AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Vivir así es morir de amor | Privado
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Vivir así es morir de amor | Privado
Pierina no tenía corazón. Se le había roto al caer a sus pies y resignada ella lo había abandonado allí -en la iglesia-, como quien por pereza deja los fragmentos rotos de un jarrón carente de valor que se rompió producto de un temporal invasor.
Un temporal, uno impredecible y furioso había entrado a su vida para cambiarla, para mostrarle que debía disfrutar del presente porque con cada semana que pasaba su vida se volvía peor, más gris, más rutinaria y doliente. Invasora ella, Élise, que había llegado en el peor de los momentos para demostrarle que nadie es dueño de nadie, que el amor también traiciona y que Emanuele podía ser feliz sonriéndole a otra, besando a otra y formando una familia con otra.
No se había recuperado aún del golpe que significaba haber presenciado el enlace, que ya debía estar preparada para servir en la fiesta de boda. Porque eso era ella y no debía olvidarlo: una sirvienta, alguien que debía más favores de los que llegaría a pagar en lo que le quedase de vida. A él, todo se lo debía a él.
Junto al resto del personal de la casa –y algunos empleados temporales que habían sido contratados específicamente para la ocasión-, Pierina se vistió y peinó. La primer tarea que la señorita Helker –una ucraniana cincuentona, el ama de llaves- le encomendó fue asegurarse que los cubiertos estuviesen bien pulidos.
-Está todo correcto, puede fiarse. Yo misma lo hice hace dos días, señorita –le aseguró con mala cara, pero de igual modo tuvo que obedecer.
Y era mejor así, sentarse en la mesa esquinera a repasar los cubiertos antes de que se los llevasen al jardín trasero donde las mesas ya estaban dispuestas, no pensar en nada más que eso durante una hora... Aunque no podía, porque cada paso que sentía detrás suyo, cada puerta que se abría, cada voz que lejana se oía, le hacía creer que Emanuele se acercaba a ella. No podía sacarlo de su mente, no podía evitar pensar en que ese vestido precioso a ella le habría quedado mejor que a Élise.
La segunda tarea fue peor que la primera: asegurarse que los músicos tuviesen agua y comida antes de que todo comenzara. Salir al jardín y verlo decorado especialmente para la ocasión le habría destruido el corazón si todavía lo tuviera. Las farolas brillaban inmaculadas, ¿a qué idiota le había tocado pulirlas? No importaba, no había sido a ella. Se llegó a los músicos y sin hablarles tendió la bandeja con canapés, los hombres estaban afinando sus instrumentos y le agradecieron el detalle. Pierina, antes amable y simpática, dejó la comida allí y ni siquiera les respondió porque deseaba estar muy lejos de ese lugar, lejos de cualquier festejo.
-¿Quién está a cargo aquí? –preguntó una voz que Pierina reconocería entre miles pues nadie la había humillado tanto en la vida como aquella mujer-. Con el viento las macetas caerán sobre los invitados, ¿a quién se le ha ocurrido ponerlas en alto? No es decoración, es peligroso. ¡Tú, llama a la señorita Helker de inmediato! –Debía desaparecer de allí y lo sabía-. Muchachita, te hablo a ti –Pierina se giró levemente solo para descubrir que la madre de Emanuele la miraba fijamente, por un momento el rostro de la mujer se transformó y Pierina no esperó más sino que caminó a paso rápido hacia el interior de la casa-. ¿Me has oído? ¡Muchachita!
Pierina apuró el paso sin volverse para ver si la mujer la seguía o no. Atravesó la puerta trasera y se chocó con un hombre alto, de perfume demasiado familiar.
-Tu madre –le susurró desesperada-, creo que tu madre me ha reconocido, Emanuele. ¡Va a matarme! ¡Me va a entregar a la inquisición! Mi hermano…
¿Para qué le contaba todo aquello? Lo apartó con un movimiento y se dispuso a recorrer el interior de la casa en busca de Giulio, a Emanuele ya nada de los Varzi le importaba, podía jurarlo.
Un temporal, uno impredecible y furioso había entrado a su vida para cambiarla, para mostrarle que debía disfrutar del presente porque con cada semana que pasaba su vida se volvía peor, más gris, más rutinaria y doliente. Invasora ella, Élise, que había llegado en el peor de los momentos para demostrarle que nadie es dueño de nadie, que el amor también traiciona y que Emanuele podía ser feliz sonriéndole a otra, besando a otra y formando una familia con otra.
No se había recuperado aún del golpe que significaba haber presenciado el enlace, que ya debía estar preparada para servir en la fiesta de boda. Porque eso era ella y no debía olvidarlo: una sirvienta, alguien que debía más favores de los que llegaría a pagar en lo que le quedase de vida. A él, todo se lo debía a él.
Junto al resto del personal de la casa –y algunos empleados temporales que habían sido contratados específicamente para la ocasión-, Pierina se vistió y peinó. La primer tarea que la señorita Helker –una ucraniana cincuentona, el ama de llaves- le encomendó fue asegurarse que los cubiertos estuviesen bien pulidos.
-Está todo correcto, puede fiarse. Yo misma lo hice hace dos días, señorita –le aseguró con mala cara, pero de igual modo tuvo que obedecer.
Y era mejor así, sentarse en la mesa esquinera a repasar los cubiertos antes de que se los llevasen al jardín trasero donde las mesas ya estaban dispuestas, no pensar en nada más que eso durante una hora... Aunque no podía, porque cada paso que sentía detrás suyo, cada puerta que se abría, cada voz que lejana se oía, le hacía creer que Emanuele se acercaba a ella. No podía sacarlo de su mente, no podía evitar pensar en que ese vestido precioso a ella le habría quedado mejor que a Élise.
La segunda tarea fue peor que la primera: asegurarse que los músicos tuviesen agua y comida antes de que todo comenzara. Salir al jardín y verlo decorado especialmente para la ocasión le habría destruido el corazón si todavía lo tuviera. Las farolas brillaban inmaculadas, ¿a qué idiota le había tocado pulirlas? No importaba, no había sido a ella. Se llegó a los músicos y sin hablarles tendió la bandeja con canapés, los hombres estaban afinando sus instrumentos y le agradecieron el detalle. Pierina, antes amable y simpática, dejó la comida allí y ni siquiera les respondió porque deseaba estar muy lejos de ese lugar, lejos de cualquier festejo.
-¿Quién está a cargo aquí? –preguntó una voz que Pierina reconocería entre miles pues nadie la había humillado tanto en la vida como aquella mujer-. Con el viento las macetas caerán sobre los invitados, ¿a quién se le ha ocurrido ponerlas en alto? No es decoración, es peligroso. ¡Tú, llama a la señorita Helker de inmediato! –Debía desaparecer de allí y lo sabía-. Muchachita, te hablo a ti –Pierina se giró levemente solo para descubrir que la madre de Emanuele la miraba fijamente, por un momento el rostro de la mujer se transformó y Pierina no esperó más sino que caminó a paso rápido hacia el interior de la casa-. ¿Me has oído? ¡Muchachita!
Pierina apuró el paso sin volverse para ver si la mujer la seguía o no. Atravesó la puerta trasera y se chocó con un hombre alto, de perfume demasiado familiar.
-Tu madre –le susurró desesperada-, creo que tu madre me ha reconocido, Emanuele. ¡Va a matarme! ¡Me va a entregar a la inquisición! Mi hermano…
¿Para qué le contaba todo aquello? Lo apartó con un movimiento y se dispuso a recorrer el interior de la casa en busca de Giulio, a Emanuele ya nada de los Varzi le importaba, podía jurarlo.
Pierina Varzi- Humano Clase Baja
- Mensajes : 24
Fecha de inscripción : 19/10/2017
Re: Vivir así es morir de amor | Privado
Todo estaba pasando demasiado rápido para él. Nada más salir de la catedral, sus oídos se llenaron de vítores y millones de buenos deseos para la nueva pareja, pero Emanuele no era capaz de escuchar ni la décima parte de todos ellos. Su objetivo estaba frente a ambos: el coche nupcial, de madera clara y decorado con flores blancas y lazos de fina gasa del mismo color, tirado por dos corceles lustrosos y, cómo no, blancos también. Lo alcanzó tirando de Élise tras de sí, casi con urgencia, y la pobre novia no tuvo ni tiempo de disfrutar del protagonismo que ese día debía tener. La apremió para subir al coche y, nada más entrar él y que el cochero cerrara la puerta, se aflojó el cuello de la camisa y todos los adornos que llevaba. Le estaba costando respirar, y la muchedumbre no ayudaba en absoluto.
—¿Te encuentras bien, Emanuele? —preguntó su mujer, ahora que entendía el por qué de las prisas por subir al coche.
—Sí —contestó él, sonrió y le pellizcó la nariz, aparentando normalidad—. Hay demasiada gente, pero el banquete será más tranquilo, ya lo verás.
La realidad era que no estaba bien. No sólo por la gente —que también—, sino porque no podía dejar de pensar en Pierina. No habló en todo el trayecto, a pesar de que Élise intentó en varias ocasiones entablar una conversación, hasta que, finalmente, se dio por vencida. Probablemente no sería esa la boda que ella esperaba, pero, para que engañarse, Emanuele tampoco. No había sido un matrimonio deseado, y bastante tenía con fingir que era feliz cuando estaba frente a otros. Por otro lado, ella no tenía culpa de nada; no se merecía algo así, y él lo sabía.
Dejó de mirar por el ventanuco y la observó como jugueteaba con las flores de su ramo. Sintió una punzada de culpa en la boca del estómago al verla así. Una novia no debía estar triste el día de su boda. Alargó el brazo y sujetó la mano de ella, acariciándola suavemente con el pulgar.
—Estás preciosa —dijo, acercándose a ella y besándola en la mejilla—. Disfrutemos de la cena y, entre tu y yo, alarguémosla todo lo que podamos. ¿Tú estás lista para dar comienzo al baile? Porque yo no.
Ella se rió, y él sintió que, al menos, algo había hecho bien. En cuanto llegaron a la mansión Fontaine —que a partir de ese día albergaría a los d’Ancona— el coche se paró con delicadeza, y el cochero abrió la puerta para dejar salir a los recién casados. Sin saber cómo, todos los invitados estaban ya allí. Emanuele supuso que su coche habría dado una vuelta más larga de lo normal para que se diera esa situación, aunque lo cierto es que lo mismo le daba. Salió y se volvió a abrumar con tanto jolgorio, pero estar en su futura casa lo hizo sentirse más cómodo. Además, muchos de los invitados no acudirían al banquete, así que habría menos pares de ojos observando sus movimientos.
Vio a su madre dando órdenes; estaban sirviendo el cóctel en el jardín trasero, y todo el servicio estaba dividido entre las bandejas de canapés y la preparación de las mesas del banquete posterior. El joven se dejó llevar como si fuera arrastrado por una corriente hasta el mismo centro de la fiesta y, tras saludar a todos y cada uno de sus invitados, tuvo, al fin, un momento de tranquilidad. Rió con sus amigos, habló con sus familiares y bebió junto a su esposa, pero sus ojos no hacían más que buscar y buscar a alguien en especial. ¿Por qué tenía esa necesidad de verla?
—¿Me disculpas? —susurró en el oído de Élise, besó su sien y entró en la casa.
Fue directo a las cocinas —puesto que era el único sitio donde no había mirado— y asomó la cabeza sin decir nada. Las doncellas y cocineras lo miraron con descaro, sorprendidas por ver al señor ahí abajo y actuando de manera tan extraña, pero no dijeron nada. Él tampoco, y al ver que Pierina no se encontraba entre ellas se dio media vuelta y volvió a subir. Miró a su alrededor de camino al jardín y, de pronto, chocó contra una de las chicas que volvía de allí.
—Disculpa, no… —Tuvo que callarse porque acababa de encontrarla—. ¿Que mi madre qué?
Tragó saliva mientras la veía huir de allí, asustada. Acto seguido, Claudine hizo acto de presencia.
—¡Emanuele! ¡Esa maleducada me ha ignorado! ¡Niña, ven aquí!
—Déjela madre, me ha dicho que no se encontraba bien y la he mandado a descansar un poco —mintió, esperando que no se notara demasiado—. Pídale a ella lo que sea que necesite —señaló a otra doncella que pasaba por allí—, tengo que ir a buscar algo para Élise.
Y sin más dilación se marchó por el mismo camino que había tomado Pierina. Cuando estuvo fuera de la vista de su madre aceleró el paso hasta casi correr para alcanzarla cuanto antes, y lo hizo en mitad del pasillo que llevaba a las habitaciones de la servidumbre. La agarró del brazo, quizá con más fuerza de la que pensaba usar con ella, y la obligó a pararse en seco.
—Pierina, espera —susurró—. No te ha reconocido, no me ha dicho nada. Está demasiado preocupada con todo para fijarse. —Soltó su brazo y se pasó la punta de la lengua por los labios—. Si quieres quedarte en tu habitación, puedo decirle a la señorita Helker que no te encontrabas bien. Hay mucha gente en el servicio, deberían poder arreglárselas. —Las ganas de abrazarla eran insoportables, pero sólo se acercó a ella un par de pasos y le agarró la mano—. Nadie te va a entregar a la inquisición, te lo prometo.
Y esa sería una promesa que se juró a sí mismo que no rompería nunca.
—¿Te encuentras bien, Emanuele? —preguntó su mujer, ahora que entendía el por qué de las prisas por subir al coche.
—Sí —contestó él, sonrió y le pellizcó la nariz, aparentando normalidad—. Hay demasiada gente, pero el banquete será más tranquilo, ya lo verás.
La realidad era que no estaba bien. No sólo por la gente —que también—, sino porque no podía dejar de pensar en Pierina. No habló en todo el trayecto, a pesar de que Élise intentó en varias ocasiones entablar una conversación, hasta que, finalmente, se dio por vencida. Probablemente no sería esa la boda que ella esperaba, pero, para que engañarse, Emanuele tampoco. No había sido un matrimonio deseado, y bastante tenía con fingir que era feliz cuando estaba frente a otros. Por otro lado, ella no tenía culpa de nada; no se merecía algo así, y él lo sabía.
Dejó de mirar por el ventanuco y la observó como jugueteaba con las flores de su ramo. Sintió una punzada de culpa en la boca del estómago al verla así. Una novia no debía estar triste el día de su boda. Alargó el brazo y sujetó la mano de ella, acariciándola suavemente con el pulgar.
—Estás preciosa —dijo, acercándose a ella y besándola en la mejilla—. Disfrutemos de la cena y, entre tu y yo, alarguémosla todo lo que podamos. ¿Tú estás lista para dar comienzo al baile? Porque yo no.
Ella se rió, y él sintió que, al menos, algo había hecho bien. En cuanto llegaron a la mansión Fontaine —que a partir de ese día albergaría a los d’Ancona— el coche se paró con delicadeza, y el cochero abrió la puerta para dejar salir a los recién casados. Sin saber cómo, todos los invitados estaban ya allí. Emanuele supuso que su coche habría dado una vuelta más larga de lo normal para que se diera esa situación, aunque lo cierto es que lo mismo le daba. Salió y se volvió a abrumar con tanto jolgorio, pero estar en su futura casa lo hizo sentirse más cómodo. Además, muchos de los invitados no acudirían al banquete, así que habría menos pares de ojos observando sus movimientos.
Vio a su madre dando órdenes; estaban sirviendo el cóctel en el jardín trasero, y todo el servicio estaba dividido entre las bandejas de canapés y la preparación de las mesas del banquete posterior. El joven se dejó llevar como si fuera arrastrado por una corriente hasta el mismo centro de la fiesta y, tras saludar a todos y cada uno de sus invitados, tuvo, al fin, un momento de tranquilidad. Rió con sus amigos, habló con sus familiares y bebió junto a su esposa, pero sus ojos no hacían más que buscar y buscar a alguien en especial. ¿Por qué tenía esa necesidad de verla?
—¿Me disculpas? —susurró en el oído de Élise, besó su sien y entró en la casa.
Fue directo a las cocinas —puesto que era el único sitio donde no había mirado— y asomó la cabeza sin decir nada. Las doncellas y cocineras lo miraron con descaro, sorprendidas por ver al señor ahí abajo y actuando de manera tan extraña, pero no dijeron nada. Él tampoco, y al ver que Pierina no se encontraba entre ellas se dio media vuelta y volvió a subir. Miró a su alrededor de camino al jardín y, de pronto, chocó contra una de las chicas que volvía de allí.
—Disculpa, no… —Tuvo que callarse porque acababa de encontrarla—. ¿Que mi madre qué?
Tragó saliva mientras la veía huir de allí, asustada. Acto seguido, Claudine hizo acto de presencia.
—¡Emanuele! ¡Esa maleducada me ha ignorado! ¡Niña, ven aquí!
—Déjela madre, me ha dicho que no se encontraba bien y la he mandado a descansar un poco —mintió, esperando que no se notara demasiado—. Pídale a ella lo que sea que necesite —señaló a otra doncella que pasaba por allí—, tengo que ir a buscar algo para Élise.
Y sin más dilación se marchó por el mismo camino que había tomado Pierina. Cuando estuvo fuera de la vista de su madre aceleró el paso hasta casi correr para alcanzarla cuanto antes, y lo hizo en mitad del pasillo que llevaba a las habitaciones de la servidumbre. La agarró del brazo, quizá con más fuerza de la que pensaba usar con ella, y la obligó a pararse en seco.
—Pierina, espera —susurró—. No te ha reconocido, no me ha dicho nada. Está demasiado preocupada con todo para fijarse. —Soltó su brazo y se pasó la punta de la lengua por los labios—. Si quieres quedarte en tu habitación, puedo decirle a la señorita Helker que no te encontrabas bien. Hay mucha gente en el servicio, deberían poder arreglárselas. —Las ganas de abrazarla eran insoportables, pero sólo se acercó a ella un par de pasos y le agarró la mano—. Nadie te va a entregar a la inquisición, te lo prometo.
Y esa sería una promesa que se juró a sí mismo que no rompería nunca.
Emanuele d'Ancona- Humano Clase Alta
- Mensajes : 26
Fecha de inscripción : 12/10/2017
Re: Vivir así es morir de amor | Privado
¿Podía continuar viviendo así? Pensando siempre en que debía huir, temiendo ser descubierta, teniendo que esconder su rostro, agachando la mirada con miedo… Un alma rebelde como la que le había tocado en suerte a Pierina se resistía a eso, pero la realidad en la que vivía le mostraba que no tenía más alternativas.
Corría por el pasillo y pensaba en él, por primera vez se ponía en sus zapatos y comprendía que también lo tenía difícil, que no era ella la única que vivía para ocultar lo que sus ojos gritaban cada vez que veía los hermosos ojos de él. Emanuele, su gran amor, el único hombre al que amaría en esa vida… Emanuele, su Emanuele, ese que tendría que aprender a compartir con otra mujer, Élise, si no quería perderlo del todo. Emanuele, el dueño de sus sueños de cada noche. Emanuele, el que la tomaba del brazo en esos momentos y detenía su escape.
-¿Es cierto? –le preguntó confundida-. ¿Estás seguro de que no me reconoció? ¿Cómo puede ser si venía directo hacia mí? –Se tapó la boca con ambas manos, en un gesto nada delicado, temiendo no poder contener su angustia-. Yo no puedo vivir así, Emanuele…
¿Cómo explicarle? ¿Qué decir para que él comprendiera? Era difícil, difícil hablar, difícil callar… Estaba en medio de una trampa, sin salida a la vista. Y Pierina, que siempre necesitaba hallar culpables, no sabía quién debía cargar con el peso de su odio. ¿Quién tenía la culpa de lo que le ocurría? ¿Sus padres por haber sido hechiceros? ¿Los Inquisidores por cumplir órdenes? ¿Sus antiguos suegros por querer la mejor mujer para su hijo? ¿Él por tratar de ayudarla? ¿Ella por no darse por vencida? Estaba confundida, lo único que tenía claro era que ya no tenía fuerzas para mentir, para ocultar cuánto lo amaba, cuánto lo necesitaba.
-No podré vivir así, Emanuele. Te dije que lo resistiría todo con tal de estar a tu lado, pero ahora veo que no soy fuerte –susurraba, porque temía que hasta las paredes oyesen en esa casa, la casa de los flamantes esposos-, no tengo el valor que hace falta para vivir así. Para imaginar que la besas a ella como me besabas a mí, para mentir diciendo que me alegra que estés formando una bonita familia... ¡Una familia sin mí!
No tendría sentido esconderse en su habitación, aunque era lo que deseaba, lo que su cuerpo le pedía. ¿Para qué? Al día siguiente la señorita Helker le preguntaría y ella tendría que decirle mentiras y luego recordar esos dichos para no responderle a alguna compañera curiosa algo distinto… y así viviría, recordando mentiras, inventando otras que respaldasen a las vigentes. No, eso tampoco era vida, al menos no la que Pierina quería vivir. Necesitaba pensar, decidir por ella y por su hermano qué camino les convenía seguir y tal vez el mejor fuera justamente el que la alejaba de esa casa.
-No, estoy bien, o lo estaré en unos minutos… Hay mucho trabajo hoy y no puedo quedarme en mi recámara justo cuando mis compañeras más me necesitan. No te preocupes, regresaré y procuraré no salir de la cocina. Gracias por ayudarme, amor mío –susurró lo último en una voz tan baja que ni siquiera ella oyó sus palabras.
Corría por el pasillo y pensaba en él, por primera vez se ponía en sus zapatos y comprendía que también lo tenía difícil, que no era ella la única que vivía para ocultar lo que sus ojos gritaban cada vez que veía los hermosos ojos de él. Emanuele, su gran amor, el único hombre al que amaría en esa vida… Emanuele, su Emanuele, ese que tendría que aprender a compartir con otra mujer, Élise, si no quería perderlo del todo. Emanuele, el dueño de sus sueños de cada noche. Emanuele, el que la tomaba del brazo en esos momentos y detenía su escape.
-¿Es cierto? –le preguntó confundida-. ¿Estás seguro de que no me reconoció? ¿Cómo puede ser si venía directo hacia mí? –Se tapó la boca con ambas manos, en un gesto nada delicado, temiendo no poder contener su angustia-. Yo no puedo vivir así, Emanuele…
¿Cómo explicarle? ¿Qué decir para que él comprendiera? Era difícil, difícil hablar, difícil callar… Estaba en medio de una trampa, sin salida a la vista. Y Pierina, que siempre necesitaba hallar culpables, no sabía quién debía cargar con el peso de su odio. ¿Quién tenía la culpa de lo que le ocurría? ¿Sus padres por haber sido hechiceros? ¿Los Inquisidores por cumplir órdenes? ¿Sus antiguos suegros por querer la mejor mujer para su hijo? ¿Él por tratar de ayudarla? ¿Ella por no darse por vencida? Estaba confundida, lo único que tenía claro era que ya no tenía fuerzas para mentir, para ocultar cuánto lo amaba, cuánto lo necesitaba.
-No podré vivir así, Emanuele. Te dije que lo resistiría todo con tal de estar a tu lado, pero ahora veo que no soy fuerte –susurraba, porque temía que hasta las paredes oyesen en esa casa, la casa de los flamantes esposos-, no tengo el valor que hace falta para vivir así. Para imaginar que la besas a ella como me besabas a mí, para mentir diciendo que me alegra que estés formando una bonita familia... ¡Una familia sin mí!
No tendría sentido esconderse en su habitación, aunque era lo que deseaba, lo que su cuerpo le pedía. ¿Para qué? Al día siguiente la señorita Helker le preguntaría y ella tendría que decirle mentiras y luego recordar esos dichos para no responderle a alguna compañera curiosa algo distinto… y así viviría, recordando mentiras, inventando otras que respaldasen a las vigentes. No, eso tampoco era vida, al menos no la que Pierina quería vivir. Necesitaba pensar, decidir por ella y por su hermano qué camino les convenía seguir y tal vez el mejor fuera justamente el que la alejaba de esa casa.
-No, estoy bien, o lo estaré en unos minutos… Hay mucho trabajo hoy y no puedo quedarme en mi recámara justo cuando mis compañeras más me necesitan. No te preocupes, regresaré y procuraré no salir de la cocina. Gracias por ayudarme, amor mío –susurró lo último en una voz tan baja que ni siquiera ella oyó sus palabras.
Pierina Varzi- Humano Clase Baja
- Mensajes : 24
Fecha de inscripción : 19/10/2017
Re: Vivir así es morir de amor | Privado
Oirle decir que no podía seguir viviendo así le rompió el corazón. ¿Qué podía hacer él para reconfortarla, para hacerle ver que sus sentimientos no habían cambiado con respecto a ella? Nada, porque lo único que la curaría —aunque Emanuele no estaba seguro de que el dolor de Pierina fuera a remitir sólo con eso— era romper el enlace que acababa de unirlo a Élise y contraer matrimonio con ella. Abiertamente y sin secretos, demostrar que Pierina estaba hecha para Emanuele, y que Emanuele estaba hecho para Pierina. Así debía haber sido siempre, a pesar de la Inquisición, pero la familia d’Ancona —a la cual él seguía orgullosamente perteneciendo— no lo vio así.
Con la mano de la joven aún asida entre sus dedos, apretó la suya y suspiró. Se sentía el hombre más cobarde y mentiroso del mundo. Estaba mintiendo a su familia, ocultando a su exprometida en su casa; estaba mintiendo a su esposa, fingiendo que era feliz en un matrimonio que no deseaba; y, por último, estaba mintiendo a Pierina, dándole la esperanza de una vida que no estaba seguro de poder devolverle. Estaba, incluso, mintiéndose a sí mismo, creyendo que estaba haciendo lo correcto cuando lo único que estaba consiguiendo era hacer daño a muchísima gente, empezando por la mujer que tenía frente a él.
Sin siquiera mirar hacia atrás para comprobar que no hubiera nadie mirando, tiró del brazo de Pierina y la acercó hasta él. La rodeó con los brazos y la pegó a su pecho, apretando tanto que, por un momento, temió dejarla sin aliento. Apoyó los labios sobre su cabeza y aspiró el aroma de su cabello, deseando que fuera ella la que ese día portara el vestido blanco de Élise.
—Eres la persona más fuerte que he conocido. La más fuerte y la más valiente —susurró—. Mañana esto se habrá acabado; mis padres viajan pronto, así que ya no tendrás que preocuparte más por ellos.
Cerró los ojos y la mantuvo apretada contra él un poco más. Sabía que sus palabras no la consolarían, pero ¿qué más podía decirle? Eso era lo único que podía prometer sin temor a no cumplirlo. Levantó el rostro y se separó de ella a regañadientes. No le soltó las manos, sino que las sujetó firmemente con las suyas, como temiendo que la fuera a perder si lo hacía.
—En la cocina estarás bien. Yo iré a verte en un rato; algo me inventaré para que no estén siguiéndome constantemente. —Respiró profundamente, intentando modular su voz para que no temblara—. Ojalá pudiera darte algo mejor que estar entre ollas y cazuelas, porque realmente te lo mereces. —Soltó sus manos y le pellizcó la nariz—. Deja que me asome yo primero para poder avisarte si mi madre está a la vista.
Se dio la vuelta con una sonrisa triste en los labios y se encaminó hasta el recibidor. Tal y como le dijo, se asomó con precaución, y cuando comprobó que no había peligro le hizo un gesto para que saliera ella también. Emanuele se dirigió directamente hacia el jardín, donde se cruzó con su madre. Tuvo que inventarse algo rápido sobre lo que se suponía que debía traer para Élise, puesto que ya se le había olvidado la excusa que había puesto para escaquearse de su fiesta. Después se acercó hacia su esposa y se volvió a disculpar por haber desaparecido tanto tiempo. ¡Se suponía que ese día ellos eran los protagonistas!
Cogió una copa de vino y comenzó a charlar con sus invitados de temas tan triviales que le todo le resultaba absurdo. ¡Que empezara ya el banquete, maldita sea! Dejó de escuchar la conversación que mantenía con la tía abuela de Élise —puesto que era tan insustancial que tampoco necesitaba mantener la atención completa para poder seguirla—, para elaborar una excusa que le permitiera ir a visitar a Pierina. Pensar en ella le animó y le sacó una sonrisa en el momento en el que la señora hablaba de uno de sus biznietos, con lo que interpretó que los niños del nuevo matrimonio d’Ancona no tardarían en llegar. Emanuele no la sacó de su engaño, pero tampoco dio alas a su ilusión. Simplemente se disculpó y se acercó a su esposa.
—Me muero de hambre —dijo—. Voy a ver cómo van los preparativos. ¿No te apetece que comience el banquete?
—Sí, por favor —contestó ella—. Si sigo bebiendo vino, terminaré bailando sobre la mesa.
Se marchó tan rápido que lo único que quedó de él fue una estela de humo junto a la recién casada. Llegó a la cocina y se asomó, fingiendo preocupación. Debía resultar creíble.
—Te necesito fuera —dijo, mirando a Pierina y haciéndole un gesto para que lo acompañara—. No la entretendré demasiado, volverá enseguida.
Caminó por los pasillos y entró en una habitación que apenas se usaba. Dentro sólo había un par de baldas llenas de sacos de harina que nadie sabía cuánto tiempo llevaban ahí.
—Se supone que estoy comprobando cómo van los preparativos del banquete —comentó, cerrando la puerta cuando ambos se encontraron dentro—. ¿Cómo va todo? ¿Estás mejor? —preguntó, ansioso.
Con la mano de la joven aún asida entre sus dedos, apretó la suya y suspiró. Se sentía el hombre más cobarde y mentiroso del mundo. Estaba mintiendo a su familia, ocultando a su exprometida en su casa; estaba mintiendo a su esposa, fingiendo que era feliz en un matrimonio que no deseaba; y, por último, estaba mintiendo a Pierina, dándole la esperanza de una vida que no estaba seguro de poder devolverle. Estaba, incluso, mintiéndose a sí mismo, creyendo que estaba haciendo lo correcto cuando lo único que estaba consiguiendo era hacer daño a muchísima gente, empezando por la mujer que tenía frente a él.
Sin siquiera mirar hacia atrás para comprobar que no hubiera nadie mirando, tiró del brazo de Pierina y la acercó hasta él. La rodeó con los brazos y la pegó a su pecho, apretando tanto que, por un momento, temió dejarla sin aliento. Apoyó los labios sobre su cabeza y aspiró el aroma de su cabello, deseando que fuera ella la que ese día portara el vestido blanco de Élise.
—Eres la persona más fuerte que he conocido. La más fuerte y la más valiente —susurró—. Mañana esto se habrá acabado; mis padres viajan pronto, así que ya no tendrás que preocuparte más por ellos.
Cerró los ojos y la mantuvo apretada contra él un poco más. Sabía que sus palabras no la consolarían, pero ¿qué más podía decirle? Eso era lo único que podía prometer sin temor a no cumplirlo. Levantó el rostro y se separó de ella a regañadientes. No le soltó las manos, sino que las sujetó firmemente con las suyas, como temiendo que la fuera a perder si lo hacía.
—En la cocina estarás bien. Yo iré a verte en un rato; algo me inventaré para que no estén siguiéndome constantemente. —Respiró profundamente, intentando modular su voz para que no temblara—. Ojalá pudiera darte algo mejor que estar entre ollas y cazuelas, porque realmente te lo mereces. —Soltó sus manos y le pellizcó la nariz—. Deja que me asome yo primero para poder avisarte si mi madre está a la vista.
Se dio la vuelta con una sonrisa triste en los labios y se encaminó hasta el recibidor. Tal y como le dijo, se asomó con precaución, y cuando comprobó que no había peligro le hizo un gesto para que saliera ella también. Emanuele se dirigió directamente hacia el jardín, donde se cruzó con su madre. Tuvo que inventarse algo rápido sobre lo que se suponía que debía traer para Élise, puesto que ya se le había olvidado la excusa que había puesto para escaquearse de su fiesta. Después se acercó hacia su esposa y se volvió a disculpar por haber desaparecido tanto tiempo. ¡Se suponía que ese día ellos eran los protagonistas!
Cogió una copa de vino y comenzó a charlar con sus invitados de temas tan triviales que le todo le resultaba absurdo. ¡Que empezara ya el banquete, maldita sea! Dejó de escuchar la conversación que mantenía con la tía abuela de Élise —puesto que era tan insustancial que tampoco necesitaba mantener la atención completa para poder seguirla—, para elaborar una excusa que le permitiera ir a visitar a Pierina. Pensar en ella le animó y le sacó una sonrisa en el momento en el que la señora hablaba de uno de sus biznietos, con lo que interpretó que los niños del nuevo matrimonio d’Ancona no tardarían en llegar. Emanuele no la sacó de su engaño, pero tampoco dio alas a su ilusión. Simplemente se disculpó y se acercó a su esposa.
—Me muero de hambre —dijo—. Voy a ver cómo van los preparativos. ¿No te apetece que comience el banquete?
—Sí, por favor —contestó ella—. Si sigo bebiendo vino, terminaré bailando sobre la mesa.
Se marchó tan rápido que lo único que quedó de él fue una estela de humo junto a la recién casada. Llegó a la cocina y se asomó, fingiendo preocupación. Debía resultar creíble.
—Te necesito fuera —dijo, mirando a Pierina y haciéndole un gesto para que lo acompañara—. No la entretendré demasiado, volverá enseguida.
Caminó por los pasillos y entró en una habitación que apenas se usaba. Dentro sólo había un par de baldas llenas de sacos de harina que nadie sabía cuánto tiempo llevaban ahí.
—Se supone que estoy comprobando cómo van los preparativos del banquete —comentó, cerrando la puerta cuando ambos se encontraron dentro—. ¿Cómo va todo? ¿Estás mejor? —preguntó, ansioso.
Emanuele d'Ancona- Humano Clase Alta
- Mensajes : 26
Fecha de inscripción : 12/10/2017
Re: Vivir así es morir de amor | Privado
Su tarea era sencilla y no hacía falta que estuviese cercana a la fiesta (aunque la música y las risas le llegaban de igual manera). Pierina se dedicaba a llenar las copas, algunas con vino otras con champagne… nadie debía quedarse con sed esa noche, era el mandato de la madre de la novia y sus órdenes eran la ley en lo referente al maldito festejo.
-No te preocupes. Estoy bien, Florence –le dijo a su compañera, pues ésta había pedido respuestas luego de ver los ojos de Pierina hinchados evidenciando un llanto reciente-. Es que la madre del señor d’Ancona me ha tratado muy mal y no supe reaccionar, pero ya estoy mejor –explicó tras la insistencia de su compañera, y eso no era del todo mentira-. Ha de estar nerviosa, queriendo que todo salga perfecto y no la culpo. Yo querría lo mismo para mi hijo.
Destapó una nueva botella de vino; por el aroma dulzón, Pierina supo de inmediato que era el mejor y que había sido enviado desde el sur de Italia especialmente para la ocasión, esa maldita ocasión. Sirvió todas las copas hasta que la botella se vació y le fue necesario abrir otra, luego otra, otra y otra más. ¿Quién diablos tomaría tanto vino? ¿Cómo podía haber felicidad y dolor conviviendo al mismo tiempo en aquella casa? Las manos le temblaban por el esfuerzo que hacía para contener su angustia y la honda frustración que sentía, a pesar de eso la botella no resbalaría de su agarre, tampoco se romperían las copas. Pierina se impuso ser extremadamente cuidadosa para no llamar la atención de nadie.
Que Emanuele regresara por ella le sorprendió, porque aunque le había dicho que volvería a buscarla Pierina no le había creído. Era su boda después de todo, ¿qué tenía que estar haciendo él en la cocina buscando a la rellenadora de copas? Nada. Aún así lo siguió de inmediato sin emitir palabra –un milagro para alguien como ella-, pues era demasiado el poder que la cercanía de su amado tenía sobre su cuerpo, ese cuerpo traidor que jamás se negaría a él, sin importar que Emanuele d’Ancona fuese de Élise ahora.
El olor a encierro y el frío de la habitación la sacudieron con una verdad: así sería siempre que quisiera estar a solas con él, clandestino, oculto, oscuro como oscuro estaba ese cuarto en el que a penas veía ahora que sus ojos se acostumbraban a la penumbra.
-Estoy bien –le dijo, aunque no podría jamás engañarlo-. Perdóname por todo esto, es tu noche, la noche en la que debes ser feliz… y es tan injusto que tengas que pensar en mí –lo dijo, aunque no podía ocultar que el saberlo preocupado por ella era un bálsamo para su dolor-. Emanuele –pronunció su nombre con sagrada lentitud, disfrutando de la pronunciación profunda de cada letra; ese era su nombre favorito, el que más alegrías le había dado-, ¿en qué momento nos ocurrió esto?
En la oscuridad, Pierina acortó la distancia entre ellos hasta quedar muy pegada a él. Sus dedos cedieron a la tentación de acariciar el abdomen de Emanuele, como si ellos ardieran y él estuviera esculpido en un trozo de hielo, pero no era así, Emanuele también estaba hecho de fuego y Pierina, que ya no tenía más fuerzas para llorar en su presencia, se puso en puntillas de pie para tomar la iniciativa de besarlo.
Lo besó despacio, con disfrute, como si fuera ese el primer beso. Lo besó con añoranza, porque él no se había ido a ningún sitio pero ella lo extrañaba con un deseo profundo de volver el tiempo atrás. Lo besó con descaro, como no lo había besado nunca, mostrándole que podía ser valiente si él se lo permitía. Lo besó, aunque sin reparar aún en que besaba los labios que ya habían jurado fidelidad a alguien más; mientras sus manos no se podían despegar de la piel del cuello de él.
-No te preocupes. Estoy bien, Florence –le dijo a su compañera, pues ésta había pedido respuestas luego de ver los ojos de Pierina hinchados evidenciando un llanto reciente-. Es que la madre del señor d’Ancona me ha tratado muy mal y no supe reaccionar, pero ya estoy mejor –explicó tras la insistencia de su compañera, y eso no era del todo mentira-. Ha de estar nerviosa, queriendo que todo salga perfecto y no la culpo. Yo querría lo mismo para mi hijo.
Destapó una nueva botella de vino; por el aroma dulzón, Pierina supo de inmediato que era el mejor y que había sido enviado desde el sur de Italia especialmente para la ocasión, esa maldita ocasión. Sirvió todas las copas hasta que la botella se vació y le fue necesario abrir otra, luego otra, otra y otra más. ¿Quién diablos tomaría tanto vino? ¿Cómo podía haber felicidad y dolor conviviendo al mismo tiempo en aquella casa? Las manos le temblaban por el esfuerzo que hacía para contener su angustia y la honda frustración que sentía, a pesar de eso la botella no resbalaría de su agarre, tampoco se romperían las copas. Pierina se impuso ser extremadamente cuidadosa para no llamar la atención de nadie.
Que Emanuele regresara por ella le sorprendió, porque aunque le había dicho que volvería a buscarla Pierina no le había creído. Era su boda después de todo, ¿qué tenía que estar haciendo él en la cocina buscando a la rellenadora de copas? Nada. Aún así lo siguió de inmediato sin emitir palabra –un milagro para alguien como ella-, pues era demasiado el poder que la cercanía de su amado tenía sobre su cuerpo, ese cuerpo traidor que jamás se negaría a él, sin importar que Emanuele d’Ancona fuese de Élise ahora.
El olor a encierro y el frío de la habitación la sacudieron con una verdad: así sería siempre que quisiera estar a solas con él, clandestino, oculto, oscuro como oscuro estaba ese cuarto en el que a penas veía ahora que sus ojos se acostumbraban a la penumbra.
-Estoy bien –le dijo, aunque no podría jamás engañarlo-. Perdóname por todo esto, es tu noche, la noche en la que debes ser feliz… y es tan injusto que tengas que pensar en mí –lo dijo, aunque no podía ocultar que el saberlo preocupado por ella era un bálsamo para su dolor-. Emanuele –pronunció su nombre con sagrada lentitud, disfrutando de la pronunciación profunda de cada letra; ese era su nombre favorito, el que más alegrías le había dado-, ¿en qué momento nos ocurrió esto?
En la oscuridad, Pierina acortó la distancia entre ellos hasta quedar muy pegada a él. Sus dedos cedieron a la tentación de acariciar el abdomen de Emanuele, como si ellos ardieran y él estuviera esculpido en un trozo de hielo, pero no era así, Emanuele también estaba hecho de fuego y Pierina, que ya no tenía más fuerzas para llorar en su presencia, se puso en puntillas de pie para tomar la iniciativa de besarlo.
Lo besó despacio, con disfrute, como si fuera ese el primer beso. Lo besó con añoranza, porque él no se había ido a ningún sitio pero ella lo extrañaba con un deseo profundo de volver el tiempo atrás. Lo besó con descaro, como no lo había besado nunca, mostrándole que podía ser valiente si él se lo permitía. Lo besó, aunque sin reparar aún en que besaba los labios que ya habían jurado fidelidad a alguien más; mientras sus manos no se podían despegar de la piel del cuello de él.
Pierina Varzi- Humano Clase Baja
- Mensajes : 24
Fecha de inscripción : 19/10/2017
Re: Vivir así es morir de amor | Privado
Ahí, en mitad de ese cuarto oscuro, húmedo y maloliente, Emanuele d’Ancona pensó en la pregunta de Pierina. ¿En qué momento les había ocurrido esto? No lo sabía. Los últimos años habían pasado tan deprisa que todo lo acontecido en ellos se le mezclaba y nublaba en la memoria. Recordó el día en el que sus padres le anunciaron la ruptura de su compromiso con la hija de los Varzi, y se odió por no haberse rebelado ante esa decisión. Ahora ya no había vuelta atrás, y saber que el destino de ambos estaba ya sellado lo abrumó por un momento. Él quería ayudarla, quería que volviera ser feliz como lo había sido en Verona, pero algo le decía que eso era un sueño que jamás se iba a cumplir.
El tacto de la mano de ella en su abdomen lo devolvió a la realidad, pero a una alterada en la que sólo estaban ellos dos, sin invitados, ni celebraciones, ni tartas nupciales esperando ser cortadas. Ni siquiera se encontraban en un almacén en desuso respirando el olor a moho de las paredes, sino en una especie de limbo en el que nada importaba. Tanto era así, que Emanuele no se movió cuando la vio alzarse sobre la punta de sus pies para besarlo. Cuando volvió a rozar sus labios se dio cuenta de que no había olvidado su sabor: eran dulces como ella, pero frescos a su vez, no como los de Élise, empalagosos como un pastel de merengue.
Posó sus manos en la cintura de Pierina y la atrajo hacia sí, correspondiendo a su beso con verdadera necesidad y bebiendo de ella como si esa fuera la última vez. Tan ensimismado estaba que no se daba cuenta de que, probablemente, así fuera a ser.
Aunque Pierina era todo lo que él deseaba, terminó separándose de ella de una manera un tanto repentina, pero no se fue muy lejos; sólo giró el rostro levemente, pasando la punta de la lengua por los labios, recogiendo los últimos momentos de ese beso tan delicioso y tan venenoso para ambos.
—¿Qué estoy haciendo, Pierina? —susurró, ahora sí, soltando su cintura y haciéndose a un lado—. ¿Cómo se supone que voy a ser feliz en un matrimonio que no he pedido y que no deseo? No puedo, simplemente no puedo.
Apoyó la espalda contra uno de los estantes y elevó el rostro hacia el techo, cerrando los ojos. Tomó aire de manera lenta, llenando los pulmones para que estos consiguieran tranquilizar su pulso.
—¿Qué clase de novio desea que el día de su boda pase lo antes posible? —Buscó a Pierina en la oscuridad y clavó sus ojos donde creía que estaban los suyos—. No conozco a la mayoría de los que están ahí fuera, sólo a los que pertenecen a mi familia. —Se pasó la mano por el pelo, perfectamente recortado para la ocasión—. ¿Te acuerdas de mi amigo Piero? Tenía el discurso que daría en nuestra boda preparado. Conociéndolo como lo hago, creo que es mejor que no esté hoy aquí, porque la familia de Élise me odiaría de por vida, pero yo lo echo de menos. —Se mordió el labio inferior con fuerza—. En realidad, echo de menos muchas cosas.
Empezando por Verona, la ciudad donde había nacido y crecido, pasando por sus amigos y el resto de la familia que no había podido estar ese día ahí, y terminando por Pierina que, aunque la tenía ahí al lado, estaban tan lejos el uno del otro que se sentía como un niño perdido en mitad del bosque.
Se tocó la alianza con el pulgar, haciéndola girar en el dedo, y bajó los ojos hasta ella. Le pareció verla brillar —algo difícil, puesto que ahí había muy poca luz como para eso— y sintió como si la vida se estuviera riendo de él. Si esa boda no terminaba con él, lo dejaría tan fuera de juego que terminaría enloqueciendo por completo.
—¿Crees que notarán mi ausencia si me quedo aquí lo que queda de tarde? —bromeó, sonriendo después.
Si no fuera por Pierina, Emanuele d’Ancona hubiera perdido la cabeza hacía tiempo.
El tacto de la mano de ella en su abdomen lo devolvió a la realidad, pero a una alterada en la que sólo estaban ellos dos, sin invitados, ni celebraciones, ni tartas nupciales esperando ser cortadas. Ni siquiera se encontraban en un almacén en desuso respirando el olor a moho de las paredes, sino en una especie de limbo en el que nada importaba. Tanto era así, que Emanuele no se movió cuando la vio alzarse sobre la punta de sus pies para besarlo. Cuando volvió a rozar sus labios se dio cuenta de que no había olvidado su sabor: eran dulces como ella, pero frescos a su vez, no como los de Élise, empalagosos como un pastel de merengue.
Posó sus manos en la cintura de Pierina y la atrajo hacia sí, correspondiendo a su beso con verdadera necesidad y bebiendo de ella como si esa fuera la última vez. Tan ensimismado estaba que no se daba cuenta de que, probablemente, así fuera a ser.
Aunque Pierina era todo lo que él deseaba, terminó separándose de ella de una manera un tanto repentina, pero no se fue muy lejos; sólo giró el rostro levemente, pasando la punta de la lengua por los labios, recogiendo los últimos momentos de ese beso tan delicioso y tan venenoso para ambos.
—¿Qué estoy haciendo, Pierina? —susurró, ahora sí, soltando su cintura y haciéndose a un lado—. ¿Cómo se supone que voy a ser feliz en un matrimonio que no he pedido y que no deseo? No puedo, simplemente no puedo.
Apoyó la espalda contra uno de los estantes y elevó el rostro hacia el techo, cerrando los ojos. Tomó aire de manera lenta, llenando los pulmones para que estos consiguieran tranquilizar su pulso.
—¿Qué clase de novio desea que el día de su boda pase lo antes posible? —Buscó a Pierina en la oscuridad y clavó sus ojos donde creía que estaban los suyos—. No conozco a la mayoría de los que están ahí fuera, sólo a los que pertenecen a mi familia. —Se pasó la mano por el pelo, perfectamente recortado para la ocasión—. ¿Te acuerdas de mi amigo Piero? Tenía el discurso que daría en nuestra boda preparado. Conociéndolo como lo hago, creo que es mejor que no esté hoy aquí, porque la familia de Élise me odiaría de por vida, pero yo lo echo de menos. —Se mordió el labio inferior con fuerza—. En realidad, echo de menos muchas cosas.
Empezando por Verona, la ciudad donde había nacido y crecido, pasando por sus amigos y el resto de la familia que no había podido estar ese día ahí, y terminando por Pierina que, aunque la tenía ahí al lado, estaban tan lejos el uno del otro que se sentía como un niño perdido en mitad del bosque.
Se tocó la alianza con el pulgar, haciéndola girar en el dedo, y bajó los ojos hasta ella. Le pareció verla brillar —algo difícil, puesto que ahí había muy poca luz como para eso— y sintió como si la vida se estuviera riendo de él. Si esa boda no terminaba con él, lo dejaría tan fuera de juego que terminaría enloqueciendo por completo.
—¿Crees que notarán mi ausencia si me quedo aquí lo que queda de tarde? —bromeó, sonriendo después.
Si no fuera por Pierina, Emanuele d’Ancona hubiera perdido la cabeza hacía tiempo.
Emanuele d'Ancona- Humano Clase Alta
- Mensajes : 26
Fecha de inscripción : 12/10/2017
Re: Vivir así es morir de amor | Privado
¿Por qué siempre le hacía lo mismo? ¿Por qué Emanuele acababa deshaciéndose de ella y de sus besos cada vez que tenía la oportunidad? Bueno, podría deberse a que estaba prometido a otra primero y casado con esa estúpida otra ahora… pero lo mismo daba saber el motivo, eso no hacía que esos pequeños rechazos le dolieran menos a Pierina Varzi que se esforzaba por dárselo todo, aunque todo lo que tenía para darle nunca alcanzase.
-Disculpa si no puedo responderte esas preguntas –le dijo y se alejó unos pasos de él, aún en la penumbra podía saber exactamente donde se encontraba su amado, su perfume era embriagador-, no seré yo quien te dé consejos maritales, Emanuele. –Estaba usando un sarcasmo innecesario, pero se protegía así del doloroso momento. Igualmente se arrepintió pronto-: Lo siento, no quise sonar odiosa. ¿Hay alguna manera en la que puedas disfrutar de esta noche? ¿Con tus padres tal vez? ¿Bailando sin parar? ¿Bebiendo? –No lo imaginaba así, pero tampoco se le ocurría nada más para decirle.
La mención del querido amigo de Emanuele la conmovió, si él hubiera estado todo sería diferente. ¿Cómo no veía él que la familia de su esposa había hecho todo lo posible para alejarlo de su vida pasada? ¿Acaso no era conciente de que su felicidad poco le importaba a ellos? Callaría, no tenía sentido hacerle ver aquello porque lo sabía un hombre inteligente, de seguro ya había meditado en aquello y de ahí nacía el comentario sobre Piero. De igual modo, ella estaba convencida de que nadie merecía sufrir, como él parecía padecer, en su fiesta de bodas.
-Claro que no puedes quedarte aquí para siempre –y se cuidó de decir que tampoco creía que lo quisiese hacer-, debes ir y enfrentar tus decisiones. Te has casado y al hacerlo juraste que bailarías con esa mujer cada vez que ella quisiera. Eso entre otras cosas –murmuró, envenenada por los celos más negros que jamás había sentido.
No quería pensar, pero pensaba, en que en unas horas la gente convidada a la fiesta se iría, que todos los empleados recogerían las sobras del festejo y se empeñarían por devolver a la normalidad esa enorme casa mientras los recién casados disfrutaban allí mismo de su noche nupcial. Y, como sabía bien entre medio de quienes vivía, Pierina contaba con que se enteraría de todo al amanecer, porque las empleadas hablaban de todo y de todos siempre y acabarían por saber –o inventarse, que era lo más probable- detalles sobre la apasionada noche de los patrones, y ella tendría que aguantar estoica sin dejar ver su dolor.
-¿Qué harías si esta fuese nuestra fiesta? –le preguntó, para pensar en cosas más felices-. ¿Qué estaríamos haciendo? ¿Bailando? ¿Bebiendo? ¿Comiendo pastel? –le sonrió con una sonrisa triste, segura de que él no podía ver ese detalle.
-Disculpa si no puedo responderte esas preguntas –le dijo y se alejó unos pasos de él, aún en la penumbra podía saber exactamente donde se encontraba su amado, su perfume era embriagador-, no seré yo quien te dé consejos maritales, Emanuele. –Estaba usando un sarcasmo innecesario, pero se protegía así del doloroso momento. Igualmente se arrepintió pronto-: Lo siento, no quise sonar odiosa. ¿Hay alguna manera en la que puedas disfrutar de esta noche? ¿Con tus padres tal vez? ¿Bailando sin parar? ¿Bebiendo? –No lo imaginaba así, pero tampoco se le ocurría nada más para decirle.
La mención del querido amigo de Emanuele la conmovió, si él hubiera estado todo sería diferente. ¿Cómo no veía él que la familia de su esposa había hecho todo lo posible para alejarlo de su vida pasada? ¿Acaso no era conciente de que su felicidad poco le importaba a ellos? Callaría, no tenía sentido hacerle ver aquello porque lo sabía un hombre inteligente, de seguro ya había meditado en aquello y de ahí nacía el comentario sobre Piero. De igual modo, ella estaba convencida de que nadie merecía sufrir, como él parecía padecer, en su fiesta de bodas.
-Claro que no puedes quedarte aquí para siempre –y se cuidó de decir que tampoco creía que lo quisiese hacer-, debes ir y enfrentar tus decisiones. Te has casado y al hacerlo juraste que bailarías con esa mujer cada vez que ella quisiera. Eso entre otras cosas –murmuró, envenenada por los celos más negros que jamás había sentido.
No quería pensar, pero pensaba, en que en unas horas la gente convidada a la fiesta se iría, que todos los empleados recogerían las sobras del festejo y se empeñarían por devolver a la normalidad esa enorme casa mientras los recién casados disfrutaban allí mismo de su noche nupcial. Y, como sabía bien entre medio de quienes vivía, Pierina contaba con que se enteraría de todo al amanecer, porque las empleadas hablaban de todo y de todos siempre y acabarían por saber –o inventarse, que era lo más probable- detalles sobre la apasionada noche de los patrones, y ella tendría que aguantar estoica sin dejar ver su dolor.
-¿Qué harías si esta fuese nuestra fiesta? –le preguntó, para pensar en cosas más felices-. ¿Qué estaríamos haciendo? ¿Bailando? ¿Bebiendo? ¿Comiendo pastel? –le sonrió con una sonrisa triste, segura de que él no podía ver ese detalle.
Pierina Varzi- Humano Clase Baja
- Mensajes : 24
Fecha de inscripción : 19/10/2017
Re: Vivir así es morir de amor | Privado
Claro que no pretendía pedirle consejos maritales, Emanuele no era tan cruel. Podía entender el dolor de Pierina, pero, aún así, sus palabras hirientes le llegaron hondo. No obstante, no se lo reprochó; estaba siendo un día extraño, y para nada como él había pensado que sería su boda. Emanuele tomó aire despacio y lo retuvo en los pulmones antes de soltarlo suavemente. ¿Cómo podía disfrutar de su fiesta? La respuesta sonaba sencilla en su mente. «Contigo», quiso decirle, pero no se atrevió. Hacerlo habría sido ahondar más en su dolor —en el de ambos, en realidad—, y la velada estaba siendo lo suficientemente dura como para hacerla peor.
—No lo sé, supongo que el banquete será más ameno. Me limitaré a comer y callar; si tengo la boca llena no me molestarán, espero —contestó y se encogió de hombros.
Escuchar a Pierina hablar sobre el juramento que acababa de hacer le dolió. No porque se lo dijera ella, sino porque reafirmó que por el hecho de estar allí escondido ya no estaba cumpliendo su promesa. ¿Cuántas más rompería antes de que terminara el día?
—No he jurado que bailaría con ella. Sabes que odio bailar —dijo, casi como si fuera un niño pequeño que intenta hacerse entender—. Si lo hago será porque no me queda otro remedio. Además, ni siquiera hemos ensayado la apertura del baile. —Se pasó la mano por el rostro, cansado—. Seguro que la piso, porque siempre piso a todo el mundo.
No hizo comentario alguno sobre el resto de cosas que había jurado hacer con Élise. ¿Para qué? Los dos lo sabían perfectamente.
Se separó de la estantería donde estaba apoyado y dio unos cuantos pasos por la habitación. Una mano estaba dentro del bolsillo de su pantalón, mientras que la otra pasaba las yemas de los dedos por las baldas, sintiendo el polvo acumulado hacerse bolitas a su paso. Quitó los dedos y los sacudió para limpiar los restos que se le quedaron pegados antes de guardar esa mano en el otro bolsillo.
—Ahora estaríamos disfrutando del cóctel, seguramente —contestó, dibujando una sonrisa idéntica a la de ella—. Yo con una copa de vino de verdad, no el que sirven aquí. Estos franceses creen que tienen la panacea, pero a mí me sabe a orina de gato —confesó.
Esperaba que Pierina entendiera a qué se refería. No es que no le gustara París, en realidad, no le desagradaba; era una ciudad elegante, al menos, las zonas que él había visitado —porque, como todas las urbes, sus suburbios eran numerosos y gigantescos—, pero no era Verona. El clima tampoco era el mismo que el que se disfrutaba en su amada Italia, puesto que París, al estar mucho más al norte, tenía temperaturas más bajas que a las que él estaba acostumbrado. Esperaba que el tiempo jugara a su favor.
—Aún no hemos sacado el pastel, ni siquiera ha empezado el banquete —dijo después— y, si te soy sincero, no sé qué vamos a comer; ha sido la madre de Élise quién se ha encargado de todo. —Se giró y recorrió la distancia que había andado ya para volver junto a ella—. Creo que debería volver. Se suponía que no iba a tardar mucho. —Buscó su mano en la oscuridad, pero sólo la rozó para hacerle saber que estaba a su lado—. Pediré que empiecen a sentar a los invitados para que comience la cena. Cuanto antes empiece, antes terminará todo.
Le agarró la mano y la guió hasta la puerta, pero no la abrió de inmediato. Acercó el rostro al de ella y dejó un beso en una de sus mejillas antes de salir, con sumo cuidado, al pasillo. Por suerte, nadie los vio abandonar la habitación, algo extraño dado el movimiento que había en esa casa. Parecía que, a pesar de todo, todavía les quedaba un poco de buena suerte.
—No lo sé, supongo que el banquete será más ameno. Me limitaré a comer y callar; si tengo la boca llena no me molestarán, espero —contestó y se encogió de hombros.
Escuchar a Pierina hablar sobre el juramento que acababa de hacer le dolió. No porque se lo dijera ella, sino porque reafirmó que por el hecho de estar allí escondido ya no estaba cumpliendo su promesa. ¿Cuántas más rompería antes de que terminara el día?
—No he jurado que bailaría con ella. Sabes que odio bailar —dijo, casi como si fuera un niño pequeño que intenta hacerse entender—. Si lo hago será porque no me queda otro remedio. Además, ni siquiera hemos ensayado la apertura del baile. —Se pasó la mano por el rostro, cansado—. Seguro que la piso, porque siempre piso a todo el mundo.
No hizo comentario alguno sobre el resto de cosas que había jurado hacer con Élise. ¿Para qué? Los dos lo sabían perfectamente.
Se separó de la estantería donde estaba apoyado y dio unos cuantos pasos por la habitación. Una mano estaba dentro del bolsillo de su pantalón, mientras que la otra pasaba las yemas de los dedos por las baldas, sintiendo el polvo acumulado hacerse bolitas a su paso. Quitó los dedos y los sacudió para limpiar los restos que se le quedaron pegados antes de guardar esa mano en el otro bolsillo.
—Ahora estaríamos disfrutando del cóctel, seguramente —contestó, dibujando una sonrisa idéntica a la de ella—. Yo con una copa de vino de verdad, no el que sirven aquí. Estos franceses creen que tienen la panacea, pero a mí me sabe a orina de gato —confesó.
Esperaba que Pierina entendiera a qué se refería. No es que no le gustara París, en realidad, no le desagradaba; era una ciudad elegante, al menos, las zonas que él había visitado —porque, como todas las urbes, sus suburbios eran numerosos y gigantescos—, pero no era Verona. El clima tampoco era el mismo que el que se disfrutaba en su amada Italia, puesto que París, al estar mucho más al norte, tenía temperaturas más bajas que a las que él estaba acostumbrado. Esperaba que el tiempo jugara a su favor.
—Aún no hemos sacado el pastel, ni siquiera ha empezado el banquete —dijo después— y, si te soy sincero, no sé qué vamos a comer; ha sido la madre de Élise quién se ha encargado de todo. —Se giró y recorrió la distancia que había andado ya para volver junto a ella—. Creo que debería volver. Se suponía que no iba a tardar mucho. —Buscó su mano en la oscuridad, pero sólo la rozó para hacerle saber que estaba a su lado—. Pediré que empiecen a sentar a los invitados para que comience la cena. Cuanto antes empiece, antes terminará todo.
Le agarró la mano y la guió hasta la puerta, pero no la abrió de inmediato. Acercó el rostro al de ella y dejó un beso en una de sus mejillas antes de salir, con sumo cuidado, al pasillo. Por suerte, nadie los vio abandonar la habitación, algo extraño dado el movimiento que había en esa casa. Parecía que, a pesar de todo, todavía les quedaba un poco de buena suerte.
FIN DEL TEMA
Emanuele d'Ancona- Humano Clase Alta
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