Memorias de un alma herida

CUANDO TE VI POR PRIMERA VEZ

Palermo, Italia. Primavera de 1786

Su padre le había dicho que tenía que recibir a Urbina para la hora del té. Se encontraba absurdamente aburrido mientras esperaba a su prometida en la biblioteca de su hogar, leía uno de los libros que su padre le había recomendado, el cual hablaba del arte de la guerra. Cuando un alegre Fausto pasó a través de la puerta, haciendo una pequeña genuflexión a su amo y sonriendo a más no poder. Víctima de su alegría, el joven heredero le sonrió de vuelta al mayordomo de su familia y le preguntó—: ¿Por qué ese ánimo, Fausto?

—Verá, mi lord, hace unos días recibí una carta de mi amada hermana, usted sabe bien que no soy el más adepto para la lectura, pero estaba tan emocionado que le pedí a la señorita Flavia que leyera para mí. Su hermanita, muy amable, ¡me permitió escuchar las palabras que había querido oír desde hace tanto tiempo, mi Lord!

El mayordomo se sonrojó por sus gritos emocionados pero ello no hizo más que divertir al joven heredero, que era bastante egoísta con muchas personas—incluida su prometida—sin embargo, Fausto era como de la familia para él y no podía evitar sentirse feliz por su emoción incontrolable.

—¿Y qué decía la carta, Fausto? —inquirió Romeo.

El hombre volvió en sí, aclarándose la garganta.

—Mi hijo, mi lord, decidió que finalmente quería venirse a vivir conmigo. Como usted sabrá, mi señora esposa falleció a causa de la Tisis unos años atrás y obligué a mi hijo a vivir con mi hermana, mientras yo me reponía, pues mi lord, usted sabe bien que darle malas energías a otros seres queridos no es bueno —comentó, mientras movía sus manos sobre su regazo—. Como era de esperarse, ese niñato se enojó conmigo y decidió no hablarme por un par de años, ignorando todas las cartas que Avata, vuestra institutriz me ayudó a escribir.

—Me alegro mucho por las buenas nuevas, Fausto. —Romeo le dio unos golpecitos en el hombro a modo de cariño—. ¿Y cuando llegará el muchacho? ¿Ya Padre le dio un trabajo?

El hombre no podía sonreír más porque parecía algo imposible, no obstante, contestó incluso más alegre.

—En unas horas, mi lord. Miguel vendrá, vuestro padre le dará trabajo como lacayo, espero que mi hijo lo sepa valorar.

—Así será, usted los Viagi son honorables. No dudo que vuestro hijo también lo sea.

—Muchas gracias, mi lord.

En ese momento, el mayordomo recordó algo, por la expresión en su rostro, se sentía apenado de no haberlo comentado con anterioridad.

—Vuestra prometida, la señorita Marchisio llegó hace un rato y se encuentra en el Salón Azul. —Romeo hizo una pequeña mueca, pero en lugar de regañar a Fausto, se sintió alegre de que Urbina tuviera que esperar por él. Un minuto sin verle la cara era el regalo más preciado para él.


—¿Por qué se ha tardado tanto? —Fue con lo que lo recibió la fría Urbina, para ser una joven que tenía el rostro de querubín perteneciente solo aquellas románticas empedernidas, Urbina era un monstruo sin corazón.

—Ha de saber usted las razones, lady Marchisio. Tengo muchos compromisos que atender como heredero, no estoy siempre disponible para usted. —Trató de sonar cordial, fallando en el intento, su tono ácido siendo despedido de su garganta, si ella era frívola, al tratarla Romeo no se quedaba atrás.

Lady Marchisio asintió, acercándose finalmente para saludarle de beso.

—Madre ha querido que venga para comentarle de algunos detalles de la boda.

—Todavía falta mucho para eso, lady Marchisio.

—Lo sé bien, lord Bianchi. Pero es necesario hablar ahora de esto...

Sus ojos fueron a parar al jardín principal de la morada, en donde un joven bajaba de una carreta con algunas pertenencias. Tenía el pelo rubio y la tez blanca y sus ojos desde aquella distancia tan corta lucían azules como el mar. Romeo se quedó contemplando la escena, mientras Fausto apretaba entre sus brazos aquel muchacho. El chico sonrió abiertamente, estrechando a su padre entre sus brazos. Levantó su mirada, encontrándose con la de Romeo a través del ventanal y el joven sonrió en su dirección. El corazón de Romeo hizo algo completamente extraño y su abdomen se contrajo.

—¿Me está escuchando, lord Bianchi? —La voz de Urbina interrumpió sus pensamientos y tuvo que desviar la mirada de esa preciosa obra de arte, no estaba acostumbrado a referirse a un hombre de esa manera, pero no había otra forma de describir a ese muchacho. Incluso bajo los harapos y el cabello desordenado, era un ángel en toda su forma.

—Lady Marchisio, me disculpará un momento, pero ha llegado el hijo de mi mayordomo...

—¿Y eso qué? ¿Por qué un pobre lacayo sería más importante que esta conversación? —Romeo no podía discutirle ello, él mismo se había referido despectivamente a otros de clases inferiores, pero por alguna razón, aquello le llenó de profunda ira.

—Porque aquel no es un simple lacayo, es el hijo de Fausto, mi mayordomo. Es para mí como de la familia, en lo que me confiere, todos los que pertenecen a mi familia son más importantes que esta conversación. —Y sin darle paso a discusiones, abandonó el Salón Azul, para dirigirse afuera a conocer el maravilloso jovencito que compartía los genes Viagi.

Cuando llegó a las puertas y bajó las escalinatas, su mayordomo le pidió que se acercara.

—Mi lord, le presento a mi amado hijo Miguel Viagi. —Con orgullo, Fausto presentó al joven, mientras este sonreía ligeramente sonrojado.

El hermoso muchacho hizo una reverencia en su dirección.

—Mi lord, un gusto conocer...

—Romeo.

—¿Disculpe?

—Mi nombre es Romeo. —Extendió su mano, para así poder recibir el tacto del joven, quien le dio la mano apretadamente.

—Un placer conocerlo, Romeo.

Fausto le dio un ligero golpe en la cabeza y le indicó que no podía ser tan maleducado, que a sus patrones les hablaba de usted siempre.

En la cabeza de Romeo las cosas eran distintas. Tal vez era su sonrisa o era su cabello o era la profunda emoción en sus grandes ojos azules. No sabía exactamente qué, pero para Romeo esas palabras significaron música para sus oídos, el coro de ángeles más exquisito cantando solo para él. Su corazón volvió a hacer esa cosa extraña que no parecía tener nombre y en su mente mil veces susurró:

«El placer es todo mío, Miguel»