AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La lluvia sabe por qué | Privado
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La lluvia sabe por qué | Privado
Hemos de estar siempre preparados para las sorpresas del tiempo.
Paulo Coelho.
Paulo Coelho.
La lluvia, esa aliada eterna del bosque, nutriente esencial de la tierra, vida en forma de repiqueteos, confidente eterna de Jean Hamilton. Solitario como era, Jean adoraba la lluvia pues la hacía su cómplice, su amiga. Solía dar largos paseos bajo la tormenta, así se había encontrado con varios seres sobrenaturales que salían a cazar por el bosque inspirados por el aguacero, eso como importante… luego estaba el hecho de que los conejos que cazaba para alimentarse se movían de un lugar al otro en las noches húmedas.
-Solo una vuelta, amiga mía –le dijo a su yegua, Nerina, mientras alzaba el rostro al cielo para que las hojas de los árboles le filtrasen el agua de lluvia-, pronto volveremos a casa.
No fue una vuelta sino varias. Dos de sus saetas le bastaron también para procurarse el alimento que le duraría al menos cuatro días, sí dos conejos gordos y jóvenes que le durarían eso, Jean era un hombre de contextura grande, alto y fibroso, que necesitaba comer bien para reponer toda la energía que a diario gastaba.
Guardaba con orgullo ambas presas cuando un grito se mezcló con un trueno. Estaba seguro que había sido un alarido de dolor, pero la tormenta recrudecía y tapaba los sonidos, él mismo iba ya empapado hasta los calzones. Acabó su tarea y, en cuanto estuvo erguido sobre su yegua otra vez, volvió a oír el grito, esa vez claro, hasta podía jurar que se trataba de una mujer.
Muchas eran las leyendas que se tejían en el corazón del bosque y muchas, a su vez, eran ciertas. Licántropos, hombres y mujeres con el poder de transformarse en animales, brujos de a cientos… Seguro de que se trataba de algún espíritu atormentado, Jean pensó que lo mejor que podía hacer era volver a su pequeña cabaña, regresar a su refugio y prepararse dos piernas de conejo mientras desnudo se sentaba frente a la chimenea. Guió a Nerina para volver a tomar el rumbo que los conduciría a su cabaña cuando volvió a oír el grito desgarrador, pero esa vez mucho más débil y cercano.
-Dios me lleve confesado –refunfuñó entre dientes esa frase que solía decir su madre cuando se hallaba frente a serios problemas-. Vamos, nena, nosotros no somos de los que temen y corren a casa –dijo, acariciando el cuello del animal y la instó a galopar justo hacia la zona de donde provenían los gritos.
El aguacero no había mermado en lo absoluto, era constante y pesado, tal como a él le gustaban las lluvias. Ah, pero si algo podía hallar Jean hasta con los ojos cerrados era mujeres bellas. Había nacido en un prostíbulo, se había criado entre mujeres hermosas y llenas de problemas. Cuando la vio no pudo evitar que la escena le recordase a su propia historia, allí lastimada, empapada y maniatada, la muchacha representaba la escena que él mismo había vivido hacía unos años.
-¿Qué te ha sucedido, nena? –le preguntó y de un salto desmontó. Se sacó la cuchilla del cinto y cortó las sogas que la aprisionaban-. ¿Te están siguiendo?
Estaba viva, pero débil. Jean resolvió no preguntar más. La cargó sobre Nerina –con un movimiento que no le supuso demasiados esfuerzos, pues ella era muy delgada y aunque iba tan o más mojada que él, ni siquiera así pesaba más de lo que él acostumbraba levantar en sus entrenamientos matutinos-, y él montó tras ella. La sujetó con una mano mientras que con la otra mantenía la rienda de la yegua firme.
-No temas, no te atraparán si estás conmigo. En este bosque soy el rey –le aseguró, sin importar que eso pudiese sonar pedante o soberbio.
Con un movimiento delicado, le invitó a descansar la espalda en su pecho para que pudiese viajar más cómoda. Ya no tenía motivos para estar tensionada, él la ayudaría así como años atrás le habían ayudado a él cuando logró escapar de la milicia y ocultarse para siempre en el corazón del bosque.
Jean Hamilton- Cazador Clase Media
- Mensajes : 23
Fecha de inscripción : 22/08/2017
Re: La lluvia sabe por qué | Privado
Corría tanto que sus piernas ya no le aguantarían mucho más tiempo, pero no podía parar; si lo hacía, estaba segura de que los inquisidores que la perseguían terminarían atrapándola, y Marene prefería estar muerta antes que en los calabozos de la Inquisición. Veía correr a Fabrice frente a ella, y eso era lo que le daba fuerzas para continuar: saber que su hermano estaba a salvo. Fijó sus ojos en el cambiante y siguió avanzando lo más rápido que le permitían sus acolchadas patas de loba. El pelaje blanco estaba apelmazado a causa de la lluvia incesante, y su cuerpo le pedía parar para sacudir el agua y eliminar peso, pero su razón la obligaba a seguir.
Oía el avance de los humanos tras ella; sabía que entre los perseguidores había otros de su misma especie, había tenido la oportunidad de ver sus auras durante un breve momento, y lo cierto era que se aterrorizó. ¿Cómo alguien podía dar caza de esa manera tan cruel a otros que eran como él? Marene no podía entenderlo, como tampoco entendía qué había de malo en lo que ella era: humana y animal al mismo tiempo. ¿De verdad era tan horrible, tan diabólico?
Seguía corriendo sin quitar los ojos de Fabrice cuando escuchó un chasquido en su espalda. Miró hacia atrás un segundo y después sintió el dolor. Quemaba como si una ola de fuego la hubiera alcanzado y estuviera corriendo por su pellejo. Algo le estranguló el cuello y la loba cayó al suelo. No duró mucho más en su forma animal, puesto que el dolor era tan intenso y la falta de aire tan grave que apenas tenía fuerzas para seguir transformada. Miró un instante hacia delante y vio que Fabrice desaparecía entre los setos. Al menos, él tendría la opción de escapar.
Los hombres no tardaron en llegar a donde ella. Se sentía agotada tras la carrera, y la soga con la que la habían atrapado —que quemaba como el infierno— le mermó sus fuerzas más rápido de lo normal. ¿Qué demonios era eso? Intentó quitársela, pero tocarla también dolía, igual que si tocara plata.
—¿Te duele, verdad? —preguntó uno de los hombres, que se acercó a ella despacio, como si supiera que ya no era una amenaza. Eso asustó a Marene—. Está hecha de filamentos de plata. ¿Un gran invento, verdad?
Acortó la distancia que los separaba y tiró de la soga, haciendo que la que quedaba alrededor del cuello se apretara, ahogándola todavía más. Quería gritar y lanzarse contra ellos, pero lo único que fue capaz de hacer fue llorar de manera desconsolada. Tenía mucho miedo, tanto o más que el día en que se llevaron a sus padres.
—Llora todo lo que quieras. No te vas a librar de la hoguera, maldito demonio.
Ese mismo hombre apretó la mandíbula de Marene para obligarla a abrir la boca, mientras que un segundo se acercó y vertió el contenido de una cantimplora dentro de ella. Tuvo que beberlo sin saber qué era, pero le supo amargo y de textura densa. Habría vomitado de haber tenido ocasión, pero al ver la cara del hombre que le había dado aquel brebaje toda su mente se quedó en blanco.
—¿Mathieu? —balbuceó antes de sentir un intenso dolor en el estómago.
Chilló y se hizo un ovillo sobre sí misma. De pronto sintió mucho frío, tanto que comenzó a temblar de manera violenta. En el ínterin le quitaron la soga del cuello y la vistieron con una ropa áspera y mugrienta antes de volver a atarle las muñecas con la misma cuerda de plata. Las muñecas le dolían, así como el cuerpo magullado, pero había algo peor que todo aquello: no era capaz de sentir sus formas animales, no captaba los olores que la rodeaban, no veía su entorno a pesar de tener los ojos cerrados. Era una sensación de vacío, como si de pronto se hubiera quedado sola en una tierra desconocida. Ella no lo sabía, pero se había vuelto humana.
—Llevadla al carro. El hermano no estará lejos.
Escuchó que decía una voz, pero no distinguió cuál. La agarraron de los brazos y la arrastraron hasta meterla en el carro, que no era otra cosa que una jaula fría y húmeda. El caballo que la llevaba empezó a moverse y el traqueteo la espabiló lo suficiente como para empezar a ser consciente de lo que la rodeaba. Un hombre caminaba detrás del coche, mirándola con unos ojos que a Marene le dieron escalofríos. No sabía si la deseaba o si la quería ver degollada. O ambas.
Fue como si el hecho de pensar en la multitud de cosas que podían hacerle activara el instinto animal que ella poseía por naturaleza, pero que la pócima había inhabilitado momentáneamente. Así pues, se acercó hacia el hombre reptando por el suelo de la jaula y asomó la cara entre los barrotes. El hombre era gordo y tenía la nariz roja, grande y llena de marcas. Además, apestaba hasta para aquellos que no tuvieran el olfato animal de Marene. Seguro que por eso le habían dejado en la retaguardia.
—¿Qué quieres? —dijo con voz gangosa.
Marene lo miró y calló, con la única intención de provocarlo, algo que no tardó en conseguir. Para finalizar, escupió a la barriga del hombre, que soltó una sarta de improperios de inmediato. Se abalanzó sobre la puerta y la abrió casi por la fuerza. La cambiante aprovechó y lo tiró al suelo de un empujón —algo no muy difícil, ya que el hombre era de todo menos hábil— y escapó lo más deprisa que pudo. Para cuando se dieron cuenta, ella ya había salido del camino y corría colina abajo sin mirar atrás.
Las piernas le fallaban cada pocos pasos, pero consiguieron mantenerse lo suficientemente firmes hasta que una de ellas fue alcanzada por un disparo de bala. Un grito desgarrador cruzó el cielo y empezó a rodar colina abajo. Los inquisidores dispararon unas cuantas veces más, pero, afortunadamente, ninguna bala volvió a impactar sobre la joven. Salió de allí renqueando hasta que su pierna no lo soportó más, momento en el que se dejó caer; tenía la pierna herida de gravedad, las muñecas en sangre viva y su organismo diezmado hasta el extremo. Gritó de nuevo, esta vez de impotencia, y se recostó en el suelo, esperando lo que fuera que llegara ahora.
Había perdido a su hermano, la única familia que le quedaba. También había perdido su hogar, sus amigos. Todo. Le habían arrebatado todo, y parecía que incluso iban a conseguir quitarle la vida. La lluvia incesante era su única compañera, salvo por el caballo que se acercaba. ¿O quizá era eso lo que se escuchaba justo antes de morir? Después la voz de un hombre: era grave y firme como las manos que cortaron los amarres de sus muñecas. Esas mismas manos la llevaron en brazos hasta el lomo del caballo y la sujetaron desde atrás, rodeándola de manera protectora. ¿Sería la muerte así de amable con todos?
—Fabrice… —quería pedirle que no se lo llevara, que lo dejara vivir—. Él no, no…
Se intentó erguir en la silla, pero era tan cómodo viajar apoyada sobre él… Estaba temblando de frío, y el cuerpo del hombre era caliente. Qué curioso, Marene siempre pensó que el contacto con la muerte sería frío, sin vida. En un momento dado hundió el rostro entre la ropa de él. A pesar de que estaba empapado, igual que ella, captó su olor, y eso la tranquilizó. La muerte olía demasiado bien.
Oía el avance de los humanos tras ella; sabía que entre los perseguidores había otros de su misma especie, había tenido la oportunidad de ver sus auras durante un breve momento, y lo cierto era que se aterrorizó. ¿Cómo alguien podía dar caza de esa manera tan cruel a otros que eran como él? Marene no podía entenderlo, como tampoco entendía qué había de malo en lo que ella era: humana y animal al mismo tiempo. ¿De verdad era tan horrible, tan diabólico?
Seguía corriendo sin quitar los ojos de Fabrice cuando escuchó un chasquido en su espalda. Miró hacia atrás un segundo y después sintió el dolor. Quemaba como si una ola de fuego la hubiera alcanzado y estuviera corriendo por su pellejo. Algo le estranguló el cuello y la loba cayó al suelo. No duró mucho más en su forma animal, puesto que el dolor era tan intenso y la falta de aire tan grave que apenas tenía fuerzas para seguir transformada. Miró un instante hacia delante y vio que Fabrice desaparecía entre los setos. Al menos, él tendría la opción de escapar.
Los hombres no tardaron en llegar a donde ella. Se sentía agotada tras la carrera, y la soga con la que la habían atrapado —que quemaba como el infierno— le mermó sus fuerzas más rápido de lo normal. ¿Qué demonios era eso? Intentó quitársela, pero tocarla también dolía, igual que si tocara plata.
—¿Te duele, verdad? —preguntó uno de los hombres, que se acercó a ella despacio, como si supiera que ya no era una amenaza. Eso asustó a Marene—. Está hecha de filamentos de plata. ¿Un gran invento, verdad?
Acortó la distancia que los separaba y tiró de la soga, haciendo que la que quedaba alrededor del cuello se apretara, ahogándola todavía más. Quería gritar y lanzarse contra ellos, pero lo único que fue capaz de hacer fue llorar de manera desconsolada. Tenía mucho miedo, tanto o más que el día en que se llevaron a sus padres.
—Llora todo lo que quieras. No te vas a librar de la hoguera, maldito demonio.
Ese mismo hombre apretó la mandíbula de Marene para obligarla a abrir la boca, mientras que un segundo se acercó y vertió el contenido de una cantimplora dentro de ella. Tuvo que beberlo sin saber qué era, pero le supo amargo y de textura densa. Habría vomitado de haber tenido ocasión, pero al ver la cara del hombre que le había dado aquel brebaje toda su mente se quedó en blanco.
—¿Mathieu? —balbuceó antes de sentir un intenso dolor en el estómago.
Chilló y se hizo un ovillo sobre sí misma. De pronto sintió mucho frío, tanto que comenzó a temblar de manera violenta. En el ínterin le quitaron la soga del cuello y la vistieron con una ropa áspera y mugrienta antes de volver a atarle las muñecas con la misma cuerda de plata. Las muñecas le dolían, así como el cuerpo magullado, pero había algo peor que todo aquello: no era capaz de sentir sus formas animales, no captaba los olores que la rodeaban, no veía su entorno a pesar de tener los ojos cerrados. Era una sensación de vacío, como si de pronto se hubiera quedado sola en una tierra desconocida. Ella no lo sabía, pero se había vuelto humana.
—Llevadla al carro. El hermano no estará lejos.
Escuchó que decía una voz, pero no distinguió cuál. La agarraron de los brazos y la arrastraron hasta meterla en el carro, que no era otra cosa que una jaula fría y húmeda. El caballo que la llevaba empezó a moverse y el traqueteo la espabiló lo suficiente como para empezar a ser consciente de lo que la rodeaba. Un hombre caminaba detrás del coche, mirándola con unos ojos que a Marene le dieron escalofríos. No sabía si la deseaba o si la quería ver degollada. O ambas.
Fue como si el hecho de pensar en la multitud de cosas que podían hacerle activara el instinto animal que ella poseía por naturaleza, pero que la pócima había inhabilitado momentáneamente. Así pues, se acercó hacia el hombre reptando por el suelo de la jaula y asomó la cara entre los barrotes. El hombre era gordo y tenía la nariz roja, grande y llena de marcas. Además, apestaba hasta para aquellos que no tuvieran el olfato animal de Marene. Seguro que por eso le habían dejado en la retaguardia.
—¿Qué quieres? —dijo con voz gangosa.
Marene lo miró y calló, con la única intención de provocarlo, algo que no tardó en conseguir. Para finalizar, escupió a la barriga del hombre, que soltó una sarta de improperios de inmediato. Se abalanzó sobre la puerta y la abrió casi por la fuerza. La cambiante aprovechó y lo tiró al suelo de un empujón —algo no muy difícil, ya que el hombre era de todo menos hábil— y escapó lo más deprisa que pudo. Para cuando se dieron cuenta, ella ya había salido del camino y corría colina abajo sin mirar atrás.
Las piernas le fallaban cada pocos pasos, pero consiguieron mantenerse lo suficientemente firmes hasta que una de ellas fue alcanzada por un disparo de bala. Un grito desgarrador cruzó el cielo y empezó a rodar colina abajo. Los inquisidores dispararon unas cuantas veces más, pero, afortunadamente, ninguna bala volvió a impactar sobre la joven. Salió de allí renqueando hasta que su pierna no lo soportó más, momento en el que se dejó caer; tenía la pierna herida de gravedad, las muñecas en sangre viva y su organismo diezmado hasta el extremo. Gritó de nuevo, esta vez de impotencia, y se recostó en el suelo, esperando lo que fuera que llegara ahora.
Había perdido a su hermano, la única familia que le quedaba. También había perdido su hogar, sus amigos. Todo. Le habían arrebatado todo, y parecía que incluso iban a conseguir quitarle la vida. La lluvia incesante era su única compañera, salvo por el caballo que se acercaba. ¿O quizá era eso lo que se escuchaba justo antes de morir? Después la voz de un hombre: era grave y firme como las manos que cortaron los amarres de sus muñecas. Esas mismas manos la llevaron en brazos hasta el lomo del caballo y la sujetaron desde atrás, rodeándola de manera protectora. ¿Sería la muerte así de amable con todos?
—Fabrice… —quería pedirle que no se lo llevara, que lo dejara vivir—. Él no, no…
Se intentó erguir en la silla, pero era tan cómodo viajar apoyada sobre él… Estaba temblando de frío, y el cuerpo del hombre era caliente. Qué curioso, Marene siempre pensó que el contacto con la muerte sería frío, sin vida. En un momento dado hundió el rostro entre la ropa de él. A pesar de que estaba empapado, igual que ella, captó su olor, y eso la tranquilizó. La muerte olía demasiado bien.
Marene Savile- Cambiante Clase Media
- Mensajes : 31
Fecha de inscripción : 09/12/2017
Re: La lluvia sabe por qué | Privado
La sujetaba con firmeza porque la notaba un tanto laxa, como si no tuviese control de su cuerpo. Quería andar al galope, porque intuía que ella había sido perseguida y que esas personas no estarían lejos -¡había peligro cerca!-, pero el fango que la lluvia había provocado hacía que su yegua patinase en varias ocasiones.
-No estamos lejos, chicas –les dijo a ambas, a Nerina y a la mujer desconocida-. No soy Fabrice, ¿él te persigue? ¿Te lastimó? –La muchacha desvariaba y Jean apoyó su mentón sobre la cabeza de ella, pese a la lluvia la sintió caliente y temió que tuviera fiebre.
Tardaron al menos quince minutos en llegar a las inmediaciones de su casa, en más de una ocasión sintió que la muchacha se le resbalaba del agarre, la lluvia no ayudaba para nada y él necesitaba agarrarse con fuerza a las ropas de ella para estarse seguro de que no la perdería por el camino. Una vez llegados a salvo a la cabaña de Hamilton, Jean descubrió que bajar a la muchacha de lomos de Nerina era más difícil que subirla, pero lo logró y la sostuvo con su brazo izquierdo, la cabeza de ella parecía hallarse cómoda descansando en el hueco de su cuello y hasta podría pasar por una escena romántica, solo que Jean ni siquiera sabía su nombre.
-Vamos, vamos. Ya volveré contigo –le dijo al animal y le guió hacia el refugio que él mismo le había construido junto a la casa. No le faltaba jamás alimento fresco y agua, la yegua lo sabía y por eso colaboró y se metió rápidamente allí, después de todo Jean estaba demasiado ocupado sosteniendo a la muchacha que se removía evidenciando sufrimiento.
Ingresó a la cabaña y el calor del hogar lo recibió. Locura, sí, pero Jean se había dejado el fuego encendido pues no había pensando tardar demasiado en conseguir el alimento. ¡Los conejos! Tendrían que esperar, ya iría a buscar la canastilla que había dejado colgando en la montura, la prioridad era la muchacha.
-Bienvenida a casa –le susurró y la acomodó sobre su cama para luego ponerse a prender unas cuantas velas.
No era un hombre de lujos, pero le gustaba vivir de forma cómoda y funcional. El dinero que ganaba con sus trabajos lo invertía en su hogar, en hacerlo más confortable. ¿Para qué ahorrar? Debía disfrutar en vida de todo lo que pudiese obtener, de ahí que en su cabaña en medio del bosque hubiera comodidad. Con manos hábiles comenzó a desnudar a la mujer. La textura de la ropa le pareció ordinaria, demasiado para envolver un cuerpo así de delicado. Era hermosa –lo confirmó al despejarle el cabello oscuro, y pesado por la lluvia, del rostro y al contemplar furtivamente las curvas de su cuerpo-, pero Jean no se detendría en eso, no se aprovecharía de la situación porque no le excitaba la idea de yacer con una mujer medio muerta como estaba ella. Conocía la anatomía femenina muy bien, pues había nacido y vivido muchos años en un prostíbulo, su madre era una prostituta, por eso era conocedor y admirador de las mujeres y su brillante forma de entender la vida. A Jean le gustaba expresarle a las mujeres cuán bellas las creía mirándolas a los ojos. Era una buena técnica de seducción –bastante infrecuente también-, rara vez le había fallado. Cuando la giró para quitarle definitivamente esa ropa, simil a la arpillera, Jean notó la maca de un balazo en su pierna y se sorprendió. Su teoría se confirmaba, ella estaba huyendo de alguien.
-¿Me oyes? Soy Jean –le dijo y la arropó con todas las cobijas de su cama, pero la dejó boca abajo pues lo primero que tenía que revisar era esa herida en la parte trasera de su pierna-. ¿Hola? Estarás bien –le prometió muy cerca de su oído.
Tenía algunos aceites curativos, se los había comprado a una bruja que solía hacer emplastes. Mientras los buscaba, Jean dejó la ropa de ella frente al fuego, esperando que se secase para cuando despertara. Se hizo con el cajón de madera en el que guardaba las cosas, lo dejó en la cama junto a ella en tanto calentaba agua para lavarle las heridas. ¿Hacía cuánto que no cuidaba de alguien débil y herido? Limpiaba muchas heridas, pero siempre suyas.
Cuando tuvo todo lo necesario a su disposición, se arrodilló en el suelo junto a la mujer y sacó la pierna herida de entre el abrigo. Sin dudas era un roce de bala, pero extrañamente parecía reciente pese a estar a medio cicatrizar. Limpió con el agua caliente, aplicó el frío y aromático emplaste sobre la herida y procedió a vendarla. Lo mismo hizo con las muñecas y luego se detuvo en el cuello -donde era evidente que la habían querido estrangular-, aplicando allí el refrescante ungüento, pero dejándolo al descubierto. Todo lo hizo con deliberada reverencia, moviéndola con una suavidad que parecía imposible para alguien del tamaño de Jean Hamilton, y mientras la curaba no podía dejar de conjeturar acerca de quién sería aquella muchacha y por qué era perseguida. Pensó en múltiples opciones… Si no fuese porque su piel era suave, carente de cicatrices pequeñas, Jean pensaría que se trataba de una prostituta que huía de sus regenteadores. Si no fuese por sus heridas creería que se trataba de un ser sobrenatural, huyendo de otro o de la mismísima inquisición. Si no fuese porque nada traía, la creería una ladrona en escape de la ley… ninguna teoría parecía más pesada que la última: una hechicera del bosque huyendo de un enemigo.
-Una hechicera poderosa, la reina de mi bosque –le susurró, quería despertarla para que le aclarase las dudas y a la vez sabía que lo mejor era dejarla descansar.
Volvió a arroparla y se alejó. Procedió entonces a ocuparse de sí mismo, se quitó la ropa mojada y la dejó frente al fuego junto a la de ella. Se puso unos pantalones secos y cómodos y puso a hervir más agua. Haría una sopa de conejo, pues el caldo le vendría bien a la mujer y si con eso no despertaba probaría con darle un baño. Se calzó y volvió al exterior. Ayudó a Nerina, liberándola de la montura y cepillándola rápidamente –con un beso de disculpa por no poder dedicarle el tiempo habitual-, antes de salir con los conejos en mano.
El tiempo pasó veloz sin que él lo notase. Se concentraba en preparar el caldo, empezando por quitar la piel de los animalitos. Cocinar le gustaba, pero siempre prefería tomarse su tiempo para hacerlo, no podía darse ese lujo en esos momentos porque su huésped necesitaba con urgencia el alimento. Cortó las verduras y las agregó a la pesada olla que estaba en el fuego de la chimenea, cada tanto miraba a la cama, esperando que ella se despertase.
-Ya casi está la cena, cariño –bromeó, como si le hablase a su esposa de toda la vida.
-No estamos lejos, chicas –les dijo a ambas, a Nerina y a la mujer desconocida-. No soy Fabrice, ¿él te persigue? ¿Te lastimó? –La muchacha desvariaba y Jean apoyó su mentón sobre la cabeza de ella, pese a la lluvia la sintió caliente y temió que tuviera fiebre.
Tardaron al menos quince minutos en llegar a las inmediaciones de su casa, en más de una ocasión sintió que la muchacha se le resbalaba del agarre, la lluvia no ayudaba para nada y él necesitaba agarrarse con fuerza a las ropas de ella para estarse seguro de que no la perdería por el camino. Una vez llegados a salvo a la cabaña de Hamilton, Jean descubrió que bajar a la muchacha de lomos de Nerina era más difícil que subirla, pero lo logró y la sostuvo con su brazo izquierdo, la cabeza de ella parecía hallarse cómoda descansando en el hueco de su cuello y hasta podría pasar por una escena romántica, solo que Jean ni siquiera sabía su nombre.
-Vamos, vamos. Ya volveré contigo –le dijo al animal y le guió hacia el refugio que él mismo le había construido junto a la casa. No le faltaba jamás alimento fresco y agua, la yegua lo sabía y por eso colaboró y se metió rápidamente allí, después de todo Jean estaba demasiado ocupado sosteniendo a la muchacha que se removía evidenciando sufrimiento.
Ingresó a la cabaña y el calor del hogar lo recibió. Locura, sí, pero Jean se había dejado el fuego encendido pues no había pensando tardar demasiado en conseguir el alimento. ¡Los conejos! Tendrían que esperar, ya iría a buscar la canastilla que había dejado colgando en la montura, la prioridad era la muchacha.
-Bienvenida a casa –le susurró y la acomodó sobre su cama para luego ponerse a prender unas cuantas velas.
No era un hombre de lujos, pero le gustaba vivir de forma cómoda y funcional. El dinero que ganaba con sus trabajos lo invertía en su hogar, en hacerlo más confortable. ¿Para qué ahorrar? Debía disfrutar en vida de todo lo que pudiese obtener, de ahí que en su cabaña en medio del bosque hubiera comodidad. Con manos hábiles comenzó a desnudar a la mujer. La textura de la ropa le pareció ordinaria, demasiado para envolver un cuerpo así de delicado. Era hermosa –lo confirmó al despejarle el cabello oscuro, y pesado por la lluvia, del rostro y al contemplar furtivamente las curvas de su cuerpo-, pero Jean no se detendría en eso, no se aprovecharía de la situación porque no le excitaba la idea de yacer con una mujer medio muerta como estaba ella. Conocía la anatomía femenina muy bien, pues había nacido y vivido muchos años en un prostíbulo, su madre era una prostituta, por eso era conocedor y admirador de las mujeres y su brillante forma de entender la vida. A Jean le gustaba expresarle a las mujeres cuán bellas las creía mirándolas a los ojos. Era una buena técnica de seducción –bastante infrecuente también-, rara vez le había fallado. Cuando la giró para quitarle definitivamente esa ropa, simil a la arpillera, Jean notó la maca de un balazo en su pierna y se sorprendió. Su teoría se confirmaba, ella estaba huyendo de alguien.
-¿Me oyes? Soy Jean –le dijo y la arropó con todas las cobijas de su cama, pero la dejó boca abajo pues lo primero que tenía que revisar era esa herida en la parte trasera de su pierna-. ¿Hola? Estarás bien –le prometió muy cerca de su oído.
Tenía algunos aceites curativos, se los había comprado a una bruja que solía hacer emplastes. Mientras los buscaba, Jean dejó la ropa de ella frente al fuego, esperando que se secase para cuando despertara. Se hizo con el cajón de madera en el que guardaba las cosas, lo dejó en la cama junto a ella en tanto calentaba agua para lavarle las heridas. ¿Hacía cuánto que no cuidaba de alguien débil y herido? Limpiaba muchas heridas, pero siempre suyas.
Cuando tuvo todo lo necesario a su disposición, se arrodilló en el suelo junto a la mujer y sacó la pierna herida de entre el abrigo. Sin dudas era un roce de bala, pero extrañamente parecía reciente pese a estar a medio cicatrizar. Limpió con el agua caliente, aplicó el frío y aromático emplaste sobre la herida y procedió a vendarla. Lo mismo hizo con las muñecas y luego se detuvo en el cuello -donde era evidente que la habían querido estrangular-, aplicando allí el refrescante ungüento, pero dejándolo al descubierto. Todo lo hizo con deliberada reverencia, moviéndola con una suavidad que parecía imposible para alguien del tamaño de Jean Hamilton, y mientras la curaba no podía dejar de conjeturar acerca de quién sería aquella muchacha y por qué era perseguida. Pensó en múltiples opciones… Si no fuese porque su piel era suave, carente de cicatrices pequeñas, Jean pensaría que se trataba de una prostituta que huía de sus regenteadores. Si no fuese por sus heridas creería que se trataba de un ser sobrenatural, huyendo de otro o de la mismísima inquisición. Si no fuese porque nada traía, la creería una ladrona en escape de la ley… ninguna teoría parecía más pesada que la última: una hechicera del bosque huyendo de un enemigo.
-Una hechicera poderosa, la reina de mi bosque –le susurró, quería despertarla para que le aclarase las dudas y a la vez sabía que lo mejor era dejarla descansar.
Volvió a arroparla y se alejó. Procedió entonces a ocuparse de sí mismo, se quitó la ropa mojada y la dejó frente al fuego junto a la de ella. Se puso unos pantalones secos y cómodos y puso a hervir más agua. Haría una sopa de conejo, pues el caldo le vendría bien a la mujer y si con eso no despertaba probaría con darle un baño. Se calzó y volvió al exterior. Ayudó a Nerina, liberándola de la montura y cepillándola rápidamente –con un beso de disculpa por no poder dedicarle el tiempo habitual-, antes de salir con los conejos en mano.
El tiempo pasó veloz sin que él lo notase. Se concentraba en preparar el caldo, empezando por quitar la piel de los animalitos. Cocinar le gustaba, pero siempre prefería tomarse su tiempo para hacerlo, no podía darse ese lujo en esos momentos porque su huésped necesitaba con urgencia el alimento. Cortó las verduras y las agregó a la pesada olla que estaba en el fuego de la chimenea, cada tanto miraba a la cama, esperando que ella se despertase.
-Ya casi está la cena, cariño –bromeó, como si le hablase a su esposa de toda la vida.
Jean Hamilton- Cazador Clase Media
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Re: La lluvia sabe por qué | Privado
Dejó de intentar mantenerse recta porque vio que le resultaba imposible. No tenía fuerzas, ni para sentarse erguida ni para facilitar cabalgar al hombre cargando con ella en la silla, aunque lo cierto era que de esto último apenas era consciente. Marene estaba convencida de que iba a morir, y si le había llegado la hora, la misma muerte se encargaría de llevársela, estuviera ella de acuerdo o no. Así que ¿para qué gastar las últimas fuerzas en hacer algo con lo que no iba a conseguir nada? Estaba siendo un viaje cómodo, quizá fuera ese el premio que el mundo le daba antes de perder a uno de sus habitantes.
Debió dormitar algo mientras estuvo recostada contra el cazador, o no tardaron tanto como ella había pensado (¿de verdad había tenido ocasión de calcular el tiempo que les llevaría?), porque de pronto la yegua se paró y Marene perdió el respaldo donde se había estado apoyando. Lo supo porque el frío que sintió cuando el desconocido se separó de ella fue horrible. Sus músculos se tensaron y todo su cuerpo comenzó a temblar.
—No te vayas —musitó, casi sin voz y castañeando los dientes.
Parecía que le había oído, puesto que enseguida sintió de nuevo el calor de la muerte junto a ella y ese olor tranquilizador, que de pronto estaba por todas partes. Entreabrió los ojos y vio el fulgor de una chimenea, y cuando los cerró escuchó el crepitar del fuego. Se sentía tan cansada que no era capaz de hacer dos cosas al mismo tiempo: si miraba no oía, y si respiraba no podía moverse. El hombre la dejó sobre algo blando y acogedor, y poco después el dolor de sus heridas se disipó dando paso a un frescor agradable. Lo oía hablar —porque tenía los ojos cerrados—, pero no era capaz de entender qué decía. ¿Jean? ¿Quién era Jean? Quiso gritar que no, que era Fabrice al que tenía que dejar vivir, que ella no conocía a ningún Jean, pero la garganta estaba demasiado seca para eso. Además, estaba envuelta en algo que le ayudaba a mantener el calor, dentro de otro algo que, sin saber cómo, le proporcionó la sensación de seguridad necesaria para dejarse vencer por el sueño. Marene dejó de resistirse y se durmió, convencida de que ya no volvería a despertar.
El dolor sordo de la pierna la espabiló, seguido del de las muñecas y el del cuello. En la medida en la que su consciencia volvía al plano de los vivos, se dio cuenta de que todo su cuerpo estaba magullado, y de que no había músculo, hueso o trozo de piel que no tuviera lesiones. Si supo que no había muerto era por lo intenso que era el dolor, y nada más. Oía ruidos a su alrededor: una chimenea, una olla con agua hirviendo, lluvia a través de la ventana... y esa voz. ¿La había llamado cariño? Su olfato regresó también, y pudo apreciar el aroma del caldo de conejo y verduras, el olor de la cera de las velas, el de la tierra mojada… y ese olor. ¿Dónde demonios estaba?
—Fabrice —susurró, pero la garganta le dolía demasiado y terminó gimiendo, lastimosa.
Respiró hondo. El aire hizo que le diera la tos y ésta, a su vez, que su cuerpo se agitara violentamente. Volvió a gemir, más fuerte que antes porque el dolor de ahora era insoportable. Hundió la cara entre las almohadas y deseó quedarse así para ahogarse entre ellas y dejar de sufrir. No lo hizo, obviamente, sino que giró el rostro y abrió los ojos. Estaba en una cabaña, y su alterado sentido de la orientación le decía que se encontraba en el medio del bosque. Vio la chimenea y, junto a ésta, un hombre grande y fornido que la miraba. Ella fijó sus ojos en él, asustada porque no tenía ni la más remota idea de quién era. Al menos, sus poderes debían estar volviendo, porque había conseguido ver el aura del hombre —aunque de forma muy sutil—, y le aseguraba que no corría peligro allí con él.
—¿Quién eres? —dijo tan alto como su cuerpo le permitía—. ¿Qué hago aquí? ¿Dónde estoy?
Demasiadas palabras y demasiado esfuerzo. La tos volvió a aparecer, los pulmones le ardían y Marene comenzó a llorar, por la impotencia y por algo más a lo que no supo poner nombre, pero no era otra cosa que tristeza y miedo. Cerró los ojos un segundo y, de pronto, como si hubiera abierto una compuerta, todos los acontecimientos de hacía unas horas le vinieron a la mente. Vio huir a su hermano frente a ella y recordó cómo quemaba la soga con la que la habían atado. También rememoró el sabor de aquel brebaje asqueroso que la había atontado —y cuyos efectos todavía duraban, aunque comenzaban a disiparse— hasta el punto de no reconocerse como cambiante, y vio claramente el rostro del hombre que se lo había dado: era el de Mathieu. Abrió los ojos de golpe. Si él estaba detrás de todo esto, estaba segura de que habrían retomado la búsqueda del pequeño Savile, si es que no lo habían encontrado ya.
—¡Fabrice! —gritó, sin importar ya el escozor, la tos y todo el dolor.
Se intentó incorporar apoyando las manos sobre el colchón, pero sus fuerzas seguían mermadas y sus brazos le fallaron, haciéndola caer. El llanto volvió. ¿Cómo demonios iba a ayudar a Fabrice si ni siquiera podía levantarse de la cama?
Debió dormitar algo mientras estuvo recostada contra el cazador, o no tardaron tanto como ella había pensado (¿de verdad había tenido ocasión de calcular el tiempo que les llevaría?), porque de pronto la yegua se paró y Marene perdió el respaldo donde se había estado apoyando. Lo supo porque el frío que sintió cuando el desconocido se separó de ella fue horrible. Sus músculos se tensaron y todo su cuerpo comenzó a temblar.
—No te vayas —musitó, casi sin voz y castañeando los dientes.
Parecía que le había oído, puesto que enseguida sintió de nuevo el calor de la muerte junto a ella y ese olor tranquilizador, que de pronto estaba por todas partes. Entreabrió los ojos y vio el fulgor de una chimenea, y cuando los cerró escuchó el crepitar del fuego. Se sentía tan cansada que no era capaz de hacer dos cosas al mismo tiempo: si miraba no oía, y si respiraba no podía moverse. El hombre la dejó sobre algo blando y acogedor, y poco después el dolor de sus heridas se disipó dando paso a un frescor agradable. Lo oía hablar —porque tenía los ojos cerrados—, pero no era capaz de entender qué decía. ¿Jean? ¿Quién era Jean? Quiso gritar que no, que era Fabrice al que tenía que dejar vivir, que ella no conocía a ningún Jean, pero la garganta estaba demasiado seca para eso. Además, estaba envuelta en algo que le ayudaba a mantener el calor, dentro de otro algo que, sin saber cómo, le proporcionó la sensación de seguridad necesaria para dejarse vencer por el sueño. Marene dejó de resistirse y se durmió, convencida de que ya no volvería a despertar.
El dolor sordo de la pierna la espabiló, seguido del de las muñecas y el del cuello. En la medida en la que su consciencia volvía al plano de los vivos, se dio cuenta de que todo su cuerpo estaba magullado, y de que no había músculo, hueso o trozo de piel que no tuviera lesiones. Si supo que no había muerto era por lo intenso que era el dolor, y nada más. Oía ruidos a su alrededor: una chimenea, una olla con agua hirviendo, lluvia a través de la ventana... y esa voz. ¿La había llamado cariño? Su olfato regresó también, y pudo apreciar el aroma del caldo de conejo y verduras, el olor de la cera de las velas, el de la tierra mojada… y ese olor. ¿Dónde demonios estaba?
—Fabrice —susurró, pero la garganta le dolía demasiado y terminó gimiendo, lastimosa.
Respiró hondo. El aire hizo que le diera la tos y ésta, a su vez, que su cuerpo se agitara violentamente. Volvió a gemir, más fuerte que antes porque el dolor de ahora era insoportable. Hundió la cara entre las almohadas y deseó quedarse así para ahogarse entre ellas y dejar de sufrir. No lo hizo, obviamente, sino que giró el rostro y abrió los ojos. Estaba en una cabaña, y su alterado sentido de la orientación le decía que se encontraba en el medio del bosque. Vio la chimenea y, junto a ésta, un hombre grande y fornido que la miraba. Ella fijó sus ojos en él, asustada porque no tenía ni la más remota idea de quién era. Al menos, sus poderes debían estar volviendo, porque había conseguido ver el aura del hombre —aunque de forma muy sutil—, y le aseguraba que no corría peligro allí con él.
—¿Quién eres? —dijo tan alto como su cuerpo le permitía—. ¿Qué hago aquí? ¿Dónde estoy?
Demasiadas palabras y demasiado esfuerzo. La tos volvió a aparecer, los pulmones le ardían y Marene comenzó a llorar, por la impotencia y por algo más a lo que no supo poner nombre, pero no era otra cosa que tristeza y miedo. Cerró los ojos un segundo y, de pronto, como si hubiera abierto una compuerta, todos los acontecimientos de hacía unas horas le vinieron a la mente. Vio huir a su hermano frente a ella y recordó cómo quemaba la soga con la que la habían atado. También rememoró el sabor de aquel brebaje asqueroso que la había atontado —y cuyos efectos todavía duraban, aunque comenzaban a disiparse— hasta el punto de no reconocerse como cambiante, y vio claramente el rostro del hombre que se lo había dado: era el de Mathieu. Abrió los ojos de golpe. Si él estaba detrás de todo esto, estaba segura de que habrían retomado la búsqueda del pequeño Savile, si es que no lo habían encontrado ya.
—¡Fabrice! —gritó, sin importar ya el escozor, la tos y todo el dolor.
Se intentó incorporar apoyando las manos sobre el colchón, pero sus fuerzas seguían mermadas y sus brazos le fallaron, haciéndola caer. El llanto volvió. ¿Cómo demonios iba a ayudar a Fabrice si ni siquiera podía levantarse de la cama?
Marene Savile- Cambiante Clase Media
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Re: La lluvia sabe por qué | Privado
La vigilaba. Jean Hamilton comía con la desesperación propia de un hombre hambriento y solo quitaba la vista de su cuenco para mirar de reojo la cama donde la presunta hechicera descansaba. Habían pasado al menos dos horas desde que habían llegado juntos y empapados a la casa, pero él casi no había notado ese paso del tiempo.
¿Cuál sería su nombre? ¿De qué escapaba? ¿Con qué le habían quemado las muñecas y su hermoso cuello? Jean no había visto heridas así antes, no era obra del fuego pese a parecerlo. Su hechicera se había salvado por los pelos, pero ¿de qué? En esas cosas meditaba, mientras se llenaba el estómago, cuando una tos lo sobresaltó. Jean se puso de pie de inmediato, como si esa tos hubiera sido un pedido desesperado de ayuda, y en el mismo movimiento capturó el vaso con agua del que él había estado bebiendo –porque jamás tomaba alcohol en las comidas- y se acercó despacio a la cama, como para que se acostumbrase a su presencia porque no quería asustarla más de lo que ya parecía estar.
-Hola, nena –le sonrió-. Tranquila, estás a salvo, no te han atrapado. Te lastimaron, pero has escapado –le dijo como si en verdad él supiera de lo que estaba hablando. Las preguntas de ella lo sorprendieron, pues no parecía tener tanta fuerza como para soltarlas todas así, de golpe-. Soy Jean, te he encontrado en el bosque medio inconciente. Estás en mi cabaña ahora, seguimos en el bosque, pero a salvo. Y aún llueve –añadió lo último, pese a saber que no tenía mucho sentido-. ¿Quién rayos es ese Fabrice? No has dejado de nombrarlo desde que te encontré. ¿Él te hizo esto? Dime cómo es, lo que recuerdes de él y yo lo encontraré para que pague lo que te ha hecho. Conmigo no podrá, ¡que me queme el cuello a mí si se atreve! –Estaba indignado, furioso-. Meterse así con una mujer, que asqueroso. ¡Maldito cobarde! Mira como tienes ese cuello, nena –se lamentó, al volver a posar su mirada en esa parte de su cuerpo, quería acariciarlo-. Primero comerás algo, luego volveré a pasarle ungüento a eso a ver si ya mejora. ¡No, no te muevas, espera! Estás débil…
La detuvo a tiempo, impidiendo que se incorporara por completo, con solo una mano. Le susurró algunas palabras de aliento, esperando que su angustia así remitiera. Podría haberle entregado el vaso, pero en cambio se sentó junto a ella y él mismo le llevó el borde a los labios, evidentemente secos. Al parecer no había notado que iba desnuda, por eso Jean no quería acercarse demasiado. Solo le faltaba que pensase mal de él.
-Oh, no llores –le pidió y se limitó a acariciar su hombro esperando que eso la reconfortase, no quería que se sintiese invadida-. Te prometo que te ayudaré a que mates a ese Fabrice.
Le concedió un momento para que se tranquilizase mientras él iba a buscar el caldo que había preparado. Lo sirvió en otro de los cuencos y tomó una cucharilla de madera, con la que la alimentaría.
-¿Tienes dolor en la pierna? Es la herida que más me preocupa... Ya estás a salvo, no tienes de qué temer porque todo ya ha terminado –quería que se tranquilizase, pero no sabía si sus palabras la estaba ayudando-. Mira, preparé la cena. ¿Hueles? No es que quiera enamorarte, pero soy buen cocinero –le sonrió-. Esto te dará fuerzas, te lo aseguro. –Volvió a sentarse en la cama, esa vez también a su lado, pero de frente a ella-. ¿Cómo te llamas? ¿Qué recuerdas de lo que pasó allá afuera? –Mientras hablaba, Jean cargó la cucharilla con caldo y, algunas verduritas que flotaban en él, para luego acercarlo a la boca de su huésped imprevista.
Afuera de la casa los truenos seguían enseñoreándose sobre el bosque.
¿Cuál sería su nombre? ¿De qué escapaba? ¿Con qué le habían quemado las muñecas y su hermoso cuello? Jean no había visto heridas así antes, no era obra del fuego pese a parecerlo. Su hechicera se había salvado por los pelos, pero ¿de qué? En esas cosas meditaba, mientras se llenaba el estómago, cuando una tos lo sobresaltó. Jean se puso de pie de inmediato, como si esa tos hubiera sido un pedido desesperado de ayuda, y en el mismo movimiento capturó el vaso con agua del que él había estado bebiendo –porque jamás tomaba alcohol en las comidas- y se acercó despacio a la cama, como para que se acostumbrase a su presencia porque no quería asustarla más de lo que ya parecía estar.
-Hola, nena –le sonrió-. Tranquila, estás a salvo, no te han atrapado. Te lastimaron, pero has escapado –le dijo como si en verdad él supiera de lo que estaba hablando. Las preguntas de ella lo sorprendieron, pues no parecía tener tanta fuerza como para soltarlas todas así, de golpe-. Soy Jean, te he encontrado en el bosque medio inconciente. Estás en mi cabaña ahora, seguimos en el bosque, pero a salvo. Y aún llueve –añadió lo último, pese a saber que no tenía mucho sentido-. ¿Quién rayos es ese Fabrice? No has dejado de nombrarlo desde que te encontré. ¿Él te hizo esto? Dime cómo es, lo que recuerdes de él y yo lo encontraré para que pague lo que te ha hecho. Conmigo no podrá, ¡que me queme el cuello a mí si se atreve! –Estaba indignado, furioso-. Meterse así con una mujer, que asqueroso. ¡Maldito cobarde! Mira como tienes ese cuello, nena –se lamentó, al volver a posar su mirada en esa parte de su cuerpo, quería acariciarlo-. Primero comerás algo, luego volveré a pasarle ungüento a eso a ver si ya mejora. ¡No, no te muevas, espera! Estás débil…
La detuvo a tiempo, impidiendo que se incorporara por completo, con solo una mano. Le susurró algunas palabras de aliento, esperando que su angustia así remitiera. Podría haberle entregado el vaso, pero en cambio se sentó junto a ella y él mismo le llevó el borde a los labios, evidentemente secos. Al parecer no había notado que iba desnuda, por eso Jean no quería acercarse demasiado. Solo le faltaba que pensase mal de él.
-Oh, no llores –le pidió y se limitó a acariciar su hombro esperando que eso la reconfortase, no quería que se sintiese invadida-. Te prometo que te ayudaré a que mates a ese Fabrice.
Le concedió un momento para que se tranquilizase mientras él iba a buscar el caldo que había preparado. Lo sirvió en otro de los cuencos y tomó una cucharilla de madera, con la que la alimentaría.
-¿Tienes dolor en la pierna? Es la herida que más me preocupa... Ya estás a salvo, no tienes de qué temer porque todo ya ha terminado –quería que se tranquilizase, pero no sabía si sus palabras la estaba ayudando-. Mira, preparé la cena. ¿Hueles? No es que quiera enamorarte, pero soy buen cocinero –le sonrió-. Esto te dará fuerzas, te lo aseguro. –Volvió a sentarse en la cama, esa vez también a su lado, pero de frente a ella-. ¿Cómo te llamas? ¿Qué recuerdas de lo que pasó allá afuera? –Mientras hablaba, Jean cargó la cucharilla con caldo y, algunas verduritas que flotaban en él, para luego acercarlo a la boca de su huésped imprevista.
Afuera de la casa los truenos seguían enseñoreándose sobre el bosque.
Jean Hamilton- Cazador Clase Media
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Re: La lluvia sabe por qué | Privado
Con que él era Jean. Marene se habría reído de haberse encontrado en condiciones de hacerlo, y no en un estado tan penoso que hasta respirar le hacía daño. Miró por la ventana cuando él mencionó la lluvia, pero las nubes en el cielo habían oscurecido la tierra hasta tal punto que realmente parecía de noche. ¿O es que quizá lo fuera? No sabía cuánto tiempo había pasado desde que Fabrice y ella huyeron de su hogar; podían ser unas pocas horas, como días enteros, y todo el tiempo que ella hubiera estado ahí metida era ventaja de los inquisidores sobre su hermanito. ¡Tenía que salir de allí! ¡Tenía que encontrarlo!
—No —murmuró, llevándose la mano a la garganta, dolorida por dentro y por fuera—. Él no…
Él no había sido el culpable, claro que no. ¡Era su hermano! ¿Acaso era posible que alguien le hiciera eso a otro de su misma sangre? «Sí, sí lo es». Mathieu. Mathieu era el único culpable, pero Marene aún no podía creer que hubiera sido é la persona que viol. Su hermano mayor, el mismo que los cuidaba cuandos sus padres salían a trabajar, el que la protegía de todos cuantos quisieron acercársele con malas intenciones. Mathieu, o Mathi, como ella solía llamarlo, le había dado esa poción que la había vuelto completamente inútil y que a punto había estado de costarle la vida.
Elevó la mano desde la garganta hasta la frente y la pasó limpiando las perlas de sudor que habían aparecido del esfuerzo. Aceptó el agua de buen grado, y el primer sorbo le supo tan bien que, una vez que consiguió tragarlo, bebió del vaso como si hubiera estado vagando por un desierto abrasador. Tosió un poco al terminar, pero la humedad le había hecho bien a su cuerpo. Se sentía con algo más de fuerzas, al menos las suficientes para poder hablar sin perecer en el intento.
—Fabrice es mi hermano —dijo, con una voz extrañamente amenazante incluso para ella y mirándolo fijamente a los ojos. Esperaba que eso fuera suficiente para que comprendiera de una santa vez que no quería matarlo, al contrario—, y si no salgo de aquí ahora mismo lo encontrarán antes que yo y sólo Dios sabe qué barbaridades harán con él.
Hizo un amago de levantarse de nuevo, pero, ¿para qué engañarse? Apenas tenía fuerzas para hablar, menos aún las tendría para caminar. Y ya no digamos correr. O transformarse. Se recostó en la cama con la cara surcada de lágrimas. Ella no era nada sin sus formas animales, sin su rapidez, su fuerza o sus sentidos, tan agudos que podía detectar los mínimos cambios en su entorno segundos después de que ocurrieran. Cerró los ojos y buscó al zorro dentro de ella, como quien se adentra en una habitación a oscuras buscando un minino perdido. Aunque no era capaz de encontrar a ninguno de los tres, sabía que no se habían ido del todo, y eso la tranquilizó. En algún momento conseguirían salir de sus sombras y volvería a ser ella.
La voz de Jean la despertó de su ensoñamiento. Se acercó a la cama con un cuenco humeante entre las manos. Observó cada movimiento del hombre mientras un aroma delicioso llegaba hasta sus fosas nasales. Abrió la boca y dejó que le diera de comer, cual niña pequeña, haciendo que el caldo caliente la reconfortara por dentro. Estaba delicioso a pesar de que a su boca pastosa le costaba detectar los sabores de las distintas verduritas.
—Me llamo Marene —contestó sin dejar de comer—. Sí, me duele, aunque menos.
Sacó la pierna de entre las mantas y observó la herida con detenimiento. Fue en ese momento en el que se percató de que estaba completamente desnuda. Se cubrió inmediatamente, tan rápido que las heridas le dolieron, pero ya no se percató. Miró al hombre asustada y con los ojos como platos, pensando qué diantres habría hecho con ella mientras estuvo inconsciente.
—Estoy desnuda —dijo, como si él no se hubiera dado cuenta a esas alturas—. ¿Me das mi ropa, por favor? —pidió.
Su voz sonó temblorosa, y tenía las sábanas agarradas tan firmemente a la altura de la barbilla que los nudillos se le volvieron blancos, pero así seguiría hasta que le diera algo que ponerse encima. Marene no era una mujer que se avergonzara de que otros la vieran desnuda, puesto que, cuando se transformaba, siempre terminaba así. En aquella ocasión, sin embargo, el hecho de estar desnuda la hacía sentirse vulnerable, para empezar, porque no recordaba cuándo le habían quitado la ropa.
Empezó a sentir un fuerte dolor de cabeza. Se llevó una mano a la frente y frotó las sienes con suavidad, consiguiendo que disminuyera algo, pero no mucho. Cerró los ojos un segundo y supo de inmediato que dormir le haría bien, pero el hombre esperaba el relato sobre lo que le había ocurrido, así que bostezó y se frotó los ojos antes de mirarlo de nuevo.
—Los recuerdos se me agolpan y no consigo distinguirlos. —Carraspeó y se acomodó entre los almohadones—. Sólo sé que tuvimos que huir porque nos perseguían. Fabrice iba delante de mí, pero cuando me alcanzaron lo perdí de vista, y no sé dónde está. —El llanto volvió, más aún al darse cuenta de que sus poderes seguían sin funcionar del todo y que no podría rastrear su paradero—. Me ataron y me metieron en una jaula, pero conseguí escapar. Después me dispararon, y no recuerdo nada más. Es todo muy confuso.
Un trueno resonó en el exterior, haciendo que los cristales retumbaran peligrosamente. La cambiante miró la ventana y tragó saliva antes de cubrirse más con las mantas. Le dolían los pulmones después de haber hablado tanto. El cuerpo le pesaba de tal manera que los párpados comenzaron a cerrársele sin remedio. Parecía que el caldo caliente le había sentado bien, tal y como había dicho él.
—¿Por qué me ayudas? —preguntó con voz ronca.
—No —murmuró, llevándose la mano a la garganta, dolorida por dentro y por fuera—. Él no…
Él no había sido el culpable, claro que no. ¡Era su hermano! ¿Acaso era posible que alguien le hiciera eso a otro de su misma sangre? «Sí, sí lo es». Mathieu. Mathieu era el único culpable, pero Marene aún no podía creer que hubiera sido é la persona que viol. Su hermano mayor, el mismo que los cuidaba cuandos sus padres salían a trabajar, el que la protegía de todos cuantos quisieron acercársele con malas intenciones. Mathieu, o Mathi, como ella solía llamarlo, le había dado esa poción que la había vuelto completamente inútil y que a punto había estado de costarle la vida.
Elevó la mano desde la garganta hasta la frente y la pasó limpiando las perlas de sudor que habían aparecido del esfuerzo. Aceptó el agua de buen grado, y el primer sorbo le supo tan bien que, una vez que consiguió tragarlo, bebió del vaso como si hubiera estado vagando por un desierto abrasador. Tosió un poco al terminar, pero la humedad le había hecho bien a su cuerpo. Se sentía con algo más de fuerzas, al menos las suficientes para poder hablar sin perecer en el intento.
—Fabrice es mi hermano —dijo, con una voz extrañamente amenazante incluso para ella y mirándolo fijamente a los ojos. Esperaba que eso fuera suficiente para que comprendiera de una santa vez que no quería matarlo, al contrario—, y si no salgo de aquí ahora mismo lo encontrarán antes que yo y sólo Dios sabe qué barbaridades harán con él.
Hizo un amago de levantarse de nuevo, pero, ¿para qué engañarse? Apenas tenía fuerzas para hablar, menos aún las tendría para caminar. Y ya no digamos correr. O transformarse. Se recostó en la cama con la cara surcada de lágrimas. Ella no era nada sin sus formas animales, sin su rapidez, su fuerza o sus sentidos, tan agudos que podía detectar los mínimos cambios en su entorno segundos después de que ocurrieran. Cerró los ojos y buscó al zorro dentro de ella, como quien se adentra en una habitación a oscuras buscando un minino perdido. Aunque no era capaz de encontrar a ninguno de los tres, sabía que no se habían ido del todo, y eso la tranquilizó. En algún momento conseguirían salir de sus sombras y volvería a ser ella.
La voz de Jean la despertó de su ensoñamiento. Se acercó a la cama con un cuenco humeante entre las manos. Observó cada movimiento del hombre mientras un aroma delicioso llegaba hasta sus fosas nasales. Abrió la boca y dejó que le diera de comer, cual niña pequeña, haciendo que el caldo caliente la reconfortara por dentro. Estaba delicioso a pesar de que a su boca pastosa le costaba detectar los sabores de las distintas verduritas.
—Me llamo Marene —contestó sin dejar de comer—. Sí, me duele, aunque menos.
Sacó la pierna de entre las mantas y observó la herida con detenimiento. Fue en ese momento en el que se percató de que estaba completamente desnuda. Se cubrió inmediatamente, tan rápido que las heridas le dolieron, pero ya no se percató. Miró al hombre asustada y con los ojos como platos, pensando qué diantres habría hecho con ella mientras estuvo inconsciente.
—Estoy desnuda —dijo, como si él no se hubiera dado cuenta a esas alturas—. ¿Me das mi ropa, por favor? —pidió.
Su voz sonó temblorosa, y tenía las sábanas agarradas tan firmemente a la altura de la barbilla que los nudillos se le volvieron blancos, pero así seguiría hasta que le diera algo que ponerse encima. Marene no era una mujer que se avergonzara de que otros la vieran desnuda, puesto que, cuando se transformaba, siempre terminaba así. En aquella ocasión, sin embargo, el hecho de estar desnuda la hacía sentirse vulnerable, para empezar, porque no recordaba cuándo le habían quitado la ropa.
Empezó a sentir un fuerte dolor de cabeza. Se llevó una mano a la frente y frotó las sienes con suavidad, consiguiendo que disminuyera algo, pero no mucho. Cerró los ojos un segundo y supo de inmediato que dormir le haría bien, pero el hombre esperaba el relato sobre lo que le había ocurrido, así que bostezó y se frotó los ojos antes de mirarlo de nuevo.
—Los recuerdos se me agolpan y no consigo distinguirlos. —Carraspeó y se acomodó entre los almohadones—. Sólo sé que tuvimos que huir porque nos perseguían. Fabrice iba delante de mí, pero cuando me alcanzaron lo perdí de vista, y no sé dónde está. —El llanto volvió, más aún al darse cuenta de que sus poderes seguían sin funcionar del todo y que no podría rastrear su paradero—. Me ataron y me metieron en una jaula, pero conseguí escapar. Después me dispararon, y no recuerdo nada más. Es todo muy confuso.
Un trueno resonó en el exterior, haciendo que los cristales retumbaran peligrosamente. La cambiante miró la ventana y tragó saliva antes de cubrirse más con las mantas. Le dolían los pulmones después de haber hablado tanto. El cuerpo le pesaba de tal manera que los párpados comenzaron a cerrársele sin remedio. Parecía que el caldo caliente le había sentado bien, tal y como había dicho él.
—¿Por qué me ayudas? —preguntó con voz ronca.
Marene Savile- Cambiante Clase Media
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Re: La lluvia sabe por qué | Privado
Era pulcro, pero no detallista. Había limpieza en esa casa pero no orden. Por eso, verla allí en la enorme cama que el mismo había hecho, porque necesitaba estar seguro de que un hombre de tu altura estaría más que cómodo, le causaba una gran impresión. Tal vez Jean no pudiera verlo del todo, o todavía no lo entendiera, pero algo en su espíritu ya comenzaba a sentirlo: ella era lo especial que a esa cabaña le faltaba y había traído consigo una inesperada luz pese a estar lastimada y apagada. Le había inyectado a su rutina vida nueva, un cambio en su monotonía… Si quisiera ponerse poético, romántico, podría decir que era el arcoiris tras la tormenta, la perla en la concha que arrastró la marea; pero no lo haría porque aún no era consciente de todo aquello.
-Tú no irás a ningún lado –le dijo y la detuvo cuando ella quiso incorporarse, la frase sonó demasiado dura-. No estás bien, mírate las muñecas y entenderás a lo que me refiero… Come un poco más –le rogó mientras le acercaba otra cucharada de caldo a los labios-, necesitas reponer fuerzas. Dime cómo es Fabrice, puedo cabalgar buscando hallarlo como te hallé a ti.
Se ofreció, pese a saber que no era una buena idea. Lamentablemente, creía que lo más probable era que lo hubiesen capturado o incluso asesinado, bastaba solo con ver las heridas de la mujer para imaginar que su hermano había corrido la peor de las suertes. Jean nada dijo al respecto, ella ya estaba angustiada y no quería profundizar sus miedos con meras especulaciones, pese a que fuesen realmente probables.
-Marene –pronunció por primera vez su nombre-, no puedo darte tu ropa pues está húmeda todavía. Si te sientes incómoda voy a buscar alguna otra cosa para que puedas ponerte, claro.
Le dio el cuenco para que siguiese comiendo por sí misma en tanto él buscaba algo limpio que ofrecerle. Ropa de mujer allí no había, pues solo su madre había ingresado allí alguna vez. Su casa estaba en el corazón del bosque, alejado de todo, y no tenía visitas. Cuando tenía necesidades –de todo tipo- visitaba la aldea cercana que se encontraba a unos cuarenta minutos de cabalgata al este.
Con disimulo, Jean olfateó sus camisas, de espalda a la cama, y detectó las que estaban limpias. De entre ellas eligió una blanca de tela suave y que tenía poco uso, regalo de una hechicera con la que había intentado tener una relación estable el año anterior, pero sin éxito. Quería darle lo mejor, pero tampoco tenía muchas opciones.
-Marene, te ayudaré a ponértela. No miraré, no te preocupes –le dijo, pese a que ya la había visto cuando ella estaba inconsciente.
De pie junto al costado de la cama, Jean le pasó la camisa por detrás de los hombros, ofreciéndole ayuda para que se la ponga, pero elevó el rostro para clavar la mirada en el techo, un intento de darle intimidad. Entre tanto, Jean repasaba lo que ella le había dicho y había mucho que le hacía pensar en que el ataque habría sido de inquisidores (la jaula, las heridas tan particulares que ella tenía). Probablemente el tal Fabrice fuese hechicero como ella.
-Te ayudo porque un día alguien me ayudó a mí, Marene. –Era la tercera vez que decía ese nombre y le hubiera encantado poder repetirlo unas veinte veces más, pero tenía que ponerse en marcha pese al cansancio que tenía. –Iré a ver si encuentro a tu hermano, aquí estarás bien.
Se giró en busca de un abrigo y de pantalones gruesos que ponerse sobre los que ya tenía. Luego llegó el turno de las armas, pero no quiso alistarlas delante de ella por lo que lo hizo cerca del fuego. Cuando acabó volvió a hablarle:
-Espero volver con Fabrice, Marene. Aquí estarás a salvo, te lo aseguro, ¿crees que puedas dar unos pasos hasta la puerta? Así puedes trabarla del lado de adentro en cuanto yo salga. Toma –le tendió una cuchilla tan larga y afilada que hasta podría pasar por una espada corta-. Estarás bien, nadie vendrá, pero por si acaso te dejo esto.
-Tú no irás a ningún lado –le dijo y la detuvo cuando ella quiso incorporarse, la frase sonó demasiado dura-. No estás bien, mírate las muñecas y entenderás a lo que me refiero… Come un poco más –le rogó mientras le acercaba otra cucharada de caldo a los labios-, necesitas reponer fuerzas. Dime cómo es Fabrice, puedo cabalgar buscando hallarlo como te hallé a ti.
Se ofreció, pese a saber que no era una buena idea. Lamentablemente, creía que lo más probable era que lo hubiesen capturado o incluso asesinado, bastaba solo con ver las heridas de la mujer para imaginar que su hermano había corrido la peor de las suertes. Jean nada dijo al respecto, ella ya estaba angustiada y no quería profundizar sus miedos con meras especulaciones, pese a que fuesen realmente probables.
-Marene –pronunció por primera vez su nombre-, no puedo darte tu ropa pues está húmeda todavía. Si te sientes incómoda voy a buscar alguna otra cosa para que puedas ponerte, claro.
Le dio el cuenco para que siguiese comiendo por sí misma en tanto él buscaba algo limpio que ofrecerle. Ropa de mujer allí no había, pues solo su madre había ingresado allí alguna vez. Su casa estaba en el corazón del bosque, alejado de todo, y no tenía visitas. Cuando tenía necesidades –de todo tipo- visitaba la aldea cercana que se encontraba a unos cuarenta minutos de cabalgata al este.
Con disimulo, Jean olfateó sus camisas, de espalda a la cama, y detectó las que estaban limpias. De entre ellas eligió una blanca de tela suave y que tenía poco uso, regalo de una hechicera con la que había intentado tener una relación estable el año anterior, pero sin éxito. Quería darle lo mejor, pero tampoco tenía muchas opciones.
-Marene, te ayudaré a ponértela. No miraré, no te preocupes –le dijo, pese a que ya la había visto cuando ella estaba inconsciente.
De pie junto al costado de la cama, Jean le pasó la camisa por detrás de los hombros, ofreciéndole ayuda para que se la ponga, pero elevó el rostro para clavar la mirada en el techo, un intento de darle intimidad. Entre tanto, Jean repasaba lo que ella le había dicho y había mucho que le hacía pensar en que el ataque habría sido de inquisidores (la jaula, las heridas tan particulares que ella tenía). Probablemente el tal Fabrice fuese hechicero como ella.
-Te ayudo porque un día alguien me ayudó a mí, Marene. –Era la tercera vez que decía ese nombre y le hubiera encantado poder repetirlo unas veinte veces más, pero tenía que ponerse en marcha pese al cansancio que tenía. –Iré a ver si encuentro a tu hermano, aquí estarás bien.
Se giró en busca de un abrigo y de pantalones gruesos que ponerse sobre los que ya tenía. Luego llegó el turno de las armas, pero no quiso alistarlas delante de ella por lo que lo hizo cerca del fuego. Cuando acabó volvió a hablarle:
-Espero volver con Fabrice, Marene. Aquí estarás a salvo, te lo aseguro, ¿crees que puedas dar unos pasos hasta la puerta? Así puedes trabarla del lado de adentro en cuanto yo salga. Toma –le tendió una cuchilla tan larga y afilada que hasta podría pasar por una espada corta-. Estarás bien, nadie vendrá, pero por si acaso te dejo esto.
Jean Hamilton- Cazador Clase Media
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Fecha de inscripción : 22/08/2017
Re: La lluvia sabe por qué | Privado
Sujetó el cuenco que él le tendió con una sola mano, mientras la otra mantenía la sábana firmemente agarrada a la altura del cuello. Se miró ambas manos alternativamente intentando buscar la manera de seguir comiendo sin soltar ninguna de las dos cosas que tenía sujetas, pero era imposible, obviamente. Su dilema residía en decidir qué prefería, si que Jean la viera desnuda y llenar el estómago que ya empezaba a rugir, o seguir tapada sin probar bocado. Aprovechó que él estaba de espaldas para dejar el cuenco en la mesita junto a la cama y aferró la sábana con más fuerza, metiéndola bien bajo las axilas, de manera que los brazos quedaran libres para seguir comiendo. Tomó unas cuantas cucharadas de caldo, ansiosa, antes de que el cazador volviera a su lado con la camisa.
—No es necesario, de verdad, puedo ponérmela sola —dijo, pero fue en vano.
El cazador mantuvo la camisa suspendida por detrás de ella, y Marene no pudo evitar sonreír, divertida, al verle mirar al techo mientras ella metía los brazos por las mangas. Se la ató, más tranquila ahora al darse cuenta de que nada podía haberle hecho mientras estuvo inconsciente. No es que lo supiera, claro, pero le parecía que un hombre tan atento y cuidadoso como él no sería capaz de hacer algo así.
—¿Vas a salir a buscarlo? —preguntó, entre asustada y esperanzada—. Él es... —se tapó la boca con una mano para toser—. Es más alto que yo, y delgado, pero fuerte —explicó, aunque, viéndolo a él, el concepto de fuerte no sería el mismo para Marene que para Jean. La cambiante se sonrojó al darse cuenta de que empezaba a ver al cazador desde un punto de vista completamente distinto al de hacía hace un momento, así que volvió a pensar en su hermano para desviar su atención—. Tiene el pelo más oscuro que yo, pero no los ojos. Cuando lo encuentres, dile que estoy bien, que me has ayudado. —Se incorporó y posó los pies sobre el suelo de madera, que encontró más cálido de lo que esperaba—. Si ves que no confía en ti, dile... —hizo una pausa, intentando pensar en algo que sólo ellos conocieran— Dile que la camisa verde es la que mejor le sienta, porque combina con sus ojos.
Eso era algo que siempre le repetía, pero Marene nunca pensó que Fabrice se lo creyera realmente. Los hombres no solían prestar atención a ese tipo de cosas.
Aceptó el cuchillo, aún sin saber cómo usarlo bien realmente, y caminó tras él con paso renqueante. Antes de que saliera sujetó una de sus muñecas con la mano libre y lo detuvo justo cuando abría la puerta. Sintió el frío del exterior en las piernas y un escalofrío le recorrió el cuerpo entero.
—Jean —le llamó, pronunciando su nombre por primera vez—, gracias.
Dejó que se fuera y atrancó la puerta tal y como él le había pedido. Se sentía inquieta; lo único que se escuchaba era el repiqueteo de la lluvia y el crepitar del fuego. Ni una voz, ni una respiración. Nada. Se abrazó a sí misma y volvió a la cama, dejando antes el arma junto al cuenco de comida. Se sentó en el borde y se echó una de las mantas sobre los hombros. Estaba cansada, pero era tal la soledad que sentía ahí dentro que no se atrevía a meterse entre las sábanas de nuevo. También tenía frío, así que se acercó a la chimenea con la intención de calentarse con al fuego.
Daba pasos pequeños, puesto que cada uno suponía una oleada de dolor que le recorría todo el cuerpo, pero consiguió llegar junto a la lumbre. Se sentó y estiró los brazos. El calor de las llamas le acarició las palmas de las manos y Marene sonrió. Era sorprendente cómo algo tan simple podía llegar a resultar tan maravilloso y placentero. Por un momento, recordó las noches de invierno en las que su padre reunía a los tres hermanos frente a la chimenea mientras en la calle nevaba de forma tan intensa como en ese momento llovía. Se le inundaron los ojos al escuchar en su cabeza la risa infantil de Fabrice y las bromas de Mathieu; al recordar el tacto de las caricias de su padre o el olor de los besos de su madre. Se recostó en el suelo con el aroma de los bizcochos de limón recién horneados y cayó rendida en un profundo sueño, hecha un ovillo sobre sí misma y con el rostro surcado de lágrimas.
Se despertó al escuchar unos ruidos en la puerta, pero no se levantó hasta que consiguió ser consciente de dónde se encontraba. Cuando reconoció la cabaña de Jean, todo lo que había pasado volvió de golpe a su cabeza. ¡Fabrice! Él había salido a buscarlo, y debía ser el mismo que golpeaba la puerta incesantemente.
Se levantó, ligeramente mareada, y quitó el cierre de la puerta.
—Ya has vuelto —constató—. ¿Dónde está? ¿Lo has encontrado? —Miró al exterior, ansiosa, pero allí no había más almas que las de ellos dos—. Dime, por favor, que viene contigo. Por favor, Jean, dímelo.
Quería escucharlo de sus labios, quería que le relatara todo lo que había pasado, porque no podía creer que el hombre hubiera vuelto solo, tal y como se había marchado. ¡No podía ser! Musitó el nombre de su hermano cuando se dio cuenta de que seguía perdido en mitad del bosque, bajo una lluvia incesante y perseguido por la Inquisición. Tuvo que sujetarse al pomo de la puerta para no caer. A sus fuerzas, todavía incompletas, se le unió la dura realidad que ahora la rodeaba: no tenía a Fabrice a su lado y no tenía ni la más remota idea de cuándo lo iba a volver a ver. Si es que eso llegaba a ocurrir.
—No es necesario, de verdad, puedo ponérmela sola —dijo, pero fue en vano.
El cazador mantuvo la camisa suspendida por detrás de ella, y Marene no pudo evitar sonreír, divertida, al verle mirar al techo mientras ella metía los brazos por las mangas. Se la ató, más tranquila ahora al darse cuenta de que nada podía haberle hecho mientras estuvo inconsciente. No es que lo supiera, claro, pero le parecía que un hombre tan atento y cuidadoso como él no sería capaz de hacer algo así.
—¿Vas a salir a buscarlo? —preguntó, entre asustada y esperanzada—. Él es... —se tapó la boca con una mano para toser—. Es más alto que yo, y delgado, pero fuerte —explicó, aunque, viéndolo a él, el concepto de fuerte no sería el mismo para Marene que para Jean. La cambiante se sonrojó al darse cuenta de que empezaba a ver al cazador desde un punto de vista completamente distinto al de hacía hace un momento, así que volvió a pensar en su hermano para desviar su atención—. Tiene el pelo más oscuro que yo, pero no los ojos. Cuando lo encuentres, dile que estoy bien, que me has ayudado. —Se incorporó y posó los pies sobre el suelo de madera, que encontró más cálido de lo que esperaba—. Si ves que no confía en ti, dile... —hizo una pausa, intentando pensar en algo que sólo ellos conocieran— Dile que la camisa verde es la que mejor le sienta, porque combina con sus ojos.
Eso era algo que siempre le repetía, pero Marene nunca pensó que Fabrice se lo creyera realmente. Los hombres no solían prestar atención a ese tipo de cosas.
Aceptó el cuchillo, aún sin saber cómo usarlo bien realmente, y caminó tras él con paso renqueante. Antes de que saliera sujetó una de sus muñecas con la mano libre y lo detuvo justo cuando abría la puerta. Sintió el frío del exterior en las piernas y un escalofrío le recorrió el cuerpo entero.
—Jean —le llamó, pronunciando su nombre por primera vez—, gracias.
Dejó que se fuera y atrancó la puerta tal y como él le había pedido. Se sentía inquieta; lo único que se escuchaba era el repiqueteo de la lluvia y el crepitar del fuego. Ni una voz, ni una respiración. Nada. Se abrazó a sí misma y volvió a la cama, dejando antes el arma junto al cuenco de comida. Se sentó en el borde y se echó una de las mantas sobre los hombros. Estaba cansada, pero era tal la soledad que sentía ahí dentro que no se atrevía a meterse entre las sábanas de nuevo. También tenía frío, así que se acercó a la chimenea con la intención de calentarse con al fuego.
Daba pasos pequeños, puesto que cada uno suponía una oleada de dolor que le recorría todo el cuerpo, pero consiguió llegar junto a la lumbre. Se sentó y estiró los brazos. El calor de las llamas le acarició las palmas de las manos y Marene sonrió. Era sorprendente cómo algo tan simple podía llegar a resultar tan maravilloso y placentero. Por un momento, recordó las noches de invierno en las que su padre reunía a los tres hermanos frente a la chimenea mientras en la calle nevaba de forma tan intensa como en ese momento llovía. Se le inundaron los ojos al escuchar en su cabeza la risa infantil de Fabrice y las bromas de Mathieu; al recordar el tacto de las caricias de su padre o el olor de los besos de su madre. Se recostó en el suelo con el aroma de los bizcochos de limón recién horneados y cayó rendida en un profundo sueño, hecha un ovillo sobre sí misma y con el rostro surcado de lágrimas.
Se despertó al escuchar unos ruidos en la puerta, pero no se levantó hasta que consiguió ser consciente de dónde se encontraba. Cuando reconoció la cabaña de Jean, todo lo que había pasado volvió de golpe a su cabeza. ¡Fabrice! Él había salido a buscarlo, y debía ser el mismo que golpeaba la puerta incesantemente.
Se levantó, ligeramente mareada, y quitó el cierre de la puerta.
—Ya has vuelto —constató—. ¿Dónde está? ¿Lo has encontrado? —Miró al exterior, ansiosa, pero allí no había más almas que las de ellos dos—. Dime, por favor, que viene contigo. Por favor, Jean, dímelo.
Quería escucharlo de sus labios, quería que le relatara todo lo que había pasado, porque no podía creer que el hombre hubiera vuelto solo, tal y como se había marchado. ¡No podía ser! Musitó el nombre de su hermano cuando se dio cuenta de que seguía perdido en mitad del bosque, bajo una lluvia incesante y perseguido por la Inquisición. Tuvo que sujetarse al pomo de la puerta para no caer. A sus fuerzas, todavía incompletas, se le unió la dura realidad que ahora la rodeaba: no tenía a Fabrice a su lado y no tenía ni la más remota idea de cuándo lo iba a volver a ver. Si es que eso llegaba a ocurrir.
Marene Savile- Cambiante Clase Media
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Fecha de inscripción : 09/12/2017
Re: La lluvia sabe por qué | Privado
Fabrice, Fabrice, Fabrice. Jean no conocía a nadie que se llamara así, pero ese nombre ya estaba dentro suyo como si fuese un tesoro valioso. Lo buscó sin detenerse siquiera a respirar, lo hizo sobre su caballo y también a pie. Lo hizo subiendo a las ramas altas de los árboles y arriesgándose a bordear el camino que usaban los carros en el límite del bosque. Jean lo buscó por el lapso de unas cuatro horas antes de darse por vencido, antes de entender que no lo hallaría porque simplemente él ya no estaba allí. Todo lo que pudiera hacer era en vano, su instinto de cazador se lo decía.
Decidir volver con las manos vacías y con la promesa rota fue duro para alguien como él, pero Jean sabía que no lo encontraría esa noche y tampoco a la mañana siguiente. Con una tormenta como aquella todo rastro que el muchacho hubiera dejado se había borrado ya y ni siquiera él, un cazador avezado, sería capaz de rastrearlo.
Volver sin Fabrice le dolía porque lo obligaba a darle un nuevo golpe de realidad a Marene, a esa mujer que ya no podía soportar una herida más. Llamó a la puerta de su propia casa con un respeto casi solemne, era respeto por el dolor, por la angustia y por el amor perdido. Respeto por las lágrimas derramadas en silencio y por las que aún esperaban su turno de salir a la noche.
-Lo siento mucho, Marene –le dijo, con sentimiento en la voz-. No lo he encontrado, perdóname. –Avanzó hasta entrar en el calor de su casa y cerró tras de sí. A tiempo llegó a sostener a la desconsolada mujer y la abrazó como si fuesen viejos conocidos que lo sabían todo el uno del otro-. Marene, Marene... Estoy seguro de que logró escapar –le susurró con el cuerpo caliente de ella pegado a sus ropas empapadas-, tranquilízate, te hará daño. Estás débil aún.
La acompañó otra vez a la cama, allí la ayudó a acostarse y se arrodilló junto a ella. ¡Mierda que estaba ensuciando el piso de la cabaña! Y no importaba, nada de todo eso importaba de momento… Jean solo ansiaba aliviar el dolor de Marene. Le recorrió el rostro con sus dedos, buscando señal de fiebre.
-¿Cómo te sientes? ¿Tienes dolores? Díme, ¿qué necesitas? –Tomó su mano y la besó, abusando de una confianza que no tenían. Era evidente que lo único que ella necesitaba era estar con su hermano, un abrazo de Fabrice le aliviaría el dolor del cuerpo pero Jean nada podía hacer, ya lo había intentado todo allá afuera bajo una lluvia inclemente y un terreno demasiado irregular para la prisa que él llevaba por hallar al muchacho-. He revisado todo, Marene. Tu hermano ha logrado escapar, no está en el bosque. Créeme, soy cazador y sé de lo que hablo. -Claro que podía ser también que lo hubieran atrapado y que por eso no estuviera en el bosque, pero elegía trasmitirle la opción más optimista. -¿Necesitas algo? ¿Más agua? ¿Caldo? Oh, yo estoy helado. Me cambiaré junto al fuego.
Se puso de pie y tomó un pantaloncillo antes de dirigirse a la chimenea para quitarse la ropa húmeda y cambiarla por el pantalón seco. Necesitaba descansar, pero antes de pensar en armarse una cama en algún sitio de la casa, Jean limpió el barro del suelo. Había dejado un rastro desde la puerta hasta el costado de la cama y no podría dormir sabiendo que el suelo estaba en esas condiciones. Además ella tenía heridas abiertas todavía, necesitaba estar en un ambiente limpio.
-¿Tienes frío? –le preguntó cuando hubo acabado, pues se dispuso a agarrar su manta extra. Si ella se la pedía se la daría, si no lo hacía la usaría él para dormir en el suelo, junto a la cama porque quería estar pendiente de Marene y sus heridas-. ¿Cómo está tu pierna, Marene? ¿Quieres que vuelva a ponerte el ungüento?
Decidir volver con las manos vacías y con la promesa rota fue duro para alguien como él, pero Jean sabía que no lo encontraría esa noche y tampoco a la mañana siguiente. Con una tormenta como aquella todo rastro que el muchacho hubiera dejado se había borrado ya y ni siquiera él, un cazador avezado, sería capaz de rastrearlo.
Volver sin Fabrice le dolía porque lo obligaba a darle un nuevo golpe de realidad a Marene, a esa mujer que ya no podía soportar una herida más. Llamó a la puerta de su propia casa con un respeto casi solemne, era respeto por el dolor, por la angustia y por el amor perdido. Respeto por las lágrimas derramadas en silencio y por las que aún esperaban su turno de salir a la noche.
-Lo siento mucho, Marene –le dijo, con sentimiento en la voz-. No lo he encontrado, perdóname. –Avanzó hasta entrar en el calor de su casa y cerró tras de sí. A tiempo llegó a sostener a la desconsolada mujer y la abrazó como si fuesen viejos conocidos que lo sabían todo el uno del otro-. Marene, Marene... Estoy seguro de que logró escapar –le susurró con el cuerpo caliente de ella pegado a sus ropas empapadas-, tranquilízate, te hará daño. Estás débil aún.
La acompañó otra vez a la cama, allí la ayudó a acostarse y se arrodilló junto a ella. ¡Mierda que estaba ensuciando el piso de la cabaña! Y no importaba, nada de todo eso importaba de momento… Jean solo ansiaba aliviar el dolor de Marene. Le recorrió el rostro con sus dedos, buscando señal de fiebre.
-¿Cómo te sientes? ¿Tienes dolores? Díme, ¿qué necesitas? –Tomó su mano y la besó, abusando de una confianza que no tenían. Era evidente que lo único que ella necesitaba era estar con su hermano, un abrazo de Fabrice le aliviaría el dolor del cuerpo pero Jean nada podía hacer, ya lo había intentado todo allá afuera bajo una lluvia inclemente y un terreno demasiado irregular para la prisa que él llevaba por hallar al muchacho-. He revisado todo, Marene. Tu hermano ha logrado escapar, no está en el bosque. Créeme, soy cazador y sé de lo que hablo. -Claro que podía ser también que lo hubieran atrapado y que por eso no estuviera en el bosque, pero elegía trasmitirle la opción más optimista. -¿Necesitas algo? ¿Más agua? ¿Caldo? Oh, yo estoy helado. Me cambiaré junto al fuego.
Se puso de pie y tomó un pantaloncillo antes de dirigirse a la chimenea para quitarse la ropa húmeda y cambiarla por el pantalón seco. Necesitaba descansar, pero antes de pensar en armarse una cama en algún sitio de la casa, Jean limpió el barro del suelo. Había dejado un rastro desde la puerta hasta el costado de la cama y no podría dormir sabiendo que el suelo estaba en esas condiciones. Además ella tenía heridas abiertas todavía, necesitaba estar en un ambiente limpio.
-¿Tienes frío? –le preguntó cuando hubo acabado, pues se dispuso a agarrar su manta extra. Si ella se la pedía se la daría, si no lo hacía la usaría él para dormir en el suelo, junto a la cama porque quería estar pendiente de Marene y sus heridas-. ¿Cómo está tu pierna, Marene? ¿Quieres que vuelva a ponerte el ungüento?
Jean Hamilton- Cazador Clase Media
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Fecha de inscripción : 22/08/2017
Re: La lluvia sabe por qué | Privado
Fabrice no estaba, había desaparecido. Jean estaba seguro de que había escapado porque no había ni rastro de él en el bosque, pero Marene sabía que la posibilidad de que lo hubieran atrapado como a ella era igual de probable. Pensar en que Fabrice, su niñito, estaba en manos de esos desalmados le estaba rompiendo el corazón en mil pedazos. Se dejó llevar hasta la cama, aunque tampoco podía haber opuesto mucha resistencia. Estaba triste y quería llorar, pero ni las lágrimas conseguían salir de sus ojos.
El cazador habló, aunque ella no le prestó demasiada atención. Esa vez, ni siquiera el olor que desprendían las sábanas la consoló, y sólo reaccionó cuando Jean se acercó a la cama de nuevo con una manta en las manos.
—No, estoy bien —musitó, cubriéndose a la vez con las sábanas—, pero la pierna me duele.
El ungüento alivió el dolor de la pierna, y eso pareció ser suficiente para que Marene cayera en un duermevela que la mantuvo relajada el tiempo necesario hasta que se durmió. El sueño, sin embargo, no fue tranquilo. La imagen de Mathieu obligándole a beber el brebaje se repetía una y otra vez, seguida de los recuerdos del día en que sus padres y él desaparecieron. También soñó con Fabrice apresado en una jaula y torturado hasta que fuera él mismo quien pidiera su propia muerte. En sus sueños, era el Mathieu quien condenaba a los dos hermanos Savile, haciéndola llorar aun estando dormida.
Cuando ya no pudo aguantar más las pesadillas, abrió los ojos, sobresaltada, y miró a su alrededor. Estaba oscuro, pero ella podía ver bien a pesar de la falta de luz. No identificó la cabaña de inmediato, sino que sintió el lugar extraño y ajeno. El sonido de una respiración llamó su atención. Miró en la dirección de donde provenía el ruido, creyendo que vería a Fabrice, pero, en su lugar, vio al cazador que la había salvado de una muerte segura. Él dormía plácidamente a su lado sin compartir el lecho, algo que no le extrañó —después de ver cómo se había comportado con ella—, pero que agradeció de corazón.
La cambiante se arrimó al borde de la cama y alargó un brazo con el que acarició el rostro de Jean, de manera tan suave que apenas sintió el tacto de la piel ajena. Después, se acurrucó lo más cerca que pudo del cuerpo del cazador y volvió a cerrar los ojos, sabiendo que, mientras él estuviera allí, nada malo podría pasarle. No tardó en volver a dormirse y, esta vez, no hubo pesadillas que importunaran su descanso. Parecía que su mano, aferrada fuertemente a la de Jean, mantenía alejado el miedo que todavía sentía.
El cazador habló, aunque ella no le prestó demasiada atención. Esa vez, ni siquiera el olor que desprendían las sábanas la consoló, y sólo reaccionó cuando Jean se acercó a la cama de nuevo con una manta en las manos.
—No, estoy bien —musitó, cubriéndose a la vez con las sábanas—, pero la pierna me duele.
El ungüento alivió el dolor de la pierna, y eso pareció ser suficiente para que Marene cayera en un duermevela que la mantuvo relajada el tiempo necesario hasta que se durmió. El sueño, sin embargo, no fue tranquilo. La imagen de Mathieu obligándole a beber el brebaje se repetía una y otra vez, seguida de los recuerdos del día en que sus padres y él desaparecieron. También soñó con Fabrice apresado en una jaula y torturado hasta que fuera él mismo quien pidiera su propia muerte. En sus sueños, era el Mathieu quien condenaba a los dos hermanos Savile, haciéndola llorar aun estando dormida.
Cuando ya no pudo aguantar más las pesadillas, abrió los ojos, sobresaltada, y miró a su alrededor. Estaba oscuro, pero ella podía ver bien a pesar de la falta de luz. No identificó la cabaña de inmediato, sino que sintió el lugar extraño y ajeno. El sonido de una respiración llamó su atención. Miró en la dirección de donde provenía el ruido, creyendo que vería a Fabrice, pero, en su lugar, vio al cazador que la había salvado de una muerte segura. Él dormía plácidamente a su lado sin compartir el lecho, algo que no le extrañó —después de ver cómo se había comportado con ella—, pero que agradeció de corazón.
La cambiante se arrimó al borde de la cama y alargó un brazo con el que acarició el rostro de Jean, de manera tan suave que apenas sintió el tacto de la piel ajena. Después, se acurrucó lo más cerca que pudo del cuerpo del cazador y volvió a cerrar los ojos, sabiendo que, mientras él estuviera allí, nada malo podría pasarle. No tardó en volver a dormirse y, esta vez, no hubo pesadillas que importunaran su descanso. Parecía que su mano, aferrada fuertemente a la de Jean, mantenía alejado el miedo que todavía sentía.
FIN DEL TEMA
Marene Savile- Cambiante Clase Media
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Fecha de inscripción : 09/12/2017
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