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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Clarisse Aubriot Mar Mar 20, 2018 1:11 am

Había pasado un mes del aniversario de la muerte de sus padres. Ni un día más, ni un día menos. Aunque aquella fecha le hacía sentir realmente triste, justamente por recordar los acontecimientos tan terribles que la separaron de ellos, Clarisse había decidido sobreponerse a cualquier indicio de depresión que quisiera envolverla con sus nebulosas garras. Ya bastante tenía con cargar con la nefasta licantropía atada a su conciencia. Además, había quedado a cargo de sus hermanos menores, ¿cómo iba a derrumbarse frente a ellos? Eran unos chiquillos muy despiertos, pero no se merecían una mala vida, al contrario. Sus padres, desde el mismísimo cielo, estarían confiando plenamente en ella, en que era la mejor persona para hacerse cargo de la parte de la familia que aún quedaba.

Cuando Clarisse pensaba en sus hermanos menores, todo el malestar, los malos recuerdos, y la oscuridad que amenazaba con destruirla, se desvanecían. Le regresaban el deseo de seguir adelante. Ella se aferraba siempre a esa luz, que de tanta paz la llenaba. Tenía que dar gracias a Dios por haber sido bendecida por la oportunidad de vivir; que el sacrificio de sus padres no había sido en vano. Ella debía entonces aprovecharlo, como mejor pudiera. Y así lo hacía.

Se había dedicado de lleno a la docencia en artes e historia en París; se había, incluso, hecho una vida. Tenía buenos amigos, un buen empleo, y contaba con las visitas regulares de su hermano mayor. Ambos solían escribirse cartas a menudo, y hasta los pequeños Louis y Lucienne habían adoptado esa costumbre. Ella a veces hacía de su tutora en su tiempo libre, pero no quería ser demasiado hermética con los niños, así que prefirió que asistieran a un colegio para que compartieran tiempo y espacio con otros de su edad. Los Aubriot no eran perfectos, aun así, se mantenían unidos, cumpliendo la última voluntad de sus padres.

Había pasado exactamente un mes del aniversario, y como solía ocurrir, terminaba con mucho trabajo encima. Corrigiendo manuscritos, leyendo ensayos, y cosas que le quitaban demasiado tiempo, hasta que el desvelo la vencía. Los chicos dormían plácidamente. Ella seguía insistente en su faena. Afuera sólo se veían algunas estrellas brillando con indiferencia. Era un alivio que la luna no estuviera presente, porque eso sí que la asustaría por completo, mas no era momento para pensar en sus horrores, y menos con todas esas cosas que tenía por hacer. Sin embargo, cuando quiso centrarse de nuevo en su labor, unos golpecitos en la puerta la interrumpieron. Al ir a ver de quién se trataba, vio a Lucienne observándola con sus enormes ojos azules. "Hay un fantasma en la cocina...". Clarisse casi se echa a reír, no por el hecho de que esos seres existieran, porque hasta ella era algo que todavía formaba parte del imaginario colectivo. Lo que realmente le causó gracia fue el hecho de que, Lucienne que solía ser espabilada más no poder, le temía a los fantasmas.

—Cariño, eso no es posible. Además, los criados también necesitan descansar, lo sabes. Pudiste haberme dicho que te acompañara antes si me sentiste despierta. Bueno, vamos a atrapar al fantasma... —contestó con una sonrisa, accediendo finalmente a ir a la cocina, sólo cuando notó el ceño de Lucienne muy fruncido.

A veces tenía que hacer de caballero de brillante armadura. O de cazadora de fantasmas. Eran parte de las cosas que debía cumplir como su rol de hermana mayor.

Ambas descendieron a la planta inferior, dirigiéndose a la cocina, en donde, evidentemente, se escuchaban ruidos. Clarisse se quedó sorprendida, mientras la niña se escondía tras ella. Como se suponía que era la defensora, se acercó al lugar, tomó un rodillo, pero lo que vio salir de las sombras le causó más ternura que miedo.

—Oh, pero si es un...

—¡Cosita peluda!

—Lirón, cielo. Debió colarse por... la ventana.

Pero estaba cerrada. Observó al animal, y supo que no era tan corriente. Sólo que no podía hacérselo saber a la niña, que aún seguía fascinada por el animal, mas Clarisse no le permitió acercarse.

—¿Por qué no vas a dormir, cielo? Yo me haré cargo de este peludito. Debe tener hambre y eso lo pone de mal humor, así como a las ardillas. Anda ve. —Prácticamente obligó a la pequeña a regresarse a su habitación—. ¿Y ahora qué?



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Mensaje por Melchior Miér Abr 04, 2018 8:44 pm



Strangely beautiful
una vez me encontré con un búho ciego, no era su incapacidad la maravilla, sino el universo reflejado en sus ojos inertes

¡Por sus bigotes!, ¿cómo era posible que la naturaleza invocara sus catástrofes cuando las criaturas hacían su mejor esfuerzo para dormir? Esta vez —esta, con rabia, puesto que no era la primera en la semana— había sido el río; la anterior un vendaval, en ocasiones las ratas de alcantarilla y en tantas otras los borrachos y su suerte de pecadores. ¡Todos invadían sus escondrijos!, ¿y por qué? Pues, porque el destino estaba empeñado en jalarle de la cola al pequeño Melchior. A él y a otros cuantos, pero en su espectro, digamos, existía únicamente su persona.
Se aseguraba de taponar las entradas con encarecida minuciosidad, de borrar los rastros de sus pisadas, ¡incluso disimular el aroma! Mas siempre aparecía alguno con la fortuna espolvoreada en la jornada que daba con las aberturas, los agujeros y sus botines. Sus botines, principalmente. ¡Y se los llevaba!, no existía humillación más pronunciada para un ladrón que la de ser víctima de un hurto. Era, en resumidas cuentas, el colmo de su profesión. Por ello era que el lirón estaba enfurecido, por ello y porque le escocía el orgullo.
París era su parque de recreaciones, su isla del tesoro más rebosante, el sitio que más oportunidades y artefactos brillantes le había ofrecido en la vida; pero también era residencia de la mayor cantidad de seres que jamás hubiese imaginado. Desde cucarachas hasta aristócratas, las calles se encontraban maltrechas a raíz de la cantidad de transeúntes que las recorrían diariamente. Era por ello, claro está, que Melchior disponía de un caudal tan vasto y creativamente distribuido, pero también era motivo de su mala suerte. No podía encontrarse en los dos extremos de la ciudad exactamente en el mismo momento, hecho que favorecía el que, mientras se hallara rellenando su guarida a orillas del Sena, alguna rata o vagabundo estuviera husmeando en su tesoro oculto a los pies del inminente arco del triunfo.
Con las ventajas venían las desventajas, ¡y a los golpes le obligaban a aprender!

En resumidas cuentas, para esta ocasión el caos decidió sobrevenir durante la noche; el lirón se encontraba descansando en una de sus madrigueras costeras cuando el repentino crecimiento del río le despertó humedeciéndole la nariz. La sorpresa que se llevó no fue nada grata y salvarse el pellejo resultó digno de conmemoración, puesto que la altura del agua había sobrepasado el ingreso a la cámara subterránea y salir a flote implicó una breve, aunque ajetreada, sesión de buceo. Melchior alcanzó tierra firme empapado y temblequeando, se había embarrado las patas y el abdomen, además de haber tragado una alarmante cantidad de agua turbia en el proceso. Si bien en París no llovía, podía deducir que en algún otro sitio sí, puesto que los ríos no crecían por antojo. Tendría que hallar otro refugio cuanto antes.

Se paseó por las veredas nauseabundo, moviéndose aprisa para que el metabolismo acelerado le ayudara a elevar la temperatura de su cuerpecito. Vagar en la oscuridad tanto rato le hizo reparar en cuán hambriento se encontraba, mas el horario no era oportuno para hurtar sobras de los restaurantes, puesto que en las noches soltaban a los gatos. Optó, pues, por infiltrarse en una casa de familia. Una de buena clase, por supuesto, eran las únicas que mantenían la despensa llena todo el año.
Ingresar fue pan comido, siempre había alguien que se olvidara una ventana abierta o, en este caso, que ignorara engrasar la tapa del desagüe. Melchior empleó sus dedos de roedor para remover el metal oxidado y su mente humana concentrada para regirlos con profesionalidad. La habitación que le recibió al otro lado del escurridero aparentaba ser un lavadero, con sus amplios cubos de metal y toallas tendidas. El lirón se apresuró a salir por una puerta lateral que le condujo a un breve y penumbroso pasillo con destino en la cocina. Aún le maravillaban la extensión y practicidad de tales recintos, todavía más que su único uso fuese el de preparar alimentos. La despensa, por supuesto, la encontró a unos metros y su único ingreso se daba desde allí. Debió empujar una puerta robusta para que la luz le facilitara la labor y, tan pronto juzgó todo en orden, ascendió con entusiasmo hasta los estantes más poblados.
Solía ser relativamente cuidadoso durante sus aventuras, pero esta vez el frío le calaba hasta los huesos y la necesidad de llevarse algo al estómago relegó a un segundo nivel de importancia el cuánto ruido pudiese producir con sus movimientos.

El tenue sonido de unos pasos y la agitada respiración de un ser mucho más grande delató la próxima compañía mientras mordisqueaba una hogaza de pan viejo. Una niña humana se hallaba de pie bajo el umbral de la puerta, forzando la vista para dar con el origen de los crujidos. Melchior aprovechó la ocasión para derrumbar una pila de costales, cuyo escándalo logró espantar a la curiosa.
Tras acabar su bocadillo, se rellenó las mejillas con algunas masas y se dispuso a fugarse por donde había venido; sin embargo, una exclamación innecesariamente aguda le detuvo en su afán cuando surcaba la cocina. Se quedó inmóvil, olisqueando el aire, mientras contemplaba al par de mujeres que tenía delante. Ellas intercambiaron algunas palabras que él apenas reconoció y, aprovechando el repliegue de la más pequeña, salió corriendo rumbo al pasillo con salida al exterior. Desafortunadamente, alguien resultó ser más rápido que él y cerró la puerta de un estruendo antes de que pudiera cruzarla. O frenar, así que se estrelló contra la superficie, dejando escapar las provisiones desde el interior de su boca.
¡Pero es que nada le salía bien! Sumamente enfadado, comenzó a chillar a viva voz, rascándose las orejas efusivamente y desperdigando el barro atrapado en sus patas. De improviso, descubrió que una inmensa mano se tendía hacia él, acercándose peligrosamente a su rostro.
No se lo pensó dos veces antes de atestar una desconsiderada mordida al primer dedo que alcanzó.


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Mensaje por Clarisse Aubriot Mar Mayo 01, 2018 12:57 pm

Clarisse empezaba a creer que sólo a ella le pasaban esas cosas tan insólitas. ¿Es que acaso la vida no dejaría de darle sorpresas de esa manera? Desde luego, no podía simplemente rechazarlas, porque algunas parecían devolverle el alma al cuerpo, sobre todo después de todo por lo que había pasado desde la muerte de sus padres. Se había tenido que forjar una armadura por su propia cuenta, y, a pesar de que algunas veces ésta empezaba a quebrarse, algo ocurría para que lograra repararla antes de que el daño fuera mucho mayor. Quizá esa era la razón por la que prefería mantener un tanto aislado a ese chico llamado Hugo. No se veía un mal muchacho, pero Clarisse era demasiado intuitiva para lo que le convenía, y sentía que algo no podría ir bien entre los dos.

No obstante, en ese momento no era eso lo que captaba sus pensamientos, sino ese pequeño intruso que estaba en su cocina, al que su hermanita había confundido con un fantasma. Clarisse detectó algo diferente en la figura del animalito. Desde luego, su naturaleza sobrenatural le proporcionaba habilidades como esa, y aquel detalle no le pasó por alto. Aun así, no dejaba de sentirse ligeramente preocupada por el pobrecillo. Era como un pequeño gruñón, y eso, de alguna manera, le causó gracia. Incluso cuando lo vio correr desesperadamente hacia la salida, la que bloqueó con facilidad.

Lo que obligó a Clarisse a acercarse a esa bestiecilla fue el gesto que hizo al golpearse. Parecía evidentemente frustrado porque su plan de fuga se vio interrumpido. Se acercó para ayudarlo, pero la mordió, y aunque ella reaccionó de inmediato, no sintió la mordida como algo tan hiriente; quizá la licantropía ayudaba un poco, pensó. Tampoco llegó a molestarse. Se inclinó frente a él, observándolo con preocupación.

—Oye, pequeño, no voy a hacerte daño. Si lo que tienes es hambre, puedo darte comida, así que no pongas así. Además, mira, estás todo sucio, pobrecillo —habló en voz baja, con esa paciencia que solía tenerle a todos en general—. No hagas eso, vas a lastimarte...

Suspiró, y aprovechó también ese descuido por parte del animalito para extender sus manos rápidamente hacia él y rodearlo con las manos, pero sin lastimarlo. Él se rehusó, sin embargo, luego pareció calmarse, quién sabe el porqué. Clarisse se limitó a dejarlo sobre un banco; encendió un candil para iluminar mejor la cocina.

—Tú no eres tan corriente, ¿cierto? Sé que puedes entender lo que te he dicho, aunque en esta forma es difícil que puedas decirme palabra alguna. Pero, ¿podrías señalarme lo que te gustaría comer? —inquirió aquello último mientras le observaba con esa ternura con la que miraba a sus hermanitos—. Nunca me había topado con uno de tu especie, así que me parece un poco curioso... Entonces, ¿quieres leche?

Algunas personas la tomarían por loca si la vieran hablándole a un lirón como si se tratara de alguien más, pero a Clarisse su sexto sentido no le fallaba, y resultaba que aquella criaturita gruñona no era tan común como cualquiera habría pensado.


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