I want it all {Privado}

No tenía por qué haberme puesto de punta en blanco, pero lo había hecho. No tenía el más mínimo motivo para enfadar a mi amantísimo esposo, el mismo que acababa de terminar de utilizarme con la ayuda de cadenas de plata porque de lo contrario lo mataría, aparte de la satisfacción de ver su rictus enfadado, y ¿necesitaba realmente un motivo mejor que ese para hacerlo...? No, la respuesta era no, por eso me encontraba en el tocador, terminando de colocarme un vestido de tono rojo intensísimo al que acompañaría con joyas y, una auténtica salvajada por mi parte, el cabello suelto, algo impropio de una dama de sociedad y mucho más de una duquesa como yo lo era, por matrimonio. Mi marido se había ido antes de verlo, por descontado, pero los sirvientes sin duda le transmitirían cada uno de los detalles impúdicos de mi atuendo, incluido lo que había debajo y que ellos aún no habían tenido oportunidad de ver clavarse contra cada curva de mi cuerpo, y eso era lo que esperaba a aquellas alturas: que hablaran. Oh, podían desgañitarse si querían, dejarse la garganta con cuentos que mezclaran historias de mentira y la verdad que sin duda le contarían porque así las habían visto sus ojos, pero a mí hacía tiempo que había dejado de importarme, si es que alguna vez lo había hecho, y sólo me llenaba la indiferencia, nada más y nada menos. Se necesitaba mucho para alcanzar semejante nivel de curtido al que yo había terminado por llegar, y mi marido había conseguido forzar mi mano en más de un sentido, de modo que era el único culpable de que me encontrara yéndome de mi mansión, dirigiéndome al carruaje y, sin nada aparte de desafío, ordenando que se me llevara a una dirección en concreto que había averiguado gracias a mis contactos inquisitoriales, ¿qué si no...?

Por muchas pestes que echara del Santo Oficio, y todos los que me conocían sabían que seguiría haciéndolo hasta el día de mi muerte, hasta yo sabía que tenía sus ventajas, y los informantes del tribunal eran estupendos para averiguar secretitos de licántropos bipolares y aniñados como aquel a cuya casa me había dirigido. Sin precisar la ayuda de nadie, porque me ofendía profundamente la sola pretensión de necesitarla, me bajé del carruaje yo solita y avisé a mi cochero de que diera un par de vueltas por la manzana o, mejor aún, que se tomara un vermú en cualquier taberna porque no iba a requerir sus servicios hasta pasadas unas horas. Su mirada al escucharme fue un auténtico poema, una mezcla de pena (suponía que por mi audacia, pero ¡a saber!) y admiración (por mi audacia, en este caso sí estaba segura, pues ¿qué otra reacción podía provocarle mi actitud indiferente...?) a la que respondí con una amplísima sonrisa, la mejor arma para aquel tipo de situaciones. Conseguí, por supuesto, desarmarlo, sin necesidad de valerme de las dagas que llevaba escondidas entre las diferentes capas del vestido y de la ropa interior que portaba, y aunque deseé que ese truquito valiera también para mis cada vez más escasas misiones, por descontado sabía que eso no sería posible, de modo que aparté ese pensamiento y me adentré en el hogar que, lamentablemente, por fuera no tenía el sello de su inquilino... No habría sabido qué esperarme de haber sido así, quizá un edificio que no había por dónde cogerlo y en el que una parte no tenía el más mínimo sentido con la siguiente pero aun así en conjunto no era del todo desagradable de mirar; en cualquier caso, la estructura clásica me ayudó a orientarme bien rápido, y gracias a eso pude pasar hasta la puerta principal, donde me anuncié al servicio como la duquesa de Amboise, una mera cortesía que me permitió el paso hasta la bodega donde, sin ser invitada, busqué una botella de brandy y un par de vasos en los que serví el líquido para mí y... para mí, qué demonios.

– A una dama no se la hace esperar, Dennis, es tremendamente desconsiderado.