate con él, no tardaré mucho.
- Vale, pero ten cuidado tía por favor. -Los ojos de la muchacha habían dejado de llorar, pero ahora expresaban la más profunda de las preocupaciones hacia aquel familiar que casi no conocía y que sin embargo le era tan cercano como el olor a sal del Cantábrico.
- No te preocupes, sé manejarme en esta ciudad. -Con un guiño de despedida la mujer salió de la casa.
Melia se apoyó en la puerta cerrada con un suspiro y se paró a mirar a su alrededor. La casa de su tía era bastante sencilla, pero era acogedora a pesar de todo. Y lo más importante, olía muy bien. Seguramente sabría como aislar la casa de olores, además de haber recogido flores silvestres para perfumarla. Lo único discordante en el hogar era ese olor a perro mojado… Qué raro, no había notado que su tía tuviera un perro. Sumida en esos pensamientos subió las escaleras hasta la habitación de su invitado, extrañada de que el olor se hiciera más intenso.
Entró en la habitación y por primera vez pudo contemplar con detalle al hombre que se encontraba allí. Era muy apuesto, y para alguien que había conocido tan poco mundo como Melia, tenía una belleza exótica muy interesante. Curiosa, la chica dio un par de pasos hacia delante, pero cuando estaba a apenas un metro de él se fijó en algo que le heló la sangre en las venas: su aura… Licántropo.
Con un siseo se maldijo a sí misma por no haberse dado cuenta antes. Había traído el peligro a la casa de su familia. Y el peligro estaba empezando a abrir los ojos.
Melia Azedarach- Cambiante Clase Media
- Mensajes : 11
Fecha de inscripción : 23/04/2017
Re: Bienvenida [Privado]
Una blasfemia en su lengua de origen, y el sabor de férreo elevándose desde su garganta a su lengua. Había sido un necio, un estúpido, y había subestimado a su enemigo. Por muy borracho que fuese, por muchos años que tuviese encima y también su físico poco cuidado, aquel grueso hombre no dejaba de ser un cazador, y era de saber, que sus filos nunca eran de un acero cualquiera, había plata en su contenido.
El dolor se vuelve extremo y con cada respiración siente sus pulmones como una tortura que le aplasta y asfixia.
No es la primera vez que Emhyr recibe herida de arma blanca, pero este dolor no es como el conocido, siente la plata quemar la herida agonizante. Ahora no es un simple humano, un licántropo, recién convertido, pero al fin y al cabo un monstruo.
Vista que se nublaba y el sonido de roedores que los alcanzaba, Emhyr sintió como perdía la conciencia por aquella nimia herida, pero el shock y su primera experiencia con la plata. Tendría que aprender a soportarlo, como con las otras, de nuevo volvería a entrenarse en el nuevo dolor.
Su cuerpo menudo lo sostiene y no sabe cómo, pero deambulan por las calles hasta llegar a lugar seguro.
Sabe que ella no es normal, ha visto lo de las ratas, ¿pero que clase de persona puede controlar a tantos animales? ¿Qué podría ser? Las respuestas no llegan, porque ha sido pisar un lugar techado y la consciencia de Emhyr se ha dejado ir, con su mismo orgullo de fortaleza.
Noción del tiempo perdida, ¿Dónde estaba? ¿Y qué había pasado? Pronto lo recordó al tener frente sí, a aquella cosita bonita que se ocupaba de sus heridas.
Sin camisa, costura y vendas. ¿Cuándo había pasado todo aquello?
- ¿Te gusta lo que ves? -Acento que se dejaba ver en su perfecto francés, y sonrisa divertida y descarada. Ella llevaba tiempo mirándole, sabía como las mujeres le miraba y el deseo que era capaz de crear en ellas, y él como siempre buscaba el modo de abrumar a la muchacha, y más siendo una chica tan bonita. -¿Lo quieres probar¿
El dolor se vuelve extremo y con cada respiración siente sus pulmones como una tortura que le aplasta y asfixia.
No es la primera vez que Emhyr recibe herida de arma blanca, pero este dolor no es como el conocido, siente la plata quemar la herida agonizante. Ahora no es un simple humano, un licántropo, recién convertido, pero al fin y al cabo un monstruo.
Vista que se nublaba y el sonido de roedores que los alcanzaba, Emhyr sintió como perdía la conciencia por aquella nimia herida, pero el shock y su primera experiencia con la plata. Tendría que aprender a soportarlo, como con las otras, de nuevo volvería a entrenarse en el nuevo dolor.
Su cuerpo menudo lo sostiene y no sabe cómo, pero deambulan por las calles hasta llegar a lugar seguro.
Sabe que ella no es normal, ha visto lo de las ratas, ¿pero que clase de persona puede controlar a tantos animales? ¿Qué podría ser? Las respuestas no llegan, porque ha sido pisar un lugar techado y la consciencia de Emhyr se ha dejado ir, con su mismo orgullo de fortaleza.
Noción del tiempo perdida, ¿Dónde estaba? ¿Y qué había pasado? Pronto lo recordó al tener frente sí, a aquella cosita bonita que se ocupaba de sus heridas.
Sin camisa, costura y vendas. ¿Cuándo había pasado todo aquello?
- ¿Te gusta lo que ves? -Acento que se dejaba ver en su perfecto francés, y sonrisa divertida y descarada. Ella llevaba tiempo mirándole, sabía como las mujeres le miraba y el deseo que era capaz de crear en ellas, y él como siempre buscaba el modo de abrumar a la muchacha, y más siendo una chica tan bonita. -¿Lo quieres probar¿
Emhyr Van Emreys- Licántropo Clase Baja
- Mensajes : 678
Fecha de inscripción : 31/07/2010
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Re: Bienvenida [Privado]
Melia no pudo evitar soltar un bufido y poner los ojos en blanco. Además de licántropo, engreído. Lo miró fijamente como había hecho antes, pero esta vez para evaluar el peligro. El hombre no había movido un músculo ni mientras le cosían ni desde que abrió los ojos, así que lo más probable es que la herida y la pérdida de sangre le hubiesen afectado y verdaderamente estuviese débil. Pero, ¿por cuánto tiempo? Los hombres lobo se curaban de manera acelerada, al igual que los cambiantes, lo que significaba que ella tenía que poco tiempo para decidir.
Miró la habitación en busca de un arma mejor que su pequeño puñal, aún entre sus ropas, pero no encontró nada. La habitación era igual de austera que el resto de la casa: la cama en una esquina, una cómoda en frente que hacía las veces de tocador, con una jarra de agua y un espejo encima, y un pequeño escritorio con una silla delante de la ventana. Si tuviese fuerza suficiente podría golpearlo con la jarra y dejarlo inconsciente, pero no era su caso y tampoco hubiera servido de nada mas que para enfadarlo más cuando se despertase por segunda vez.
La cuestión era que había metido a su tía y a ella misma en un buen lío: si el hombre salía por propia cuenta de la casa, sabría donde vivía la anciana, y si salía inconsciente seguramente sería capaz de rastrearla, además de que la había visto controlar a las ratas…
En cualquier caso, parecía que solo le quedaba una opción y era la de convencerlo de salir de la casa y de no querer volver a entrar nunca más.
Aún desde donde estaba puso la mano sobre el bulto en su ropa que era el puñal y se dirigió secamente al joven de la cama:
- Lo siento. No me atrae la zoofilia.
Miró la habitación en busca de un arma mejor que su pequeño puñal, aún entre sus ropas, pero no encontró nada. La habitación era igual de austera que el resto de la casa: la cama en una esquina, una cómoda en frente que hacía las veces de tocador, con una jarra de agua y un espejo encima, y un pequeño escritorio con una silla delante de la ventana. Si tuviese fuerza suficiente podría golpearlo con la jarra y dejarlo inconsciente, pero no era su caso y tampoco hubiera servido de nada mas que para enfadarlo más cuando se despertase por segunda vez.
La cuestión era que había metido a su tía y a ella misma en un buen lío: si el hombre salía por propia cuenta de la casa, sabría donde vivía la anciana, y si salía inconsciente seguramente sería capaz de rastrearla, además de que la había visto controlar a las ratas…
En cualquier caso, parecía que solo le quedaba una opción y era la de convencerlo de salir de la casa y de no querer volver a entrar nunca más.
Aún desde donde estaba puso la mano sobre el bulto en su ropa que era el puñal y se dirigió secamente al joven de la cama:
- Lo siento. No me atrae la zoofilia.
Melia Azedarach- Cambiante Clase Media
- Mensajes : 11
Fecha de inscripción : 23/04/2017
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