Best Friend [Bellatrix]

La mañana de ese viernes me había recibido con su esplendoroso cielo despejado y una pila de papeles en el escritorio. La pluma, el tintero, el lacre y el anillo con el sello de la insignia familiar –un escorpión enroscado- fueron mis únicos compañeros durante las largas horas de analizar documentos de los negociados que seguían pendientes. La carta de Alexander, lejos de alegrarme, me había amargado. El viaje que tenía planeado a París se había truncado. Los últimos dos meses los había pasado alimentando el deseo de volver a encontrarme con mi hermano mayor, y que él se animaría a romper el compromiso que el abuelo había dejado acordado. Sin embargo, la posibilidad de que eso ocurriera era casi inexistente. Había aprendido que Un Blackraven nunca rompe un pacto y me había logrado acostumbrarme a vivir así, por tal motivo, los contratratos que se cerraban en los diversos convenios debían ser estudiados en detalle y el margen de error debía ir de mínimo a irreal, no se me permitía errar.

El mediodía no fue muy diferente al resto de la jornada. El ya acostumbrado solitario almuerzo, una breve siesta y más trabajo. Había caído en la monotonía nefasta a la que se acostumbra el infeliz. Tras despertar del descanso, me asomé por el gran ventanal que poseía en la habitación. Las cortinas blancas me rozaron las pantorrillas y un leve cosquilleo me trajo la realidad. Mi atención se había instalado en dos de los cuatro jardineros que poseía el palacete. Ambos reían mientras le daban forma a un arbusto que había sido desmarañado por la tormenta de la noche anterior. Sería maravilloso compartir las jornadas laborales con alguien suspiré profundo como quien toma la resignación como forma de vida. Sólo me vestí y volví a mis quehaceres.

La caída de la tarde me dio la pauta de que era hora de que las tareas encomendadas quedaran para el día siguiente. Hacía dos días que le había enviado una invitación a Bellatrix Lagrange, la primer amiga que conseguí en París, para compartir una cena en el restaurante parisino más importante. A pesar de sus negativas al principio, debido a su profesión y a quiénes podía encontrarse si asistía, logré convencerla de acompañarme. Poco y nada me importaba lo que las habladurías podrían esparcir. Estaba tan emparentada con todas las cuestiones que se tejían en cuanto a mi persona, que una más, no me afectaría. Los franceses eran tan liberales para algunas cuestiones y tan…cerrados para otras, parecía que la Revolución que habían propiciado hacía pocos años, de nada les había ayudado. Las mujeres de la alta sociedad seguían tan condenatorias como si tuviesen la preparación justa o el derecho adquirido para señalar y sentenciar. ¡Puras sandeces! Como solía decir papá o el abuelo, tan recios a comerciar con los habitantes de éste país.

El baño con aceites artesanales a base de hierbas aromáticas y flores varias consiguió relajarme. Con ayuda de una de las empleadas, una liberta, como les decían a los esclavos manumitidos, me coloqué el atuendo clásico, en un tono verde petróleo, con puntillas negras en puños y volados. El ajustado corsé se amoldaba perfectamente a mi cintura ceñida. Las ballenillas paralelas se encargaban de sostener y ocultar cualquier curva vergonzosa. Los zapatos escondidos debajo de tanto miriñaque eran en color negro. Ese conjunto lo había adquirido hacía poco tiempo, cuando uno de los diseñadores más importantes del Viejo Continente fue invitado por la Señora Lemacks a la tertulia organizada en mi hogar con motivo de pasar “una cálida tarde con buena compañía”. El cabello lo llevaba recogido en una trenza que rodeaba mi cabeza y de las patillas sobresalían dos bucles que habían sido bien marcados con un hierro caliente. El perfume de rosas, exclusivamente creado para mi, daba el toque final. Sólo un leve rubor en las mejillas y las pestañas enarcadas daban un aspecto más inocente a mi rostro ya angelical por naturaleza.

Pasadas las ocho de la noche, arribé en el coche que habían traído de Germeraux hacía poco menos de un mes. Como era de esperarse, varias personalidades del mundo de la política, el arte, el comercio y el teatro, se encontraban en sus mesas. Tras saludar cordialmente a todos aquellos que se levantaban a recibir a la “Duquesa Inglesa”, me dirigí al sector más alejado, donde no podríamos ser molestadas ni interrumpidas, y desde donde, estaba segura, no podrían escuchar nuestra conversación. Me senté y coloqué la mantilla en el respaldar de la silla de madera de pino. Observé la mesa, la vajilla de porcelana, las copas de cristal y los cubiertos de plata, perfectamente ordenados, y el mantel blanco superpuesto al rojo le daban un ambiente de lo más ameno. Di un último vistazo a la puerta, y desde mi lugar, pude ver que Bellatrix ya se encontraba caminando hacia donde me encontraba.