To Hell We Ride — Privado

¡Ah! La libertad, esa de la que no gozaba desde... ¿Desde cuándo? Había perdido la cuenta con tantas reencarnaciones de por medio, siempre en conflicto debido a los errores de Cagnazzo en el pasado. Pero ahora había conseguido, con un éxito rotundo, completar el ciclo. Llevaba luchando por despertar hacía bastante tiempo, y que su alma se hubiera fragmentado, bueno, eso no le causaba tanta gracia, porque solía fallar en el intento de escapar de su prisión, aun así, lo logró. ¡Tanto que había extrañado su antigua apariencia! Aunque no recordaba tener las habilidades del presente, porque, para su mayor molestia, la mortalidad corriente le fastidió terriblemente, hasta que cierta vez se encontró con los servidores adecuados. Sólo que los muy malditos se escondieron en un rincón tan apartado, que pensar en ello le hacía doler la cabeza. Sin embargo, no pudieron ir muy lejos, porque ella terminó hallándolos de igual manera.

Ciriatto finalmente había conseguido liberarse de sus ataduras. Llevaba tiempo dormida bajo la personalidad de Brünhilde, y a pesar de que la cambiante, en un principio, desconocía todo ese magnetismo que sentía hacia Los Custodios aún cuando era miembro del bando contrario, ella y Ciriatto lograron conectar sus mentes por completo. Eran una sola, ¡al fin! Aquello fue un gran alivio para ambas, que llevaban tiempo condenándose debido a la creciente confusión que las acosaba de manera constante.

Apenas sus ojos se abrieron a su nueva existencia, no pudo obviar los recuerdos; las sensaciones que colmaron sus pensamientos de imágenes, y, desde luego, los rostros de cada uno de los demás, y también lo que había ocurrido con ellos. Pudo percibir, incluso, la muerte reciente de una hermana de espíritu. La que más apegada a ella fue. Farfarello se hundió nuevamente en las sombras. ¿Y cómo no? Nunca había sido tan fuerte. Tarde o temprano iba a ocurrirle cualquier cosa. ¡Tanto que le faltaba crecer a los jóvenes! Pero aquello no fue lo que más repecurtió en su mente, sino el rostro de alguien. Alguien de quien debía desquitarse por haberla tratado con insolencia, simplemente por ser una subordinada de Los Custodios. El hecho de haber recordado su identidad real no significaba que la aislaba de la inquisidora Brünhilde.

Abordaría a Barbariccia en su propio territorio, justamente cuando las penumbras se hicieran con el dominio de su aburridísima Florencia. El día no era tan buena compañía, no para los planes sucios que tenía en mente. Así que luego de inventarse excusas muy buenas en los cuarteles de la Inquisición, además de tener un pase extra por su alianza con el Papa, Brünhilde se dirigió al templo en donde solía ocultarse el otro escurridizo demonio. De seguro se llevaría una sorpresa al verla, y eso era lo que pretendía, no lo negaba. Lo peor, y más divertido, vendría cuando le dejara escapar una cruel verdad sobre la muerte de cierta mujer...

Y antes de siquiera reírse por imaginar la cara de Barbariccia, ya se hallaba en el interior de Santa María del Fiore. Había burlado la entrada, y con la postura de quien se cree con demasiados derechos, se quedó de pie en medio del corredor que dirigía hacia la nave principal.

—¡Barbariccia! —llamó con toda la insolencia justa y necesaria—. No te hagas el sordo, sé que estás por ahí, jugando a las escondidas. No creí que te gustara actuar tanto como... ¡Hola!

Le saludó con la mano igualmente, sonriendo con malicia. No había sido falta buscarlo, porque él ya emergía entre las penumbras, con su molestia habitual, cabía destacar.

—¿Qué pasa? ¿No te alegra verme? Hasta usé el mejor escote sólo para verte —insinuó, mientras acortaba la distancia entre ambos—. Veo que ya me reconociste. Pero no vine sólo por fastidiarte, querido. Traigo noticias de Farfarello, y no son buenas, advierto.

Saber lo que cruzaba por la mente de Barbariccia era virtualmente imposible, y si acaso existía una posibilidad, pobre de aquel que se atreviera, porque terminaría loco. Era un laberinto sin muros, insondable e imposible. Era mejor así, siempre había sido mejor así, incluso cuando el demonio aún no despertaba en él, se había comportado de manera inquietante, como si se tratara sólo de la carcasa de un hombre y nada, sólo oscuridad, habitara ahí dentro. ¿Y qué mejor refugio para un ser tan complejo que un libro y una catedral? Siempre era así, también, embebido en tomos y tomos antiguos a la luz de las velas de Santa Maria de Fiore. Incluso la ausencia de Ernuet parecía no haberlo afectado.

Pero eso era nada más, una apariencia. Lo sabía, estaba leyendo en periodos más cortos de minutos, se estaba distrayendo más fácil, y esa noche en particular se estaba obligando a regresar a los viejos hábitos, esos de leer por horas sin siquiera separar la vista de las amarillentas páginas de las enciclopedias lo mismo de Teología que de las artes más oscuras de la magia. Iban mano a mano, hace mucho que llegó a esa conclusión.

El destino, no obstante, le tenía preparado otra cosa. Los cabellos de la nuca se le erizaron tan sólo sintió una presencia que ya había sentido antes, ahí mismo, aunque llevada ante él por circunstancias muy distintas. Bufó y ensanchó las fosas nasales, para luego ponerse de pie. Caminó por los intrincados pasillos de su santuario, fue directo a ella, aunque no se mostró de inmediato. Se resguardó en las sombras, como siempre, aunque esta vez de poco le sirvió, siendo una sobrenatural, pronto se dio cuenta que ahí estaba y dio un paso al frente, con una ceja arqueada pero sin hablar, con ese gesto que no transmite nada y lo dice todo al mismo tiempo.

—¿Qué…? —No pudo terminar la pregunta, ¡por los Siete Infiernos! Cómo hablaba esa mujer. Fue a quejarse, ¡estaban en su territorio y ella osaba tratarlo como si él fuera el intruso! Sin embargo, no pudo. Incluso dio un paso hacia atrás.

—Déjate de juegos, Ciriatto. Sí, ya me he enterado —dijo con esa voz grave como de sepultura abierta—, ¿qué es lo que vienes a decirme sobre Farfarello? —cuestionó y aunque solía siempre pensar lo más funesto, decidió esta vez no hacer conjeturas apresuradas. Aunque una parte de él ya lo sabía. Esa parte que no lo dejaba concentrarse en sus lecturas.

—¿Quieres que te recuerde cómo fue la última vez que estuviste aquí? —No sonrió, porque nunca sonreía, pero hubo la intención y eso ya era suficiente advertencia. Inspiró hondo e infló el pecho—. Tal parece que crees que ahora que tu verdadera esencia ha despertado, eres inmune a otros como nosotros. Si bien no podría matar tu cuerpo mortal, puedo hacerte las cosas muy difíciles, así que habla —apremió. Mantuvo la vista en el rostro hermoso y cruel de la inquisidora de origen nórdico, sobre todo después de comentario del escote.

Tan ladina y tan descarada, quizá sí merecía una lección, y se sabía que Barbariccia era quien mejores castigos propinaba en esta Tierra, y en todas las Tierras.