AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Les Jours Tristes → Privado
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Les Jours Tristes → Privado
“Soy un torpe pedazo de humano, siempre amando, amando y amando y nunca alejándome”
— Frida Kahlo
— Frida Kahlo
Había sido un suplicio del que no creía ser merecedor. Aunque siendo fieles a la verdad, había algo en sufrir que siempre había llamado a Izsák, como si ser mártir innecesario e inútil fuera lo que mejor que sabía hacer. Evitar a aquella mujer, a ese par de ojos garzos que lo habían estado atormentado y que ahora poseían un rostro, un nombre y una voz, evitarla a ella era lo que lo tenía tan mal, abatido. Más de lo usual que ya era bastante decir.
A veces la veía a la distancia, con ese hijo suyo, que aseguraba era producto de aquella noche de tormenta. E Izsák era demasiado crédulo e ingenuo como para poner en tela de juicio aquella aseveración. Antes cualquiera pudo embaucarlo por ese gran defecto tan obvio, no obstante, la esposa del capataz decía la verdad, y podía verlo en esos rasgos del pequeño, que le recordaba a sus hermanos, dejados atrás en Hungría.
Otras tantas veces, Izsák prefería ignorarla, era fácil cuando había más gente presente. Se quedaba atrás y no agregaba nada a la conversación. Sus compañeros peones estaba acostumbrados a que fuera callado, así que no le cuestionaban demasiado. Y si acaso llegaba a topársela a solas, o con ese hijo de ambos en brazos, agachaba la mirada y seguía su camino.
Aunque se podría decir que había sido relativamente sencillo hacerlo, saberla una presencia constante, como una sombra, o como un dolor, lo estaba acabando de a poco. Era agotador y Dios sabía que Izsák no aguantaba mucho. Ya tenía suficiente con las jornadas de trabajo que eran castigadoras. Entonces llegaba a casa, si es que ese cuchitril que habitaba podía llamarse tal y se ponía a escribir. A escribir poemas que esperaba mostrarle algún día a Zola, el hombre que había ido a buscar a París.
Esa tarde, el sol se mostraba especialmente cruel. Iszák se detuvo de su labor de sembrar para limpiarse el sudor con un paño. Se sintió mareado, pero debía continuar. Un compañero notó su palidez, por un segundo temió que lo delatara o algo por el estilo, pero éste sólo le preguntó si había comido algo, y le recomendó ir a la finca por algo para el estómago, y agua. Iszák estuvo de acuerdo, dejó su azadón y se dirigió a las cocinas. Usualmente ese lugar siempre estaba lleno de mujeres preparando alimento al por mayor para todos ellos, y otras cuantas dedicadas a la comida de los patrones. Al ingresar, en cambio, se topó con soledad. La luz se colaba entre las tejas del techo, las cigarras parecían empecinadas en cantar a todo volumen y la estufa de leña estaba prendida, aunque nadie la vigilaba. Oteó el lugar y al menos, se dijo, podría descansar en la frescura de sus muros de adobe.
Vio allá un cántaro, tomó un vaso y se sirvió agua. Estaba al tiempo, pero agradeció de todos modos. La bebió toda de un trago y se sirvió más. Cuando se giró, la vio ahí, a contraluz en la puerta, rubia, casi blanca, como una perla en el río. Dio un respingo. Le tapaba la única vía de escape y se sintió acorralado.
—Buenos días —saludó, agachando la mirada, clavando los ojos en el vaso sostenido por ambas manos—. Sólo vine por agua, pero creo que debería regresar a trabajar —continuó y luego pensó que hubiera sido mejor quedarse callado. Intentó levantar el rostro y mirarla, pero no pudo, simplemente no pudo y se quedó quieto, como un animal que ha sido atrapado y acepta su muerte.
Hasta ese momento, evitarla había sido una casualidad, no producto de su habilidad, cayó en cuenta de eso. Ahora la suerte lo había abandonado, y ahí estaba con ella a solas, una vez más.
Última edición por Izsák Kodály el Sáb Jun 02, 2018 11:30 pm, editado 1 vez
Izsák Kodály- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 20/03/2016
Localización : París
Re: Les Jours Tristes → Privado
“Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma”
Julio Cortázar
Julio Cortázar
Las noches se habían vuelto un suplicio, cada día descansaba menos. Temerosa de hablar en sueños, Tiphanie no dormía más que dos horas cuando su esposo se levantaba a las cuatro de la mañana, hasta las seis que era su turno de comenzar con las tareas. Luego, oculta en algún rincón, aprovechaba para tomar una siesta corta, cuando notaba que sus movimientos se volvían demasiado torpes producto del cansancio. Se mostraba especialmente solícita con Déodat, que en su afán de concebir otro hijo la tomaba todos los días, a veces con ternura, otras con violencia. Ella era incapaz de decirle que no, y le dejaba hacer, disfrutando en muy pocas ocasiones, no porque no lo amase, sino porque su pensamiento estaba puesto en disimular. Y así se pasaba las jornadas, reprimiendo y observando de lejos, evitando cruzarse con Izsák, esquivándolo constantemente y manteniendo a su hijo lejos de él, y de cualquiera que pudiera notar algún parecido. Aunque nadie sospecharía. La fama de Tiphanie era la de una buena esposa, sumisa y obediente.
Tras dejar a su niño jugando con los hijos de otros trabajadores, se encaminó hacia la cocina donde debía preparar la cena de todos los empleados. Debía decidir el menú, comprobar que todo estuviera en su lugar y, posteriormente, vendrían las tres cocineras a seguir sus instrucciones. Ser la esposa del capataz le daba cierta autoridad, que ella no sabía llevar. Se encontraba particularmente de buen humor, a pesar de las ojeras que le opacaban el bello rostro y de la poco visible pérdida de peso, pero que la tenía débil. Tarareó una canción en el trayecto, se soltó el cabello y hasta se colocó una flor púrpura en la oreja derecha. Antes de cruzar el umbral, se quedó paralizada al notar una figura que, tras entrecerrar levemente los ojos, supo quién era. El corazón se le cayó a los pies.
—Buenas tardes —la voz le tembló levemente. Se instó a ser fuerte e ingresó, cerrando la puerta. El sonido de esta le hizo dar un respingo. —Yo…vengo a decidir qué comerán en la cena —se sentía una estúpida dando explicaciones, y entendió que Izsák debía sentirse de la misma forma. Rodeó la mesada de madera que había en el medio de la habitación y caminó hacia él. —Permiso —dijo, antes de estirar un brazo y tomar un anotador que estaba justo detrás del padre biológico de Gaël. Tuvo especial cuidado en no rozarlo. Lo miró de reojo y su expresión mutó, de una aterrada a una preocupada.
—Estás muy pálido —cayó en el tuteo, casi de forma inevitable. — ¿Te sientes bien? Me parece que no has comido nada en todo el día —y, rápidamente, se puso manos a la obra. Fue hacia una esquina, descubrió una hogaza de pan, de la cual cortó dos generosas rodajas. Junto a ella, descansaba una horma de queso, y se hizo con cuatro trozos. Y también una manzana. Colocó todo en una bandeja y la colocó en la mesada del centro, justo frente a Izsák. —Ahora comerás esto. No volverás al trabajo en esas condiciones. Y luego cenarás, y muy bien. Pensaré en algo bien sustancioso para que recuperes fuerza —le sonrió, ampliamente. —No seas tímido ni tengas miedo, no te obligaré a nada, salvo a comer —se animó a bromear pues estaba realmente contrariada de verle la piel del color de la nieve, lo que le acentuaba el color del cabello, de la barba y de aquellos ojos que parecían contar la historia de miles de galaxias tristes.
Tras dejar a su niño jugando con los hijos de otros trabajadores, se encaminó hacia la cocina donde debía preparar la cena de todos los empleados. Debía decidir el menú, comprobar que todo estuviera en su lugar y, posteriormente, vendrían las tres cocineras a seguir sus instrucciones. Ser la esposa del capataz le daba cierta autoridad, que ella no sabía llevar. Se encontraba particularmente de buen humor, a pesar de las ojeras que le opacaban el bello rostro y de la poco visible pérdida de peso, pero que la tenía débil. Tarareó una canción en el trayecto, se soltó el cabello y hasta se colocó una flor púrpura en la oreja derecha. Antes de cruzar el umbral, se quedó paralizada al notar una figura que, tras entrecerrar levemente los ojos, supo quién era. El corazón se le cayó a los pies.
—Buenas tardes —la voz le tembló levemente. Se instó a ser fuerte e ingresó, cerrando la puerta. El sonido de esta le hizo dar un respingo. —Yo…vengo a decidir qué comerán en la cena —se sentía una estúpida dando explicaciones, y entendió que Izsák debía sentirse de la misma forma. Rodeó la mesada de madera que había en el medio de la habitación y caminó hacia él. —Permiso —dijo, antes de estirar un brazo y tomar un anotador que estaba justo detrás del padre biológico de Gaël. Tuvo especial cuidado en no rozarlo. Lo miró de reojo y su expresión mutó, de una aterrada a una preocupada.
—Estás muy pálido —cayó en el tuteo, casi de forma inevitable. — ¿Te sientes bien? Me parece que no has comido nada en todo el día —y, rápidamente, se puso manos a la obra. Fue hacia una esquina, descubrió una hogaza de pan, de la cual cortó dos generosas rodajas. Junto a ella, descansaba una horma de queso, y se hizo con cuatro trozos. Y también una manzana. Colocó todo en una bandeja y la colocó en la mesada del centro, justo frente a Izsák. —Ahora comerás esto. No volverás al trabajo en esas condiciones. Y luego cenarás, y muy bien. Pensaré en algo bien sustancioso para que recuperes fuerza —le sonrió, ampliamente. —No seas tímido ni tengas miedo, no te obligaré a nada, salvo a comer —se animó a bromear pues estaba realmente contrariada de verle la piel del color de la nieve, lo que le acentuaba el color del cabello, de la barba y de aquellos ojos que parecían contar la historia de miles de galaxias tristes.
Tiphanie Vinsonneau- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 03/02/2016
Re: Les Jours Tristes → Privado
Se quedó paralizado en su lugar. De haber tenido más fuerza, habría roto el vaso entre las manos de lo fuerte que estaba apretándolo. Nada mejoró, al contrario, cuando ella se acercó. Tragó saliva y se le olvidó cómo respirar. Mantuvo la vista en el agua que hacía ondas porque temblaba levemente, sin embargo, ante el comentario ajeno, tuvo que levantar el rostro y la miró perdido.
—Es… es normal —dijo respecto a su palidez. No mentía, aunque supuso que esa tarde estaría especialmente blanco, ya que no sólo su compañero lo había notado, Tiphanie ahora también. Quiso refutar, pero se quedó hipnotizado por los movimientos ajenos, hasta que la comida estuvo en la mesa.
Miró el pan, el queso y la manzana con anhelo, pero no se movió de inmediato, aunque su estómago estaba a punto de comerse a sí mismo. No podía seguir con esa vida, una cosa era su enfermedad y otra muy distinta que no se cuidara. Claro, no tenía dinero la mayoría de las veces como para desayunar en casa y tenía que aguantarse hasta almorzar en la finca, o a la hora de la comida; esos eran los días más complicados.
Sin más dilación, se acercó a la mesa, y aún de pie, comenzó a comer con las manos. Tomó un trozo de pan y lo combinó con queso. Era una comida sencilla, y le supo a gloria. Una vez que terminó con el pan y el queso, se metió trozos de manzana a la boca de tal modo que el jugo comenzó a escurrir por su barbilla. Por un rato, sólo su boca masticando fue lo único que se escuchó en la cocina. Cuando terminó, tenía la respiración agitada y bebió el agua que ya se había servido, para luego limpiarse la boca con la parte baja de la camisa púrpura y sucia que vestía.
—No tienes que hacer esto —dijo al fin, aún encorvado en sí mismo, aunque ahora era más vergüenza que miedo—, no somos nada —continuó. ¿Qué ganaba con esas palabras? Sólo la reafirmación de la distancia entre ambos. Alzó la vista y ahora que no estaba a contraluz la pudo ver mejor, la flor en su cabello suelto, la palidez que también la acompañaba. Frunció el ceño.
—Te ves… más delgada —dijo, con duda. No podía precisarlo con exactitud, sólo se lo pareció—. ¿Estás bien? —ahora fue su turno de preguntar y dejó el vaso sobre la mesa para acercarse a Tiphanie. La observó detenidamente, como un perro curioso ante el silbido de su amo.
Entonces alzó las manos y tomó el rostro ajeno por las mejillas, obligándola a verlo a los ojos. No dijo nada por un rato, y la miró simplemente como algo que tiene que ser resuelto, un misterio, un rompecabezas frente a él.
—No deberías esforzarte tanto. Tienes un hijo al cual cuidar y que necesita a su madre sana —habló con voz suave, un susurro. Había visto esa expresión desgastada muchas veces antes, en su madre, en sus hermanas mayores, cuando los Kódaly estaban completos y eran felices a pesar de las carencias.
La soltó y suspiró. Caminó, pareció dirigirse a la salida, pero no se marchó, sólo fue con afán de alejarse. Sabía que no podía andar viendo y tocando así a la esposa del capataz, aunque ésta fuera dueña de absolutamente todos sus sueños y todos sus poemas.
—Cuando… cuando necesites ayuda —comenzó, aún dándole la espalda—, con tu hijo, quiero decir, puedes acudir a mí. —Cuando empezó a decir la frase no sabía a dónde quería llegar con ella, así que él mismo se sorprendió de su declaración. Se mordió el labio, y es que sentía que de algún modo, debía tener contacto con ese niño. ¡Era su hijo!
Tiphanie los había arruinado a ambos.
Última edición por Izsák Kodály el Jue Ago 02, 2018 9:55 pm, editado 2 veces
Izsák Kodály- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 20/03/2016
Localización : París
Re: Les Jours Tristes → Privado
Lo contempló con los ojos repletos de ternura. La expresión de Izsák siempre estaba triste, taciturna, todo él desplegaba un aura de nostalgia imposible de descifrar; por lo que, al verlo comer con el rostro más suavizado y de una forma casi infantil, le entibió el pecho de alegría. Reconoció los gestos de su propio hijo cuando se alimentaba, y lejos de sentir aquella punzada de culpa que la acompañaba como su sombra, reconoció que, por lo poco que conocía de aquel hombre, era suficiente para saber que por las venas de su hijo corría la sangre de una buena persona. Tiphanie no habló, sólo se mantuvo de pie, con la cadera apoyada en la mesada, mirándolo y escuchando los sonidos que emitía. Le pareció un momento íntimo y las mejillas se le colorearon al pensar algo semejante. No debía tener aquellas ideas dando vueltas en su cabeza, no sólo porque eran pecado, sino porque podían traerle problemas y, lo cierto era que ya estaba muy cansada de todos los inconvenientes que la rodeaban.
—Sé que no somos nada —aseguró, con el ceño fruncido, contrariada. Por algún motivo que no estaba dispuesta a admitir, le molestó aquella afirmación. —No te vi en condiciones de volver a tu trabajo, sólo eso —agregó y en su voz se notaba que le había molestado tener que aclarar la situación. Le había parecido mágico verlo comer en silencio, compartir aquel tiempo juntos, y todo parecía haber sido pisoteado por un gigante.
Cuando Izsák la tomó del rostro y la miró a los ojos, Tiphanie no supo qué hacerlo. Tragó con dificultad, la boca y la garganta se le secaron, incluso la respiración le salió entrecortada. Su corazón latía de manera tal, que la joven pensó que su pecho se abriría y el órgano vital saldría rodando por el piso. Nunca se había sentido de aquella manera, ni siquiera en los momentos de mayor romance con Déodat. Se convenció a sí misma que era el miedo a ser descubierta en aquella postura lo que provocaba tales reacciones en su cuerpo, que experimentaba la tensión y la calma en proporciones astronómicas y en tiempos simultáneos.
La voz del peón era suave, profunda, y se colaba por las fibras más recónditas de su ser. Hilvanaba historias en su alma y la llevaba a la noche compartida, esa en la que las palabras no fueron necesarias, esa noche en la que ella tomó una decisión que cambiaría la vida de todos. La presencia de Izsák varios años después, nunca había estado en sus planes; ni siquiera sabía su nombre y, lo cierto era que si hubiera podido elegir, habría optado por mantenerlo lo más lejos posible de su familia, pero las cartas estaban echadas y Tiphanie estaba segura que a esa partida la iba a perder.
—Estoy cansada —fue lo que pudo susurrar antes de que el joven rompiera el contacto. A pesar de que había querido que la soltara, aún sentía el calor del tacto de su amante casual, y parecía que nunca iba a desaparecer. El ofrecimiento la tomó desprevenida, y logró desembarazarse de la marea de emociones que la cercanía de sus cuerpos había desencadenado. No supo qué decir, pero ahora la culpa había vuelto a instalarse y entendió lo egoísta que había sido al confesarle la verdad. Había usado a ese pobre hombre y lo había descartado como basura. Por las vueltas del destino lo había encontrado una vez más y le había confesado la existencia de un hijo en común, para luego pedirle que no dijera nada, que era otro quién lo criaba. En ese momento tuvo consciencia real de la herida que había causado.
— ¿Quieres estar cerca de Gaël? —preguntó tímidamente. Ésta vez fue ella quien se acercó. Tiphanie le apoyó la palma en el brazo y le sonrió. —Si quieres estar cerca de él, sólo dímelo. Encontraremos la forma. No podría prohibirte algo semejante. Necesito que seas sincero conmigo, estoy segura que algo podremos hacer —y, una vez más, le sonrió.
—Sé que no somos nada —aseguró, con el ceño fruncido, contrariada. Por algún motivo que no estaba dispuesta a admitir, le molestó aquella afirmación. —No te vi en condiciones de volver a tu trabajo, sólo eso —agregó y en su voz se notaba que le había molestado tener que aclarar la situación. Le había parecido mágico verlo comer en silencio, compartir aquel tiempo juntos, y todo parecía haber sido pisoteado por un gigante.
Cuando Izsák la tomó del rostro y la miró a los ojos, Tiphanie no supo qué hacerlo. Tragó con dificultad, la boca y la garganta se le secaron, incluso la respiración le salió entrecortada. Su corazón latía de manera tal, que la joven pensó que su pecho se abriría y el órgano vital saldría rodando por el piso. Nunca se había sentido de aquella manera, ni siquiera en los momentos de mayor romance con Déodat. Se convenció a sí misma que era el miedo a ser descubierta en aquella postura lo que provocaba tales reacciones en su cuerpo, que experimentaba la tensión y la calma en proporciones astronómicas y en tiempos simultáneos.
La voz del peón era suave, profunda, y se colaba por las fibras más recónditas de su ser. Hilvanaba historias en su alma y la llevaba a la noche compartida, esa en la que las palabras no fueron necesarias, esa noche en la que ella tomó una decisión que cambiaría la vida de todos. La presencia de Izsák varios años después, nunca había estado en sus planes; ni siquiera sabía su nombre y, lo cierto era que si hubiera podido elegir, habría optado por mantenerlo lo más lejos posible de su familia, pero las cartas estaban echadas y Tiphanie estaba segura que a esa partida la iba a perder.
—Estoy cansada —fue lo que pudo susurrar antes de que el joven rompiera el contacto. A pesar de que había querido que la soltara, aún sentía el calor del tacto de su amante casual, y parecía que nunca iba a desaparecer. El ofrecimiento la tomó desprevenida, y logró desembarazarse de la marea de emociones que la cercanía de sus cuerpos había desencadenado. No supo qué decir, pero ahora la culpa había vuelto a instalarse y entendió lo egoísta que había sido al confesarle la verdad. Había usado a ese pobre hombre y lo había descartado como basura. Por las vueltas del destino lo había encontrado una vez más y le había confesado la existencia de un hijo en común, para luego pedirle que no dijera nada, que era otro quién lo criaba. En ese momento tuvo consciencia real de la herida que había causado.
— ¿Quieres estar cerca de Gaël? —preguntó tímidamente. Ésta vez fue ella quien se acercó. Tiphanie le apoyó la palma en el brazo y le sonrió. —Si quieres estar cerca de él, sólo dímelo. Encontraremos la forma. No podría prohibirte algo semejante. Necesito que seas sincero conmigo, estoy segura que algo podremos hacer —y, una vez más, le sonrió.
Tiphanie Vinsonneau- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 03/02/2016
Re: Les Jours Tristes → Privado
Por unos segundos, Izsák caminó por la cocina, inquieto e inseguro, pero se detuvo y se recargó en la barra donde estaba también la estufa, lejos de Tiphanie, al otro extremo de la habitación, aunque no demasiado, podía verla, sentirla cerca de él. Lucía abatido y era verdad que siempre parecía estarlo, pero en esta ocasión era más real, más palpable, era algo que emanaba como un aura triste y azul que amenaza con traer los más crudos inviernos a los campos galos de cosecha. Como un ave de malagüero que sólo trae desgracia.
Quiso responder, pero al parecer fue muy lento; pronto ella estuvo frente a él, y lo tocaba, y ese contacto se sintió erróneo y tan correcto a la vez que Izsák juró que le iba a dar una jaqueca al no poder conciliar esas emociones en su interior, dos realidades que contendían en su pecho y no dejaban más que un desastre. Miró primero la mano ajena y luego el rostro perfecto de Tiphanie que esa noche de tormenta en la que se enredaron, no pudo observar a detalle, aunque los ojos azules eran un sueño recurrente; sin embargo, al verlos tan cerca, se dio cuenta de que su memoria no le hacía justicia a la realidad. Y sus facciones, ¡Dios! ¡Qué hermosa era! Era injusto de verdad.
—Yo… —dijo sin saber qué responder realmente y su cuerpo reaccionó por sí solo, al llevar una de sus maltratadas manos hacia la de ella, cubriéndola con afecto, uno que no supo de dónde surgió. Tragó saliva—. Yo dejé muchas cosas importantes en Hungría —habló sin despegar los ojos de ella y sin quitar su mano, nada más la tenía así, encima de la de ella con mucho cuidado, aunque podía sentir su calor, su pulso, su piel que aunque también mostraba los estragos del trabajo, le pareció la más suave y la más digna de tocarse. Se mordió un labio.
—Dejé muchas cosas en Hungría, sí, entre ellas a mis hermanos menores, no voy a negar que Gaël me los recuerda mucho —dijo al fin y aunque logró sacar todas las palabras en un mismo momento, le costó horrores conseguirlo y se sintió tan débil y tonto en ese instante que cerró los ojos en un intento de no llorar, aunque su labio inferior tembló, como muestra de eso contra lo que estaba luchando. Pronunciar el nombre del niño, su hijo, no ayudó en nada, aunque lo hiciera con esa torpeza del húngaro aglutinante que hablaba y no con la elegancia del francés.
Al abrir su orbes de nuevo, éstas estaban acuosas y ello provocaba que el cerúleo de sus ojos se viera más profundo, más brillante, más todo. Entonces al fin la soltó y se alejó, caminó un par de pasos y se detuvo dándole la espalda.
—He perdido mucho en el camino, Tiphanie, no quisiera que esta fuera una más de esas cosas, pero… —Alzó el rostro, miró al techo, aguantó el enojo y la desdicha—. Pero es injusto lo que te estoy pidiendo, no puedo arriesgarme, ni arriesgarte, vaya, ni arriesgar a tu hijo… —«nuestro hijo»—. No puedo sólo porque de pronto me siento solo en esta ciudad, porque extraño a mis hermanos, porque me siento usado por ti, porque me estoy muriendo lentamente, no puedo… —Al final su voz sonó como nunca antes, completamente amarga, furiosa. Las palabras salieron, escaparon de sus dientes apretados. Era demasiado, demasiado, no iba a poder con todo esto.
—Olvídalo —continuó y se giró. Una lágrima solitaria había escapado de sus ojos, recorrió su mejilla, dejando un rastro ahí provocado por la tierra en sus pómulos y había quedado atrapada en la barba—, olvida todo esto, por favor —rogó de manera dolorosa.
Última edición por Izsák Kodály el Mar Oct 02, 2018 10:17 pm, editado 1 vez
Izsák Kodály- Humano Clase Baja
- Mensajes : 39
Fecha de inscripción : 20/03/2016
Localización : París
Re: Les Jours Tristes → Privado
Cuando contrajo nupcias con Déodat, no había sido más que una niña. Él era un hombre maduro que a base de decirle que la amaba, la despojó de su, ya de por sí, carente personalidad. Sin herramientas para enfrentar un matrimonio que exigía de ella más de lo que podía dar, Tiphanie se fue desmoralizando hasta convertirse en esa chiquilla sumisa y retraída, que encontraba consuelo en lavar los platos, cuidar a su hijo y alimentar a su marido. Nunca se quejaba, ni siquiera cuando éste la tomaba por la fuerza lastimándola o golpeándola sólo para descargar su propia frustración. La llegada de Gaël había sido una solución momentánea, a pesar de que ella juzgó que sería a largo plazo. Creerse fértil, había convertido al hombre en un obsesivo de la familia. Quería llenarla de hijos, convertirla en una máquina de parir. Y la pobre Tiphanie se dejaba, a sabiendas de que los deseos de su esposo, al que creía amar, se harían realidad. Había comenzado a temerle, pero de ese temor también había surgido el valor para asumir las consecuencias de sus actos.
Pero era una muchacha poco inteligente. Nunca la habían instruido demasiado y su capacidad para salir de los problemas era bastante nula. Al contrario, tenía una absurda capacidad para meterse en ellos hasta el cuello. Era de la única forma que creía que podía sostener la mentira ante los ojos de su esposo, un hombre mucho mayor y bien vivido, al que nada se le escapaba. No tardaría demasiado en descubrirla, y ahí la mataría. No soportaría la vergüenza y preferiría pudrirse en una cárcel a saber que la mujer que lo había hecho cornudo y le había hecho criar el hijo de otro, andaba suelta por ahí. Tiphanie sabía todo esto, pero en su mente poco estimulada, creía que podría salir airosa de aquel embrollo.
Miró sus manos unidas y la recorrió una profunda tranquilidad. Vio a Izsák tan vulnerable, que el remordimiento avanzó a pasos agigantados. Lo miró a los ojos y descubrió la pugna que se llevaba a cabo en su interior. Se debía entre darle rienda suelta al llanto o no. Se sintió completamente indigna. Había entrado a la vida de ese pobre hombre para darla vuelta; era evidente la cantidad de tormentos que lo azuzaban, y como siempre que estaba frente a él, se sintió una pequeña cobarde y egoísta. La había movido su propio deseo de sentirse viva y pensó que aquella clandestinidad serviría para hacerle chispear la vida triste y monótona. Como siempre, estaba equivocada. Le estaba provocando un profundo dolor a alguien inocente, que no había elegido para sí eso a lo que ella lo quería obligar.
Tiphanie pegó el mentón al pecho cuando él se alejó, al tiempo que se le empapaban de lágrimas las mejillas. Las secó con el delantal antes de voltear y mirar su espalda. Izsák estaba a contra luz y parecía más ancho y robusto; escuchó sus palabras y fueron dagas. Por un instante, movida por un impulso, le quiso proponer que se fueran juntos a Hungría, pero calló. ¿No entendía que la quería lejos? ¿No podía ver que el padre de Gaël estaba levantando un muro en el medio de los dos? Las frases murieron antes de nacer, y no pudo hacer más que llevarse una mano al pecho y otra a la boca del estómago. Cuando finalmente él volteó, Tiphanie juntó el valor para acercarse a él. Barrió la lágrima que le cubría un pómulo y le sonrió con tristeza.
—Ruego me perdones. Nunca he querido hacerte daño —retorcía la tela del delantal, nerviosa. —Déodat… Déodat ya no es el hombre con el que me casé y al reencontrarnos me dejé llevar. Pensé que era una nueva oportunidad para Gaël y para mí. Nunca pensé en ti, y eso me vuelve una mala mujer, una escoria —cerró los ojos un instante e inspiró profundo. —No volveré a acercarme, te lo prometo. Tampoco te dirigiré la palabra. Nunca más te molestaré. Te dejaré en paz, Izsák. Te lo juro por la vida de mi hijo —dijo con firmeza absoluta, y a pesar de que sabía cuánto le iba a costar, era una persona de palabra.
Pero era una muchacha poco inteligente. Nunca la habían instruido demasiado y su capacidad para salir de los problemas era bastante nula. Al contrario, tenía una absurda capacidad para meterse en ellos hasta el cuello. Era de la única forma que creía que podía sostener la mentira ante los ojos de su esposo, un hombre mucho mayor y bien vivido, al que nada se le escapaba. No tardaría demasiado en descubrirla, y ahí la mataría. No soportaría la vergüenza y preferiría pudrirse en una cárcel a saber que la mujer que lo había hecho cornudo y le había hecho criar el hijo de otro, andaba suelta por ahí. Tiphanie sabía todo esto, pero en su mente poco estimulada, creía que podría salir airosa de aquel embrollo.
Miró sus manos unidas y la recorrió una profunda tranquilidad. Vio a Izsák tan vulnerable, que el remordimiento avanzó a pasos agigantados. Lo miró a los ojos y descubrió la pugna que se llevaba a cabo en su interior. Se debía entre darle rienda suelta al llanto o no. Se sintió completamente indigna. Había entrado a la vida de ese pobre hombre para darla vuelta; era evidente la cantidad de tormentos que lo azuzaban, y como siempre que estaba frente a él, se sintió una pequeña cobarde y egoísta. La había movido su propio deseo de sentirse viva y pensó que aquella clandestinidad serviría para hacerle chispear la vida triste y monótona. Como siempre, estaba equivocada. Le estaba provocando un profundo dolor a alguien inocente, que no había elegido para sí eso a lo que ella lo quería obligar.
Tiphanie pegó el mentón al pecho cuando él se alejó, al tiempo que se le empapaban de lágrimas las mejillas. Las secó con el delantal antes de voltear y mirar su espalda. Izsák estaba a contra luz y parecía más ancho y robusto; escuchó sus palabras y fueron dagas. Por un instante, movida por un impulso, le quiso proponer que se fueran juntos a Hungría, pero calló. ¿No entendía que la quería lejos? ¿No podía ver que el padre de Gaël estaba levantando un muro en el medio de los dos? Las frases murieron antes de nacer, y no pudo hacer más que llevarse una mano al pecho y otra a la boca del estómago. Cuando finalmente él volteó, Tiphanie juntó el valor para acercarse a él. Barrió la lágrima que le cubría un pómulo y le sonrió con tristeza.
—Ruego me perdones. Nunca he querido hacerte daño —retorcía la tela del delantal, nerviosa. —Déodat… Déodat ya no es el hombre con el que me casé y al reencontrarnos me dejé llevar. Pensé que era una nueva oportunidad para Gaël y para mí. Nunca pensé en ti, y eso me vuelve una mala mujer, una escoria —cerró los ojos un instante e inspiró profundo. —No volveré a acercarme, te lo prometo. Tampoco te dirigiré la palabra. Nunca más te molestaré. Te dejaré en paz, Izsák. Te lo juro por la vida de mi hijo —dijo con firmeza absoluta, y a pesar de que sabía cuánto le iba a costar, era una persona de palabra.
Tiphanie Vinsonneau- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 03/02/2016
Re: Les Jours Tristes → Privado
No impuso distancia alguna cuando ella volvió a acercarse, cuando ella osó tocarlo, cuando ella… Izsák comenzaba a ver un patrón aquí, uno que no auguraba nada bueno y se mordió un labio. Tiphanie, a pesar del daño irreversible que le había hecho, porque esa era la realidad, tenía poder sobre él, el de doblegarlo, el de hacerlo hincarse ante ella, tan solo y tan tonto, porque sólo buscaba una mano que fuera buena con él, alguien que le dijera cosas no tan horribles, alguien que sanara, aunque fuera un poco, su alma de poeta trunco.
—Eso es lo peor, ¿no? —entonces dijo con una dureza que era poco usual en él, incluso en los gestos y el rictus—, que no querías dañarme, y aún así lo hiciste. —Con ello, dio un paso hacia atrás, a pesar de querer decirle muchas cosas, que no se fuera, que no iba a perdonarla, que por favor criaran al niño juntos, que era injusto, que todo esto era injusto. Cosas tan contradictorias que se arremolinaron en su pecho y lo dejaron sin palabras, no pudo decir nada.
La observó alejarse, y cuando Tiphanie estuvo en el umbral de la puerta, no aguantó más. Tomó una bocanada de aire como si hubiera estado sumergido bajo el agua por mucho tiempo, luchando por respirar, a punto de morir.
—Espera. —Y esa palabra fue ese aliento de vida que, a final de cuentas, iba a resultar inútil. Una sentencia de muerte pendía sobre su cabeza. Giró el cuerpo y la alcanzó—. Espera —dijo más quedo, un susurro o una confesión.
—No sé qué me depara el futuro, ¿sabes? —comenzó y la tomó por los antebrazos—, vivo un día a la vez, con miedo constante de un día ya no despertar, soy… complicado, y no de una buena manera, no como ustedes los franceses que son complicados pero diferente, porque son artistas y son políticos, y aquí nace el arte y la guerra. Yo no soy así, yo soy una carga, Tiphanie —pronunció el nombre con la cadencia de una balada, perdiendo, en ese momento, todo el pesado acento húngaro.
—Soy poeta —soltó—, o intento serlo, no he conseguido mucho con eso —confesó y casi rio. Era difícil adivinar a dónde iba con todo aquello, pero Izsák definitivamente tenía una razón para decir sendas cosas, de ese modo, frente a la mujer que lo arruinó. Que los arruinó a ambos.
Es que tal vez, sólo tal vez, no había sido de ese modo, pensó el aquincense en una obstinada tozudez de artista y de poeta; tal vez esto era más grande que ellos dos, tal vez estaba escrito en las estrellas, tal vez sus destinos estaban unidos por el hilo rojo de las leyendas. Izsák no lo sabía, lo único que sabía era que Tiphanie era hermosa, bajo esta luz y bajo cualquiera, incluso en la oscuridad de un apestoso granero, bajo la lluvia, sin nombre.
—Por eso es que me niego a dejarte ir, aunque sé que con esto voy a firmar mi condena. Nuestra condena —dijo y se inclinó al frente para besarla. Besarla no como aquella noche, en donde todo fue desordenado y al fragor de los impulsos. No, esta vez fue lento e incluso inocente, apenas labios contra labios y olió a profundidad el aroma de la rubia, que era a limpio y a fruta, a bebé y a guisos calientes.
Se separó al cabo de unos minutos y la soltó, esperando una bofetada o que terminara de marcharse; una tragedia, porque Izsák estaba acostumbrado a ellas.
Izsák Kodály- Humano Clase Baja
- Mensajes : 39
Fecha de inscripción : 20/03/2016
Localización : París
Re: Les Jours Tristes → Privado
Si la hubiera abofeteado, tal vez no la hubiera sorprendido tanto. Y menos la hubiera sorprendido su propia actitud, tan receptiva, entregada, lánguida entre los brazos que la contenían, entre los labios que la besaban. Tiphanie entreabrió los propios y lo dejó hacer, y se dejó llevar por lo que parecía inevitable e irremediable. Y se sintió dichosa de ser besada de aquella forma, ya que su marido jamás lo había hecho así. Degustó la tibieza del aliento de Izsák, y disfrutó de las cosquillas que le hacía su barba espesa. Quiso morir así, henchida de felicidad, como si aquel beso no significara una absoluta tragedia para ambos. Por supuesto que estaban condenándose a la desgracia, a la tristeza, pero no podía frenar aquellas emociones que se habían desatado con desenfado.
La muchacha se colocó en puntas de pie y le llevó los brazos al cuello. Y cuando él la soltó, no quiso abrir los ojos; ella se mantuvo aferrada a él, sintiendo su respiración agitada, tan agitaba como la suya propia. No le importaba nada de lo que le había dicho, todos eran complicados al fin de cuentas. Ella estaba casada con un hombre mucho mayor, que la trataba como a una sirvienta, que la violaba cuando se emborrachaba y que le decía que la amaba en la sobriedad. Se dio cuenta de lo cansada que estaba de su vida, de que la hubieran criado para cumplir las órdenes de su marido, de haber hecho todo lo posible para hacerlo feliz y de que nada fuese suficiente. Izsák le ofreció, en un roce inocente, la esperanza de sentirse mujer alguna vez en la vida, de sentirse plena y poderosa.
—No sé quién te hizo creer que eres una carga, pero permíteme decirte que te mintieron —susurró, y le acarició la nariz con la propia. También le sonrió. Se atrevió a alzar los párpados y descubrió los ojos tristes que la contemplaban a escasos milímetros. —Eres un buen hombre, Izsák. No sé si me has perdonado, pero no me has condenado, y eso habla de tu nobleza —liberó una de las manos y la apoyó en el pecho del poeta.
—Y también eres un hombre culto. Los artistas lo son. Yo…yo a duras penas sé leer y escribir —confesó con cierta vergüenza. —Nadie quiso que estudiara demasiado. Mis padres me criaron para ser esposa y criar niños, es lo único que sé hacer. En cambio tú… Tú puedes hacer muchas cosas, te he visto trabajar, y también puedes crear con tu mente —hablaba con admiración. Déodat era un bruto hombre de campo, y jamás se había relacionado con alguien como Izsák.
Llevada por un impulso, ya no quiso hablar y volvió a besarlo. Primero con timidez, y luego fue abriéndose camino entre la boca del artista, y su lengua se atrevió a tocar la ajena, y todo su cuerpo se apegó y se amoldó al del campesino. Y aquella timidez inicial se convirtió en una pasión abrasadora, que amenazó con hacerla perder la cordura. Se le erizó la piel y se dio cuenta que nunca, en sus veintidós años, había experimentado algo semejante. Entendió, también, que quería volver a sentirse así una vez más, que quería que aquella sensación fuese una constante en sus días, que quería despertar exultante, con el vientre repleto de mariposas y junto a un hombre que la tratase bien.
—Nos veamos en otro lugar, aquí nos descubrirán muy pronto —dijo, agitada, en un rapto de conciencia. Recordó dónde estaban y de que otros trabajadores no tardarían demasiado en aparecer. —Dime que quieres que estemos solos, por favor —le rogó y volvió a besarlo.
La muchacha se colocó en puntas de pie y le llevó los brazos al cuello. Y cuando él la soltó, no quiso abrir los ojos; ella se mantuvo aferrada a él, sintiendo su respiración agitada, tan agitaba como la suya propia. No le importaba nada de lo que le había dicho, todos eran complicados al fin de cuentas. Ella estaba casada con un hombre mucho mayor, que la trataba como a una sirvienta, que la violaba cuando se emborrachaba y que le decía que la amaba en la sobriedad. Se dio cuenta de lo cansada que estaba de su vida, de que la hubieran criado para cumplir las órdenes de su marido, de haber hecho todo lo posible para hacerlo feliz y de que nada fuese suficiente. Izsák le ofreció, en un roce inocente, la esperanza de sentirse mujer alguna vez en la vida, de sentirse plena y poderosa.
—No sé quién te hizo creer que eres una carga, pero permíteme decirte que te mintieron —susurró, y le acarició la nariz con la propia. También le sonrió. Se atrevió a alzar los párpados y descubrió los ojos tristes que la contemplaban a escasos milímetros. —Eres un buen hombre, Izsák. No sé si me has perdonado, pero no me has condenado, y eso habla de tu nobleza —liberó una de las manos y la apoyó en el pecho del poeta.
—Y también eres un hombre culto. Los artistas lo son. Yo…yo a duras penas sé leer y escribir —confesó con cierta vergüenza. —Nadie quiso que estudiara demasiado. Mis padres me criaron para ser esposa y criar niños, es lo único que sé hacer. En cambio tú… Tú puedes hacer muchas cosas, te he visto trabajar, y también puedes crear con tu mente —hablaba con admiración. Déodat era un bruto hombre de campo, y jamás se había relacionado con alguien como Izsák.
Llevada por un impulso, ya no quiso hablar y volvió a besarlo. Primero con timidez, y luego fue abriéndose camino entre la boca del artista, y su lengua se atrevió a tocar la ajena, y todo su cuerpo se apegó y se amoldó al del campesino. Y aquella timidez inicial se convirtió en una pasión abrasadora, que amenazó con hacerla perder la cordura. Se le erizó la piel y se dio cuenta que nunca, en sus veintidós años, había experimentado algo semejante. Entendió, también, que quería volver a sentirse así una vez más, que quería que aquella sensación fuese una constante en sus días, que quería despertar exultante, con el vientre repleto de mariposas y junto a un hombre que la tratase bien.
—Nos veamos en otro lugar, aquí nos descubrirán muy pronto —dijo, agitada, en un rapto de conciencia. Recordó dónde estaban y de que otros trabajadores no tardarían demasiado en aparecer. —Dime que quieres que estemos solos, por favor —le rogó y volvió a besarlo.
Tiphanie Vinsonneau- Humano Clase Media
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