AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Rumores en el viento {Yulia Leuenberger}
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Rumores en el viento {Yulia Leuenberger}
Los días posteriores al funeral de Beaumont los había pasado en casa, terminando algunas gestiones relacionadas con las empresas de su familia y contestando unas cuantas cartas que debían haber recibido respuesta hacía semanas. Aunque Eliot amaba su trabajo como tecnólogo de la Santa Inquisición, ese tiempo de descanso lo agradeció profundamente. No es que dejara el trabajo por completo, es más, no era capaz de hacerlo; en sus ratos de ocio pensaba en los proyectos que habían quedado parados tras la muerte de su maestro, tomando notas sobre ideas que debía probar en el taller y otras que sabía que le servirían en el futuro. Se hacía extraño trabajar sin tener a Yulia a su alrededor, y fueron varios los momentos en los que pensó en ella, en cómo estaría tras el funeral y en si habría vuelto a trabajar o se habría tomado esos días que la Orden les había brindado a ambos. No quería reconocerlo, pero, de entre los dos, a la que más le había afectado la muerte de su maestro fue a ella. No es que para Eliot no hubiera sido duro, de hecho, sufrió mucho cuando se enteró, pero parecía que haber perdido a su padre años antes le había preparado para reconocer el dolor que se sentía y poder actuar de la mejor manera para paliarlo.
Aquella mañana de lunes desayunó mientras leía las noticias del periódico, tal y como hacía cada día. Su madre y su hermana bajaron al comedor algo más tarde, justo en el momento en el que él terminaba su taza de café y se disponía a salir hacia el taller. El coche tardó algo más de lo habitual en llegar, así que, para cuando lo hizo, Eliot encontró los pasillos completamente desiertos. Caminó a paso ligero, creyendo que su compañera estaría manos a la obra. Ya estaba imaginando la cara de superioridad con la que lo miraría nada más cruzar la puerta. “Llegas tarde, Ferrec” le diría, con su fría sonrisa habitual, y Eliot no podría hacer otra cosa que sonreírle en respuesta y comenzar con sus tareas.
Abrió la puerta del taller y, para su sorpresa, Yulia no estaba allí. Los que sí estaban, en cambio, eran dos tecnólogos jóvenes que habían empezado hacía poco y a los que Eliot apenas conocía. Estaban cuchicheando sobre algo que el inquisidor no entendió, pero nada más sentir su presencia se callaron y reinó un silencio muy incómodo que Ferrec decidió romper.
—Buenos días —saludó.
Los dos jóvenes se miraron un momento antes de que uno de ellos se levantara de su silla y se dirigiera hacia el mayor de los tres.
—El señor Benedetti quiere hablar con usted, señor —dijo con la voz temblorosa.
Eliot lo miró primero a él, y después al otro joven, que asentía de manera enérgica a lo que había dicho el primero. Asintió y salió de allí sin entender del todo qué demonios estaba pasando (porque ya se había dado cuenta de que algo había en la extraña reacción de los dos chicos). Llamó a la puerta del despacho de Angelo Benedetti y esperó a que la voz pausada y grave del hombre le permitiera pasar. Como siempre que alguien lo visitaba, se tomó su tiempo hasta que invitó a Eliot a sentarse en el sillón frente a su escritorio.
—Me han comunicado que deseaba verme —dijo. Ya sabía que no le convenía insistir en los motivos, puesto que se los diría cuando él creyera conveniente.
—En efecto —contestó el viejo—. He sabido que hoy es tu primer día desde la muerte del maestro Beaumont. Fue un suceso que nos conmovió a todos. —Ferrec sabía que la cara de lástima y las buenas palabras eran fingidas, así que asintió aceptándolas y esperó. Benedetti arrastró con las yemas de los dedos un dosier no demasiado grueso que dejó frente al inquisidor—. No me iré por las ramas. La tercera facción quiere que dirijas este proyecto, para lo cual se te asignarán dos tecnólogos noveles que ya deberían estar en los laboratorios. —Esperó a que un desubicado Eliot abriera la carpeta que contenía la información necesaria para comenzar con el trabajo, y después continuó—. No es un proyecto muy grande, pero sí es ambicioso para ti, puesto que, si sale bien, puede hacerte ascender de manera rápida. —Se recostó en el butacón y cruzó los dedos sobre el regazo—. ¿Y bien? ¿Aceptas hacerte cargo de él?
Eliot echó un vistazo a los documentos que tenía frente a sí y los analizó rápidamente antes de dar una respuesta. Aquello era más de lo que él esperaba. Imaginó la cara que pondría Yulia cuando se enterara de eso, pero luego pensó en que quizá le habían asignado a ella su propio proyecto. ¿Sería así? ¿Estarían midiéndolos por separado? Estudió las notas un poco más. ¿Y si ese proyecto que tenía entre las manos se lo habían ofrecido a ella antes que a él? De ser así, pensó en los motivos por los que había rechazado una oferta como aquella. ¿Acaso le habían dado algo mejor? Maldita sea, maldita, ¡maldita sea!
—Acepto —dijo, sintiendo que se quedaba con las migajas de algo mucho más grande—. Me pondré a trabajar en ello de inmediato.
Si mostraba arranque y entusiasmo, quizá conseguía llamar la atención por encima de ella, así que salió del despacho despidiéndose con una inclinación de cabeza y se dirigió hacia el laboratorio. Nada más entrar comenzó a dar órdenes a los dos jóvenes, que obedecieron prestos y diligentes, aunque un tanto torpes. No escuchó la puerta abrirse, y sólo se dio cuenta de la presencia de Yulia cuando levantó el rostro y la vio de pie cerca de la entrada.
—Buenos días, Leuenberger —saludó de forma seca. Tenía mucho trabajo por hacer.
Aquella mañana de lunes desayunó mientras leía las noticias del periódico, tal y como hacía cada día. Su madre y su hermana bajaron al comedor algo más tarde, justo en el momento en el que él terminaba su taza de café y se disponía a salir hacia el taller. El coche tardó algo más de lo habitual en llegar, así que, para cuando lo hizo, Eliot encontró los pasillos completamente desiertos. Caminó a paso ligero, creyendo que su compañera estaría manos a la obra. Ya estaba imaginando la cara de superioridad con la que lo miraría nada más cruzar la puerta. “Llegas tarde, Ferrec” le diría, con su fría sonrisa habitual, y Eliot no podría hacer otra cosa que sonreírle en respuesta y comenzar con sus tareas.
Abrió la puerta del taller y, para su sorpresa, Yulia no estaba allí. Los que sí estaban, en cambio, eran dos tecnólogos jóvenes que habían empezado hacía poco y a los que Eliot apenas conocía. Estaban cuchicheando sobre algo que el inquisidor no entendió, pero nada más sentir su presencia se callaron y reinó un silencio muy incómodo que Ferrec decidió romper.
—Buenos días —saludó.
Los dos jóvenes se miraron un momento antes de que uno de ellos se levantara de su silla y se dirigiera hacia el mayor de los tres.
—El señor Benedetti quiere hablar con usted, señor —dijo con la voz temblorosa.
Eliot lo miró primero a él, y después al otro joven, que asentía de manera enérgica a lo que había dicho el primero. Asintió y salió de allí sin entender del todo qué demonios estaba pasando (porque ya se había dado cuenta de que algo había en la extraña reacción de los dos chicos). Llamó a la puerta del despacho de Angelo Benedetti y esperó a que la voz pausada y grave del hombre le permitiera pasar. Como siempre que alguien lo visitaba, se tomó su tiempo hasta que invitó a Eliot a sentarse en el sillón frente a su escritorio.
—Me han comunicado que deseaba verme —dijo. Ya sabía que no le convenía insistir en los motivos, puesto que se los diría cuando él creyera conveniente.
—En efecto —contestó el viejo—. He sabido que hoy es tu primer día desde la muerte del maestro Beaumont. Fue un suceso que nos conmovió a todos. —Ferrec sabía que la cara de lástima y las buenas palabras eran fingidas, así que asintió aceptándolas y esperó. Benedetti arrastró con las yemas de los dedos un dosier no demasiado grueso que dejó frente al inquisidor—. No me iré por las ramas. La tercera facción quiere que dirijas este proyecto, para lo cual se te asignarán dos tecnólogos noveles que ya deberían estar en los laboratorios. —Esperó a que un desubicado Eliot abriera la carpeta que contenía la información necesaria para comenzar con el trabajo, y después continuó—. No es un proyecto muy grande, pero sí es ambicioso para ti, puesto que, si sale bien, puede hacerte ascender de manera rápida. —Se recostó en el butacón y cruzó los dedos sobre el regazo—. ¿Y bien? ¿Aceptas hacerte cargo de él?
Eliot echó un vistazo a los documentos que tenía frente a sí y los analizó rápidamente antes de dar una respuesta. Aquello era más de lo que él esperaba. Imaginó la cara que pondría Yulia cuando se enterara de eso, pero luego pensó en que quizá le habían asignado a ella su propio proyecto. ¿Sería así? ¿Estarían midiéndolos por separado? Estudió las notas un poco más. ¿Y si ese proyecto que tenía entre las manos se lo habían ofrecido a ella antes que a él? De ser así, pensó en los motivos por los que había rechazado una oferta como aquella. ¿Acaso le habían dado algo mejor? Maldita sea, maldita, ¡maldita sea!
—Acepto —dijo, sintiendo que se quedaba con las migajas de algo mucho más grande—. Me pondré a trabajar en ello de inmediato.
Si mostraba arranque y entusiasmo, quizá conseguía llamar la atención por encima de ella, así que salió del despacho despidiéndose con una inclinación de cabeza y se dirigió hacia el laboratorio. Nada más entrar comenzó a dar órdenes a los dos jóvenes, que obedecieron prestos y diligentes, aunque un tanto torpes. No escuchó la puerta abrirse, y sólo se dio cuenta de la presencia de Yulia cuando levantó el rostro y la vio de pie cerca de la entrada.
—Buenos días, Leuenberger —saludó de forma seca. Tenía mucho trabajo por hacer.
Eliot Ferrec- Inquisidor Clase Alta
- Mensajes : 71
Fecha de inscripción : 23/08/2017
Re: Rumores en el viento {Yulia Leuenberger}
Ya era más que un deseo, Yulia en verdad necesitaba una casa donde ser dueña, ama y señora. Había crecido acostumbrada a la buena vida, a tener todo lo que quisiese porque su padre le daba a manos llenas, pero eso había quedado en el pasado y desde que había ingresado –gracias a su adorado maestro- a la Orden había vivido aquí y allá, de sede en sede, siempre en los edificios centrales de la Inquisición. Eso traía mucho aparejado, como compartir cosas de la intimidad con otros que estaban en iguales condiciones que ella, casi todos hombres para su desgracia. Los chismes estaban a la orden del día entre los que vivían allí, lo mismo los romances, dos cosas que en absoluto le importaban a Yulia Leuenberger, ella iba a cumplir con sus trabajos, no tenía por qué importarle la vida de los otros. Excepto la de Eliot, claro, él sí le importaba pero por defecto, solo por ser su compañero.
Tras la muerte de su maestro, los líderes de la facción le habían concedido algunos días de permiso. Podría haber viajado, unos días de descanso en la costa donde el aire era más limpio le habrían sentado bien, pero en cambio Yulia se había pasado esa semana y media encerrada en su dormitorio, el primero del área reservada para tecnólogos, y había dormido hasta perder noción del paso del tiempo, comido poco –solo lo necesario para subsistir- y llorado como hacía mucho tiempo que no se permitía llorar. Mujer fuerte, decidida y valiente. Inteligente y sabia… Aún así había llorado como una estúpida quinceañera a la que le llega el periodo menstrual por primera vez y no sabe qué hacer ahora con su nueva vida.
Por suerte esos días habían acabado ya. El trabajo era su gran pasión, pero también un refugio y Yulia era consciente de que sin él ella no sería nada, el apellido Leuenberger daría igual a oídos de quien fuese. No tenía habilidades especiales, no había veta de artista en ella (salvo por el diseño de objetos de tortura, claro), su vida no tendría razón de ser si no fuese parte de algo superior como lo era la Inquisición.
Se presentó ante Benedetti esa mañana temprano, lista para ponerse en marcha con el proyecto que fuese. ¿Uno nuevo? ¿Alguno de su propio maestro que hubiera quedado inconcluso? No tenía idea de qué le asignarían, pero necesitaba comenzar a trabajar en algo cuánto antes.
-Buenos días, Leuenberger –la saludó, cortés como siempre había sido al dirigirse a ella-. Tomemos asiento, aunque seré breve con usted pues tengo algunas otras reuniones. Todos lamentamos mucho lo de Beaumont, querida, pero aquí debemos continuar pues somos la facción más importante de la Orden.
Siempre repetía aquello, aunque Yulia no lo tuviese tan claro. ¿En verdad podían los tecnólogos ser más que los espías? No tenía sentido y mucho menos que fuesen más importantes que los soldados. Se podía cazar y torturar con armas de hacía cien años, pero no con espías o soldados tan viejos.
-Quisiera encomendarle algo muy importante que, además se servir para los archivos generales, enaltecerá la memoria de su maestro. Necesitamos informes detallados de todos los trabajos en los que Beaumont ha estado, que los divida entre los que fueron ideas de él y los que no, esos en los que fue colaborador. También entre los que han sido acabados y los incompletos y los que en la actualidad se está utilizando y los que no. Detalles, por favor, Leuenberger, con esto se hará historia.
No lo entendía. Claro que quería contribuir a que la memoria de su maestro sea aún más enaltecida, ¿pero la ponían a ella a hacer informes? ¿Por qué a ella y no a los novatos? ¡Con todo el trabajo que había para hacer!
-Señor, yo… ¿Qué pasa con los planes en los que estábamos trabajando? No puedo abandonar eso, no es correcto. También sé que mi maestro tenía un proyecto verdaderamente grande que ya había presentado y estaba a la espera de aprobación, ¿qué sucederá con eso? –estaba por completo desorientada, no había esperado que la pusiesen a armar archivos.
-Despreocúpese, Leuenberger, eso ya ha sido delegado. Como le he dicho, nosotros debemos seguir a pesar de nuestra pérdida. Ahora le pido que vaya al taller –le dijo, poniéndose en pie como para acompañarla hacia la puerta-, me esperan otras reuniones más importantes.
Yulia salió sin decirle una palabra más y quedó en medio del pasillo con una mano en el pecho. El asombro no la abandonaba, ¿acababan de decirle que ella no era importante? Yulia era la autora de, al menos, las últimas tres armas letales que los soldados se peleaban por tener al momento de salir a una misión, ¿ella no era importante? No era presumida, pero sí realista y lo que acababa de suceder no estaba nada bien. Con el alma en los pies se dirigió al laboratorio que era por lejos su lugar favorito en el mundo pero que estaba segura: sentiría vacío al no estar allí su maestro. Si él estuviera arreglaría todo aquello, la haría sentir valorada y hablaría con los superiores… Ah, pero todo eso se trataba, justamente, de su maestro que ya no estaba, de poder hacerle honor a su paso tan completo por la Inquisición.
-Buenos días –saludó a Ferrec sin mirarlo, pero le impresionó ver a los muchachitos dando vueltas. Lo sintió como una intromisión a un lugar sagrado que solo estaba en armonía cuando Beaumont, Ferrec y ella trabajaban allí.
Intentó alejarse de ellos todo lo que le fuese posible. Tenía mucho que hacer pero no sabía por donde comenzar, por fortuna el taller era amplio y le permitía estar aislada pese a no estar sola. Se sentó en una de las mesas de trabajo y comenzó a acariciar uno de los últimos bocetos en los que había trabajado su maestro, una especie de rueda de madera resistente, a la que el ácido no corroía, que esparcía el líquido en forma de lluvia. Quería trabajar, en verdad que sí, pero las risas de los muchachos se lo impedían. Uno de los dos, el más bajito, se acercó a ella y pese a que Yulia no lo estaba mirando sí pudo percibir que le hacía gestos al otro. ¿Acaso se reían de ella? ¿Qué les pasaba?
-¿Qué está ocurriendo? ¿Acaso no tienen trabajo que hacer? Porque si no lo tienen yo puedo dárselos en menos de un minuto –les dijo con voz severa, alzándose-. En este lugar trabajaba el gran maestro Beaumont, debería ser un honor para ustedes estar aquí. Este taller es herencia nuestra –dijo y señaló a Ferrec que trabajaba en el otro extremo del salón-, y hay reglas que hay que respetar. El silencio es una.
-Lo siento –dijo el muchacho y por una fracción de segundo Yulia creyó que se iba a disculpar por su actitud-, pero yo no recibo órdenes de usted. Mi maestro es Ferrec –pasó su mirada una y otra vez sobre Yulia, como si la considerase poca cosa-, apártese, necesito alcanzar los bocetos del mes de mayo –dijo y con un movimiento la corrió de su camino para llegarse a la estantería donde todo estaba clasificado, efectivamente, por mes y año.
Jamás se había sentido más humillada. Primero con Benedetti y ahora con ese mocoso imberbe del que no conocía ni el apellido. Buscó desesperada la mirada de Ferrec y la halló, pero no tenía sentido… por más que se conociesen bien y pudieran hablarse así, sin necesidad de palabras, Yulia sabía bien que él no la defendería. Ya no eran compañeros, eran rivales, y de seguro felicitaría a su aprendiz.
-¿De dónde has sacado a estos maleducados? Deberías aleccionar mejor a tus discípulos, Ferrec –le dijo, ya con lágrimas en los ojos y voz afectada, mientras salía del taller con paso apurado.
Necesitaba volver a su refugio, llegar a su habitación. Acababa de descubrir que todo era una mentira, que ella no estaba lista para volver a trabajar, que no se sentía fuerte. ¡Un muchacho recién iniciado la había hecho llorar! ¡Era tan patético! No estaba pudiendo rearmarse, no ahora que tan sola se sentía. Recorrió el pasillo apurada y, para completar de males su día, se chocó con el estúpido de Jean Vaguè quien le destinó una sonrisa cargada de falsedad. Lo apartó sin decirle nada y torció su paso hacia el sector de dormitorios pero, antes de llegar y al ver que ya estaba sola, decidió apoyarse en una de las paredes para intentar calmar su respiración.
Tras la muerte de su maestro, los líderes de la facción le habían concedido algunos días de permiso. Podría haber viajado, unos días de descanso en la costa donde el aire era más limpio le habrían sentado bien, pero en cambio Yulia se había pasado esa semana y media encerrada en su dormitorio, el primero del área reservada para tecnólogos, y había dormido hasta perder noción del paso del tiempo, comido poco –solo lo necesario para subsistir- y llorado como hacía mucho tiempo que no se permitía llorar. Mujer fuerte, decidida y valiente. Inteligente y sabia… Aún así había llorado como una estúpida quinceañera a la que le llega el periodo menstrual por primera vez y no sabe qué hacer ahora con su nueva vida.
Por suerte esos días habían acabado ya. El trabajo era su gran pasión, pero también un refugio y Yulia era consciente de que sin él ella no sería nada, el apellido Leuenberger daría igual a oídos de quien fuese. No tenía habilidades especiales, no había veta de artista en ella (salvo por el diseño de objetos de tortura, claro), su vida no tendría razón de ser si no fuese parte de algo superior como lo era la Inquisición.
Se presentó ante Benedetti esa mañana temprano, lista para ponerse en marcha con el proyecto que fuese. ¿Uno nuevo? ¿Alguno de su propio maestro que hubiera quedado inconcluso? No tenía idea de qué le asignarían, pero necesitaba comenzar a trabajar en algo cuánto antes.
-Buenos días, Leuenberger –la saludó, cortés como siempre había sido al dirigirse a ella-. Tomemos asiento, aunque seré breve con usted pues tengo algunas otras reuniones. Todos lamentamos mucho lo de Beaumont, querida, pero aquí debemos continuar pues somos la facción más importante de la Orden.
Siempre repetía aquello, aunque Yulia no lo tuviese tan claro. ¿En verdad podían los tecnólogos ser más que los espías? No tenía sentido y mucho menos que fuesen más importantes que los soldados. Se podía cazar y torturar con armas de hacía cien años, pero no con espías o soldados tan viejos.
-Quisiera encomendarle algo muy importante que, además se servir para los archivos generales, enaltecerá la memoria de su maestro. Necesitamos informes detallados de todos los trabajos en los que Beaumont ha estado, que los divida entre los que fueron ideas de él y los que no, esos en los que fue colaborador. También entre los que han sido acabados y los incompletos y los que en la actualidad se está utilizando y los que no. Detalles, por favor, Leuenberger, con esto se hará historia.
No lo entendía. Claro que quería contribuir a que la memoria de su maestro sea aún más enaltecida, ¿pero la ponían a ella a hacer informes? ¿Por qué a ella y no a los novatos? ¡Con todo el trabajo que había para hacer!
-Señor, yo… ¿Qué pasa con los planes en los que estábamos trabajando? No puedo abandonar eso, no es correcto. También sé que mi maestro tenía un proyecto verdaderamente grande que ya había presentado y estaba a la espera de aprobación, ¿qué sucederá con eso? –estaba por completo desorientada, no había esperado que la pusiesen a armar archivos.
-Despreocúpese, Leuenberger, eso ya ha sido delegado. Como le he dicho, nosotros debemos seguir a pesar de nuestra pérdida. Ahora le pido que vaya al taller –le dijo, poniéndose en pie como para acompañarla hacia la puerta-, me esperan otras reuniones más importantes.
Yulia salió sin decirle una palabra más y quedó en medio del pasillo con una mano en el pecho. El asombro no la abandonaba, ¿acababan de decirle que ella no era importante? Yulia era la autora de, al menos, las últimas tres armas letales que los soldados se peleaban por tener al momento de salir a una misión, ¿ella no era importante? No era presumida, pero sí realista y lo que acababa de suceder no estaba nada bien. Con el alma en los pies se dirigió al laboratorio que era por lejos su lugar favorito en el mundo pero que estaba segura: sentiría vacío al no estar allí su maestro. Si él estuviera arreglaría todo aquello, la haría sentir valorada y hablaría con los superiores… Ah, pero todo eso se trataba, justamente, de su maestro que ya no estaba, de poder hacerle honor a su paso tan completo por la Inquisición.
-Buenos días –saludó a Ferrec sin mirarlo, pero le impresionó ver a los muchachitos dando vueltas. Lo sintió como una intromisión a un lugar sagrado que solo estaba en armonía cuando Beaumont, Ferrec y ella trabajaban allí.
Intentó alejarse de ellos todo lo que le fuese posible. Tenía mucho que hacer pero no sabía por donde comenzar, por fortuna el taller era amplio y le permitía estar aislada pese a no estar sola. Se sentó en una de las mesas de trabajo y comenzó a acariciar uno de los últimos bocetos en los que había trabajado su maestro, una especie de rueda de madera resistente, a la que el ácido no corroía, que esparcía el líquido en forma de lluvia. Quería trabajar, en verdad que sí, pero las risas de los muchachos se lo impedían. Uno de los dos, el más bajito, se acercó a ella y pese a que Yulia no lo estaba mirando sí pudo percibir que le hacía gestos al otro. ¿Acaso se reían de ella? ¿Qué les pasaba?
-¿Qué está ocurriendo? ¿Acaso no tienen trabajo que hacer? Porque si no lo tienen yo puedo dárselos en menos de un minuto –les dijo con voz severa, alzándose-. En este lugar trabajaba el gran maestro Beaumont, debería ser un honor para ustedes estar aquí. Este taller es herencia nuestra –dijo y señaló a Ferrec que trabajaba en el otro extremo del salón-, y hay reglas que hay que respetar. El silencio es una.
-Lo siento –dijo el muchacho y por una fracción de segundo Yulia creyó que se iba a disculpar por su actitud-, pero yo no recibo órdenes de usted. Mi maestro es Ferrec –pasó su mirada una y otra vez sobre Yulia, como si la considerase poca cosa-, apártese, necesito alcanzar los bocetos del mes de mayo –dijo y con un movimiento la corrió de su camino para llegarse a la estantería donde todo estaba clasificado, efectivamente, por mes y año.
Jamás se había sentido más humillada. Primero con Benedetti y ahora con ese mocoso imberbe del que no conocía ni el apellido. Buscó desesperada la mirada de Ferrec y la halló, pero no tenía sentido… por más que se conociesen bien y pudieran hablarse así, sin necesidad de palabras, Yulia sabía bien que él no la defendería. Ya no eran compañeros, eran rivales, y de seguro felicitaría a su aprendiz.
-¿De dónde has sacado a estos maleducados? Deberías aleccionar mejor a tus discípulos, Ferrec –le dijo, ya con lágrimas en los ojos y voz afectada, mientras salía del taller con paso apurado.
Necesitaba volver a su refugio, llegar a su habitación. Acababa de descubrir que todo era una mentira, que ella no estaba lista para volver a trabajar, que no se sentía fuerte. ¡Un muchacho recién iniciado la había hecho llorar! ¡Era tan patético! No estaba pudiendo rearmarse, no ahora que tan sola se sentía. Recorrió el pasillo apurada y, para completar de males su día, se chocó con el estúpido de Jean Vaguè quien le destinó una sonrisa cargada de falsedad. Lo apartó sin decirle nada y torció su paso hacia el sector de dormitorios pero, antes de llegar y al ver que ya estaba sola, decidió apoyarse en una de las paredes para intentar calmar su respiración.
Yulia Leuenberger Ferrec- Inquisidor Clase Alta
- Mensajes : 73
Fecha de inscripción : 12/07/2017
Re: Rumores en el viento {Yulia Leuenberger}
En ocasiones, Jean se sentía profundamente avergonzado de sus compañeros de oficio y es que, muchas veces, aquello parecía una casa de cotillas en vez de la base de la inquisición. Le molestaba su afán por hacer correr rumores, por entretenerse con meros chismorreos. Quién le diría que algún día podría sacar provecho de la lengua suelta de sus compañeros. Pobre Yulia que sería objeto de burla de los chismosos infantes que atestaban los pasillos. Jean no era necio tampoco, y si bien no solía atender a los chismes, estaba al tanto de todas las novedades de su facción. Debía estarlo, si deseaba ascender de puesto, dejar atrás las dichosas vigilancias y seguir adelante con sus ambiciosos proyectos. Proyectos, que solventaría gran parte de los problemas con los que tenían que lidiar los inquisidores humanos. Le corroía, no poder dar rienda suelta a sus “dementes” investigaciones.
Divagó por los pasillos, con el cabello tras las orejas, atento a los murmullos que pudiera escuchar. Si la fortuna le sonreía, tempranamente tendría alguien menos del que ocuparse para poder acceder a cada recóndito lugar del laboratorio. Hundir la reputación de una mujer, era sencillo, tanto, que incluso le creaba sopor. Pobre Yulia, cuyas radiantes facciones se verían apagadas por las viejas chismosas. Puede o no puede, que el tuviera algo que ver en su futuro desdichado. Qué lástima, ya había sufrido un golpe atronador tras la muerte de Beaumont. Pero… ¿no sería todavía más cruel proporcionar el dolor en pequeñas dosis? Al fin y al cabo, no era un monstruo.
Su respuesta llegó en forma física, cuando al doblar la esquina, una cabecita rubia rebotó contra su pecho. Jean bajó la mirada, la curiosidad en sus facciones era imperceptible. Frente a él, Yulia, le mostró su expresión de mayor disgusto. Tenía los ojos vidriosos y su aura entristecida y frustrada no fue pasada por alto. Lo que le indicó que su desconsuelo no se debía enteramente a Beaumont. Ah…así que la cosita menudita ya se había enterado. Jean, le dedicó una sonrisa casi tétrica, como si intentara hacerla sentir mejor. Sin embargo, debió de resultar demasiado hipócrita, puesto que, tras un breve parpadeo, Yulia lo apartó y se marchó a paso ligero, cual niña de trece años a la que le acaban de romper el corazón. Aquel pensamiento, hizo que el humor brillara en los ojos del condenado. Dividido entre seguir con su día o indagar sobre hasta donde había escuchado su compañera de oficio, optó por la segunda opción. Sinceramente estaba impresionado por la rapidez en la que el rumor se había propagado. El novato al que se lo susurró al oído hubiese dicho cualquier mentira con tal de crear complicidad y ganar nuevos amigos. Pero Jean lo tenía claro, él no estaba allí para hacer amigos.
Tan silencioso como una sombra, se reclinó contra la pared, junto a Yulia, que se tapaba el rostro, afectada. Jean apoyó su espalda y alzó su ojeriza mirada al techo.
─A mi siempre me ayuda pensar en el campo ─murmuró despistado, evidenciando la respiración entrecortada de Yulia─. Las briznas de hierba bajo la frescura de la luna, resultan apaciguadoras...
Inclinó el perfil, posando sus orbes claras sobre el cogote de la joven y posó su mano sobre su hombro con fingido desasosiego.
─Sé que para mí desgracia, no soy santo de tu devoción, Yulia…Pero a mi sin embargo, me importas, y no me gusta verte así…
La atrevida, seguro que ahora no parecía tan envalentonada como lo había estado aquel día en la iglesia. ¿Había pretendido humillarlo? Bien, la humillada ahora era ella. Pobre desgraciada.
─Es por los rumores, ¿verdad? ─preguntó, afectado─. He oído algo aquí y allá, pero no dejes que eso te afecte…Eres una niña grande, ¿no? Qué amargo llorar por cuatro fantoches de tres al cuarto. Al fin y al cabo, eres mejor que ellos, ¿no es así? Eres mejor que yo...Mejor que todos…
Plantada la semilla, se apartó de ella e hizo amago de marcharse, consciente de que Yulia desearía saber más.
Divagó por los pasillos, con el cabello tras las orejas, atento a los murmullos que pudiera escuchar. Si la fortuna le sonreía, tempranamente tendría alguien menos del que ocuparse para poder acceder a cada recóndito lugar del laboratorio. Hundir la reputación de una mujer, era sencillo, tanto, que incluso le creaba sopor. Pobre Yulia, cuyas radiantes facciones se verían apagadas por las viejas chismosas. Puede o no puede, que el tuviera algo que ver en su futuro desdichado. Qué lástima, ya había sufrido un golpe atronador tras la muerte de Beaumont. Pero… ¿no sería todavía más cruel proporcionar el dolor en pequeñas dosis? Al fin y al cabo, no era un monstruo.
Su respuesta llegó en forma física, cuando al doblar la esquina, una cabecita rubia rebotó contra su pecho. Jean bajó la mirada, la curiosidad en sus facciones era imperceptible. Frente a él, Yulia, le mostró su expresión de mayor disgusto. Tenía los ojos vidriosos y su aura entristecida y frustrada no fue pasada por alto. Lo que le indicó que su desconsuelo no se debía enteramente a Beaumont. Ah…así que la cosita menudita ya se había enterado. Jean, le dedicó una sonrisa casi tétrica, como si intentara hacerla sentir mejor. Sin embargo, debió de resultar demasiado hipócrita, puesto que, tras un breve parpadeo, Yulia lo apartó y se marchó a paso ligero, cual niña de trece años a la que le acaban de romper el corazón. Aquel pensamiento, hizo que el humor brillara en los ojos del condenado. Dividido entre seguir con su día o indagar sobre hasta donde había escuchado su compañera de oficio, optó por la segunda opción. Sinceramente estaba impresionado por la rapidez en la que el rumor se había propagado. El novato al que se lo susurró al oído hubiese dicho cualquier mentira con tal de crear complicidad y ganar nuevos amigos. Pero Jean lo tenía claro, él no estaba allí para hacer amigos.
Tan silencioso como una sombra, se reclinó contra la pared, junto a Yulia, que se tapaba el rostro, afectada. Jean apoyó su espalda y alzó su ojeriza mirada al techo.
─A mi siempre me ayuda pensar en el campo ─murmuró despistado, evidenciando la respiración entrecortada de Yulia─. Las briznas de hierba bajo la frescura de la luna, resultan apaciguadoras...
Inclinó el perfil, posando sus orbes claras sobre el cogote de la joven y posó su mano sobre su hombro con fingido desasosiego.
─Sé que para mí desgracia, no soy santo de tu devoción, Yulia…Pero a mi sin embargo, me importas, y no me gusta verte así…
La atrevida, seguro que ahora no parecía tan envalentonada como lo había estado aquel día en la iglesia. ¿Había pretendido humillarlo? Bien, la humillada ahora era ella. Pobre desgraciada.
─Es por los rumores, ¿verdad? ─preguntó, afectado─. He oído algo aquí y allá, pero no dejes que eso te afecte…Eres una niña grande, ¿no? Qué amargo llorar por cuatro fantoches de tres al cuarto. Al fin y al cabo, eres mejor que ellos, ¿no es así? Eres mejor que yo...Mejor que todos…
Plantada la semilla, se apartó de ella e hizo amago de marcharse, consciente de que Yulia desearía saber más.
Mathieu Savile- Condenado/Cambiante/Clase Media
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Re: Rumores en el viento {Yulia Leuenberger}
Inmersa estaba en sus propios pensamientos, en esas sombras que habían caído con poder sobre ella para nublarle la razón, para obrar a favor de que Yulia Leuenberger dejase de ser la mujer fuerte y empoderada que siempre había sido. Para colmo de males, Vaguè se acercó a ella con clara intención de charla. Pobre desgraciado, ¿acaso no notaba que de ella no podría salir ninguna palabra amable en esos momentos? ¿Qué pretendía?
-En el listado de cosas que no me interesan en lo absoluto, saber que piensas en flores cuando no te puedes dormir está en el segundo puesto, Vaguè. El primer puesto es para tu vida personal –le dijo, destilando todo el rencor que no solo le tenía a él sino también a todos los hombres que le habían hecho el día imposible de soportar desde que se había despertado-. ¿En verdad te importo? –le preguntó, mientras se movía para liberarse de la molesta e intrusa presión de esa mano enorme sobre su cuerpo-. Juraba que ahora que mi maestro ha muerto no te sirvo de nada. ¿No jugaste ya lo suficiente conmigo en el pasado? ¿No te has reído por demás de mí, Vaguè? Ya no puedes quitarme nada, no me puedes usar, no te sirvo y evidentemente no le sirvo a nadie aquí así que te aconsejo que vayas a coquetearle a Ferrec, él es quién tiene el verdadero poder ahora.
Hizo el intento de alejarse rumbo a su dormitorio, tan cerca y tan lejos estaba de ese lugar en esos momentos, pero él no se lo permitió y, con la velocidad de un rayo Yulia volvió el rostro hacia el de él. Sus miradas se encontraron cuando él le habló, tal vez demasiado cerca para su gusto.
-¿De qué hablas? –le preguntó, confundida y a la vez alarmada. Había cuidado su vida personal al máximo, tanto que a su edad ya podría considerársela una solterona pues con nadie había querido mezclarse allí, en pos de guardar su imagen-. ¿De qué rumores estás hablando? –Volvió a preguntarlo sin darse cuenta que caía en una trampa, que aceptaba jugar el juego que ese maldito proponía-. Por supuesto que no eres mejor que yo, ¿creías que sí? Te faltan horas en el laboratorio, estanterías repletas de libros leídos y la intuición para ser como yo.
Tenía ahora la posibilidad de irse, porque él se había movido, pero no la aceptaba. Aunque era visiblemente más menuda que él y menos fuerte, Yulia pensaba plantarle cara hasta que hablara.
-Prefiero llorar y no ser una mendiga como lo eres tú. ¿Acaso no es eso lo que haces? Mendigas por un puesto que sabes bien que no fue hecho para ti, mendigas un prestigio que no te has ganado… ¿Qué son un par de lágrimas si se las compara con lo que tú haces? –Se acercó tanto a él que sus cuerpos se rozaban con cada respiración, ahora era el turno del hombre de quedar encerrado entre ella y la pared-. ¡Habla! ¿Qué rumores hay sobre mí?
-En el listado de cosas que no me interesan en lo absoluto, saber que piensas en flores cuando no te puedes dormir está en el segundo puesto, Vaguè. El primer puesto es para tu vida personal –le dijo, destilando todo el rencor que no solo le tenía a él sino también a todos los hombres que le habían hecho el día imposible de soportar desde que se había despertado-. ¿En verdad te importo? –le preguntó, mientras se movía para liberarse de la molesta e intrusa presión de esa mano enorme sobre su cuerpo-. Juraba que ahora que mi maestro ha muerto no te sirvo de nada. ¿No jugaste ya lo suficiente conmigo en el pasado? ¿No te has reído por demás de mí, Vaguè? Ya no puedes quitarme nada, no me puedes usar, no te sirvo y evidentemente no le sirvo a nadie aquí así que te aconsejo que vayas a coquetearle a Ferrec, él es quién tiene el verdadero poder ahora.
Hizo el intento de alejarse rumbo a su dormitorio, tan cerca y tan lejos estaba de ese lugar en esos momentos, pero él no se lo permitió y, con la velocidad de un rayo Yulia volvió el rostro hacia el de él. Sus miradas se encontraron cuando él le habló, tal vez demasiado cerca para su gusto.
-¿De qué hablas? –le preguntó, confundida y a la vez alarmada. Había cuidado su vida personal al máximo, tanto que a su edad ya podría considerársela una solterona pues con nadie había querido mezclarse allí, en pos de guardar su imagen-. ¿De qué rumores estás hablando? –Volvió a preguntarlo sin darse cuenta que caía en una trampa, que aceptaba jugar el juego que ese maldito proponía-. Por supuesto que no eres mejor que yo, ¿creías que sí? Te faltan horas en el laboratorio, estanterías repletas de libros leídos y la intuición para ser como yo.
Tenía ahora la posibilidad de irse, porque él se había movido, pero no la aceptaba. Aunque era visiblemente más menuda que él y menos fuerte, Yulia pensaba plantarle cara hasta que hablara.
-Prefiero llorar y no ser una mendiga como lo eres tú. ¿Acaso no es eso lo que haces? Mendigas por un puesto que sabes bien que no fue hecho para ti, mendigas un prestigio que no te has ganado… ¿Qué son un par de lágrimas si se las compara con lo que tú haces? –Se acercó tanto a él que sus cuerpos se rozaban con cada respiración, ahora era el turno del hombre de quedar encerrado entre ella y la pared-. ¡Habla! ¿Qué rumores hay sobre mí?
Yulia Leuenberger Ferrec- Inquisidor Clase Alta
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Re: Rumores en el viento {Yulia Leuenberger}
Si Yulia hubiese sido consciente de cuanta satisfacción encontraba Vagué en verla perder los estribos de aquel modo… Aquello solo podía significar una cosa; que había tocado fibra sensible. Y no era para menos, que la muchacha había pasado del llanto a la ira en meros segundos. Complacido, observó como la muchacha picaba del cebo y se volvía a encarar a él, desquitándose profundamente. Tal era su ímpetu por demostrar cuanto lo detestaba que incluso llegó a llamarlo mendigo. El inquisidor sonrió tenuemente mientras ella avanzaba en su dirección, entre grito y grito, paso y paso, posicionándose tan cerca que se vio obligado a recular hasta que la pared dio con su espalda. Jean la observó de cerca su expresión más que iracunda, parecía desesperada por probar su punto de vista. Era guapa sin duda, tanto, que quizás en otra ocasión no le hubiese importado que el rumor hubiera sido cierto. Pero ah, pobre Yulia, que Jean tenía prioridades. Atentó, la miró a través de sus pestañas. No estaba seguro de si la muchacha era consciente de cuanto había alzado la voz. Su timbre resonaba entre las paredes del corredor y aquello no hizo sino complacer al condenado todavía más. Se dejó acorralar, sujetando una sonrisa de suficiencia apenas perceptible. Justo cuando su cuerpo rozaba el ajeno y su aliento agitado lo acariciaba, uno de los muchachos de su sección emergió de una de las habitaciones. Se los quedó mirando un momento, el rostro enrojecido de Yulia, su cercanía, la respiración irregular…Qué fácil era confundir la ira con la pasión y que bello que la fortuna le sonreía aquel día. Ahora incluso tenía testigos.
─Perdón ─balbuceó el muchacho, sus mejillas encendidas. Nervioso, emergió de la habitación y abandonó el pasillo a pasos ligeros.
Jean lo siguió con los ojos hasta que desapareció, solo entonces, descendió su mirada hacia Yulia y se despegó de la pared, acercándose lo suficiente como para hacerla retroceder con su proximidad y su altura. Apenas parecía una niña junto a él. Qué cosa tan menuda.
─Rumores, rumores…Quién diría que ahora te importan los chismes…No dejas de sorprenderme, nunca te tomé por maruja. Pero al fin y al cabo eres mujer, ¿qué otra cosa podía esperar? ─supuso, por el mero hecho de enfurecerla─. Te lo diré entonces. No quisiera verte llorar más, pero si no me queda otro remedio…
Con un encogimiento de hombros, metió las manos en sus bolsillos y levantó el mentón. De aquella forma incluso parecía más diminuta, un mero insecto que Jean deseaba apartar del camino hacía mucho tiempo.
─La primavera queda lejos, pero la sangre parece estar alterada de forma prematura. Verás, los muchachos no dejan de hablar por aquí y por allá…Se rumorea que eres un tanto ligera de cascos, ¿me sigues? No quisiera parecer vulgar, pero si no eres capaz de entenderme tendré que serlo ─Limpió con desdén el hombro de su traje ─. Sin embargo, es cierto es que todo rumor tiene su origen. Ahora ya es de conocimiento común que te entregaste a mi por cuenta propia en más de una ocasión. Te tienen por casquivana, y no me extraña… ¿O es que acaso no recuerdas la noche que pasamos juntos? Como me rogaste…─Mintió, dando un paso en su dirección─ Como jadeaste mi nombre─. Otro paso y susurró─. Jean, Jean, Jean…Más fuerte…Más rápido, te lo suplico…
Separó sus labios de su oído y erguido añadió:
─Todos lo saben y pronto comenzarán a preguntar por los detalles…Mira el lado bueno, seguro que ahora te caerán más pretendientes desesperados ─ Se reclino contra la pared─. Eso era todo ¿Me puedo marchar ya o piensas asaltarme aquí mismo?
─Perdón ─balbuceó el muchacho, sus mejillas encendidas. Nervioso, emergió de la habitación y abandonó el pasillo a pasos ligeros.
Jean lo siguió con los ojos hasta que desapareció, solo entonces, descendió su mirada hacia Yulia y se despegó de la pared, acercándose lo suficiente como para hacerla retroceder con su proximidad y su altura. Apenas parecía una niña junto a él. Qué cosa tan menuda.
─Rumores, rumores…Quién diría que ahora te importan los chismes…No dejas de sorprenderme, nunca te tomé por maruja. Pero al fin y al cabo eres mujer, ¿qué otra cosa podía esperar? ─supuso, por el mero hecho de enfurecerla─. Te lo diré entonces. No quisiera verte llorar más, pero si no me queda otro remedio…
Con un encogimiento de hombros, metió las manos en sus bolsillos y levantó el mentón. De aquella forma incluso parecía más diminuta, un mero insecto que Jean deseaba apartar del camino hacía mucho tiempo.
─La primavera queda lejos, pero la sangre parece estar alterada de forma prematura. Verás, los muchachos no dejan de hablar por aquí y por allá…Se rumorea que eres un tanto ligera de cascos, ¿me sigues? No quisiera parecer vulgar, pero si no eres capaz de entenderme tendré que serlo ─Limpió con desdén el hombro de su traje ─. Sin embargo, es cierto es que todo rumor tiene su origen. Ahora ya es de conocimiento común que te entregaste a mi por cuenta propia en más de una ocasión. Te tienen por casquivana, y no me extraña… ¿O es que acaso no recuerdas la noche que pasamos juntos? Como me rogaste…─Mintió, dando un paso en su dirección─ Como jadeaste mi nombre─. Otro paso y susurró─. Jean, Jean, Jean…Más fuerte…Más rápido, te lo suplico…
Separó sus labios de su oído y erguido añadió:
─Todos lo saben y pronto comenzarán a preguntar por los detalles…Mira el lado bueno, seguro que ahora te caerán más pretendientes desesperados ─ Se reclino contra la pared─. Eso era todo ¿Me puedo marchar ya o piensas asaltarme aquí mismo?
Mathieu Savile- Condenado/Cambiante/Clase Media
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Re: Rumores en el viento {Yulia Leuenberger}
La acometió un mareo al seguir oyendo las sandeces de ese ser tan detestable. ¿Qué estaba insinuando? ¡Insinuando nada, lo estaba diciendo claramente! ¡Que ella había tenido intimidad con él! ¿Qué todos la tenían por ramera? ¿Cómo podía ser eso si ella jamás había intimado con nadie? ¿De qué hablaba ese loco? ¿Sus compañeros creían eso? ¿Ferrec pensaría así de ella? Oh, tenía deseos de vomitar...
-¿Pero qué estás diciendo, Vaguè? ¿Has enloquecido? ¿Qué dices? –lo increpó con asombro, sus ojos estaban tan abiertos que parecían salírsele-. Yo nunca… Nunca me entregaría a ti –le aseguró aunque no tenía por qué hacerlo, ¿qué explicaciones podía deberle una mujer como ella a un hombre como él? La moral de Yulia era intachable, mientras que a él se lo tenía por oportunista-. ¿Pero qué has hecho? ¡Ya cállate, deja de hablar de esas cosas! ¿Qué dices? –seguía sin poder entender aquello, no tenía lógica.
Lo pensaba una y otra vez y no podía creer que sus compañeros dieran crédito a las locuras de Vaguè. ¡Si ni siquiera atinaba a imaginarse besando a Jean Vaguè! ¡Cuánto menos todavía manteniendo relaciones sexuales con él! Iba a vomitar, lo sabía.
Pero no fue hasta que él aseguró haberla oído jadeando su nombre que Yulia reaccionó dándole un sonoro bofetón en la mejilla. ¡Y qué placer sintió al hacerlo! Lo empujó con todas sus fuerzas y acabó por darle golpes de puño cerrado en el pecho.
-Vete, maldito. Vete. ¿Qué me has hecho? ¿Por qué? Vete, por favor, vete. –Ni siquiera tenía fuerzas para gritarle, sabía que era palabra contra palabra y que siempre él llevaría las de ganar simplemente por ser hombre. Se movía en un mundo machista, ¿para qué negarlo? La Orden siempre ponderaba a los hombres sobre las mujeres, aunque también se servía de ellas y todo lo que pudiesen aportar-. Me vas a pagar esto, si me echan de la orden por tus divagaciones yo misma te mataré –le juró con la voz entrecortada a causa del llanto-. ¡Vete! ¡No quiero tener que verte más!
Afortunadamente para ambos, Jean no tardó en desaparecerse dejando a Yulia sola en el pasillo con un miedo que nunca antes había experimentado. Las bases sobre las que había edificado su vida temblaban, todo lo que había procurado evitar ahora –justamente ahora que estaba sola sin su amado maestro, el único que hubiese plantado cara por ella ante los líderes- la abrumaba con un peso impensado. ¡Maldito Vaguè y en él malditos todos los hombres!
Yulia se contorsionó presa de unos espasmos, acabó en el suelo llorando pero poniendo todas sus fuerzas –tantas que le enrojecían la piel blanquísima de su rostro y cuello- en hacerlo en silencio. Si tan solo pudiera llegar a su habitación… pero no tenía resto ni siquiera para arrastrarse. Su vida estaba por terminar, Vaguè acababa de asesinarla sin armas. A través del velo de las lágrimas, Yulia distinguió que había alguien de pie a su lado. No veía su rostro, pero el perfume le decía claramente quién era.
-¿Pero qué estás diciendo, Vaguè? ¿Has enloquecido? ¿Qué dices? –lo increpó con asombro, sus ojos estaban tan abiertos que parecían salírsele-. Yo nunca… Nunca me entregaría a ti –le aseguró aunque no tenía por qué hacerlo, ¿qué explicaciones podía deberle una mujer como ella a un hombre como él? La moral de Yulia era intachable, mientras que a él se lo tenía por oportunista-. ¿Pero qué has hecho? ¡Ya cállate, deja de hablar de esas cosas! ¿Qué dices? –seguía sin poder entender aquello, no tenía lógica.
Lo pensaba una y otra vez y no podía creer que sus compañeros dieran crédito a las locuras de Vaguè. ¡Si ni siquiera atinaba a imaginarse besando a Jean Vaguè! ¡Cuánto menos todavía manteniendo relaciones sexuales con él! Iba a vomitar, lo sabía.
Pero no fue hasta que él aseguró haberla oído jadeando su nombre que Yulia reaccionó dándole un sonoro bofetón en la mejilla. ¡Y qué placer sintió al hacerlo! Lo empujó con todas sus fuerzas y acabó por darle golpes de puño cerrado en el pecho.
-Vete, maldito. Vete. ¿Qué me has hecho? ¿Por qué? Vete, por favor, vete. –Ni siquiera tenía fuerzas para gritarle, sabía que era palabra contra palabra y que siempre él llevaría las de ganar simplemente por ser hombre. Se movía en un mundo machista, ¿para qué negarlo? La Orden siempre ponderaba a los hombres sobre las mujeres, aunque también se servía de ellas y todo lo que pudiesen aportar-. Me vas a pagar esto, si me echan de la orden por tus divagaciones yo misma te mataré –le juró con la voz entrecortada a causa del llanto-. ¡Vete! ¡No quiero tener que verte más!
Afortunadamente para ambos, Jean no tardó en desaparecerse dejando a Yulia sola en el pasillo con un miedo que nunca antes había experimentado. Las bases sobre las que había edificado su vida temblaban, todo lo que había procurado evitar ahora –justamente ahora que estaba sola sin su amado maestro, el único que hubiese plantado cara por ella ante los líderes- la abrumaba con un peso impensado. ¡Maldito Vaguè y en él malditos todos los hombres!
Yulia se contorsionó presa de unos espasmos, acabó en el suelo llorando pero poniendo todas sus fuerzas –tantas que le enrojecían la piel blanquísima de su rostro y cuello- en hacerlo en silencio. Si tan solo pudiera llegar a su habitación… pero no tenía resto ni siquiera para arrastrarse. Su vida estaba por terminar, Vaguè acababa de asesinarla sin armas. A través del velo de las lágrimas, Yulia distinguió que había alguien de pie a su lado. No veía su rostro, pero el perfume le decía claramente quién era.
Yulia Leuenberger Ferrec- Inquisidor Clase Alta
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Re: Rumores en el viento {Yulia Leuenberger}
¿Qué demonios acababa de pasar en el taller? Eliot estaba estudiando los papeles que tenía en las manos cuando escuchó cómo uno de los chicos hablaba con Yulia. No le dio demasiada importancia en un principio, puesto que estaba demasiado concentrado en sus tareas, pero, llegado el momento, pudo escuchar claramente la grosería que salió por la boca del que se suponía que era su discípulo. Levantó los ojos de los papeles y se quedó mirando la escena, pasmado. Incluso cuando Yulia abandonó el laboratorio con lágrimas en los ojos se quedó en el sitio, todavía sin poder creerse lo que acababa de presenciar.
—¿Cómo te llamas? Tú, sí, tú —preguntó, señalando al bajito.
—Alain, señor —contestó el chico, un tanto asustado.
—¿Alain y qué más? —Eliot había dejado los papeles sobre la mesa y se acercaba a paso lento hacia el muchacho, que se hacía cada vez más pequeño en el sitio.
—Alain LeBlanc, señor. —Su voz sonó casi como un susurro.
El inquisidor terminó llegando donde Alain estaba. Se detuvo a su lado y lo miraba desde arriba —algo no demasiado difícil, dada la estatura del aprendiz— con una calma tan densa que asustaba. Con un movimiento rápido, agarró al joven por la nuca y le estampó la cara contra la mesa. El movimiento hizo que unos papeles volaran por los aires y que el otro novato diera unos pasos hacia atrás, asustado.
—Está bien, Alain LeBlanc —susurró en su oído—. No sé qué acaba de pasar aquí, pero quiero que sepas que acabas de faltarle al respeto a un superior. Aunque os hayan asignado a mi proyecto, si Leuenberger te dice que hagas algo, lo haces y te callas. ¿Lo has entendido? —Alain asintió como pudo, pálido como estaba del susto—. Eso espero. Ahora voy a ir a buscarla para que los dos os disculpéis con ella, y como vuelva a ver alguna falta de respeto en este laboratorio, me encargaré de que seáis los primeros en probar la rueda.
Soltó el pescuezo del muchacho y se colocó la chaqueta antes de dirigirse hacia la puerta, que cerró con fuerza tras de sí. Sí que había empezado bien su primer día tras el funeral de Beaumont… Ahora tenía que encontrar a su compañera, o rival, o lo que demonios fuera. Vagó por los pasillos colindantes al laboratorio, pero no se orientó hasta que escuchó la voz inconfundible de Vaguè y el ¿llanto? de una mujer que le pareció que pertenecía a Yulia. Caminó en esa dirección, aunque, para cuando llegó, sólo pudo ver a la inquisidora hecha un ovillo contra la pared. Las convulsiones de su espalda y el tono rojo de su piel le dijeron que, efectivamente, estaba llorando.
—¿No me digas que estás así por lo que te ha dicho el mocoso ese? —preguntó cuando llegó a su lado.
La observó un momento y se dio cuenta de que algo no iba bien. Definitivamente, su llanto no podía deberse a eso; si conocía a Yulia Leuenberger tanto como creía, ahí había pasado algo más gordo que ese comentario en el laboratorio. Se agachó a su lado e intentó mirarle el rostro, pero estaba tan aislada en sí misma que le resultó complicado.
—Yulia —la llamó por su nombre, serio ahora—. ¿Qué pasa?
Intentó quitarle una de las manos para que pudiera mirarle, pero no pudo. Unas voces al final del pasillo llamaron su atención. Alguien se acercaba, y no creía conveniente que los vieran allí: a ella llorando desconsolada y tirada en el suelo y a él de cuclillas a su lado. Habría preguntas, y Eliot no tenía potestad para contestarlas. Además, sabía que a Yulia le incomodaría que alguien más la viera así. Se levantó y la agarró de las muñecas para tirar de ella hacia arriba.
—Levántate, ven. Vayamos a un sitio más tranquilo.
Le pasó una mano por la cintura y la sujetó con fuerza; sentía que, si no lo hacía, la perdería por el camino. Aunque su actitud parecía tranquila, en su interior, Eliot estaba inquieto. Sus ojos daban buena fe de ello. Esa era la segunda vez que veía llorar a Yulia, pero la primera que lo hacía con esa intensidad. Estaba preocupado, sobre todo porque había oído al estúpido de Jean Vaguè hablando con ella. ¿Qué le habría dicho? ¿Sería culpa suya todo aquello?
La guió por los pasillos que llevaban hasta las habitaciones, pero se detuvo en el claustro que daba a ellas. El jardín del centro daba un frescor agradable al lugar, y los dos cipreses que crecían en esquinas opuestas proporcionaban la sombra justa para protegerse del sol. Se acercó hasta el murete que unía el pasillo con el jardín y la apoyó allí.
—Yulia, mírame, por favor —le pidió y, para que surtiera efecto, le sujetó la barbilla con suavidad y le elevó el rostro—. ¿Qué ha pasado? Lo que te ha dicho ese maleducado… No sé qué mosca le ha picado, pero te aseguro que no va a quedar impune. Ya les he pedido que se disculpen, eso para empezar. Todavía no sé qué castigo ponerles, pero ya se me ocurrirá algo.
—¿Cómo te llamas? Tú, sí, tú —preguntó, señalando al bajito.
—Alain, señor —contestó el chico, un tanto asustado.
—¿Alain y qué más? —Eliot había dejado los papeles sobre la mesa y se acercaba a paso lento hacia el muchacho, que se hacía cada vez más pequeño en el sitio.
—Alain LeBlanc, señor. —Su voz sonó casi como un susurro.
El inquisidor terminó llegando donde Alain estaba. Se detuvo a su lado y lo miraba desde arriba —algo no demasiado difícil, dada la estatura del aprendiz— con una calma tan densa que asustaba. Con un movimiento rápido, agarró al joven por la nuca y le estampó la cara contra la mesa. El movimiento hizo que unos papeles volaran por los aires y que el otro novato diera unos pasos hacia atrás, asustado.
—Está bien, Alain LeBlanc —susurró en su oído—. No sé qué acaba de pasar aquí, pero quiero que sepas que acabas de faltarle al respeto a un superior. Aunque os hayan asignado a mi proyecto, si Leuenberger te dice que hagas algo, lo haces y te callas. ¿Lo has entendido? —Alain asintió como pudo, pálido como estaba del susto—. Eso espero. Ahora voy a ir a buscarla para que los dos os disculpéis con ella, y como vuelva a ver alguna falta de respeto en este laboratorio, me encargaré de que seáis los primeros en probar la rueda.
Soltó el pescuezo del muchacho y se colocó la chaqueta antes de dirigirse hacia la puerta, que cerró con fuerza tras de sí. Sí que había empezado bien su primer día tras el funeral de Beaumont… Ahora tenía que encontrar a su compañera, o rival, o lo que demonios fuera. Vagó por los pasillos colindantes al laboratorio, pero no se orientó hasta que escuchó la voz inconfundible de Vaguè y el ¿llanto? de una mujer que le pareció que pertenecía a Yulia. Caminó en esa dirección, aunque, para cuando llegó, sólo pudo ver a la inquisidora hecha un ovillo contra la pared. Las convulsiones de su espalda y el tono rojo de su piel le dijeron que, efectivamente, estaba llorando.
—¿No me digas que estás así por lo que te ha dicho el mocoso ese? —preguntó cuando llegó a su lado.
La observó un momento y se dio cuenta de que algo no iba bien. Definitivamente, su llanto no podía deberse a eso; si conocía a Yulia Leuenberger tanto como creía, ahí había pasado algo más gordo que ese comentario en el laboratorio. Se agachó a su lado e intentó mirarle el rostro, pero estaba tan aislada en sí misma que le resultó complicado.
—Yulia —la llamó por su nombre, serio ahora—. ¿Qué pasa?
Intentó quitarle una de las manos para que pudiera mirarle, pero no pudo. Unas voces al final del pasillo llamaron su atención. Alguien se acercaba, y no creía conveniente que los vieran allí: a ella llorando desconsolada y tirada en el suelo y a él de cuclillas a su lado. Habría preguntas, y Eliot no tenía potestad para contestarlas. Además, sabía que a Yulia le incomodaría que alguien más la viera así. Se levantó y la agarró de las muñecas para tirar de ella hacia arriba.
—Levántate, ven. Vayamos a un sitio más tranquilo.
Le pasó una mano por la cintura y la sujetó con fuerza; sentía que, si no lo hacía, la perdería por el camino. Aunque su actitud parecía tranquila, en su interior, Eliot estaba inquieto. Sus ojos daban buena fe de ello. Esa era la segunda vez que veía llorar a Yulia, pero la primera que lo hacía con esa intensidad. Estaba preocupado, sobre todo porque había oído al estúpido de Jean Vaguè hablando con ella. ¿Qué le habría dicho? ¿Sería culpa suya todo aquello?
La guió por los pasillos que llevaban hasta las habitaciones, pero se detuvo en el claustro que daba a ellas. El jardín del centro daba un frescor agradable al lugar, y los dos cipreses que crecían en esquinas opuestas proporcionaban la sombra justa para protegerse del sol. Se acercó hasta el murete que unía el pasillo con el jardín y la apoyó allí.
—Yulia, mírame, por favor —le pidió y, para que surtiera efecto, le sujetó la barbilla con suavidad y le elevó el rostro—. ¿Qué ha pasado? Lo que te ha dicho ese maleducado… No sé qué mosca le ha picado, pero te aseguro que no va a quedar impune. Ya les he pedido que se disculpen, eso para empezar. Todavía no sé qué castigo ponerles, pero ya se me ocurrirá algo.
Eliot Ferrec- Inquisidor Clase Alta
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Re: Rumores en el viento {Yulia Leuenberger}
-Ferrec –murmuró, sin ser capaz de reconocer de dónde provenía su voz-. No es cierto, Ferrec… Te juro, no es cierto.
Su honor. ¡Jean Vaguè se había metido con su honor! ¿Qué cosa más valiosa poseía una mujer que su virginidad? Nada. No en vano se la llamaba virtud. ¡Todo era tan injusto! Ella, que se había ocupado de cuidar con recato y pudor su imagen, que nunca había seguido las intenciones de ninguno de los hombres que habían intentado cortejarla… ¡Yulia Leuenberger siendo centro ahora de habladurías! Comprendía que su esmero de años había sido en vano, pero aunque pareciese estúpido a ella le importaba que Eliot Ferrec le creyese a ella y no a Vaguè.
Quería explicarle, decirle, defenderse… y no podía hablar. Simplemente se dejó guiar por su compañero, su único rival directo dentro de la Orden, lo siguió con el rostro escondido en su hombro porque sentía mucha vergüenza de ver a los ojos a cualquier colega con el que se cruzaran, no quería ver la condena de sus ojos. Aunque no había hecho nada, aunque era el blanco de una mentira horrible, Yulia se sentía sucia.
Caminaba con dificultad, segura de que si no fuese por la fuerza con la que Eliot Ferrec la sostenía ella caería. No sabía hacia donde se dirigían ni por qué él parecía querer ayudarla, pero agradecía su oportuna intervención. Yulia estaba herida y eso dolía más que el corte implacable de una daga afilada. Confiaba en Ferrec y eso no la sorprendía, aunque no era en absoluto sensato de su parte pues estaba vulnerable, más que nunca.
Quedó apoyada sobre el murillo y allí descubrió que no podía mirar a los ojos a su compañero que preocupado inquiría sobre lo que le sucedía. ¿Tan mal lucía? Ferrec parecía asustado de verla así, ¿tan mal estaba ella? Intentó adecentar su cabello con manos temblorosas; con el rostro inclinado se limpió las lágrimas con el reborde de su mantilla negra, esa que había elegido en la mañana para vestir ese día, no solo por el luto guardado a su maestro, sino también porque era su favorita. ¿En qué momento había cambiado su vida? ¿Era ella la misma mujer que elegía que vestir en la mañana pero que tenía su buen nombre destrozado a mediodía?
-No son ellos, Ferrec –murmuró, pese a que le había llevado unos momentos comprender de quiénes hablaba su compañero porque todo eso, todo lo que había vivido con los novatos, parecía pertenecer a otra vida-. Vaguè… él…
No podía decirlo, ya le costaba pensarlo ¡cuánto más decirlo en alta voz! Otra vez se tapó el rostro con ambas manos, sintiéndose pequeñita, como si de pronto todo lo valiosa que siempre se había auto percibido, todo lo segura que se había sentido, se fuese retirando de ella logrando empequeñecerla, llevándola a tener que esconder su rostro que siempre había estado en alto, con el orgullo que la caracterizaba.
¿En verdad iba a arruinarle la vida ese tipo? ¿Justo él, con toda su fama de oportunista, iba a ser el causante del final de su carrera? No podía permitirlo, pero tampoco sabía qué hacer… Yulia siempre había valido por sí misma, no había necesitado de nadie más que la cuidase, solo su maestro lo había hecho en una actitud hasta paternal, pero nunca había siquiera pensado en casarse para estar bajo la protección de ningún hombre. Ahora su mente le abría una nueva posibilidad: pedirle ayuda a Ferrec, su rival y a la vez el único en el que podía –mínimamente- confiar, ¿pero la ayudaría él? ¿Sabrían los líderes lo que Vaguè había inventado? Sí, ahora tenía sentido lo vivido con su superior esa mañana... Lo sabían y le creían a él. ¡Ferrec no, él no podía dar crédito a esas mentiras!
-Vaguè… él ha mentido –le dijo haciendo un esfuerzo por mirarlo a los ojos, pero no pudo sostenerle la mirada porque sentía vergüenza al saber en lo que él podría estar pensando de ella-. Debes creerme, Eliot, te lo ruego. Es mentira lo que ha dicho, yo nunca he intimado con él. Nunca me entregaría a alguien como él. Es mentira, no le creas, Ferrec –rogó y volvió a cubrirse el rostro, desesperada.
Haberlo dicho, ponerlo al fin en tímidas palabras, fue un sacudón fortísimo para ella y el dolor se avivó en su interior a la par de la vergüenza. Necesitaba reconstruirse, volver a armarse y pronto, porque pasado el primer momento de conmoción buscaría a Vaguè para vengarse de lo que le estaba obligando a vivir.
Su honor. ¡Jean Vaguè se había metido con su honor! ¿Qué cosa más valiosa poseía una mujer que su virginidad? Nada. No en vano se la llamaba virtud. ¡Todo era tan injusto! Ella, que se había ocupado de cuidar con recato y pudor su imagen, que nunca había seguido las intenciones de ninguno de los hombres que habían intentado cortejarla… ¡Yulia Leuenberger siendo centro ahora de habladurías! Comprendía que su esmero de años había sido en vano, pero aunque pareciese estúpido a ella le importaba que Eliot Ferrec le creyese a ella y no a Vaguè.
Quería explicarle, decirle, defenderse… y no podía hablar. Simplemente se dejó guiar por su compañero, su único rival directo dentro de la Orden, lo siguió con el rostro escondido en su hombro porque sentía mucha vergüenza de ver a los ojos a cualquier colega con el que se cruzaran, no quería ver la condena de sus ojos. Aunque no había hecho nada, aunque era el blanco de una mentira horrible, Yulia se sentía sucia.
Caminaba con dificultad, segura de que si no fuese por la fuerza con la que Eliot Ferrec la sostenía ella caería. No sabía hacia donde se dirigían ni por qué él parecía querer ayudarla, pero agradecía su oportuna intervención. Yulia estaba herida y eso dolía más que el corte implacable de una daga afilada. Confiaba en Ferrec y eso no la sorprendía, aunque no era en absoluto sensato de su parte pues estaba vulnerable, más que nunca.
Quedó apoyada sobre el murillo y allí descubrió que no podía mirar a los ojos a su compañero que preocupado inquiría sobre lo que le sucedía. ¿Tan mal lucía? Ferrec parecía asustado de verla así, ¿tan mal estaba ella? Intentó adecentar su cabello con manos temblorosas; con el rostro inclinado se limpió las lágrimas con el reborde de su mantilla negra, esa que había elegido en la mañana para vestir ese día, no solo por el luto guardado a su maestro, sino también porque era su favorita. ¿En qué momento había cambiado su vida? ¿Era ella la misma mujer que elegía que vestir en la mañana pero que tenía su buen nombre destrozado a mediodía?
-No son ellos, Ferrec –murmuró, pese a que le había llevado unos momentos comprender de quiénes hablaba su compañero porque todo eso, todo lo que había vivido con los novatos, parecía pertenecer a otra vida-. Vaguè… él…
No podía decirlo, ya le costaba pensarlo ¡cuánto más decirlo en alta voz! Otra vez se tapó el rostro con ambas manos, sintiéndose pequeñita, como si de pronto todo lo valiosa que siempre se había auto percibido, todo lo segura que se había sentido, se fuese retirando de ella logrando empequeñecerla, llevándola a tener que esconder su rostro que siempre había estado en alto, con el orgullo que la caracterizaba.
¿En verdad iba a arruinarle la vida ese tipo? ¿Justo él, con toda su fama de oportunista, iba a ser el causante del final de su carrera? No podía permitirlo, pero tampoco sabía qué hacer… Yulia siempre había valido por sí misma, no había necesitado de nadie más que la cuidase, solo su maestro lo había hecho en una actitud hasta paternal, pero nunca había siquiera pensado en casarse para estar bajo la protección de ningún hombre. Ahora su mente le abría una nueva posibilidad: pedirle ayuda a Ferrec, su rival y a la vez el único en el que podía –mínimamente- confiar, ¿pero la ayudaría él? ¿Sabrían los líderes lo que Vaguè había inventado? Sí, ahora tenía sentido lo vivido con su superior esa mañana... Lo sabían y le creían a él. ¡Ferrec no, él no podía dar crédito a esas mentiras!
-Vaguè… él ha mentido –le dijo haciendo un esfuerzo por mirarlo a los ojos, pero no pudo sostenerle la mirada porque sentía vergüenza al saber en lo que él podría estar pensando de ella-. Debes creerme, Eliot, te lo ruego. Es mentira lo que ha dicho, yo nunca he intimado con él. Nunca me entregaría a alguien como él. Es mentira, no le creas, Ferrec –rogó y volvió a cubrirse el rostro, desesperada.
Haberlo dicho, ponerlo al fin en tímidas palabras, fue un sacudón fortísimo para ella y el dolor se avivó en su interior a la par de la vergüenza. Necesitaba reconstruirse, volver a armarse y pronto, porque pasado el primer momento de conmoción buscaría a Vaguè para vengarse de lo que le estaba obligando a vivir.
Yulia Leuenberger Ferrec- Inquisidor Clase Alta
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Fecha de inscripción : 12/07/2017
Re: Rumores en el viento {Yulia Leuenberger}
Eliot esperó con paciencia mal disimulada a que Yulia pudiera, al menos, hablar, porque lo único que había sido capaz de hacer era balbucear palabras sin sentido. ¿Qué era lo que no era cierto? Tenía sus ojos clavados en ella, en ese cuerpo que no hacía más que convulsionar a causa del llanto. ¿Qué clase de mentiras serían esas que la estaban haciendo sentirse tan mal? Ni siquiera en el funeral de Beaumont la había visto así, y sabía bien la relación estrecha que ambos habían tenido.
De entre los sollozos pudo escuchar el nombre de Vaguè, lo que hizo que su nerviosismo se incrementara. Si él estaba detrás de esto, era muy probable que esas mentiras, fueran cuales fueran, pudieran salpicarlo también a él. Se movió inquieto en el sitio y se cruzó de brazos antes de dar un paso hacia Yulia. Agachó el cuerpo ligeramente y se apoyó en las rodillas para que su rostro quedara a la altura del de ella.
—Yulia —la llamó entre susurros—, ¿qué pasa? ¿Qué mentiras son esas?
Hablaba con voz suave, principalmente, porque el nudo del estómago no le dejaba alzar más la voz. Cuando la había visto en el suelo, su primer pensamiento estuvo dirigido hacia algo que le hubiera ocurrido a ella o su familia, pero Eliot conocía tan poco de la vida privada de Yulia que ni siquiera sabía si la tenía o no. Ahora que sabía que no era así, su cabeza trabajaba para intentar averiguar cuáles eran esas mentiras en las que ella insistía, pero ni siquiera su avispada mente podía llegar a imaginar lo que estaba a punto de oír.
Parpadeó rápidamente y frunció el ceño, sin comprender una palabra. ¿A qué clase de persona que conociera a Yulia, aunque fuera sólo mínimamente, se le ocurriría decir tal barbaridad? ¡Por supuesto que no se había acostado con él! Eliot se habría enfadado de verdad si no siguiera completamente anonadado por lo que acababa de escuchar. Poco a poco, comenzó a comprender el serio problema en el que el imbécil de Vaguè había metido a su compañera, y la rabia hizo mella en él.
Se irguió —puesto que aún estaba agachado— sin dejar de mirarla. Quiso decir algo para consolarla, pero ¿qué? ¿Que todo iba a salir bien? ¿Que nadie iba a creerse sus mentiras? Ambos sabían que aquello no era cierto, que, entre esos muros, la palabra de un hombre valía mucho más que la de una mujer, aunque la del primero fuera falsa. Su cuerpo le pedía hacer algo, pero su mente no le permitía saber qué era lo correcto. La relación que tenía con Yulia era fría, carente de sentimentalismos. Se limitaban a trabajar, unidos o separados, y a compartir un laboratorio por el que ahora estaban luchando entre sí. Eso, si Jean Vaguè no conseguía que la expulsaran por ligera de cascos.
Nervioso, terminó acortando la distancia que los separaba y la sujetó por los hombros con suavidad. La sentía tan frágil en ese momento que le dio miedo hacerle daño, así que la acercó a su cuerpo, muy lentamente, y la rodeó con los brazos. Fue un abrazo incómodo por la falta de costumbre, pero en la medida en que los sollozos de Yulia se intensificaban, Eliot la apretaba más contra sí, como si fuera un dique de contención que la mantenía derecha.
—Yulia, yo... Yo no sabía nada de eso —dijo, como si intentara excusarse—. De todos es sabido que Jean Vaguè miente más que habla, tarde o temprano terminarán descubriendo que todo es mentira.
Uno de sus brazos le envolvía la cintura —que le resultó más fina de lo que a simple vista parecía— mientras que la otra le acariciaba la espalda. Apoyó el mentón en su cabeza y suspiró con los ojos cerrados, captando el aroma que desprendía su cabello. Olía muy bien.
—Yo sé que no es verdad —dijo, moviendo el rostro para poder mirar el ajeno— y, de la misma forma que yo lo sé, también lo sabrán otros. ¿Has hablado con Benedetti de esto? Puedo acompañarte si no quieres ir sola. Debería escuchar tu versión también, no sólo la de él.
No la soltó, y no tenía intención de hacerlo hasta que ella se lo pidiera, pero, ¿sería eso suficiente consuelo para ella?
De entre los sollozos pudo escuchar el nombre de Vaguè, lo que hizo que su nerviosismo se incrementara. Si él estaba detrás de esto, era muy probable que esas mentiras, fueran cuales fueran, pudieran salpicarlo también a él. Se movió inquieto en el sitio y se cruzó de brazos antes de dar un paso hacia Yulia. Agachó el cuerpo ligeramente y se apoyó en las rodillas para que su rostro quedara a la altura del de ella.
—Yulia —la llamó entre susurros—, ¿qué pasa? ¿Qué mentiras son esas?
Hablaba con voz suave, principalmente, porque el nudo del estómago no le dejaba alzar más la voz. Cuando la había visto en el suelo, su primer pensamiento estuvo dirigido hacia algo que le hubiera ocurrido a ella o su familia, pero Eliot conocía tan poco de la vida privada de Yulia que ni siquiera sabía si la tenía o no. Ahora que sabía que no era así, su cabeza trabajaba para intentar averiguar cuáles eran esas mentiras en las que ella insistía, pero ni siquiera su avispada mente podía llegar a imaginar lo que estaba a punto de oír.
Parpadeó rápidamente y frunció el ceño, sin comprender una palabra. ¿A qué clase de persona que conociera a Yulia, aunque fuera sólo mínimamente, se le ocurriría decir tal barbaridad? ¡Por supuesto que no se había acostado con él! Eliot se habría enfadado de verdad si no siguiera completamente anonadado por lo que acababa de escuchar. Poco a poco, comenzó a comprender el serio problema en el que el imbécil de Vaguè había metido a su compañera, y la rabia hizo mella en él.
Se irguió —puesto que aún estaba agachado— sin dejar de mirarla. Quiso decir algo para consolarla, pero ¿qué? ¿Que todo iba a salir bien? ¿Que nadie iba a creerse sus mentiras? Ambos sabían que aquello no era cierto, que, entre esos muros, la palabra de un hombre valía mucho más que la de una mujer, aunque la del primero fuera falsa. Su cuerpo le pedía hacer algo, pero su mente no le permitía saber qué era lo correcto. La relación que tenía con Yulia era fría, carente de sentimentalismos. Se limitaban a trabajar, unidos o separados, y a compartir un laboratorio por el que ahora estaban luchando entre sí. Eso, si Jean Vaguè no conseguía que la expulsaran por ligera de cascos.
Nervioso, terminó acortando la distancia que los separaba y la sujetó por los hombros con suavidad. La sentía tan frágil en ese momento que le dio miedo hacerle daño, así que la acercó a su cuerpo, muy lentamente, y la rodeó con los brazos. Fue un abrazo incómodo por la falta de costumbre, pero en la medida en que los sollozos de Yulia se intensificaban, Eliot la apretaba más contra sí, como si fuera un dique de contención que la mantenía derecha.
—Yulia, yo... Yo no sabía nada de eso —dijo, como si intentara excusarse—. De todos es sabido que Jean Vaguè miente más que habla, tarde o temprano terminarán descubriendo que todo es mentira.
Uno de sus brazos le envolvía la cintura —que le resultó más fina de lo que a simple vista parecía— mientras que la otra le acariciaba la espalda. Apoyó el mentón en su cabeza y suspiró con los ojos cerrados, captando el aroma que desprendía su cabello. Olía muy bien.
—Yo sé que no es verdad —dijo, moviendo el rostro para poder mirar el ajeno— y, de la misma forma que yo lo sé, también lo sabrán otros. ¿Has hablado con Benedetti de esto? Puedo acompañarte si no quieres ir sola. Debería escuchar tu versión también, no sólo la de él.
No la soltó, y no tenía intención de hacerlo hasta que ella se lo pidiera, pero, ¿sería eso suficiente consuelo para ella?
Eliot Ferrec- Inquisidor Clase Alta
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Fecha de inscripción : 23/08/2017
Re: Rumores en el viento {Yulia Leuenberger}
Si algo tenía por seguro en esos momentos Yulia eso que no quería tener que separarse del abrazo de Eliot Ferrec, no quería tener que soltarlo, mucho menos que verlo a los ojos. Deseaba que el tiempo pasase rápido, poder encontrarse de pronto a finales del año, que la vida transcurriese veloz mientras ella se abrazaba a su compañero y lloraba su dolor.
-¿Cómo acabarán descubriéndolo, Eliot? Dime. –Apreciaba que su compañero intentase hacerla sentir mejor, pero aquello no tenía lógica. ¿Debía exponerse a que la examinasen para que constatasen su virginidad? Sería humillante, denigrante, y ya no podría volver a ser la misma luego de eso. –Eso no ocurrirá, Eliot. Nada funciona así aquí. Estoy perdida, me ha arruinado. ¡Todos le creen, yo lo sé!
Se sentía demasiado cómoda en ese abrazo y tal vez eso debería comenzar a preocuparle, pero tenía otras cosas más urgentes en su mente, ya tendría tiempo para repasar la grata contención que su compañero y rival le estaba dando. Sabía que esa noche no podría dormir, mejor repasar lo que había sentido en brazos de Eliot que imaginar todo lo que podría haberle dicho a Vaguè pero había callado a causa del desconcierto.
-Significa mucho para mí que me creas. Te lo agradezco, Ferrec –le dijo con sinceridad y su voz ya sonaba más repuesta. Poco a poco se separó de él y se incorporó-. No te imaginas lo mal que me ha tratado Benedetti esta mañana, me sentí tan despreciada… Ahora lo entiendo todo, ¡fue Jean!
Otra vez la angustia, otra vez el temor, al repasar el encuentro con su superior esa mañana a la luz de lo que ahora sabía que estaba ocurriendo. No quedaban dudas de que al hombre las habladurías le habían llegado y que las creía. ¿Cómo iba a hacer para escapar de ese lugar? ¿Qué sería de su vida ahora?
-¿Qué será de mí ahora? No sé qué hacer, no tengo vida más que esta. Todo se lo he dado a la Orden, a nuestra facción. Me van a expulsar y yo no sé ser otra cosa, no tengo nada ni a nadie. –Haciendo gala de una confianza que no tenían, Yulia volvió a abrazarlo. Hundió una vez más su rostro en el calor de Eliot y se dejó proteger por sus brazos.
Una idea llegó a su cabeza, una certeza que implicaba renuncia de su parte, pero que también tenía mucho de amor propio. Finalmente tuvo el valor de mirarlo a los ojos, incluso apoyó su palma derecha en la mejilla de Eliot antes de hablar:
-Debes ganar tú, no puede quedarse él con lo que es nuestro. –Se refería a Jean Vaguè, por supuesto. -Debes ser tú quien ocupe el lugar de Beaumont. Mírame Eliot, díme que entiendes lo que significa que yo te esté pidiendo esto, que te esté dando esto... Si necesitas mi apoyo lo tienes, si necesitas mi ayuda la tienes también, pero él no puede quedarse con nuestro laboratorio, no puede tocar ese esfuerzo de años ni el legado de nuestro maestro. Júralo, Eliot. Jura que no le permitirás liderar nuestra área. Yo te voy a apoyar, incluso si te propusieras ser el próximo líder de nuestra facción tendrías mi apoyo para conseguirlo. –Prometerle aquello le dolía, pero entendía que eso no era solo lo mejor que podía ocurrir, sino la única opción que aceptaría. Se lo estaba dando todo, porque mejor en manos de Eliot que perdido por completo.
-¿Cómo acabarán descubriéndolo, Eliot? Dime. –Apreciaba que su compañero intentase hacerla sentir mejor, pero aquello no tenía lógica. ¿Debía exponerse a que la examinasen para que constatasen su virginidad? Sería humillante, denigrante, y ya no podría volver a ser la misma luego de eso. –Eso no ocurrirá, Eliot. Nada funciona así aquí. Estoy perdida, me ha arruinado. ¡Todos le creen, yo lo sé!
Se sentía demasiado cómoda en ese abrazo y tal vez eso debería comenzar a preocuparle, pero tenía otras cosas más urgentes en su mente, ya tendría tiempo para repasar la grata contención que su compañero y rival le estaba dando. Sabía que esa noche no podría dormir, mejor repasar lo que había sentido en brazos de Eliot que imaginar todo lo que podría haberle dicho a Vaguè pero había callado a causa del desconcierto.
-Significa mucho para mí que me creas. Te lo agradezco, Ferrec –le dijo con sinceridad y su voz ya sonaba más repuesta. Poco a poco se separó de él y se incorporó-. No te imaginas lo mal que me ha tratado Benedetti esta mañana, me sentí tan despreciada… Ahora lo entiendo todo, ¡fue Jean!
Otra vez la angustia, otra vez el temor, al repasar el encuentro con su superior esa mañana a la luz de lo que ahora sabía que estaba ocurriendo. No quedaban dudas de que al hombre las habladurías le habían llegado y que las creía. ¿Cómo iba a hacer para escapar de ese lugar? ¿Qué sería de su vida ahora?
-¿Qué será de mí ahora? No sé qué hacer, no tengo vida más que esta. Todo se lo he dado a la Orden, a nuestra facción. Me van a expulsar y yo no sé ser otra cosa, no tengo nada ni a nadie. –Haciendo gala de una confianza que no tenían, Yulia volvió a abrazarlo. Hundió una vez más su rostro en el calor de Eliot y se dejó proteger por sus brazos.
Una idea llegó a su cabeza, una certeza que implicaba renuncia de su parte, pero que también tenía mucho de amor propio. Finalmente tuvo el valor de mirarlo a los ojos, incluso apoyó su palma derecha en la mejilla de Eliot antes de hablar:
-Debes ganar tú, no puede quedarse él con lo que es nuestro. –Se refería a Jean Vaguè, por supuesto. -Debes ser tú quien ocupe el lugar de Beaumont. Mírame Eliot, díme que entiendes lo que significa que yo te esté pidiendo esto, que te esté dando esto... Si necesitas mi apoyo lo tienes, si necesitas mi ayuda la tienes también, pero él no puede quedarse con nuestro laboratorio, no puede tocar ese esfuerzo de años ni el legado de nuestro maestro. Júralo, Eliot. Jura que no le permitirás liderar nuestra área. Yo te voy a apoyar, incluso si te propusieras ser el próximo líder de nuestra facción tendrías mi apoyo para conseguirlo. –Prometerle aquello le dolía, pero entendía que eso no era solo lo mejor que podía ocurrir, sino la única opción que aceptaría. Se lo estaba dando todo, porque mejor en manos de Eliot que perdido por completo.
Yulia Leuenberger Ferrec- Inquisidor Clase Alta
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Fecha de inscripción : 12/07/2017
Re: Rumores en el viento {Yulia Leuenberger}
Eliot nunca había sido un hombre de muchas mujeres. Tenía sus necesidades, como muchos, y, aunque estuviera acostumbrado a tratar con ellas —en todos los ámbitos existentes, no sólo en el relativo al ocio—, eran pocas las que podían decir que habían recibido algún gesto de cariño de parte de él: su madre, su hermana y, ahora, Yulia. Cuando le dio ese primer abrazo, lo hizo temeroso de que a ella no le fuera a gustar. En realidad, y sabiendo el tipo de relación que tenían, esperó un rechazo automático, pero no tenía muy claro qué otra cosa podía hacer. No obstante, le sorprendió gratamente que no hubiera sido así. Conocía a su compañera lo suficiente para saber que no era una mujer muy dada a las relaciones, así que aceptar —y soportar— ese contacto sólo podía significar una cosa: no estaba bien.
—No lo sé —contestó—. No sé cómo se terminará sabiendo, pero lo hará. No quiero creer que ese sinvergüenza vaya a salirse con la suya.
Se sentía muy impotente al no encontrar otra manera de ayudar a Yulia que no fuera esa, un simple abrazo. ¡Era tan injusto! Hasta ese momento no se había percatado de lo frágil que podía llegar a ser el estatus de una mujer en una institución como la Inquisición. Una de sus únicas referencias era Yulia —puesto que sólo conocía a un par de mujeres más, todas en facciones distintas a la suya—, y la veía siempre tan decidida y fuerte que nunca se la imaginó deshecha como en ese momento. Si la palabra de un cualquiera tenía ese efecto devastador, si con un simple rumor podían echar por tierra el esfuerzo de toda una vida, ¿de dónde sacaban las fuerzas para seguir allí, día tras día, trabajando más que ningún otro?
Sintió un calor a la altura de su pecho y cerró más su abrazo en torno a Yulia. Aunque nunca se lo había dicho, siempre había admirado la elocuencia de su compañera, la forma que tenía de resolver los problemas más complicados y cómo solucionaba las incidencias que en todo proceso iban surgiendo. Ahora, sin embargo, no la admiraba sólo como un tecnólogo más de la inquisición, la admiraba también como mujer.
—No te van a expulsar. Eres necesaria aquí y ellos lo saben. Serían unos estúpidos si lo hicieran.
Lo dijo con tal convicción que parecía que fuera él quién tomaba esas decisiones, cuando no tenía ni voz ni voto, lamentablemente. Ella, no obstante, parecía convencida de su trágico futuro, y siguió hablando. La miró atónito y sin comprender. ¿De verdad le estaba pidiendo que se quedara él a cargo de todo? ¿Así, sin nada más de por medio? Sintió el tacto cálido de su mano sobre la mejilla y se estremeció. La suavidad de su piel era agradable, y Eliot se quedó embobado algunos segundos mientras la miraba a los ojos.
—No me puedes pedir eso, Yulia —dijo—. No pienso dejar que Jean se quede con el laboratorio, pero tú misma lo has dicho: es nuestro laboratorio, de los dos, tuyo y mío. —Le soltó el cuerpo para envolver su rostro entre las manos y aprovechó para secar, con el pulgar, los restos de lágrimas de unas de las mejillas—. Además, yo no quiero ganar así. No es justo, ni para mí, ni mucho menos para ti. —Bajó las manos—. No, Yulia. Tiene que haber otra manera, es sólo que no se me ocurre cómo…
Se peinó el pelo hacia atrás y se rascó la barba, pero arreglar algo así necesitaba un mínimo de planificación, y en ese momento ninguno de los dos se encontraba en condiciones de pensar con claridad.
—¿Por qué no volvemos al laboratorio? —le ofreció—. Tengo a dos novatos a los que no les vendría mal una dosis de Yulia Leuenberger. Después te ayudaré yo con lo que sea que te haya mandado hacer Benedetti. ¿Te parece bien?
Le pellizcó la nariz con dos dedos y le sonrió. Lo único que él deseaba era volver a la normalidad, al trabajo en equipo y a sentir la compañía áspera y silenciosa de Yulia Leuenberger.
—No lo sé —contestó—. No sé cómo se terminará sabiendo, pero lo hará. No quiero creer que ese sinvergüenza vaya a salirse con la suya.
Se sentía muy impotente al no encontrar otra manera de ayudar a Yulia que no fuera esa, un simple abrazo. ¡Era tan injusto! Hasta ese momento no se había percatado de lo frágil que podía llegar a ser el estatus de una mujer en una institución como la Inquisición. Una de sus únicas referencias era Yulia —puesto que sólo conocía a un par de mujeres más, todas en facciones distintas a la suya—, y la veía siempre tan decidida y fuerte que nunca se la imaginó deshecha como en ese momento. Si la palabra de un cualquiera tenía ese efecto devastador, si con un simple rumor podían echar por tierra el esfuerzo de toda una vida, ¿de dónde sacaban las fuerzas para seguir allí, día tras día, trabajando más que ningún otro?
Sintió un calor a la altura de su pecho y cerró más su abrazo en torno a Yulia. Aunque nunca se lo había dicho, siempre había admirado la elocuencia de su compañera, la forma que tenía de resolver los problemas más complicados y cómo solucionaba las incidencias que en todo proceso iban surgiendo. Ahora, sin embargo, no la admiraba sólo como un tecnólogo más de la inquisición, la admiraba también como mujer.
—No te van a expulsar. Eres necesaria aquí y ellos lo saben. Serían unos estúpidos si lo hicieran.
Lo dijo con tal convicción que parecía que fuera él quién tomaba esas decisiones, cuando no tenía ni voz ni voto, lamentablemente. Ella, no obstante, parecía convencida de su trágico futuro, y siguió hablando. La miró atónito y sin comprender. ¿De verdad le estaba pidiendo que se quedara él a cargo de todo? ¿Así, sin nada más de por medio? Sintió el tacto cálido de su mano sobre la mejilla y se estremeció. La suavidad de su piel era agradable, y Eliot se quedó embobado algunos segundos mientras la miraba a los ojos.
—No me puedes pedir eso, Yulia —dijo—. No pienso dejar que Jean se quede con el laboratorio, pero tú misma lo has dicho: es nuestro laboratorio, de los dos, tuyo y mío. —Le soltó el cuerpo para envolver su rostro entre las manos y aprovechó para secar, con el pulgar, los restos de lágrimas de unas de las mejillas—. Además, yo no quiero ganar así. No es justo, ni para mí, ni mucho menos para ti. —Bajó las manos—. No, Yulia. Tiene que haber otra manera, es sólo que no se me ocurre cómo…
Se peinó el pelo hacia atrás y se rascó la barba, pero arreglar algo así necesitaba un mínimo de planificación, y en ese momento ninguno de los dos se encontraba en condiciones de pensar con claridad.
—¿Por qué no volvemos al laboratorio? —le ofreció—. Tengo a dos novatos a los que no les vendría mal una dosis de Yulia Leuenberger. Después te ayudaré yo con lo que sea que te haya mandado hacer Benedetti. ¿Te parece bien?
Le pellizcó la nariz con dos dedos y le sonrió. Lo único que él deseaba era volver a la normalidad, al trabajo en equipo y a sentir la compañía áspera y silenciosa de Yulia Leuenberger.
Eliot Ferrec- Inquisidor Clase Alta
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Fecha de inscripción : 23/08/2017
Re: Rumores en el viento {Yulia Leuenberger}
El perfume masculino de Eliot Ferrec se estaba volviendo poco a poco el aroma de la seguridad, del refugio. Yulia lo sentía, caía lentamente en la trampa, pero no era consiente aún de eso, su mente estaba enredada en peores pensamientos. Sí que sabía lo importante que ella era, lo pensaba con orgullo y sabiendo que era un honor estar donde estaba, aunque todo había sido a base de esfuerzo y trabajo.
-Sabes tan bien como yo cómo son las cosas aquí, Ferrec. No les importará nada más que lo que él diga. ¿Y cómo voy a mirar a los ojos a Benedetti? Oh, mi Dios… qué vergüenza siento. –Se acercó un poco más a él, a su rostro, tanto que sus labios estaban demasiado cercanos, y susurró-: Sí puedo pedirte esto, puedo y lo hago: pelea por nuestro laboratorio, yo he sido anulada.
Las palabras de Ferrec eran dulces de pronto, pero Yulia no se dejaría engañar, ¿ahora quería compartirlo todo? ¿cómo era posible ese cambio en él si siempre había hecho lo posible por anularla también? Eliot Ferrec solo se diferenciaba de Jean Vaguè en sus formas elegantes –y en que era un hombre realmente bello a ojos de Yulia-, pero ambos hombres tenían los mismos fines para con ella.
-Por favor, Ferrec, no quieras hacerme creer que esto no te beneficia, no soy una niña ingenua, que mis lágrimas no te engañen. ¿Has olvidado que quieres correrme de tu camino? ¿Has olvidado que somos rivales hace años? –Hizo un silencio y se concentró en los ojos claros de Ferrec, en sus cejas masculinas y en las pestañas demasiado largas que enmarcaban su mirada. Dudó mucho acerca de decir o no lo que estaba pensando, pero ya estaba perdida, al menos así se sentía, y acabó hablando-: Extrañaré ser tu competidora, Eliot Ferrec, tener que estar siempre a tu altura es lo que le da emoción a mi vida –sonrió con una sonrisa demasiado triste.
No había salida para ella, ya estaba resignada. Aceptaba lo que le sobrevendría, aunque se había jurado que vengaría su honor y eso tenía pensado hacer; en cuanto se calmara iba a comenzar a delinear un plan para acabar con Jean Vaguè, eso era lo justo.
Estaba a punto de acepar la propuesta de Ferrec de ir al laboratorio juntos, aunque solo fuese para disfrutar de una de sus últimas visitas al lugar que la había visto crecer y madurar como profesional en la Orden y como mujer. Iba a aceptar, en verdad que sí, pero se detuvo a mirar hacia los costados: sus compañeros de facción pasaban por allí y los observaban, Ferrec y Leuenberger estaban demasiado cercanos, sus cuerpos casi pegados, y ella podía adivinar lo que aquellos hombres pensaban de ella. Se alejó de Eliot lentamente, porque en verdad no era lo que deseaba hacer.
-No me siento bien, prefiero descansar lo que resta del día. Gracias por tu contención, Ferrec. Creo que ha sido, junto con la despedida a nuestro maestro, lo más sincero que hemos compartido en estos años. –Con una sonrisa apagada se despidió de él y, resignada, marchó a su recámara.
-Sabes tan bien como yo cómo son las cosas aquí, Ferrec. No les importará nada más que lo que él diga. ¿Y cómo voy a mirar a los ojos a Benedetti? Oh, mi Dios… qué vergüenza siento. –Se acercó un poco más a él, a su rostro, tanto que sus labios estaban demasiado cercanos, y susurró-: Sí puedo pedirte esto, puedo y lo hago: pelea por nuestro laboratorio, yo he sido anulada.
Las palabras de Ferrec eran dulces de pronto, pero Yulia no se dejaría engañar, ¿ahora quería compartirlo todo? ¿cómo era posible ese cambio en él si siempre había hecho lo posible por anularla también? Eliot Ferrec solo se diferenciaba de Jean Vaguè en sus formas elegantes –y en que era un hombre realmente bello a ojos de Yulia-, pero ambos hombres tenían los mismos fines para con ella.
-Por favor, Ferrec, no quieras hacerme creer que esto no te beneficia, no soy una niña ingenua, que mis lágrimas no te engañen. ¿Has olvidado que quieres correrme de tu camino? ¿Has olvidado que somos rivales hace años? –Hizo un silencio y se concentró en los ojos claros de Ferrec, en sus cejas masculinas y en las pestañas demasiado largas que enmarcaban su mirada. Dudó mucho acerca de decir o no lo que estaba pensando, pero ya estaba perdida, al menos así se sentía, y acabó hablando-: Extrañaré ser tu competidora, Eliot Ferrec, tener que estar siempre a tu altura es lo que le da emoción a mi vida –sonrió con una sonrisa demasiado triste.
No había salida para ella, ya estaba resignada. Aceptaba lo que le sobrevendría, aunque se había jurado que vengaría su honor y eso tenía pensado hacer; en cuanto se calmara iba a comenzar a delinear un plan para acabar con Jean Vaguè, eso era lo justo.
Estaba a punto de acepar la propuesta de Ferrec de ir al laboratorio juntos, aunque solo fuese para disfrutar de una de sus últimas visitas al lugar que la había visto crecer y madurar como profesional en la Orden y como mujer. Iba a aceptar, en verdad que sí, pero se detuvo a mirar hacia los costados: sus compañeros de facción pasaban por allí y los observaban, Ferrec y Leuenberger estaban demasiado cercanos, sus cuerpos casi pegados, y ella podía adivinar lo que aquellos hombres pensaban de ella. Se alejó de Eliot lentamente, porque en verdad no era lo que deseaba hacer.
-No me siento bien, prefiero descansar lo que resta del día. Gracias por tu contención, Ferrec. Creo que ha sido, junto con la despedida a nuestro maestro, lo más sincero que hemos compartido en estos años. –Con una sonrisa apagada se despidió de él y, resignada, marchó a su recámara.
TEMA FINALIZADO
Yulia Leuenberger Ferrec- Inquisidor Clase Alta
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