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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Giuseppina Borghese Miér Abr 18, 2018 3:05 pm

La rutina la agotaba. Aunque era conciente de que se cansaba de no hacer nada en realidad, Giuseppina tenía cansancio mental. Siempre las mismas caras, las mismas lecciones, los mismos rezos… Todo, absolutamente, desde el comienzo de su vida –desde que tenía memoria a decir verdad- era siempre igual. Por eso se entusiasmó cuando le dieron la noticia de que recibiría visitas especiales la semana siguiente; claro que no demostró nada, estaba educada para no dejar ver lo que sentía.

No sabía mucho del visitante, solo que era un enviado de Roma, alguien de la iglesia que quería conocerla. Lo primero que pensó fue en que se encontraría con un nuevo sacerdote, y era hora pues Mauro –su confesor- se estaba tornando francamente insoportable, Giuseppina no toleraba ya sus modos y rezaba para que llegase pronto un relevo para el hombre porque ya era bastante la tortura de estar confinada a ese castillo, no soportaba más el tener que ver al hombre dos veces al día.

Preparó todo para la visita del tal Eliot Ferrec. No sabía cuánto tiempo se quedaría, tampoco qué era puntualmente lo que había hecho que la visitase (rogaba que fuera para reemplazar al padre Mauro), pero aún así Giuseppina impartió órdenes a todos los sirvientes para que alistasen una de las mejores recámaras, incluso intentó tomar parte en las decisiones sobre las comidas que se servirían durante la siguiente semana –después de todo le habían enseñado a ser una mujer fuerte, segura a la hora de tomar el mando de una casa grande-, pero no pudo decidir demasiado pues todo ya estaba establecido hacía tiempo.

En honor a la verdad, a Giuseppina no la entusiasmaba la visita por el tal Eliot en sí –tampoco fantasear con que al fin se deshacía del padre Mauro-, sino que lo que ansiaba en verdad era romper al fin con la monotonía de sus días. Hacía casi un año que nadie la visitaba allí y la joven se sentía olvidada. Ni siquiera su madre mostraba interés por ella… Claro que entendía que su familia no era común, que había nacido en medio de personas con responsabilidades. Su madre era la hermana del Rey y él la tenía como consejera. ¿Qué era una adolescente en comparación a un imperio? Nada representaba Giuseppina si se la comparaba con Italia. Lo entendía, pero no podía evitar sentirse abandonada.

El día de la llegada de Eliot tardó en llegar, parecía que los días no querían pasar… Giuseppina eligió uno de sus vestidos favoritos –dorado con rebordes en colorado- y se entregó a las doncellas que siempre la vestían y peinaban. Cerca del atardecer, mientras ella leía cómodamente en la biblioteca buscando que el tiempo trascurriera, le avisaron que un carruaje estaba subiendo por el camino y ella dejó su libro de poesías sobre la mesilla para correr a la entrada donde aguardó la llegada del ansiado visitante. A su lado –de ambos costados- formaron filas los adultos que tenían a su cargo el cuidado de Giuseppina Borghese, la sobrina del Rey de Italia.

Cuando el hombre llegó, el padre Mauro tomó la palabra haciendo las presentaciones formales y la adolescente no pudo evitar poner los ojos en blanco, ya ni siquiera soportaba su voz dominante.


-Sea bienvenido, señor Ferrec –dijo, cuando lo tuvo en frente e inclinó ligeramente la cabeza mientras le tendía la mano.

Cayó en cuenta de que no sabía nada de él, había especulado durante días pero no estaba segura de si su visita traía algo bueno o algo malo. Se había dejado llevar por el deseo del cambio de rutina sin cavilar en que cualquier cosa podía pasar.

Giuseppina Borghese
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Mensaje por Eliot Ferrec Jue Jul 26, 2018 2:23 pm

Eliot apenas había salido de Francia en toda su vida. A sus veintiocho años, lo más lejos que había viajado había sido el sur del país, a la magnífica tierra de la Provenza, donde su familia poseía una casita no lejos de la costa. Por eso, cuando el líder de su facción le propuso viajar a Italia para entrevistarse con una muchacha que podía tener dotes como tecnóloga, Eliot no lo dudó ni un instante. ¿Por qué le mandaron a él? Supuso que el maestro Beaumont era demasiado mayor para hacer un viaje tan largo, puesto que debían recorrer el país entero de norte a sur y, después de cruzar los Alpes —la cordillera más importante de Europa—, debían seguir su camino hasta llegar a Verona, lugar de residencia de la joven.

Tras dejar todos sus negocios en orden y con instrucciones claras sobre cómo debían proceder sus asistentes, se despidió de su madre y de su hermana para montar en el coche que lo llevaría hasta la estación de ferrocarril. Allí se encontró con otros dos compañeros que harían la mayor parte del viaje con él, porque su destino se encontraba más al sur, en el Vaticano. No obstante, Eliot disfrutó mucho del tiempo que pasó en su compañía; rieron, bebieron, compartieron anécdotas de tiempos pasados y anunciaron buenas nuevas que les traería el futuro. Él no pudo más que felicitar a sus amigos, ya que en su futuro no se vislumbraban ni esposa, ni retoños. A Eliot tampoco era algo que le importara, a decir verdad; su madre era la que peor llevaba la soltería de su hijo, puesto que no veía el momento de que por fin asentara cabeza.

Cuando llegaron a Génova, les aguardaban dos coches de la Inquisición que los llevarían a sus respectivos destinos. Se despidieron con la promesa de volver a verse pronto, cuando terminaran sus quehaceres, y Eliot partió con la única compañía del cochero. Por suerte, su educación desde niño le permitió estudiar italiano, así que no le hizo falta llevar consigo un intérprete que fuera necesario para la comunicación.

Los últimos dos días de trayecto los dedicó a leer el informe que le habían entregado sobre la joven. Se llamaba Giuseppina Borghese, y era, nada más y nada menos, que la sobrina del rey de Italia. Se frotó los ojos con una mano y echó la cabeza hacia atrás, llevando la vista hasta la ventanilla del carruaje. ¿Qué habrían visto en ella para mandar un hombre a entrevistarla? Por un momento, Eliot dudó de que su presencia allí no se debiera a las influencias del rey por querer hacer de su sobrina alguien importante, pero desechó esos pensamientos de inmediato y se ciñó a lo que el informe decía. No quería ir con ideas preconcebidas y sin fundamento sobre ella.

Los habitantes del castillo donde la habían confinado salieron a recibirlo, tal y como mandaba el protocolo. El inquisidor se sintió un tanto abrumado, pero no lo demostró, sino que saludó a todos y caminó hasta llegar frente a la muchacha.

Señorita Borguese, es un placer para mí estar aquí hoy.

Tomó la mano de la joven y se la llevó a los labios. Apenas rozó su piel con ellos, puesto que no deseaba que lo juzgaran en el primer minuto que pasara allí, y la soltó para repetir la inclinación de cabeza.

Desconozco si le han hablado sobre mi propósito aquí —dijo—, pero, aunque tenemos mucho sobre lo que hablar, me gustaría poder asearme primero. El viaje ha sido largo, y me temo que no llevo la ropa apropiada.

Señaló su atuendo, perfecto para viajar, pero no para entablar una conversación con la mismísima sobrina de un rey.
Eliot Ferrec
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Mensaje por Giuseppina Borghese Jue Jul 26, 2018 10:52 pm

Era bonito, no podía negarlo, ¡y su voz, tan profunda! A Giuseppina le gustó ese hombre desde el principio y supo que era una bendición tenerlo en la casa. Lo que más le gustaba era su acento, la forma en la que acababa las palabras denotaba su origen… una maravilla.

-Confío en que Dios le ha dado un bien viaje, señor Ferrec. Descuide, tendremos tiempo para hablar. Ya le indicarán cuáles serán sus habitaciones –dijo, muy segura pese a que eran solo suposiciones porque no había hablado con nadie del servicio, pero lo mismo daba porque si ella lo afirmaba de esa manera ante el invitado el personal obedecería para no dejarla en evidencia-, acomódese y refrésquese. Si le parece bien lo aguardaré en el saloncito privado para conversar antes de la cena.

Sin más se giró para adentrarse en su casa. Las doncellas que la seguían a todos lados corrieron tras ella, que solo les habló cuando estuvieron a solas en su recámara:

-¡Es muy bello! –dijo Giuseppina entre risas cuando estuvieron las tres solas-. ¡Por eso el padre Mauro no lo quiere!

-Teme que lo deje sin su puesto –acotó Donatella mientras comenzaba a quitarle el vestido a Giuseppina, tenían solo dos horas para hacerle un nuevo peinado y ponerle un nuevo vestido, el azul.

-Le escribiré a mi madre para decirle que ya no soporto al padre Mauro –dijo Giusepina y tomó asiento en uno de los sillones, ya sin el peso del vestido dorado-. Aunque seguramente no le importará –suspiró, ya resignada ante la indiferencia de Orsolina della Bordella para con todo lo referente a ella.


****


Ingresó en el saloncito –contiguo al gran salón comedor- con Donatella y Nicoletta por detrás. Le molestó ver al padre Mauro allí, cuando ella había dicho claramente que solo quería ver al señor Ferrec. Giuseppina no estaba acostumbrada a callar ante cosas de tal importancia:


-Padre Mauro, puede retirarse –le dijo, sosteniéndole la mirada. Tras un momento de desconcierto el hombre acabó por obedecer y Giuseppina, sabiéndose ganadora de la pequeña batalla, sonrió complacida. Y cuando el hombre pasó junto a ella, volvió a hablar-: Bendígame, padre.

El hombre, con evidente fastidio, se paró delante de ella y dibujó una cruz sobre la frente de la muchacha, sobre cada hombro y en su pecho. Cuando se hubo ido, cerrando la puerta tras de sí, Giuseppina se acercó al visitante y tomó asiento en uno de los sillones. Ambas damas de compañía tomaron su lugar, una a cada lado de ella.

-Señor Ferrec, una vez más le doy la bienvenida a mi hogar –dijo, deteniéndose a apreciar el cambio obrado en él en esas horas de descanso-. Debo reconocerle que hace tiempo aguardamos su llegada, pero que no se nos ha comunicado a qué debemos su presencia. Ni siquiera mi sacerdote personal lo sabe, o al menos eso es lo que me ha dicho. ¿A qué ha venido, Eliot? –lo preguntó con franqueza porque, ¿para qué más rodeos?
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