Edelweiss S. de Wittelsbach — ID

Aún cuando la más pequeña de la familia pudiera no levantar sospecha en su comportamiento, existe, metafóricamente hablando, un mundo paralelo que no deja de ser fascinante para ella y, si se presta suficiente atención, para quienes la rodean.
Edelweiss posee un espíritu sensible y, por sobre todas las cosas, saturado por la empatía. Con su entorno –principal e inevitablemente con su familia– es muy receptiva, y no por ello entrometida con los asuntos que le son ajenos; pero, si tiene la oportunidad y el permiso para hacerlo, se abrirá en la conversación con un sin fin de preguntas que le permitan comprender el funcionamiento de las cosas. Rara vez se la ve encaprichada por algo, salvo que se esté escondiendo de algo que no pueda mencionar en voz alta. En cambio, suele mostrar una tendencia a prescindir de lo que no es necesario, en especial si es material.

Su elocuencia y educación en el habla para sus seis años de edad es incuestionable. Esto le ha generado muchísima facilidad para relacionarse con el mundo adulto. Tal vez desde la lejanía se la vea como una niña tímida, escondida detrás de las faldas de sus padres, pero cuando uno se presta a su buscar su atención, se encontrará con alguien sin duda alguna sociable. No obstante, todo tiene su contratiempo, y en este caso es que su aparente peculiaridad le ha costado el que pudiera formar más vínculos con otros niños de su edad, desde luego, haciendo excepción del pequeño Edmund.

Casi siempre se la puede encontrar inmersa en sus actividades diarias; no es fácil verla molestando al resto. Esto, sin embargo, no debería tomarse como desinterés por los miembros de su familia pues, dentro de los parámetros de su entendimiento, siempre busca proteger a los suyos, ya que teme que algo malo les pudiera suceder.

Posee una casa de muñecas y allí, posiblemente, se halle su mayor secreto. Cada una de ellas, la mayoría prefabricadas, es acondicionada a su gusto dependiendo el papel que estas representen. Puede ser su madre o su padre, los empleados del palacio, o incluso algún alma en pena que se le haya presentado. Los nombrará según estas le informen su identidad; si no le dan un nombre, les asignará el que más encaje con sus rasgos físicos o el lugar que frecuentan, y por tanto, casi nunca tienen nombres propios. No le agradan aquellas que no se comunican y simplemente la observan desde el lugar, ya que generan una fuerte sensación de intranquilidad. Con las que sí lo hacen, lejos de sentir miedo, siempre se mostrará cuanto menos curiosa y simpática. ¿Pero por qué confiarse de las que deciden abrirse a la niña? Es muy sencillo. Según ella, buscan cuidarla, o al menos así lo interpreta desde que tiene uso de razón. Claro, eso ocurre dentro de los dominios de Múnich. En París, puede ser otra historia.

Alumbrada como quinta descendiente y segunda hija mujer de los duques de Baviera, perteneciente a la dinastía de Wittelsbach, Edelweiss Sophia nace exactamente veinte minutos después de su hermano mellizo Edmund, con quien compartiría un fuerte vínculo en los años venideros. Además de que el pequeño crecería y descubriría el mundo a la par suya, este hecho sería la consecuencia de tener ausentes a sus hermanos mayores en los primeros años de su vida. Las complicaciones de su madre durante la gestación de los mellizos habría impulsado, parcialmente, la planificación de sus primeros viajes de formación en el extranjero. Previo al alumbramiento, la duquesa había sufriendo una serie de abortos espontáneos que la llevarían además, junto a su esposo, a seguir una estricta lista de cuidados a lo largo del embarazo en cuestión, siendo vigilada la mayor parte del día por el médico de familia. Fueran estas precauciones o el organismo de la misma Irene (que finalmente aparentaba dar tregua), habían razones para creer que ambos habían nacido en la más entera salubridad. Pero esta suerte no exentaría que los padres siguieran, durante un largo período de tiempo, con la sobreprotección de los niños. Como si de cristal se tratasen, se verían envueltos en todo tipo de atenciones especiales; algo que Edelweiss nunca haría fácil.

Con los primeros pasos, aparecieron también los primeros golpes contra toda estructura que estuviera en su camino, por no mencionar la afición de la niña por escapar de sus cuidadores para revolcarse en el barro, estropeando así la mayoría de los vestiditos hechos a medida. Al final del día, su rostro era un lienzo de cicatrices y suciedad. Esto contrastaba fuertemente con Edmund. Mientras él poseía una naturaleza mucho más sosegada, Edelweiss gozaba de un espíritu inquieto y extremadamente curioso; sin embargo, estas disimilitudes no impidieron que ambos gastaran horas y horas de juegos en los extensos jardines de Múnich.
Con el tiempo, a pesar de mantener intactos estos atributos, aquel atolondramiento comenzaría a mermar por un carácter más equilibrado. Tal vez, el que mantuviera aquellos niveles de actividad fue gracias a Heinrich, quien eventualmente la introdujo en el mundo de la esgrima, deporte que adoptaría con mucho amor al instante de descubrirlo.

A los tres años de edad comenzaron a verse los primeros signos de grafomotricidad, evento que sorprendió a sus progenitores de forma grata... y no tan grata también, en visto que serían ellos quienes encontraran más de un manuscrito manchado de tinta negra por la niña, quien intentaba imitarlos luego de que los observara escribir. Aprovecharon esto para educarla con la pluma, y por supuesto la lectura. Al año de comenzar sus clases, sabía recitar casi de memoria diversas composiciones poéticas, entre cuyos autores se encontraban J. W. von Goethe y A. L. Karsch. De estar presente en la hora del té, en especial si se encontraba Francheska –su querida yaya– presente, era menester poder recitarlos a viva voz.

Si así se quisiera, uno podría realizar un repertorio estricto de todos y cada uno de sus pasos (y caídas) a lo largo y ancho del reino; después de todo, a su edad, tanto los viajes como las interacciones sociales que pudiera tener eran limitados. Por el contrario, es imposible registrar el inicio de la consciencia infantil, y quizá sea esto la cosa más maravillosa de todas. La percepción entonces se torna fresca, muy aguda. De este modo, nunca sabremos el momento exacto en que Edelweiss comenzó a ver a sus "amigos imaginarios", término acuñado por aquellos que tuvieron la oportunidad de verla conversar con lo incorpóreo. Se cree que estas entidades son las almas errantes de antiguos miembros de la dinastía. Algunos de ellos son amistosos, otros son un poco maleducados, y otros, simplemente, deciden no comunicarse con ella. Suele verlos durante la caída del sol, al comienzo de la noche estrellada, justo antes de irse a dormir, cuando el movimiento y las luces del palacio son escasos.

En la actualidad, Edelweiss se encuentra al cuidado de su abuela en Baviera mientras Heinrich e Irene se hallan de vacaciones en París, quienes más tarde recibirían la noticia de que Irene llevaba otro niño (o niña) en su vientre. El infortunio no obstante encontraría a su madre nuevamente con dificultades para llevar adelante el embarazo, viéndose forzada a atrasar su regreso al ducado germano. Esto llevará a Francheska a trasladarse hasta la capital francesa en compañía de los mellizos, quienes extrañan a sus padres.