AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La visita [Flashback]
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La visita [Flashback]
Si hay algo que el tiempo no es capaz de hacer a las personas, es darles la capacidad de olvidar, de mejorar por sí mismos aspectos de sus vidas con los que no están del todo de acuerdo. Y si no, que se lo dijeran a aquella chiquilla de cabellos oscuros y mirada clara como el más grande de los océanos. Ella había visto pasar por su vida cientos de caras conocidas -y otras no tanto- que nunca habían logrado "sacarla" de aquel oscuro abismo en que estaba hundida. Y muchos días habían pasado desde que cayese de cabeza en ese lugar. Dormida, parecía más tranquila de lo que nunca llegaba a estar despierta. Hasta que los rayos de Sol comenzaba a entrar por la ventana. Los amaneceres en la casa Dunne siempre consistían en lo mismo, y es que cuando Bethany abría los ojos, la mansión se convertía en un pequeño caos hasta que alguien consiguiese calmarla. ¿Por qué? Pues porque era incapaz de estar sola ni diez minutos seguidos, y menos cuando al despertarse se encontraba la otra mitad de la cama vacía. Sin la presencia de su adorado marido, la histeria se apoderaba de ella con la misma rapidez en que una mecha se prende y estalla, y era imposible evitar que comenzase a delirar por toda la mansión gritando a pleno pulmón.
En aquellos momentos, todos se convertían en culpables de su desgracia, y eso hacía que los mirase con un odio acumulado que ni ella misma sabía cómo había llegado hasta allí. Simplemente, de repente, los odiaba y era incapaz de remediarlo. ¡¿Por qué eran todos tan malas personas?! ¡Oh, que horrible calamidad! Corría por la casa perseguida por demonios, y por sirvientes... ¿O quizá eran lo mismo? No lo sabía. No sabía nada. Lo único que tenía claro era que debía seguir corriendo. Tenía que seguir corriendo. Tenía que esconderse de aquellos monstruos que querían llevársela de vuelta a la oscuridad, a la tristeza, al pozo de lágrimas. La ira se abría paso en su pequeño corazón sin tener ningún motivo coherente. Se sentía agobiada, arrastrada por una energía que hacía mucho que no la asaltaba y no sabía manejar. Como de costumbre. Recorrió cada habitación, cada escondite, buscando sentirse segura. Pero sólo encontró desesperación. Al menos, hasta que la puerta abierta del sótano le dio una posible escapatoria: desde ahí podría salir al exterior. Podría ver un Sol que hacía mucho que no le daba calor. O eso pensó, ilusa, hasta darse cuenta de la trampa que aquellos malnacidos le habían tendido. La asaltaron en la oscuridad, y la llevaron de regreso a su cuarto, tras obligarla a tomarse aquella medicación que tanto la disgustaba.
Los gritos y pataleos recorrieron toda la casa hasta sus cimientos, alertando a cada uno de los habitantes de la misma, que observaron con cierta lástima cómo su señora era encerrada nuevamente en aquel cuarto del que casi nunca podía salir. ¡Como si a ella le interesasen sus sentimientos! Si tanta pena les daba, ¿por qué la obligaban a estar allí? Pateó la puerta cerrada hasta la saciedad, para luego caer rendida, de rodillas, sobre el suelo. Las lágrimas no tardaron mucho en llegar, así como tampoco se demoró la melancolía que siempre solía acompañarla. Cuando en su cabeza ya no quedaba rastro de aquella ira contenida, camuflada por las nubes y nubes de pensamientos confusos que aquellas terribles pastillas dejaban en su cabeza, se centró en armar un puzzle que no recordaba haber comprado nunca. ¿Quizá se tratase del último regalo de su marido? Quien sabe. Tampoco recordaba haberle visto a él... Cuando volvió a dar cuenta de lo sola que estaba, se echó a llorar en un rincón preguntándose por qué incluso los puzzles estaban en su contra. Y fue entonces cuando la puerta se abrió, dejando pasar a una sirvienta que la observó un tanto desconcertaba. No recordaba haberla visto nunca. Cuando se acercó, Bethany retrocedió, demostrándole a la mujer -que llevaba más de cinco años trabajando para ella-, que en aquellos momentos todo era hostil para aquella chiquilla que la miraba como extrañada. Con voz suave anunció a un visitante cuyo nombre le resultaba vagamente conocido. Pero no lo suficiente para mostrarse confiada al respecto.
En aquellos momentos, todos se convertían en culpables de su desgracia, y eso hacía que los mirase con un odio acumulado que ni ella misma sabía cómo había llegado hasta allí. Simplemente, de repente, los odiaba y era incapaz de remediarlo. ¡¿Por qué eran todos tan malas personas?! ¡Oh, que horrible calamidad! Corría por la casa perseguida por demonios, y por sirvientes... ¿O quizá eran lo mismo? No lo sabía. No sabía nada. Lo único que tenía claro era que debía seguir corriendo. Tenía que seguir corriendo. Tenía que esconderse de aquellos monstruos que querían llevársela de vuelta a la oscuridad, a la tristeza, al pozo de lágrimas. La ira se abría paso en su pequeño corazón sin tener ningún motivo coherente. Se sentía agobiada, arrastrada por una energía que hacía mucho que no la asaltaba y no sabía manejar. Como de costumbre. Recorrió cada habitación, cada escondite, buscando sentirse segura. Pero sólo encontró desesperación. Al menos, hasta que la puerta abierta del sótano le dio una posible escapatoria: desde ahí podría salir al exterior. Podría ver un Sol que hacía mucho que no le daba calor. O eso pensó, ilusa, hasta darse cuenta de la trampa que aquellos malnacidos le habían tendido. La asaltaron en la oscuridad, y la llevaron de regreso a su cuarto, tras obligarla a tomarse aquella medicación que tanto la disgustaba.
Los gritos y pataleos recorrieron toda la casa hasta sus cimientos, alertando a cada uno de los habitantes de la misma, que observaron con cierta lástima cómo su señora era encerrada nuevamente en aquel cuarto del que casi nunca podía salir. ¡Como si a ella le interesasen sus sentimientos! Si tanta pena les daba, ¿por qué la obligaban a estar allí? Pateó la puerta cerrada hasta la saciedad, para luego caer rendida, de rodillas, sobre el suelo. Las lágrimas no tardaron mucho en llegar, así como tampoco se demoró la melancolía que siempre solía acompañarla. Cuando en su cabeza ya no quedaba rastro de aquella ira contenida, camuflada por las nubes y nubes de pensamientos confusos que aquellas terribles pastillas dejaban en su cabeza, se centró en armar un puzzle que no recordaba haber comprado nunca. ¿Quizá se tratase del último regalo de su marido? Quien sabe. Tampoco recordaba haberle visto a él... Cuando volvió a dar cuenta de lo sola que estaba, se echó a llorar en un rincón preguntándose por qué incluso los puzzles estaban en su contra. Y fue entonces cuando la puerta se abrió, dejando pasar a una sirvienta que la observó un tanto desconcertaba. No recordaba haberla visto nunca. Cuando se acercó, Bethany retrocedió, demostrándole a la mujer -que llevaba más de cinco años trabajando para ella-, que en aquellos momentos todo era hostil para aquella chiquilla que la miraba como extrañada. Con voz suave anunció a un visitante cuyo nombre le resultaba vagamente conocido. Pero no lo suficiente para mostrarse confiada al respecto.
Bethany S. Dunne- Hechicero Clase Alta
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