AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Valle de Lágrimas
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Valle de Lágrimas
Cornwall, Inglaterra.
25 de Diciembre de 1791.
25 de Diciembre de 1791.
El luto ha cubierto con su manto tétrico la algarabía navideña. Encerrada en mi alcoba, no veo la luz desde hace dos meses. Me da terror abrir la puerta, ver las sombrar por debajo de ésta o escuchar mis propios pasos cuando la madera cruje al caminar. Mi ciudad natal parece más helada sin ellos, el palacio sucumbe ante el silencio y los empleados no se atreven si quiera a estornudar. Las misas de domingos se realizan en la capilla de la familia, una de las sirvientas ha desempolvado todos los trajes negros, las mantillas, guantes, sombreros, medias y zapatos. La Señora Lemacks es la única a la cual permito ingresar al cuarto, y sólo para traerme las comidas, las cuales ingiero obligada y termino por vomitar. He bajado mucho de peso, los corsé me quedan como enaguas, mi rostro parece consumido por la pena, mis mejillas perdieron el rosado natural, y las ojeras resaltan mis ojos hinchados por el llanto. Desde que pasó lo que pasó, no hay noche que no me duerma agotada por las lágrimas que empapan la almohada.
Sigo el consejo de mi institutriz y escribo estas líneas con el único fin de sentirme mejor, pero es imposible. No tengo el valor para nombrarlos, si lo hago, los estaría dejando ir y la culpa todavía me está consumiendo. A pesar de que Alexander me dijo que yo no era responsable por lo sucedido, no puedo quitarme la escena de la mente. Ellos…dieron su vida a cambio de la mía y aunque me repitan que eso es lo que hacemos por los que amamos, no me animo a enfrentarlo. Quisiera acomodar las imágenes y manifestarlas. ¿Me permites intentarlo? Prometo…ser breve.
Ese día estaba soleado, todavía tengo impregnado en mis ojos lo que vi cuando fui a desayunar. Él le daba un beso en la frente, y nunca me había detenido en el contraste de color que ellos hacían. El cabello oscuro y la tez dorada de Roger se destacaban entre los bucles rojizos y la piel lechosa de Elizabeth, que había puesto su mano en la mejilla del hombre que amaba y con su dedo pulgar lo acariciaba. El Capitán Black tenía una barba de un par de días, que le daba a sus facciones duras un gesto temerario, sólo para los demás, yo adoraba sentir que me pinchaba mientras besuqueaba mi rostro. Cuando aparecí, él se acercó a mí y me levantó en el aire, estaba particularmente alegre, y me llevo hasta la mesa. Apareció mi hermano y se abrazaron, como si fuesen amigos que se reencuentran tras muchos años de ausencia. Compartimos el desayuno los cuatro, algo que no era usual, los trabajos se realizaban desde muy temprano, pero ese día, justo ese día, coincidimos.
A la media mañana organizaron un paseo, pero Alex no pudo ir. Yo le insistí, sin embargo, los labores en el campo le demandaban con urgencia. Ahora pienso que si él hubiera ido, también lo hubiera perdido. Recorrimos Cornwall y nos detuvimos en una botica, o eso era lo que decía el cartel y yo me quedé con Elizabeth en el coche hablando de mis avances con el piano. La iluminación dentro era escasa, pero sus ojos aguamarina resaltaban entre las sombras. Era hermosa, es hermosa. Cuando Roger volvió, por su ceño fruncido, deduje que un tema le preocupaba o le fastidiaba, y le pregunté si algo pasaba, pero rápidamente me sonrió mostrando la blancura de sus dientes y le ordenó al chofer que volviéramos. Me evadió, eso hacía cuando no quería mentirme. Pregunté si podíamos desviarnos por la costa, deseaba ver a las gaviotas y aunque él se negó en primera instancia, terminó cediendo a mi primer pedido con Elizabeth como intermediaria, que con sus ademanes delicados, lo convencía de cualquier cosa. Si yo no hubiera hecho esa petición, ellos seguirían a mi lado. No nos dimos cuenta en qué momento se nubló, pero un trueno nos dio aviso de que era hora de regresar. Tomamos por una calle muy angosta, que parecía despoblada, no había ni perros abandonados. Entre el silencio reinante en el exterior y en un instante en que los tres callamos, escuchamos el chapoteo de los caballos que trotaban a nuestra par, y un escalofrío me recorrió cuando él desenfundó su arma. Ella lo tomó del hombro, y para nuestro susto, una cabeza asomó por la ventana, pero era la de Somar, el hombre de mayor confianza de Roger, quien se encargaba de nuestra seguridad. Lo adoraba. Le habló en árabe, su lengua madre y la cual nunca pude aprender, y antes de que pudiera responder, se escucharon unos disparos. Por inercia, bajé mi cabeza y sentí la mano de Blackraven empujándome hasta quedar en el suelo, levanté mi rostro y me encontré con el de Elizabeth, que lejos de expresar temor me sonrió y me pidió que confiara. Tuve fe, Roger jamás dejaría que algo nos pasara. Afuera se escuchaban voces y los estruendos eran ensordecedores, el móvil que nos trasladaba había acelerado el ritmo considerablemente, y nuestros cuerpos saltaban cuando las ruedas se topaban con un pozo. No sabría especificar cuando, pero se abrió una puerta debajo del asiento en el que iba y él dijo “Isaura, escóndete allí y no salgas escuches lo que escuches”. En mis oídos retumba su voz gruesa dándome órdenes como si fuera uno de sus empleados. Asentí y en ese preciso instante, Roger me arranco la falda, quedando sólo lo que le daba volumen, el espacio era reducido y había que entrar de cualquier manera. Me ovillé y extendí mi mano para que Elizabeth me hiciera compañía, pero ellos cruzaron sus miradas. “No hay más espacio” lo escuché musitar y ella me miró, sonriéndome como siempre, como si se estuviera despidiendo. Si, se estaba despidiendo. Le rogué, le imploré “Ven, por favor, ven”. Una luz me quitó la visión y una ventisca me envolvió antes de que todo comenzara a tornarse oscuro. Un hombre de anchas espaldas había abierto la puerta y luchaba con Roger. El grito de Elizabeth y una mano que se apoderaba de sus cabellos y la jalaba por la ventana fue lo último que vi antes de que el ruido de la abertura que se cerraba se tatuara en mi audición y quedara sumergida en la sombra. Mantenía mis ojos apretados y con fuerza, las palmas de mis manos se aferraban a mis orejas y los sonidos parecían lejanos, pero los disparos y gritos se apropiaban del ambiente. Y luego, silencio. Un silencio total. Me costaba mucho respirar, entre el llanto y el poco aire almacenado, comenzaba a asfixiarme. No podría precisar cuánto fue el tiempo que permanecí encerrada. Empujé la puertita hasta hacerla ceder e inspiré una gran cantidad de aire. El olor a tierra mojada y pólvora entremezclados me rodearon.
Con temor, me asomé y los cuerpos tendidos siendo empapados por la lluvia era lo que percibía, pero entre tantos, distinguí la figura menuda de Elizabeth. Me lancé y caí al barro, pero me repuse rápidamente, ¿sabes? Corrí hacia ella y no pude tocarla, y no tienes noción de lo que me arrepiento de no haber acariciado su piel por última vez. De su pecho resaltaba un cuchillo de mango marrón, parecía un facón, de esos que se usan en el campo, y el líquido escarlata teñía su ropa. No podía emitir palabras, sólo la observaba y cuando las lágrimas por fin salieron escuché mi nombre. Volteé y a menos de un metro, estaba Roger boca arriba y con su mano levantada. Me arrastré hacia él, entrelacé nuestros dedos y quité los cabellos que le bañaban la frente. A pesar de la lluvia, mantenía sus ojos abiertos y los fijó en mí, con esa intensidad que sólo ellos poseían. Eran azules, muy oscuros y profundos, las pestañas abundantes le daban un delineado, que le otorgaban una expresión más masculina. Estaba recostado sobre un río de sangre, y su camisa blanca tenía los pozos colorados de las balas.
“Resiste, te lo imploro” musité mientras apoyaba mi frente en la suya. Él no respondió, pero su mano libre aún sostenía su revólver, y levantó su brazo. El disparo provocó que me asustara y a los segundos, se escuchó como si un saco de papas cayera sobre el suelo húmedo. Miré de reojo y un hombre, con un balazo en su frente, estaba derrumbado. Me había salvado, una vez más. Soltó el arma y me levantó el rostro apoyando su dedo índice en mi mentón.
“Hija, debes irte” me habló con dificultad y yo me negué, no iba a dejarlo en esas condiciones. “Toma a Black Jack y huye”. El hermoso alazán de su propiedad, estaba a un costado pastando. “Tu me enseñaste que jamás debo huir” me quejé con la voz entrecortada. “Pero hoy debes hacerlo” me refutó rápidamente. Podía ver su pecho subir y bajar con lentitud y dificultad por el esfuerzo que le llevaba pronunciar esas palabras. A lo lejos se escuchaban gran cantidad de galopes, tuve esperanza de que fuera la ayuda que necesitábamos. “No podemos confiarnos” sentenció antes de acariciar uno de mis bucles mojados. “Isaura, vete, Black Jack sabrá a dónde llevarte. Por favor”. Era su pedido, el último. No podía desobedecer una de sus órdenes, nunca lo había hecho y esa no sería la primera vez. Pero no quería, significaba abandonarlo, desampararlo. Acerqué mi cara a sus labios y besó mi mejilla. Todavía nuestras manos se apretaban. “Te amo” fue lo último que dije antes de ponerme de pie. No lloraría, no quería que él me viera así. Roger era fuerte, de esos hombres que nada los abate, e iba a demostrarle que yo podía ser igual que él. Corrí, pero a mitad del camino me detuve y volteé, seguía vivo y sentí en mi pecho un puñal al verlo deslizarse entre el lodo hacia donde estaba Elizabeth, se amaban, ¡cómo se amaban! Tenían el sentimiento más puro y más intenso que existía. Seguí adelante, y monté a Black Jack que salió a la carrera en dirección a algún lugar. Me acosté sobre la crina, y nuevamente, todo se volvió oscuro.
Cuando volví a abrir mis ojos estaba aquí, en mi cuarto. Alexander estaba dormitado sobre una silla a mi lado. Lo llamé y se alteró, pero se arrodilló a mi lado y me preguntó cómo me sentía. Lo ignoré y pregunté por ellos. No pudo hablar, seguramente las palabras se atragantaron en su garganta. Anhelaba que todo aquello hubiese sido una pesadilla…era la realidad, la horrible, cruenta y agonizante realidad. Le pedí que se retirara y desde ese momento, han sido pocas las veces que nos hemos vuelto a ver. Sólo para las misas dominicales nos cruzámos. Tengo pavor a enfrentarlo y que me culpe por la muerte de Roger y Elizabeth, y que me odie, no podría vivir con su desprecio. Él es todo lo que me queda. Lo último que hablamos fue el día que me llevó a prestar declaración. Conté lo poco que recordaba, porque hasta hoy, todo era confuso y desordenado. Sólo me dijo “Eres una Blackraven, podrás enfrentar tus propios miedos”. No entendí y no entiendo.
Que suerte que las lágrimas no corrieron la tinta. Mientras escribía y traía al presente todo aquello no podía parar de llorar y el papel está húmedo a los costados. No puedo creer lo liberador que es poder contar lo que a una le aqueja. La Señora Lemacks tenía razón, como siempre. Ella me conoce y sabe lo que puede hacerme bien y hacerme mal, y, sin dudas, esto me ha relajado. Es como si me hubiera quitado un peso de mis hombros, como si sobre mi espalda ya no sintiera los azotes cual esclava en el tronco. Estoy empezando a comprender lo que mi hermano quiso decirme y se que el paso que debo dar es el de despedirme de Elizabeth y Roger. ¿Es hora de dejarlos ir? Él hizo eso conmigo, me dejó ir para que pudiera continuar con mi vida. Esas eran sus intenciones, que yo…fuera feliz. Alexander se hubiese quedado solo si moría ese día, debo cuidar de él, por más fortaleza y por más parecido a Roger que sea, me necesita y yo a él. He sido muy egoísta todo este tiempo, pensando sólo en mí y culpándome porque Elizabeth no entraba en la gaveta o porque el Capitán Black quedó allí mientras yo huía. Corrijo, luchaba por mi vida. No reflexioné sobre Alex, ambos sufrimos de igual manera, pero él no se permite sucumbir, y yo fui débil, algo que enojaría mucho a Elizabeth y Roger si continuaran aquí.
Hoy he aprendido que ya no pasaré más navidades en su compañía, ni sentiré sus risas o sus voces, que ya sus labios no me besarán la frente antes de irme a dormir, que no compartiremos más cabalgatas, y tampoco nos sentaremos en la sala a tocar el piano. Que ya no nos escabulliremos de las aburridas tertulias y que no iremos a ver juntos las gaviotas. Que jamás volveré a tener entre mis yemas el perfumado, suave y colorado cabello de Elizabeth, ni le pediré a Roger que no se rasure la barba por un par de días para luego tocar sus mejillas. Hoy aprendí que es hora de decirles hasta luego a…mamá y papá.
Sigo el consejo de mi institutriz y escribo estas líneas con el único fin de sentirme mejor, pero es imposible. No tengo el valor para nombrarlos, si lo hago, los estaría dejando ir y la culpa todavía me está consumiendo. A pesar de que Alexander me dijo que yo no era responsable por lo sucedido, no puedo quitarme la escena de la mente. Ellos…dieron su vida a cambio de la mía y aunque me repitan que eso es lo que hacemos por los que amamos, no me animo a enfrentarlo. Quisiera acomodar las imágenes y manifestarlas. ¿Me permites intentarlo? Prometo…ser breve.
Ese día estaba soleado, todavía tengo impregnado en mis ojos lo que vi cuando fui a desayunar. Él le daba un beso en la frente, y nunca me había detenido en el contraste de color que ellos hacían. El cabello oscuro y la tez dorada de Roger se destacaban entre los bucles rojizos y la piel lechosa de Elizabeth, que había puesto su mano en la mejilla del hombre que amaba y con su dedo pulgar lo acariciaba. El Capitán Black tenía una barba de un par de días, que le daba a sus facciones duras un gesto temerario, sólo para los demás, yo adoraba sentir que me pinchaba mientras besuqueaba mi rostro. Cuando aparecí, él se acercó a mí y me levantó en el aire, estaba particularmente alegre, y me llevo hasta la mesa. Apareció mi hermano y se abrazaron, como si fuesen amigos que se reencuentran tras muchos años de ausencia. Compartimos el desayuno los cuatro, algo que no era usual, los trabajos se realizaban desde muy temprano, pero ese día, justo ese día, coincidimos.
A la media mañana organizaron un paseo, pero Alex no pudo ir. Yo le insistí, sin embargo, los labores en el campo le demandaban con urgencia. Ahora pienso que si él hubiera ido, también lo hubiera perdido. Recorrimos Cornwall y nos detuvimos en una botica, o eso era lo que decía el cartel y yo me quedé con Elizabeth en el coche hablando de mis avances con el piano. La iluminación dentro era escasa, pero sus ojos aguamarina resaltaban entre las sombras. Era hermosa, es hermosa. Cuando Roger volvió, por su ceño fruncido, deduje que un tema le preocupaba o le fastidiaba, y le pregunté si algo pasaba, pero rápidamente me sonrió mostrando la blancura de sus dientes y le ordenó al chofer que volviéramos. Me evadió, eso hacía cuando no quería mentirme. Pregunté si podíamos desviarnos por la costa, deseaba ver a las gaviotas y aunque él se negó en primera instancia, terminó cediendo a mi primer pedido con Elizabeth como intermediaria, que con sus ademanes delicados, lo convencía de cualquier cosa. Si yo no hubiera hecho esa petición, ellos seguirían a mi lado. No nos dimos cuenta en qué momento se nubló, pero un trueno nos dio aviso de que era hora de regresar. Tomamos por una calle muy angosta, que parecía despoblada, no había ni perros abandonados. Entre el silencio reinante en el exterior y en un instante en que los tres callamos, escuchamos el chapoteo de los caballos que trotaban a nuestra par, y un escalofrío me recorrió cuando él desenfundó su arma. Ella lo tomó del hombro, y para nuestro susto, una cabeza asomó por la ventana, pero era la de Somar, el hombre de mayor confianza de Roger, quien se encargaba de nuestra seguridad. Lo adoraba. Le habló en árabe, su lengua madre y la cual nunca pude aprender, y antes de que pudiera responder, se escucharon unos disparos. Por inercia, bajé mi cabeza y sentí la mano de Blackraven empujándome hasta quedar en el suelo, levanté mi rostro y me encontré con el de Elizabeth, que lejos de expresar temor me sonrió y me pidió que confiara. Tuve fe, Roger jamás dejaría que algo nos pasara. Afuera se escuchaban voces y los estruendos eran ensordecedores, el móvil que nos trasladaba había acelerado el ritmo considerablemente, y nuestros cuerpos saltaban cuando las ruedas se topaban con un pozo. No sabría especificar cuando, pero se abrió una puerta debajo del asiento en el que iba y él dijo “Isaura, escóndete allí y no salgas escuches lo que escuches”. En mis oídos retumba su voz gruesa dándome órdenes como si fuera uno de sus empleados. Asentí y en ese preciso instante, Roger me arranco la falda, quedando sólo lo que le daba volumen, el espacio era reducido y había que entrar de cualquier manera. Me ovillé y extendí mi mano para que Elizabeth me hiciera compañía, pero ellos cruzaron sus miradas. “No hay más espacio” lo escuché musitar y ella me miró, sonriéndome como siempre, como si se estuviera despidiendo. Si, se estaba despidiendo. Le rogué, le imploré “Ven, por favor, ven”. Una luz me quitó la visión y una ventisca me envolvió antes de que todo comenzara a tornarse oscuro. Un hombre de anchas espaldas había abierto la puerta y luchaba con Roger. El grito de Elizabeth y una mano que se apoderaba de sus cabellos y la jalaba por la ventana fue lo último que vi antes de que el ruido de la abertura que se cerraba se tatuara en mi audición y quedara sumergida en la sombra. Mantenía mis ojos apretados y con fuerza, las palmas de mis manos se aferraban a mis orejas y los sonidos parecían lejanos, pero los disparos y gritos se apropiaban del ambiente. Y luego, silencio. Un silencio total. Me costaba mucho respirar, entre el llanto y el poco aire almacenado, comenzaba a asfixiarme. No podría precisar cuánto fue el tiempo que permanecí encerrada. Empujé la puertita hasta hacerla ceder e inspiré una gran cantidad de aire. El olor a tierra mojada y pólvora entremezclados me rodearon.
Con temor, me asomé y los cuerpos tendidos siendo empapados por la lluvia era lo que percibía, pero entre tantos, distinguí la figura menuda de Elizabeth. Me lancé y caí al barro, pero me repuse rápidamente, ¿sabes? Corrí hacia ella y no pude tocarla, y no tienes noción de lo que me arrepiento de no haber acariciado su piel por última vez. De su pecho resaltaba un cuchillo de mango marrón, parecía un facón, de esos que se usan en el campo, y el líquido escarlata teñía su ropa. No podía emitir palabras, sólo la observaba y cuando las lágrimas por fin salieron escuché mi nombre. Volteé y a menos de un metro, estaba Roger boca arriba y con su mano levantada. Me arrastré hacia él, entrelacé nuestros dedos y quité los cabellos que le bañaban la frente. A pesar de la lluvia, mantenía sus ojos abiertos y los fijó en mí, con esa intensidad que sólo ellos poseían. Eran azules, muy oscuros y profundos, las pestañas abundantes le daban un delineado, que le otorgaban una expresión más masculina. Estaba recostado sobre un río de sangre, y su camisa blanca tenía los pozos colorados de las balas.
“Resiste, te lo imploro” musité mientras apoyaba mi frente en la suya. Él no respondió, pero su mano libre aún sostenía su revólver, y levantó su brazo. El disparo provocó que me asustara y a los segundos, se escuchó como si un saco de papas cayera sobre el suelo húmedo. Miré de reojo y un hombre, con un balazo en su frente, estaba derrumbado. Me había salvado, una vez más. Soltó el arma y me levantó el rostro apoyando su dedo índice en mi mentón.
“Hija, debes irte” me habló con dificultad y yo me negué, no iba a dejarlo en esas condiciones. “Toma a Black Jack y huye”. El hermoso alazán de su propiedad, estaba a un costado pastando. “Tu me enseñaste que jamás debo huir” me quejé con la voz entrecortada. “Pero hoy debes hacerlo” me refutó rápidamente. Podía ver su pecho subir y bajar con lentitud y dificultad por el esfuerzo que le llevaba pronunciar esas palabras. A lo lejos se escuchaban gran cantidad de galopes, tuve esperanza de que fuera la ayuda que necesitábamos. “No podemos confiarnos” sentenció antes de acariciar uno de mis bucles mojados. “Isaura, vete, Black Jack sabrá a dónde llevarte. Por favor”. Era su pedido, el último. No podía desobedecer una de sus órdenes, nunca lo había hecho y esa no sería la primera vez. Pero no quería, significaba abandonarlo, desampararlo. Acerqué mi cara a sus labios y besó mi mejilla. Todavía nuestras manos se apretaban. “Te amo” fue lo último que dije antes de ponerme de pie. No lloraría, no quería que él me viera así. Roger era fuerte, de esos hombres que nada los abate, e iba a demostrarle que yo podía ser igual que él. Corrí, pero a mitad del camino me detuve y volteé, seguía vivo y sentí en mi pecho un puñal al verlo deslizarse entre el lodo hacia donde estaba Elizabeth, se amaban, ¡cómo se amaban! Tenían el sentimiento más puro y más intenso que existía. Seguí adelante, y monté a Black Jack que salió a la carrera en dirección a algún lugar. Me acosté sobre la crina, y nuevamente, todo se volvió oscuro.
Cuando volví a abrir mis ojos estaba aquí, en mi cuarto. Alexander estaba dormitado sobre una silla a mi lado. Lo llamé y se alteró, pero se arrodilló a mi lado y me preguntó cómo me sentía. Lo ignoré y pregunté por ellos. No pudo hablar, seguramente las palabras se atragantaron en su garganta. Anhelaba que todo aquello hubiese sido una pesadilla…era la realidad, la horrible, cruenta y agonizante realidad. Le pedí que se retirara y desde ese momento, han sido pocas las veces que nos hemos vuelto a ver. Sólo para las misas dominicales nos cruzámos. Tengo pavor a enfrentarlo y que me culpe por la muerte de Roger y Elizabeth, y que me odie, no podría vivir con su desprecio. Él es todo lo que me queda. Lo último que hablamos fue el día que me llevó a prestar declaración. Conté lo poco que recordaba, porque hasta hoy, todo era confuso y desordenado. Sólo me dijo “Eres una Blackraven, podrás enfrentar tus propios miedos”. No entendí y no entiendo.
Que suerte que las lágrimas no corrieron la tinta. Mientras escribía y traía al presente todo aquello no podía parar de llorar y el papel está húmedo a los costados. No puedo creer lo liberador que es poder contar lo que a una le aqueja. La Señora Lemacks tenía razón, como siempre. Ella me conoce y sabe lo que puede hacerme bien y hacerme mal, y, sin dudas, esto me ha relajado. Es como si me hubiera quitado un peso de mis hombros, como si sobre mi espalda ya no sintiera los azotes cual esclava en el tronco. Estoy empezando a comprender lo que mi hermano quiso decirme y se que el paso que debo dar es el de despedirme de Elizabeth y Roger. ¿Es hora de dejarlos ir? Él hizo eso conmigo, me dejó ir para que pudiera continuar con mi vida. Esas eran sus intenciones, que yo…fuera feliz. Alexander se hubiese quedado solo si moría ese día, debo cuidar de él, por más fortaleza y por más parecido a Roger que sea, me necesita y yo a él. He sido muy egoísta todo este tiempo, pensando sólo en mí y culpándome porque Elizabeth no entraba en la gaveta o porque el Capitán Black quedó allí mientras yo huía. Corrijo, luchaba por mi vida. No reflexioné sobre Alex, ambos sufrimos de igual manera, pero él no se permite sucumbir, y yo fui débil, algo que enojaría mucho a Elizabeth y Roger si continuaran aquí.
Hoy he aprendido que ya no pasaré más navidades en su compañía, ni sentiré sus risas o sus voces, que ya sus labios no me besarán la frente antes de irme a dormir, que no compartiremos más cabalgatas, y tampoco nos sentaremos en la sala a tocar el piano. Que ya no nos escabulliremos de las aburridas tertulias y que no iremos a ver juntos las gaviotas. Que jamás volveré a tener entre mis yemas el perfumado, suave y colorado cabello de Elizabeth, ni le pediré a Roger que no se rasure la barba por un par de días para luego tocar sus mejillas. Hoy aprendí que es hora de decirles hasta luego a…mamá y papá.
Isaura Blackraven- Realeza Inglesa
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