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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Anatol K. Trubetzkoy Mar Nov 16, 2010 3:37 pm

Nada. Era insufrible. Anatol volvió a dejar caer una a una las monedas sobre la palma abierta de su mano izquierda soltando un largo suspiro mientras tanto. El frío metal plateado de una pieza tintineaba sonoramente contra el cobrizo de otras, reverberando en aquella sala, repleta de aquella aparente tranquilidad, que sólo lograba que hacer parecer mayor la turbación interior de aquel muchacho, como si no terminara de encajar en la calma. Cuatro años, cuatro largos años traducidos en aquellas escasas decenas de francos, en aquel montón de lo que en un día no hubiera sido más que inservible chatarra, el esfuerzo y el trabajo de él, su madre y su hermana convertidos en poco más que nada. ¿De qué servía todo aquello? Ni siquiera tenían el dinero con el que contaban al llegar a París, ni siquiera después de haber comprado aquella casa en la que se encontraban, los gastos de su hermano y el día a día, la comida, la escasa ropa que se podían permitir habían ido minando poco a poco las reservas de la familia Trubetzkoy y Anatol iba preocupándose cada vez más por aquel hecho, sobre todo teniendo en cuenta el segundo de sus sueños. Un piano, eso era lo que Anatol quería, algo prácticamente utópico para cualquiera de su posición económica en aquel momento, pero algo que, cada vez iba quedando más lejos de ser posible. Sea como fuere, su principal sueño, su realización parecía ser la única posibilidad de conseguir el piano y, sobretodo, de salir de allí, de salir de París, de regresar a Rusia, a San Petersburgo, Moscú y a las vastas posesiones de su familia que bordeaban toda la región de la antigua capital, como símbolo de su gran y longeva posición, pero la realización de aquel objetivo estaba en un estado más bien confuso. El ruso exiliado estaba a la espera de la contestación de una misiva directa al gabinete del zar, una carta de la que no tenían constancia ni su madre ni su hermana, una carta que no terminaba de tener respuesta y, por lo tanto, que le estaba sumiendo en la impaciencia. De una u otra forma, sólo podía esperar, por lo que, tirando de los dos extremos de aquel burdo cordel se dispuso a cerrar nuevamente la bolsa y a guardarla en un falso fondo de uno de los pocos muebles de la cocina, expulsando un suspiro que más bien podría haberse tildado de exasperado bufido.

Minutos después, con las manos metidas en los vacíos bolsillos, Anatol transitaba las calles de París con paso seguro, pero con su ceño levemente fruncido, quizás con intención de apartar los problemas económicos de su cabeza, aunque él mismo supiera que no habría forma de hacer tal cosa. Dinero, siempre dinero. Por suerte al menos había podido conservar el violín, sin tener que llegar a venderlo o que, nadie lo quisiera, hubieran llegado a robárselo. Los momentos con aquel instrumento eran uno de los pocos momentos de escape, a excepción de los momentos que llegara a pasar en el Círculo de la Bruja, aunque en aquellas últimas semanas eran tan escasos que casi pudieran tildarse de inexistentes. A consecuencia de todo ello, el humor de Anatol no estaba precisamente en sus mejores momentos.

La ”Place du Tertre”, corazón del nuevo barrio de Montmartre, ese era el destino que habían decidido sus pies en tal vasto caminar. El ruso, al parecer, no tenía nada mejor que hacer en aquella tarde de jueves, por lo que se resignó a quedarse en aquel lugar, procediendo a sentarse en uno de los bancos de piedra para contemplar a la gente pasar de un lado para otro. Todos seguían su día a día, su vida cotidiana y ese, precisamente, era el problema, que él estaba cansado de la suya, de aquella monotonía en la capital francesa, de ir a trabajar todos los días a la textilería. Anatol deseaba marcharse y recuperar todo aquello que, por derecho, era suyo.


Última edición por Anatol K. Trubetzkoy el Dom Ene 02, 2011 1:51 am, editado 4 veces
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Mensaje por Andrei Neverov Miér Nov 17, 2010 12:33 pm

Después de un largo y duro viaje en tren desde San Petersburgo hasta París, Andrei pisó al fin tierras francesas. Era la primera vez que salía de Rusia y el joven se juró y perjuró varias veces durante el tortuoso trayecto que jamás volvería a repetir la experiencia a no ser que alguna otra misión le arrastrara expresamente a ello una vez más. Lo cierto es que al principio se había sentido emocionadísimo, excitado, fuera de sí ante la idea de viajar en tren y de recorrer una distancia tan grande en apenas unos días. Le parecía increíble que él, que desde siempre había estado condenado a vivir y morir como un ladronzuelo cualquiera, tuviese la oportunidad de viajar en tren. Y hasta París, nada menos.

No obstante, tras las primeras horas en aquel desmesurado aparato que traqueteaba y se agitaba continuamente, Andrei se percató de que aquel viaje, más que un regalo, parecía un horrible castigo divino. No había tardado mucho en coger su tez un enfermizo tono ceniciento, ni la pieza de fruta que había tomado antes de partir en hacer estragos en su estómago. Los demás pasajeros que se encontraban en el compartimento lo miraban de reojo mientras bufaba y cambiaba de posición cada pocos instantes, tratando de encontrar la manera de asentar su cuerpo y dormir hasta llegar a la siguiente estación. Aquel era precisamente el único alivio con el que Andrei contaba, la breve parada que el tren efectuaba en cada estación, y que el chico aprovechaba para salir del compartimento y pasear arriba y abajo por el pasillo del vagón como un león enjaulado. Ni siquiera había querido echar una ojeada en el vagón restaurante por miedo a que las nauseas se acentuaran con el simple olor a comida y todo aquello terminara en una lamentable catástrofe.

Así, Andrei acabó pasando la mayor parte del tiempo sentado en su asiento, abrazado la bolsa de viaje en la que iban las pocas pertenencias que se había llevado de Rusia, y deseando ver por fin las luminosas calles de París. Por suerte, entre pequeñas cabezadas y breves paradas de estación en estación, el chico logró alcanzar su destino con más o menos dignidad y pisar la deseada tierra.

Lo primero, por supuesto, fue buscar habitación en una posada cercana, pero aunque se encontraba horriblemente cansado, le costó conciliar el sueño. El traqueteo del tren, las nauseas y el aire parisino le robaron el descanso hasta bien entrada la madrugada, cuando cayó en los brazos de Morfeo. El dichoso tren tampoco le había abandonado en sueños y Andrei habría jurado que lo que le despertó no había sido la luz del sol, sino el chirriante pitido del aparato muy cerca de su oído. “El viaje te ha trastocado, amigo.” Se dijo, empezando a vestirse para ir en busca de su próximo destino: La casa en la que residiría hasta ver cumplida su misión y a la que el día anterior no se había visto con fuerzas de llegar.

De ese modo, Andrei salió de la posada y se adentró en la plaza en la que esta se situaba. A continuación, tras estirarse como un gato perezoso, leyó el papel que le habían entregado antes de partir. “Rue des blanchisseurs”, ponía. Durante los meses que duró su entrenamiento para la misión, le habían enseñado a hablar, leer y escribir en Francés, cosa que en su día aborreció pero que ahora le reconocía una indudable utilidad.

Con una amable sonrisa, Andrei se acercó a una mujer que caminaba en dirección contraria y le preguntó, en un francés bastante formal aunque con un inocultable acento ruso, la localización de aquella calle. Ella le miró con expresión ligeramente asustada durante unos instantes, para después proseguir su camino sin responder. Andrei la miró fijamente sin entender esa extraña reacción, pero no se dio por vencido. Preguntó esta vez a un hombre corpulento, con bigote y sombrero, y aunque en esa ocasión la expresión cambió por una de abierto desagrado, la respuesta que obtuvo fue idéntica.

¿Qué ocurría? El joven podía asegurar que no se había equivocado de palabras y que su pronunciación no era tan precaria, por lo que no podía entender el problema. Soltando un bufido, Andrei apretó el papel en su mano con suavidad y se aproximó con ciertas reservas a un chico que había sentado en un banco de la plaza. Con el ceño ligeramente fruncido a causa de las dos malas experiencias anteriores, el cambiaformas carraspeó ligeramente para llamar su atención.

- Buenos días, ¿Podría indicarme dónde puedo hallar esta calle?-Preguntó, extendiéndole el papel. Habló con un tono de voz que pretendía ser firme, pero que quedó en inseguro y algo frío, como esperando una tercera negativa.

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Mensaje por Anatol K. Trubetzkoy Miér Nov 17, 2010 2:58 pm

La mente de Anatol divagaba entre mil y un sitios a la vez. Mientras que una parte de él se centraba en repetirse que la carta tenía que llegar ya, por fuerza mayor, como una constante y casi molesta melodía de fondo, otra parte de él, más punzante y la cual no sabía si trataba de ponerle de mal humor, se obcecaba en rememorar los recuerdos de la finca de su familia cercana a Smolensk, con sus verdes jardines y sus altas columnas bien pulidas, conjugando caros mármoles de diferentes colores en los fustes con el dorado de los capiteles, mientras que las animadas y relajadas conversaciones de sus primos, carnales o segundos, llenaban el ambiente. El ruso trataba de evitar esos pensamientos, mortificantes, pero su memoria parecía más fuerte que su autocontrol en ese sentido y eso no hacía mucho a favor de su buen humor. Por encima de aquella amalgama de discordantes imágenes y sonidos que se agolpaban en su mente una clara voz intentaba centrarse en cómo ajustar cuentas para ahorrar, algo difícil, o de buscar otras formas de conseguir dinero, fuera como fuese. Trabajo era bastante posible que hubiese y que pudiera encontrar, pero apenas tenía tiempo para dedicarse a un segundo empleo, aunque fuese a tiempo parcial, por lo que, la única salida parecía centrarse en actividades ”ajenas a lo común”, esto es, mercado negro o actividades delictivas. Anatol no tenía intención de meterse de lleno en esos mundos, de salir a robar, pero el contrabando no era una de las opciones que descartaba y el hecho de viajar frecuentemente en busca de mercancías a Le Havre, la ciudad costera que bien pudiera ser considerada el puerto marítimo de París, podría facilitarle la situación. Aunque no se relacionaba en demasía, contactos no le faltaban, conocía a gente que tenía relación con aquellos mundos o que habían desempeñado ya alguna vez como tal y que, por lo tanto, podían presentarle a gente que necesitara de aquellos ”servicios especiales”. En la baja sociedad de cualquier parte del mundo, pero en especial de aquella paupérrima Europa sumida en guerras, revoluciones y luchas de poder, el riesgo no era disuasión para evitar buscar una vida algo mejor, siquiera ligeramente digna, para sí mismo o para, más aún, los seres queridos y Anatol, en ese caso, no era una excepción.

El chico se mostraba impasible, inmóvil, con ambos brazos apoyados en sus piernas y con las manos entrelazadas, con la mirada clavada unos cuantos metros por delante de él. Casi se pudiera haber dicho de él que fuese una estatua fielmente retratada al milímetro, incluyendo las escasas imperfecciones con las que pudiera contar su cara y llegando incluso a representar aquella mirada que, aunque ausente, no dejaba de mostrar aquella indiferencia, esa fuerza y esa frialdad que aquel color grisáceo sólo llegaba a reafirmar. Tal era su estado de ausencia que, aunque uno de los niños que jugaban por el lugar se tropezase a escaso medio metro de distancia, chocando estruendosamente contra el suelo, con el consiguiente y normal llanto del pequeño, el rostro del muchacho no se inmutó ni un ápice, no siendo consciente de lo que sucedía a su alrededor. Sin embargo fue otra voz la que le logró sacar de aquel estado, una voz no tan estridente o destacable, pero que, por aquella extraña reacción que suele tenerse cuando un gesto es dirigido hacia uno mismo, así como cuando notas que alguien te está mirando, quizás con descaro, llamó la atención del muchacho, como si su instinto o su subconsciente realmente hubieran estado alerta ante cualquier movimiento externo de interés para el ruso.

Aquel que lo había sacado o, quizás rescatado, de aquel extraño caos interior era un chico no muy alto, aunque de presencia difícilmente eludible. Sus rasgos eran bastante armoniosos, con dos finas líneas formando sus cejas, las cuales se diluían con la piel, pero dejando las pistas necesarias para formar aquel fácil descenso que recorriese aquella perfectamente recta nariz que, a su vez indicase el camino hacia unos labios carnosos con un tono rosado que contrastaba visiblemente con la palidez de su piel. Al margen de aquel itinerario, dos círculos castaño claro, para hacer juego con su pelo, relucían a la luz del claroscuro que conformaban las hojas de los árboles y que iba a chocarse directamente en ellos, haciendo que su color se aclarase hasta casi parecer que pertenecían a la gama ambarina. Sin embargo, aquellos ojos mostraban una rara consternación, como una leve molestia que Anatol casi creyó interpretar como si aquel escaso interrogatorio fuera de una pesadez para él. “Genial, lo que me faltaba” pensó pues. Pero lo que más llamó la atención al ruso fue la fuerza que aquella extraña entonación del francés adquiría en sus labios, delatándole, obviamente, como foráneo de aquel país. No era que el acento del desposeído príncipe fuera perfecto, es más, muchos podían identificarle como ruso a causa de él, pero cuatro años viviendo en París al menos le habían servido para diferenciar la pronunciación de un nativo de la del que no era, una pequeña ventaja en aquel sinfín de contrariedades. Aquel tono tan resignado, que quizás pudiera ser tildado de algo brusco y fastidioso casi hicieron que el chico no le contestara pero, al parecer, los buenos modales que había ido acumulando durante su infancia y adolescencia aún permanecían en el fondo de aquel peón de textilería.

- Déjeme mirar – dijo alargando la mano para recoger el trozo de papel y para leer las letras que tintaban aquella blancura. Automáticamente, al discernir las palabras, su ceja izquierda se alzó, como incrédulo por lo que estaba mirando. Anatol releyó aún un par de veces la dirección intentando ver si, en realidad, se había equivocado, pero no, al parecer, o alguien pretendía gastarle una broma, o aquel muchacho se dirigía a la misma calle en la que él vivía. Cogiendo aire, apartó sus pupilas de aquella hoja para dirigirlas de nuevo directamente a encontrarse con las del chico -. Sí, sé dónde es, aunque queda algo lejos de aquí – le comunicó, sin informarle del origen de tal conocimiento -. Si quiere puedo acompañarle, no tengo mucho más que hacer – propuso, algo intrigado acerca de las intenciones de aquel muchacho, quizás sólo para tratar de apartar toda esa maraña de ideas que se habían afanado por llenar el espacio de su capaz entendimiento
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Mensaje por Andrei Neverov Jue Nov 18, 2010 2:34 pm

Andrei notó al instante que su preséncia había desviado la atención del chico de lo que quiera en que estuviese ocupada su mente. Mientras se acercaba, el joven comprobó como la mirada de su próximo interlocutor se había centrado en un punto y su expresión se había mantenido invariable incluso cuando un niño pequeño cayó aparatosamente frente a él. Eso le había parecido extraño, puesto que la acción más esperada era una expresión de sorpresa acompañada de una mano tendida hacia el pequeño, pero nada de eso ocurrió. Sin embargo, Andrei había continuado andando hacia él, tal vez empujado por la impotencia de ser claramente ignorado por las otras dos personas o quizás porque aquella fría expresión que el chico mantenía le resutlaba ligeramente atractiva.

Andrei nunca había prestado atención a esas cosas, pero sabía reconocer la belleza cuando la veía. Era capaz de diferenciar entre un rostro armonioso y uno plagado de discordia en sus elementos, como si alguno de ellos sobrase en el rostro. Ese no era el caso del joven. La suya se era una belleza, Andrei habría podido asegurarlo con apenas una mirada, elegante y fina, con una muy ligera asimetría en algunos puntos, pero magnífica en su conjunto. Frente no muy alta y sólo interrumpida por las finas líneas de sus cejas; y justo a continuación unos hechizantes ojos grises. El cambiaformas no recordaba haber visto jamás unos ojos de aquel color. Sí en los retratos que el Zar había desplegado por las paredes de todo el palacio, también en algunas pinturas de Dioses y héroes de la mitología de la antigua Grecia, pero nunca en alguien a quien pudiese tocar, en alguien real.

Aquel detalle provocó que su ceño se relajase durante apenas un instante y se rindiese a esos dos mares de mercurio, pero pronto recuperó la expresión decidida y casi impotente. Tenía una misión. Una misión importante que no admitía desviaciones en su atención ni errores. Hasta entonces se había dedicado a cumplir misiones de menor grado; espionaje para aficionados, que solía decir él a modo de broma. Pequeños trabajos para los altos cargos de la corte o para el propio Zar, pero que nunca le habían obligado a ir más allá de las fronteras del país. Nada de importancia suficiente como para llevarle tan lejos de casa; y tal vez por eso se sintiese tan nervioso y presionado por ello. Si la llevaba a cabo con éxito, tal vez incluso con maestría, conseguiría un mayor favor del Zar, cosa que sería de agradecer.

“Quizás” Se atrevió a soñar Andrei “Quizás si cumplo la misión, consigo convertirme en guardia del Palacio. Ellos no tienen que viajar interminables millas en tren para llegar a una ciudad donde prácticamente nadie te dirige la palabra, ni pasar las noches en la calle en busca de información.” Pero bien, era la situación actual la que requería de toda su atención, por lo que fijó los ojos en el joven frente a él.

Por su expresión extrañada, Andrei creyó que no conocía la calle, que incluso estaba dudando de su existencia, lo que provocó un vuelvo en el estómago del menor. Casi había empezado ya a cavilar en una forma económica de ponerse en contacto con el Palacio ruso para pedir una rectificación cuando aquel chico de peculiares ojos grises le hizo saber que sí conocía dicha calle. La expresión de Andrei se iluminó entonces no pudo evitar que una alegre sonrisa se instalara en su rostro, viendo el camino abierto nuevamente.

-¿Acompañarme?-Inquirió, alzando una ceja, serio de nuevo. No era eso lo que él había planeado. Una cosa era que alguien supiera la calle a la que se dirigía y otra que conociera, que viera con sus propios ojos, la casa donde viviría el cambiaformas durante tiempo indefinido. Meditó durante unos segundos esta idea mientras sus ojos repasaban con cuidado el rostro del joven, como tratando de encontrar allí algún elemento oculto a simple vista que le identificara como enemigo de su misión. No parecía otro espía, ni un asesino a sueldo o algo parecido, aunque claro que él tampoco parecía un cambiaformas, y mucho menos un espía.

-Supongo que…Sí, supongo que lo mejor será que me acompañe.-Decidió él, pensando con rapidez.-No conozco la ciudad y la gente no ha parecido muy amable hasta el momento.-Comentó, siendo tal vez más sincero de lo que correspondía.-Usted guía.-Añadió, dando un par de pasos atrás para que aquel chico se sintiese en disposición de indicar la dirección correcta.

Después de todo, pensó Andrei, no se encontraba en disposición de perder otro día por problemas de orientación. Si pretendía impresionar al Zar y demostrarle su alta valía como espía, debía hacer el trabajo limpia y rápidamente.

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Mensaje por Anatol K. Trubetzkoy Sáb Nov 20, 2010 12:45 pm

El ruso se fijó bien en los labios de aquel muchacho, a pesar de mantener sus pupilas ocupadas en las propias del chico, inquisitivamente, como si tratara de desentrañar los secretos que tras ellas se ocultaban y sólo consiguiendo, al parecer, que sus dos secciones de círculo de parda luz perlada fueran aún más difícilmente eludibles; así fue, pues, como pudo notar cómo las comisuras de aquellas dos algo gruesas extensiones tendieron a ensancharse, combándose hacia arriba y entreabriéndose en cierta medida, dejando ver la dentadura que aguardaba detrás. Aún así aquella parte de la fisonomía de su rostro no fue lo único que expresó la grata y aparentemente espontanea alegría que el muchacho de rudo acento dejó mostrar; sus ojos, volviéndose algo más pequeños y rasgados, también se inundaron de aquella, no sabía si definir tranquilidad o felicidad. Aquella mueca del chico le llegó a parecer, a la par que extraña e, incluso, exótica, bonita y extrañamente atractiva. Anatol frunció levemente el ceño, de forma casi imperceptible, como una gran parte de todas las expresiones que sus rasgos podrían llegar a conformar, extrañado por aquella, en opinión del chico, desmedida reacción, que llamó la atención del chico.

El muchacho, cuyo nombre desconocía, pareció mostrarse reacio a que Anatol lo acompañara hacia aquel lugar, a pesar de lo complicado que hubiera sido darle directrices para que llegara a su destino, y él ya estaba comenzando a debatirse entre decirle que, quisiera o no, le iba a acompañar, pues él también iba hacia a esa dirección, que su casa quedaba cerca de a dónde quería llegar, o dejar que fuera el tiempo el que decidiese volverlos a encontrar, porque Anatol tenía la seguridad de que, viviendo en la misma calle, tarde o temprano volverían a verse. Pero, al parecer, o las apariencias engañaban o había cambiado de opinión, aceptando la propuesta, para complacencia del ruso.

- Bien – dijo el paupérrimo príncipe levantándose, sin prisa, pero sin dejar que la pesadez agarrotara sus seguros movimientos -. Vayamos entonces; es por aquí – dijo el chico, indicando hacia su derecha y poniéndose a caminar, esperando que el muchacho le imitara y le siguiera. Anatol inspiró aire fuertemente, llenando su pecho hasta la saciedad, para, así, terminar salir de aquella ensoñación y, también, para ayudarle a recuperar lo poco de rigidez que su espalda había perdido. Así, el ruso comenzó a poner un pie por delante de otro, con un movimiento varonil y seguro, pero sin que éste llegara a ser pesado o, incluso, vulgar -. Dime, - prosiguió en aquel tono crudo, pero sin perder el interés -¿de dónde vienes? – preguntó, dando por claro que el chico no era francés, aunque eso no quería decir que no llevara viviendo un tiempo en la ciudad, como, de hecho, Anatol casi estaba dando por supuesto, al mencionar el chico el desconocimiento acerca de París

El ruso se llevó su mano derecha, la que estaba más alejada del chico, al bolsillo, casi pareciendo querer adquirir una postura mucho más relajada, pero, lejos de la realidad, contrastando con su intransmutable expresión. De pronto, sus pasos les llevaron a abandonar la protección de la arboleda, dejando que los fríos pero afilados rayos de aquel sol del otoño moribundo fueran a ensañarse directamente con sus ojos. De todas formas, Anatol tenía la esperanza de que las numerosas nubes en el cielo llegaran a tapar la luz solar sin que ello llegara a significar el comienzo de una llovizna.
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Mensaje por Andrei Neverov Mar Nov 23, 2010 11:44 am

El joven asintió suavemente con la cabeza y le siguió un poco más atrasado, con la vista clavada en los talones de su acompañante. No tenía ganas de levantar la mirada y encontrarse con un paisaje totalmente diferente al que Andrei acostumbraba a ver en San Petersburgo. Las casas tenían cierto parecido con las que encontrara en las partes más ricas de la ciudad, pero sus gentes, su clima, incluso su cielo parecían desmesuradamente distintos. Se sentía como un pez fuera del agua, luchando desesperadamente por regresar a la pecera. Ante esta comparación, el chico no pudo evitar pensar que apenas llevaba un día en la ciudad y ya sentía que se ahogaba patéticamente entre el cúmulo de gente que poblaba la ciudad de la luz.

Por suerte, la voz del joven que acababa de conocer le rescató de ese oscuro callejón sin salida con el que su mente se había topado, obligándole a levantar la vista ante una pregunta que no esperaba. Andrei parpadeó un par de veces para salir de sus pensamientos y observó al chico como si acabase de recordar que seguía en su compañía. Él era la única persona que había accedido a prestarle su ayuda y, además, acompañarle hasta el lugar al que se dirigía. Su buena educación le debía, como mínimo, una conversación más o menos fluida; aunque Andrei no tuviese por costumbre mantener largas charlas, y menos si el tema principal era él.

-Amh…-Murmuró él, en tono pensativo. Suponía que su acento algo rudo, que distaba bastante de parecerse a la suave parla francesa, le había acabado delatando. Ni todas las clases de francés del mundo le habrían servido para eliminar por completo aquellos arraigados detalles que contaminaban su acento y le marcaban como extranjero. El chico se llevó una mano a la nuca y carraspeó, haciendo tiempo mientras decidía si era correcto revelar el lugar de dónde procedía o no.-Del este.-Respondió simplemente, con una pequeña sonrisa cordial. Acto seguido adelantó ese pequeño trecho que le había mantenido separado de aquel desconocido y clavó sus ojos en él, escrutándole con más detalle del llegó a demostrar realmente.-Usted tampoco tienes rasgos franceses y su acento aún guarda resquicios de la lengua materna.-Dijo el chico en tono amigable.-¿Debo suponer entonces que también procede de otro lugar?-Inquirió, desviando suavemente la conversación hacia el territorio de su acompañante.

Durante su formación en el palacio del Zar, Andrei había aprendido que la forma más efectiva de despejar el interés de su interlocutor por conocer los detalles sobre su persona era provocando que, de una manera u otra, la atención se desviase lejos de él. Un buen método era efectuar preguntas sobre su acompañante, siempre con tacto y discreción, y que este solía estar encantado de responder. Preguntas sobre lo bien que se hablaba sobre él en la ciudad, a propósito del éxito de su último trabajo o de los grandes bailes que frecuentaba. Preguntas sobre sus magníficos hijos o sus grandiosos amigos. Preguntas que esperaban respuestas llenas de vanidad y que, en ocasiones, revelaban informaciones que el ruso estaba encantado de sonsacar poco a poco.

Cierto era que su actual interlocutor no parecía guardar grandes misterios, al menos que el chico pudiese aprovechar para su misión, pero suponía que ya había quedado enquistado en su forma de relacionarse esa costumbre tan propia de su trabajo. En cualquier caso, Andrei no se sentía con ánimos de hablar de la tierra que tan dolorosamente había dejado atrás.
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Tratando de olvidar [Anatol y Andrei] Empty Re: Tratando de olvidar [Anatol y Andrei]

Mensaje por Anatol K. Trubetzkoy Dom Ene 02, 2011 1:41 am

El cielo lucía con una claridad casi increíble para aquel periodo tardío del año, precedente al invierno, mientras que suave clima de la costa lograba atenuar el frío que, ya en París, atenazaba el día a día de los ciudadanos. De esta manera el ruso, criado en los gélidos parajes de la capital más septentrional del mundo, aunque no tanto como los miembros de las clases media y baja debido a sus bien provistos palacios, podía caminar tranquilamente con apenas una poco gruesa chaqueta sobre una camisa de tela blanca. Sin embargo, por doquier ya se empezaban a ver los largos abrigos, guantes y bufandas que hombres y mujeres comenzaban a sacar de sus armarios, al menos los que podían permitirse el tener aquellas prendas ya que, alguno que otro, debía de conformarse con encender una hoguera o con intentar pasar el menor tiempo posible rondando por las calles de la ciudad gala.

Lo cierto era que, a parte de las diferencias geográficas y del clima y, a pesar de los intentos rusos por "occidentalizarse" y, especificamente, por afrancesarse, Rusia en general y San Petersburgo en particular, presentaban características que aún hacían distar al lejano país entre Europa y Asia de aquella capital de las luces. Aquello no hacía, sin embargo, empequeñecer al país natal de Anatol, es más, la ciudad del Neva, aunque aún más pequeña que París, presentaba un aspecto mucho más digno que aquel centro parisino lleno de pequeñas y retorcidas callejuelas que se entremezclaban con viejos caserones y oscuras y antiguas casas solariegas. Por el contrario, Petersburgo fue construída especificamente como muestra del poder del zar, toda Rusia y su rica aristocracia en general, en aquella ingente empresa de levantar una urbe neoclásica sobre los pantanos del Neva y llevando a cabo el ambicioso proyecto en el que armonía y explendor llegaban a unirse entre los aquellos, a veces helados, canales. Inevitablemente, Anatol se sentía orgulloso de su patria, aquella de la que había sido desterrado, pero a la que no culpaba.

El ruso miró al chico, evaluando el porqué de aquella escueta y poco concreta respuesta del chico y sólo consiguiendo llegar a juntar algo más las cejas al ver que él también había averiguado en su acento extraños rasgos que lo delataran como foráneo. Sí, Anatol no había conseguido limar el fuerte acento eslavo con el que había crecido tantos largos años, a pesar de ya llevar poco menos de cinco años en aquel punto enclavado en el Sena a través del cual se articulaba toda Francia. El idioma francés era demasiado suave, demasiado sutil para alguien acostumbrado a redoblar la lengua contra el paladar, como sucedía en la gran lengua del oriente europeo.

- Del este también - le contestó, tan evasivo como él; si él no quería dar respuesta a su pregunta, él tampoco lo iba a hacer, al menos en lo que se refería a aquel tema en concreto. El chico solía ser reservado, pero todo lo concerniente a su vida pasada y exilio era poco menos que un secreto, ya que Anatol podía llegar a sentir, incluso, aquello que la gente corriente suele denominar como vergüenza.

El chico retornó la mirada al frente para asegurarse de que seguían el camino adecuado, como de hecho hacía, y para encaminar sus pies hacia la derecha en cuando hubieran de torcer para no acabar llegando a algún lugar demasiado alejado de su destino primigenio. La gente también parecía algo afanada en aquella tarde de tardío otoño, yendo, como siempre, de un lado a otro, generalmente con prisas, aunque no eran pocos los que se tomaban con calma su devenir. París era una ciudad variopinta, en cierta medida, como también lo eran sus ciudadanos, aunque, Anatol casi atrevería a aventurar, San Petersburgo podría demostrar una mayor riqueza cultural y racial, con toda aquella mezcla de alemanes, holandeses, rusos y gente llegada de todos los rincones del gran y rico imperio.

- ¿Y cuál es tu nombre? - volvió a girar la cabeza preguntando con aquellas "erres que tanto diferían de la correcta pronunciación del francés. Anatol gustaba del silencio, pero a veces podía ser mejor una conversación banal a un dudoso y tenso sosiego.
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