AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Soltanto dimmi che mi ami | Flashback | Privado
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Soltanto dimmi che mi ami | Flashback | Privado
Los ojos celestes y benignos de Emanuele eran su norte. Cuando Pierina temía sólo tenía que recordar el brillo de la mirada de su amor para que cualquier tormenta feroz en su interior pasase. Siempre –desde la tragedia- había sido así y ella había llegado a creer que eso que tenían, ese refugio que solo él podía darle, también sería eterno… pero se había equivocado, la certeza se desvanecía con cada minuto que pasaba como la arena de un reloj al que se acababa de voltear; ahora su único amor, el refugio de su alma y la fuente de sus fuerzas, iba a lastimarla como solo la inquisición había logrado hacerlo hacía unos pocos años atrás. Emanuele la heriría en tan solo unas pocas horas y ella lo aceptaría, porque era lo que debía hacer, lo que tenía que ocurrir.
La odiaba, no la conocía bien a decir verdad, pero Pierina la odiaba. Había estado tan cerca de ser Élise… ¡Pensar que ella había estado a unos pocos meses de casarse con Emanuele como ahora aquella parisina arrogante haría! Pierina no podía quitarse de la mente la idea de que Élise estaba tomando su lugar, que era ella quien debía casarse esa mañana con Emanuele.
-Eres mío –le había dicho con lagrimas en los ojos la noche anterior, cuando las sombras cómplices los cubrían-, no debería decirte esto, lo mejor sería que escapara, que me fuera lejos y te dejase vivir la vida que te has ganado, la que mereces por ser el mejor hombre del mundo, pero no puedo… No puedo, Emanuele. ¿Soy una mala mujer? ¿Me estoy equivocando al querer retener lo que no me corresponde? –lloró y apoyó su frente en el pecho de él-. Eres mío –volvió a decirle, porque necesitaba que se lo confirmase-, aunque Dios diga otra cosa… Tú eres mío, me lo juraste, ¿recuerdas? Ambos lo juramos.
Era pecado meter a Dios en algo así, lo sabía pero no le importaba porque ella ya no creía en nadie, solo en sí misma, había perdido todo respeto por Dios cuando los inquisidores mataron a sus padres y la orillaron a la vida de angustias que ahora vivía.
Giulio –su hermano de catorce años, con quien compartía la pequeña habitación de servicio en la mansión en la que Emanuele y Élise vivirían- era muy listo, por lo que Pierina no se molestó en inventar ninguna mentira esa mañana… Él sabía bien a dónde se dirigía su hermana y también lo que eso implicaba. Amable, el muchacho le preguntó si quería que la acompañase y ella se negó, mientras se envolvía en su capa negra.
-Sal con tus nuevos amigos, aprovecha la tarde porque la noche será caótica –le recomendó, pues todo el personal doméstico de la casa debería ponerse a disposición de los invitados a la gran fiesta que se celebraría por la boda-. Volveré pronto, supongo.
Mientras caminaba por las calles de París, Pierina repasaba los momentos más felices de su vida, como si estuviese despidiéndose de algo, de alguien, y en la mayoría Emanuele era el protagonista. ¿Cómo haría para no enloquecer? ¿Cómo sobreviviría al desayuno de cada mañana si debía servírselo a la señora d’Ancona? ¡A una mujer que había tomado la vida que a Pierina le correspondía! ¿Cómo podría tender la cama en la que ellos dormirían cada noche? ¿Cómo podría mirarlo a los ojos sin sentir dolor? No era fuerte, se había convencido de que podía hacerle frente a cualquier cosa, que podía pelear contra cualquier persona, mas ahora descubría la verdad: no era fuerte.
Tras caminar a paso veloz, Pierina llegó a Notre Dame solo para confirmar lo que ya suponía: ni siquiera en un día tan triste como aquel la vida le daría una tregua. La mala suerte la acompañaba como si fuese una sombra. Ingresó a la iglesia justo tras los que habían sido sus suegros y al notarlo se desesperó. ¡Ellos no podían verla! ¡No debían saber que ella estaba allí, que Emanuele no había roto el contacto con su ex prometida! Verlos la llenó de tristeza y temor, pues recordó a sus padres primeramente y luego aquel momento en el que los d’Ancona le habían cerrado las puertas de su hogar quitándole una de las pocas cosas importantes que le quedaban: Emanuele.
Como era tradición en Italia –aunque estuviesen en París-, el novio y los suyos debían llegar antes y asegurarse de que todo en el lugar santo estuviese dispuesto perfectamente para recibir a la novia y a sus acompañantes. Como si ella fuese parte del grupo familiar de Emanuele, Pierina llegó justo en el momento en el que lo hacían los familiares de él y no pudo menos que tomarlo como una señal. Pero no era tonta, al menos no tanto como para dejar que sus ex suegros la viesen y la denunciasen (como hija de hechiceros Pierina era buscada), por lo que bajó la cabeza y caminó rápidamente por el pasillo lateral derecho, como si estuviese acercándose al altar, hasta dar con una puerta entreabierta. Se coló al interior de la habitación, pero antes de que pudiese cerrar la puerta tras ella, Emanuele ingresó.
Estaba hermoso. Jamás lo había visto así, con esas ropas tan elegantes. A pesar de eso, la mirada de Emanuele era triste, como si hubiese perdido a un ser amado y estuviese yendo al funeral. Mientras se ponía en puntillas de pie para poder llegar a sus labios, Pierina entendió que el funeral era el de ella.
La odiaba, no la conocía bien a decir verdad, pero Pierina la odiaba. Había estado tan cerca de ser Élise… ¡Pensar que ella había estado a unos pocos meses de casarse con Emanuele como ahora aquella parisina arrogante haría! Pierina no podía quitarse de la mente la idea de que Élise estaba tomando su lugar, que era ella quien debía casarse esa mañana con Emanuele.
-Eres mío –le había dicho con lagrimas en los ojos la noche anterior, cuando las sombras cómplices los cubrían-, no debería decirte esto, lo mejor sería que escapara, que me fuera lejos y te dejase vivir la vida que te has ganado, la que mereces por ser el mejor hombre del mundo, pero no puedo… No puedo, Emanuele. ¿Soy una mala mujer? ¿Me estoy equivocando al querer retener lo que no me corresponde? –lloró y apoyó su frente en el pecho de él-. Eres mío –volvió a decirle, porque necesitaba que se lo confirmase-, aunque Dios diga otra cosa… Tú eres mío, me lo juraste, ¿recuerdas? Ambos lo juramos.
Era pecado meter a Dios en algo así, lo sabía pero no le importaba porque ella ya no creía en nadie, solo en sí misma, había perdido todo respeto por Dios cuando los inquisidores mataron a sus padres y la orillaron a la vida de angustias que ahora vivía.
Giulio –su hermano de catorce años, con quien compartía la pequeña habitación de servicio en la mansión en la que Emanuele y Élise vivirían- era muy listo, por lo que Pierina no se molestó en inventar ninguna mentira esa mañana… Él sabía bien a dónde se dirigía su hermana y también lo que eso implicaba. Amable, el muchacho le preguntó si quería que la acompañase y ella se negó, mientras se envolvía en su capa negra.
-Sal con tus nuevos amigos, aprovecha la tarde porque la noche será caótica –le recomendó, pues todo el personal doméstico de la casa debería ponerse a disposición de los invitados a la gran fiesta que se celebraría por la boda-. Volveré pronto, supongo.
Mientras caminaba por las calles de París, Pierina repasaba los momentos más felices de su vida, como si estuviese despidiéndose de algo, de alguien, y en la mayoría Emanuele era el protagonista. ¿Cómo haría para no enloquecer? ¿Cómo sobreviviría al desayuno de cada mañana si debía servírselo a la señora d’Ancona? ¡A una mujer que había tomado la vida que a Pierina le correspondía! ¿Cómo podría tender la cama en la que ellos dormirían cada noche? ¿Cómo podría mirarlo a los ojos sin sentir dolor? No era fuerte, se había convencido de que podía hacerle frente a cualquier cosa, que podía pelear contra cualquier persona, mas ahora descubría la verdad: no era fuerte.
Tras caminar a paso veloz, Pierina llegó a Notre Dame solo para confirmar lo que ya suponía: ni siquiera en un día tan triste como aquel la vida le daría una tregua. La mala suerte la acompañaba como si fuese una sombra. Ingresó a la iglesia justo tras los que habían sido sus suegros y al notarlo se desesperó. ¡Ellos no podían verla! ¡No debían saber que ella estaba allí, que Emanuele no había roto el contacto con su ex prometida! Verlos la llenó de tristeza y temor, pues recordó a sus padres primeramente y luego aquel momento en el que los d’Ancona le habían cerrado las puertas de su hogar quitándole una de las pocas cosas importantes que le quedaban: Emanuele.
Como era tradición en Italia –aunque estuviesen en París-, el novio y los suyos debían llegar antes y asegurarse de que todo en el lugar santo estuviese dispuesto perfectamente para recibir a la novia y a sus acompañantes. Como si ella fuese parte del grupo familiar de Emanuele, Pierina llegó justo en el momento en el que lo hacían los familiares de él y no pudo menos que tomarlo como una señal. Pero no era tonta, al menos no tanto como para dejar que sus ex suegros la viesen y la denunciasen (como hija de hechiceros Pierina era buscada), por lo que bajó la cabeza y caminó rápidamente por el pasillo lateral derecho, como si estuviese acercándose al altar, hasta dar con una puerta entreabierta. Se coló al interior de la habitación, pero antes de que pudiese cerrar la puerta tras ella, Emanuele ingresó.
Estaba hermoso. Jamás lo había visto así, con esas ropas tan elegantes. A pesar de eso, la mirada de Emanuele era triste, como si hubiese perdido a un ser amado y estuviese yendo al funeral. Mientras se ponía en puntillas de pie para poder llegar a sus labios, Pierina entendió que el funeral era el de ella.
Pierina Varzi- Humano Clase Baja
- Mensajes : 24
Fecha de inscripción : 19/10/2017
Re: Soltanto dimmi che mi ami | Flashback | Privado
¿Desde cuando un hombre a punto de contraer matrimonio sentía esa sensación de vacío en el estómago? Se suponía que el día de la boda de uno era el más feliz de su vida, aquel en el que empezaba una nueva vida junto a la persona que quería… Quizá ese fuera el problema, que Emanuele no amaba a Élise. Tampoco la odiaba, a decir verdad. Había llegado a apreciarla en el tiempo que había compartido con ella, pero no la amaba; no era ella la persona con la que siempre creyó que compartiría una vida, ni sus rasgos los que pensó que que vería cada mañana al despertar. Esos pertenecían a otra mujer, que, a pesar de todo lo que él le había hecho, no lo odiaba. ¿Por qué? Eso era algo que Emanuele nunca llegó a saber. Habría sido mucho más fácil para ambos si esa relación no hubiera perdurado en el tiempo, pero parecía que ninguno de los dos se atrevía a dar ese paso.
Pasó todo el camino hasta la iglesia pensando en la conversación que mantuvo con Pierina la noche anterior, en un momento en el que ambos pudieron escaquearse de sus quehaceres. Verla llorar le rompió el corazón, sobre todo porque sabía que parte de la culpa era de él. Si se hubiera impuesto a la decisión de sus padres y les hubiera pedido que no rompieran el compromiso que lo unía a esa mujer, ahora las circunstancias serían otras: no se encontrarían en aquella casa de París, sino en su cálida Verona, y estarían ansiosos por volver a verse, puesto que, probablemente, no podrían hacerlo hasta que llegara la ceremonia.
—Lo sé —dijo, rodeándola con los brazos cuando ella se apoyó en su pecho—. Sé que lo juramos y que esto tendría que haber sido diferente, pero no hice las cosas bien, Pierina. —Le besó el cabello, respirando ese olor a flores que siempre desprendía—. Eh —se separó un poco y sujetó su rostro con las manos, secándole las lágrimas con los pulgares—, esto no cambiará nada entre nosotros, ¿me oyes? Seguiremos hablando como hemos hecho hasta ahora, y Giulio y tú vendréis conmigo a dónde vaya. Estaréis bien, te lo prometo.
Pero él sabía que Pierina no estaría bien, y que esas lágrimas no iban a ser las últimas que vería. La voz de su madre lo sacó de su trance, avisándole de que ya habían llegado a Notre Dame. Respiró hondo y salió del carruaje. El suyo no estaba emperifollado de flores, pero sabía que el de Élise sería ostentoso hasta el extremo. Su familia política era así, le gustaba todo a lo grande, y cuanto más exagerado, mejor. Al menos, su traje había podido elegirlo él mismo: un discreto chaqué oscuro que cuadraba sus hombros, acompañado de un chaleco y una camisa blanca con adornos en la pechera.
Nada más cruzar las puertas de la catedral, el olor a incienso y flores le golpeó el rostro. Se arrepintió de no haber tomado parte en la decoración de todo lo tocante a aquella boda, pero ya era tarde para echar el tiempo atrás. Su madre empezó a dar órdenes casi de inmediato; al parecer, había cosas fuera de lugar, algo inexplicable a aquellas alturas. Emanuele caminó hasta el altar y se quedó mirando los banquitos donde Élise y él se sentarían en unas pocas horas a darse el sí quiero. Una sensación de vértigo lo asoló de pronto, así que miró hacia otro lado, justo en el momento en el que la figura de una mujer encapuchada cruzó la catedral. De inmediato supo que aquella no era una mujer cualquiera.
—No puede ser —murmuró para sí. Se pasó la mano por el pelo y se acercó hacia su madre—. Discúlpeme, madre, voy a salir un momento. Me está mareando este olor a flores. —Le dio un beso en la sien y se dirigió a la misma habitación donde se había metido Pierina, tan rápido que a la señora d’Ancona no le dio tiempo a replicar la falta de su hijo.
Cerró la puerta tras él justo después de comprobar que nadie lo había visto meterse ahí dentro y respiró hondo. Lo siguiente que hizo fue buscarla.
—¿Qué haces aquí, Pierina? —Su voz sonó preocupada, pero más le preocupó el hecho de que ella intentara besarlo ¡en los labios! Giró el rostro en el último momento, haciendo que el beso cayera en la mejilla, a pesar de que sabía que eso le haría daño—. Por favor, Pierina, no hagas esto más difícil de lo que ya es. —Volvió a respirar hondo—. ¿Por qué has venido? Mis padres están aquí y podrían verte. Sabes lo que ocurrirá si eso pasa.
Pasó todo el camino hasta la iglesia pensando en la conversación que mantuvo con Pierina la noche anterior, en un momento en el que ambos pudieron escaquearse de sus quehaceres. Verla llorar le rompió el corazón, sobre todo porque sabía que parte de la culpa era de él. Si se hubiera impuesto a la decisión de sus padres y les hubiera pedido que no rompieran el compromiso que lo unía a esa mujer, ahora las circunstancias serían otras: no se encontrarían en aquella casa de París, sino en su cálida Verona, y estarían ansiosos por volver a verse, puesto que, probablemente, no podrían hacerlo hasta que llegara la ceremonia.
—Lo sé —dijo, rodeándola con los brazos cuando ella se apoyó en su pecho—. Sé que lo juramos y que esto tendría que haber sido diferente, pero no hice las cosas bien, Pierina. —Le besó el cabello, respirando ese olor a flores que siempre desprendía—. Eh —se separó un poco y sujetó su rostro con las manos, secándole las lágrimas con los pulgares—, esto no cambiará nada entre nosotros, ¿me oyes? Seguiremos hablando como hemos hecho hasta ahora, y Giulio y tú vendréis conmigo a dónde vaya. Estaréis bien, te lo prometo.
Pero él sabía que Pierina no estaría bien, y que esas lágrimas no iban a ser las últimas que vería. La voz de su madre lo sacó de su trance, avisándole de que ya habían llegado a Notre Dame. Respiró hondo y salió del carruaje. El suyo no estaba emperifollado de flores, pero sabía que el de Élise sería ostentoso hasta el extremo. Su familia política era así, le gustaba todo a lo grande, y cuanto más exagerado, mejor. Al menos, su traje había podido elegirlo él mismo: un discreto chaqué oscuro que cuadraba sus hombros, acompañado de un chaleco y una camisa blanca con adornos en la pechera.
Nada más cruzar las puertas de la catedral, el olor a incienso y flores le golpeó el rostro. Se arrepintió de no haber tomado parte en la decoración de todo lo tocante a aquella boda, pero ya era tarde para echar el tiempo atrás. Su madre empezó a dar órdenes casi de inmediato; al parecer, había cosas fuera de lugar, algo inexplicable a aquellas alturas. Emanuele caminó hasta el altar y se quedó mirando los banquitos donde Élise y él se sentarían en unas pocas horas a darse el sí quiero. Una sensación de vértigo lo asoló de pronto, así que miró hacia otro lado, justo en el momento en el que la figura de una mujer encapuchada cruzó la catedral. De inmediato supo que aquella no era una mujer cualquiera.
—No puede ser —murmuró para sí. Se pasó la mano por el pelo y se acercó hacia su madre—. Discúlpeme, madre, voy a salir un momento. Me está mareando este olor a flores. —Le dio un beso en la sien y se dirigió a la misma habitación donde se había metido Pierina, tan rápido que a la señora d’Ancona no le dio tiempo a replicar la falta de su hijo.
Cerró la puerta tras él justo después de comprobar que nadie lo había visto meterse ahí dentro y respiró hondo. Lo siguiente que hizo fue buscarla.
—¿Qué haces aquí, Pierina? —Su voz sonó preocupada, pero más le preocupó el hecho de que ella intentara besarlo ¡en los labios! Giró el rostro en el último momento, haciendo que el beso cayera en la mejilla, a pesar de que sabía que eso le haría daño—. Por favor, Pierina, no hagas esto más difícil de lo que ya es. —Volvió a respirar hondo—. ¿Por qué has venido? Mis padres están aquí y podrían verte. Sabes lo que ocurrirá si eso pasa.
Emanuele d'Ancona- Humano Clase Alta
- Mensajes : 26
Fecha de inscripción : 12/10/2017
Re: Soltanto dimmi che mi ami | Flashback | Privado
Le dolió que él le negase los labios, que se los prohibiese como si sus besos fuesen el pecado más terrible del mundo, pero también el contraste que ambos mostraban. Él hermoso, perfecto desde los zapatos hasta el recorte de su barba. Ella, en cambio, había hecho todo lo que había podido por lucir bella –como hacía siempre que sabía que lo vería-, pero sus zapatos seguían estando gastados, su capa negra raída y deshilachada en los bordes y su rostro… Pierina sabía que su rostro nunca volvería a reflejar alegría.
Sí, todo estaba bien así y ella no lloraría. La vida estaba llamando a las cosas por su nombre, acomodando lo bello con lo bello, lo valioso con lo valioso. Emanuele y Élise. Pierina y… el cubo de fregar. Las cosas debían ser así y ella no iba a llorar, iba a ser fuerte y a tratar de mostrarse comprensiva, intentaría no presionarlo porque sabía que eso era lo último que él necesitaba en un día así. No quería incomodarlo, ¡pero qué difícil se le hacía conservar la calma!
-¿Cómo podría no venir a verte, Emanuele? ¿Qué dices? ¿Crees que te dejaría solo en un momento así? -Habría podido agregar muchas cosas más, podría haber mencionado las veces que se habían reunido para planear su propia boda, pero ¿qué más daba? ¿Qué diferencia harían esos recuerdos tan tortuosos? Si pudiera hacerlo, Pierina los borraría de su mente porque eran una pesadilla durante cada noche.
Quería abrazarlo, sentir su perfume, saber que nada cambiaría entre ellos pese a que él ahora tuviera una esposa. Pero se abstuvo, retrocedió dos pasos y eso solo acrecentó el dolor en su interior, podría decir que era hambre –hacía casi un día que no ingería bocado pues la angustia y los nervios contribuían a que su estómago se hallase cerrado-, pero ella sabía que era miedo, temía que Emanuele ya no fuese el de siempre, el hombre bueno y amoroso que ella había conocido y amado, al que le había jurado tantas cosas… Temía que de ahora en adelante el Emanuele de Pierina dejase de existir para darle paso al Emanuele de Élise, uno forjado a la forma y gusto de la parisina, distante del suyo, del único hombre al que había amado.
-Estoy enloqueciendo –le confesó y se arrebujó con su capa-, lo sé, sé que estoy enloqueciendo, pero no me importa nada, nada que no seas tú. ¡No me importa la puta inquisición! ¡No me importan tus padres! ¡No me importa la hipócrita de tu madre! –dijo, y de inmediato se arrepintió, pues sabía que Claudine era una de las personas a las que él más quería-. Lo siento, lo siento, perdóname –le rogó y se desplomó en el suelo.
Apoyó la espalda en la pared helada, llevó sus rodillas al pecho y en ellas escondió la cabeza. Sentía vergüenza por no ser suficiente para él, por no estar a su altura, por no ser para los d’Ancona más que un mal recuerdo, una carga de la que, creían, se habían librado a tiempo. Estaba más cercana a pasar por una vendedora de cualquier puesto de fruta que por una de las invitadas a la hermosa ceremonia. Estaba más cercana al olvido de Emanuele que a su añoranza. Faltaban minutos para que Pierina Varzi fuese arrojada al pasado, para que definitivamente perdiese toda esperanza de que las cosas se recompusiesen. Quería recordarle la promesa, pero no lo haría, él tenía cosas más importantes en las que pensar.
-Voy a quedarme, Emanuele –se abstuvo de llamarlo amor mío, pese a que deseaba recordarle que así lo sentiría siempre, su amor-. Quiero verlo, quiero oírlo todo, quiero estar… Aunque me ordenes que me marche, yo aquí me quedaré. Quiero verte jurarle amor ante Dios, necesito saber si eso cambia algo en mí.
Sí, todo estaba bien así y ella no lloraría. La vida estaba llamando a las cosas por su nombre, acomodando lo bello con lo bello, lo valioso con lo valioso. Emanuele y Élise. Pierina y… el cubo de fregar. Las cosas debían ser así y ella no iba a llorar, iba a ser fuerte y a tratar de mostrarse comprensiva, intentaría no presionarlo porque sabía que eso era lo último que él necesitaba en un día así. No quería incomodarlo, ¡pero qué difícil se le hacía conservar la calma!
-¿Cómo podría no venir a verte, Emanuele? ¿Qué dices? ¿Crees que te dejaría solo en un momento así? -Habría podido agregar muchas cosas más, podría haber mencionado las veces que se habían reunido para planear su propia boda, pero ¿qué más daba? ¿Qué diferencia harían esos recuerdos tan tortuosos? Si pudiera hacerlo, Pierina los borraría de su mente porque eran una pesadilla durante cada noche.
Quería abrazarlo, sentir su perfume, saber que nada cambiaría entre ellos pese a que él ahora tuviera una esposa. Pero se abstuvo, retrocedió dos pasos y eso solo acrecentó el dolor en su interior, podría decir que era hambre –hacía casi un día que no ingería bocado pues la angustia y los nervios contribuían a que su estómago se hallase cerrado-, pero ella sabía que era miedo, temía que Emanuele ya no fuese el de siempre, el hombre bueno y amoroso que ella había conocido y amado, al que le había jurado tantas cosas… Temía que de ahora en adelante el Emanuele de Pierina dejase de existir para darle paso al Emanuele de Élise, uno forjado a la forma y gusto de la parisina, distante del suyo, del único hombre al que había amado.
-Estoy enloqueciendo –le confesó y se arrebujó con su capa-, lo sé, sé que estoy enloqueciendo, pero no me importa nada, nada que no seas tú. ¡No me importa la puta inquisición! ¡No me importan tus padres! ¡No me importa la hipócrita de tu madre! –dijo, y de inmediato se arrepintió, pues sabía que Claudine era una de las personas a las que él más quería-. Lo siento, lo siento, perdóname –le rogó y se desplomó en el suelo.
Apoyó la espalda en la pared helada, llevó sus rodillas al pecho y en ellas escondió la cabeza. Sentía vergüenza por no ser suficiente para él, por no estar a su altura, por no ser para los d’Ancona más que un mal recuerdo, una carga de la que, creían, se habían librado a tiempo. Estaba más cercana a pasar por una vendedora de cualquier puesto de fruta que por una de las invitadas a la hermosa ceremonia. Estaba más cercana al olvido de Emanuele que a su añoranza. Faltaban minutos para que Pierina Varzi fuese arrojada al pasado, para que definitivamente perdiese toda esperanza de que las cosas se recompusiesen. Quería recordarle la promesa, pero no lo haría, él tenía cosas más importantes en las que pensar.
-Voy a quedarme, Emanuele –se abstuvo de llamarlo amor mío, pese a que deseaba recordarle que así lo sentiría siempre, su amor-. Quiero verlo, quiero oírlo todo, quiero estar… Aunque me ordenes que me marche, yo aquí me quedaré. Quiero verte jurarle amor ante Dios, necesito saber si eso cambia algo en mí.
Pierina Varzi- Humano Clase Baja
- Mensajes : 24
Fecha de inscripción : 19/10/2017
Re: Soltanto dimmi che mi ami | Flashback | Privado
Ver la decepción en su rostro le dolió, y ese dolor se vio reflejado en sus ojos, azules como el cielo despejado pero si ningún tipo de brillo. ¿Qué podía hacer él para arreglar esa situación? Sabía que todas y cada una de la promesas que le había hecho a Pierina las había roto como un vil traidor. Si conseguía hacerle ver lo culpable que se sentía por haberle hecho eso, si tan sólo podía hacerle entender una parte de esos remordimientos que habían perdurado intactos durante todo ese tiempo… Pero sabía que aquello era difícil, si no se catalogaba de imposible. Ahora Emanuele tenía otras obligaciones y, en concreto, otra mujer a la que también le había prometido cosas (aunque sí era cierto que menos que a Pierina). Ya le había destrozado el corazón a una, no soportaría hacérselo a otra.
La forma en la que increpó a su familia, en especial a su madre, tampoco ayudó a que se sintiera mejor. Apretó la mandíbula y los puños con fuerza y desvió la vista hacia otro lado porque, si la miraba en ese momento, era muy probable que terminara reprendiéndola por sus palabras. No estaba siendo un día fácil para él, y la actitud de Pierina no estaba alisando el camino. Se pasó la mano por la barbilla peinándose la barba y respiró hondo antes de dirigirse a ella. La vio sentada en el suelo de piedra con la cabeza escondida en las rodillas y, aunque no podía ver su rostro, sabía que, si no había empezado a llorar, estaría haciendo un esfuerzo terrible por mantener las lágrimas ocultas.
—El suelo está helado, Pierina —dijo, agachándose para tomar sus manos con suavidad—. Vamos, levántate antes de que termines con un resfriado.
Tiró de ella hacia arriba para obligarla a levantarse y la atrajo hasta dejarla frente a él, pero sin acercarla todavía. Era tan distinta a Élise que se le hacía extraño pensar que una vez estuvo prometido con ella. Pierina siempre había tenido esa calidez del sur, esa alegría (o, al menos, la tuvo) que a su futura esposa le faltaba. A Élise, y a todos los que vivían en París, como si el frío de la ciudad les agriara el carácter. Emanuele tenía la sensación de que no encajaba allí, y al ver a la joven italiana frente a él supo que sus sospechas eran ciertas. No pertenecía a ese mundo y no quería formar parte de él. Deseaba volver a Verona, respirar el aire puro y fresco de sus campos y olvidarse de los malditos negocios que le habían llevado hasta allí.
Para él, Pierina representaba todo lo que añoraba, así que terminó acercándola y la abrazó, tal y como hizo la noche anterior. Esperó que eso la reconfortara de la misma manera que a él, aunque sólo fuera un poco, en vez de hacerle sentir peor, porque Emanuele no quería hacerle más daño del que le había producido ya.
—¿Estás segura de que quieres quedarte? —preguntó, aspirando ese aroma a flores que desprendía su cabello—. Yo no creo que sea buena idea, y no lo digo por mí, ni por mis padres, o por Élise; lo digo por ti, Pierina.
Se separó un poco, lo justo para poder alzar su rostro con una mano y obligarla a mirarle. Con el pulgar acarició la suave mejilla, tan lisa como si fuera de porcelana. Por un momento, Notre Dame desapareció de su entorno y sólo la vio a ella, hermosa a pesar de su capa raída y sus zapatos desgastados. La distancia que había entre ellos era demasiado corta para un hombre que estaba a punto de contraer matrimonio con otra, pero Emanuele no hizo nada para remediarlo, al contrario: se acercó un poco más, impulsado por algo fuera de toda lógica, hasta que alguien tocó a la puerta.
—Emanuele, hijo, ¿te encuentras bien?
Nada más escuchar la voz de Claudine se alejó de Pierina, de manera algo brusca, quizá. Tardó unos segundos en recomponerse porque no entendía qué demonios acababa de pasar. ¡Por el amor de Dios! ¡Iba a casarse! ¿Que estaba haciendo?
—Sí —contestó en voz lo suficientemente alta y firme para que le escuchara bien y no sospechara—. Enseguida salgo, madre.
Ante todo, no podía darle pie a que abriera la puerta y viera a la hija de los Varzi allí, a solas con él. Escuchó que los pasos se alejaban y respiró hondo de nuevo. Aquello no estaba bien, y él lo sabía.
—Sé que no puedo obligarte a que te marches, pero sería lo mejor —habló con la mirada fija en el suelo, terriblemente avergonzado—. Debo salir. —Alzó los ojos hasta ella—. Si te quedas, procura que no te vean, por favor.
La forma en la que increpó a su familia, en especial a su madre, tampoco ayudó a que se sintiera mejor. Apretó la mandíbula y los puños con fuerza y desvió la vista hacia otro lado porque, si la miraba en ese momento, era muy probable que terminara reprendiéndola por sus palabras. No estaba siendo un día fácil para él, y la actitud de Pierina no estaba alisando el camino. Se pasó la mano por la barbilla peinándose la barba y respiró hondo antes de dirigirse a ella. La vio sentada en el suelo de piedra con la cabeza escondida en las rodillas y, aunque no podía ver su rostro, sabía que, si no había empezado a llorar, estaría haciendo un esfuerzo terrible por mantener las lágrimas ocultas.
—El suelo está helado, Pierina —dijo, agachándose para tomar sus manos con suavidad—. Vamos, levántate antes de que termines con un resfriado.
Tiró de ella hacia arriba para obligarla a levantarse y la atrajo hasta dejarla frente a él, pero sin acercarla todavía. Era tan distinta a Élise que se le hacía extraño pensar que una vez estuvo prometido con ella. Pierina siempre había tenido esa calidez del sur, esa alegría (o, al menos, la tuvo) que a su futura esposa le faltaba. A Élise, y a todos los que vivían en París, como si el frío de la ciudad les agriara el carácter. Emanuele tenía la sensación de que no encajaba allí, y al ver a la joven italiana frente a él supo que sus sospechas eran ciertas. No pertenecía a ese mundo y no quería formar parte de él. Deseaba volver a Verona, respirar el aire puro y fresco de sus campos y olvidarse de los malditos negocios que le habían llevado hasta allí.
Para él, Pierina representaba todo lo que añoraba, así que terminó acercándola y la abrazó, tal y como hizo la noche anterior. Esperó que eso la reconfortara de la misma manera que a él, aunque sólo fuera un poco, en vez de hacerle sentir peor, porque Emanuele no quería hacerle más daño del que le había producido ya.
—¿Estás segura de que quieres quedarte? —preguntó, aspirando ese aroma a flores que desprendía su cabello—. Yo no creo que sea buena idea, y no lo digo por mí, ni por mis padres, o por Élise; lo digo por ti, Pierina.
Se separó un poco, lo justo para poder alzar su rostro con una mano y obligarla a mirarle. Con el pulgar acarició la suave mejilla, tan lisa como si fuera de porcelana. Por un momento, Notre Dame desapareció de su entorno y sólo la vio a ella, hermosa a pesar de su capa raída y sus zapatos desgastados. La distancia que había entre ellos era demasiado corta para un hombre que estaba a punto de contraer matrimonio con otra, pero Emanuele no hizo nada para remediarlo, al contrario: se acercó un poco más, impulsado por algo fuera de toda lógica, hasta que alguien tocó a la puerta.
—Emanuele, hijo, ¿te encuentras bien?
Nada más escuchar la voz de Claudine se alejó de Pierina, de manera algo brusca, quizá. Tardó unos segundos en recomponerse porque no entendía qué demonios acababa de pasar. ¡Por el amor de Dios! ¡Iba a casarse! ¿Que estaba haciendo?
—Sí —contestó en voz lo suficientemente alta y firme para que le escuchara bien y no sospechara—. Enseguida salgo, madre.
Ante todo, no podía darle pie a que abriera la puerta y viera a la hija de los Varzi allí, a solas con él. Escuchó que los pasos se alejaban y respiró hondo de nuevo. Aquello no estaba bien, y él lo sabía.
—Sé que no puedo obligarte a que te marches, pero sería lo mejor —habló con la mirada fija en el suelo, terriblemente avergonzado—. Debo salir. —Alzó los ojos hasta ella—. Si te quedas, procura que no te vean, por favor.
Emanuele d'Ancona- Humano Clase Alta
- Mensajes : 26
Fecha de inscripción : 12/10/2017
Re: Soltanto dimmi che mi ami | Flashback | Privado
Un abrazo. Algunas caricias. Su voz. Su perfume. ¿Quién podría resistirse a algo así? Acabaría por enloquecer, perdería la cabeza y su hermano quedaría solo en la vida. Y sí que sería el único que la extrañaría. Emanuele no, él sería al fin libre de todas las promesas que le había hecho, sería libre para poder ser el hijo perfecto, el esposo perfecto, el padre perfecto… Ante el mero pensamiento de Emanuele teniendo hijos con Élise, a Pierina Varzi se le revolvió en el estómago lo poco que le quedaba del frugal desayuno.
Élise. Un nombre exquisito, fino y elegante. El nombre de su ruina. Élise. Oírlo pronunciar ese nombre fue un golpe duro, uno más, pero lo supo disimular pues lamentablemente se había acostumbrado a los garrotazos que la vida le daba. Es que no habían sido buenos los últimos días, tampoco las últimas semanas o meses… Pierina ya no recordaba lo que era vivir sin temor, sin mentiras. ¿Qué era la paz? ¿Cómo se sentía la felicidad? No lo recordaba, por mucho que quisiera. Y, aunque le encantaría decir que en los brazos de Emanuele hallaba paz o alegría, eso no era cierto. Para ella, él era el amor y la seguridad, pero no la tranquilidad y mucho menos la felicidad.
-Me quedaré, ya te lo he dicho. Necesito saber que esto es real, que está ocurriendo. Necesito que mi vida cambie a la par que cambia la tuya. ¿No soy libre de poder decidir quedarme en esta iglesia? No, libre no soy –se respondió rápidamente a sí misma tal y como haría una persona insana que oye voces-, pero al menos me gustaría saber que soy tan digna de entrar a la casa de Dios como tú, como tu madre o como tu amada Élise.
Estaba celosa, celosa y deseosa de que él le reafirmase otra vez que la amaba, que Élise no era nada más que su prometida por obligación, que si fuese libre para elegir la elegiría a ella. Necesitaba sus palabras más que él aire en esos momentos. ¿Para qué quería respirar? No le importaba el oxígeno en lo absoluto pues vivía a través de Emanuele d’Ancona.
Más dolor al sentir la voz de aquella mujer malvada e hipócrita. Pena de sí misma al notar en el apuro en el que estaba metiéndose y metiéndolo a él al estar allí. Vergüenza por ser quién era, no sólo por no ser suficiente para que él pudiese elegirla sino también por ser la hija de los Varzi, un matrimonio al que habían perseguido, capturado y asesinado.
-No te daré problemas –le aseguró, pero aunque él bajó la vista ella la mantuvo fija en el filo de su mandíbula-, descuida. Soy una prófuga de la inquisición ya experimentada, sé cómo cuidarme, llevo años escondiéndome Emanuele. Ve, ve y cásate con ella, ve y prométele ser el mejor hombre, el mejor compañero. Ve y cambia tu vida. Intenta olvidarme, si puedes.
Élise. Un nombre exquisito, fino y elegante. El nombre de su ruina. Élise. Oírlo pronunciar ese nombre fue un golpe duro, uno más, pero lo supo disimular pues lamentablemente se había acostumbrado a los garrotazos que la vida le daba. Es que no habían sido buenos los últimos días, tampoco las últimas semanas o meses… Pierina ya no recordaba lo que era vivir sin temor, sin mentiras. ¿Qué era la paz? ¿Cómo se sentía la felicidad? No lo recordaba, por mucho que quisiera. Y, aunque le encantaría decir que en los brazos de Emanuele hallaba paz o alegría, eso no era cierto. Para ella, él era el amor y la seguridad, pero no la tranquilidad y mucho menos la felicidad.
-Me quedaré, ya te lo he dicho. Necesito saber que esto es real, que está ocurriendo. Necesito que mi vida cambie a la par que cambia la tuya. ¿No soy libre de poder decidir quedarme en esta iglesia? No, libre no soy –se respondió rápidamente a sí misma tal y como haría una persona insana que oye voces-, pero al menos me gustaría saber que soy tan digna de entrar a la casa de Dios como tú, como tu madre o como tu amada Élise.
Estaba celosa, celosa y deseosa de que él le reafirmase otra vez que la amaba, que Élise no era nada más que su prometida por obligación, que si fuese libre para elegir la elegiría a ella. Necesitaba sus palabras más que él aire en esos momentos. ¿Para qué quería respirar? No le importaba el oxígeno en lo absoluto pues vivía a través de Emanuele d’Ancona.
Más dolor al sentir la voz de aquella mujer malvada e hipócrita. Pena de sí misma al notar en el apuro en el que estaba metiéndose y metiéndolo a él al estar allí. Vergüenza por ser quién era, no sólo por no ser suficiente para que él pudiese elegirla sino también por ser la hija de los Varzi, un matrimonio al que habían perseguido, capturado y asesinado.
-No te daré problemas –le aseguró, pero aunque él bajó la vista ella la mantuvo fija en el filo de su mandíbula-, descuida. Soy una prófuga de la inquisición ya experimentada, sé cómo cuidarme, llevo años escondiéndome Emanuele. Ve, ve y cásate con ella, ve y prométele ser el mejor hombre, el mejor compañero. Ve y cambia tu vida. Intenta olvidarme, si puedes.
Pierina Varzi- Humano Clase Baja
- Mensajes : 24
Fecha de inscripción : 19/10/2017
Re: Soltanto dimmi che mi ami | Flashback | Privado
¿Que intentara olvidarla, si podía? Cuando más escuchaba a Pierina, más convencido estaba de que aquella boda que estaba a punto de celebrarse era la peor de las ideas. Él no amaba a Élise, y no sabía si en algún momento llegaría a hacerlo. Era una mujer amable y cariñosa, de eso no había duda; también era hermosa, pero Emanuele sentía que no era la mujer que debía compartir su vida con él. Esa la tenía frente a sí, rota a pesar de los años, y todo por su culpa. Ahora se daba cuenta de que llevársela con él quizá no había sido lo correcto, pero ¿habrían sobrevivido ella y su hermanito si no les hubiera ayudado? Emanuele quería pensar que no, que sin su ayuda no habrían conseguido salir adelante, pero era un pensamiento puramente egoísta; quería creer que había hecho lo mejor para ella, cuando el que no tenía claro si podía vivir sin el otro era él.
—No digas tonterías, Pierina —dijo, y aunque sus palabras pudieran sonar rudas, su tono fue dulce, como siempre que hablaba con ella—. Claro que eres digna de entrar aquí, tanto o más que los que hoy estarán ahí fuera.
Quiso decirle que él no había elegido eso, que no amaba a Élise y que no deseaba casarse aquel día, pero, ¿ayudaría en algo? ¿Sus palabras harían que se sintiera mejor? No, como tampoco había ayudado el abrazo que le acababa de dar, así que se mordió la lengua con fuerza y respiró hondo. Tras la puerta se empezaron a escuchar unas voces de los que debían ser los primeros invitados, así que se acercó hasta ella, probablemente la última vez en lo que restaba de día, y tomó su mano con firmeza.
—Ten cuidado —susurró en su oído antes de darse la vuelta.
Cuando salió, se aseguró de que nadie veía a la joven que había quedado dentro de aquella habitación y comenzó a saludar a la gente que ya había preguntando por él. Dio la mano a un sinfín de hombres y besó los dorsos de otras tantas mujeres, muchas de ellas invitadas de la familia de Élise y completamente desconocidas para Emanuele. No sabía en qué momento habían pasado las horas, pero, para cuando quiso darse cuenta, todos estaban tomando asiento en los bancos de la catedral.
Claudine guió a su hijo hasta situarse junto a él frente al altar. Las manos de Emanuele sudaban, pero él sentía un frío intenso recorrerle la espina dorsal y unas náuseas que casi le obligaron a que sentarse.
Un murmullo recorrió la nave, y cuando Emanuele miró a qué se debía —aunque ya lo imaginaba—, vió a una hermosísima Élise vestida de un blanco impoluto acercarse por el pasillo. Se le secó la boca nada más verla y, por un momento, Pierina desapareció de su mente. Sólo fue un segundo, el mismo que tardó en desviar los ojos unos pocos metros hacia la derecha, donde creyó ver una sombra revolverse en la oscuridad. Disimuló su turbación fingiendo que eran los nervios antes de darse el “Sí, quiero” y volvió la mirada hacia su prometida. «Prometida, que no amada» ¿Iba a ser aquella boda justa para alguien?
Olió el perfume de Élise cuando ésta se colocó a su lado. ¡Qué irónica casualidad que fuera el mismo que usara Pierina antes de la tragedia que destrozó a su familia! Por un momento, vio el rostro de la italiana junto a él, vestida de ese mismo blanco que ya empezaba a hacerle daño a los ojos. Movió los labios pronunciando su nombre, pero, afortunadamente, ningún sonido salió de su garganta. Al menos, los nervios estaban sirviendo de algo.
—Emanuele, ¿te encuentras bien? —susurró la novia, tan discretamente que sólo él la oyó.
Asintió y su mente volvió a la realidad de Notre Dame. Sintió como el color regresaba a su rostro y miró al cura, que esperaba a que ambos estuvieran listos con esa sonrisa bobalicona que compartían todos los presentes. ¿De verdad iba a poder prometer amar y respetar a Élise cuando su mente no hacía más que pensar en otra mujer?
—Queridos hermanos…
Emanuele ya no escuchó más, sino que dejó que su cuerpo se moviera de manera automática imitando los gestos de Élise, los de Claudine o los del propio sacerdote. Sintió el roce de la mano de la joven y cerró la suya envolviendo los suaves dedos femeninos, girando el cuerpo para quedar frente a frente con ella. ¿Por qué Emanuele no podía ser feliz cuando una mujer como Élise estaba a punto de casarse con él?
—¿... todos los días de tu vida?
—Sí, quiero —contestó, pero ni siquiera se escuchó a sí mismo, como tampoco sintió el peso de la alianza en su dedo anular ni el apretón de manos que le dio ella cuando todo terminó. Fueron los vítores de los invitados los que le anunciaron que Emanuele d’Ancona y Élise Fontaine se habían convertido en marido y mujer.
Cuando comenzó a caminar por el pasillo miró hacia la zona donde había visto la sombra revolverse antes de que la ceremonia comenzara. En la medida en la que se fue acercando se dio cuenta de que Pierina no estaba ya allí —suponiendo que en algún momento hubiera estado—, y eso lo tranquilizó un tanto. «Espero que no te hayas quedado a ver esto» pensó, pero tuvo que borrarla de su mente si no quería que su infelicidad se viera reflejada en su rostro. Ese día, Élise y él eran el centro de atención, y el hecho de pensar en que uno sólo de esos cientos de ojos que los observaban pudiera delatar a Pierina lo estaba matando.
—No digas tonterías, Pierina —dijo, y aunque sus palabras pudieran sonar rudas, su tono fue dulce, como siempre que hablaba con ella—. Claro que eres digna de entrar aquí, tanto o más que los que hoy estarán ahí fuera.
Quiso decirle que él no había elegido eso, que no amaba a Élise y que no deseaba casarse aquel día, pero, ¿ayudaría en algo? ¿Sus palabras harían que se sintiera mejor? No, como tampoco había ayudado el abrazo que le acababa de dar, así que se mordió la lengua con fuerza y respiró hondo. Tras la puerta se empezaron a escuchar unas voces de los que debían ser los primeros invitados, así que se acercó hasta ella, probablemente la última vez en lo que restaba de día, y tomó su mano con firmeza.
—Ten cuidado —susurró en su oído antes de darse la vuelta.
Cuando salió, se aseguró de que nadie veía a la joven que había quedado dentro de aquella habitación y comenzó a saludar a la gente que ya había preguntando por él. Dio la mano a un sinfín de hombres y besó los dorsos de otras tantas mujeres, muchas de ellas invitadas de la familia de Élise y completamente desconocidas para Emanuele. No sabía en qué momento habían pasado las horas, pero, para cuando quiso darse cuenta, todos estaban tomando asiento en los bancos de la catedral.
Claudine guió a su hijo hasta situarse junto a él frente al altar. Las manos de Emanuele sudaban, pero él sentía un frío intenso recorrerle la espina dorsal y unas náuseas que casi le obligaron a que sentarse.
Un murmullo recorrió la nave, y cuando Emanuele miró a qué se debía —aunque ya lo imaginaba—, vió a una hermosísima Élise vestida de un blanco impoluto acercarse por el pasillo. Se le secó la boca nada más verla y, por un momento, Pierina desapareció de su mente. Sólo fue un segundo, el mismo que tardó en desviar los ojos unos pocos metros hacia la derecha, donde creyó ver una sombra revolverse en la oscuridad. Disimuló su turbación fingiendo que eran los nervios antes de darse el “Sí, quiero” y volvió la mirada hacia su prometida. «Prometida, que no amada» ¿Iba a ser aquella boda justa para alguien?
Olió el perfume de Élise cuando ésta se colocó a su lado. ¡Qué irónica casualidad que fuera el mismo que usara Pierina antes de la tragedia que destrozó a su familia! Por un momento, vio el rostro de la italiana junto a él, vestida de ese mismo blanco que ya empezaba a hacerle daño a los ojos. Movió los labios pronunciando su nombre, pero, afortunadamente, ningún sonido salió de su garganta. Al menos, los nervios estaban sirviendo de algo.
—Emanuele, ¿te encuentras bien? —susurró la novia, tan discretamente que sólo él la oyó.
Asintió y su mente volvió a la realidad de Notre Dame. Sintió como el color regresaba a su rostro y miró al cura, que esperaba a que ambos estuvieran listos con esa sonrisa bobalicona que compartían todos los presentes. ¿De verdad iba a poder prometer amar y respetar a Élise cuando su mente no hacía más que pensar en otra mujer?
—Queridos hermanos…
Emanuele ya no escuchó más, sino que dejó que su cuerpo se moviera de manera automática imitando los gestos de Élise, los de Claudine o los del propio sacerdote. Sintió el roce de la mano de la joven y cerró la suya envolviendo los suaves dedos femeninos, girando el cuerpo para quedar frente a frente con ella. ¿Por qué Emanuele no podía ser feliz cuando una mujer como Élise estaba a punto de casarse con él?
—¿... todos los días de tu vida?
—Sí, quiero —contestó, pero ni siquiera se escuchó a sí mismo, como tampoco sintió el peso de la alianza en su dedo anular ni el apretón de manos que le dio ella cuando todo terminó. Fueron los vítores de los invitados los que le anunciaron que Emanuele d’Ancona y Élise Fontaine se habían convertido en marido y mujer.
Cuando comenzó a caminar por el pasillo miró hacia la zona donde había visto la sombra revolverse antes de que la ceremonia comenzara. En la medida en la que se fue acercando se dio cuenta de que Pierina no estaba ya allí —suponiendo que en algún momento hubiera estado—, y eso lo tranquilizó un tanto. «Espero que no te hayas quedado a ver esto» pensó, pero tuvo que borrarla de su mente si no quería que su infelicidad se viera reflejada en su rostro. Ese día, Élise y él eran el centro de atención, y el hecho de pensar en que uno sólo de esos cientos de ojos que los observaban pudiera delatar a Pierina lo estaba matando.
Emanuele d'Ancona- Humano Clase Alta
- Mensajes : 26
Fecha de inscripción : 12/10/2017
Re: Soltanto dimmi che mi ami | Flashback | Privado
Si verlo marcharse sin tener argumentos para persuadirlo de que no la dejase había sido duro, verlo recibir a la bellísima Élise en el altar, bendecidos por la mirada del sacerdote, fue una daga clavada certeramente en su ojo. Creía que sí podría soportarlo porque se repetía una y otra vez –como si de un mantra se tratase- lo fuerte que era, se recordaba todas las cosas difíciles de las que se había sobrepuesto, pero descubría ahora que no estaba preparada para atestiguar en silencio aquello, ni siquiera lo hubiera estado si hubiese contado con años de preparación mental y emocional. No llorar le fue imposible y respirar –algo tan sencillo y vital- muy dificultoso.
Veía bien, pero no oía del todo. Por eso Pierina se torturó imaginando los votos que los novios cruzaban, en su mente Emanuele le hacía a Élise las mismas promesas que le había hecho a ella, le tomaba las manos con la misma dulzura y pronto la besaría con la ternura que siempre le había dedicado a ella. ¿Por qué? ¿Por qué vivía un desprecio así? ¿Qué había hecho mal en la vida para merecer pasar por algo tan penoso?
-Sé fuerte, Pierina, sé fuerte. Hubo cosas peores, ya te han desgarrado el corazón antes, sé fuerte –se decía a sí misma, pero todo trascurría con deliberada lentitud y le añadía agonía al momento que, en verdad, todos estaban disfrutando-. Pronto tendrán hijos, hijos que tú cuidarás –tal vez si se preparaba para esa idea con la debida anticipación podría sortear de mejor manera el dolor de ver a Emanuele como padre de los hijos de otra mujer.
Observó como él se desenvolvía en el altar, como era el centro de atención ahora que había aceptado en matrimonio –esa sagrada unión- a Élise, y ya no pudo soportarlo más. No sería capaz de verlo besar a su ahora esposa. Sin poder aguantar un segundo más, Pierina salió de su escondite sin dar una última mirada a la feliz pareja. Salió y caminó hacia el exterior sin preocuparse por cubrir su rostro, nadie la vería porque todos tenían la atención puesta en el nuevo matrimonio, aunque si la veían tampoco le importaba pues ya sentía que lo había perdido todo. Se consumía en deseos de llorar por su alma desgarrada a gritos y sin preocuparse por tener que mantenerse en pie. Pero no podía permitirse siquiera eso y comprendió así que no era una mujer libre, que no podía hacer lo que deseaba ni estar junto a quien amaba. ¿Qué la diferenciaba de cualquier esclava? Sólo el color de su piel.
Veía bien, pero no oía del todo. Por eso Pierina se torturó imaginando los votos que los novios cruzaban, en su mente Emanuele le hacía a Élise las mismas promesas que le había hecho a ella, le tomaba las manos con la misma dulzura y pronto la besaría con la ternura que siempre le había dedicado a ella. ¿Por qué? ¿Por qué vivía un desprecio así? ¿Qué había hecho mal en la vida para merecer pasar por algo tan penoso?
-Sé fuerte, Pierina, sé fuerte. Hubo cosas peores, ya te han desgarrado el corazón antes, sé fuerte –se decía a sí misma, pero todo trascurría con deliberada lentitud y le añadía agonía al momento que, en verdad, todos estaban disfrutando-. Pronto tendrán hijos, hijos que tú cuidarás –tal vez si se preparaba para esa idea con la debida anticipación podría sortear de mejor manera el dolor de ver a Emanuele como padre de los hijos de otra mujer.
Observó como él se desenvolvía en el altar, como era el centro de atención ahora que había aceptado en matrimonio –esa sagrada unión- a Élise, y ya no pudo soportarlo más. No sería capaz de verlo besar a su ahora esposa. Sin poder aguantar un segundo más, Pierina salió de su escondite sin dar una última mirada a la feliz pareja. Salió y caminó hacia el exterior sin preocuparse por cubrir su rostro, nadie la vería porque todos tenían la atención puesta en el nuevo matrimonio, aunque si la veían tampoco le importaba pues ya sentía que lo había perdido todo. Se consumía en deseos de llorar por su alma desgarrada a gritos y sin preocuparse por tener que mantenerse en pie. Pero no podía permitirse siquiera eso y comprendió así que no era una mujer libre, que no podía hacer lo que deseaba ni estar junto a quien amaba. ¿Qué la diferenciaba de cualquier esclava? Sólo el color de su piel.
Pierina Varzi- Humano Clase Baja
- Mensajes : 24
Fecha de inscripción : 19/10/2017
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