AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Fate of the Tempest — Privado
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Fate of the Tempest — Privado
Quién sabe por qué demonios había decidido terminar en una taberna de mala muerte, ¡cuando él ni bebía!, ni mucho menos lo necesitaba. Y de haber podido hacerlo, tampoco iba a prescindir de la bebida para, ¿ahogar sus penas, emborracharse por gusto o qué? ¡Ni de broma! Él prefería mantener sus neuronas perfectamente funcionales, y seguir siendo el hombre práctico de costumbre. Además, mientras sus acompañantes estuvieran ebrios, alguien más en el Holandés Errante debía permanecer con sus cuatro sentidos, y ese tenía que ser el capitán, más obvio no podía ser.
Lo cierto es que Cyril no estaba muy centrado en las motivaciones que lo llevaron a aceptar la invitación de unos cuantos miembros de su tripulación, que ya habían perdido parte de su cerebro con apenas unas botellas de vino barato. Él, contrario a ellos, estaba mirando fijamente un mala budista que reposaba sobre sus manos, mientras a un costado se encontraba lo que suponía era su bebida, la cual ignoró todo el largo rato. Sus pensamientos viajaron justo hasta esa época en la que conoció a aquel monje en alguna parte de Asia Oriental; ese mismo hombre que lo ayudó a superar la locura que estaba consumiendo su mente. ¡Estaba agradecido con él! Sí, Cyril (ahora Willem van der Decken), se encontraba profundamente agradecido con un humano, cuyos restos ya estarían momificados por las bajas temperaturas del Tíbet. Apenas alzó la mirada cuando escuchó a uno de los suyos pronunciar en voz muy alta (casi a gritos, mejor dicho) su nombre y seudónimo. Cyril apenas hizo un ademán y se esfumó del lugar.
Pocas veces se dejaba llevar por un arrebato de sus recuerdos, y prefería la soledad en esos casos. ¡Bah! Tampoco es que era alguien de andar compartiendo sus traumas con otros, en lo más mínimo. Esas cosas simplemente las discutía con su cabeza, voz interior, o lo que fuera. No tenía deseos de estar haciéndose el nostálgico con nadie, ni mucho menos le agradaba sentirse de aquel modo. Sabía que era algo inevitable, pero también un reverendo fastidio. Aun así, aquello fue suficiente para plantearse determinadas cosas; decisiones que ya debía haber tomado desde hacía un tiempo atrás. ¿O tal vez no?
¡Bien! Tenía que reconocer que no era fácil lidiar con los estigmas del pasado, ¡y ni siquiera él se libraba de semejante amargura! Parte de su locura se había dado precisamente por eso, porque no fue capaz de combatir a sus demonios en aquel entonces. Sus pensamientos se hallaban tan nebulosos como las sombras que se apoderaban de todos los rincones del puerto, apenas el muelle contaba con algo de iluminación, pero no era suficiente para tranquilizar a cualquier fisgón. ¿Quién se atrevería a meterse a un sitio así a altas horas de la noche? Un osado. O mejor dicho, un estúpido. Sin embargo, esa era otra cosa; él no se encontraba paseando entre penumbras para estar asustando a los incautos. Podría considerarse un hombre más, paseando al aire libre y... ¡Tonterías!
Sabía de sobra que algún molesto ladrón estaría oculto entre los contenedores para decidir atacarlo, así que, luego de guardarse el mala en su abrigo, continuó avanzando por el muelle, con completa indiferencia. Si tenía que darle una sepultura en el mar a ese ratero de poca monta, lo haría, ¿a quién demonios le iba a importar alguien así? Pero antes de poder siquiera hacer algo, o que aquel insolente lo atacara como se suponía lo haría, alguien, o algo más, se adelantó. Lo que supuso un problema menos para Cyril, al menos por un breve instante, porque lo que percibió después no le hizo nada de gracia.
¡No! Aquello tenía que ser una mala jugada de su cabeza, de seguro por todo lo que había recordado y esas cosas que ni valían la pena. Aun así, no pudo aislar aquella sensación nefasta que lo abrumó. Bien, debía acabar con la duda de una vez por todas. Y así estaba: yendo al lugar en donde el ladrón había sido asesinado (el olor de la sangre lo delató), ¡y cuánto lamentó haberlo hecho!
¡Pausanias! No, Ciro. ¡O cómo diablos se llamara ahora! Sí, justamente su antiguo compañero de guerra... Casi destrozándole el cuello a un mortal que ya estaba más que muerto.
—¡Ya, hombre! Al infeliz no le quedará ni una gota más... Ten un poco de control, Pausanias —exclamó, con la suficiente firmeza para llamar su atención. Uh, y sí que lo hizo—. Tranquilo, eh. No quise interrumpir tu cena, bueno, quizá un poco. Supongo que todavía me recuerdas, ¿o tengo que refrescarte la memoria?
Lo cierto es que Cyril no estaba muy centrado en las motivaciones que lo llevaron a aceptar la invitación de unos cuantos miembros de su tripulación, que ya habían perdido parte de su cerebro con apenas unas botellas de vino barato. Él, contrario a ellos, estaba mirando fijamente un mala budista que reposaba sobre sus manos, mientras a un costado se encontraba lo que suponía era su bebida, la cual ignoró todo el largo rato. Sus pensamientos viajaron justo hasta esa época en la que conoció a aquel monje en alguna parte de Asia Oriental; ese mismo hombre que lo ayudó a superar la locura que estaba consumiendo su mente. ¡Estaba agradecido con él! Sí, Cyril (ahora Willem van der Decken), se encontraba profundamente agradecido con un humano, cuyos restos ya estarían momificados por las bajas temperaturas del Tíbet. Apenas alzó la mirada cuando escuchó a uno de los suyos pronunciar en voz muy alta (casi a gritos, mejor dicho) su nombre y seudónimo. Cyril apenas hizo un ademán y se esfumó del lugar.
Pocas veces se dejaba llevar por un arrebato de sus recuerdos, y prefería la soledad en esos casos. ¡Bah! Tampoco es que era alguien de andar compartiendo sus traumas con otros, en lo más mínimo. Esas cosas simplemente las discutía con su cabeza, voz interior, o lo que fuera. No tenía deseos de estar haciéndose el nostálgico con nadie, ni mucho menos le agradaba sentirse de aquel modo. Sabía que era algo inevitable, pero también un reverendo fastidio. Aun así, aquello fue suficiente para plantearse determinadas cosas; decisiones que ya debía haber tomado desde hacía un tiempo atrás. ¿O tal vez no?
¡Bien! Tenía que reconocer que no era fácil lidiar con los estigmas del pasado, ¡y ni siquiera él se libraba de semejante amargura! Parte de su locura se había dado precisamente por eso, porque no fue capaz de combatir a sus demonios en aquel entonces. Sus pensamientos se hallaban tan nebulosos como las sombras que se apoderaban de todos los rincones del puerto, apenas el muelle contaba con algo de iluminación, pero no era suficiente para tranquilizar a cualquier fisgón. ¿Quién se atrevería a meterse a un sitio así a altas horas de la noche? Un osado. O mejor dicho, un estúpido. Sin embargo, esa era otra cosa; él no se encontraba paseando entre penumbras para estar asustando a los incautos. Podría considerarse un hombre más, paseando al aire libre y... ¡Tonterías!
Sabía de sobra que algún molesto ladrón estaría oculto entre los contenedores para decidir atacarlo, así que, luego de guardarse el mala en su abrigo, continuó avanzando por el muelle, con completa indiferencia. Si tenía que darle una sepultura en el mar a ese ratero de poca monta, lo haría, ¿a quién demonios le iba a importar alguien así? Pero antes de poder siquiera hacer algo, o que aquel insolente lo atacara como se suponía lo haría, alguien, o algo más, se adelantó. Lo que supuso un problema menos para Cyril, al menos por un breve instante, porque lo que percibió después no le hizo nada de gracia.
¡No! Aquello tenía que ser una mala jugada de su cabeza, de seguro por todo lo que había recordado y esas cosas que ni valían la pena. Aun así, no pudo aislar aquella sensación nefasta que lo abrumó. Bien, debía acabar con la duda de una vez por todas. Y así estaba: yendo al lugar en donde el ladrón había sido asesinado (el olor de la sangre lo delató), ¡y cuánto lamentó haberlo hecho!
¡Pausanias! No, Ciro. ¡O cómo diablos se llamara ahora! Sí, justamente su antiguo compañero de guerra... Casi destrozándole el cuello a un mortal que ya estaba más que muerto.
—¡Ya, hombre! Al infeliz no le quedará ni una gota más... Ten un poco de control, Pausanias —exclamó, con la suficiente firmeza para llamar su atención. Uh, y sí que lo hizo—. Tranquilo, eh. No quise interrumpir tu cena, bueno, quizá un poco. Supongo que todavía me recuerdas, ¿o tengo que refrescarte la memoria?
Willem van der Decken- Vampiro Clase Media
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Fecha de inscripción : 22/08/2017
Localización : A la deriva
Re: Fate of the Tempest — Privado
Había ciertas cosas que estaban claras: París era la capital de Francia, un reino dentro del continente europeo; los vampiros no podían salir por el día o el sol, ¡maldito fuera ese que coartaba la libertad de los que se la habían ganado a fuego!, los freiría y convertiría en polvo; Ciro estaba loco, como una maldita cabra, con ciertos momentos de cordura. Porque, sí, los tenía, no es que sucedieran a menudo pero, de vez en cuando y sin que sirviera de precedente, parecía que Ciro era Pausanias de nuevo y se comportaba con esa guerrera dignidad de entonces, como el maldito diarca que había sido y como la Historia lo recordaba. ¿El problema? Bueno, que aquel no era uno de esos momentos...
Pocas veces había estado más claro que Ciro estaba loco, pero había que reconocer algo en su defensa: ¡esta vez no era culpa suya! Bueno, pocas veces lo era porque casi siempre era cosa del mundo queriendo meterse con su superioridad innata y existente hasta en sus peores momentos, pero en aquel momento concreto, una noche al parecer aleatoria, Ciro no era el causante total de la locura con la que se estaba comportando. Sí que lo había sido cuando Fausto se había encargado de herirlo y torturarlo, pues era un hecho demostrado y demostrable que Ciro se había liberado por completo para asumirlo y, claro, la consecuencia era que había abrazado su lado más caótico, rebelde y, bueno, demente, a fin de cuentas. Pero ¿aquella noche? No. Aquella noche era culpa de Cassandra.
En un instante de pausa, mientras estaba rodeado de las víctimas a las que había destrozado y con cuyos miembros se había hecho una especie de trono (podrido y apestoso, pero igual le daba; su aspecto, de todas maneras, iba a juego, así que hasta era apropiado. ¡Coqueto hasta el fin, el vampírico malandrín!), se tomó un minuto para odiarla, más aún de lo que ya lo hacía, pero menos que a Fausto. ¡Menos mal, sus prioridades seguían estando claras, después de todo! Aun así, no podía negar el efecto que había tenido el reencuentro con una de sus pretéritas fulanas en él, uno similar al que tuvo la tortura por parte de Fausto en su maldito día, pero menos, porque nada funcionaba tanto como aquella obsesión... Por el momento.
Consciente de que, encima, aún tendría que darle las gracias al cazador por ello, el vampiro siseó, enseñó los dientes a sus víctimas destrozadas y salió... ¿se puede decir corriendo cuando lo hizo casi a cuatro patas, arrastrándose como un animal? Bueno, pues así; Ciro estaba cerca del puerto, y el olor a agua salada lo condujo hasta los tablones de madera del embarcadero donde, para su fortuna, había aún más alimento. Qué curioso era que, con tanta muerte, ni siquiera se hubiera acordado de beber sangre, pero solucionó ese pequeño desliz tan rápido y violento como lo estaba siendo su comportamiento hasta entonces: abriéndole el cuello de una dentellada desgarradora para que la sangre entrara en él a chorro, con toda la presión que necesitaba.
¡Y qué placer sintió, demonios, cuánto lo disfrutó hasta que escuchó esa otra voz! Ciro, otrora Pausanias, no se detuvo ante el estímulo externo, y bebió todas las gotas excepto la última que le quedaba dentro al otro. Sólo entonces tuvo a bien alzar sus ojos, asalvajados y de tono azul oscuro por la luna nueva que (no) brillaba en el cielo, hacia el hombre que, justo enfrente, parecía su reflejo de antaño y lo opuesto a él entonces: limpio, arreglado, absolutamente bien colocado, y moralmente superior, ¡por todos los demonios! Y Ciro, Pausanias en un breve instante, que había apreciado a aquel hombre como si hubiera sido de su sangre, pues había sido el único leal a él en un mar de traiciones y luchas constantes, lo odió; lo odió tanto que no pensó y reaccionó tal cual, con una rapidez que le impidió a Cyril quitarse de encima al cadáver que Ciro le lanzó, como si no pesara nada.
– Una gota. Para tu información, le quedaba una gota, ¿por qué clase de inútil me tienes? – replicó, brusco, sin incorporarse de su postura casi animal, aunque realmente estaba en cuclillas y con los brazos apoyados en las rodillas, a la espera de que su mente le gritara que atacara de nuevo o... O cualquier cosa. No creía que fuera a haber alternativa porque así de enfadado estaba, pero dejaba la posibilidad abierta, por si acaso. – Te recuerdo, sí. No sé qué le ha dado a Esparta ahora por volver, porque primero vino ella y ahora tú. Dime, ¿Agis también volverá o de él sí que me he librado de una maldita vez? Dejadme todos en paz, no os necesito. – ordenó, gruñendo, y qué poco Pausanias sonaba el hombre que tenía la misma expresión feroz que Cyril había visto mil veces en batalla... Tal vez algo de él sí que quedara, en el fondo.
Pocas veces había estado más claro que Ciro estaba loco, pero había que reconocer algo en su defensa: ¡esta vez no era culpa suya! Bueno, pocas veces lo era porque casi siempre era cosa del mundo queriendo meterse con su superioridad innata y existente hasta en sus peores momentos, pero en aquel momento concreto, una noche al parecer aleatoria, Ciro no era el causante total de la locura con la que se estaba comportando. Sí que lo había sido cuando Fausto se había encargado de herirlo y torturarlo, pues era un hecho demostrado y demostrable que Ciro se había liberado por completo para asumirlo y, claro, la consecuencia era que había abrazado su lado más caótico, rebelde y, bueno, demente, a fin de cuentas. Pero ¿aquella noche? No. Aquella noche era culpa de Cassandra.
En un instante de pausa, mientras estaba rodeado de las víctimas a las que había destrozado y con cuyos miembros se había hecho una especie de trono (podrido y apestoso, pero igual le daba; su aspecto, de todas maneras, iba a juego, así que hasta era apropiado. ¡Coqueto hasta el fin, el vampírico malandrín!), se tomó un minuto para odiarla, más aún de lo que ya lo hacía, pero menos que a Fausto. ¡Menos mal, sus prioridades seguían estando claras, después de todo! Aun así, no podía negar el efecto que había tenido el reencuentro con una de sus pretéritas fulanas en él, uno similar al que tuvo la tortura por parte de Fausto en su maldito día, pero menos, porque nada funcionaba tanto como aquella obsesión... Por el momento.
Consciente de que, encima, aún tendría que darle las gracias al cazador por ello, el vampiro siseó, enseñó los dientes a sus víctimas destrozadas y salió... ¿se puede decir corriendo cuando lo hizo casi a cuatro patas, arrastrándose como un animal? Bueno, pues así; Ciro estaba cerca del puerto, y el olor a agua salada lo condujo hasta los tablones de madera del embarcadero donde, para su fortuna, había aún más alimento. Qué curioso era que, con tanta muerte, ni siquiera se hubiera acordado de beber sangre, pero solucionó ese pequeño desliz tan rápido y violento como lo estaba siendo su comportamiento hasta entonces: abriéndole el cuello de una dentellada desgarradora para que la sangre entrara en él a chorro, con toda la presión que necesitaba.
¡Y qué placer sintió, demonios, cuánto lo disfrutó hasta que escuchó esa otra voz! Ciro, otrora Pausanias, no se detuvo ante el estímulo externo, y bebió todas las gotas excepto la última que le quedaba dentro al otro. Sólo entonces tuvo a bien alzar sus ojos, asalvajados y de tono azul oscuro por la luna nueva que (no) brillaba en el cielo, hacia el hombre que, justo enfrente, parecía su reflejo de antaño y lo opuesto a él entonces: limpio, arreglado, absolutamente bien colocado, y moralmente superior, ¡por todos los demonios! Y Ciro, Pausanias en un breve instante, que había apreciado a aquel hombre como si hubiera sido de su sangre, pues había sido el único leal a él en un mar de traiciones y luchas constantes, lo odió; lo odió tanto que no pensó y reaccionó tal cual, con una rapidez que le impidió a Cyril quitarse de encima al cadáver que Ciro le lanzó, como si no pesara nada.
– Una gota. Para tu información, le quedaba una gota, ¿por qué clase de inútil me tienes? – replicó, brusco, sin incorporarse de su postura casi animal, aunque realmente estaba en cuclillas y con los brazos apoyados en las rodillas, a la espera de que su mente le gritara que atacara de nuevo o... O cualquier cosa. No creía que fuera a haber alternativa porque así de enfadado estaba, pero dejaba la posibilidad abierta, por si acaso. – Te recuerdo, sí. No sé qué le ha dado a Esparta ahora por volver, porque primero vino ella y ahora tú. Dime, ¿Agis también volverá o de él sí que me he librado de una maldita vez? Dejadme todos en paz, no os necesito. – ordenó, gruñendo, y qué poco Pausanias sonaba el hombre que tenía la misma expresión feroz que Cyril había visto mil veces en batalla... Tal vez algo de él sí que quedara, en el fondo.
Invitado- Invitado
Re: Fate of the Tempest — Privado
Resultaba curioso intentar comprender los motivos de aquellos que anhelan y atesoran la inmortalidad, creyendo que ésta es la fuente de la solución a sus desgracias; como si la eternidad permitiera la felicidad, según el punto de vista de cada uno, porque hay maneras de ser feliz, desde luego. Sin embargo, aquí no pretendemos ahondar en esos meollos demasiado elaborados como para suponer obtener algún valioso tratado sobre lo qué es la felicidad. Aquí simplemente intentamos dar una pequeña aclaratoria del hastío enorme que representa vivir eternamente, y todo desde el punto de vista de alguien que ha caminado a través de dos milenios y un poco más, para ilustrar las razones por las cuales la existencia sempiterna es un arma de doble filo. Porque claro, es muy agradable saber que se tiene toda una existencia para cumplir los propósitos más egoístas de cada uno. Es una dicha reconocer que la vejez jamás será un problema para nuestra apariencia. Pero, ¿y qué hay de los sacrificios?
Renunciar a la luz, desde la perspectiva física, no es algo que suene tan elocuente. Todos sabemos que el sol es necesario para sentirse con suficiente vigor, como la noche también es capaz de brindar descanso y sosiego al alma, aparte de avivar las llamas de la imaginación, precisamente por la serenidad que sus horas proporcionan. Básicamente, ambos son polos opuestos y perfectamente sincronizados. ¿Qué pasa cuando uno de estos dos se aisla por completo? Pero más curioso aún, ¿los vampiros extrañarían los días al ser condenados a la noche? Por supuesto, eso representa un tremendo obstáculo, aunque algunos, desde su poca experiencia, intenten ignorarlo. La falta del día es el primer problema con el que tiene que lidiar un no-muerto, luego viene la sed y por último... la locura.
¡Y qué lo reconociera Cyril! Él que estuvo a punto de consumirse por ese último demonio del vampirismo, ya cuando los siglos le pesaban en los hombros. Cuando la experiencia le había atribuido demasiadas vivencias, unas más satisfactorias que las otras. Sin embargo, no negaba el cansancio que aquello suponía, y de no ser por ese monje tibetano, se hubiera dejado enloquecer por su propia vejez espiritual, tal y como, supuso, había ocurrido con su buen amigo. Lo recordaba en la gloria de la victoria, pero ahora... ahora no lo reconocía de ese modo. Y le supo mal, tan amargo como la hiel. Aun así, no sintió pena por él, porque no se permitía albergar lástima por nadie.
¿Qué tanto le había ocurrido para llegar a ese abismo tan lamentable? ¿Él habría acabado de la misma manera? Fue complicado hallar una respuesta, porque primero tenía que lidiar con la presencia de... Pausanias, Ciro, ¿o quién? Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para concentrarse en él, luego de haber dejado caer al cadáver, que le había sido arrojado, al suelo. Las palabras de su antiguo camarada no le hicieron gracia alguna, pero había una diferencia: Él, Cyril, sí estaba cuerdo, y eso bastaba para controlar su fugaz molestia. De algún modo entendía la negativa del otro espartano.
De tantas personas con las que tuvo que involucrarse el otro, ¿a quién se refirió con el epíteto de "ella"? Cuestiones aparte, prefirió atender mejor a otras cosas, antes de ahondar más en esas razones curiosas. ¿Por qué demonios no se ponía de pie? Casi pudo compararlo con un animal. Sólo un poco...
—¿Qué demonios ha pasado contigo? Ciro, Pausanias... ¿ahora cuál es tu nombre? —contestó, usando un tono neutral, como el de antaño. Después de todo, no había cambiado tanto—. No sé a quién más hayas visto, pero, bien, Agis no regresará del más allá, supongo. No creo que te haya odiado tanto como para volver a atormentarte. Aunque tu estado actual no creo que haya sido por él. Apenas y lo recordabas con hastío.
Replicó, permaneciendo de pie, con las manos en los bolsillos de su abrigo, mientras le dedicaba una mirada inquisitiva al vampiro que tenía casi en frente. Quizá sí lo necesitaba, al menos para que pudiera recobrar un poco de lógica en sus acciones. Nadie lo engañaba, su pretérito amigo estaba completamente loco. No le fue difícil darse cuenta de ello, pero podía haber un poco de lucidez en algún rincón de su caótica cabeza.
—Ponte de pie, Pausanias. Hazle honor a tu maldito origen, sino lo haré yo... ¿Cómo mierda caíste tan bajo? —replicó con obstinación, ddebido a la negativa y falta de sensatez del otro vampiro—. ¿Crees que hacer estas porquerías va a proporcionarte victorias? ¡No! Maldita sea, ¡no! Sólo te estás hundiendo más, no seas estúpido.
Renunciar a la luz, desde la perspectiva física, no es algo que suene tan elocuente. Todos sabemos que el sol es necesario para sentirse con suficiente vigor, como la noche también es capaz de brindar descanso y sosiego al alma, aparte de avivar las llamas de la imaginación, precisamente por la serenidad que sus horas proporcionan. Básicamente, ambos son polos opuestos y perfectamente sincronizados. ¿Qué pasa cuando uno de estos dos se aisla por completo? Pero más curioso aún, ¿los vampiros extrañarían los días al ser condenados a la noche? Por supuesto, eso representa un tremendo obstáculo, aunque algunos, desde su poca experiencia, intenten ignorarlo. La falta del día es el primer problema con el que tiene que lidiar un no-muerto, luego viene la sed y por último... la locura.
¡Y qué lo reconociera Cyril! Él que estuvo a punto de consumirse por ese último demonio del vampirismo, ya cuando los siglos le pesaban en los hombros. Cuando la experiencia le había atribuido demasiadas vivencias, unas más satisfactorias que las otras. Sin embargo, no negaba el cansancio que aquello suponía, y de no ser por ese monje tibetano, se hubiera dejado enloquecer por su propia vejez espiritual, tal y como, supuso, había ocurrido con su buen amigo. Lo recordaba en la gloria de la victoria, pero ahora... ahora no lo reconocía de ese modo. Y le supo mal, tan amargo como la hiel. Aun así, no sintió pena por él, porque no se permitía albergar lástima por nadie.
¿Qué tanto le había ocurrido para llegar a ese abismo tan lamentable? ¿Él habría acabado de la misma manera? Fue complicado hallar una respuesta, porque primero tenía que lidiar con la presencia de... Pausanias, Ciro, ¿o quién? Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para concentrarse en él, luego de haber dejado caer al cadáver, que le había sido arrojado, al suelo. Las palabras de su antiguo camarada no le hicieron gracia alguna, pero había una diferencia: Él, Cyril, sí estaba cuerdo, y eso bastaba para controlar su fugaz molestia. De algún modo entendía la negativa del otro espartano.
De tantas personas con las que tuvo que involucrarse el otro, ¿a quién se refirió con el epíteto de "ella"? Cuestiones aparte, prefirió atender mejor a otras cosas, antes de ahondar más en esas razones curiosas. ¿Por qué demonios no se ponía de pie? Casi pudo compararlo con un animal. Sólo un poco...
—¿Qué demonios ha pasado contigo? Ciro, Pausanias... ¿ahora cuál es tu nombre? —contestó, usando un tono neutral, como el de antaño. Después de todo, no había cambiado tanto—. No sé a quién más hayas visto, pero, bien, Agis no regresará del más allá, supongo. No creo que te haya odiado tanto como para volver a atormentarte. Aunque tu estado actual no creo que haya sido por él. Apenas y lo recordabas con hastío.
Replicó, permaneciendo de pie, con las manos en los bolsillos de su abrigo, mientras le dedicaba una mirada inquisitiva al vampiro que tenía casi en frente. Quizá sí lo necesitaba, al menos para que pudiera recobrar un poco de lógica en sus acciones. Nadie lo engañaba, su pretérito amigo estaba completamente loco. No le fue difícil darse cuenta de ello, pero podía haber un poco de lucidez en algún rincón de su caótica cabeza.
—Ponte de pie, Pausanias. Hazle honor a tu maldito origen, sino lo haré yo... ¿Cómo mierda caíste tan bajo? —replicó con obstinación, ddebido a la negativa y falta de sensatez del otro vampiro—. ¿Crees que hacer estas porquerías va a proporcionarte victorias? ¡No! Maldita sea, ¡no! Sólo te estás hundiendo más, no seas estúpido.
Willem van der Decken- Vampiro Clase Media
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Re: Fate of the Tempest — Privado
Pero ¿a qué venía la cara larga! ¿Qué problema tenían todos aquellos con los que se reencontraba el espartano, y a los que antaño había llegado a llamar compatriotas, con su actual identidad y actitud? Siempre había sido un bastardo, aunque fuera un hijo legítimo; siempre, desde el principio, se había comportado como una bestia, aunque se tomara el esfuerzo de comedirse en ciertas situaciones que así lo requerían. La batalla, por cierto, no había sido una de esas situaciones, ¡jamás!, así que ¿a qué venía eso de hacerse el indignado por parte de su antiguo compañero?
El vampiro lo detestaba. No a él, a Cyril, sino a lo que él representaba: ante su óptica, el otro sólo era uno de esos que lo habían abandonado y no había hecho nada por salvarle, pero que al cabo de los siglos decide volver, nadie sabe muy bien por qué, y echarle en cara que... ¿Qué, exactamente? ¿Que era patético, a sus ojos? Más patético era no cambiar nunca, mantenerse hasta con el mismo tono de voz que había tenido en el pasado, intensificando así los recuerdos aún más que el hecho de que se estuvieran comunicando en la lengua muerta, dialecto peloponésico, que ambos habían hablado en su momento.
Sí, Ciro tal vez fuera el vampiro que estaba en el suelo comportándose como una bestia, pero, en su opinión (y seguía valorándola mucho más que la de cualquier otro ser con el que se cruzara, ¡muchas gracias!), no era el peor de los dos, en absoluto. Él se había mantenido más o menos consecuente, abrazando una locura que le era tan inherente como el talento con la espada, y ¿quién mejor que Cyril para saber hasta qué punto era bueno con las armas el antiguo rey Pausanias...? Sí, ese por el que sentía desprecio, que lo miraba con la cabeza ladeada y los nudillos en el suelo, casi primate, pero mucho más peligroso que un simio cualquiera, porque tenía la inteligencia de la que los homínidos anteriores a él carecían.
– ¿Qué me ha pasado? Más que lo que haya pasado contigo, está claro. – comentó, y consiguió que sonara como el peor de los insultos aunque no hubiera incidido particularmente en su tono para convertirlo en algo duro, como quizá antaño sí habría hecho de estar enfadado. No, el espartano se había elevado por encima de esas minucias, algo curioso dado que seguía acuclillado en el suelo, frente a Cyril, y negándose por su enorme y maldito orgullo a incorporarse y darle la razón. Además, ¿y lo bien que le sentaba el contraste entre su actitud y su tono civilizado...?
– ¿Sabes quién sí me ha odiado lo suficiente y además va a vivir eternamente? Cassandra. A esa he visto. Pareces estúpido, ¿de verdad no entiendes que no hay nadie más que pueda arruinarme tanto el humor cuando tú la veías hacerlo a diario antes, en el pasado? ¿Qué otra ella me ha tocado tanto las narices, estúpido? – siseó, aún controlándose para no gritar, pero el mal humor empezaba a hacerse notar en sus palabras, así como en su mirada, centrada en la del antiguo compañero de batallas que consideraba, en su fuero interno, un traidor, a menos claro que cambiara su comportamiento, pero el espartano dudaba que fuera a suceder algo así.
– ¿Crees que necesito tu consejo? ¿Después de todo y de apañarme bastante bien durante más de un milenio? Ni de broma. – espetó, y era cierto que antaño le había venido muy bien la opinión del otro, pero ¿en aquel momento? Sólo pensarlo le daba tanto asco que se sentía con ganas de vomitar, aunque tal vez fuera porque recordaba que la maldita Cassandra también había vuelto a aparecer justo antes que Cyril y, bueno, ella siempre lo ponía más enfermo que su antiguo compañero, ¡no podía evitarlo! En eso se había basado su tórrida historia, en realidad: en esa pasión enfermiza que intercalaban con momentos de no querer ni verse (él, ella siempre había estado igual de obsesionada), tan distinto al aburrimiento vital de Cyril que Ciro no quería saber nada más de ninguno.
Con un gesto fluido, elegante en esa forma bestial que había adoptado como suya, Ciro se incorporó, pero se mantuvo encorvado y a la defensiva, como un animal a punto de atacar y no como el rey que había sido y que había necesitado al otro. Mirándolo de arriba abajo, con desprecio, Ciro negó con la cabeza y, a continuación, se dio la vuelta para alejarse de él, aunque no pudo evitar decir algo más... Algo que debía quedar claro, ¡de una maldita vez por todas! – Pausanias murió hace siglos. Ahora soy Ciro, y, bajo o no, es donde he caído, y me gusta. Así que ahórrate la moralidad, estoy por encima de eso desde siempre. – sentenció, brutalmente sincero, como era evidente para cualquiera que lo conociera mínimamente.
El vampiro lo detestaba. No a él, a Cyril, sino a lo que él representaba: ante su óptica, el otro sólo era uno de esos que lo habían abandonado y no había hecho nada por salvarle, pero que al cabo de los siglos decide volver, nadie sabe muy bien por qué, y echarle en cara que... ¿Qué, exactamente? ¿Que era patético, a sus ojos? Más patético era no cambiar nunca, mantenerse hasta con el mismo tono de voz que había tenido en el pasado, intensificando así los recuerdos aún más que el hecho de que se estuvieran comunicando en la lengua muerta, dialecto peloponésico, que ambos habían hablado en su momento.
Sí, Ciro tal vez fuera el vampiro que estaba en el suelo comportándose como una bestia, pero, en su opinión (y seguía valorándola mucho más que la de cualquier otro ser con el que se cruzara, ¡muchas gracias!), no era el peor de los dos, en absoluto. Él se había mantenido más o menos consecuente, abrazando una locura que le era tan inherente como el talento con la espada, y ¿quién mejor que Cyril para saber hasta qué punto era bueno con las armas el antiguo rey Pausanias...? Sí, ese por el que sentía desprecio, que lo miraba con la cabeza ladeada y los nudillos en el suelo, casi primate, pero mucho más peligroso que un simio cualquiera, porque tenía la inteligencia de la que los homínidos anteriores a él carecían.
– ¿Qué me ha pasado? Más que lo que haya pasado contigo, está claro. – comentó, y consiguió que sonara como el peor de los insultos aunque no hubiera incidido particularmente en su tono para convertirlo en algo duro, como quizá antaño sí habría hecho de estar enfadado. No, el espartano se había elevado por encima de esas minucias, algo curioso dado que seguía acuclillado en el suelo, frente a Cyril, y negándose por su enorme y maldito orgullo a incorporarse y darle la razón. Además, ¿y lo bien que le sentaba el contraste entre su actitud y su tono civilizado...?
– ¿Sabes quién sí me ha odiado lo suficiente y además va a vivir eternamente? Cassandra. A esa he visto. Pareces estúpido, ¿de verdad no entiendes que no hay nadie más que pueda arruinarme tanto el humor cuando tú la veías hacerlo a diario antes, en el pasado? ¿Qué otra ella me ha tocado tanto las narices, estúpido? – siseó, aún controlándose para no gritar, pero el mal humor empezaba a hacerse notar en sus palabras, así como en su mirada, centrada en la del antiguo compañero de batallas que consideraba, en su fuero interno, un traidor, a menos claro que cambiara su comportamiento, pero el espartano dudaba que fuera a suceder algo así.
– ¿Crees que necesito tu consejo? ¿Después de todo y de apañarme bastante bien durante más de un milenio? Ni de broma. – espetó, y era cierto que antaño le había venido muy bien la opinión del otro, pero ¿en aquel momento? Sólo pensarlo le daba tanto asco que se sentía con ganas de vomitar, aunque tal vez fuera porque recordaba que la maldita Cassandra también había vuelto a aparecer justo antes que Cyril y, bueno, ella siempre lo ponía más enfermo que su antiguo compañero, ¡no podía evitarlo! En eso se había basado su tórrida historia, en realidad: en esa pasión enfermiza que intercalaban con momentos de no querer ni verse (él, ella siempre había estado igual de obsesionada), tan distinto al aburrimiento vital de Cyril que Ciro no quería saber nada más de ninguno.
Con un gesto fluido, elegante en esa forma bestial que había adoptado como suya, Ciro se incorporó, pero se mantuvo encorvado y a la defensiva, como un animal a punto de atacar y no como el rey que había sido y que había necesitado al otro. Mirándolo de arriba abajo, con desprecio, Ciro negó con la cabeza y, a continuación, se dio la vuelta para alejarse de él, aunque no pudo evitar decir algo más... Algo que debía quedar claro, ¡de una maldita vez por todas! – Pausanias murió hace siglos. Ahora soy Ciro, y, bajo o no, es donde he caído, y me gusta. Así que ahórrate la moralidad, estoy por encima de eso desde siempre. – sentenció, brutalmente sincero, como era evidente para cualquiera que lo conociera mínimamente.
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Re: Fate of the Tempest — Privado
Cyril siempre había sido un hombre comedido en carácter, tal vez demasiado sosegado; pero alguien igualmente peligroso a su manera, justamente por dedicarse a la guerra, pues era su única y verdadera motivación, más allá de las ataduras emocionales que otros pudieran compartir entre sí. No, Cyril siempre había sido diferente al resto de sus compañeros. También el único que no había decidido traicionar a Pausanias en el pasado, porque, además de ser como un hermano, confiaba en sus decisiónes, aunque algunas no las apoyaba en lo absoluto. Sin embargo, evitaba recriminarle dichas actitudes, porque conocía ese genio tan fiero del que era dueño, y, ¿a quién engañaba? Le agobiaba un poco. Por eso, en cuanto supo que no se lo aguantaría más, decidió marcharse y trazarse su propio destino, temiendo caer en ese abismo de auténtica locura. Lo lamentaba, sí. Aun así, sabía que el otro espartano iba a sobrevivir. Lo único que no contó en esa supervivencia fue el hecho de que, indudablemente, se iba a aferrar más a la demencia. ¡Y vaya que sí lo hizo!
Por supuesto, tampoco contaba con que iba a toparse con Ciro en semejantes circunstancias, y eso, desde luego, que lo tomó por sorpresa. Y era muy difícil causar esa impresión en él. No obstante, ahí estaba frente a su antiguo compañero, sin saber muy bien qué hacer, o siquiera cómo actuar al respecto. ¿Quién era para recriminarle algo? ¡Nadie! Pero menos le agradaba verlo tan caótico y salvaje. Bueno, siempre había sido así, sólo que lo controlaba de manera brillante, y justamente era lo que necesitaba si quería recobrar su poder de antaño. Cyril no era estúpido, y tenía la firme convicción de que así lo quería, aunque prefirió reservárselo, sobre todo cuando lo escuchó referirse a Cassandra de aquella forma. ¡Hasta risa le causó! No lo negaba. Aun así, guardó silencio un largo rato, sin pensar en nada. Sólo en el vacío mental que tanto le agradaba cuando ocurrían situaciones hilarantes como esa.
Pero luego... Se permitió sonreír. Hasta se cruzó de brazos y le observó con una ceja enarcada. No, no se estaba burlando de él, sino de lo irreal del comentario.
—¿Cassandra, dices? La última vez que supe algo de ella, espera, se supone que estaba muerta, ¿no es así? No, recuerdo que... Era parte de la corte de Carlomagno. Nada mal, para ser ella una cualquiera, según Pausanias. A mí si me caía bien. Lástima que mi libido seguía siendo tan inexistente por aquel entonces —soltó, burlón. Entonces era el motivo por el cual estaba tan enojado. Interesante, pensó. Algunas cosas no habian cambiado tanto—. Va a vivir eternamente porque tú le diste la inmortalidad. ¿Por qué lo hiciste exactamente? Es más, me parece insólito que te haya molestado tanto después de dos mil años. Incluso que solía fastidiarte, cuando tú mismo afirmabas que no tenía importancia. Debiste haberla asesinado, y no lo hiciste. Además, ¿no crees que le vales de poco a nada? Mi teoria es que su encuentro fue más accidental que otra cosa... Así que no vale la pena molestarse tanto por una fulana, Ciro.
Alzó los hombros con indiferencia, incluso hizo una mueca. Se metió las manos en los bolsillos, quedándose quieto, como solía hacerlo. Sí, sin duda, algunas cosas seguían iguales. Casi podría sentirse conmovido, pero no.
—Oh, no lo dudo. Ya vi que te las apañaste muy bien. Grandioso trabajo, Eustacio —replicó, aunque luego se tuvo que obligar a ponerse serio—. No, Pausanias no ha muerto... Lo estoy viendo frente a mí, a menos que esté soñando, y vaya que no lo hecho en siglos. Pero, dejando a un lado las bromas, me tomaré la libertad de decir que, aunque pretendas ponerte los miles de nombres que quieras, seguirás siendo el mismo. ¿Crees que Pausanias murió? No, sólo murió el nombre, porque él aún sigue existiendo, con un par de tuercas flojas, eso sí, y no lo juzgo. —Se quedó observando algún punto ciego, perdido en sus tediosas conclusiones—. Si estuviera muerto, ¿por qué Cassandra causó tanta ira? Incluso yo, con mi sempiterna y aburrida calma de costumbre. La única diferencia es que ahora haces lo que se te viene en gana, y mucho mejor que antes; mandando al demonio las normas sociales, y esas tonterías corrientes de la sociedad. Tu rabia con ella es que también te dijo lo mismo, ¿verdad? ¡Tu rabia es que sigues sabiendo que eres el mismo y pretendes...! No, no sé qué pretendes. ¡Vamos! Quita esa cara larga. A mí no me engañas, ¿Cirsanias, Cironias, Pauciro? Oh, sí, se me ha pegado el humor muy malo de los piratas. Me disculpo por eso, mi capitán...
Hizo un ademán, ironizando la elegancia de la que se jactaban las clases más altas. Con él no tenía demasiadas ganas de ponerse serio, y menos en ese momento. Sí, lo reconocía, estaba jugando con fuego. Pero debía intentar fastidiarlo un poco, a ver si Pausanias se organizaba mentalmente, porque, a ver, a él no lo iba a engañar con ese juego de personalidades...
Por supuesto, tampoco contaba con que iba a toparse con Ciro en semejantes circunstancias, y eso, desde luego, que lo tomó por sorpresa. Y era muy difícil causar esa impresión en él. No obstante, ahí estaba frente a su antiguo compañero, sin saber muy bien qué hacer, o siquiera cómo actuar al respecto. ¿Quién era para recriminarle algo? ¡Nadie! Pero menos le agradaba verlo tan caótico y salvaje. Bueno, siempre había sido así, sólo que lo controlaba de manera brillante, y justamente era lo que necesitaba si quería recobrar su poder de antaño. Cyril no era estúpido, y tenía la firme convicción de que así lo quería, aunque prefirió reservárselo, sobre todo cuando lo escuchó referirse a Cassandra de aquella forma. ¡Hasta risa le causó! No lo negaba. Aun así, guardó silencio un largo rato, sin pensar en nada. Sólo en el vacío mental que tanto le agradaba cuando ocurrían situaciones hilarantes como esa.
Pero luego... Se permitió sonreír. Hasta se cruzó de brazos y le observó con una ceja enarcada. No, no se estaba burlando de él, sino de lo irreal del comentario.
—¿Cassandra, dices? La última vez que supe algo de ella, espera, se supone que estaba muerta, ¿no es así? No, recuerdo que... Era parte de la corte de Carlomagno. Nada mal, para ser ella una cualquiera, según Pausanias. A mí si me caía bien. Lástima que mi libido seguía siendo tan inexistente por aquel entonces —soltó, burlón. Entonces era el motivo por el cual estaba tan enojado. Interesante, pensó. Algunas cosas no habian cambiado tanto—. Va a vivir eternamente porque tú le diste la inmortalidad. ¿Por qué lo hiciste exactamente? Es más, me parece insólito que te haya molestado tanto después de dos mil años. Incluso que solía fastidiarte, cuando tú mismo afirmabas que no tenía importancia. Debiste haberla asesinado, y no lo hiciste. Además, ¿no crees que le vales de poco a nada? Mi teoria es que su encuentro fue más accidental que otra cosa... Así que no vale la pena molestarse tanto por una fulana, Ciro.
Alzó los hombros con indiferencia, incluso hizo una mueca. Se metió las manos en los bolsillos, quedándose quieto, como solía hacerlo. Sí, sin duda, algunas cosas seguían iguales. Casi podría sentirse conmovido, pero no.
—Oh, no lo dudo. Ya vi que te las apañaste muy bien. Grandioso trabajo, Eustacio —replicó, aunque luego se tuvo que obligar a ponerse serio—. No, Pausanias no ha muerto... Lo estoy viendo frente a mí, a menos que esté soñando, y vaya que no lo hecho en siglos. Pero, dejando a un lado las bromas, me tomaré la libertad de decir que, aunque pretendas ponerte los miles de nombres que quieras, seguirás siendo el mismo. ¿Crees que Pausanias murió? No, sólo murió el nombre, porque él aún sigue existiendo, con un par de tuercas flojas, eso sí, y no lo juzgo. —Se quedó observando algún punto ciego, perdido en sus tediosas conclusiones—. Si estuviera muerto, ¿por qué Cassandra causó tanta ira? Incluso yo, con mi sempiterna y aburrida calma de costumbre. La única diferencia es que ahora haces lo que se te viene en gana, y mucho mejor que antes; mandando al demonio las normas sociales, y esas tonterías corrientes de la sociedad. Tu rabia con ella es que también te dijo lo mismo, ¿verdad? ¡Tu rabia es que sigues sabiendo que eres el mismo y pretendes...! No, no sé qué pretendes. ¡Vamos! Quita esa cara larga. A mí no me engañas, ¿Cirsanias, Cironias, Pauciro? Oh, sí, se me ha pegado el humor muy malo de los piratas. Me disculpo por eso, mi capitán...
Hizo un ademán, ironizando la elegancia de la que se jactaban las clases más altas. Con él no tenía demasiadas ganas de ponerse serio, y menos en ese momento. Sí, lo reconocía, estaba jugando con fuego. Pero debía intentar fastidiarlo un poco, a ver si Pausanias se organizaba mentalmente, porque, a ver, a él no lo iba a engañar con ese juego de personalidades...
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Re: Fate of the Tempest — Privado
Ciro siempre había sido un mentiroso, siempre. Incluso como rey, jugando a dos bandas con dos reinos que funcionarían mejor juntos, ¡él lo sabía porque tenía auténtica visión!, había engañado cuanto había estado en su mano, no porque sí sino por cumplir con un objetivo mayor. La principal diferencia entre entonces y el presente era que, aparte de los años transcurridos, Ciro ya no mentía con motivo; oh, sí, podía discutir cuanto quisiera y a quien se le pusiera por delante que siempre había una razón para no decir la verdad, pero ¿cuántas veces tenía razones para eso? O para cualquiera de las cosas que hacía, ya puestos.
¿Lo entendería eso Cyril? ¡No, por supuesto! El otro había sido su inferior en el pasado y lo seguiría siendo en el presente, puesto que, aunque ya no llevara corona, Ciro seguía siendo una autoridad mucho mejor que el reposado del otro, quien parecía haberse tragado demasiado opio para lo que le convenía. ¡Que se despertara, demonios, eso quería Ciro! Estaba empezando a molestarse tanto que le temblaban los dedos con los escalofríos que le provoca el deseo de usarlos, no sabía seguro si para hundir las yemas en los ojos del otro o para rodearle el cuello y arrancarle la cabeza. Siendo las posibilidades tan infinitas como lo eran, pues al final era hasta normal que Pausanias dudara...
Un momento, ¿Pausanias? ¿Iba a darle la razón al otro? No, eso nunca, ¡nunca! Tal vez antaño, en una época tan pasada que los dos estaban igual de caducados aunque uno de ellos no quisiera admitirlo (mejor que el lector elija cuál, ¿de acuerdo?), hubiera sido un buen consejero, pero ¿entonces? No. Ciro mentía sí, y siempre había sido un mentiroso; soltaba falacias por su boca como deporte, con un talento tan natural como desarrollado por los siglos de práctica, pero si algo diferenciaba al Ciro de ahora con el Pausanias de entonces era que, ahora, Ciro ya no se engañaba a sí mismo, una diferencia que distaba mucho de ser pequeña y que anulaba toda la argumentación de Cyril.
¡No, no era el mismo! Podía haber algo de Pausanias en él, ¿acaso lo había negado el antiguo diarca!, pero no era tal cual había sido, a diferencia del otro, y tanto mejor. No quería ni imaginarse el aburrimiento si, más de un milenio después, se encontrara pensando y actuando igual que ya lo había hecho en un momento dado. Con los problemas de aburrimiento que ya tenía, contando incluso con su inestabilidad habitual, la perspectiva de caer de lleno en el tedio le daba tanto repelús como pensar en Cassandra, quien, al parecer, estaba en la boca de Cyril todavía por algún motivo que el espartano desconocía, ¡menuda pérdida de tiempo!
– Bueno, es evidente que mentí entonces, ¿no? Importaba lo suficiente para querer castigarla eternamente, pero siempre fue retorcida y encontró la manera de aprovecharlo, fin de la maldita historia. – atajó, y fue tan rotundo como su tono claro, estricto y regio, incluso, aunque de fondo hubiera un trasfondo muy claro de locura apenas contenida, esa que se suponía que Cyril “entendía”... ¡Maldito inútil! ¿Y acaso lo llamaba perder un par de tornillos como si todo hubiera sido tan fácil y Ciro, con sus crueldades y con su sadismo, no se hubiera mantenido casi bien hasta antes de que Fausto apareciera? Ah, qué bendita ignorancia la del otro... Sobre todo, si se comparaba con la suya.
– Eso fue accidental, esto también. Empieza a haber demasiados accidentes últimamente, para mi gusto, y si al menos los disfrutara, mira, me lo plantearía, pero lo cierto es que tu cara, igual que la suya, no son lo que más me apetece ver en este momento de mi vida. – comentó, y aunque Ciro mintiera siempre, a veces decía la verdad, y eso que había dicho lo era, por supuesto que sí. El espartano había superado hacía mucho tiempo lo que creía que había sido la pérdida de un buen aliado, y el hecho de que el aliado en cuestión estuviera vivito (bueno, más o menos) no suponía demasiada diferencia. A menos que lo ayudara, claro, y con respecto a eso...
– Mi rabia es porque, de repente, os creéis con derecho a salir de debajo de las piedras y veniros a contarme historias, como si tuvierais la más remota idea de qué ha sido de mío durante estos más de mil años, e incluso creeros con derecho de decidir sobre mí. Eso más tú, lo reconozco, pero ¿quién demonios te piensas que eres para mí para que me importe tu opinión? – preguntó, cruzándose de brazos y alzando una ceja, tan irónico como era posible en un rostro inmortal como el de Ciro (y lo era, mucho, porque la expresividad le era bastante propia al espartano, igual que cosas menos agradables como la crueldad y la sangre). Y entonces, continuó.
– No estoy roto, no hace falta arreglarme. – afirmó, con certeza, y no cabía duda de que así lo pensaba, igual que tampoco la había de que así era... Si se pensaba, claro, pero ¿lo hacía Cyril? No, ¿para qué! Ciro había alcanzado, felizmente, ese caos, y aunque lo hubiera hecho motivado por una venganza, lo cierto era que la locura era una evolución bastante lógica en un hombre que, hasta cuando lo había sido (hombre, se refiere), siempre había tenido un comportamiento bastante... digamos inestable. – A menos que quieras ayudarme a vengarme, no te necesito. – reiteró, y se giró para marcharse, porque, en su opinión, no tenía sentido alargar ese encuentro inútilmente. Madurez, y tal.
¿Lo entendería eso Cyril? ¡No, por supuesto! El otro había sido su inferior en el pasado y lo seguiría siendo en el presente, puesto que, aunque ya no llevara corona, Ciro seguía siendo una autoridad mucho mejor que el reposado del otro, quien parecía haberse tragado demasiado opio para lo que le convenía. ¡Que se despertara, demonios, eso quería Ciro! Estaba empezando a molestarse tanto que le temblaban los dedos con los escalofríos que le provoca el deseo de usarlos, no sabía seguro si para hundir las yemas en los ojos del otro o para rodearle el cuello y arrancarle la cabeza. Siendo las posibilidades tan infinitas como lo eran, pues al final era hasta normal que Pausanias dudara...
Un momento, ¿Pausanias? ¿Iba a darle la razón al otro? No, eso nunca, ¡nunca! Tal vez antaño, en una época tan pasada que los dos estaban igual de caducados aunque uno de ellos no quisiera admitirlo (mejor que el lector elija cuál, ¿de acuerdo?), hubiera sido un buen consejero, pero ¿entonces? No. Ciro mentía sí, y siempre había sido un mentiroso; soltaba falacias por su boca como deporte, con un talento tan natural como desarrollado por los siglos de práctica, pero si algo diferenciaba al Ciro de ahora con el Pausanias de entonces era que, ahora, Ciro ya no se engañaba a sí mismo, una diferencia que distaba mucho de ser pequeña y que anulaba toda la argumentación de Cyril.
¡No, no era el mismo! Podía haber algo de Pausanias en él, ¿acaso lo había negado el antiguo diarca!, pero no era tal cual había sido, a diferencia del otro, y tanto mejor. No quería ni imaginarse el aburrimiento si, más de un milenio después, se encontrara pensando y actuando igual que ya lo había hecho en un momento dado. Con los problemas de aburrimiento que ya tenía, contando incluso con su inestabilidad habitual, la perspectiva de caer de lleno en el tedio le daba tanto repelús como pensar en Cassandra, quien, al parecer, estaba en la boca de Cyril todavía por algún motivo que el espartano desconocía, ¡menuda pérdida de tiempo!
– Bueno, es evidente que mentí entonces, ¿no? Importaba lo suficiente para querer castigarla eternamente, pero siempre fue retorcida y encontró la manera de aprovecharlo, fin de la maldita historia. – atajó, y fue tan rotundo como su tono claro, estricto y regio, incluso, aunque de fondo hubiera un trasfondo muy claro de locura apenas contenida, esa que se suponía que Cyril “entendía”... ¡Maldito inútil! ¿Y acaso lo llamaba perder un par de tornillos como si todo hubiera sido tan fácil y Ciro, con sus crueldades y con su sadismo, no se hubiera mantenido casi bien hasta antes de que Fausto apareciera? Ah, qué bendita ignorancia la del otro... Sobre todo, si se comparaba con la suya.
– Eso fue accidental, esto también. Empieza a haber demasiados accidentes últimamente, para mi gusto, y si al menos los disfrutara, mira, me lo plantearía, pero lo cierto es que tu cara, igual que la suya, no son lo que más me apetece ver en este momento de mi vida. – comentó, y aunque Ciro mintiera siempre, a veces decía la verdad, y eso que había dicho lo era, por supuesto que sí. El espartano había superado hacía mucho tiempo lo que creía que había sido la pérdida de un buen aliado, y el hecho de que el aliado en cuestión estuviera vivito (bueno, más o menos) no suponía demasiada diferencia. A menos que lo ayudara, claro, y con respecto a eso...
– Mi rabia es porque, de repente, os creéis con derecho a salir de debajo de las piedras y veniros a contarme historias, como si tuvierais la más remota idea de qué ha sido de mío durante estos más de mil años, e incluso creeros con derecho de decidir sobre mí. Eso más tú, lo reconozco, pero ¿quién demonios te piensas que eres para mí para que me importe tu opinión? – preguntó, cruzándose de brazos y alzando una ceja, tan irónico como era posible en un rostro inmortal como el de Ciro (y lo era, mucho, porque la expresividad le era bastante propia al espartano, igual que cosas menos agradables como la crueldad y la sangre). Y entonces, continuó.
– No estoy roto, no hace falta arreglarme. – afirmó, con certeza, y no cabía duda de que así lo pensaba, igual que tampoco la había de que así era... Si se pensaba, claro, pero ¿lo hacía Cyril? No, ¿para qué! Ciro había alcanzado, felizmente, ese caos, y aunque lo hubiera hecho motivado por una venganza, lo cierto era que la locura era una evolución bastante lógica en un hombre que, hasta cuando lo había sido (hombre, se refiere), siempre había tenido un comportamiento bastante... digamos inestable. – A menos que quieras ayudarme a vengarme, no te necesito. – reiteró, y se giró para marcharse, porque, en su opinión, no tenía sentido alargar ese encuentro inútilmente. Madurez, y tal.
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Re: Fate of the Tempest — Privado
Quizá otro, en lugar de Cyril, se habría molestado en serio ante las palabras hostiles de Ciro; quizá hasta se hubiera indignado, u otra cosa peor. Pero él no lo hizo, porque no le afectó ni un poco. Y no, no se estaba burlando del comportamiento que había tomado el otro, a pesar de que escuchar lo de Cassandra le seguía siendo gracioso, aunque igual terminó reservándose el chiste para sí mismo, pues ya no debía prestarse para bromas de mal gusto. Bueno, tal vez un poco, sí. ¡Tampoco lo hacía por querer ser mala persona o déspota! Eso distaba mucho de la realidad que los rodeaba a ambos, porque sí, aunque Ciro-Pausanias se empeñara en hacerse el digno, el diferente, o todo el teatro que pretendía montarse, no podía negar, en lo absoluto, que Cyril fue alguien que jugó un papel fundamental en su pasado, justamente cuando era uno de los diarcas de Esparta. Y no sólo eso, Cyril había sido el único que decidió no traicionarlo. Claro, luego, después de mucho tiempo, y ya siendo vampiros con un poco de más edad, decidió tomar otro rumbo.
¿Se arrepentía de haberlo hecho? ¿Y por qué lo hizo exactamente? Era obvio que su decisión no fue al azar. Cyril seguía siendo el mismo sujeto que meditaba, con agobiante paciencia, sus decisiones, y aunque ahora sentía un poco de remordimiento por tener que ver a su compañero de antaño tan dañado (no del todo), quiso creer que, quizá, él habría terminado igual. ¿Así cómo iba a ayudar? Entonces su repentina separación tan inadecuada. Pero, ¿quería Ciro que lo ayudaran? ¿Y cómo? ¡Tenía un maldito orgullo del demonio! Y a veces hasta Cyril se fastidiaba un poco de lidiar con una persona tan testaruda. Sí, era obvio que habían muchas piezas flojas en su cabeza, y la presencia de Cassandra, y ahora la de él, hicieron que algo se moviera un poco. ¿Acaso sería una señal? Además, hasta le soltó eso último que no pudo ignorar. Sin embargo, ¿para qué iba a participar en una venganza ajena?
Ciertamente, no había sentido la necesidad de tanta adrenalina desde hacía un par de siglos. Incluso, luego de las Cruzadas, cuando empezó a involucrarse más con corsarios y que hasta su cabeza se encontraba en venta, Cyril no volvió a experimentar ese deseo de verse metido en batallas, fueran de cualquier índole. No, eso había quedado un poco atrás. ¿Por qué tomar una decisión tan drástica? Porque se aburrió de actuar de esa manera, y lo único que realmente quería era paz. El mar se la regresó, aunque antes tuvo que cometer su última bestialidad: asesinar al dueño de aquel navío maldito; meterse con brujería sin querer y terminar por usurpar una identidad que no era suya. Oh, pero sí hasta seguía pareciéndose un poquito a Ciro en ese aspecto...
Y ahí estaba, tranquilo, con las manos en los bolsillos, con una mueca de conformidad en el rostro, sabiendo que... ¿Qué cosa sabía? Simplemente exhaló. ¿Qué haría? Siempre podía seguir su camino, pero algo evitaba que lo hiciera.
—No, no fue retorcida. Fue inteligente, Ciro. Ella se defendió como mejor podía, ¿qué esperabas? ¿Qué se echara a llorar? No, bien sabes, aunque no lo quieras reconocer ahora, que no fue mujer de tener un carácter demasiado dócil y no cambiará nada. ¡Vamos! Por reconocerlo no se te va a caer un hueso —replicó, con la cabeza clavada en el suelo, sin saber exactamente qué era lo que veía, porque sus pensamientos se hallaban en constante movimiento—. Ah, y mira, nadie te está contando historias... Todo estas cosas son productos de la casualidad. Tampoco nadie te está diciendo qué hacer o qué decidir. Pero, hombre, si te acostumbraste a rechazar ayuda gratuita, ¿para qué alguien querría involucrarse en una venganza que no es suya? No sé, es una pregunta que tengo que hacérmela inevitablemente.
Hizo una pausa no demasiado larga, mientras se llevaba los dedos a la barbilla, como si realmente estuviera considerando algo, aunque no lo estaba haciendo mucho.
—¿Quién, además de Agis, merece tu odio? Debió molestarte mucho, al punto en que casi te volvió loco. Casi. Porque acabo de comprobar que el rey Pausanias sigue por ahí, ¿y quién mejor que él para idear una venganza digna? Si aparece él, podré considerarlo. Si no es así, me largaré con mi tripulación antes de que salga el sol —propuso, finalmente. ¿Acaso le estaba arrojando una carnada? Ojalá que la pescara.
¿Se arrepentía de haberlo hecho? ¿Y por qué lo hizo exactamente? Era obvio que su decisión no fue al azar. Cyril seguía siendo el mismo sujeto que meditaba, con agobiante paciencia, sus decisiones, y aunque ahora sentía un poco de remordimiento por tener que ver a su compañero de antaño tan dañado (no del todo), quiso creer que, quizá, él habría terminado igual. ¿Así cómo iba a ayudar? Entonces su repentina separación tan inadecuada. Pero, ¿quería Ciro que lo ayudaran? ¿Y cómo? ¡Tenía un maldito orgullo del demonio! Y a veces hasta Cyril se fastidiaba un poco de lidiar con una persona tan testaruda. Sí, era obvio que habían muchas piezas flojas en su cabeza, y la presencia de Cassandra, y ahora la de él, hicieron que algo se moviera un poco. ¿Acaso sería una señal? Además, hasta le soltó eso último que no pudo ignorar. Sin embargo, ¿para qué iba a participar en una venganza ajena?
Ciertamente, no había sentido la necesidad de tanta adrenalina desde hacía un par de siglos. Incluso, luego de las Cruzadas, cuando empezó a involucrarse más con corsarios y que hasta su cabeza se encontraba en venta, Cyril no volvió a experimentar ese deseo de verse metido en batallas, fueran de cualquier índole. No, eso había quedado un poco atrás. ¿Por qué tomar una decisión tan drástica? Porque se aburrió de actuar de esa manera, y lo único que realmente quería era paz. El mar se la regresó, aunque antes tuvo que cometer su última bestialidad: asesinar al dueño de aquel navío maldito; meterse con brujería sin querer y terminar por usurpar una identidad que no era suya. Oh, pero sí hasta seguía pareciéndose un poquito a Ciro en ese aspecto...
Y ahí estaba, tranquilo, con las manos en los bolsillos, con una mueca de conformidad en el rostro, sabiendo que... ¿Qué cosa sabía? Simplemente exhaló. ¿Qué haría? Siempre podía seguir su camino, pero algo evitaba que lo hiciera.
—No, no fue retorcida. Fue inteligente, Ciro. Ella se defendió como mejor podía, ¿qué esperabas? ¿Qué se echara a llorar? No, bien sabes, aunque no lo quieras reconocer ahora, que no fue mujer de tener un carácter demasiado dócil y no cambiará nada. ¡Vamos! Por reconocerlo no se te va a caer un hueso —replicó, con la cabeza clavada en el suelo, sin saber exactamente qué era lo que veía, porque sus pensamientos se hallaban en constante movimiento—. Ah, y mira, nadie te está contando historias... Todo estas cosas son productos de la casualidad. Tampoco nadie te está diciendo qué hacer o qué decidir. Pero, hombre, si te acostumbraste a rechazar ayuda gratuita, ¿para qué alguien querría involucrarse en una venganza que no es suya? No sé, es una pregunta que tengo que hacérmela inevitablemente.
Hizo una pausa no demasiado larga, mientras se llevaba los dedos a la barbilla, como si realmente estuviera considerando algo, aunque no lo estaba haciendo mucho.
—¿Quién, además de Agis, merece tu odio? Debió molestarte mucho, al punto en que casi te volvió loco. Casi. Porque acabo de comprobar que el rey Pausanias sigue por ahí, ¿y quién mejor que él para idear una venganza digna? Si aparece él, podré considerarlo. Si no es así, me largaré con mi tripulación antes de que salga el sol —propuso, finalmente. ¿Acaso le estaba arrojando una carnada? Ojalá que la pescara.
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Re: Fate of the Tempest — Privado
Hablando en plata: Ciro no podía con lo que estaba viendo, y dado que estaba viendo a Cyril, ¿cuál es la conclusión a la que se podía llegar con facilidad? ¡Bingo: Ciro no tragaba a Cyril! Hacía siglos, de verdad, que no había pensado en él, y al final resultaba que aparecía a molestarlo cuando menos falta le hacía; sólo por eso, que de por sí ya era bastante, Ciro no iba a estar muy receptivo al desconocido conocido, y si ya encima el otro tenía esa actitud... ¿Dónde estaba su sangre, demonios! Vale, siempre había sido paradito, Pausanias lo había sabido y Ciro lo recordaría si estuviera pensando en eso y no con la mente en mil sitios diferentes, pero ¿tanto? No, eso nunca. Y le frustraba sobremanera que así fuera, la verdad.
¿Qué le frustraba más, lo que dijo o cómo se comportó? Lo cierto era que ambas estaban muy empatadas en la puntuación mental que les había dado Ciro, pero en aquella ocasión ganaron las palabras, sin que sirviera de precedente y sólo porque Cyril ya llevaba un rato careciendo de sangre en las venas y hasta el anárquico (otro) espartano se había medio acostumbrado a que así fuera. Lo que le indignó fue el hecho de que Cyril, su antiguo subordinado, estuviera desobedeciéndolo: ¡eso sí que no se lo iba a permitir tan fácilmente!
Sin pensar, raramente lo hacía, y descontrolado como nunca lo había visto antes, Ciro atacó a Cyril con fuerza y lo hizo sangrar de la nariz, destrozada de haber sido un humano pero sólo ligeramente movida al ser un inmortal. A continuación, se quedó quieto, como si la sangre ajena lo estuviera calmando, y tal vez así era, o tal vez no, pero como a Cyril le daba igual nunca lo descubriría, ¿verdad que no? Esa era la impresión que daba, la que Ciro estaba recibiendo y la que lo obligaba a actuar como lo hacía, con cierta lógica en un comportamiento que, para el resto, tal vez podía pecar de ilógico, pero no así para él, que creía que incluso estaba siendo demasiado consecuente para lo que se merecía el bastardo que tenía enfrente.
Sí, sí, Ciro estaba loco, pero ¿acaso no era todo más divertido cuando se estaba loco porque se quería? No se trata de quitarle mérito al némesis del espartano, pues sus torturas tuvieron la culpa de arrojar a Ciro al extremo, pero para llegar ahí se necesitaba algo de base, ¿no?, y eso era enteramente mérito del vampiro a veces loco, la mayoría del tiempo demente, pero a veces no tanto. Gente como Cyril, que parecía haber tenido una sobredosis de opiáceos que le había dejado el cerebro tocado, no habían influido para nada en sacar lo peor de él, ni tampoco en desarrollar lo mejor. Dado que Ciro se movía en un término medio entre ambos extremos (qué raro, con lo extremo que era él...), se podía afirmar con certeza que Cyril no era responsable de cómo se había vuelto Ciro. ¿Y aun así quería controlarlo...?
– La única ayuda que quiero es la que me ayude a vengarme. ¿No sabes que lo que se regala es engañoso, siempre? ¿Ya te has olvidado del destrozo que hicieron los latinos con la Odisea al meter ese estúpido caballo de madera en su Eneida? ¿No? Bueno, pues guárdate de los caballos de madera igual que te guardas de los idus, no aceptes cosas que te regalen y no confíes en nadie porque puedes acabar con la espalda como Cayo Julio César cuando lo liquidaron. – aleccionó, sin despeinarse ni modificar el tono de voz, lo cual tuvo un efecto la mar de curioso en comparación con la extrema violencia de la que Ciro acababa de hacer gala hacía apenas unos segundos. Nada que ver con la locura de un demente, ¿eh, Cyril! Pero seguía sin ser un rey, y la realidad era simple: bastaba con que el otro hubiera mencionado ese pasado del espartano para que éste dejara de querer serlo.
– Considera lo que quieras, aparecerá quien yo quiera que aparezca y no quien a ti te venga bien. – replicó, y habría sonado condenadamente infantil de no haber sido por su tono serio, demasiado, sobre todo en contraste con la actitud serena y tranquila de Cyril, que lo estaba poniendo nervioso. Hubo, además, una nota de rabia contenida en su tono que daba muestra de esa realidad aún mejor que si le estuviera palpitando alguna de sus venas, pero Ciro controlaba bien su cuerpo, y no era de los que cometía ese tipo de fallos de principiante. – Sí, ese ser se merece mi odio. Pero, claro, ¿cómo vas a entenderlo tú, que ni odias ni sientes ni padeces? – finalizó.
¿Qué le frustraba más, lo que dijo o cómo se comportó? Lo cierto era que ambas estaban muy empatadas en la puntuación mental que les había dado Ciro, pero en aquella ocasión ganaron las palabras, sin que sirviera de precedente y sólo porque Cyril ya llevaba un rato careciendo de sangre en las venas y hasta el anárquico (otro) espartano se había medio acostumbrado a que así fuera. Lo que le indignó fue el hecho de que Cyril, su antiguo subordinado, estuviera desobedeciéndolo: ¡eso sí que no se lo iba a permitir tan fácilmente!
Sin pensar, raramente lo hacía, y descontrolado como nunca lo había visto antes, Ciro atacó a Cyril con fuerza y lo hizo sangrar de la nariz, destrozada de haber sido un humano pero sólo ligeramente movida al ser un inmortal. A continuación, se quedó quieto, como si la sangre ajena lo estuviera calmando, y tal vez así era, o tal vez no, pero como a Cyril le daba igual nunca lo descubriría, ¿verdad que no? Esa era la impresión que daba, la que Ciro estaba recibiendo y la que lo obligaba a actuar como lo hacía, con cierta lógica en un comportamiento que, para el resto, tal vez podía pecar de ilógico, pero no así para él, que creía que incluso estaba siendo demasiado consecuente para lo que se merecía el bastardo que tenía enfrente.
Sí, sí, Ciro estaba loco, pero ¿acaso no era todo más divertido cuando se estaba loco porque se quería? No se trata de quitarle mérito al némesis del espartano, pues sus torturas tuvieron la culpa de arrojar a Ciro al extremo, pero para llegar ahí se necesitaba algo de base, ¿no?, y eso era enteramente mérito del vampiro a veces loco, la mayoría del tiempo demente, pero a veces no tanto. Gente como Cyril, que parecía haber tenido una sobredosis de opiáceos que le había dejado el cerebro tocado, no habían influido para nada en sacar lo peor de él, ni tampoco en desarrollar lo mejor. Dado que Ciro se movía en un término medio entre ambos extremos (qué raro, con lo extremo que era él...), se podía afirmar con certeza que Cyril no era responsable de cómo se había vuelto Ciro. ¿Y aun así quería controlarlo...?
– La única ayuda que quiero es la que me ayude a vengarme. ¿No sabes que lo que se regala es engañoso, siempre? ¿Ya te has olvidado del destrozo que hicieron los latinos con la Odisea al meter ese estúpido caballo de madera en su Eneida? ¿No? Bueno, pues guárdate de los caballos de madera igual que te guardas de los idus, no aceptes cosas que te regalen y no confíes en nadie porque puedes acabar con la espalda como Cayo Julio César cuando lo liquidaron. – aleccionó, sin despeinarse ni modificar el tono de voz, lo cual tuvo un efecto la mar de curioso en comparación con la extrema violencia de la que Ciro acababa de hacer gala hacía apenas unos segundos. Nada que ver con la locura de un demente, ¿eh, Cyril! Pero seguía sin ser un rey, y la realidad era simple: bastaba con que el otro hubiera mencionado ese pasado del espartano para que éste dejara de querer serlo.
– Considera lo que quieras, aparecerá quien yo quiera que aparezca y no quien a ti te venga bien. – replicó, y habría sonado condenadamente infantil de no haber sido por su tono serio, demasiado, sobre todo en contraste con la actitud serena y tranquila de Cyril, que lo estaba poniendo nervioso. Hubo, además, una nota de rabia contenida en su tono que daba muestra de esa realidad aún mejor que si le estuviera palpitando alguna de sus venas, pero Ciro controlaba bien su cuerpo, y no era de los que cometía ese tipo de fallos de principiante. – Sí, ese ser se merece mi odio. Pero, claro, ¿cómo vas a entenderlo tú, que ni odias ni sientes ni padeces? – finalizó.
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Re: Fate of the Tempest — Privado
Cyril siempre hacía acopio de su sensatez para mantener la calma, incluso en los momentos más cruciales de su existencia, en los que se veía irremediablemente amenazado. Ciertas veces había reaccionado de manera instintiva, pero bien sabía que aquel comportamiento no era el adecuado, pues las consecuencias no serían algo con lo que gustaría lidiar más adelante. En realidad, Cyril era alguien al que le gustaba mantener el control de sus propias experiencias, y la única vez en la que no midió sus actos, terminó condenado como un alma errante a navegar eternamente por los mares, atado a la voluntad de un maldito barco embrujado. Tal parecía como si él y Pausanias fueron atrapados por alguna clase de locura, cada una bastante particular a su manera, algo que el otro jamás reconocería, y a Cyril lo tenía sin cuidado, la verdad.
Ya habían transcurrido suficientes siglos desde la última vez que coincidieron. Pausanias siempre prefirió tener el liderazgo sobre todos los demás, como si portara el título de diarca eternamente, pero Cyril llegó a cansarse de ello, tanto como lo hizo Cassandra en su momento. ¡Y vaya que era extraño reconocerlo! Aun así, la verdad seguía ahí, firme, sin intenciones de desvanecerse. Todo en la vida tiene un límite, y él había superado el suyo en ese entonces. ¿Lo entendería, Ciro, otrora Pausanias? Lo más probable era que no.
Estaba hecho una fiera, demasiado enfadado con Cyril como para querer aceptar alguna clase de tregua, o siquiera un comentario inocente de su parte. La casualidad del encuentro no había sido algo tan llevadero para Ciro, como lo fue para su antiguo compañero de armas, quien decidió quedarse tranquilo, hasta indiferente, ante los hechos. Mientras que el otro espartano... Ese otro decidió golpear a Cyril sin poder contener más su rabia.
El ataque lo agarró desprevenido, lo reconocía, claro que sí; sin embargo, era algo que se esperaba. Estaba al tanto de que Pausanias llegó a desquiciarse luego del abrazo vampírico hasta convertirse en eso que era hoy en día. Lo lamentaba un poco, en realidad, pero luego de aquella osadía de su parte, cuando él ni siquiera tuvo intenciones de sacudirlo hasta que se le acomodaran las piezas de su cabeza, Cyril supo que ya estaba bueno. Ciro tendría que entender, de una vez por todas que, ese sujeto que tenía ante sus ojos, ya no era alguien bajo sus servicios; que ya no era un maldito rey, ni nada que se le pareciera.
Cyril observó la sangre en sus dedos y sonrió; aún le escurría un poco por la nariz. Asintió ligeramente, observando luego al otro vampiro, y lo hizo directo a los ojos, sin tener que retractarse de lo que hacía. Y entonces fue cuando se le acercó. Parecía calmado, como antes, inclusive lo demostró cuando colocó la mano en el hombro de Ciro.
—¿Quién te crees que eres? ¿El rey de Francia? Ni a ese desgraciado le debo mi lealtad —mencionó, pero hubo un cambio notable en su voz. Cyril no estaba bromeando esta vez—. ¿Necesitas ayuda para vengarte? ¿Eso quieres?
Y, sin medirse en lo más mínimo, le regresó el golpe al otro, sólo que cuando lo aturdió en el momento, decidió tomarlo por el cuello, lanzándolo contra la pared de un contenedor, sin intenciones de soltarlo.
—Fui el único que decidió no traicionarte, aún cuando merecías que te quemaran vivo. Fui el único infeliz que abogó para que Agis no te hiciera pedazos cuando tuvo razones de peso para hacerlo, y me arrepentí de haberlo hecho —gruñó, como si hubiera dejado salir toda esa rabia acumulada con el pasar de los años—. Siempre fuiste capaz de hacer cosas horribles, y qué mierda importaba eso antes, pero —presionó más su cuello a punto de quererlo romper—, llegar a asesinar a tu propio hijo sin que tuvciera la oportunidad de nacer, ¡sin tener culpa de una mierda siquiera! Eso fue el colmo... ¿Y pretendes que siga aplaudiendo tus actos como antes?
Lo soltó, haciéndolo a un lado como si fuera un muñeco de trapo. Tuvo que alejarse lo suficiente para intentar serenarse, sobre todo porque sentía la influencia del maldito Holandés drenándole la cordura.
—¿Tienes una idea de lo que te llevó a convertir a esa esclava pelirroja? O mejor dicho, ¿a tomarla bajo tu ala? Yo creo que fue tu pútrida conciencia. Cassandra tuvo maneras de destruirte por lo que le hiciste, pero prefirió mil veces hacer su propia existencia sin que formaras parte de ella... Admirable, debo decir. Yo sencillamente me aburrí, pero tampoco tenía motivos para hacerte nada, porque, a pesar de toda la porquería que has hecho, te consideraba un hermano, ¿y qué sigues pensando tú? ¡Cyril, mi maldita sombra! Eso se acabó. —Terminó de limpiarse la sangre de la nariz. Ya se había hartado lo suficiente, y eso era mucho en alguien como él.
Ya habían transcurrido suficientes siglos desde la última vez que coincidieron. Pausanias siempre prefirió tener el liderazgo sobre todos los demás, como si portara el título de diarca eternamente, pero Cyril llegó a cansarse de ello, tanto como lo hizo Cassandra en su momento. ¡Y vaya que era extraño reconocerlo! Aun así, la verdad seguía ahí, firme, sin intenciones de desvanecerse. Todo en la vida tiene un límite, y él había superado el suyo en ese entonces. ¿Lo entendería, Ciro, otrora Pausanias? Lo más probable era que no.
Estaba hecho una fiera, demasiado enfadado con Cyril como para querer aceptar alguna clase de tregua, o siquiera un comentario inocente de su parte. La casualidad del encuentro no había sido algo tan llevadero para Ciro, como lo fue para su antiguo compañero de armas, quien decidió quedarse tranquilo, hasta indiferente, ante los hechos. Mientras que el otro espartano... Ese otro decidió golpear a Cyril sin poder contener más su rabia.
El ataque lo agarró desprevenido, lo reconocía, claro que sí; sin embargo, era algo que se esperaba. Estaba al tanto de que Pausanias llegó a desquiciarse luego del abrazo vampírico hasta convertirse en eso que era hoy en día. Lo lamentaba un poco, en realidad, pero luego de aquella osadía de su parte, cuando él ni siquiera tuvo intenciones de sacudirlo hasta que se le acomodaran las piezas de su cabeza, Cyril supo que ya estaba bueno. Ciro tendría que entender, de una vez por todas que, ese sujeto que tenía ante sus ojos, ya no era alguien bajo sus servicios; que ya no era un maldito rey, ni nada que se le pareciera.
Cyril observó la sangre en sus dedos y sonrió; aún le escurría un poco por la nariz. Asintió ligeramente, observando luego al otro vampiro, y lo hizo directo a los ojos, sin tener que retractarse de lo que hacía. Y entonces fue cuando se le acercó. Parecía calmado, como antes, inclusive lo demostró cuando colocó la mano en el hombro de Ciro.
—¿Quién te crees que eres? ¿El rey de Francia? Ni a ese desgraciado le debo mi lealtad —mencionó, pero hubo un cambio notable en su voz. Cyril no estaba bromeando esta vez—. ¿Necesitas ayuda para vengarte? ¿Eso quieres?
Y, sin medirse en lo más mínimo, le regresó el golpe al otro, sólo que cuando lo aturdió en el momento, decidió tomarlo por el cuello, lanzándolo contra la pared de un contenedor, sin intenciones de soltarlo.
—Fui el único que decidió no traicionarte, aún cuando merecías que te quemaran vivo. Fui el único infeliz que abogó para que Agis no te hiciera pedazos cuando tuvo razones de peso para hacerlo, y me arrepentí de haberlo hecho —gruñó, como si hubiera dejado salir toda esa rabia acumulada con el pasar de los años—. Siempre fuiste capaz de hacer cosas horribles, y qué mierda importaba eso antes, pero —presionó más su cuello a punto de quererlo romper—, llegar a asesinar a tu propio hijo sin que tuvciera la oportunidad de nacer, ¡sin tener culpa de una mierda siquiera! Eso fue el colmo... ¿Y pretendes que siga aplaudiendo tus actos como antes?
Lo soltó, haciéndolo a un lado como si fuera un muñeco de trapo. Tuvo que alejarse lo suficiente para intentar serenarse, sobre todo porque sentía la influencia del maldito Holandés drenándole la cordura.
—¿Tienes una idea de lo que te llevó a convertir a esa esclava pelirroja? O mejor dicho, ¿a tomarla bajo tu ala? Yo creo que fue tu pútrida conciencia. Cassandra tuvo maneras de destruirte por lo que le hiciste, pero prefirió mil veces hacer su propia existencia sin que formaras parte de ella... Admirable, debo decir. Yo sencillamente me aburrí, pero tampoco tenía motivos para hacerte nada, porque, a pesar de toda la porquería que has hecho, te consideraba un hermano, ¿y qué sigues pensando tú? ¡Cyril, mi maldita sombra! Eso se acabó. —Terminó de limpiarse la sangre de la nariz. Ya se había hartado lo suficiente, y eso era mucho en alguien como él.
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Re: Fate of the Tempest — Privado
¡Golpes! ¡Dolor! ¡Violencia! Ciro asistió a ese ataque por parte de Cyril con lo contrario a lo que se podría esperar de una persona cuerda en sus mismas circunstancias: satisfacción. Y sí, de acuerdo, era una realidad inevitable la de que Ciro estaba más loco que una cabra, pero nunca había sido de los que disfrutaban sintiendo dolor, e incluso durante mucho tiempo tras su transformación había odiado derramar su sangre, así que era... raro. Como poco. Y aún más que su sonrisa amplia, casi burlona, lo fue el hecho de que se llevó las manos a los golpes que habían provocado sangre y relamió la sustancia carmesí que había salido de él y que, por supuesto, no iba a malgastar. ¡Sólo faltaba!
Incluso en su locura, el espartano se las apañaba para mantenerse consecuente con ciertas cosas, pequeños detalles que parecían no tener mucho sentido pero que, si se reflexionaban, ayudaban a pintar un retrato sumamente rico del vampiro malherido, que escuchaba al otro como si fuera un actor representando una obra de teatro. Lo de la sangre, por ejemplo, que no había permitido que tocara el suelo siquiera, o el hecho de sentir satisfacción ante el hecho de haber sacado de sus casillas a alguien: ambos eran elementos que siempre habían existido en él, y ni siquiera el hecho de que su comportamiento fuera errático, en el mejor de los casos, lo llegaba a evitar.
– ¿Quién me creo que soy? Una maldita leyenda. Exactamente igual que tú, aunque a ti nunca te haya importado pasar a la posteridad, al contrario que a mí. – gruñó. Su voz sonó grave, y fue el preludio de una tos ronca que le hizo escupir sangre, de nuevo a la mano al cubrirse la boca y de nuevo a su boca al impedir que se perdiera ni una sola gota. Qué bonito, se cerraba el círculo y Ciro, el espartano malherido, se preocupaba por la continuidad y por sí mismo, como siempre, ¡estupendo y fantástico! Tal parecía que él se sentía así, a juzgar por su expresión satisfecha, como un gato ante un cuenco con leche fresca y no como alguien que acababa de ser golpeado por uno de sus escasos amigos de verdad. Qué triste; pasó al siguiente pensamiento enseguida.
– Para no deberme lealtad, sigues queriendo que te valore y sigues demostrándome que no eres decepcionante. – afirmó, mucho más tranquilo. Ciro, incluso, estiró la espalda y se metió las manos en los bolsillos, en una actitud tranquila y diametralmente opuesta a la de hacía tan solo unos minutos. Parecía que se le había ido la cabeza por completo, pero en sus ojos locos había un brillo cuerdo que se estaba clavando en Cyril como cientos de pequeños cuchillos de plata, dolorosos por el hecho de que no le estaba mintiendo: no lo había hecho en todo el rato que llevaban dialogando (bonito eufemismo, ¿eh?), y eso ya debería servirle a Cyril de indicación de hasta qué punto era importante el encuentro para su antiguo hermano, aunque no lo demostrara.
– Digo que no sientes, te indignas y me demuestras que sí. Te recrimino que te largaste, me recuerdas que nunca dejaste de apoyarme. Hablo, saltas; buscas convencerme de que no eres de lo que te estoy acusando, ¿por qué? Si te diera igual, me dejarías pensar lo mismo. ¿Quién es el mentiroso ahora? – afirmó, medio sonriendo. La diferencia era que, aquella vez, la sonrisa no estaba llena de satisfacción, sino de crueldad, y su mirada había abandonado todo aire de locura para mostrar una fría racionalidad, quizá con un toque de melancolía, al clavarse de forma casi violenta en Cyril. Qué curioso, ¿no?, que un loco fuera capaz de ver ciertas cosas con tanta claridad como Ciro estaba demostrando entonces...
– No te considero mi sombra. – corrigió. Con esa cordura que parecía haberlo atacado de repente aún visible, Cyril tuvo que tragarse todo lo que estuviera sintiendo y escucharlo, quisiera o no, porque ese era el efecto que había provocado Ciro en él, no Pausanias; ese inestable vampiro con el que el antiguo hermano del espartano se había encontrado seguía teniendo ramalazos del primero, como el que lo estaba obligando a hablarle y explicarle ciertas cosas. – No te he ordenado nada. Te he dicho lo que hay: me voy a vengar, puedes participar o no. En todo caso, te lo he ofrecido, aferrándome a que te sigo respetando aunque, como todos, tus actos me hayan decepcionado. Pero sí, soy un ser horrible, sin conciencia, llenito de pecados, opina lo que te apetezca. La realidad es que no te he obligado porque valoro lo que una vez hiciste, y te he ofrecido participar en algo que me incumbe a mí solo cuando a nadie más le he dado esa elección. – concluyó.
Razón no le faltaba, por otro lado: de todos los seres con los que se había cruzado, en muchos casos había recurrido a utilizar sus recursos o las oportunidades que le proporcionaban sin pedirlo siquiera, simplemente por satisfacer sus intereses. Con Cyril, no obstante, Ciro había ofrecido no una, sino dos veces que se uniera a él en su venganza, y Cyril había preferido acusarlo de convertir a una esclava por pena (y no por haber visto su potencial, que era el motivo real) y de asesinar a su hijo, como si la criatura no hubiera tenido una madre que no había tenido a bien informarle de casi nada, a aquellas alturas. Todos los crímenes eran suyos, no de los demás, y aunque no tenía problemas admitiendo su culpa, sí los tenía cuando la culpa no era suya. – Pero claro, como estoy loco, ¿por qué me vas a hacer caso o a creer? Te he mentido tanto... – espetó, sarcástico. La locura estaba volviendo.
Incluso en su locura, el espartano se las apañaba para mantenerse consecuente con ciertas cosas, pequeños detalles que parecían no tener mucho sentido pero que, si se reflexionaban, ayudaban a pintar un retrato sumamente rico del vampiro malherido, que escuchaba al otro como si fuera un actor representando una obra de teatro. Lo de la sangre, por ejemplo, que no había permitido que tocara el suelo siquiera, o el hecho de sentir satisfacción ante el hecho de haber sacado de sus casillas a alguien: ambos eran elementos que siempre habían existido en él, y ni siquiera el hecho de que su comportamiento fuera errático, en el mejor de los casos, lo llegaba a evitar.
– ¿Quién me creo que soy? Una maldita leyenda. Exactamente igual que tú, aunque a ti nunca te haya importado pasar a la posteridad, al contrario que a mí. – gruñó. Su voz sonó grave, y fue el preludio de una tos ronca que le hizo escupir sangre, de nuevo a la mano al cubrirse la boca y de nuevo a su boca al impedir que se perdiera ni una sola gota. Qué bonito, se cerraba el círculo y Ciro, el espartano malherido, se preocupaba por la continuidad y por sí mismo, como siempre, ¡estupendo y fantástico! Tal parecía que él se sentía así, a juzgar por su expresión satisfecha, como un gato ante un cuenco con leche fresca y no como alguien que acababa de ser golpeado por uno de sus escasos amigos de verdad. Qué triste; pasó al siguiente pensamiento enseguida.
– Para no deberme lealtad, sigues queriendo que te valore y sigues demostrándome que no eres decepcionante. – afirmó, mucho más tranquilo. Ciro, incluso, estiró la espalda y se metió las manos en los bolsillos, en una actitud tranquila y diametralmente opuesta a la de hacía tan solo unos minutos. Parecía que se le había ido la cabeza por completo, pero en sus ojos locos había un brillo cuerdo que se estaba clavando en Cyril como cientos de pequeños cuchillos de plata, dolorosos por el hecho de que no le estaba mintiendo: no lo había hecho en todo el rato que llevaban dialogando (bonito eufemismo, ¿eh?), y eso ya debería servirle a Cyril de indicación de hasta qué punto era importante el encuentro para su antiguo hermano, aunque no lo demostrara.
– Digo que no sientes, te indignas y me demuestras que sí. Te recrimino que te largaste, me recuerdas que nunca dejaste de apoyarme. Hablo, saltas; buscas convencerme de que no eres de lo que te estoy acusando, ¿por qué? Si te diera igual, me dejarías pensar lo mismo. ¿Quién es el mentiroso ahora? – afirmó, medio sonriendo. La diferencia era que, aquella vez, la sonrisa no estaba llena de satisfacción, sino de crueldad, y su mirada había abandonado todo aire de locura para mostrar una fría racionalidad, quizá con un toque de melancolía, al clavarse de forma casi violenta en Cyril. Qué curioso, ¿no?, que un loco fuera capaz de ver ciertas cosas con tanta claridad como Ciro estaba demostrando entonces...
– No te considero mi sombra. – corrigió. Con esa cordura que parecía haberlo atacado de repente aún visible, Cyril tuvo que tragarse todo lo que estuviera sintiendo y escucharlo, quisiera o no, porque ese era el efecto que había provocado Ciro en él, no Pausanias; ese inestable vampiro con el que el antiguo hermano del espartano se había encontrado seguía teniendo ramalazos del primero, como el que lo estaba obligando a hablarle y explicarle ciertas cosas. – No te he ordenado nada. Te he dicho lo que hay: me voy a vengar, puedes participar o no. En todo caso, te lo he ofrecido, aferrándome a que te sigo respetando aunque, como todos, tus actos me hayan decepcionado. Pero sí, soy un ser horrible, sin conciencia, llenito de pecados, opina lo que te apetezca. La realidad es que no te he obligado porque valoro lo que una vez hiciste, y te he ofrecido participar en algo que me incumbe a mí solo cuando a nadie más le he dado esa elección. – concluyó.
Razón no le faltaba, por otro lado: de todos los seres con los que se había cruzado, en muchos casos había recurrido a utilizar sus recursos o las oportunidades que le proporcionaban sin pedirlo siquiera, simplemente por satisfacer sus intereses. Con Cyril, no obstante, Ciro había ofrecido no una, sino dos veces que se uniera a él en su venganza, y Cyril había preferido acusarlo de convertir a una esclava por pena (y no por haber visto su potencial, que era el motivo real) y de asesinar a su hijo, como si la criatura no hubiera tenido una madre que no había tenido a bien informarle de casi nada, a aquellas alturas. Todos los crímenes eran suyos, no de los demás, y aunque no tenía problemas admitiendo su culpa, sí los tenía cuando la culpa no era suya. – Pero claro, como estoy loco, ¿por qué me vas a hacer caso o a creer? Te he mentido tanto... – espetó, sarcástico. La locura estaba volviendo.
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Re: Fate of the Tempest — Privado
Cyril pocas veces se permitía derribar las murallas de su cordura, y ni siquiera cuando estuvo a punto de perderla en un lugar tan lejano como el Tíbet. Sin embargo, tampoco era un insensible. Por mucho que acostumbraba guardar un comportamiento sosegado, la complejidad de su mente podría derivar en sorpresas cuando tocaba algún extremo de su carácter, tal y como había ocurrido en ese momento a causa de la actitud de Pausanias. ¡El maldito sabía exactamente como conseguir ese límite en Cyril! Algo que, sin duda, logró irritarlo aún más. Sin embargo, conociéndose, y haciendo acopio de la sensatez que empezaba a escasear, se controló luego del ataque hacia el otro espartano, sobre todo al verlo sonreír de esa manera.
Tuvo que negar con resignación, poniendo los brazos como jarras. ¡Era el colmo! Después de tantos siglos, él seguía fastidiándolo, a pesar de que ahora no era su subordinado ni nada por el estilo. Ambos habían tomado rumbos diferentes, por tanto, sus decisiones serían siempre contrarias, no como en antaño, algo con lo que, creía, no contaba Pausanias. Desde luego, Cyril tampoco se sentía orgulloso de sus actos. Por sus malditos caprichos infantiles, había terminado atado a un barco endemoniado, manipulado, de vez en cuando, por lo que fuera que había creado el Willem van der Decken real, y a pesar de que deseaba deshacerse de esa cosa, él prefirió lidiar con ese enemigo oculto en silencio.
—¿Leyenda? No me interesa. Ya tengo suficiente con las historias de los piratas, como para considerarme una "leyenda espartana" a estas alturas. —O en su defecto, ya estaba harto de lidiar con la leyenda del barco maldito, apodado por todos como "El Holandés Errante", algo que no le interesaría a Pausanias-Ciro en lo más mínimo—. Veo que ya terminaste con tu maldita observación, eh, colega, ¿o pretendes seguir con tu cháchara?
Aún seguían algunos escasos fragmentos de molestia en él, incluso se notó cuando replicó eso último. Se llevó las manos al rostro para luego resguardarlas en los bolsillos de su abrigo. Cargaba un peso en la espalda, y no era pura idea suya. Sabía que El Holandés lo vigilaba desde las aguas oscuras, como un espectro que no se cansa de acosar a sus víctimas. Acto seguido, debido a la incomodidad, movió el cuello de un lado a otro. Tal parecía que había conseguido la calma necesaria para poder interpretar mejor las palabras de Pausania. Loco o no, todavía solía soltar sus porquerías razonables, como solía haciendo en el pasado.
—A ver, si te decepciono o no, tampoco es algo que me preocupe. ¿Recriminé cosas? Sí, lo hice, y lo reconozco. Pero a la única persona que no me interesa decepcionar es a mí mismo —aseguró, más tranquilo, aunque existía una ligera sombra de la rabia que había dejado salir hacía nada—. En fin, eso no es lo que me compete ahora, pero sí lo es lo de tu susodicha venganza. ¿Cómo se supone que voy a ayudarte si ni siquiera me has contado nada? Además, tampoco es que me interese, "Ciro". Tengo que encargarme de mi propia venganza personal como para pensar en otra. Al menos espero que la tuya no tenga que ver con magia negra, porque mira, no moveré ni un solo dedo para apoyarte, porque ya tengo suficiente con mis propios brujos.
Explicó, y para sorpresa del otro, prácticamente había accedido. Cyril seguía siendo tan... ¿noble o idiota?, como siempre. Aunque quizá le quedara mejor eso de la lealtad, y por muy loco que estuviera el otro vampiro, lo seguía considerando el único hermano de verdad que le había dejado Esparta.
—Sigo esperando por tu respuesta, sino me largaré, porque ya me estoy irritando de estar parado aquí como un idiota.
Tuvo que negar con resignación, poniendo los brazos como jarras. ¡Era el colmo! Después de tantos siglos, él seguía fastidiándolo, a pesar de que ahora no era su subordinado ni nada por el estilo. Ambos habían tomado rumbos diferentes, por tanto, sus decisiones serían siempre contrarias, no como en antaño, algo con lo que, creía, no contaba Pausanias. Desde luego, Cyril tampoco se sentía orgulloso de sus actos. Por sus malditos caprichos infantiles, había terminado atado a un barco endemoniado, manipulado, de vez en cuando, por lo que fuera que había creado el Willem van der Decken real, y a pesar de que deseaba deshacerse de esa cosa, él prefirió lidiar con ese enemigo oculto en silencio.
—¿Leyenda? No me interesa. Ya tengo suficiente con las historias de los piratas, como para considerarme una "leyenda espartana" a estas alturas. —O en su defecto, ya estaba harto de lidiar con la leyenda del barco maldito, apodado por todos como "El Holandés Errante", algo que no le interesaría a Pausanias-Ciro en lo más mínimo—. Veo que ya terminaste con tu maldita observación, eh, colega, ¿o pretendes seguir con tu cháchara?
Aún seguían algunos escasos fragmentos de molestia en él, incluso se notó cuando replicó eso último. Se llevó las manos al rostro para luego resguardarlas en los bolsillos de su abrigo. Cargaba un peso en la espalda, y no era pura idea suya. Sabía que El Holandés lo vigilaba desde las aguas oscuras, como un espectro que no se cansa de acosar a sus víctimas. Acto seguido, debido a la incomodidad, movió el cuello de un lado a otro. Tal parecía que había conseguido la calma necesaria para poder interpretar mejor las palabras de Pausania. Loco o no, todavía solía soltar sus porquerías razonables, como solía haciendo en el pasado.
—A ver, si te decepciono o no, tampoco es algo que me preocupe. ¿Recriminé cosas? Sí, lo hice, y lo reconozco. Pero a la única persona que no me interesa decepcionar es a mí mismo —aseguró, más tranquilo, aunque existía una ligera sombra de la rabia que había dejado salir hacía nada—. En fin, eso no es lo que me compete ahora, pero sí lo es lo de tu susodicha venganza. ¿Cómo se supone que voy a ayudarte si ni siquiera me has contado nada? Además, tampoco es que me interese, "Ciro". Tengo que encargarme de mi propia venganza personal como para pensar en otra. Al menos espero que la tuya no tenga que ver con magia negra, porque mira, no moveré ni un solo dedo para apoyarte, porque ya tengo suficiente con mis propios brujos.
Explicó, y para sorpresa del otro, prácticamente había accedido. Cyril seguía siendo tan... ¿noble o idiota?, como siempre. Aunque quizá le quedara mejor eso de la lealtad, y por muy loco que estuviera el otro vampiro, lo seguía considerando el único hermano de verdad que le había dejado Esparta.
—Sigo esperando por tu respuesta, sino me largaré, porque ya me estoy irritando de estar parado aquí como un idiota.
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Re: Fate of the Tempest — Privado
Ciro estuvo muy a punto de reírse como un loco, hasta el punto de que sintió la carcajada saliendo de su estómago y subiendo hasta llegar a su garganta, donde se obligó a estrangularla; la consecuencia fue que el dolor, breve, enseguida llegó, y como solía suceder casi siempre ello trajo un instante de cordura. Bueno, como solía suceder a veces y si el dolor no era excesivo; cuando lo era, el dolor era el responsable de que uno decidiera tirar todos los muebles del pensamiento a tomar viento y que el resultado fuera un espartano loco como una cabra y tan peligroso como jamás lo había sido, ni siquiera en sus mejores momentos.
– Tienes muertos encima, muertos a un lado, muertos al otro, muertos por todas partes. Yo tenía un ejército de valientes espartiatas pero tú tienes uno de cadáveres, ¿y quieres vengarte de eso? No seas estúpido, a los espíritus no se los destruye tan fácil. – balbuceó Ciro. Balbuceó por su tono, caótico como sus pensamientos, por sus ojos que se deslizaban en todas direcciones como si quisiera mirar a los muertos que rodeaban a Cyril a los ojos, pero no por el resto de su comportamiento, pues Ciro estaba de pie, plantado con todo el estoicismo del que habían hecho gala las esculturas de su época, y sus palabras tenían toda la verdad posible contenida en ellas.
– Elegiste cambiar tu fama espartana, de la que yo aún bebo como si fuera el vino de entonces o la sangre de ahora, por un maldito barco fantasma que te está desquiciando despacio, mucho más lento que a mí. – continuó. Sonó, de repente, mucho más estoico, como si estuviera empezando a pasar lista en una serie de hechos que no conocía del todo pero que estaba deduciendo gracias al antiguo compañero de batalla que tenía delante pero, también, a los muertos que tenía alrededor. Algunas veces resultaba difícil saber si ese caos de voces era propio o externo, pero en aquel caso no había dificultad alguna: no sólo era externo, sino que le pertenecía al otro, capitán de un navío de pesadilla en sus ratos libres.
– Seguimos siendo como hermanos, Cyril, ¿te das cuenta? Hasta cometemos los mismos errores pero a diferente escala, porque yo sólo me busqué un enemigo en un hombre mortal mientras que tú te estás metiendo con muchos de los que ya fueron y con magias más oscuras de lo que tu mente puede soportar. – recriminó Ciro. Lo hizo, no obstante, sin un ápice de acritud, con cierta satisfacción por ver que no era el único con un particular talento para buscarse enemigos dentro del detalle de que tenía talento para absolutamente todo (oh, se sentía, eso era propio de Ciro, no de Cyril) pero sin recriminárselo, simplemente como un recordatorio de que estaban cortados por el mismo patrón... Quizá, por eso, sonrió de nuevo y enfocó los ojos claros en el otro, súbitamente libres del velo de la demencia.
– Demonios, Cyril, no te puedo decir que no ahora, ¿no? Te ayudaré, sí. ¿Qué es lo peor que pueden hacerme tus muertos, volverme loco a mí? – sentenció, sonriendo como un auténtico loco de atar aunque la sonrisa no empañara todavía el gesto de sus ojos. – Prefiero ser yo quien te haga perder la razón antes que un maldito barco embrujado, pero dime, ¿cómo demonios se supone que lo vamos a hacer? – continuó, pero en cuanto se dio cuenta de que su antiguo compañero de armas no estaba en la misma página que él puso los ojos en blanco, lleno de una impaciencia tal que parecía mortal, no el vampiro milenario que realmente era. – Tu venganza por mi venganza, yo te ayudo si tú me ayudas. Como antaño, ¿recuerdas o ya se te ha olvidado? – recordó.
– Tienes muertos encima, muertos a un lado, muertos al otro, muertos por todas partes. Yo tenía un ejército de valientes espartiatas pero tú tienes uno de cadáveres, ¿y quieres vengarte de eso? No seas estúpido, a los espíritus no se los destruye tan fácil. – balbuceó Ciro. Balbuceó por su tono, caótico como sus pensamientos, por sus ojos que se deslizaban en todas direcciones como si quisiera mirar a los muertos que rodeaban a Cyril a los ojos, pero no por el resto de su comportamiento, pues Ciro estaba de pie, plantado con todo el estoicismo del que habían hecho gala las esculturas de su época, y sus palabras tenían toda la verdad posible contenida en ellas.
– Elegiste cambiar tu fama espartana, de la que yo aún bebo como si fuera el vino de entonces o la sangre de ahora, por un maldito barco fantasma que te está desquiciando despacio, mucho más lento que a mí. – continuó. Sonó, de repente, mucho más estoico, como si estuviera empezando a pasar lista en una serie de hechos que no conocía del todo pero que estaba deduciendo gracias al antiguo compañero de batalla que tenía delante pero, también, a los muertos que tenía alrededor. Algunas veces resultaba difícil saber si ese caos de voces era propio o externo, pero en aquel caso no había dificultad alguna: no sólo era externo, sino que le pertenecía al otro, capitán de un navío de pesadilla en sus ratos libres.
– Seguimos siendo como hermanos, Cyril, ¿te das cuenta? Hasta cometemos los mismos errores pero a diferente escala, porque yo sólo me busqué un enemigo en un hombre mortal mientras que tú te estás metiendo con muchos de los que ya fueron y con magias más oscuras de lo que tu mente puede soportar. – recriminó Ciro. Lo hizo, no obstante, sin un ápice de acritud, con cierta satisfacción por ver que no era el único con un particular talento para buscarse enemigos dentro del detalle de que tenía talento para absolutamente todo (oh, se sentía, eso era propio de Ciro, no de Cyril) pero sin recriminárselo, simplemente como un recordatorio de que estaban cortados por el mismo patrón... Quizá, por eso, sonrió de nuevo y enfocó los ojos claros en el otro, súbitamente libres del velo de la demencia.
– Demonios, Cyril, no te puedo decir que no ahora, ¿no? Te ayudaré, sí. ¿Qué es lo peor que pueden hacerme tus muertos, volverme loco a mí? – sentenció, sonriendo como un auténtico loco de atar aunque la sonrisa no empañara todavía el gesto de sus ojos. – Prefiero ser yo quien te haga perder la razón antes que un maldito barco embrujado, pero dime, ¿cómo demonios se supone que lo vamos a hacer? – continuó, pero en cuanto se dio cuenta de que su antiguo compañero de armas no estaba en la misma página que él puso los ojos en blanco, lleno de una impaciencia tal que parecía mortal, no el vampiro milenario que realmente era. – Tu venganza por mi venganza, yo te ayudo si tú me ayudas. Como antaño, ¿recuerdas o ya se te ha olvidado? – recordó.
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