AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Kingdoms In Cinders | Privado
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Kingdoms In Cinders | Privado
Se había refugiado en las penumbras durante las últimas 2 semanas. La muerte aún parecía rondar los alrededores del castillo, cada habitación aún destilaba una fragancia ambigua, un recuerdo hiriente. Los funerales de su hermano se habían celebrado de manera secreta, a pesar de ser un noble Ana pidió que todo se mantuviera así, alejado del bullicio que los escándalos podían seguir creando sobre el ya mermado apellido Borja. Aún podía evocar aquella imagen terrible del féretro descendiendo y siendo abrazado por la tierra. Miles de rosas blancas llovían sobre el mismo, mientras el párroco rogaba por su eterno descanso ¿Qué clase de karma estaba pagando ella para soportar tanto dolor? Su padre y esposo un par de meses atrás habían tenido el mismo destino y ahora sus manos enguantadas debían arrojar la última flor a su hermano, su querido y amado Mauricio. Su mente brillante, seguía prendida a esos horrores y no había noche en la cual no despertara con un sobresalto, con las mejillas mancilladas por las lágrimas que brotaban al mínimo sollozo.
A pesar de las disputas por el poder, de la guerra y la sangre derramadas, Ana María no dejaba de pensar que quizás no era el momento para un renacimiento del ducado. Que era un tiempo imperfecto y que en un futuro el apellido tendría el peso y sobre todo, su linaje por fin estaría rodeado de amor y bondad. Una utopía que se desvanecía, como los copos de nieve al ligero contacto en los dedos. Sus ojos lánguidos miraban con detenimiento el paisaje níveo de la estación a través del enorme vitral. Suspiró, estaba cansada, no solo anímicamente sino físicamente también. Cubrió sus ojeras con maquillaje y tan solo una peineta plateada con arcaicos detalles sujetaban el ébano de sus cabellos. Sobre sus hombros una tersa capa caía hasta el ras del suelo. Estaba devastada era cierto, pero los protocolos debían seguir por mandato de votos. La mayoría de los súbditos habían aceptado continuar a su lado sin importar las decisiones que ella tomara de aquí en adelante. No obstante cuando a sus manos llegó la misiva pidió de manera imperativa se le dejara a solas con el visitante que no tardaba en llegar.
Sus mandatos como siempre iban de la mano de una voz suave y cálida, nadie espetaba ni por error los mismos. De ese modo la joven se mantenía atenta a que el carruaje llegara. Cuando el relincho de los caballos anunciaba que se aproximaba, bajó la enorme escalera de caracol, la misma que había sido recorrida por ella y Mauricio cuando eran niños. La iconografía de la antesala resultaba una puñalada para Ana, porque su niñez, su vida entera había sido forjada entre la protección de esas cuatro paredes. Si quería remontar su destino nuevamente debía tomar decisiones precisas y en ellas estaba el abandonar en definitiva el castillo español por un tiempo. Instalarse en una modesta casona a los alrededores y en otro país de momento bastaba para la joven. El futuro de la corona y el ducado eran inciertos pero antes de formar parte de dichos dictámenes había asuntos que resolver aún. Se posó frente a la puerta y al momento de escuchar el llamado abrió la misma de par en par.
–Sea bienvenido por favor a la mansión Borja, le estaba esperando–
Sentenció con recato y autoridad. Tan bella y frágil. El dolor que le consumía no tenía cabida en ese instante cuando debía mostrarse como una mujer de poder, una sobreviviente de la desgracia en su familia.
A pesar de las disputas por el poder, de la guerra y la sangre derramadas, Ana María no dejaba de pensar que quizás no era el momento para un renacimiento del ducado. Que era un tiempo imperfecto y que en un futuro el apellido tendría el peso y sobre todo, su linaje por fin estaría rodeado de amor y bondad. Una utopía que se desvanecía, como los copos de nieve al ligero contacto en los dedos. Sus ojos lánguidos miraban con detenimiento el paisaje níveo de la estación a través del enorme vitral. Suspiró, estaba cansada, no solo anímicamente sino físicamente también. Cubrió sus ojeras con maquillaje y tan solo una peineta plateada con arcaicos detalles sujetaban el ébano de sus cabellos. Sobre sus hombros una tersa capa caía hasta el ras del suelo. Estaba devastada era cierto, pero los protocolos debían seguir por mandato de votos. La mayoría de los súbditos habían aceptado continuar a su lado sin importar las decisiones que ella tomara de aquí en adelante. No obstante cuando a sus manos llegó la misiva pidió de manera imperativa se le dejara a solas con el visitante que no tardaba en llegar.
Sus mandatos como siempre iban de la mano de una voz suave y cálida, nadie espetaba ni por error los mismos. De ese modo la joven se mantenía atenta a que el carruaje llegara. Cuando el relincho de los caballos anunciaba que se aproximaba, bajó la enorme escalera de caracol, la misma que había sido recorrida por ella y Mauricio cuando eran niños. La iconografía de la antesala resultaba una puñalada para Ana, porque su niñez, su vida entera había sido forjada entre la protección de esas cuatro paredes. Si quería remontar su destino nuevamente debía tomar decisiones precisas y en ellas estaba el abandonar en definitiva el castillo español por un tiempo. Instalarse en una modesta casona a los alrededores y en otro país de momento bastaba para la joven. El futuro de la corona y el ducado eran inciertos pero antes de formar parte de dichos dictámenes había asuntos que resolver aún. Se posó frente a la puerta y al momento de escuchar el llamado abrió la misma de par en par.
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Sentenció con recato y autoridad. Tan bella y frágil. El dolor que le consumía no tenía cabida en ese instante cuando debía mostrarse como una mujer de poder, una sobreviviente de la desgracia en su familia.
Ana María de Borja- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 20/10/2015
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