AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Requiescat in pace {Yulia Leuenberger}
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Requiescat in pace {Yulia Leuenberger}
La carta había llegado a casa hacía unos pocos días anunciando la muerte de su maestro. La noticia no le afectó tanto como la pérdida del Padre Gilles, principalmente porque el hombre que le enseñó durante sus años en la inquisición había muerto por causas naturales y no a manos de un sobrenatural, pero no pudo evitar sentir ese ramalazo de lástima al saber que alguien que había sido importante en su vida había fallecido. Gracias al maestro Beaumont ascendió en las filas de la Inquisición hasta lograr hacerse un nombre. Todos habían oído hablar de Eliot Ferrec en algún momento y, si bien su rostro era completamente anónimo entre aquellos de las facciones vecinas, sus artilugios eran usados en infinidad de ocasiones. Gilles y Beaumont habían hecho de él un auténtico tecnólogo, y muy útil, pero ninguno de los dos vería a su discípulo seguir escalando en la institución.
Se enfundó un traje oscuro acompañado de una camisa blanca. No era un atuendo muy distinto del habitual salvo por la chaqueta negra y, sobre todo, por el sombrero de copa a juego, que le daban el aspecto de luto que buscaba. Eliot odiaba los sombreros. Hacían que le picara el cuero cabelludo y siempre le daban calor. Además, se sentía ridículo con ellos puestos, pero sabía lo que el protocolo exigía y esa vez no podía hacer una excepción. Mientras terminaba de arreglarse ordenó que prepararan el coche que le llevaría hasta la catedral de Notre Dame, donde se celebraría el funeral. Pensó en llevar a su hermana con él para que así pudiera conocer a todos los altos cargos que sabía que irían, pero decidió que lo dejaría para otra ocasión. Un entierro no era el mejor momento para hacer las presentaciones oportunas, puesto que no iba a tener tiempo suficiente para que entablaran una conversación como correspondía.
Mientras se colocaba los gemelos, el mayordomo llamó a la puerta y avisó que el coche estaba listo. Parecía que el cochero había sido bastante más rápido que en otras ocasiones, seguramente debido a la noche libre de la que iba a disfrutar el servicio aquel día. Eliot no les culpaba, a él también le gustaba tener tiempo libre, aunque en los últimos años se había vuelto más bien escaso. Su posición como señor de la casa era el motivo principal. Aunque tampoco se quejaba, admitía que, de vez en cuando, le gustaría poder desmelenarse sin miedo a atenerse a las consecuencias. Porque todos los excesos tenían consecuencias.
Con el sombrero bajo el brazo subió al carro y ordenó que se pusiera en marcha. Los cascos de los caballos resonaron contra el empedrado del suelo, pero el sonido enseguida cambió al de la tierra batida. El trayecto fue corto; la residencia Ferrec se encontraba en una zona tranquila de la ciudad, pero muy bien comunicada con los lugares más importantes, entre ellos la catedral. Nada más bajar del coche, y después de ponerse el odioso sombrero, Eliot miró al frente: Notre Dame se alzaba ante él, digna como una gran señora. Se sintió pequeño, como siempre que pisaba la plaza frente a la catedral y miraba aquella maravilla. Hizo una inclinación de cabeza y se encaminó hacia la puerta, donde un grupo de personas, todas vestidas de negro, charlaban creando un murmullo inquietante.
Miró a su alrededor en busca de alguna cara familiar cuando, de pronto, la vio. Preciosa, como siempre, y temible, como él bien sabía. Una mezcla explosiva que no sabía si era mejor tener cerca o lejos.
—Leuenberger —saludó, acercándose hacia ella—. Debí imaginar que te vería aquí hoy. Una lástima la pérdida del maestro Beaumont. Era un buen hombre.
Se enfundó un traje oscuro acompañado de una camisa blanca. No era un atuendo muy distinto del habitual salvo por la chaqueta negra y, sobre todo, por el sombrero de copa a juego, que le daban el aspecto de luto que buscaba. Eliot odiaba los sombreros. Hacían que le picara el cuero cabelludo y siempre le daban calor. Además, se sentía ridículo con ellos puestos, pero sabía lo que el protocolo exigía y esa vez no podía hacer una excepción. Mientras terminaba de arreglarse ordenó que prepararan el coche que le llevaría hasta la catedral de Notre Dame, donde se celebraría el funeral. Pensó en llevar a su hermana con él para que así pudiera conocer a todos los altos cargos que sabía que irían, pero decidió que lo dejaría para otra ocasión. Un entierro no era el mejor momento para hacer las presentaciones oportunas, puesto que no iba a tener tiempo suficiente para que entablaran una conversación como correspondía.
Mientras se colocaba los gemelos, el mayordomo llamó a la puerta y avisó que el coche estaba listo. Parecía que el cochero había sido bastante más rápido que en otras ocasiones, seguramente debido a la noche libre de la que iba a disfrutar el servicio aquel día. Eliot no les culpaba, a él también le gustaba tener tiempo libre, aunque en los últimos años se había vuelto más bien escaso. Su posición como señor de la casa era el motivo principal. Aunque tampoco se quejaba, admitía que, de vez en cuando, le gustaría poder desmelenarse sin miedo a atenerse a las consecuencias. Porque todos los excesos tenían consecuencias.
Con el sombrero bajo el brazo subió al carro y ordenó que se pusiera en marcha. Los cascos de los caballos resonaron contra el empedrado del suelo, pero el sonido enseguida cambió al de la tierra batida. El trayecto fue corto; la residencia Ferrec se encontraba en una zona tranquila de la ciudad, pero muy bien comunicada con los lugares más importantes, entre ellos la catedral. Nada más bajar del coche, y después de ponerse el odioso sombrero, Eliot miró al frente: Notre Dame se alzaba ante él, digna como una gran señora. Se sintió pequeño, como siempre que pisaba la plaza frente a la catedral y miraba aquella maravilla. Hizo una inclinación de cabeza y se encaminó hacia la puerta, donde un grupo de personas, todas vestidas de negro, charlaban creando un murmullo inquietante.
Miró a su alrededor en busca de alguna cara familiar cuando, de pronto, la vio. Preciosa, como siempre, y temible, como él bien sabía. Una mezcla explosiva que no sabía si era mejor tener cerca o lejos.
—Leuenberger —saludó, acercándose hacia ella—. Debí imaginar que te vería aquí hoy. Una lástima la pérdida del maestro Beaumont. Era un buen hombre.
Eliot Ferrec- Inquisidor Clase Alta
- Mensajes : 71
Fecha de inscripción : 23/08/2017
Re: Requiescat in pace {Yulia Leuenberger}
Si no se tratase de alguien realmente amado para ella, Yulia Leuenberger hubiese desistido del luto. El negro no le atraía, estaba convencida de le quedaba pésimo. Mas ahora, con el deceso de su adorado maestro no tenía más alternativa que mandar a teñir algunos de sus vestidos. Se vestiría así, de negro o de gris profundo, durante algunos meses en honor a él.
-¡Qué calor! –se quejó en cuanto entró en la catedral y le hizo una seña a su cochero para que la esperase en la puerta, ya no lo necesitaba. Le fue necesario tomar su abanico de plumas, negras por supuesto, y darse un poco de aire. Las ofrendas florales contaminaban el ambiente, llenándolo todo con su perfume que le sabía a muerte.
Su maestro era un hombre querido y respetado, aunque algo solitario en el último tiempo de su vida. Por eso le extrañó la concurrencia, Notre Dame se encontraba llena. La gente, al verla, se congregó a su alredor para darle el pésame. Sucedía que aquel inquisidor, por el que todos se hallaban reunidos, la amaba como a una hija, solo a ella y a Eliot, otro de sus discípulos, les daba aquel trato; Marianne –la esposa de Beaumont- decía siempre que ellos dos eran los hijos que no habían podido tener. Sin embargo, pese al cariño de aquel matrimonio y a las enseñanzas –no sólo técnicas, sino también de vida- del maestro Beaumont, entre los jóvenes se alimentaba una rivalidad feroz con cada gesto bueno del inquisidor hacia uno u otro. Era más que envidia, Yulia lo detestaba… tal vez se debiera a sus aires de superioridad, a sus modos llenos de falsa cortesía. Estaba convencida de que se creía mejor que ella sólo por ser hombre.
Como si lo hubiese llamado con sus pensamientos, él apareció por la puerta. Se giró para verlo, para sostener su mirada con el mentón en alto. Adoraba sus ojos, eran los más bonitos que conocía, pero los odiaba también pues siempre la observaban con menosprecio.
-Ferrec, querido –lo saludó usando su apellido, jamás lo llamaba por su nombre, y se acercó a él. No eran dados al contacto físico, no habían pasado nunca más allá de los límites de la cortesía: a veces él le tomaba la mano para ayudarla a subir o bajar de algún coche, otras veces habían caminado juntos y ella se había visto obligada a prenderse de su brazo… pero no más de eso, nada similar a un abrazo. Por eso, Yulia se limitó a buscar su mano y apretarla en un gesto que intentaba ser reconfortante. Sabía que el maestro Beaumont significaba tanto para él como para ella-, lo siento mucho. Claro que debías tener por seguro que me verías. ¿Cómo crees que faltaría a la despedida de nuestro maestro? –le preguntó algo ofendida-. Creo que deberíamos acercarnos a Marianne, he llegado hace unos minutos y no tuve el valor de buscarla todavía. Supongo que estará adelante, vamos –le pidió, porque realmente no quería hacerlo sola, y se tomó de su brazo para caminar junto a él. Sí que la situación estaba sensibilizándola más de lo esperado.
Conforme avanzaban, algunos hombres de la Santa Orden los frenaron para darles el pésame, incluso uno se animó a llamarlos sucesores, cosa que incómodo a Yulia. Tuvo que reprimir los deseos de pedirle respeto al sujeto, el cuerpo de su maestro no había sido enterrado aún y ellos ya pensaban en sucederlo… No era que ella no lo hubiese meditado ya, fría como era, Yulia lo consideraba hacía tiempo. ¿A quién le encargarían los trabajos más importantes en ausencia de Beaumont? ¿A Eliot Ferrec o a ella? Prefirió callar, si Ferrec quería responder que lo hiciera, ella no se metería en problemas. Mientras los hombres hablaban, Yulia divisó a la viuda que lloraba de forma desconsolada junto a otras mujeres en los primeros bancos de la catedral. Habían colocado el ataúd abierto del maestro sobre una mesa y algunas personas se acercaban a él para darle el último adiós. Si hubiera tenido que elegir entre ellos dos, ¿a quién hubiese designado Beaumont como su sucesor? Creía que los apreciaba por igual, que les había enseñado lo mismo a los dos, que había trabajado con ellos –por separado- en proyectos que eran igual de ambiciosos. ¿A quién habría elegido él? ¿A quien hubiese aprendido mejor y más rápido? Se giró de manera inconsciente para observar a su compañero, a su rival… ¿Qué tenía él que ella no tuviese? Nada. Sólo era hombre, pero nada de diferente había en cuanto a la inteligencia o sagacidad.
Se puso nerviosa al notar que había estado pensando en lo mismo que el inquisidor que tan maleducado le había parecido con sus comentarios. Ella también había vagado por el pensamiento de la sucesión pese a estar atestiguando el dolor de Marianne. Para peor, el aumento de su nerviosismo se debió a que Ferrec volteó y la descubrió observándolo.
-Disculpen –dijo, para excusarse con los otros dos hombres que los estaban entreteniendo-, he de ir con la viuda de mi maestro.
Lo dijo abiertamente, pero en verdad solo le hablaba a él como si quisiera decirle ¿vienes o qué? Además, había marcado especialmente las dos palabras finales como si fuese una niña insegura que necesitaba reafirmar a cada paso que poseería por siempre el cariño de Beaumont, que era valorada por su maestro aún más que su compañero, sin importar su género.
-¡Qué calor! –se quejó en cuanto entró en la catedral y le hizo una seña a su cochero para que la esperase en la puerta, ya no lo necesitaba. Le fue necesario tomar su abanico de plumas, negras por supuesto, y darse un poco de aire. Las ofrendas florales contaminaban el ambiente, llenándolo todo con su perfume que le sabía a muerte.
Su maestro era un hombre querido y respetado, aunque algo solitario en el último tiempo de su vida. Por eso le extrañó la concurrencia, Notre Dame se encontraba llena. La gente, al verla, se congregó a su alredor para darle el pésame. Sucedía que aquel inquisidor, por el que todos se hallaban reunidos, la amaba como a una hija, solo a ella y a Eliot, otro de sus discípulos, les daba aquel trato; Marianne –la esposa de Beaumont- decía siempre que ellos dos eran los hijos que no habían podido tener. Sin embargo, pese al cariño de aquel matrimonio y a las enseñanzas –no sólo técnicas, sino también de vida- del maestro Beaumont, entre los jóvenes se alimentaba una rivalidad feroz con cada gesto bueno del inquisidor hacia uno u otro. Era más que envidia, Yulia lo detestaba… tal vez se debiera a sus aires de superioridad, a sus modos llenos de falsa cortesía. Estaba convencida de que se creía mejor que ella sólo por ser hombre.
Como si lo hubiese llamado con sus pensamientos, él apareció por la puerta. Se giró para verlo, para sostener su mirada con el mentón en alto. Adoraba sus ojos, eran los más bonitos que conocía, pero los odiaba también pues siempre la observaban con menosprecio.
-Ferrec, querido –lo saludó usando su apellido, jamás lo llamaba por su nombre, y se acercó a él. No eran dados al contacto físico, no habían pasado nunca más allá de los límites de la cortesía: a veces él le tomaba la mano para ayudarla a subir o bajar de algún coche, otras veces habían caminado juntos y ella se había visto obligada a prenderse de su brazo… pero no más de eso, nada similar a un abrazo. Por eso, Yulia se limitó a buscar su mano y apretarla en un gesto que intentaba ser reconfortante. Sabía que el maestro Beaumont significaba tanto para él como para ella-, lo siento mucho. Claro que debías tener por seguro que me verías. ¿Cómo crees que faltaría a la despedida de nuestro maestro? –le preguntó algo ofendida-. Creo que deberíamos acercarnos a Marianne, he llegado hace unos minutos y no tuve el valor de buscarla todavía. Supongo que estará adelante, vamos –le pidió, porque realmente no quería hacerlo sola, y se tomó de su brazo para caminar junto a él. Sí que la situación estaba sensibilizándola más de lo esperado.
Conforme avanzaban, algunos hombres de la Santa Orden los frenaron para darles el pésame, incluso uno se animó a llamarlos sucesores, cosa que incómodo a Yulia. Tuvo que reprimir los deseos de pedirle respeto al sujeto, el cuerpo de su maestro no había sido enterrado aún y ellos ya pensaban en sucederlo… No era que ella no lo hubiese meditado ya, fría como era, Yulia lo consideraba hacía tiempo. ¿A quién le encargarían los trabajos más importantes en ausencia de Beaumont? ¿A Eliot Ferrec o a ella? Prefirió callar, si Ferrec quería responder que lo hiciera, ella no se metería en problemas. Mientras los hombres hablaban, Yulia divisó a la viuda que lloraba de forma desconsolada junto a otras mujeres en los primeros bancos de la catedral. Habían colocado el ataúd abierto del maestro sobre una mesa y algunas personas se acercaban a él para darle el último adiós. Si hubiera tenido que elegir entre ellos dos, ¿a quién hubiese designado Beaumont como su sucesor? Creía que los apreciaba por igual, que les había enseñado lo mismo a los dos, que había trabajado con ellos –por separado- en proyectos que eran igual de ambiciosos. ¿A quién habría elegido él? ¿A quien hubiese aprendido mejor y más rápido? Se giró de manera inconsciente para observar a su compañero, a su rival… ¿Qué tenía él que ella no tuviese? Nada. Sólo era hombre, pero nada de diferente había en cuanto a la inteligencia o sagacidad.
Se puso nerviosa al notar que había estado pensando en lo mismo que el inquisidor que tan maleducado le había parecido con sus comentarios. Ella también había vagado por el pensamiento de la sucesión pese a estar atestiguando el dolor de Marianne. Para peor, el aumento de su nerviosismo se debió a que Ferrec volteó y la descubrió observándolo.
-Disculpen –dijo, para excusarse con los otros dos hombres que los estaban entreteniendo-, he de ir con la viuda de mi maestro.
Lo dijo abiertamente, pero en verdad solo le hablaba a él como si quisiera decirle ¿vienes o qué? Además, había marcado especialmente las dos palabras finales como si fuese una niña insegura que necesitaba reafirmar a cada paso que poseería por siempre el cariño de Beaumont, que era valorada por su maestro aún más que su compañero, sin importar su género.
Yulia Leuenberger Ferrec- Inquisidor Clase Alta
- Mensajes : 73
Fecha de inscripción : 12/07/2017
Re: Requiescat in pace {Yulia Leuenberger}
«Sí que le sienta bien el luto», pensó nada más saludarla. Fue un pensamiento muy poco oportuno para la ocasión, y Eliot lamentó haberlo hecho casi de inmediato. Tendría que estar pensando en la pena que producía la pérdida de un ser querido, no en lo guapa que estaba su compañera, pero es que realmente lo estaba, y mucho. Al menos, hasta que elevó el mentón para mirarle con esos ojos de suficiencia que tan de quicio le sacaban. ¿De verdad iba a empezar con eso, precisamente ese día? Vale, admitía que su saludo quizá no había sido el más oportuno. Claro que la iba a encontrar allí; al igual que a él, la muerte del maestro Beaumont le tuvo que afectar mucho, y Eliot sentía que había sido un tanto insensible con ella. Ablandó su propia expresión un tanto y se quitó el sombrero, sujetándolo por el ala con una mano mientras con la otra se peinaba los mechones de pelo que se habían movido con la prenda.
—Tienes razón. Perdóname si te he ofendido, no ha sido mi intención. —Realmente fue así y, para reforzar sus palabras, apretó la mano de Yulia con delicadeza después de que lo hiciera ella—. Sí, también pienso que deberíamos ir con Marianne. Nunca imaginé que recibiríamos esa carta y, la verdad, no puedo imaginar cómo debe de estar ella.
Comenzaron a caminar agarrados del brazo en dirección al altar de la catedral. Por el camino, numerosas personas les detuvieron para darles el pésame. Eliot se lo agradecía con amabilidad, sin darles demasiadas opciones a mantener una conversación. No tenía muchas ganas de hablar, y no lo habría hecho de no escuchar ese comentario tan inoportuno sobre la sucesión de su maestro. A él ni siquiera se le había ocurrido pensar en eso, francamente, y le pareció de muy mal gusto que sacaran el tema a colación el día del funeral de Beaumont. Notó que a Yulia tampoco le hizo gracia aquel comentario; podían llevarse mal, podían competir constantemente por todo, pero habían aprendido del mismo hombre y, si algo no se podía decir de ellos, es que no se conocieran bien.
—Creo que es demasiado pronto para hablar de eso, ¿tú no, André? —dijo de manera cortés, pero tajante.
Parecía que el inquisidor se dio cuenta de su metedura de pata, puesto que enseguida intentó enmendar sus palabras, sin mucho éxito. Eliot le escuchaba y contestaba por educación, porque de no encontrarse en un lugar santo le habría mandado a tomar viento fresco hacía rato. Desconocía por qué todas aquellas personas habían acudido al entierro de Beaumont, pero empezaba a pensar que había sido más por el morbo de la sucesión del hombre que por el aprecio que le tenían realmente. Sintió mucho asco, por André y por todos los que, como él, se tomaban la muerte de su maestro a broma. Miró a Yulia para decirle que debían seguir y, para su sorpresa, se la encontró observándolo con esos ojos suyos clavados fijamente en él. Ella los desvió de inmediato, lo que significaba que mirarle había sido un acto involuntario. No hizo ningún comentario al respecto para no incomodarla más de lo que ya estaba, haciendo gala de esa educación tan exquisita que había recibido, pero sí sonrió sutilmente al darse cuenta de que la había pillado con la guardia baja.
—Yo también debo irme. Caballeros —se despidió, haciendo una inclinación de cabeza y caminando detrás de su compañera.
A pocos pasos de llegar se soltó de su brazo y dejó que Marianne se acercara a ellos. Cuando llegaban los dos juntos, el matrimonio siempre se dirigía primero a Yulia, y aquella vez no fue una excepción. ¿Por qué? No lo sabía, y aquel no era ni el momento ni el lugar para averiguarlo. Hacía tiempo que decidió que, simplemente, aceptaría el hecho, y en ese momento dejó que ambas mujeres se consolaran mutuamente. Mientras tanto, dirigió la vista hacia el féretro abierto frente al altar. Beaumont reposaba ataviado con un elegante traje y, si sólo se le miraba al rostro, parecería estar, simplemente, dormido. Estuvo tentado de acercarse hacia él para darle el último adiós, pero notó la suave mano de Marianne sobre la suya.
—Marianne… Lo siento muchísimo —dijo, volviéndose hacia la mujer que ya se había separado de Yulia, al fin. Apretó su mano con firmeza y sintió como temblaba, desconsolada—. Ha sido un golpe muy duro para todos, pero no creo lograr imaginar lo que ha debido ser para ti. Mi madre te envía sus condolencias. También me ha pedido que te diga que, si alguna vez necesitas algo, eres totalmente bienvenida en casa.
Eliot no podía saber lo que era perder a un cónyuge porque nunca había estado casado, pero sabía el dolor que se sentía al perder a un padre y, aunque su maestro no hubiera sido el suyo natural, tanto para Yulia como para él había jugado un papel muy parecido. Por eso, todo lo que allí estaba viviendo no le vino de sorpresa, al contrario; fue como repetir el funeral del señor Ferrec padre, con la diferencia de que allí no estaba su familia, sino sus compañeros. Aprovechando que más gente fue a dar el pésame a la viuda, Eliot se acercó al féretro y se colocó a un lado. Apoyó una mano en el borde y observó el cuerpo pálido que reposaba dentro. Se dejó llevar por los recuerdos de todos los momentos compartidos con Beaumont que le trajo la imagen. “Sé que puedes hacerlo mejor, chico”, era su frase preferida, pero la misma que le hacía esforzarse para superarse hasta caer exhausto. No pudo ocultar una sonrisa, triste, al darse cuenta de eso era lo que mejor recordaba de él: su insistencia, su empeño por convertirlos en los mejores.
—Guárdanos un sitio allí arriba, genio —murmuró. Sintió que las personas empezaban a tomar asiento y se dio la vuelta para dirigirse al banco cuando se dio de bruces con Yulia—. Va a empezar la ceremonia —dijo solamente, posando una mano en su hombro cuando pasó a su lado. Parecía que él también estaba más sensible que de costumbre.
—Tienes razón. Perdóname si te he ofendido, no ha sido mi intención. —Realmente fue así y, para reforzar sus palabras, apretó la mano de Yulia con delicadeza después de que lo hiciera ella—. Sí, también pienso que deberíamos ir con Marianne. Nunca imaginé que recibiríamos esa carta y, la verdad, no puedo imaginar cómo debe de estar ella.
Comenzaron a caminar agarrados del brazo en dirección al altar de la catedral. Por el camino, numerosas personas les detuvieron para darles el pésame. Eliot se lo agradecía con amabilidad, sin darles demasiadas opciones a mantener una conversación. No tenía muchas ganas de hablar, y no lo habría hecho de no escuchar ese comentario tan inoportuno sobre la sucesión de su maestro. A él ni siquiera se le había ocurrido pensar en eso, francamente, y le pareció de muy mal gusto que sacaran el tema a colación el día del funeral de Beaumont. Notó que a Yulia tampoco le hizo gracia aquel comentario; podían llevarse mal, podían competir constantemente por todo, pero habían aprendido del mismo hombre y, si algo no se podía decir de ellos, es que no se conocieran bien.
—Creo que es demasiado pronto para hablar de eso, ¿tú no, André? —dijo de manera cortés, pero tajante.
Parecía que el inquisidor se dio cuenta de su metedura de pata, puesto que enseguida intentó enmendar sus palabras, sin mucho éxito. Eliot le escuchaba y contestaba por educación, porque de no encontrarse en un lugar santo le habría mandado a tomar viento fresco hacía rato. Desconocía por qué todas aquellas personas habían acudido al entierro de Beaumont, pero empezaba a pensar que había sido más por el morbo de la sucesión del hombre que por el aprecio que le tenían realmente. Sintió mucho asco, por André y por todos los que, como él, se tomaban la muerte de su maestro a broma. Miró a Yulia para decirle que debían seguir y, para su sorpresa, se la encontró observándolo con esos ojos suyos clavados fijamente en él. Ella los desvió de inmediato, lo que significaba que mirarle había sido un acto involuntario. No hizo ningún comentario al respecto para no incomodarla más de lo que ya estaba, haciendo gala de esa educación tan exquisita que había recibido, pero sí sonrió sutilmente al darse cuenta de que la había pillado con la guardia baja.
—Yo también debo irme. Caballeros —se despidió, haciendo una inclinación de cabeza y caminando detrás de su compañera.
A pocos pasos de llegar se soltó de su brazo y dejó que Marianne se acercara a ellos. Cuando llegaban los dos juntos, el matrimonio siempre se dirigía primero a Yulia, y aquella vez no fue una excepción. ¿Por qué? No lo sabía, y aquel no era ni el momento ni el lugar para averiguarlo. Hacía tiempo que decidió que, simplemente, aceptaría el hecho, y en ese momento dejó que ambas mujeres se consolaran mutuamente. Mientras tanto, dirigió la vista hacia el féretro abierto frente al altar. Beaumont reposaba ataviado con un elegante traje y, si sólo se le miraba al rostro, parecería estar, simplemente, dormido. Estuvo tentado de acercarse hacia él para darle el último adiós, pero notó la suave mano de Marianne sobre la suya.
—Marianne… Lo siento muchísimo —dijo, volviéndose hacia la mujer que ya se había separado de Yulia, al fin. Apretó su mano con firmeza y sintió como temblaba, desconsolada—. Ha sido un golpe muy duro para todos, pero no creo lograr imaginar lo que ha debido ser para ti. Mi madre te envía sus condolencias. También me ha pedido que te diga que, si alguna vez necesitas algo, eres totalmente bienvenida en casa.
Eliot no podía saber lo que era perder a un cónyuge porque nunca había estado casado, pero sabía el dolor que se sentía al perder a un padre y, aunque su maestro no hubiera sido el suyo natural, tanto para Yulia como para él había jugado un papel muy parecido. Por eso, todo lo que allí estaba viviendo no le vino de sorpresa, al contrario; fue como repetir el funeral del señor Ferrec padre, con la diferencia de que allí no estaba su familia, sino sus compañeros. Aprovechando que más gente fue a dar el pésame a la viuda, Eliot se acercó al féretro y se colocó a un lado. Apoyó una mano en el borde y observó el cuerpo pálido que reposaba dentro. Se dejó llevar por los recuerdos de todos los momentos compartidos con Beaumont que le trajo la imagen. “Sé que puedes hacerlo mejor, chico”, era su frase preferida, pero la misma que le hacía esforzarse para superarse hasta caer exhausto. No pudo ocultar una sonrisa, triste, al darse cuenta de eso era lo que mejor recordaba de él: su insistencia, su empeño por convertirlos en los mejores.
—Guárdanos un sitio allí arriba, genio —murmuró. Sintió que las personas empezaban a tomar asiento y se dio la vuelta para dirigirse al banco cuando se dio de bruces con Yulia—. Va a empezar la ceremonia —dijo solamente, posando una mano en su hombro cuando pasó a su lado. Parecía que él también estaba más sensible que de costumbre.
Eliot Ferrec- Inquisidor Clase Alta
- Mensajes : 71
Fecha de inscripción : 23/08/2017
Re: Requiescat in pace {Yulia Leuenberger}
Marianne, dulce y frágil Marianne. Yulia permaneció unos minutos junto a ella, dando su apoyo en silencio pues no sabía qué decir... nunca sabía qué decir, mucho menos en momentos así en los que la angustia flotaba en el aire de Notre Dame y lo volvía denso e irrespirable.
Beaumont había sido su padre en todos los sentidos de la palabra. Claro que Yulia tenía un progenitor, pero solo había vivido con él durante los primeros años de vida, luego sus padres habían decidido que su futuro se hallaba fuera de Nueva Zelanda, lejos muy lejos de allí, y ya no los había vuelto a ver. Beaumont le había hecho un lugar en su mesa en las navidades, le había dado un obsequio en cada uno de sus cumpleaños, la había guiado en sus decisiones más importantes y trascendentales, le había aconsejado hablar con su esposa, Marianne, cuando Yulia se desarrolló como mujer y también cuando tuvo su primer desengaño amoroso –si se le podía llamar de esa forma a lo que en verdad había ocurrido-, aunque ella llevase el apellido Leuenberger, su padre había sido y siempre sería el maestro Beaumont. Quería decírselo, acercarse a hablarle y llamarlo padre porque nunca se había atrevido a hacerlo en vida y sabía que esa era la única oportunidad que tendría.
-Necesito decirle algo –le dijo a su compañero, y eterno rival, cuando éste le aseguró que debían tomar asiento ya-, será sólo un minuto. Espérame, Ferrec –le pidió, odiándose por mostrar que no podía estar sola, que necesitaría de él-, por favor.
Más despacio de lo que jamás había caminado, Yulia se acercó al cuerpo relajado de su maestro, del hombre que la había hecho ser quien era. ¿Tendría frío? ¿En qué estaría pensando? No, ya no pensaba en nada. Esa certeza la golpeó con la crudeza de una mañana de nevada inesperada. ¿Cómo podía haberse apagado una mente tan brillante como aquella? ¿Qué pasaría con todas las ideas que no había llegado a plasmar? ¿Con todos los consejos que no había alcanzado a dar?
-Gracias –le dijo en un susurro, creyente de que él la oía, de que sus palabras llegarían de un modo u otro al alma de su maestro-. Gracias por haberme hecho quien soy, gracias por haberme inculcado como valor la excelencia. Te juro que siempre diré con orgullo que fui tu discípula –ya no pudo reprimir más el llanto y las lágrimas cayeron lentamente por sus rostro sin que se preocupase por secarlas; dudosa apoyó su mano en la mano fría del hombre-, diré que todo lo que sé, que todo lo que logré, fue gracias a ti y a tus enseñanzas pacientes. Te veré en el cielo, padre.
Suspiró y se tomó un momento para verlo por última vez. No quería olvidar jamás ese rostro… pero al menos sabía que su voz sería imposible de borrar en sus recuerdos. Si cerraba los ojos hasta podía oírla. Se hizo la señal de la cruz rápidamente, siendo conciente de que las voces en Notre Dame se estaban apagando ya. Cuando se volvió, él estaba allí. Sus ojos se encontraron y, en lugar de avergonzarse al saber qué Ferrec la veía vulnerable por primera vez en todos esos años, Yulia le sonrió tímidamente. Fue sólo un instante en el que una idea la embargó, sintió de pronto que parte de su maestro vivía también en Eliot. Que, afortunadamente, no perdería a aquel hombre del todo pues había mucho de él en su compañero y rival.
-Vamos –dijo con la voz aún afectada y camino hacia él, mientras buscaba, sin suerte, un pañuelo con el que secarse las lágrimas dentro de su bolso pequeño.
Sin dudas, Yulia sabía que aquel adiós la afectaría, pero nunca había imaginado que tanto. Se sentía desarmada, vulnerable e inspirada. Sí, extrañamente tenía deseos de trabajar para honrar así las enseñanzas de Beaumont.
“Sólo por hoy”, se dijo y era un juramento. Solo por ese día, durante lo que durase esa despedida, se mantendría cerca de Ferrec y sería amable con él. Era lo que su maestro quería, lo que siempre les pedía. Ya no faltaría ocasión de volver a ser mordaz, de regresar a sus miradas desdeñosas y a la competencia feroz que era como un fuego entre ellos que, en lugar de separarlos, los unía.
Beaumont había sido su padre en todos los sentidos de la palabra. Claro que Yulia tenía un progenitor, pero solo había vivido con él durante los primeros años de vida, luego sus padres habían decidido que su futuro se hallaba fuera de Nueva Zelanda, lejos muy lejos de allí, y ya no los había vuelto a ver. Beaumont le había hecho un lugar en su mesa en las navidades, le había dado un obsequio en cada uno de sus cumpleaños, la había guiado en sus decisiones más importantes y trascendentales, le había aconsejado hablar con su esposa, Marianne, cuando Yulia se desarrolló como mujer y también cuando tuvo su primer desengaño amoroso –si se le podía llamar de esa forma a lo que en verdad había ocurrido-, aunque ella llevase el apellido Leuenberger, su padre había sido y siempre sería el maestro Beaumont. Quería decírselo, acercarse a hablarle y llamarlo padre porque nunca se había atrevido a hacerlo en vida y sabía que esa era la única oportunidad que tendría.
-Necesito decirle algo –le dijo a su compañero, y eterno rival, cuando éste le aseguró que debían tomar asiento ya-, será sólo un minuto. Espérame, Ferrec –le pidió, odiándose por mostrar que no podía estar sola, que necesitaría de él-, por favor.
Más despacio de lo que jamás había caminado, Yulia se acercó al cuerpo relajado de su maestro, del hombre que la había hecho ser quien era. ¿Tendría frío? ¿En qué estaría pensando? No, ya no pensaba en nada. Esa certeza la golpeó con la crudeza de una mañana de nevada inesperada. ¿Cómo podía haberse apagado una mente tan brillante como aquella? ¿Qué pasaría con todas las ideas que no había llegado a plasmar? ¿Con todos los consejos que no había alcanzado a dar?
-Gracias –le dijo en un susurro, creyente de que él la oía, de que sus palabras llegarían de un modo u otro al alma de su maestro-. Gracias por haberme hecho quien soy, gracias por haberme inculcado como valor la excelencia. Te juro que siempre diré con orgullo que fui tu discípula –ya no pudo reprimir más el llanto y las lágrimas cayeron lentamente por sus rostro sin que se preocupase por secarlas; dudosa apoyó su mano en la mano fría del hombre-, diré que todo lo que sé, que todo lo que logré, fue gracias a ti y a tus enseñanzas pacientes. Te veré en el cielo, padre.
Suspiró y se tomó un momento para verlo por última vez. No quería olvidar jamás ese rostro… pero al menos sabía que su voz sería imposible de borrar en sus recuerdos. Si cerraba los ojos hasta podía oírla. Se hizo la señal de la cruz rápidamente, siendo conciente de que las voces en Notre Dame se estaban apagando ya. Cuando se volvió, él estaba allí. Sus ojos se encontraron y, en lugar de avergonzarse al saber qué Ferrec la veía vulnerable por primera vez en todos esos años, Yulia le sonrió tímidamente. Fue sólo un instante en el que una idea la embargó, sintió de pronto que parte de su maestro vivía también en Eliot. Que, afortunadamente, no perdería a aquel hombre del todo pues había mucho de él en su compañero y rival.
-Vamos –dijo con la voz aún afectada y camino hacia él, mientras buscaba, sin suerte, un pañuelo con el que secarse las lágrimas dentro de su bolso pequeño.
Sin dudas, Yulia sabía que aquel adiós la afectaría, pero nunca había imaginado que tanto. Se sentía desarmada, vulnerable e inspirada. Sí, extrañamente tenía deseos de trabajar para honrar así las enseñanzas de Beaumont.
“Sólo por hoy”, se dijo y era un juramento. Solo por ese día, durante lo que durase esa despedida, se mantendría cerca de Ferrec y sería amable con él. Era lo que su maestro quería, lo que siempre les pedía. Ya no faltaría ocasión de volver a ser mordaz, de regresar a sus miradas desdeñosas y a la competencia feroz que era como un fuego entre ellos que, en lugar de separarlos, los unía.
Yulia Leuenberger Ferrec- Inquisidor Clase Alta
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Fecha de inscripción : 12/07/2017
Re: Requiescat in pace {Yulia Leuenberger}
Eliot vio cómo la gente que había acudido a la despedida del maestro Beaumont iba tomando asiento en los bancos, y cuando fue a hacer lo propio, escuchó la voz de Yulia dirigirse a él. Se giró, un tanto confuso, y miró a su alrededor un segundo antes de contestarla con un asentimiento de cabeza. Dio un par de pasos y se quedó cerca de ella pero ligeramente apartado, puesto que no quería escuchar aquello que tuviera que decirle al maestro. No es que no sintiera curiosidad (porque lo hacía, y mucho), pero era consciente de que, aunque le había pedido que la esperara, debía darle ese espacio privado junto a Beaumont. Sabía lo que el inquisidor había significado para él, pero no podía hacerse una idea de lo que había sido para Yulia.
Eliot siempre había sido un niño con suerte, desde el mismo momento de su nacimiento. Primogénito y varón, todo lo que un padre con una gran fortuna que legar querría: un heredero que continuara sus pasos y perpetuara el apellido familiar, Ferrec en este caso. Si bien Eliot había sido el ejemplo perfecto de lo primero, quedándose al cargo de las empresas y la casa familiar tras la muerte de su padre, todavía no le había dado el gusto a su madre de poder denominarse a sí misma abuela. Si no lo había hecho aún, no era por falta de insistencia por parte de ella; las misas de los domingos llevaban años siendo el momento idóneo para mostrar potenciales señoras Ferrec a su hijo, que, aunque hacía caso omiso a sus sugerencias (con infinita educación, había que admitir), la mujer no cejaba en su intento de buscar una nuera adecuada. De pronto, un pensamiento cruzó su mente de manera fugaz, y fue entonces cuando volvió a mirar a Yulia; ella era la clase de mujer que su madre querría para él. Afortunadamente, no se conocían, y sería mejor que todo siguiera así. Si su madre llegaba a saber que compartía trabajo con ella estaba condenado de por vida.
La catedral ya había comenzado a silenciarse cuando su compañera se dio la vuelta. Tenía los ojos rojos y llenos de lágrimas, y Eliot sintió el impulso de abrazarla. La falta de costumbre fue lo que le impidió hacerlo, porque entre ellos nunca había habido más contacto físico que el estrictamente necesario, y él no pensaba comenzar a tenerlo en ese momento. Lo que sí hizo, sin embargo, fue pasar una mano tras su espalda y caminar a su lado hasta llegar a los primeros bancos, donde ya esperaba Marianne, pañuelo en mano, a que empezara la ceremonia.
—¿Por qué no te sientas tú junto a ella? —sugirió, sabiendo que se consolarían mejor estando juntas que si él se encontraba entre ambas. A pesar del momento triste que estaban viviendo, Eliot podía llegar a ser demasiado estoico a veces, y era consciente de que Yulia sería mejor consuelo para la viuda que él—. Yo me pondré a tu lado.
Esperó a que tomara asiento y después lo hizo él, desabrochando los botones de la chaqueta y dejando el sombrero sobre el banco, puesto que ese primero parecía estar destinado sólo a los más allegados, y Beaumont no contaba con muchos. Cuando el sacerdote salió y se dirigió hacia el altar, todos los asistentes guardaron un silencio tan denso que abrumaba. Sólo se podían oír los llantos y algunas toses tímidas de aquellos que no podían evitar aclararse la garganta. Miró hacia el altar y se fijó en que Yulia seguía en su búsqueda incesante de un pañuelo con el que limpiarse las lágrimas, y si en ese bolso tan pequeño no había sido capaz de encontrar uno, significaba que no llevaba ninguno encima. Sacó el suyo, blanco con las iniciales E.F. bordadas en el mismo color, y se lo tendió. Un gesto pequeño que, tratándose de ellos, no lo era tanto.
El cura comenzó un sermón que al inquisidor le pareció frío y sin personalidad, como la mayoría de los que se llevaban a cabo en Notre Dame. Pocos eran los que gozaban de la reputación suficiente como para que aquel que dirigiera la ceremonia se molestara en preparar algo único para la ocasión, y, aunque para ellos dos y Marianne el maestro había sido una de las personas más importantes de sus vidas, sabían que para el resto no lo fue tanto. Aun así, eso no impidió que le supiera mal el discurso plano y tan poco sentimental que le estaba dedicando. Por un momento, llegó incluso a pensar que nadie saldría a decir unas palabras, y eso sí que no lo iba a consentir. Improvisaría si, llegado el caso, debía salir él mismo al altar, pero no dejaría que el cuerpo de su maestro dejara ese mundo sin que los demás supieran lo grandiosas que habían sido tanto él como sus obras.
Ya había empezado a pensar en lo que diría cuando el sacerdote llamó a alguien que Eliot no reconoció por el nombre, pero sí por su rostro. Le había visto en la sede de la inquisición varias veces, algunas de ellas pidiéndole consejo al maestro sobre diversos artilugios que estaba diseñando. Eliot sabía que la relación entre él y Beaumont se limitaba a eso, cortas charlas en los pasillos, pero, según el discurso que le estaba dedicando, parecía que habían sido como padre e hijo. Quiso salir a negar esas palabras porque sabía que eran pura falacia, pero cerró el puño con fuerza, aguantando el impulso, y dejó que el susodicho volviera a su asiento. La hipocresía que había respirado al entrar crecía por momentos, y ya comenzaba a ahogarlo.
—Lo que ha dicho es mentira. Apenas lo conocía, pero se atreve a asegurar lo contrario con su cuerpo presente —susurró, dolido, como si quisiera que alguien lo escuchara.
Eliot siempre había sido un niño con suerte, desde el mismo momento de su nacimiento. Primogénito y varón, todo lo que un padre con una gran fortuna que legar querría: un heredero que continuara sus pasos y perpetuara el apellido familiar, Ferrec en este caso. Si bien Eliot había sido el ejemplo perfecto de lo primero, quedándose al cargo de las empresas y la casa familiar tras la muerte de su padre, todavía no le había dado el gusto a su madre de poder denominarse a sí misma abuela. Si no lo había hecho aún, no era por falta de insistencia por parte de ella; las misas de los domingos llevaban años siendo el momento idóneo para mostrar potenciales señoras Ferrec a su hijo, que, aunque hacía caso omiso a sus sugerencias (con infinita educación, había que admitir), la mujer no cejaba en su intento de buscar una nuera adecuada. De pronto, un pensamiento cruzó su mente de manera fugaz, y fue entonces cuando volvió a mirar a Yulia; ella era la clase de mujer que su madre querría para él. Afortunadamente, no se conocían, y sería mejor que todo siguiera así. Si su madre llegaba a saber que compartía trabajo con ella estaba condenado de por vida.
La catedral ya había comenzado a silenciarse cuando su compañera se dio la vuelta. Tenía los ojos rojos y llenos de lágrimas, y Eliot sintió el impulso de abrazarla. La falta de costumbre fue lo que le impidió hacerlo, porque entre ellos nunca había habido más contacto físico que el estrictamente necesario, y él no pensaba comenzar a tenerlo en ese momento. Lo que sí hizo, sin embargo, fue pasar una mano tras su espalda y caminar a su lado hasta llegar a los primeros bancos, donde ya esperaba Marianne, pañuelo en mano, a que empezara la ceremonia.
—¿Por qué no te sientas tú junto a ella? —sugirió, sabiendo que se consolarían mejor estando juntas que si él se encontraba entre ambas. A pesar del momento triste que estaban viviendo, Eliot podía llegar a ser demasiado estoico a veces, y era consciente de que Yulia sería mejor consuelo para la viuda que él—. Yo me pondré a tu lado.
Esperó a que tomara asiento y después lo hizo él, desabrochando los botones de la chaqueta y dejando el sombrero sobre el banco, puesto que ese primero parecía estar destinado sólo a los más allegados, y Beaumont no contaba con muchos. Cuando el sacerdote salió y se dirigió hacia el altar, todos los asistentes guardaron un silencio tan denso que abrumaba. Sólo se podían oír los llantos y algunas toses tímidas de aquellos que no podían evitar aclararse la garganta. Miró hacia el altar y se fijó en que Yulia seguía en su búsqueda incesante de un pañuelo con el que limpiarse las lágrimas, y si en ese bolso tan pequeño no había sido capaz de encontrar uno, significaba que no llevaba ninguno encima. Sacó el suyo, blanco con las iniciales E.F. bordadas en el mismo color, y se lo tendió. Un gesto pequeño que, tratándose de ellos, no lo era tanto.
El cura comenzó un sermón que al inquisidor le pareció frío y sin personalidad, como la mayoría de los que se llevaban a cabo en Notre Dame. Pocos eran los que gozaban de la reputación suficiente como para que aquel que dirigiera la ceremonia se molestara en preparar algo único para la ocasión, y, aunque para ellos dos y Marianne el maestro había sido una de las personas más importantes de sus vidas, sabían que para el resto no lo fue tanto. Aun así, eso no impidió que le supiera mal el discurso plano y tan poco sentimental que le estaba dedicando. Por un momento, llegó incluso a pensar que nadie saldría a decir unas palabras, y eso sí que no lo iba a consentir. Improvisaría si, llegado el caso, debía salir él mismo al altar, pero no dejaría que el cuerpo de su maestro dejara ese mundo sin que los demás supieran lo grandiosas que habían sido tanto él como sus obras.
Ya había empezado a pensar en lo que diría cuando el sacerdote llamó a alguien que Eliot no reconoció por el nombre, pero sí por su rostro. Le había visto en la sede de la inquisición varias veces, algunas de ellas pidiéndole consejo al maestro sobre diversos artilugios que estaba diseñando. Eliot sabía que la relación entre él y Beaumont se limitaba a eso, cortas charlas en los pasillos, pero, según el discurso que le estaba dedicando, parecía que habían sido como padre e hijo. Quiso salir a negar esas palabras porque sabía que eran pura falacia, pero cerró el puño con fuerza, aguantando el impulso, y dejó que el susodicho volviera a su asiento. La hipocresía que había respirado al entrar crecía por momentos, y ya comenzaba a ahogarlo.
—Lo que ha dicho es mentira. Apenas lo conocía, pero se atreve a asegurar lo contrario con su cuerpo presente —susurró, dolido, como si quisiera que alguien lo escuchara.
Eliot Ferrec- Inquisidor Clase Alta
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Fecha de inscripción : 23/08/2017
Re: Requiescat in pace {Yulia Leuenberger}
Sostenía la mano de Marianne. Yulia aparentaba estar tranquila, pero no salía de su asombro al oír a Jean Vaguè hablar así de su maestro, ¡como si hubieran sido grandes conocidos! ¡Como si Beaumont hubiese confiado en él! Estaba claro lo que el hombre quería, el puesto de Beaumont en la inquisición… Ella conocía sus intenciones ya que él había intentado seducirla hacía un tiempo –sin éxito, por supuesto- para llegar al círculo de confianza de Beaumont.
Al principio se había sentido halagada ante los avances de Jean. Los hombres no se le acercaban, Yulia se había encargado de poner distancia con todos allí (sacando a su maestro y a su compañero, claro), prefería tener una reputación de mujer difícil e inaccesible. Pero a base de pequeños cumplidos, de halagos hacia su trabajo y a propuestas de proyectos, Jean había logrado acercársele. Claro que aquello no prosperó, que pasase más tiempo haciéndole preguntas sobre Beaumont -e incluso sobre Eliot Ferrec-, que hablándole de cosas triviales había sido revelador y Yulia se había alejado de él de forma rápida y desconcertante para el hombre, que durante algunas semanas había insistido en buscarla sin éxito. Así era ella, prefería cortar de raíz las cosas que no le olían bien, gracias a su instinto se había salvado de varios chacales como aquel.
Resultaba asqueroso todo aquel discurso a la luz de sus verdaderas intenciones y Yulia no estaba segura de si podría aguantar verle fuera de Notre Dame y no decirle nada que lo devolviese a su sitio.
“Tendría que haberle dicho a Beaumont, tendría que haberle contado a Ferrec lo que sospeché de Jean”, se reprochó, pero ya de nada servía. Además bien sabía que prefería morir a contarle cosas concernientes a su intimidad a Ferrec. ¿Para qué? ¿Para que se burlase de ella? No, no pensaba darle material.
Estaba claro que la competencia que mantenía con su compañero recrudecería ahora sin la mediación del maestro. Seguramente la relación de ellos se volvería más tirante y distante de lo que ya era, pero una certeza tenía: prefería a Ferrec a cargo del área inventiva de los tecnólogos antes que a Jean Vaguè. Ella misma se rebajaría a ser sólo su asistente si con eso lograban mantener bien lejos a Vaguè del área que siempre había liderado Beaumont. Era Ferrec o ella, ella o Ferrec, nadie más. Nadie que no fueran ellos entraría al taller de Beaumont o tendría contacto con sus proyectos, quien quisiese hacerlo debería pasar sobre ella.
Yulia era fría como una mañana de enero. Jamás actuaba sin pensar, sin sopesar los pro y contras de sus actos, pero en esos momentos una furia se había encendido en su pecho en contra de Jean y creía que con nada podría apagarla. Cuando pasó el estupor por la mentirosa palabrería de Vaguè, Yulia se puso en pie de inmediato dispuesta a pasar al altar para tomar la palabra.
-Vamos –le dijo en tono de orden a Ferrec, destinándole una mirada feroz. Claro que no estaba enojada con él, sino con el otro inquisidor, pero simplemente no podía quitarse los sentimientos de la mirada porque lo que Yulia Leuenberger tenía de fría también lo tenía de transparente-, debemos proteger a Beaumont.
Caminó hacia el altar con Eliot a su lado, parecía desorientado pero ella había oído la frase que en susurros había liberado y sabía que estaba tan indignado como ella. Al menos, no estaba sola. Cuando se plantó frente a las personas que se habían congregado para despedir a su maestro, Yulia lanzó un suspiro cargado de nervios, pero nada la detendría.
-En primer lugar quiero agradecer en nombre de mi maestro sus sentidas palabras, compañero Vaguè. Sé que él las apreciaría y que verdaderamente le sorprenderían viniendo de alguien como usted, que apenas lo conocía. –Un murmullo se generó, pero ella siguió hablando mientras se esforzaba por reprimir las lágrimas, no lloraría ante todos ellos-: Así era Beaumont, dejaba huella hasta en los desconocidos, miren sino a Vaguè. –De hecho ella misma lo estaba mirando, no quitaba los ojos de él lo que hacía que el inquisidor se removiese en el banco de iglesia. Ella apretaba, con furia, en su puño el pañuelo que su compañero le había prestado, como si de allí sacara las fuerzas. –En nombre de nuestro maestro, Ferrec y yo les damos las gracias por estar aquí hoy, gracias por acompañar a la querida Marianne en estos momentos tan difíciles. Beaumont nos enseñó muchas cosas, pero quizás la lección a la que me aferro en estos momentos para estar aquí delante de ustedes es la de la valentía. Él era un hombre valiente y deseo de corazón que Ferrec y yo podamos estar a la altura para continuar con todos los proyectos que él nos encomendó por ser sus únicos discípulos –remarcó con intención, pese a que hablaba con sentimiento-, creo que esa será la mejor forma en la que podremos mantenerlo vivo junto a nosotros.
Volvió la mirada a Ferrec. Estaban tan cerca que su perfume masculino, con tonos amaderados, apagaba el horrible aroma dulzón de las flores que decoraban para la ocasión Notre Dame. ¿Querría hablar? ¿La apoyaría o intentaría despegarse de ella y del impulso que la había llevado hasta allí? Eliot, siempre tan indescifrable para Yulia.
Al principio se había sentido halagada ante los avances de Jean. Los hombres no se le acercaban, Yulia se había encargado de poner distancia con todos allí (sacando a su maestro y a su compañero, claro), prefería tener una reputación de mujer difícil e inaccesible. Pero a base de pequeños cumplidos, de halagos hacia su trabajo y a propuestas de proyectos, Jean había logrado acercársele. Claro que aquello no prosperó, que pasase más tiempo haciéndole preguntas sobre Beaumont -e incluso sobre Eliot Ferrec-, que hablándole de cosas triviales había sido revelador y Yulia se había alejado de él de forma rápida y desconcertante para el hombre, que durante algunas semanas había insistido en buscarla sin éxito. Así era ella, prefería cortar de raíz las cosas que no le olían bien, gracias a su instinto se había salvado de varios chacales como aquel.
Resultaba asqueroso todo aquel discurso a la luz de sus verdaderas intenciones y Yulia no estaba segura de si podría aguantar verle fuera de Notre Dame y no decirle nada que lo devolviese a su sitio.
“Tendría que haberle dicho a Beaumont, tendría que haberle contado a Ferrec lo que sospeché de Jean”, se reprochó, pero ya de nada servía. Además bien sabía que prefería morir a contarle cosas concernientes a su intimidad a Ferrec. ¿Para qué? ¿Para que se burlase de ella? No, no pensaba darle material.
Estaba claro que la competencia que mantenía con su compañero recrudecería ahora sin la mediación del maestro. Seguramente la relación de ellos se volvería más tirante y distante de lo que ya era, pero una certeza tenía: prefería a Ferrec a cargo del área inventiva de los tecnólogos antes que a Jean Vaguè. Ella misma se rebajaría a ser sólo su asistente si con eso lograban mantener bien lejos a Vaguè del área que siempre había liderado Beaumont. Era Ferrec o ella, ella o Ferrec, nadie más. Nadie que no fueran ellos entraría al taller de Beaumont o tendría contacto con sus proyectos, quien quisiese hacerlo debería pasar sobre ella.
Yulia era fría como una mañana de enero. Jamás actuaba sin pensar, sin sopesar los pro y contras de sus actos, pero en esos momentos una furia se había encendido en su pecho en contra de Jean y creía que con nada podría apagarla. Cuando pasó el estupor por la mentirosa palabrería de Vaguè, Yulia se puso en pie de inmediato dispuesta a pasar al altar para tomar la palabra.
-Vamos –le dijo en tono de orden a Ferrec, destinándole una mirada feroz. Claro que no estaba enojada con él, sino con el otro inquisidor, pero simplemente no podía quitarse los sentimientos de la mirada porque lo que Yulia Leuenberger tenía de fría también lo tenía de transparente-, debemos proteger a Beaumont.
Caminó hacia el altar con Eliot a su lado, parecía desorientado pero ella había oído la frase que en susurros había liberado y sabía que estaba tan indignado como ella. Al menos, no estaba sola. Cuando se plantó frente a las personas que se habían congregado para despedir a su maestro, Yulia lanzó un suspiro cargado de nervios, pero nada la detendría.
-En primer lugar quiero agradecer en nombre de mi maestro sus sentidas palabras, compañero Vaguè. Sé que él las apreciaría y que verdaderamente le sorprenderían viniendo de alguien como usted, que apenas lo conocía. –Un murmullo se generó, pero ella siguió hablando mientras se esforzaba por reprimir las lágrimas, no lloraría ante todos ellos-: Así era Beaumont, dejaba huella hasta en los desconocidos, miren sino a Vaguè. –De hecho ella misma lo estaba mirando, no quitaba los ojos de él lo que hacía que el inquisidor se removiese en el banco de iglesia. Ella apretaba, con furia, en su puño el pañuelo que su compañero le había prestado, como si de allí sacara las fuerzas. –En nombre de nuestro maestro, Ferrec y yo les damos las gracias por estar aquí hoy, gracias por acompañar a la querida Marianne en estos momentos tan difíciles. Beaumont nos enseñó muchas cosas, pero quizás la lección a la que me aferro en estos momentos para estar aquí delante de ustedes es la de la valentía. Él era un hombre valiente y deseo de corazón que Ferrec y yo podamos estar a la altura para continuar con todos los proyectos que él nos encomendó por ser sus únicos discípulos –remarcó con intención, pese a que hablaba con sentimiento-, creo que esa será la mejor forma en la que podremos mantenerlo vivo junto a nosotros.
Volvió la mirada a Ferrec. Estaban tan cerca que su perfume masculino, con tonos amaderados, apagaba el horrible aroma dulzón de las flores que decoraban para la ocasión Notre Dame. ¿Querría hablar? ¿La apoyaría o intentaría despegarse de ella y del impulso que la había llevado hasta allí? Eliot, siempre tan indescifrable para Yulia.
Yulia Leuenberger Ferrec- Inquisidor Clase Alta
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Fecha de inscripción : 12/07/2017
Re: Requiescat in pace {Yulia Leuenberger}
Eliot no tenía ni la más remota idea de las intenciones ocultas que había tenido Jean Vaguè cuando Beaumont todavía vivía. Sí recordaba haberlo visto junto a su compañera, pero sólo creyó que estaba siendo amable con ella, aunque sólo Dios supiera con qué intención. Yulia era una mujer hermosa, en eso coincidían muchos hombres con los que el propio Ferrec había hablado (no necesariamente de ella, pero sobre algo que terminó desembocando en la rubia de ojos verdes). Él mismo lo pensaba, aunque jamás se lo diría; no deseaba que ella usara eso en su beneficio, puesto que, por muy inquisidor que fuera, Eliot era consciente de esa debilidad que sentía por el cuerpo de una mujer. No, ya tenía bastante al intentar destacar sobre ella en los proyectos que llevaban a cabo, como para, además, tener que estar reprimiendo sus instintos más primarios si Yulia utilizaba su belleza para minar su concentración.
Fue por eso que le descolocó tanto la reacción de su compañera. Sí, Vaguè era un mentiroso que aprovechaba cualquier momento para ser el centro de atención, pero la mirada de hielo con la que pidió que la acompañara decía mucho más sobre la relación entre ellos dos. ¿Habría pasado algo serio que él desconocía?
Se levantó y la siguió de cerca sin decir nada al respecto, porque, desde luego, la inquisidora sabía ser temible si se lo proponía. Cuando llegaron al altar se situó a su lado y se mantuvo en silencio, dejando que Leuenberger diera su discurso. En la medida que hablaba y observaba las reacciones de los allí presentes, a Eliot le dieron ganas de pedirle que lo dejara, que ya habría tiempo de poner en su lugar al inquisidor, pero no se atrevió. Cualquiera le decía a Yulia Leuenberger que dejara de hacer algo. Él, desde luego, no.
En el momento en el que lo miró supo que había terminado, pero lo cierto era que Eliot no sabía bien qué hacer. ¿Debía decir algo más o simplemente marcharse al banco? Algo le impedía dejarla ahí sola, después de haberle plantado cara al que parecía un nuevo rival en la vida de ambos, así que se mantuvo en el sitio, cerca de ella, y carraspeó antes de hablar.
—No puedo sino coincidir con las palabras de mi compañera. La muerte de Beaumont ha sido una pérdida no sólo para nosotros, sus discípulos, o para Marianne, su esposa. El mundo entero ha perdido a un gran hombre, un genio de la inventiva que siempre encontraba una solución a todos los problemas que se le plantearan, fueran cuales fueran. Estoy seguro de que tanto Leuenberger como yo nos esforzaremos para estar a la altura de sus enseñanzas y de su nombre. —Se aclaró la garganta antes de continuar—. Quiero agradecer a todos los que están hoy aquí despidiendo a alguien que ha sido, y será siempre, tan importante para nosotros.
Saludó al cura, que asentía con una sonrisa bobalicona en el rostro. Agarró a Yulia de la muñeca y tiró suavemente de su brazo para llevársela de allí y volver junto a Marianne.
—Admiro tu valentía, Leuenberger, pero no sé si este era el mejor momento para echarle en cara al imbécil de Vaguè lo mentiroso que es —le susurró, una vez que estuvieron de nuevo en sus sitios, y miró hacia la otra fila de bancos, donde Jean estaba sentado. Se dio cuenta de que él también lanzaba miradas fugaces hacía sus asientos, probablemente mirando a Yulia—. Aunque reconozco que ha sido interesante ver como se le incendiaba la cara de rabia. Un poco más y creo que le habría explotado.
Todavía salieron un par de hombres más a decir unas palabras, pero estos últimos eran altos cargos que sólo estaban siguiendo el protocolo. Sus discursos fueron completamente neutros, principalmente porque conocían a Beaumont lo justo para distinguirlo por los pasillos y nada más. El sacerdote retomó su sermón, al fin, y Eliot guardó silencio hasta que les indicó que ya podían levantarse.
Cerraron el ataúd y él se acercó para ser uno de los hombres que lo transportarían al lugar donde se le daría sepultura. Se lo cargó al hombro y comenzó a caminar, despacio, saliendo de la catedral hasta el pequeño cementerio que había al lado, un lugar destinado sólo para hombres relacionados con la iglesia. La tumba ya había sido cavada, así que depositaron el ataúd junto a ésta y se retiraron, esperando que el resto de los asistentes diera su último adiós. Eliot se situó junto a Marianne, que seguía desconsolada, e intentó darle ánimos posando su mano en la parte alta de la espalda. Cuando la mujer se acercó hacia su difunto esposo para depositar una flor sobre el ataúd, Eliot miró un momento a Yulia, fijándose en ella, quizá, más de lo necesario. Él también tenía claro que sólo ellos podían ser los sucesores de Beaumont, pero, para ambos, la carrera no había hecho más que comenzar.
Fue por eso que le descolocó tanto la reacción de su compañera. Sí, Vaguè era un mentiroso que aprovechaba cualquier momento para ser el centro de atención, pero la mirada de hielo con la que pidió que la acompañara decía mucho más sobre la relación entre ellos dos. ¿Habría pasado algo serio que él desconocía?
Se levantó y la siguió de cerca sin decir nada al respecto, porque, desde luego, la inquisidora sabía ser temible si se lo proponía. Cuando llegaron al altar se situó a su lado y se mantuvo en silencio, dejando que Leuenberger diera su discurso. En la medida que hablaba y observaba las reacciones de los allí presentes, a Eliot le dieron ganas de pedirle que lo dejara, que ya habría tiempo de poner en su lugar al inquisidor, pero no se atrevió. Cualquiera le decía a Yulia Leuenberger que dejara de hacer algo. Él, desde luego, no.
En el momento en el que lo miró supo que había terminado, pero lo cierto era que Eliot no sabía bien qué hacer. ¿Debía decir algo más o simplemente marcharse al banco? Algo le impedía dejarla ahí sola, después de haberle plantado cara al que parecía un nuevo rival en la vida de ambos, así que se mantuvo en el sitio, cerca de ella, y carraspeó antes de hablar.
—No puedo sino coincidir con las palabras de mi compañera. La muerte de Beaumont ha sido una pérdida no sólo para nosotros, sus discípulos, o para Marianne, su esposa. El mundo entero ha perdido a un gran hombre, un genio de la inventiva que siempre encontraba una solución a todos los problemas que se le plantearan, fueran cuales fueran. Estoy seguro de que tanto Leuenberger como yo nos esforzaremos para estar a la altura de sus enseñanzas y de su nombre. —Se aclaró la garganta antes de continuar—. Quiero agradecer a todos los que están hoy aquí despidiendo a alguien que ha sido, y será siempre, tan importante para nosotros.
Saludó al cura, que asentía con una sonrisa bobalicona en el rostro. Agarró a Yulia de la muñeca y tiró suavemente de su brazo para llevársela de allí y volver junto a Marianne.
—Admiro tu valentía, Leuenberger, pero no sé si este era el mejor momento para echarle en cara al imbécil de Vaguè lo mentiroso que es —le susurró, una vez que estuvieron de nuevo en sus sitios, y miró hacia la otra fila de bancos, donde Jean estaba sentado. Se dio cuenta de que él también lanzaba miradas fugaces hacía sus asientos, probablemente mirando a Yulia—. Aunque reconozco que ha sido interesante ver como se le incendiaba la cara de rabia. Un poco más y creo que le habría explotado.
Todavía salieron un par de hombres más a decir unas palabras, pero estos últimos eran altos cargos que sólo estaban siguiendo el protocolo. Sus discursos fueron completamente neutros, principalmente porque conocían a Beaumont lo justo para distinguirlo por los pasillos y nada más. El sacerdote retomó su sermón, al fin, y Eliot guardó silencio hasta que les indicó que ya podían levantarse.
Cerraron el ataúd y él se acercó para ser uno de los hombres que lo transportarían al lugar donde se le daría sepultura. Se lo cargó al hombro y comenzó a caminar, despacio, saliendo de la catedral hasta el pequeño cementerio que había al lado, un lugar destinado sólo para hombres relacionados con la iglesia. La tumba ya había sido cavada, así que depositaron el ataúd junto a ésta y se retiraron, esperando que el resto de los asistentes diera su último adiós. Eliot se situó junto a Marianne, que seguía desconsolada, e intentó darle ánimos posando su mano en la parte alta de la espalda. Cuando la mujer se acercó hacia su difunto esposo para depositar una flor sobre el ataúd, Eliot miró un momento a Yulia, fijándose en ella, quizá, más de lo necesario. Él también tenía claro que sólo ellos podían ser los sucesores de Beaumont, pero, para ambos, la carrera no había hecho más que comenzar.
Eliot Ferrec- Inquisidor Clase Alta
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Fecha de inscripción : 23/08/2017
Re: Requiescat in pace {Yulia Leuenberger}
Y había sucedido. Estaba frente a una de las pocas veces en las que Ferrec le daba un alivio y no un problema, uno de esos momentos en los que sentía que podía contar con él y formar ambos un equipo y no ser rivales. Sentir su apoyo -pese a que se repetía que no lo necesitaba, que ella era autosuficiente-, fue especial para ella y hasta respiró aliviada; levantó el mentón y con orgullo de ser quien era no se amedrentó ante la mirada de Vaguè.
-Sí que hubiera sido bueno verlo estallar –le aseguró, visualizando por un momento al estúpido inquisidor probando alguna de las maquinarias que ellos diseñaban-. No pude resistirlo, Ferrec –le respondió en susurros cuando volvieron a ocupar sus lugares y se guardó de pedirle opinión sobre si creía o no acertadas sus palabras en verdad, lo había asegurado ante todos, pero ¿sería lo que en verdad pensaba sobre lo que ella había dicho?-. ¿Has visto qué cara? ¿Qué falta de respeto? ¡Estoy tan enojada!
Intentó serenarse, pero le fue imposible pensar en otra cosa durante lo que duró el final de la ceremonia. Se ocupó simplemente de cuidar de Marianne, de contenerla. Por un momento sintió que solo importaba el dolor de ellos tres porque no había nadie más en ese lugar que hubiese amado a Beaumont como ellos. Sí, sintió que eran una especie de familia, que Marianne podría ser una especie de madre para ella y Ferrec un hermano. ¿Un hermano? ¿En qué momento había enloquecido así? No, él no era alguien con quien quisiera compartir ese tipo de vínculo. Estaban unidos, bien unidos, pero los lazos eran otros más oscuros –y tal vez más poderosos- que el amor de familia.
Se mantuvo cerca de Marianne Beaumont en el peor momento, ese en el que se cerraba definitivamente el cajón. Tuvo que ser fuerte para la viuda, pese a que ella también quería romper en llanto al notar que el rostro de su maestro jamás volvería a ser visto por nadie. Nunca sabía bien qué decir, siempre era Eliot el galante y oportuno y ella la que optaba por callar –aunque no lo hubiese demostrado así hacía solo unos minutos-, por lo que puso todo su empeño en abrazar a la viuda, en serle de apoyo mientras la mujer arrastraba los pies y el alma para seguir el camino que abrían los hombres que cargaban el cajón.
La cabellera prolija y dorada de Ferrec fue su norte, ese punto al que miraba, mientras avanzaban hasta el lugar del entierro, para no quebrarse ella también. Desde ese momento y hasta el final no dejó de mirarlo, porque acababa de entender que su mayor rival era también la única persona importante que quedaba en su vida. Y como esa verdad la había sacudido internamente, Yulia se dirigió hacia donde su cochero la aguardaba tras asegurarse que Ferrec acompañaría a Marianne a su hogar. Ya no podía hablar con nadie, se sentía rota por dentro, acababa de entender cuánto había perdido con la muerte de su maestro.
Antes de subir al carruaje, volvió la cabeza porque sintió que alguien la observaba. Lo hizo segura de que encontraría la mirada de su compañero, pero en su lugar sus ojos chocaron con los de Vaguè.
-Sí que hubiera sido bueno verlo estallar –le aseguró, visualizando por un momento al estúpido inquisidor probando alguna de las maquinarias que ellos diseñaban-. No pude resistirlo, Ferrec –le respondió en susurros cuando volvieron a ocupar sus lugares y se guardó de pedirle opinión sobre si creía o no acertadas sus palabras en verdad, lo había asegurado ante todos, pero ¿sería lo que en verdad pensaba sobre lo que ella había dicho?-. ¿Has visto qué cara? ¿Qué falta de respeto? ¡Estoy tan enojada!
Intentó serenarse, pero le fue imposible pensar en otra cosa durante lo que duró el final de la ceremonia. Se ocupó simplemente de cuidar de Marianne, de contenerla. Por un momento sintió que solo importaba el dolor de ellos tres porque no había nadie más en ese lugar que hubiese amado a Beaumont como ellos. Sí, sintió que eran una especie de familia, que Marianne podría ser una especie de madre para ella y Ferrec un hermano. ¿Un hermano? ¿En qué momento había enloquecido así? No, él no era alguien con quien quisiera compartir ese tipo de vínculo. Estaban unidos, bien unidos, pero los lazos eran otros más oscuros –y tal vez más poderosos- que el amor de familia.
Se mantuvo cerca de Marianne Beaumont en el peor momento, ese en el que se cerraba definitivamente el cajón. Tuvo que ser fuerte para la viuda, pese a que ella también quería romper en llanto al notar que el rostro de su maestro jamás volvería a ser visto por nadie. Nunca sabía bien qué decir, siempre era Eliot el galante y oportuno y ella la que optaba por callar –aunque no lo hubiese demostrado así hacía solo unos minutos-, por lo que puso todo su empeño en abrazar a la viuda, en serle de apoyo mientras la mujer arrastraba los pies y el alma para seguir el camino que abrían los hombres que cargaban el cajón.
La cabellera prolija y dorada de Ferrec fue su norte, ese punto al que miraba, mientras avanzaban hasta el lugar del entierro, para no quebrarse ella también. Desde ese momento y hasta el final no dejó de mirarlo, porque acababa de entender que su mayor rival era también la única persona importante que quedaba en su vida. Y como esa verdad la había sacudido internamente, Yulia se dirigió hacia donde su cochero la aguardaba tras asegurarse que Ferrec acompañaría a Marianne a su hogar. Ya no podía hablar con nadie, se sentía rota por dentro, acababa de entender cuánto había perdido con la muerte de su maestro.
Antes de subir al carruaje, volvió la cabeza porque sintió que alguien la observaba. Lo hizo segura de que encontraría la mirada de su compañero, pero en su lugar sus ojos chocaron con los de Vaguè.
FIN DEL TEMA.
Yulia Leuenberger Ferrec- Inquisidor Clase Alta
- Mensajes : 73
Fecha de inscripción : 12/07/2017
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