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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Gioacchina Di Savoia Lun Nov 20, 2017 10:36 pm

Del mismo dolor vendrá un nuevo amanecer
Gustavo Cerati



Lo odiaba. Nunca había pensado en eso, podría decirse que su relación con su padre siempre había sido estable, buena, aunque algo distante. Pero ahora, desde que él había descubierto su secreto, todo había cambiado. ¡Ni siquiera la miraba a los ojos cuando le hablaba! Y Gioacchina iba del odio al dolor una y otra vez.

Entendía que para un hombre como Francesco Di Savoia –diplomático italiano trabajando en París- era difícil todo aquello, de pronto la única hija soltera que le quedaba, la menor, su compañera, le traía un problema semejante que podía manchar su carrera, su honorabilidad y responsabilidad como padre, de manera irremediable… Sí, entendía su enojo, pero le dolía tanto la postura que había tomado al respecto, se quería deshacer de ella como si fuese una enfermedad a la que costase hallarle cura.

Ya estaban en las afueras de la ciudad, volviendo de Le Havre, y Gioacchina moría de hambre, sentía un vacío en el estómago como si hiciese días que no ingería alimento. Era de noche, pero su padre no quería parar en una posada –como sí habían hecho las dos noches anteriores- porque estaban cerca ya, en dos horas estarían en su casa. Poco le importaba la condición de su hija, la incomodidad a la que la sometía con un viaje así y muchísimo menos que el pan y la fruta que llevaban en el carruaje se hubiese acabado ya. Él estaba furioso, habían rechazado a Gioacchina en el último convento al que la había llevado, era otro más que agregar a su lista, uno más en el que habían tenido que desnudar la verdad de sus intenciones sólo para recibir negativas de la otra parte. El rumor comenzaría a correr pronto, Francesco ya casi podía verse destituido de su puesto honorable y de vuelta a su Verona.

Gioacchina tenía mucho calor, pero no reunía el valor para pedirle a su padre permiso de abrir la ventanilla. Quería hablarle con cualquier excusa, volver a oírlo dirigiéndose a ella, que la mirase, que fuera otra vez el que solía ser.


-Padre, yo…

Un gesto con la mano, un movimiento seco, con eso Francesco le ordenó callar. Sin mirarla y sin hablarle. Pero ella sí que lo miraba, lo miraba bien, y no reconocía al hombre que viajaba en ese carruaje sentado frente a ella. Ese no era su padre, ¿qué le habían hecho? ¿Qué le había hecho ella? Lucía agotado y mucho más envejecido. Se había pasado las últimas tres semanas intentando solucionar aquel problema sin éxito. Su hija pequeña, la que jamás le había dado problemas, de golpe le traía a la casa al mayor de todos los males.

-Padre, perdóname. Sólo eso quería decir y me alegra que estemos encerrados aquí pues me asegura que estés oyéndome. Sólo eso, perdóname. –Lágrimas ya no tenía, Francesco debería aceptar su ofrenda de paz así, sin ningún adorno.

-¿Quién es, Gioacchina? Dímelo –le exigió, sin mirarla. Prefería observar el camino que dejaban atrás mientras los caballos avanzaban a buen ritmo-. Dímelo y tal vez las cosas cambien entre nosotros.


-No puedo –susurró, porque sabía que si hablaba las cosas sólo podrían empeorar y, de todos modos, ella seguiría con el mismo destino: el primer convento en el que la aceptasen a pesar de lo que eso conllevaba-. Ya te he dicho que no puedo, que no lo sé –le mintió una vez más, como tantas otras veces ya.

-¿Que no lo sabes? ¡Pero qué clase de muchachita he criado! ¡No puedo comprender que…!

Un sacudón interrumpió las palabras de Di Savoia. El carruaje se zarandeó bruscamente y Gioacchina acabó en el suelo. Gritos del cochero y de Mattia –el hombre de seguridad que viajaba siempre junto a él, para cuidar de Francesco-, disparos y una nueva sacudida, como si alguien quisiese trepar al carruaje ya detenido. Gioacchina también gritó, atemorizada.


-¿Qué pasa? ¿Padre, qué…? ¡No, no vayas! –Estiró su mano para intentar impedir que él saliera, quería detenerlo, pero era en vano.

-Te quedas aquí –le ordenó Francesco, al fin dirigiéndole la mirada-. Toma esto, si alguien que no conozcas entra se lo clavas con fuerza –le dijo y le entregó una cuchilla mientras él mismo sacaba su pistola de la funda.

Gioacchina tomó el arma que su padre le daba y la empuñó. Con su mano izquierda hizo algo que se había cuidado especialmente de no hacer jamás –en los últimos cinco meses- delante de él: se tocó el vientre abultado donde vivía su hijo, como si con esa caricia pudiera protegerle.


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Mensaje por Havryl Hamilton Mar Dic 12, 2017 12:11 pm

El  bosque se encontraba en una calma tan pura que atemorizaba. El aire pesaba, como si los árboles que cubrían a los integrantes de su manada supieran qué se avecinaba. Aquella vez los había reunido a todos, sin excepción; apostó varios a ambos lados del camino, él entre ellos, y los restantes los dividió en dos grupos: uno vigilaría el paso del carruaje y cerraría cualquier vía de escape por la retaguardia, mientras que el otro, compuesto por tan sólo una persona, sería la trampa que obligaría al cochero a parar el carro. Habían repasado el plan tantas veces que la mente de Havryl no era capaz de imaginar ni siquiera el más mínimo error, pero como buen ladrón reiterante, sabía que no todo salía siempre a pedir de boca.

La experiencia de los años les había enseñado numerosas lecciones que fueron perfeccionando con el paso del tiempo. Los primeros carromatos que asaltó, junto a su fiel amigo Marco, apenas les dieron francos suficientes para compensar los daños que habían sufrido ellos mismos en el ataque. Los siguientes cargamentos fueron dando cada vez más frutos, hasta que, finalmente, consiguieron elaborar un método que les proporcionaba lo que necesitaban, y más. Lamentablemente, los rumores sobre una banda de asaltantes no tardaron en esparcirse como la mala hierba, así que los transportistas dejaron de transitar los caminos más sinuosos (que, casualmente, eran también los más cortos) para buscar otras alternativas más largas, pero también más seguras.

Como líder de la manada, Havryl supo que debía buscar una solución a todo aquello, y, a su vez, era lo que sus hombres esperaban de él. Sabía que ellos obedecerían cualquier cosa que les pidiera, pero, a cambio, tenía que estar muy seguro de lo que quería hacer. No se permitía dudar ni un solo segundo, y si alguien debía dar el primer paso en algo, ese era siempre Hamilton. Todos lo veían como la viva imagen de la fuerza y de la valentía, algo sumamente necesario cuando se quería comandar una tropa de salvajes.

La luz ya había comenzado a bajar a su alrededor. El horizonte rojizo anunciaba que se acercaba la noche, un momento que, si bien los beneficiaba, también llenaba la tierra de seres que no deseaban tener cerca. Por suerte, ya conocían esa zona lo suficiente como para no dejarse sorprender. Además, tampoco esperaban estar allí demasiado tiempo, y todos pudieron confirmarlo cuando, a lo lejos, los oídos de los lobos escucharon el crujir de las ruedas de un carromato. Havryl sonrió.

Había invertido mucho tiempo en buscar una víctima para llevar a cabo su plan. Visitó los barrios ricos durante días, observando a cada familia y seleccionando aquellas que parecieran las más importantes, pero sin serlo demasiado. Si ese primer intento salía bien podían meterse de lleno con la nobleza, pero si, por el contrario, algo se torcía, era mejor que la familia no tuviera demasiados contactos poderosos con los que contraatacar. Robar piezas de coleccionista sólo suponía pasar unos cuantos días escondidos para evitar que los gendarmes los encontraran; secuestrar a una persona, en cambio, podía hacer que los involucrados removieran cielo y tierra para encontrarlos, primero a su ser querido y después a ellos, con las consecuencias que eso acarreara.

Tras mucho buscar, encontró a una joven que encajaba perfectamente con la descripción que se había hecho él en la cabeza: hija de un hombre extranjero afincada en París, aparentemente consentida y con cierta libertad, puesto que la vio salir de la casa con bastante frecuencia para una jovencita de su edad. Estudió sus movimientos durante meses hasta que, finalmente, encontró su punto débil.

Aquel día la había visto salir de nuevo con ese mismo hombre, que, por la edad, el licántropo identificó como el padre de la muchacha. Los siguió un trecho para comprobar que, efectivamente, tomaban el camino que él había elegido —ya que, por un motivo u otro, el resto de salidas de la ciudad estaban, curiosamente, cortadas— y, cuando comprobó que era así, volvió junto a sus hombres, ya apostados entre los árboles, esperando el regreso de la familia.

Cuando los últimos rayos de luz se ocultaron, Havryl hizo una señal para que Joan, el chico que debía parar el carromato, saliera de su escondite. Era un joven menudo y aparentemente débil, pero eso era, precisamente, lo que buscaban sacándole a él: hacer creer a su presa que el joven no representaba una amenaza, que era un simple hombre de familia desorientado, cuando, en realidad, era uno de los lobos más fieros con los que contaba Hamilton.

¡Paren! ¡Paren! —gritó Joan.

Los caballos relincharon y el vehículo bajó la velocidad. El cochero dijo algo que Havryl no entendió, pero lo que sí apreció fue el brillo del arma que portaba Joan en el cinturón. Parecía que los hombres del carruaje también lo vieron, porque azuzaron a los caballos con la intención de salir de allí. De pronto, toda la manada salió al camino, y mientras unos se lanzaron a los mandos para hacerse con el coche, otros se abalanzaron a la cabina. Un hombre armado salió del interior; era el supuesto padre de la chica, lo que significaba que ella iba en el interior. Hicieron falta tres lobos para reducir a Francesco Di Savoia, que se defendió con bravura, pero parecía que no la suficiente.

Havryl entró en el coche sin perder más tiempo, pero lo primero que vio fue el reflejo de una daga de plata que terminó clavada en su antebrazo.

¡Maldita seas! —Arrancó el arma con furia y la tiró fuera del carromato, buscando después a la artífice de semejante avería—. Más vale que te estés quieta, mujer.

“¡El coche es nuestro!”, gritó alguien desde fuera. Eso era bueno. Muy bueno, de hecho. Sujetó a la joven con una mano y la amordazó con la otra, esperando que así no se le ocurrieran más ideas brillantes, y silbó con fuerza. Fue Marco, como siempre, el que se asomó por la puerta hacia el interior.

Me la llevo en el coche, eso evitará que lo encuentren y sospechen. Daremos un rodeo y entraremos por la parte trasera. Las piedras del camino no dejarán huella, y quién sabe si este trasto nos pueda servir para algo —dijo, agarrando con más fuerza a la chica—. Dejad a los tipos aquí, ya se despertarán en algún momento. Cuéntaselo a Joan y dile que dirija el coche. Después, llévate a los chicos a casa y esperadnos allí. Calculo que tardaremos tres o cuatro horas. Si tardamos más ya sabes lo que debéis hacer.

Marco asintió y cerró la portezuela, pero Havryl sólo aflojó a la joven cuando el coche empezó a moverse al paso de los caballos.

¿Vas a hacer alguna otra tontería o puedo soltarte ya? —preguntó, bastante cerca de su oído. No es que quisiera hacer nada con ella, era la postura la que lo obligaba a tenerla pegada a él—. Si sabes estar quietecita, este viaje puede ser muy cómodo para ti —se separó un poco, dejándola respirar y dándole, a la vez, una oportunidad—, pero como se te ocurra hacer algo, aunque sea mínimamente extraño, te aseguro que desearás haberte quedado en casa esta tarde.

Fue una amenaza, clara como el agua en reposo, acompañada de una mirada que no dejaba lugar a dudas. Que la joven se creyera que las amenazas de Havryl nunca eran en vano, era otra cosa muy distinta.


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Mensaje por Gioacchina Di Savoia Mar Ene 02, 2018 2:52 pm

Como si su pequeño le diese la señal de ataque, Gioacchina lo sintió moverse en su interior. No era algo nuevo, hacía varios días que había comenzado a sentirlo fuerte y sano en su vientre, moviéndose y pateando como si no quisiera ser parte de lo que ella hacía para ocultarlo de la vista de todos, como si no estuviese de acuerdo con los corsé ajustados y la ropa holgada que Gioacchina elegía. Pero esa vez el bebé se movió de una forma diferente, y ella supo que por él debía atacar a quien entrase. Y lo hizo.
Ciega de miedo, empuñó el arma que su padre le había dado. Clavó la punta con todas sus fuerzas sin saber a quién atacaba ni en qué parte del cuerpo había impactado, pero sin dudar en su accionar segura de que lo hacía por cuidarse. Con una fuerza que no podía ser humana, el hombre le arrebató el arma y ella acabó dando tumbos hacia atrás, sabiendo que estaba siendo invadida.


-¡Padre! ¡Padre! ¡Oh, Dios mío! –gritó a la nada, pero asustada de los sonidos que desde el exterior se colaban.

¿Cómo que el coche era de ellos? ¿Qué significaba? ¿Dónde estaba su padre? ¿Qué había sucedido fuera? Sin pensar, Gioacchina Di Savoia se arrojó sobre el cuerpo de su atacante, de ese intruso invasor, creyendo que la fuerza que le daba la desesperación le ayudaría a sobrepasar con facilidad a cualquiera que se interpusiese entre ella y la salida, pero supo que estaba equivocada en cuanto chocó contra un cuerpo macizo y cálido. Se removió para intentar sortearlo y volvió a llamar a gritos a su padre -gritaba tan fuerte que la garganta le dolía- hasta que el hombre la tomó con fuerza y con una mano le tapó la boca.

Sintió miedo al oírlo, miedo al saber que todo estaba trazado ya, delineado, y al parecer la perfección estaba del lado de aquellos bandidos. ¿Había dicho cuatro horas? ¿Qué iba a ser de ella en esas cuatro horas? No era una mujer sensible, al menos no antes del embarazo, pero en esos momentos no pudo evitar que las lágrimas comenzasen a brotar de sus ojos. Un mareo la acometió y la cabeza comenzó a latirle con fuerza. Asintió, asegurando que estaría tranquila, es que debía de estarlo porque ya le había sucedido antes aquello –el malestar generalizado producto de los nervios que acababa por ponerle el vientre rígido- y el médico de la familia había tenido que sangrarla, haciéndole pequeños cortes en las piernas, para asegurar así que su corazón volviera a su ritmo normal.

Él aflojó el agarré y ella retrocedió hasta volver a quedar sentada en el lugar que antes ocupaba, la luz era escasa pero aún así pudo advertir que tenía sangre en su ropa, sangre de él que había brotado de la herida que ella le había hecho. Quería sentir orgullo al saber que lo había lastimado, pero no se lo permitió el temor. Le fue inevitable alzar el rostro para poder observarlo detenidamente por primera vez, para estudiarlo; descubrió que era dueño de una belleza poco común, salvaje, y que su mirada parecía no ser humana. Tembló porque al miedo que sentía -al sentir que el abdomen se le endurecía- se le sumó el frío, pero respiró antes de asegurar:


-Estaré tranquila, no tengo ya fuerzas para intentar nada. ¿Qué sucede? –tuvo la valentía, al fin, de preguntar y aunque las lágrimas seguían cayendo no afectaban su voz clara-. ¿Qué quieren? ¿Qué van a hacerme? ¿Y mi padre?

Eran demasiadas preguntas y de seguro él no fuese a responder ninguna, pero Gioacchina necesitaba saber porque no podía entender que la vida de dos personas –su padre y ella- pudiese cambiar así, en cuestión de dos minutos.


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Mensaje por Havryl Hamilton Dom Ene 21, 2018 11:36 am

Havryl sólo quería que se callara, puesto que los gritos de la joven llamando a su padre estaban empezando a hacerle daño en los oídos. Por suerte, la muchacha era lo suficientemente lista como para haber captado el mensaje, y cuando la soltó volvió a su sitio, quedándose quieta tal y como él le había pedido. La herida del brazo escocía, y el lobo sentía el pulso acelerado ahí donde la sangre intentaba parar la hemorragia. Se sentó junto a la chica y la miró sin disimulo; era hermosa, más de lo que a él le había parecido tras los largos días observándola, y las lágrimas que ahora corrían por sus mejillas no hacían más que realzar la belleza de su rostro. También supo, por su aspecto y su aura, que todo aquello la estaba alterando, así que adoptó una posición más relajada mientras el coche avanzaba con su traqueteo.

Eso son muchas preguntas —dijo con voz tranquila mientras examinaba la herida—, pero creo que tienes derecho a saber qué está pasando, aunque, francamente, creía que lo adivinarías por ti misma. Supongo que han sido demasiado sobresaltos de golpe y no tienes las ideas del todo claras. —La miró un momento—. Con permiso.

Se agachó a los pies de ella y hurgó entre las capas de tela de su vestido. Buscó una de las interiores, de las que eran de fino algodón blanco, y rasgó un trozo lo bastante grande como para envolverse el antebrazo, cosa que hizo sin volver a mirar a la joven a su lado.

Tu padre estará bien, sólo tiene un golpe en la cabeza —contestó mientras enrollaba la tela sobre la herida—. Cuando despierte tendrá un fuerte dolor y un chichón, que imagino que le durará un par de días si no se pone algo frío para bajar la inflamación. A ti tampoco te haremos nada, no nos interesa que salgas mal parada. —Ató el extremo de la improvisada venda y levantó la mirada hacia ella, al fin—. Salvo que hagas alguna tontería, en cuyo caso deberemos tomar medidas para salvar nuestro propio pellejo, pero supongo que eso sí eres capaz de entenderlo, ¿no?

Concluyó, y no pensó en hablar más hasta que vio el mal aspecto que traía la chica. La observó detenidamente, clavando sus ojos oscuros en su cuerpo. Había algo raro en ella, algo familiar que ya había visto antes pero no era capaz de recordar dónde. ¿Se estaría mareando, acaso? Havryl estiró el cuerpo sobre ella —pero sin rozarla— y abrió el ventanuco de la puerta. El aire fresco entró de inmediato, y él esperó que eso fuera suficiente. Volvió a su sitio, pero, de camino, tocó el vientre de ella. Lo sintió duro y abultado, lo que significaba una sola cosa: estaba embarazada. ¡De modo que eso era lo que él había visto! De inmediato recordó a su amada Maria, la silueta de su cuerpo desnudo con su vientre redondeado, tan hermoso que le quitaba hasta el aire, y, por un momento, la vio reflejada en esa joven que ahora había secuestrado.

¿Estas…? —comenzó a decir, pero se quedó sin palabras—. Joder —murmuró, y se lanzó hacia la parte delantera del coche para abrir el ventanuco que comunicaba con el chófer—. Joan, ha habido un pequeño cambio en los planes. Haz la vuelta lo más corta que puedas sin ponernos en peligro, y no aceleres demasiado, aquí detrás el traqueteo es bastante fuerte.

El otro asintió, frenó un poco a los caballos y Havryl cerró la ventanita. Volvió a su sitio y respiró hondo. A ver qué hacía ahora con ella.

No voy a hacerte nada —avisó, y colocó una mano en el vientre—. Deberías tranquilizarte, aunque imagino que eso ya lo sabes. —Acarició la barriga con suavidad, pero apartó la mano al darse cuenta de lo que estaba haciendo—. Tardaremos menos de lo esperado, así que procura no ponerte de parto o algo parecido. —Se pasó una mano por la frente—. Te lo repito, no queremos hacerte nada. Iremos a un lugar seguro, pediremos un rescate por ti y todo se terminará. ¿De acuerdo?


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Mensaje por Gioacchina Di Savoia Jue Ene 25, 2018 12:37 pm

No estaba soñando. No es que lo hubiera creído pero bien podría haber sido una opción, aunque ahora veía que no. Por si acaso, el tirón que él le dio a la tela de sus enaguas para rasgarla se lo confirmó: eso era real, demasiado. Gioacchina ahogó un grito aterrado ante ese asalto a la intimidad y se llevó la mano al pecho para ordenarle a su corazón que fuera más lento, que no tomara ese ritmo frenético porque no había –ni habría, al parecer- ningún médico cerca que le ayudase o sangrase, tampoco un baño con agua fresca que era lo que siempre le recomendaban cuando su presión sanguínea se aceleraba de esa forma. En contraste a lo que ella padecía, él se tomaba su tiempo para cubrirse la herida que le había hecho y esa deliberada lentitud la espantaba pues evidenciaba lo seguro que estaba de todo aquello, lo resuelto que se hallaba dominando todo cuanto los rodeaba.

-No haré ninguna tontería –le prometió de inmediato y su voz sonó algo ronca. Ya había intentado escapar de su casa hacía poco más de un mes y eso no había funcionado. Ahora estaba más lenta y gorda pues su vientre se había hinchado de forma evidente en las últimas dos semanas. No había llegado a ningún lado antes, menos lo haría ahora y lo sabía-, pero ¿cómo puedo creerle? Ha golpeado a mi padre, ¿por qué no me lastimaría a mí?

Y de pronto, de manera inesperada, todo cambió con un simple movimiento, ¡Lo había notado! Saberse descubierta con algo tan íntimo hizo que el bebé se moviese en su interior, podía sentirlo en la parte alta del vientre. ¿Cómo podía saberlo? Gioacchina se había ocupado de que le apretasen el corsé –incluso hasta llegar a dolerle- y de llevar suficientes capas de ropa, pero el maleante con un solo roce lo había notado. Giró su rostro por un momento hacia la ventanilla, intentando respirar profundamente el aire fresco que ahora entraba, deseando que así la vergüenza se esfumase. ¿Qué más daba que él, y todos los malvivientes que lo escoltaban, lo supiesen? Lo sabía su padre y nada podría ser peor que eso, sin embargo Gioacchina sentía vergüenza con ese hombre también.

Cuando él apoyó la mano en su abdomen, Gioacchina apoyó a su vez la suya sobre la de él en un acto rápido e instintivo, carente por completo de lógica porque ella no tenía deseos de ese contacto, pero su cuerpo la llevó a supervisar lo que esa mano enorme y surcada por las venas hiciese en ella. No lo sintió amenazante, sino preocupado y, extrañamente, protector. ¿En verdad querría cuidarla alguien como él? Eso parecía decir su mirada y también las ordenes que le dio al tal Joan.


-Estoy bien –le dijo cuando él dejó de tocarla e intentó llevar su mano a la espalda para aflojar un poco la tiras traseras del vestido, creía que así podría respirar mejor, pero no logró alcanzarlas pues su mano estaba temblorosa-. Mi corazón late muy fuerte, demasiado, pero es porque tengo miedo, necesito tranquilizarme y respirar profundo. Pero estoy bien, falta para el parto –necesitó decirlo para darse tranquilidad a sí misma porque eso, la idea del final que el parto representaba, siempre la había asustado incluso sabiendo que tendría al niño en la comodidad de su casa y rodeada de las mujeres que eran de su confianza-. ¿Me darán algo de comer? Necesito comer algo dulce para que mi corazón se calme.


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Mensaje por Havryl Hamilton Mar Feb 06, 2018 3:04 pm

¿Qué iban a hacer ahora? ¿Podría seguir funcionando su plan a pesar de que estuviera embarazada? Havryl se maldijo una y mil veces por no haberse dado cuenta de ese pequeño, pero importante detalle. Repasó en su mente cada imagen que guardaba de ella, recopiladas durante las largas jornadas vigilando sus idas y venidas, pero en ninguna observó un vientre abultado. ¡Demonios! Si lo hubiera hecho, la habría descartado de inmediato. Era un ladrón, no un maldito animal, y Havryl tenía especial sensibilidad con las mujeres embarazadas. Nunca lo dejaba entrever, puesto que guardaba con celo esa parte de su historia que sólo Marco conocía, pero nunca se atrevería a dañar a una ni a la criatura que portaba en su vientre. Jamás.

Si enterarse de su estado lo había desconcertado lo suficiente, el hecho de que ella posara su mano sobre la de él terminó bloqueándolo por completo. Fue apenas un segundo, casi imperceptible, pero fue un tiempo en el que Havryl, que siempre tenía todo bajo control, no supo bien qué hacer. Retirar la mano como si no nada hubiera pasado fue lo mejor que se le ocurrió para, después, fingir absoluta normalidad dentro del coche que los transportaba. Ahora sólo quedaba conseguir que la muchacha se tranquilizara lo suficiente como para que su pulso se normalizara.

Serías una insensata si no tuvieras miedo —comentó, mientras perdía la mirada a través de la ventanilla de su lado—, así que supongo que poco más puedo hacer para que te tranquilices, además de repetirte que no te haremos daño.

La miró justo en el instante en el que ella intentaba alcanzar la espalda de su vestido, sin éxito. «Pobre chiquilla», pensó durante un instante, el mismo que tardó en tomarla de su brazo con suavidad y obligarla a inclinar el cuerpo hacia delante. Su espalda quedó accesible para él, así que buscó los lazos del vestido y tiró de uno de ellos. El nudo se deshizo con tanta facilidad como se casca el tallo de una flor recién salida.

Te daremos de comer. Dulce, si es lo que necesitas —contestó, aflojando los cierres del vestido—, pero tendrás que esperar a que lleguemos. ¿Podrás hacerlo? —Se inclinó hacia delante para mirarla a los ojos, tan hermosos que le hicieron sonreír, aunque fuera un breve instante, porque enseguida se volvió a erguir—. Voy a aflojar esto un poco más —le avisó antes de, con ambas manos, forzar el vestido hasta que la tela crujió suavemente—. ¿Mejor?

Anudó el lazo sin esperar su respuesta. Había visto cómo su pecho se liberaba de la presión de la prenda y cómo el vientre crecía levemente, ahora que no tenía ningún impedimento para ello. El ucraniano nunca llegaría a comprender por qué había mujeres, como ella, que ocultaban su estado a ojos ajenos. Para él no había nada más hermoso que la figura de una mujer encinta. Havryl solía rememorar la de su difunta esposa con frecuencia, siempre que el dolor y la culpa que le producían no fueran demasiado insoportables. Esos momentos eran en los que más irascible se volvía, y muchas veces solía paliarlo con un vaso —o varios— de algún licor. Dentro de ese coche no tenía, así que lo que hizo para evitar su futuro mal humor fue volver a mirar por la ventana.

Parece que Joan avanza rápido. Estamos a medio camino —dijo, soltando la cortinilla que había apartado con una mano.

Se miró el vendaje sólo para darse cuenta de que la sangre lo había empapado en su gran mayoría. Debería cambiarlo, pero arrancar otro trozo de vestido sería asustarla más, así que se limitó a dejar el brazo reposado y tranquilo a la espera de que sanase solo. Por lo que estaba tardando en cicatrizar, supo que la daga con la que la joven lo había dañado era de plata, y eso le hizo preguntarse si no sabría lo que él era. La miró de reojo e intentó adivinar algo sobre ella, pero así, con la poca luz que entraba por los ventanucos y el aura tan alterada de la joven, era difícil descifrar nada. Apoyó la cabeza contra el respaldo de manera relajada y respiró hondo. No era un hombre de grandes palabras, pero el silencio en el que estaban sumidos lo estaba poniendo nervioso.

Me llamo Havryl —dijo—. ¿Cómo te llamas tú?

El coche se agitó con violencia al pasar por encima de unos agujeros que había en el camino. Él salió disparado hacia delante, pero sus reflejos impidieron que se golpeara con la pared de enfrente. Maldijo en voz alta y atizó la puertecilla que comunicaba con Joan para hacerle saber que andara con más cuidado.

¿Estás bien? —le preguntó a la joven una vez que los movimientos del coche se tranquilizaron—. Ya casi llegamos.

No pasó mucho tiempo hasta que empezó a escuchar el crujir de las piedrecitas que daban al patio trasero de la casa. El viaje había terminado. Ahora sólo faltaba anunciar la noticia a sus hombres y rezar para que no se opusieran a ese pequeño cambio de planes.


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Mensaje por Gioacchina Di Savoia Dom Feb 25, 2018 1:41 pm

Empezó a respirar mejor y eso fue un alivio, aunque el peso en el pecho producto del miedo no se le iba por mucho que intentase calmarse… Él la ayudó a aflojar las cintillas de su vestido, pero Gioacchina no pudo agradecerle porque no quería hablarle, no quería mirarlo. Necesitaba abrir los ojos y descubrir que había estado soñando desde el principio, que incluso su padre había aceptado que ella se quedase con su hijo.

-Sí –le respondió, porque de hecho sentía que podía respirar mejor.

Le tenía miedo. Algo le decía que él no iba a lastimarla, pero ella sabía que si quisiera podría hacerlo y eso la asustaba. Estaba allí sentado, justo donde había estado su padre y se miraba la herida vendada, ¿querría vengarse por lo que ella le había hecho? ¿Estaba pensando como herirla? Gioacchina no quería morir, no así lejos de su casa y de la gente a la que amaba, no quería morir sin conocer a su bebé y tampoco que él muriese con ella.


-Soy Gioacchina, Gioacchina Di Savoia –le respondió y bajó la mirada, aunque volvió a elevarla cuando una sacudida provocó que por poco resbalara de su asiento. Él casi cayó sobre ella y Gioacchina solo atinó a abrazarse el vientre hasta que todo acabó-. Estoy bien –le aseguró, pero era mentira. La parte baja de la espalda le dolía, necesitaba recostarse. Quería llorar.

Que él le dijese que estaban prontos a llegar no le dio tranquilidad, en lo absoluto. ¿Qué ocurriría allí con ella? ¿La matarían? Le había dicho que no, pero Gioacchina no podía creer en las palabras de ese hombre, era un bandido, alguien que por dinero lastimaba a otros y secuestraba jovencitas. Tampoco tuvo mucho tiempo más para pensar en las posibilidades ni en lo que la aguardaba allí –a donde quiera que se estuviesen dirigiendo-, pues tras unos diez minutos de marcha, y de tenso silencio entre ellos, llegaron a destino.

Miró al hombre, a Havryl, buscando instrucciones, pero él se bajó sin decir más y con un portazo la dejó prisionera de ese carruaje. Gioacchina oyó pasos en el exterior –demasiados- y algunas voces. Al principio no se atrevió a moverse, conservó su rígida postura, pero poco a poco el cuerpo le fue pidiendo órdenes a su cerebro, algo tenía que hacer para enterarse qué ocurría, pero temía moverse.

Tras unos segundos, Gioacchina corrió la cortinilla de su lado, no se veía mucho. Una casa de pareces sucias, antigua, unos árboles muy altos, un muchacho que corría hacia la entrada… pero nada más. Se movió entonces hacia la ventanilla opuesta, esa que estaba en la puerta del carruaje de su padre. ¿Le permitirían dormir allí o la llevarían a una sucia habitación de esa casa? Preferiría dormir allí mismo, sin dudas, podría echarse en el suelo y abrigarse con la manta que siempre llevaban de repuesto. De hecho, antes de asomarse, tomó la tela abrigada y se la puso en los hombros.

Estaba a punto de correr la cortinilla cuando la puerta se abrió y Havryl le tendió la mano sin delicadeza, con firmeza. Gioacchina no tuvo más opción que tomarla y bajar de allí. Había al menos ocho hombres mirándola, pudo ver odio en algunos ojos. Por instinto, dio un paso hacia atrás, como queriendo volver a esconderse, pero él no se lo permitió.


-No me siento bien –le dijo, porque una amenazadora arcada trepó por su garganta.


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Mensaje por Havryl Hamilton Lun Feb 26, 2018 4:45 am

Cuando el carruaje paró, Havryl no se bajó de inmediato. Tardó tantos segundos como duró la respiración profunda que tuvo que dar para darse tiempo de pensar qué diría a sus hombres. Ni siquiera miró a la chica para comprobar si estaba bien o no, sino que abrió la puerta y la cerró tras dar el salto que lo bajó al suelo. Marco salió de la casa el primero, seguido de unos cuantos hombres que portaban la misma cara de confusión que él. Según lo que su líder le había dicho, todavía iban a tardar dos o tres horas más en llegar, y no dudaba que su gran amigo habría dado las instrucciones pertinentes al respecto. ¿Qué hacía Havryl allí, entonces?

Ha habido un cambio de planes —dijo cuando llegó a su altura—, vamos dentro, tenemos que hablar. ¡Fabrice!

Hizo un gesto al chico para que se acercara y entró en la casa con paso firme, seguido del resto de hombres. Llegó hasta el salón de la casa: en el centro había un desgastado sofá frente a una chimenea que había estado encendida no hacía mucho tiempo atrás; el suelo era de madera, pero no había alfombra alguna que lo cubriera; el papel de las paredes, en cambio, estaba levantado en algunas zonas, y la escasa luz que entraba por las ventanas hacía que las puntas arrugadas dibujaran formas grotescas en las paredes.

El licántropo se colocó tras el sofá y apoyó las manos en el respaldo, cargando el peso del cuerpo sobre las muñecas. Los demás se distribuyeron por la habitación, mirándolo fijamente y esperando a que hablara. Sabían bien que no les convenía presionarlo.

Tenemos un problema —dijo cuando supo que todos estaban allí—: la chica está embarazada.

Un murmullo inundó la sala, pero nadie se atrevía a decir nada al respecto. Se hizo el silencio, momento que Havryl aprovechó para girarse y enfrentar a los miembros de su manada. Estaba claro que seguían esperando órdenes por parte de él.

¿Y cuál es el plan ahora? —preguntó Marco al ver que no decía nada.
El mismo de antes. La llevaremos a la habitación y se quedará ahí hasta que nos den el rescate por ella —contestó. Más murmullos, esta vez más altos que la anterior—. Podemos pedir más dinero. Esa criatura tendrá un padre que pagará por ella, quiero pensar. No es una mujer de la calle, sino de la alta sociedad; con un poco de suerte será su primogénito, y cualquier hombre pagaría lo que fuera por recuperarlo.

Los hombres se miraron entre ellos. El plan tenía sentido, al menos en boca de su líder, pero hubo algunos que se opusieron a llevarlo a cabo. Evidentemente, no era lo mismo tener encerrada a una mujer embarazada, que a una cuyo único contacto con un hombre habían sido los abrazos de su padre. Iban a tener que andar con más cuidado cuando se tratara de ella, pero si eso les daba más dinero no tenían por qué salir mal las cosas.

¿Estás seguro de que el plan puede seguir funcionando igual? Teníamos controlado al padre de la chica, no al del bebé. ¿Qué haremos si nos manda buscar hasta que dé con nosotros? —dijo Marco, y varios más se unieron a su pregunta.
Eso no ocurrirá —contestó Havryl, de manera tan rotunda que no dio pie a que nadie le contradijera—. Seguiremos haciendo lo que teníamos pensado. Ya me enteraré de quién es el padre de ese niño para que podamos enviarle el mismo mensaje que al viejo.

En ese instante, salió de la habitación y se dirigió al carro aparcado. Joan se había quedado vigilando a los caballos y a la chica, que seguía dentro, pero en cuanto vio que todos salían de la casa se bajó del asiento y se colocó junto a la puerta. Havryl la abrió y le tendió la mano a Gioacchina para ayudarla a bajar del coche. Tuvo que hacer más fuerza de la que pensó para que la chica no flaqueara, y cuando creyó que ya la tenía firme en el suelo vio que su cara empalidecía a causa del vómito. Pasó un brazo por encima de su vientre para poder agarrarla con fuerza, mientras que, con la otra mano, sujetaba su frente para que pudiera vomitar, si deseaba hacerlo. Por el rabillo del ojo vio que algunos hombres se pasaban la mano por el pelo, frustrados al ver el panorama; otros, en cambio, suspiraron y se dieron media vuelta, convencidos de que aquello no iba a funcionar.

Vamos dentro —susurró en su oído.

La ayudó a incorporarse y la guió hasta el interior de la casa. La habitación que habían preparado para ella —y con preparado se referían a que se habían asegurado de que había una cama donde se pudiera tumbar— estaba en el último piso de la casa. Creyeron que, si deseaba escapar, la ventana sería la última opción que tendría en cuenta, dada la altura a la que ésta se encontraba del suelo. De esta manera, sólo tendrían que vigilar la puerta de la habitación, lo que facilitaba mucho las cosas.

Entró con ella y la llevó hasta la cama. Con un gesto de cabeza, ordenó a uno de los hombres que cerrara la puerta. Havryl sabía que se quedaría en el otro lado por si a la chica se le ocurría echar a correr y salir por allí. Él la dejó sentada sobre el colchón, pero no esperó que se quedara quieta. En realidad, le daba exactamente igual lo que hiciera. Sacaría la información que necesitaba y se marcharía de allí, dejándola sola.

Aquí estarás hasta que todo acabe. Como ves, las ventanas se encuentran a una altura considerable, así que salir por ellas no creo que sea la mejor opción, y en la puerta habrá siempre uno o dos hombres montando guardia  —comentó—. Será mejor para ti que no intentes salir de aquí. —Movió una silla hasta dejarla frente a la chica y se sentó, apoyando los codos sobre las rodillas y cargando el cuerpo sobre estos—. Enseguida te subiré algo para comer, pero primero necesito saber algo sobre eso. —Señaló su vientre y después la miró a los ojos—. ¿Quién es el padre? Dímelo y pronto estarás con tu familia.


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Mensaje por Gioacchina Di Savoia Mar Feb 27, 2018 10:42 pm

No pudo contener el vómito, mezcla de miedo y del trajín del viaje. Vomitó inclinada, todo lo que el vientre le permitía, y con tan mala fortuna que se manchó los zapatitos. Se sentía humillada, descompuesta y con miedo. Se encontró de pronto medio abrazada a ese bandido que la conducía al interior de la casa, como si todo estuviese bien, como si fuese una tranquila noche. Los demás hombres la observaban y nadie hablaba, no sabía qué pensar ni qué más hacer.

Si no hubiese estado tan descompuesta, subir los escalones no le habría supuesto un desafío. Estaba acostumbrada pues su recámara también estaba en la planta alta de su casa. En esa ocasión las cosas eran diferentes, Gioacchina se limitaba a seguir a su captor a donde fuese que la estuviera conduciendo, intentando no trastabillar en cada peldaño.


-¿Cuándo podré volver a mi casa? –le preguntó cuando estuvo sentada en la cama. A penas miró el entorno, después de todo era de noche y la iluminación no era de ayuda para observar detalles. ¡Ella le temía a la oscuridad! Esperaba que le dejasen una farola encendida o moriría del miedo-. Necesito saber, no estaré tranquila… ¿Cuándo volveré con mi padre? Tengo miedo. -Volvía a entrar en crisis, las preguntas eran demasiadas y los miedos atroces, se imaginaba las peores cosas.

Se envolvió una vez más con la manta, segura de que moriría de frío allí esa noche, si esos bándalos no la mataban antes, y se atrevió a mirar a Havryl a los ojos.
¿Cómo podía estar preguntándole aquello? ¿Acaso era una broma? Por un momento, una idea cruzó su fantasiosa cabeza y creyó que todo aquello podría ser parte de un plan de su padre para averiguar quién era el padre de su hijo… pero ella a nadie se lo diría jamás, porque eso sería ponerse en riesgo y a su bebé con ella.


-Mi hijo es solo mío –le dijo, llevando ambas manos a su vientre en actitud protectora-. No tiene padre, mi bebé es solo mío –le repitió.

¿Acaso era un plan de Ígor para hacerse con el bebé? No podía ser, ella no le había dicho nada a él -por eso deducía que desconocía su embarazo- y como no tenía contacto con la gente de su hogar no era posible que se hubiese enterado de nada. A menos que hubiese usado su poder para hacer averiguaciones, preocupado al no saber de ella durante los últimos dos meses… No tenía sentido, si así hubiera sido -e ígor hubiese aparecido preguntando por ella- su padre la habría entregado a él, al deducir que era quien la había embarazado, en lugar de buscarle asilo en todos los conventos alejados de la ciudad. ¡Estaba tan confundida!


-¿Por qué me hacen esto? ¿Acaso él los envía? ¿Esto es por él? –preguntó comenzando a alterarse ante esa idea, Gioacchina intentó ponerse en pie-. No puede hacerme esto... ¡Mi hijo es mío y nadie me lo quitará! –le gritó con las fuerzas que le quedaban-. ¡No le daré a nadie mi bebé! ¡Mi hijo es mío! ¡Es mío y no lo entregaré! –se agitó por los gritos y el corazón se le desbocó, otra vez sintió la sangre subir por su cuerpo como le pasaba cada vez que discutía con su padre. Debía tranquilizarse, pues allí no había ningún médico que pudiese sangrarla para estabilizarla-. ¡Es mío! ¿Por qué me hacen esto? ¡Les daría todo, pero no a mi hijo! ¡Es mío, nadie va a quitarme al bebé!


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Mensaje por Havryl Hamilton Miér Mar 07, 2018 3:53 pm

Havryl se pellizcó el puente de la nariz con dos dedos, armándose de paciencia para lo que se le venía encima. ¡Que no tenía padre, decía! A punto estuvo de darle una clase teórica sobre la forma en la que una mujer se quedaba embarazada, pero se lo ahorró. Ella debía saberlo bien a esas alturas, porque si no, era más tonta de lo que pensaba.

No la estaba mirando cuando empezó a chillar, por lo que no pudo evitar un sobresalto cuando su voz aguda le taladró los oídos. Vio que se iba a incorporar —o, al menos, que lo intentaba—, así que él se levantó primero y pasó una mano en torno a su cintura, por debajo de su vientre; la otra le tapó la boca y la arrimó hacia él, apoyándole la cabeza en su hombro.

Te voy a pedir una única cosa —susurró en su oído, tajante—: no grites. Me vas a dejar sordo.

Se sentó en la cama y a ella frente a él, sin soltarla. En esa postura la tenía controlada, y así, de paso, evitaba que dijera nada. Su voz estaba empezando a irritarlo. Esperó unos segundos antes de volver a hablar.

No sé qué crees que está pasando, pero es todo mucho más sencillo de lo que piensas —dijo, cerca de su oído, pero no tan pegado esta vez—. No sé quién es él y no sé qué te habrá hecho, pero te aseguro que no nos envía nadie. Voy a volver a explicartelo, porque creo que hay algo que no has terminado de comprender. —Con una delicadeza que nadie se esperaría de él y ayudado de la mano que la amordazaba, la obligó a girar la cabeza para poder mirarla a los ojos—. Te hemos secuestrado porque pretendíamos pedir un rescate por ti. Lo que no teníamos contemplado es que vinieras con regalo —explicó—. Sabemos quién es tu padre, pero no quién es el suyo, así que necesitamos saber, al menos, su nombre, para poder aumentar la suma de lo que vamos a pedir por ti e incluirlo a él en el trato. Tu hijo es tuyo, como bien has dicho; a nosotros no nos interesa para nada —concluyó—. Así que, como ves, cuanto antes nos digas lo que queremos saber, antes terminará todo esto y podrás volver a tu casa, con tu padre, tu hijo y el padre de éste, sea quien sea.

Estando ahí, tan cerca uno del otro, a Havryl le llegó el aroma del cabello de la joven, y por un momento dejó que los segundos pasaran sin alterar ni un ápice la postura. Reafirmó la mano que tenía en su cintura y sintió el vientre duro de nuevo; sería mejor que la muchacha se tranquilizara, pero, para eso, el licántropo debía endulzar sus modales. Que un hombre tan fuerte como él se mostrara tan rudo y poco accesible no mejoraba las cosas, y menos si la tenía sujeta y amordazada de ese modo. Quitó la mano que tenía sobre su boca, pero no la llevó demasiado lejos.

No grites —le recordó, y terminó soltándola del todo, pero sin apartarse de su espalda—. Piensa en lo que te he dicho, porque en tu mano está que salgas de aquí antes o después. Esta noche no enviaremos ninguna carta, así que tienes tiempo para reflexionar. —Se levantó de la cama y la miró—. Te traeré algo de comer.

Y, sin decir nada más, salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Alexander, el hombre que se había quedado vigilando fuera, apostó una silla junto a la puerta y se sentó mientras Havryl bajaba las escaleras hasta la cocina. El resto de sus hombres aguardaban ansiosos una respuesta, pero su líder no pudo decirles nada que los satisficiera. Intercambió con ellos palabras escuetas y los mandó a descansar. Mañana sería otro día.

Volvió a subir con la comida que le había prometido y un vaso de agua fresca, esperando que eso consiguiera tranquilizarla, tal y como ella le había dicho. Al verlo venir con las manos ocupadas, fue Alexander quién abrió la puerta y la cerró cuando Havryl estuvo dentro de la habitación.

Te traigo queso, dulce de membrillo, un poco de pan y un vaso de agua —dijo, dejándolo todo en la mesilla de noche—. Te aconsejo que comas y descanses, pero, por supuesto, puedes hacer lo que te plazca. Menos estupideces, claro —aclaró después, acercándose hasta un arcón y sacando una manta gruesa de lana—. Toma, parece que va a hacer frío esta noche. Te encenderé la chimenea, así se calentará la habitación.

Metió unos cuantos leños entre los carbones que habían quedado de veces anteriores —bastante antiguos, a decir verdad, puesto que esa habitación apenas se utilizaba— y, tras mucho insistir, consiguió encender un fuego que no sólo templó la estancia, sino que la iluminó. Havryl se acercó a la muchacha, lo suficiente para que lo escuchara bien sin intimidarla. No pretendía hacerle daño, y quería que ella lo supiese.

Si necesitas algo, habrá alguien al otro lado de la puerta en todo momento. Da unos golpes y enseguida te abrirán. —Se humedeció los labios. Se sentía agotado—. Voy a repetírtelo una última vez: no se te ocurra hacer ninguna idiotez. No te conviene. —La miró a los ojos—. Descansa. Vendré a primera hora para que me cuentes todo en lo que has pensado.

Y sin más dilación salió de la habitación y cerró la puerta, dejando a Gioacchina sola.


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Mensaje por Gioacchina Di Savoia Mar Mar 27, 2018 11:40 pm

Había comenzado el día con una entrevista en un convento donde su padre pretendía dejarla para retirarla luego del parto, dejando a su bebé como donativo, y no la habían aceptado. Habían asaltado el carruaje en el que volvían a la ciudad y ella no sabía si su padre había quedado herido o medio muerto. Estaba secuestrada ahora y ese hombre le hablaba del padre de su bebé… ¿Cómo, por todos los santos del cielo, pretendían que Gioacchina mantuviera la calma? Bastante tranquila había estado, no había hecho grandes escándalos, pero ya no había podido contenerse.

El hombre se movía como si fuese el dios absoluto allí. Daba órdenes, la tocaba con seguridad y le hablaba con voz firme. Gioacchina le temía, pero a la vez no quería conocer a los demás porque en el trayecto desde el carruaje hasta la habitación había percibido como algunos la observaban y no le había gustado nada.


-Estaré tranquila –le aseguró, pero le sería difícil cumplirlo.

Gioacchina decidió recostarse hasta que él trajese la comida prometida, principalmente porque necesitaba relajarse por el bien de su bebé. Su vientre se ponía duro cada algunos minutos y eso la tenía asustada. Estaba helada y muy angustiada, pero a pesar de eso cayó lentamente en una duermevela que la mantenía alerta y no le permitía descansar del todo. Se sobresaltó cuando la puerta se abrió y se incorporó demasiado rápido, pero no la asaltaron mareos afortunadamente.


-Gracias –le dijo, cuando vio lo que había traído y, olvidando sus modales se lanzó sobre el trozo de pan antes incluso que él pudiese dejar todo sobre la mesa-. Lo siento, es que tengo hambre –explicó.

Y ya no le volvió a hablar. Observó cómo calefaccionaba la habitación y con un gesto agradeció el abrigo, pero se concentró en alimentarse. Cuando tragó el primer bocado de dulce, su bebé no tardó en moverse y eso alivió a Gioacchina pues era síntoma de que todo iba bien en su interior.

El hombre se fue, no sin antes lanzarle un discurso que ella no necesitaba pues ya tenía decidido que nada diría sobre Ígor. No era obstinación, simplemente protegía a su hijo porque en cuanto el portugués supiera que ella estaba embarazada movería el cielo y la tierra para hacerse con el bebé –que aunque a ella le pesase era también hijo de ese hombre-, sin importarle la opinión de Gioacchina. Lamentablemente para ella, él tenía el poder suficiente como para permitirse hacer eso y no iba a arriesgarse.

Terminó de comer y se acercó a la ventana. Intentó abrirla y grande fue su sorpresa al ver que nada le costaba hacerlo, pero al asomarse toda la esperanza de poder escaparse por allí se esfumó: estaba muy alta y debajo, en el primer piso, había dos hombres fumando que al oír los chillidos de los goznes elevaron su vista a Gioacchina que rápidamente se metió en la habitación, cerrando las hojas de inmediato. No había escapatoria posible, Havryl le había dicho que un tal Alexander estaba apostado en la puerta y ella le creía sin necesidad de abrirla para constatarlo.

Frustrada, sabiendo que nada tenía por hacer, volvió a la cama donde se rescostó de costado, abrigándose con la manta de lana gruesa. Le costó dormirse, pero lo logró. Solo se despertó por la mañana cuando la puerta se abrió.



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Mensaje por Havryl Hamilton Vie Abr 06, 2018 3:40 pm

Cuando salió de la habitación le dio un par de órdenes a Alexander antes de bajar hasta la planta baja. Esa noche habían acordado que él no montaría guardia, pero tarde o temprano le tocaría, exactamente igual que a los demás. Además, había sido un día demasiado largo como para entretenerse en asuntos que no fueran comer algo y dormir, pero debía mantener informados a sus hombres antes de mandar a todos a descansar. Aunque al día siguiente no saldrían a cazar como aquel, Havryl sabía que tampoco sería mejor que ese. Se pasó una mano por el pelo y entró en la sala donde el resto esperaba.

No ha dicho nada —resumió—. Dice que no hay padre, que su hijo es suyo y no sé qué tonterías más. —Se frotó los ojos antes de seguir—. Le he subido algo de comer. Mañana volveré a primera hora para ver si consigo sacarle algo.

Los hombres asintieron, claramente agotados después de todo lo acontecido y sin fuerza alguna para rebatir lo que su líder decía. Havryl se despidió de cada uno y todos volvieron a sus habitaciones, incluído él. El calor de la estancia lo golpeó en el rostro como un látigo, así que abrió la ventana y se asomó al exterior. Miró el cielo y buscó la luna, su eterna enemiga. Hacía apenas dos días que había sido la luna nueva, con lo que la fina línea blanca que ahora se veía parecía una simple sonrisa de niño pintada en la oscuridad de la noche; Havryl, sin embargo, la temía tanto, o más, que a los cazadores con los que se había encontrado en numerosas ocasiones. Ella no perdonaba, no era compasiva con su sufrimiento; cuando se llenaba, espléndida como ninguna otra cosa en la faz de la tierra, su cuerpo mutaba al de la bestia que dormitaba dentro de él y que, a pesar de estar en su forma humana, nunca se iba del todo.

El sonido chirriante de una de las ventanas del piso superior lo sacó de su ensoñamiento. Ni siquiera se molestó en mirar quién había sido, no le hacía falta: la única persona que habitaba en esa altura era Gioacchina. El lobo suspiró y echó una última mirada al cielo, dedicada a su amada Maria.

Dame paciencia, porque creo que la voy a necesitar —le susurró al viento, pero esa petición estaba claramente destinada a ella—. Descansa, amor mío, allá donde estés.

Cerró la ventana y se tumbó en la cama, quedando dormido casi al instante. Su sueño, sin embargo, no fue demasiado largo. Pocas horas después estaba en pie, preparando el desayuno para su rehén mientras él mismo se llenaba el estómago. Puso un par de rebanadas de pan tostado con mermelada en un plato y subió las escaleras con tranquilidad, puesto que no tenía ni prisa ni ganas de intentar razonar con ella —pero, como líder, debía intentarlo—. Mandó a descansar al hombre que vigilaba la puerta —que ya no era Alexander— y entró en la habitación.

¿Has pensado en lo que te dije anoche? —Dejó el plato sobre la mesilla, encima del del día anterior—. Algo has dormido, por lo que parece, así que supongo que tendrás la mente fresca y podrás razonar con claridad.

Se sentó en la misma silla que había ocupado horas antes e inclinó el cuerpo hacia delante, clavando los codos en las rodillas.

¿Y bien? —Alzó las cejas—. ¿Vas a decirme quién es el padre de tu hijo?


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Mensaje por Gioacchina Di Savoia Vie Abr 27, 2018 12:17 am

Todas las noches antes de dormir, Gioacchina Di Savoia tomaba un baño que la relajaba. Orianna, la criada que más la conocía, perfumaba el agua tibia con esencias florales y luego de ayudarla –especialmente ahora que con el vientre hinchado le costaba coordinar sus movimientos-, acababa por lavar el fino y largo cabello rubio de Gioacchina con un tónico revitalizador que ella misma hacía a base de miel, almendras y agua de rosas. ¿Cómo no iba a sentirse sucia ella en esos momentos si la noche anterior había dormido en ese colchón que gritaba sus noches de uso? ¿A cuántas personas habría recibido? No quería pensar en eso. ¿Cómo no iba a sentirse desaliñada si su cabello estaba indomable? ¿Cómo no iba a desear escapar si todo en el rostro de Havryl le hablaba de hastío? Él no quería estar ahí, ella no quería estar ahí, pero ahí estaban ambos.

-No he podido pensar mucho, el sueño me ganó y pronto me dormí. ¿Han hablado con mi padre? ¿Cómo está él? Temo que esté muy herido, es una persona mayor –detuvo sus pensamientos en alta voz al reparar en que nada de eso le importaba a su interlocutor, después de todo ese era el hombre que había lastimado a su padre, ¿qué esperaba? ¿Misericordia? No era posible.

Gioacchina se acomodó para quedar sentada en la cama de una manera en la que la espalda baja –puntualmente los riñones- no le doliesen tanto. Necesitaba orinar, pero le daba vergüenza decírselo al hombre… No iba al baño desde la tarde del día anterior, en cualquier momento ocurriría una desgracia allí.


-Le diré quién es… bueno, padre no tendrá jamás, será solo mío. Pero le diré con quién… bueno, usted me entiende. Antes me gustaría poder tomar un baño, asearme un poco. Le aseguro que le diré lo que quiera oír luego. Por favor, tenga piedad.

Había dejado el platillo con comida lejos de ella, el aroma del pan caliente se mezclaba con el del dulce en el aire y a Gioacchina se le llenó la boca de saliva mientras que el estómago le gruñía demandante. A diferencia de la primera etapa del embarazo –dónde devolvía todo lo que ingería, incluso el agua-, Gioacchina ahora comía sin parar. Tenía debilidad por las cosas dulces y a veces se llevaba un frasco de mermelada de higos –la especialidad de la cocinera- a su habitación y lo comía entero en sus noches de insomnio. Contrario a lo que cualquiera podría imaginar, no se levantaba indispuesta ni con ataque al hígado, sino tan hambrienta como siempre. Había llegado a creer que nunca recuperaría la figura que había tenido en el pasado, pero lo cierto era que nada de eso le importaba en el momento en el que un frasco con dulce de higos se abría ante ella.

No pudo aguantarse más, Gioacchina estiró el brazo y tomó un pan con mermelada sin aguardar la indicación de ese maldito. ¡Que se atreviese a quitarle el alimento de la boca! No… mejor no, no fuera cosa que acabase lastimándola.


-¡Pero qué delicia! –exclamó y miró el dulce sin acertar de qué fruto era, parecía damasco pero no podría asegurarlo-. Supongo que era para mí –se justificó y levantó un hombro.

Comió con ganas y mientras masticaba clavó sus ojos claros en los oscuros del tal Havryl, quería mostrar que no tenía miedo, que esa mañana se sentía mucho más valiente, pero no sabía cuánto duraría aquello.

A causa del dulce entrando en su organismo, su bebé se movió dentro de ella y Gioacchina sonrio. Se había asustado la noche anterior al sentir como la tensión se le subía sin ningún médico que estuviese cerca de ella para asistirla; aunque detestaba que la sangrasen sabía que era bueno para el bebé si ella pasaba nervios. Sentirlo moverse a causa del alimento ingerido le dio seguridad, le devolvió –de cierta forma- la paz. Si su bebé estaba bien ella también, sin importar las circunstancias que la rodeasen.


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Mensaje por Havryl Hamilton Lun Abr 30, 2018 6:33 am

Cuando Havryl subió a la habitación no pensó que conseguiría ningún avance. Sí era cierto que la noche anterior había sido demasiado tensa para todos, sobre todo para la joven que ahora tenía delante y de la cual necesitaba sacar información para que todo el esfuerzo diera sus frutos, así que entendía, perfectamente, que se hubiera negado a facilitarle el nombre del padre del bebé. La percepción que el licántropo tenía sobre ella era la de una niña caprichosa y consentida; ya lo supo antes de secuestrarla, y había tenido la ocasión de comprobarlo por sí mismo. Por eso no creyó que esa vez fuera a ser distinto.

No hemos hablado con él, pero deja de preocuparte —contestó—. Anoche te dije que no le dimos fuerte. Se recuperará.

¿Tan difícil le resultaba dejarse de rodeos y decir un nombre? Havryl no era tonto, y empezaba a entrever qué estaba ocurriendo ahí. Que le importara era un asunto bien distinto, y no se molestó en ocultar su indiferencia al respecto. Al ver que la joven no mostraba intención alguna de darle lo que él buscaba, hizo el amago de levantarse de la silla, pero se volvió a sentar antes siquiera de despegar el trasero del asiento. Ella había hablado, por fortuna, diciendo lo que Havryl quería oír.

Sabia decisión —dijo, asintiendo levemente con la cabeza—. Me parece un buen trato, siempre que lo cumplas.

La vio lanzarse contra el pan tostado con verdadera ansia, y el ucraniano no pudo evitar sonreír —¡sí, sonreír!— divertido al ver la expresión de su rostro frente al dulce. No duró mucho, y él se cuidó de cubrirse la boca para que ella no lo viera, al mismo tiempo que dedicaba unos preciosos minutos a observarla detenidamente. Ahora que la miraba con luz, le pareció que tenía un rostro hermoso y un cabello que, a pesar de estar enmarañado, lucía brillante y cuidado. Era muy distinta a Maria, pero le resultaba tan familiar con su vientre abultado que una parte de él quiso mecerla entre sus brazos y decirle que todo iba a salir bien.

Se dio cuenta tarde de que se había quedado mirándola demasiado tiempo, así que se levantó y se acercó a la cama donde ella descansaba.

Venga, levántate —dijo, y le tendió la mano—. La única bañera está en mi habitación, y entre que la limpio, calentamos el agua y te bañas pasará un rato del que no disponemos.

En cuanto se terminó la tostada la agarró de la muñeca y tiró de ella para ayudarla a levantarse. La guió por los pasillos hasta llegar a la primera planta, donde él dormía. La habitación era bastante amplia, pero lo que más destacaba de ella era su luminosidad. Mientras hubiera luz en la calle no era necesario encender ni una sola vela. Había dos ventanales que daban al jardín trasero de la casa —el mismo por donde había entrado el carruaje que robaron la noche anterior— y, entre ambos, se encontraba la cama, demasiado grande para una sola persona, aunque ese fuera Havryl. En la pared del fondo había una chimenea encendida, y la bañera se encontraba al lado para que el transporte del agua caliente fuera más rápido.

Siéntate en la cama mientras te preparo el baño —ordenó sin mirarla.

Llamó a Fabrice —uno de los que no estaban durmiendo a causa de las guardias nocturnas— y le pidió que trajera un par de baldes donde calentar el agua. El muchacho obedeció diligente, y antes de que Havryl terminara de sacar los objetos que llenaban la tina, ya tenía a su lado dos baldes llenos hasta arriba.

Vigílala hasta que termine con esto, muchacho. No me fio de ella.

Aún recordaba el chirrido de los goznes de la ventana que había escuchado la noche anterior. Intuía que, si le daba la espalda el tiempo suficiente, terminaría intentando escapar aunque él estuviera delante, y lo último que quería era tener que hacer una carrera para devolverla a su habitación.

Cuando terminó de echar agua suficiente, dejó un balde en el fuego y mandó a Fabrice salir de la habitación.

Él se va, pero yo me quedo —aclaró—. Me sentaré ahí —señaló un sofá que había junto al ventanal más alejado— y esperaré a que termines. Encima de ese arcón hay una toalla —lo señaló— y el jabón está junto a la bañera. Cuando quieras aclararte, avísame y sacaré el agua del fuego. Puedes estar tranquila, no miraré.

Caminó hasta el sofá y se sentó, tal y como había dicho, esperando a que ella terminara de bañarse de una santa vez. Cuanto antes empezara, antes le diría lo que quería escuchar y podrían terminar con un asunto que se estaba alargando más de lo debido.


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Mensaje por Gioacchina Di Savoia Miér Mayo 30, 2018 11:30 pm

Caminó junto a ese hombre por el pasillo hasta una habitación mucho más linda que la que había ocupado ella en la noche, cálida también en comparación. Siempre en silencio, cosa inusual en ella, obedeció y se fue a sentar en la cama, estaba nerviosa por la mentira que debía inventarse sobre el padre de su hijo. Ah, pero no bajaba la guardia y todo lo observaba, le causaba intriga ese hombre al que todos obedecían. ¿Por qué estaba él al mando y no el tal Fabrice?

-¿Que no se fía de mí dice? –le preguntó indignada al muchacho con intención de ser oída por Havryl-. ¡Yo no me fío de él, con esa cara de amargado y sus órdenes raras de día y de noche! –Se puso en pie y se acercó a Fabrice-: Quiero hacer pis, llévame al baño o me hago aquí mismo –le exigió.

Fabrice miró a Havryl, como buscando una orden de más peso, pero Gioacchina tiró de él con fuerza y finalmente el muchacho la condujo a un baño pequeño cruzando el pasillo, justo frente a la habitación; no había más que una letrina en el suelo y a Gioacchina le costó sentirse segura de orinar allí pero finalmente lo hizo con mucho alivio.


-Tú no eres como él, se te nota la bondad en la mirada –le dijo a Fabrice cuando él la condujo nuevamente a la habitación.

Tal vez Havryl estaba enojado con ella, aunque no entendía ese descaro pues era ella la secuestrada y mal alimentada –ya tenía hambre de nuevo-, ¿por qué parecía ofendido él? La idea no le gustó nada, no era así como había pensado las cosas. Podía ser que ella fuese una mala mujer que se había entregado a un hombre que no era su esposo, a un hombre que estaba casado para colmo de males, pero eso no la hacía menos pudorosa y Gioacchina deseaba algo de privacidad para el momento de higienizarse.


-Prefiero que se quede Fabrice, es más educado que tú –le dijo, pero vio que el hombre no tenía intención de hacer el cambio y que el otro ya se iba.

Mierda, ¿en qué lío se había metido? Buscó alrededor algún palo con el que defenderse en caso de que él quisiese hacerle daño, pero no lo halló. En definitiva no le quedaba más opción que confiar en que él efectivamente no la molestaría mientras ella tomaba el baño.

Tomó la toalla y la olió, no tenía olor a nada y eso la reconfortó porque pensó que al menos no estaba sucia, la dejó cerca para no tener que hacer grandes esfuerzos luego para alcanzarla. ¿Cómo iba a bañarse con un hombre en la habitación y sin su ropa de baño? Acostumbraba a bañarse con un fino liencillo, no solía hacerlo completamente desnuda pues no estaba bien, al menos no en su tierra tan católica y conservadora. Decidió entonces que tomaría el baño con la enagua más interna de su vestido, la sacrificaría pues luego estando húmeda ya no la podría usar. Con dificultad –y perdiendo tiempo que no hacía más que enfriar el agua-, Gioacchina se quitó el vestido y la enagua pesada, quedando solo con la interna y dejó la única ropa que tenía junto a la toalla, también cerca. Cada tanto miraba sobre su hombro para observar al hombre que permanecía con la vista puesta en algún lugar que afortunadamente no era ella.

Hizo todo rápido, lamentablemente el nerviosismo no le permitió disfrutar del momento. Allí, sin estar en privacidad, pero sí en silencio, Gioacchina volvió a sentir que todo eso era su culpa, que estaba viviendo algo que merecía por haber sido tan imprudente, tan enamoradiza y crédula, tan injusta con lo que su padre siempre le había enseñado. ¿Estaba nerviosa pensando que ese tipo gigante del sillón podría matarla en cualquier momento? Se lo merecía, por haberse comportado como una cualquiera, pero su hijo no, su niñito (o niñita, que era lo que ella esperaba por el bien de ambas) no merecía nada de todo aquello.

El peso de la tela, que no era como la que acostumbraba llevar al bañarse, le impedía el moverse con libertad; a pesar de eso se lavó el cuerpo rápido, pero sí demoró un poco más con el cabello. Necesitó incorporarse y el agua se salió por los costados, Gioacchina miró a Havryl esperando que el gruñón la reprendiera por mojarle el suelo.


-Necesito más agua –dijo y su voz rompió con el silencio acumulado durante varios minutos-, tengo frío –agregó y se abrazó el pecho con ambos brazos.


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Mensaje por Havryl Hamilton Sáb Jun 23, 2018 4:50 pm

Havryl se dejó caer en el sofá, agotado y un tanto nervioso con la presencia de ella. No porque estuviera allí con él, sino porque sabía que tratar con Gioacchina no iba a ser tarea fácil. En realidad, debió haber pensado en todo aquello antes de lanzarse a llevar a cabo el plan, pero jamás pensó que la situación fuera a complicarse hasta ese punto. Dudaba, y mucho, que volvieran a repetirlo, así que cuanto antes terminaran con ella antes volverían a su normalidad.

Se pasó la mano por la cara y apoyó el codo en el reposabrazos. Por el sonido de los chapoteos, supo que ya se había metido en la bañera y que empezaba a lavarse el cuerpo. Tal y como le había prometido, no miró, aunque no fue por falta de ganas. Decidió fijar la vista en un punto lejano, más allá del ventanal, y trató de pensar en cualquier cosa menos en ella, puesto que las sensaciones que le producía eran tan contradictorias que lo asustaban. ¿Cómo podía no soportarla y sentir, a la vez, compasión por ella?

Hiló pensamientos hasta que se dio cuenta de que la muchacha no tenía más ropa que la que llevaba puesta y que, probablemente, estaría sucia y olería mal. Allí no había ninguna prenda de mujer porque en la casa sólo vivían hombres, así que se levantó del sofá y se acercó a su cómoda. De uno de los cajones sacó unos pantalones y una camisa limpios y volvió a sentarse, dejándolos en regazo. Aprovechó para echar un vistazo rápido a Gioacchina, y vio que se lavaba el pelo con aparente tranquilidad, aunque Havryl bien sabía que eso no era así; podía sentir su nerviosismo y su angustia, y no la culpaba. Habían sido muchos los cambios, y todos ellos demasiado rápidos para poder asimilarlos con calma. Al menos no lloraba, que era uno de los mayores temores del licántropo. No soportaría tener que escuchar los sollozos de una cría por toda la casa.

Cuando ella demandó más agua, él se levantó sin decir nada y se acercó hasta la bañera. Dejó la ropa limpia encima del arcón donde momentos antes había estado la toalla y se acercó a la chimenea para sacar el agua que se estaba calentando. Se giró hacia la bañera y la vio allí, de pie, con la enagua puesta y completamente pegada al cuerpo. Lo primero que se preguntó fue por qué demonios se lavaba con ropa. ¿Sería, acaso, para que él no viera nada de su cuerpo? Era algo absurdo, puesto que la tela mojada dejaba ver mucho más de lo que se pretendía esconder.

Tienes frío porque te estás lavando con ropa —razonó—. ¿Por qué lo haces? No es que me importe, pero… es incómodo y, ahora mismo, veo casi lo mismo que si estuvieras desnuda.

Se acuclilló junto a la bañera y metió la mano para comprobar la temperatura del agua. Se había enfriado bastante, así que llenó uno de los baldes con ella y lo mezcló con la caliente del otro cubo hasta que la temperatura fue la idónea para que estuviera en contacto con la piel.

Te voy a echar esto por encima, a ver si así entras en calor —le avisó, incorporándose y acercándose a ella—. Si yo fuera tú, me quitaría la enagua, así te podrás limpiar mejor.

Volcó el cubo sobre la cabeza de la joven e intentó repartir el agua caliente por su espalda. Después, dejó el balde a un lado y la sujetó de un brazo para ayudarla a salir de la bañera. Su barriga no debía ser fácil de manejar.

—Te he dejado algo de ropa ahí. —La señaló con la cabeza y después miró a la joven—. Es mía, así que no sé cómo te estará. Puedes no usarla, pero imagino que será más agradable llevar ropa limpia antes que el vestido que traías. —Se alejó hasta llegar a la cama, donde se sentó—. Tómate el tiempo que necesites, pero recuerda que tú y yo tenemos una conversación pendiente. —Esta vez no apartó los ojos de ella—. Ese era el trato.

Y esperaba realmente que fuera una mujer de palabra, porque si había algo que a Havryl Hamilton no le gustaba era que lo tomaran por tonto.


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Mensaje por Gioacchina Di Savoia Sáb Jun 30, 2018 1:13 am

Gioacchina quería no temerle, deseaba no pensar en ese hombre con miedo porque saber que él podría matarlos –a ella y a su niño- con una sola mano era aterrador. Pero él se acercó a ella y Gioacchina se encogió, recordando con qué descaro lo había desafiado delante de Fabrice hacía unos minutos, le había dado motivos para que estuviera enojado... pero no parecía enfadado, solo cansado como si llevase un gran peso sobre sus hombros.

-Me baño con ropa para que Cristo no vea mis vergüenzas. Así nos bañamos las señoritas católicas –le explicó, con cierto orgullo en la voz, aunque cualquiera que viera el tamaño de su vientre sabría que un hombre ya había visto eso que Gioacchina le ocultaba a Dios al bañarse-. Hablo bien el francés, estudié y también llevo varios años viviendo aquí, pero soy italiana. Allí en mi tierra las señoritas nos bañamos con enaguas, sé que aquí no todas, solo las cristianas más devotas… pero no puedo dejar mi costumbre.

No quería pensar en que él había dicho que podía verle como si estuviese desnuda, por eso había intentado distraerlo –y distraerse- con tantas palabras y explicaciones que para él de seguro no tenían sentido.

El agua caliente la reconfortó una vez más, Gioacchina la disfrutó aunque tenía sabor a poco porque solo duró unos instantes. Tampoco podía quejarse, no estaba en su casa sino que era cautiva de unos maleantes y ese hombre de ahí –que ahora la ayudaba a salir de la bañera- no era su dama de compañía, sino el maleante mayor.


-Gracias –le dijo cuando vio la ropa sobre el arcón-. Mira para otro lado, prometiste que así lo harías –le recordó cuando lo vio sentarse en la cama sin quitarle la vista.

El temor, sin dudas, fue su mayor asistente en esos momentos, pues Gioacchina se medio escondió al costado de la chimenea donde creía que él no podía verla, y se quitó la enagua empapada antes de secarse el cuerpo. Rápida como nunca había sido tomó su ropa interior y se la puso, pero en lugar de volver a usar el vestido que traía se puso la camisa que Havryl le había dejado y finalmente –no muy segura porque nunca había usado unos- se puso los pantalones de él.


-Se me van a caer –se quejó, saliendo de su improvisado escondite para plantarse frente a él-, son raros… es extraño sentir las piernas separadas así. Yo… nunca había usado ropa de hombre. Creo que me gusta, pero se me caerán si los uso debajo del vientre.

Caminaba vacilante, no solo por los pantalones y por su embarazo, sino también porque el suelo estaba húmedo y temía caerse. Finalmente llegó hasta el costado contrario de la cama y se sentó, mirándolo. Tomó aire y lanzó la mentira en la que había estado pensando:

-Es Pedro. El padre de mi hijo es Pedro, uno de los cocheros de mi padre. –Lo miró directamente a los ojos, sin saber si él estaba o no creyéndole, por eso decidió dar algunos detalles más-: Yo lo quería, ya no lo quiero porque ha sido malo conmigo, pero lo quería. No sé qué más puedo decir... Una noche se coló en mi dormitorio, me dijo cosas bonitas y yo le creí –todo lo decía con el corazón dolido, porque todo era cierto, así habían sido las cosas, pero no con Pedro el cochero, sino con Ígor, uno de los príncipes de Portugal-. Y… bueno, supongo que sabes de esas cosas que los hombres les hacen a las mujeres. No fue solo esa noche, me visitó algunas más hasta que comencé a tener dolores en el bajo vientre, como puntadas aquí… y luego de mucho tiempo sintiéndome enferma el doctor dijo que estaba embarazada. Intenté ocultárselo a mi padre, casi logro escaparme de la casa sin que él lo supiera, pero al final se enteró. Él no sabe que Pedro es el padre, nunca se lo dije a nadie. Me da miedo de lo que pueda pensar, créeme que estar secuestrada aquí no es lo peor. Es malo y tengo miedo, pero no es lo peor, ya he sentido más miedo antes.

Lágrimas ya no tenía, por eso no lloraba, pero oír así la historia la había afectado. Sentía lástima de sí misma, le daba pena escuchar todas esas cosas que, en definitiva, eran ciertas porque así las había vivido. Eso y mucho más, pero no tenía sentido contarle a ese hombre que su padre quería meterla en un convento y luego quitarle a su hijo, le parecía evidente que no entendería la vergüenza que significaba para una familia como la de ella que una de las hijas de Francesco Di Savoia estuviese embarazada sin tener marido.


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Mensaje por Havryl Hamilton Vie Jul 27, 2018 12:38 pm

Havryl no habló más hasta que la joven terminó su relato porque, cuanto antes le contara lo que quería saber, antes terminarían con eso que se estaba demorando más de lo previsto. A pesar de que no tenía ni la más mínima relación con ella —principalmente, porque se conocían desde hacía menos de veinticuatro horas— y a pesar del aspecto rudo y serio que mostraba, el licántropo no era un tipo insensible, al contrario; desde su transformación, los sentimientos que lo invadían eran mucho más intensos y más radicales, lo que hacía que pasara del amor al odio en lo que duraba un simple pestañeo. La joven a su lado, no obstante, consiguió producir en él una sensación parecida a la lástima, algo que hacía mucho que no sentía.

Conque Pedro —dijo, al fin, frotándose la cara con ambas manos.

Se quedó unos segundos sentado y con la cabeza apoyada en sus manos, pensando qué hacer a continuación. ¡Tanto trabajo para nada! Estaba frustrado, pero no quería demostrárselo a ella. Frente a Gioacchina, debía ser Havryl el líder, el que tenía todo bajo control, y no un hombre que no sabía qué demonios hacer.

Se levantó y se acercó a la cómoda de la que había sacado la ropa limpia. Rebuscó un poco en el primer cajón y sacó un cinturón de cáñamo, que ya no usaba, antes de volver junto a Gioacchina.

Levántate —ordenó, autoritario pero no amenazante—. Voy a sujetarte ese pantalón, así irás más cómoda.

Pasó sus manos en torno a la cintura de ella y buscó las trabillas por donde pasar el cinturón. Una a una, fue enganchándolo para, al final, atarlo en el frente ajustando la prenda al cuerpo de la joven.

Te acompañaré a tu habitación y le pediré a Fabrice que te lleve algo de comer. Vamos.

Cuando se aseguró de que la ventana de su cuarto estaba cerrada, salió y cerró la puerta tras de sí. El resto de sus hombres esperaban ya en la planta baja, ansiosos por saber qué les tendría que decir su líder. Havryl, sin embargo, no habló nada más llegar, sino que ayudó a Fabrice a preparar un plato de comida y esperó a que el joven estuviera de vuelta para contarles lo que Gioacchina le había dicho. Al fin y al cabo, era un miembro más de la manada y tenía derecho a estar enterado de todos lo que ocurriera en aquella casa.


***

El plan siguió su curso, así que, tal y como decidieron antes de comenzar con todo aquello, enviaron una carta al padre de la joven pidiendo el rescate. Francesco Di Savoia tardó más de lo previsto en contestar, hasta tal punto que pensaron que algo habían hecho mal y la carta había sido recibida por la persona equivocada. Cuando finalmente lo hizo, sin embargo, la respuesta no fue la que ellos esperaban.

Dice que pagará por ella, pero no por su hijo —resumió, con un sudor frío recorriéndole la espina dorsal—. ¿Qué clase de hombre haría una cosa así?
Uno que no desea a ese niño —contestó Marco, sólo con la intención de romper el silencio que se había adueñado de la sala; la carta los había dejado a todos confusos—. ¿Qué hacemos ahora? Sigue embarazada y no parece que vaya a dar a luz pronto. —Se rascó la cabeza—. ¿Y si nos deshacemos de ella?

Un murmulló de asentimiento corrió entre ellos hasta que Havryl alzó la vista en dirección a su compañero y amigo.

¿Vas a matar a una mujer embarazada? —El tono frío de su voz heló la sangre de los presentes.
No —contestó Marco—, pero podemos dejarla en la ciudad, o en el camino que lleva a ella y que se busque la vida. Todo esto se está retrasando más de lo que pensamos y necesitamos conseguir dinero —razonó—. El plan era bueno, Havryl, pero no ha salido bien.
Está embarazada, Marco. Si su padre no quiere pagar por ese niño, ¿qué crees que va a hacer ella? ¿Volver a casa? No —se contestó a sí mismo—. Por la educación que ha tenido no va a saber ni moverse por la ciudad, como para aprender a sobrevivir sola y con esa barriga. ¡Santo cielo! ¡Si se baña con ropa para que Cristo no vea sus vergüenzas! —Arrugó la carta y la lanzó a una esquina de la habitación—. No la voy a dejar por ahí, Marco. No puedo.

El tono y la mirada de Havryl fueron suficientes para que su mano derecha entendiera a qué se refería. Marco, el hombre que había estado con él desde el principio, sabía bien el dolor que arrastraba su líder desde la noche de su transformación, por eso no hicieron falta más palabras. Simplemente asintió, y ese gesto bastó para que los demás callaran y aceptaran la decisión de Havryl, aunque no estuvieran de acuerdo.



FIN DEL TEMA


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