AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Una Visita
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Una Visita
Los árboles estaban salpicados por motas blancas, nieve que caía de los cielos impregnando la tierra de blanco. Ver una hoja de papel con algunos huecos de color era lo mismo que ver el cementerio cubierto de nieve. Las lápidas se erguían con sus diferentes decoraciones. Cruces que parecían llorar por la nieve derretida, ángeles de piedra que bien podían haber caído del cielo y conservar restos de las nubes en sus cabezas y alas, vírgenes que imploraban piadosas al señor por el alma de la persona que ahora custodiaban y que recibían con regocijo aquellas hojuelas blancas. El campo santo era, precisamente eso, santo por la pureza blanca que lo cubría en esas épocas.
Pocos iban a visitar a sus familiares que, en algún momento, decidieron partir de este mundo. Todos se centraban en las festividades que se llevarían a cabo. Compras, arreglos. Y el Cementerio de Montmartre solo, con los sonidos de las aves y el viento por compañía única.
Unas botas de piel crujieron en la nieve y los bordes de una falda de lana negra rozaron el suelo. Cada paso se marcaba en el camino dejando una huella de presencia humana.
Luella se cubría la nariz con la bufanda y su cabeza iba cubierta por una capa del mismo material que su vestido. Su rostro iba sereno pero decidido, mirando lápidas y leyendo sus nombres. En algunos epígrafes se detenía y leía con atención. Muchos eran simples, con dedicatorias de la familia, otros eran piezas de verdadera poesía; en algunos se podía ver, de manera muy discreta, la razón de la muerte, en otros muchos nisiquiera se mencionaba.
Luella recordaba muy nítidamente las veces que su padre salía solo a visitar un lugar que jamás le revelaba. “Visitaré a alguien querida Luella, tu te quedarás con tu nana”. Todo para evitarle el dolor de ver a su padre llorarle a alguien que ella no había conocido. Ya los años después de eso ella lo acompañaba en su dolor aunque las lágrimas no salieran, no la recordaba, así que no había por qué derramarlas. Su padre, por otro lado, lloraba y mucho.
- Padre, ¿algún día dejarás de extrañarla? - preguntaba ella curiosa por la respuesta
- Nunca, hija, nunca.- respondía él en un tono de resignación, como si él mismo hubiera decidido retenerla en su memoria para toda la vida.
El día que le habían entregado el cuerpo de su padre, Luella lo enterró junto a Lill, su madre, tal y como él lo había pedido en su testamento como última voluntad. Y era exactamente ahí a donde se dirigía.
Pasar la navidad y año nuevo en soledad no era precisamente lo que ella deseaba, pues tendía a recordar aquellos años donde una taza de chocolate y una frazada frente a la chimenea habían bastado para estar con su padre. Ahora tendría que pasar aquellos días con la única compañía de su nana.
Luella caminaba mirando hacia los lados por si se aparecía alguien que quisiera robarle, a pesar del motivo de la visita, tenía que protegerse.
Escuchó el crujir de las ramas detrás de ella, paró en seco y volteó a ver si alguien la seguía, pero lo único que vieron sus ojos fue el camino recorrido desde el gran portón de fierro que, desde donde estaba, ya se notaba muy distante.
Siguió caminando entre tumbas hasta que encontró una de dos lápidas gemelas, una decía “Bernard Warran“ y la otra “Lill Miller“. Se detuvo.
Pocos iban a visitar a sus familiares que, en algún momento, decidieron partir de este mundo. Todos se centraban en las festividades que se llevarían a cabo. Compras, arreglos. Y el Cementerio de Montmartre solo, con los sonidos de las aves y el viento por compañía única.
Unas botas de piel crujieron en la nieve y los bordes de una falda de lana negra rozaron el suelo. Cada paso se marcaba en el camino dejando una huella de presencia humana.
Luella se cubría la nariz con la bufanda y su cabeza iba cubierta por una capa del mismo material que su vestido. Su rostro iba sereno pero decidido, mirando lápidas y leyendo sus nombres. En algunos epígrafes se detenía y leía con atención. Muchos eran simples, con dedicatorias de la familia, otros eran piezas de verdadera poesía; en algunos se podía ver, de manera muy discreta, la razón de la muerte, en otros muchos nisiquiera se mencionaba.
Luella recordaba muy nítidamente las veces que su padre salía solo a visitar un lugar que jamás le revelaba. “Visitaré a alguien querida Luella, tu te quedarás con tu nana”. Todo para evitarle el dolor de ver a su padre llorarle a alguien que ella no había conocido. Ya los años después de eso ella lo acompañaba en su dolor aunque las lágrimas no salieran, no la recordaba, así que no había por qué derramarlas. Su padre, por otro lado, lloraba y mucho.
- Padre, ¿algún día dejarás de extrañarla? - preguntaba ella curiosa por la respuesta
- Nunca, hija, nunca.- respondía él en un tono de resignación, como si él mismo hubiera decidido retenerla en su memoria para toda la vida.
El día que le habían entregado el cuerpo de su padre, Luella lo enterró junto a Lill, su madre, tal y como él lo había pedido en su testamento como última voluntad. Y era exactamente ahí a donde se dirigía.
Pasar la navidad y año nuevo en soledad no era precisamente lo que ella deseaba, pues tendía a recordar aquellos años donde una taza de chocolate y una frazada frente a la chimenea habían bastado para estar con su padre. Ahora tendría que pasar aquellos días con la única compañía de su nana.
Luella caminaba mirando hacia los lados por si se aparecía alguien que quisiera robarle, a pesar del motivo de la visita, tenía que protegerse.
Escuchó el crujir de las ramas detrás de ella, paró en seco y volteó a ver si alguien la seguía, pero lo único que vieron sus ojos fue el camino recorrido desde el gran portón de fierro que, desde donde estaba, ya se notaba muy distante.
Siguió caminando entre tumbas hasta que encontró una de dos lápidas gemelas, una decía “Bernard Warran“ y la otra “Lill Miller“. Se detuvo.
Luella Warran Miller- Cazador Clase Media
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Fecha de inscripción : 04/12/2011
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