AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
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Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
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Las velas apagadas siguen estando donde las dejamos, y a su lado descansa el libro a medio abrir que nos proponíamos estudiar, o la flor preparada que hemos lucido en el baile, o la carta que no nos hemos atrevido a leer o que hemos leído demasiadas veces. Nada nos parece que haya cambiado. De las sombras irreales de la noche renace la vida real que conocíamos. Hemos de continuar allí donde nos habíamos visto interrumpidos, y en ese momento nos domina una terrible sensación, la de la necesidad de continuar, enérgicamente, el mismo ciclo agotador de costumbres estereotipadas, o quizá, a veces, el loco deseo de que nuestras pupilas se abran una mañana a un mundo remodelado durante la noche para agradarnos, un mundo en el que las cosas poseerían formas y colores recién inventados, y serían distintas, o esconderían otros secretos, un mundo en el que el pasado tendría muy poco o ningún valor, o sobreviviría, en cualquier caso, sin forma consciente de obligación o de remordimiento, dado que incluso el recuerdo de una alegría tiene su amargura, y la memoria de un placer, su dolor.
«El retrato de Dorian Gray» – Oscar Wilde
«El retrato de Dorian Gray» – Oscar Wilde
Cuando se conoce a alguien nunca se está seguro de cuánto tiempo formará parte de tu vida esa persona. Los caminos se pueden cruzar durante la brevedad de unos minutos o, por el contrario, entrelazarse hasta la muerte de cualquiera de los presuntos implicados. Lo que nunca esperaba «la duquesita», que no Caperucita, era que iba a enredar las hiedras de su destino a las del destino de «el cazador» durante algo más que unos míseros segundos de postiza atención. Pero aquella atención había sido verdadera. En ambos sentidos. Y de repente habían pasado diez años en un suspiro; aunque apelar a la celeridad del tiempo cuando en realidad habían sucedido demasiadas cosas durante esa década podría entenderse como una falta de respeto para los protagonistas de esta historia, pues nadie consideraba más valioso su tiempo que ellos dos.
Y habían decidido concederse unos cuantos ratitos para el otro.
Hay quien lo llamaría amistad y hay quien lo llamaría interés. Relacionarse hasta que uno no le hiciera falta a la otra —o viceversa—, hasta que fuera inservible, inútil, hasta que ya no pudiera sacarle provecho. Pero un encuentro que había nacido de la vanidad, de la soberbia y, sobre todo, de la inseguridad se había terminado convirtiendo en una de las relaciones más estables que tanto una como el otro —o viceversa— podrían tener nunca.
Salvo alguna contada excepción.
Para Irene de Wittelsbach una de esas excepciones era su amado Heinrich, cuya presencia en aquel momento, casi como diez años atrás —aunque salvando las distancias—, se cernía sobre ella como una oscura sombra, como una férrea soga atada a su cuello de cisne, dispuesta a desgañitarla, a decapitarla, a arrancar de cuajo todas sus cuitas y sustituirlas por la muerte, aunque siguiera viva. Aunque precisamente era la falta de la presencia de su marido lo que la arrastraba por el camino de la amargura; un camino que había recorrido demasiadas veces en los años que llevaban juntos, no siempre por cuestiones maritales, y que cada vez pisaba con más ahínco a pesar de que exteriormente se la notara más ligera. Quizá parte de esa ligereza aparente fuera porque, una vez más, había sido incapaz de quedarse embarazada.
Los días anteriores a esa noche desolada Heinrich había hecho gala de un enfado que a Irene la tenía sumida en una inseguridad terrible, unas aguas en las que no navegaba desde que había dejado de ser una niña ingenua para comenzar a ser una maestra en tretas. Los secretos y las mentiras se habían convertido en un lenguaje más que dominaban tanto su pluma como su lengua. Parte de todo aquello eran, indudablemente, las cartas que se había estado intercambiando con Fausto, los encuentros con él conversando sobre la arrogancia de Dios, cualidad de la que ambos también gozaban, y otras tantas charlas que podrían catalogarse de muchas cosas, pero jamás podrían denominarse «banales».
Irene y Fausto habían conseguido desarrollar un idioma propio que solo ellos conocían, habían alcanzado un grado de entendimiento en el que, muchas veces, sobraban las palabras. Y quizá por eso, a pesar de que se habían citado a la mañana siguiente, el cazador de ojos tormentosos se hallaba allí antes de tiempo. Parecía que, como en aquel primer encuentro, estaban predestinados a verse de noche.
En cuanto oyó los pasos del recién llegado, Irene se giró, copa de vino en mano y en camisón, extrañamente desnuda y vulnerable, en un sentido más metafórico que literal, pero con un poco de ambos. Se encontraba sola en un castillo repleto de gente. Sola, consigo misma en la intimidad. Pero la luz siempre termina por atraer a las polillas.
—¿Y bien? ¿A cuántos seres aberrantes has matado esta vez? La poderosa mano de Dios se cobra muchas vidas a través de las tuyas y a ti parece no importarte en absoluto.
¿Y a ella? ¿Acaso le importaba a ella? Porque la realidad era que le traía sin cuidado y más en aquel momento, en el que estaba ligeramente embriagada, no se sabía si por el alcohol o la pena, posiblemente un poco por ambos. El fuego de la chimenea de la biblioteca, que era la gran sala en la que se encontraban, se reflejaba en su mirada, dotando de un brillo triste, y al mismo tiempo poderoso, a los ojos, que los tenía irritados, ligeramente rojos, haciendo juego con el vino granate y el ardor de sus entrañas.
—No te sientas culpable por estar aquí a estas horas —dijo como si Fausto supiera lo que era la culpa o, mejor dicho, como si pudiera extirparla de él—. No podía dormir.
Pronunció aquellas palabras al mismo tiempo que posaba el cáliz en una de las superficies de madera que abundaban en la decoración del salón. Seguidamente, le sirvió una copa a Fausto de uno de los licores que había en el mueble bar y luego se sentó en una de las sillas que daban a la mesa de ajedrez, no sin recuperar previamente su bebida, a la cual le dio un trago antes de decir:
—La reina es consciente desde el principio de que todo el mundo quiere su cabeza y el rey está dispuesto a sacrificarse por ella. ¿No es irónico cuando a las mujeres siempre se nos ha ejecutado por las nimiedades más caprichosas? Si mi esposo no fuera tan comprensivo, habrían crecido flores de mis huesos tiempo ha. Y mi aliento se habría fundido con el vapor de la niebla del cementerio. Nadie me recordaría ya porque mi pecado es no poder darle más hijos. ¿Qué hay de malo en mí, Fausto? ¿Por qué el Señor me castiga?
Todo aquello lo expresó mirando la cuadrícula del tablero, al menos lo que le permitían las luces que provenían de las velas y el hogar —irónico emplear un sustantivo que había perdido fuerza en una de sus acepciones—. Sin embargo, al preguntar lo último alzó la mirada, encontrándose, por primera vez en aquella noche, con la de Fausto, quien la observaba desde una altura inalcanzable.
—Dime que hay un motivo. Que hay una razón para este dolor que siento en el pecho. Quiero arrancármelo de aquí —agregó clavándose las uñas en esa zona del cuerpo en un breve instante que se la dejó con un rubor similar al de sus mejillas.
Y habían decidido concederse unos cuantos ratitos para el otro.
Hay quien lo llamaría amistad y hay quien lo llamaría interés. Relacionarse hasta que uno no le hiciera falta a la otra —o viceversa—, hasta que fuera inservible, inútil, hasta que ya no pudiera sacarle provecho. Pero un encuentro que había nacido de la vanidad, de la soberbia y, sobre todo, de la inseguridad se había terminado convirtiendo en una de las relaciones más estables que tanto una como el otro —o viceversa— podrían tener nunca.
Salvo alguna contada excepción.
Para Irene de Wittelsbach una de esas excepciones era su amado Heinrich, cuya presencia en aquel momento, casi como diez años atrás —aunque salvando las distancias—, se cernía sobre ella como una oscura sombra, como una férrea soga atada a su cuello de cisne, dispuesta a desgañitarla, a decapitarla, a arrancar de cuajo todas sus cuitas y sustituirlas por la muerte, aunque siguiera viva. Aunque precisamente era la falta de la presencia de su marido lo que la arrastraba por el camino de la amargura; un camino que había recorrido demasiadas veces en los años que llevaban juntos, no siempre por cuestiones maritales, y que cada vez pisaba con más ahínco a pesar de que exteriormente se la notara más ligera. Quizá parte de esa ligereza aparente fuera porque, una vez más, había sido incapaz de quedarse embarazada.
Los días anteriores a esa noche desolada Heinrich había hecho gala de un enfado que a Irene la tenía sumida en una inseguridad terrible, unas aguas en las que no navegaba desde que había dejado de ser una niña ingenua para comenzar a ser una maestra en tretas. Los secretos y las mentiras se habían convertido en un lenguaje más que dominaban tanto su pluma como su lengua. Parte de todo aquello eran, indudablemente, las cartas que se había estado intercambiando con Fausto, los encuentros con él conversando sobre la arrogancia de Dios, cualidad de la que ambos también gozaban, y otras tantas charlas que podrían catalogarse de muchas cosas, pero jamás podrían denominarse «banales».
Irene y Fausto habían conseguido desarrollar un idioma propio que solo ellos conocían, habían alcanzado un grado de entendimiento en el que, muchas veces, sobraban las palabras. Y quizá por eso, a pesar de que se habían citado a la mañana siguiente, el cazador de ojos tormentosos se hallaba allí antes de tiempo. Parecía que, como en aquel primer encuentro, estaban predestinados a verse de noche.
En cuanto oyó los pasos del recién llegado, Irene se giró, copa de vino en mano y en camisón, extrañamente desnuda y vulnerable, en un sentido más metafórico que literal, pero con un poco de ambos. Se encontraba sola en un castillo repleto de gente. Sola, consigo misma en la intimidad. Pero la luz siempre termina por atraer a las polillas.
—¿Y bien? ¿A cuántos seres aberrantes has matado esta vez? La poderosa mano de Dios se cobra muchas vidas a través de las tuyas y a ti parece no importarte en absoluto.
¿Y a ella? ¿Acaso le importaba a ella? Porque la realidad era que le traía sin cuidado y más en aquel momento, en el que estaba ligeramente embriagada, no se sabía si por el alcohol o la pena, posiblemente un poco por ambos. El fuego de la chimenea de la biblioteca, que era la gran sala en la que se encontraban, se reflejaba en su mirada, dotando de un brillo triste, y al mismo tiempo poderoso, a los ojos, que los tenía irritados, ligeramente rojos, haciendo juego con el vino granate y el ardor de sus entrañas.
—No te sientas culpable por estar aquí a estas horas —dijo como si Fausto supiera lo que era la culpa o, mejor dicho, como si pudiera extirparla de él—. No podía dormir.
Pronunció aquellas palabras al mismo tiempo que posaba el cáliz en una de las superficies de madera que abundaban en la decoración del salón. Seguidamente, le sirvió una copa a Fausto de uno de los licores que había en el mueble bar y luego se sentó en una de las sillas que daban a la mesa de ajedrez, no sin recuperar previamente su bebida, a la cual le dio un trago antes de decir:
—La reina es consciente desde el principio de que todo el mundo quiere su cabeza y el rey está dispuesto a sacrificarse por ella. ¿No es irónico cuando a las mujeres siempre se nos ha ejecutado por las nimiedades más caprichosas? Si mi esposo no fuera tan comprensivo, habrían crecido flores de mis huesos tiempo ha. Y mi aliento se habría fundido con el vapor de la niebla del cementerio. Nadie me recordaría ya porque mi pecado es no poder darle más hijos. ¿Qué hay de malo en mí, Fausto? ¿Por qué el Señor me castiga?
Todo aquello lo expresó mirando la cuadrícula del tablero, al menos lo que le permitían las luces que provenían de las velas y el hogar —irónico emplear un sustantivo que había perdido fuerza en una de sus acepciones—. Sin embargo, al preguntar lo último alzó la mirada, encontrándose, por primera vez en aquella noche, con la de Fausto, quien la observaba desde una altura inalcanzable.
—Dime que hay un motivo. Que hay una razón para este dolor que siento en el pecho. Quiero arrancármelo de aquí —agregó clavándose las uñas en esa zona del cuerpo en un breve instante que se la dejó con un rubor similar al de sus mejillas.
Última edición por Irene de Wittelsbach el Mar Ene 31, 2023 6:34 am, editado 4 veces
Irene de Wittelsbach- Realeza Germánica
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
No siempre podemos decir con certeza qué es lo que nos mantiene encerrados, lo que nos confina, lo que parece enterrarnos. Y, sin embargo, sentimos ciertas barreras, ciertas rejas, ciertos muros. ¿Es toda esa ilusión, parte de nuestra imaginación? ¿Una fantasía? No lo creo. Y entonces nos preguntamos: ¿Durará mucho? ¿Durará para siempre? ¿Durará toda la eternidad? ¿Y sabes qué es lo que nos libera de esa prisión? Cada profundo y genuino afecto. Ser amigos, ser hermanos; amar. Eso es lo que abre la prisión; con un poder supremo, con una especie de magia. Sin eso, nos morimos. Pero allá donde renace el afecto, renace la vida.
—Carta de Vincent Van Gogh a su hermano, julio de 1880.
—Carta de Vincent Van Gogh a su hermano, julio de 1880.
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La ambición atorada en la poesía se convierte en leyenda. La leyenda sobrevive en el tiempo con los enseres más gélidos de la moraleja. La moraleja se convierte en una matrioshka desvelada por la ausencia del cariño y el despellejado insomnio de mil vidas asesinadas al nacer.
Una tríada rebozada en pálpitos, acunada por la mayor intensidad, que, pese a ello, sólo continúa en pie por no sentir nada.
Miles de artistas han errado a lo largo de los siglos enalteciendo las emociones cuando la cruenta verdad es que, a más alta su expresión, más frío su resultado. Pues los ideales deben elevarse en lo más abstracto para encajar siempre en el mismo modelo, en la misma historia, en la misma moraleja. ¡Cuántos engañosos románticos se han declarado enamorados del amor y han despreciado la práctica humana para emborracharse del ego! ¿Y no se les alaba a ellos gracias a sus taimadas obras y, en cambio, se desprecia al único corazón germano que es capaz de confesar su propia apatía?
El Diablo se había estado frotando las manos al espiar a la presa que tanto se le resistía. Había visto a su pródigo retoño abandonarse durante aquella década epistolar en la que decidiera retar a toda su exterminadora filosofía y permitir que sus palabras regresaran, una y otra vez, a sus tierras natales para que las mofas y las soberbias que tan bien ahuyentaban la compañía encontraran, de tanto en tanto, la lectura de la amistad bajo el sello de una rosa.
¡Menos trascendencia en el habla! No tenía nada de peculiar entretenerse con las piedrecitas del camino si éstas habían sido pulidas con pulcritud y elegancia. Demasiado incautas y eventuales eran las ocasiones en las que otro ser pensante destacaba lo bastante como para conseguir enarcarle la ceja y torcerle los labios. No le habían enseñado a desaprovechar las oportunidades estilosas de desarmar al tedio. ¡Ni siquiera el hijo de Caín al que una vez llamara «padre» se habría podido abstener y dejar que aquella naranja se escurriera definitivamente de sus dedos!
Decidme ¿Cómo iba a poder hacerlo él? Y decídmelo otra vez, con un poco más de arrugas en la frente y sangre en el esternón: ¿Cómo iba a poder hacerlo ahora que sentía —sin errores al seleccionar ese verbo entre su inerte y esplendorosa caligrafía— que ya no había grietas en sus muros, pero sólo porque la oscuridad las había cubierto todas?
Aquel entretenimiento —¿y habría errores en la selección de ese sustantivo?— se había dilatado lo bastante como para confundirse con el hábito de los viajeros. Sus cartas con la duquesa que envenenaba a los demás desde su trono y escribía sobre los sentimientos que vivían por encima de su altivo cuello, a esas cartas ya estaba igual de acostumbrado que a pisar la cubierta de mil barcos, espolear mil cabalgaduras y perder la vista en las ruedas de mil paisajes dejados continuamente atrás en carruaje. ¿En qué momento sus intercambios intelectuales habían creado su propio lenguaje, hasta el punto de que una mirada bastara para ser la pluma definitiva en el crepitante papel de sus rostros? Incluso había accedido a sumarle más excepciones a su repertorio y matar algún que otro humano sin interés sobrenatural. ¡Qué irónico inconveniente, la sequía de escrúpulos que Fausto profesaba hacia las vidas ajenas, que, gracias a ella y por culpa de su afinidad con la antigua niña ingenua, en sus encargos ya no le importaba despojarse momentáneamente del mismo título que había cultivado para arrasar con la inmortalidad!
Más inconveniente aún era aquella noche tan específica, en la que un tempus fugit sangraba, desencajado, entre las garras del cazador, que acudía a su cita con aquella amalgama de excepciones tras haber saboreado las cenizas de otro vampiro. Uno que se distinguía del resto por conocer de primera mano al maestro que murió bajo la suya. No esperaba mentar el nombre de Georgius en voz alta horas antes de hacerlo con el de Irene, la escasa prueba de sus relaciones a través del tiempo. Irene, el único insulto a una realidad que no podía olvidar porque vivía literalmente cosida a su cráneo.
—Si tuviera una memoria banal, ya habría perdido la cuenta de las veces que te he dicho que no malgastes tu despecho conmigo. —le devolvió el saludo desde el mismo ácido de la teatralidad— ¿Te sientes mejor sermoneando a la mano que nunca te atreves a accionar, pero de la que te beneficias siempre? No veo que te pierdas en esa clase de juicios cada vez que la reclamas para tu provecho. Así acaban quienes se emborrachan de poder y pretenden curarse la resaca con sentimientos, pecando de la incongruencia más lamentable.
La penumbra del fuego, que, a su vez, salpicaba un intermitente matiz bermejo, bañó la silueta de Fausto al entrar en la estancia. Y quizá fuera la visión de Irene con menos capas metafóricas y literales que recibían, sin temor, la entrada de sus insolentes pisadas; o la invisible insistencia de sus heridas del pasado provocando una hemorragia interna, pero el hombre realizó uno de los actos más mundanos que, sin embargo, muy pocos presenciaban: se desprendió de su largo y oscuro abrigo. Lo más parecido a verle desnudo que atesoraban algunas personas. La pureza de su holgada camisa blanca casi resplandeció, absorbida únicamente por el amarre de su chaleco negro y la corbata que empezó a deshacerse mientras caminaba y escuchaba la melancolía en boca de su anfitriona.
—La realeza y su continua mona vestida de seda. Por más que pasen los años, ni el oro ni el saber las diferencian de cualquier otro estercolero. Son como zarigüeyas atrapadas en la verja de su propio jardín, desesperadas por alimentarse de rosas cuando, en realidad, sólo se comen las garrapatas. Fango y sangre adornan toda su descripción, la mezcla más humana de todas, pintarrajeada a lo ancho y largo del mundo. Hay algo de fascinante en su tonalidad. ¿Será por eso que a vuestra familia os enloquece tanto obtenerla?
El licor que Irene le había preparado ya traspasaba su garganta unas cuantas frases atrás. A continuación, sin remilgos, ni ningún miramiento protocolario, se adelantó por su propio pie hacia el mueble bar, donde se sirvió su siguiente remesa, del mismo vino que ella. A sabiendas de que una juventud junto al ser más docto y hedonista de cuantos habían vivido sin respirar le habían vuelto desesperantemente inmune a los efectos del alcohol.
—Descendencia, ¿eh? Un bien tan necesario como excesivo. Preocupaos más por aumentar a vuestros hijos en educación, y no en número. Al final, las familias acaban llenas de miembros y sólo unas pocas cabezas pensantes. Es fácil discernir en qué categoría has entrado tú desde bien niña. Tu marido no te mantiene cerca por comprensión ni por ninguna otra emoción condescendiente, sino porque los caprichos de la biología jamás podrán cambiar lo innegablemente valiosa que eres para tu matrimonio y para tu estirpe. Tu legado es tuyo y te lo has ganado, así que deja de lamentarte.
La falta absoluta de consideración era su mejor consuelo. Si justamente entonces la mujer se hallaba en el estado más vulnerable y menos receptivo, el errante al que se atrevía a llamar «amigo» no iba a concederle otra de sus pertinaces excepciones.
O eso creía.
—Eres tú la que se castiga día y noche entregándole tus suspiros al más saturado de los ídolos. A veces, creo que únicamente hablas de Dios conmigo porque necesitas que haya alguien capaz de insultarlo en voz alta. Muy en el fondo, debes de encontrar algún alivio en mi insolencia. ¿No lo has pensado?
Y en ese preciso instante, la volvió a mirar directamente a los ojos, disuadido únicamente por la mano de ella que continuaba en su propio pecho, retorcida bajo la sensualidad de los claroscuros que, si brillaron bajo la implacable mirada del erudito, eligieron la humedad de sus labios para hacerlo.
—Sólo los débiles buscan explicaciones para su dolor. Algún día, tendrás que aceptar que te has equivocado conmigo, Irene.
Podía ser esa misma noche.
Última edición por Fausto el Sáb Ene 21, 2023 11:43 am, editado 10 veces
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
Me desconcierta tanto pensar que Dios existe, como que no existe.
Gabriel García Márquez
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Dios ha sido y es el centro de muchas civilizaciones, sobre todo europeas. Y por más que se niegue su nombre tres veces —o las que hagan falta—, no va a cambiar este hecho. Irene se jactaba, siempre en la intimidad, de no creer en aquel al que históricamente se le había profesado tal devoción que había gente que entregaba su vida a la causa. Se habían librado guerras en su nombre y se habían gobernado tierras siguiendo su dogma sin pestañear. Pero a la hora de la verdad, en momentos como en el que ahora se encontraba, la duquesa no podía evitar cometer el error de creer o, al menos, de creer que creía. Arrastraba hacia sí una fe de la que renegaba normalmente, como se arrastraba ella por Él. Le rezaba de forma desesperada entre sollozos hasta que, si había suerte, se dormía. Fantaseaba con la idea de un dios que le rendía culto a ella y no al revés, un dios que cumplía todos sus deseos.
Pero eran eso, fantasías. La realidad era mucho más desoladora, mucho más solitaria y cruel. ¿Acaso es correcto hablar de soledad cuando se tiene una familia numerosa? Para Irene nunca parecía ser suficiente. Quizá tenía que ver con el hecho de que siempre le habían hecho querer más y más. El deseo nunca tenía fin, sobre todo si este vivía un idilio con la ambición.
¿Cómo le vas a negar algo a quien siempre ha tenido todo cuanto ha querido?
Y más, mucho más.
Incluso sin ser consciente de ello.
Cegada por esa privación de sus anhelos y mezclándose esta con la melancolía que la situación de vulnerabilidad en la que se encontraba le provocaba, se levantó de la silla y se dirigió hacia donde estaba Fausto. Ni el rubor de sus mejillas ni el de su pecho temblaron cuando alzó la mano para propinarle una bofetada tras oírle pronunciar la última palabra.
—No te permito tal insolencia hacia mí ni hacia mi familia. —Lo decía dolida de verdad porque tenía la mandíbula tensa y el brillo de los ojos no solo no menguó ni un ápice, sino que, además, se avivó—. ¿Vienes a darme clases de teología? Porque si es así, puedes ahorrártelas. Ya sé todo lo que hay que saber sobre Dios y sobre el yugo bajo el que nos tiene bien sujetos —pese a que tenían bastante confianza entre ambos, era extraño que Irene hablase así de la figura central del cristianismo con otra persona que no fuera su marido.
Podía echarle la culpa al alcohol o al fulgor que emanaba la mirada de Fausto, pero la realidad era que su lengua se había soltado de aquella manera porque era lo que siempre había pensado. Los hombres eran marionetas de las deidades que ellos mismos habían inventado. ¡Cuán irónico resultaba cuando solo querían poder sobre los demás!
Pero aquella insolencia no dimanaba de un deseo de poder de Fausto por encima de Irene, sino que se dio porque con los años él se había ganado el derecho a hablar con una franqueza que a nadie ella le podría permitir. Al menos habría sido así si aquel varón hubiera pedido alguna vez permiso, pues su trato hacia los demás siempre había sido así y no era algo que se hubiera «ganado» con el paso del tiempo. La diferencia con otras veces era que Irene no estaba dispuesta a dejarle traspasar todas las líneas. Dios podía haberla derrotado, pero Fausto no.
—No finjas ahora que detestas la mano que te da de comer. —La amargura se derramaba por su boca del mismo modo que había hecho previamente el vino por su garganta—. Que tú carezcas de ciertos anhelos y experiencias no te da potestad para despreciar los del resto.
Ni siquiera aquellas opiniones más amables que se habían mezclado entre el ácido corrosivo que había escupido el cazador calmaron el dolor de Irene, que en ese momento se sentía atacada hasta por quien creía de su lado. Y a su modo lo estaba, solo que era incapaz de verlo.
Tras decir aquello, le dio la espalda y avanzó un par de pasos hasta llegar otra vez al tablero de ajedrez. Tentada a tirar la reina al fuego, al final, simplemente apretó la figura en el interior de la mano y los nudillos se le pusieron blancos. Seguidamente, la puso de nuevo en el tablero, en el hueco que debía ocupar aquella pieza y no en otro.
—¿Quieres jugar? —¿Se refería solo al ajedrez o al juego al que ambos llevaban jugando toda la vida con el mundo y con todas las personas que habitaban en él?—. Quizá prefieres irte a dormir. Llamaré a Jaqueline para que te prepare los aposentos —dijo en un tono lánguido, en contraste con el que había usado previamente y a juego con su estado de ánimo de los últimos días, e hizo ademán de marcharse a buscar a la doncella mentada.
Pero eran eso, fantasías. La realidad era mucho más desoladora, mucho más solitaria y cruel. ¿Acaso es correcto hablar de soledad cuando se tiene una familia numerosa? Para Irene nunca parecía ser suficiente. Quizá tenía que ver con el hecho de que siempre le habían hecho querer más y más. El deseo nunca tenía fin, sobre todo si este vivía un idilio con la ambición.
¿Cómo le vas a negar algo a quien siempre ha tenido todo cuanto ha querido?
Y más, mucho más.
Incluso sin ser consciente de ello.
Cegada por esa privación de sus anhelos y mezclándose esta con la melancolía que la situación de vulnerabilidad en la que se encontraba le provocaba, se levantó de la silla y se dirigió hacia donde estaba Fausto. Ni el rubor de sus mejillas ni el de su pecho temblaron cuando alzó la mano para propinarle una bofetada tras oírle pronunciar la última palabra.
—No te permito tal insolencia hacia mí ni hacia mi familia. —Lo decía dolida de verdad porque tenía la mandíbula tensa y el brillo de los ojos no solo no menguó ni un ápice, sino que, además, se avivó—. ¿Vienes a darme clases de teología? Porque si es así, puedes ahorrártelas. Ya sé todo lo que hay que saber sobre Dios y sobre el yugo bajo el que nos tiene bien sujetos —pese a que tenían bastante confianza entre ambos, era extraño que Irene hablase así de la figura central del cristianismo con otra persona que no fuera su marido.
Podía echarle la culpa al alcohol o al fulgor que emanaba la mirada de Fausto, pero la realidad era que su lengua se había soltado de aquella manera porque era lo que siempre había pensado. Los hombres eran marionetas de las deidades que ellos mismos habían inventado. ¡Cuán irónico resultaba cuando solo querían poder sobre los demás!
Pero aquella insolencia no dimanaba de un deseo de poder de Fausto por encima de Irene, sino que se dio porque con los años él se había ganado el derecho a hablar con una franqueza que a nadie ella le podría permitir. Al menos habría sido así si aquel varón hubiera pedido alguna vez permiso, pues su trato hacia los demás siempre había sido así y no era algo que se hubiera «ganado» con el paso del tiempo. La diferencia con otras veces era que Irene no estaba dispuesta a dejarle traspasar todas las líneas. Dios podía haberla derrotado, pero Fausto no.
—No finjas ahora que detestas la mano que te da de comer. —La amargura se derramaba por su boca del mismo modo que había hecho previamente el vino por su garganta—. Que tú carezcas de ciertos anhelos y experiencias no te da potestad para despreciar los del resto.
Ni siquiera aquellas opiniones más amables que se habían mezclado entre el ácido corrosivo que había escupido el cazador calmaron el dolor de Irene, que en ese momento se sentía atacada hasta por quien creía de su lado. Y a su modo lo estaba, solo que era incapaz de verlo.
Tras decir aquello, le dio la espalda y avanzó un par de pasos hasta llegar otra vez al tablero de ajedrez. Tentada a tirar la reina al fuego, al final, simplemente apretó la figura en el interior de la mano y los nudillos se le pusieron blancos. Seguidamente, la puso de nuevo en el tablero, en el hueco que debía ocupar aquella pieza y no en otro.
—¿Quieres jugar? —¿Se refería solo al ajedrez o al juego al que ambos llevaban jugando toda la vida con el mundo y con todas las personas que habitaban en él?—. Quizá prefieres irte a dormir. Llamaré a Jaqueline para que te prepare los aposentos —dijo en un tono lánguido, en contraste con el que había usado previamente y a juego con su estado de ánimo de los últimos días, e hizo ademán de marcharse a buscar a la doncella mentada.
Irene de Wittelsbach- Realeza Germánica
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
No tenía nada y, sin embargo, nada me faltaba: el anhelo por la verdad y el placer de la alucinación.
«Fausto» – Johan Wolfgang Goethe
«Fausto» – Johan Wolfgang Goethe
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Un buen cazador sabía colocarse contra el viento, donde las argucias de la naturaleza camuflaran su aroma ante sentidos mucho más desarrollados que los suyos. La sobrenaturalidad lo había criado y, por tanto, de la sobrenaturalidad sabía guardarse. Así se formaba el hombre que convertiría la ramita de un árbol en el arma más letal, compensando todas las perfectas variaciones de las herramientas de poder que ya dominaba. Filo, pólvora y plata temblaban bajo su impasible pulso y perforaban todo tipo de carne con especial interés si él los impulsaba. Ésa era la gracia de los cazadores, que, a pesar de su humanidad, derrotaban a lo imposible.
Ésa era la cruz de Fausto, que, a pesar de lo imposible, derrotaba a su humanidad.
Había demasiada información expuesta, al rojo vivo de una chimenea y una sala oscurecida por la verdad, en el hecho de que el guerrero que nunca dormía fuera capaz de esquivar las tres dentaduras de Cerbero, pero una mujer ebria con la piel de seda acabara de abofetearle la cara. Había acudido a su cita, consciente del peligro en las excepciones que tejían aquella larga travesía como su conversador y confidente sobre el papel y la tinta. Y en lugar de hallar algo de consuelo en la narcótica falta de costumbre hacia los sentimientos, éstos le demostraban una vez más lo que podían hacer: daño. Incluso si la ironía de su estilo de vida convertía agresiones tan fútiles en caricias. He ahí la cuestión.
¿He ahí? ¿Dónde, acaso? ¿En que una simple bofetada no le hiciera un daño tangible y, sin embargo, le hubiera dolido? ¿O en que la misma persona que defendía tan solemnemente las emociones hubiera sobrepasado las barreras físicas para arrojarle una tan negativa como el desprecio?
¿Y qué otra clase de emoción iba a ser capaz de suscitar en los demás el maltratado hijo del Diablo?
—Muy bien. Te prefiero enfadada antes que triste.
Otra confesión más propia de las traiciones del vino que de aquella coraza repleta de lava que blindaba su interior. Tal vez, Irene estuviera ebria por el alcohol y Fausto, por la nostalgia.
—No eres la que más está permitiendo de los dos, cachorra —declaró, y después volvió a beber de su copa, imperturbable desde que le había golpeado la mejilla—. Para ya de engañarte.
Le dijeron los colmillos de la serpiente al juicioso ego de Yahveh.
La permisión estaba engañosamente asociada a la superioridad cuando, realmente, en su campo brotaban las semillas de la debilidad. Un cazador no permitía que las bestias se acercaran a él, por eso tenía que ser mucho peor que ellas. Y por eso también había una lectura todavía peor para el amoral credo de Fausto: la que escondía el auténtico significado de permitirle a Irene acercarse hasta donde nadie más lo hacía en esos instantes de su vida.
—Si de verdad piensas que tú me das de comer en un sentido figurado, o más irrisorio aún, que yo soy capaz de detestar algo, no haces más que confirmar todo lo que he dicho.
Siguió hablando de cara al fuego, justo donde le había dirigido el golpe de su anfitriona. Sus pupilas azules reflejaban aquel color centelleante y complementario, proveniente del infierno que llevaba tatuado en su cabeza. Se le estaba agotando la paciencia, mientras el orgullo que le instaba año tras año a romper esa relación era el mismo que le disuadía de terminar haciéndolo. Porque si se alejaba de Irene, confirmaría la clase de influencia que tenía sobre él, y eso era sencillamente imposible. Quien se dedicaba a destruir la inmortalidad para que su corazón dejara de sangrar no podía sentir nada.
O bien, no podía permitirselo.
Volvió la cara hacia Irene, esa excepción a tantas normas que se atrevía a hablarle de permisiones. Si se alejaba de ella, se rendía ante la más humillante de sus contradicciones. Si la dejaba acercarse, también… ¿Qué le quedaba, entonces?
—No sabía que fueras tú la que detestara mis palabras hasta tal punto; en eso te concedo haberme sorprendido.
Con ningún otro de sus contratantes se enzarzaba en debates tan intensos acerca de la moral y el poder. Si eso decía más en contra del demonio que tapaba sus cuernos, o de la duquesa que le adjudicaba a éste sus ejecuciones… no podría decidirlo una partida de ajedrez.
Pero sí sus jugadores.
En el momento que Irene hizo aquel ademán de marcharse, Fausto la acorraló con sus movimientos y en cuanto la mujer tuvo que alzar el mentón para corresponder su mirada, él alargó el brazo hacia el tablero para iniciar la partida.
—Deja el sueño para los soñadores —habló, casi en un susurrado gruñido, sin haberle apartado los ojos en ningún momento.
Al cabo de lo que fue la tortura más silenciosa del tiempo que sometía sus cuerpos a esa distancia, finalmente tomó asiento al otro lado de la mesa, y a pesar de todo, continuó mirando hacia su anfitriona. No había necesitado hacerlo con el tablero para asegurarse de que había sido el caballo su primer elegido, posicionado delante de sus propios peones. También supo perfectamente que, a pesar de todo, estaba jugando con las tropas oscuras, como no podía ser de otra manera.
—Te toca.
Allí, el blanco era un color demasiado puro para tener ventaja.
Última edición por Fausto el Mar Feb 28, 2023 1:26 pm, editado 4 veces
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
Desaparecerá la escarcha, el óxido, la tentación de no empezar hasta mañana lo que pueda salvarnos hoy.
«Inercia» – Izal
«Inercia» – Izal
Las emociones son sinónimo de debilidad. Así se lo había hecho saber el mundo y así se lo había repetido Fausto mil veces. Irene no quería ser débil, pero por encima de todo no debía aparentarlo, porque eso sí que era algo que no podía permitir. La cabeza siempre alta y la mirada impasible, así era la Irene en sociedad. ¿Pero cómo no iba a derrumbarse esa fachada cuando se hallaba sola? ¿Cómo no mirarse en cada espejo para intentar observar minuciosamente cada detalle de su alma que osaba asomarse a través del azul de sus ojos? Un azul que se desbordaba con más frecuencia de la que le gustaría, creando océanos enteros en los que sumergía el cuerpo. Y entonces los párpados se cerraban y todo era calma.
Al menos durante unos segundos.
Luego volvía la realidad. De golpe porque esta nunca paraba. Venían reuniones y bailes y conversaciones soporíferas. Otras que no lo eran tanto, pero en las que supuestamente no debía participar. Algún día se podría haber mordido la lengua hasta hacerse sangre si no la hubieran criado para aprender a callar y a hablar cuando tocaba. Afortunadamente, contaba con el privilegio de un marido que escuchaba todas las palabras que no se tragaba y que solo anotaba mentalmente para expresarlas en voz alta después, lejos de miradas que en realidad eran igual de altivas que la suya, pero nunca poseían tanto brillo.
Pero como en todo, hasta en eso había excepciones. Y cuando se daban tales excepciones, la apatía desaparecía de esos iris que pertenecían a una persona que podría, de hecho, haber inventado el verbo «sentir». Por eso ella mejor que nadie sabía que las emociones son muy valiosas.
Todo el mundo tiene sentimientos, incluso Fausto, aunque se empeñase en hacer ver lo contrario. Se puede aprender a controlarlos, a disimularlos hasta hacerlos invisibles para los demás y hasta para uno mismo, pero están ahí. Cualquier día, el volcán podría dejar de estar latente y entrar en erupción. Así se lo había enseñado la experiencia. Entender que todo el mundo tiene sentimientos le da el poder a uno de jugar con los de los demás. A eso también estaba acostumbrada. Si caminas entre hienas, acabas convirtiéndote en una. Aunque Irene era mucho más sutil que eso y antes de que te dieras cuenta, podía tener tus agallas colgando de los dedos.
Podía fingir que todo lo que pasaba allí era fingido, que todo lo que había dicho y hecho había sido para manipular a Fausto, para hacer que este se quedara simplemente porque no deseaba estar sola ni una noche más, pero la realidad era que aquella languidez y aquella profunda desdicha eran completamente sinceras. Precisamente porque las emociones te hacen débil. Y sí, son valiosas, pero mayormente lo son para los demás. Cuando se trata de uno mismo, normalmente, hay decepción y un deseo terrible de no volver a mirarse en los espejos, mucho menos para encontrarse. ¡Y de observarse el alma ni hablemos!
La duquesa estaba dispuesta a marcharse a buscar a Jaqueline cuando el cazador se interpuso en su camino. Quería volver a quedarse sola, como un perro viejo cuando está a punto de morir. Pero él no iba a permitírselo. Porque la prefería enfadada antes que triste, había dicho, y aunque el enfado no precisa de compañía, se luce mucho más si la tiene. Se aviva como el fuego con las voces y las miradas de otros, con las palabras y el tono adecuados. Mas no fue ira, ni enfado ni rabia lo que se vio en los ojos de Irene cuando alzó el mentón para ir a buscar —y encontrar— los de Fausto. No fue tristeza, tampoco, ni fue timidez. Una sonrisa tan cálida como los graves que se escaparon de aquella garganta al responder a su invitación le inundó el rostro durante un efímero instante antes de transformarse en seriedad absoluta. Y es que cuando aquellos dos egos jugaban al ajedrez, se generaba un aura de concentración que casi podía palparse, como sus cuerpos en ese momento. Irene a esa distancia se encontraba tan vulnerable como le hacía ver su falta de ropaje. Quizá tendría que sentirse avergonzada. ¿Qué pensaría la gente si la viera así? ¿Qué diría su madre? ¡Una mujer casada sola con un varón, además! ¡Habrase visto semejante falta de pudor! Parecía que ni la buena cuna ni el adoctrinamiento severo eximían a alguien de la sinvergonzonería.
Ella tampoco apartó la mirada cuando él abandonó su posición solo para ocupar una nueva junto al tablero. Se sentó en la silla que quedaba frente a él y antes de alargar la mano hacia los trebejos, lo hizo para retirarse el cabello del rostro y dejar a la vista las dos amapolas que se lo coloreaban.
—Según tú, estás permitiendo mucho esta noche. Pero sé que no me permitirías ganar —dijo mientras movía uno de los peones para enfrentarse al caballo que había iniciado la partida y Fausto respondía en consecuencia—. Ni yo te permitiría que me lo permitieras.
Otro movimiento de manos que acabó arrastrando una de las piezas por el tablero quizá con más lentitud de a la que estaban acostumbrados. Aprovechó aquella parada en el camino para degustar de nuevo aquel vino afrutado que le teñía de granate el paladar.
—Para ti será complicado detestar algo, pero a mí me lo pones muy sencillo —pronunció mientras él realizaba la siguiente jugada y entonces sus miradas se encontraron de nuevo—. ¡Vamos, Fausto! —aquella exclamación podría haber llamado la atención de su servicio si no fuera porque se trataba de un susurro divertido que se le resbalaba por la comisura de los labios con exquisita discreción—. Sé que en esto no te he sorprendido. ¿Podría, acaso, sorprenderte? —preguntó a la par que situaba el alfil peligrosamente cerca de una de las piezas enemigas—. Ya me has dicho que sí, ¿pero he de creerte?
Y tras esa interrogación, murió el primer soldado albino de la batalla, sin derramamiento de sangre aunque su dueña se desangrara, metafóricamente, por dentro. Si Fausto la mirara ahora, hallaría en ella esa impasibilidad de la que alardeaba la mayoría de las veces con la salvedad de que una brizna de plata la delataba. Un pintor jamás pasaría por alto un detalle como ese. Y un cazador, tampoco.
Al menos durante unos segundos.
Luego volvía la realidad. De golpe porque esta nunca paraba. Venían reuniones y bailes y conversaciones soporíferas. Otras que no lo eran tanto, pero en las que supuestamente no debía participar. Algún día se podría haber mordido la lengua hasta hacerse sangre si no la hubieran criado para aprender a callar y a hablar cuando tocaba. Afortunadamente, contaba con el privilegio de un marido que escuchaba todas las palabras que no se tragaba y que solo anotaba mentalmente para expresarlas en voz alta después, lejos de miradas que en realidad eran igual de altivas que la suya, pero nunca poseían tanto brillo.
Pero como en todo, hasta en eso había excepciones. Y cuando se daban tales excepciones, la apatía desaparecía de esos iris que pertenecían a una persona que podría, de hecho, haber inventado el verbo «sentir». Por eso ella mejor que nadie sabía que las emociones son muy valiosas.
Todo el mundo tiene sentimientos, incluso Fausto, aunque se empeñase en hacer ver lo contrario. Se puede aprender a controlarlos, a disimularlos hasta hacerlos invisibles para los demás y hasta para uno mismo, pero están ahí. Cualquier día, el volcán podría dejar de estar latente y entrar en erupción. Así se lo había enseñado la experiencia. Entender que todo el mundo tiene sentimientos le da el poder a uno de jugar con los de los demás. A eso también estaba acostumbrada. Si caminas entre hienas, acabas convirtiéndote en una. Aunque Irene era mucho más sutil que eso y antes de que te dieras cuenta, podía tener tus agallas colgando de los dedos.
Podía fingir que todo lo que pasaba allí era fingido, que todo lo que había dicho y hecho había sido para manipular a Fausto, para hacer que este se quedara simplemente porque no deseaba estar sola ni una noche más, pero la realidad era que aquella languidez y aquella profunda desdicha eran completamente sinceras. Precisamente porque las emociones te hacen débil. Y sí, son valiosas, pero mayormente lo son para los demás. Cuando se trata de uno mismo, normalmente, hay decepción y un deseo terrible de no volver a mirarse en los espejos, mucho menos para encontrarse. ¡Y de observarse el alma ni hablemos!
La duquesa estaba dispuesta a marcharse a buscar a Jaqueline cuando el cazador se interpuso en su camino. Quería volver a quedarse sola, como un perro viejo cuando está a punto de morir. Pero él no iba a permitírselo. Porque la prefería enfadada antes que triste, había dicho, y aunque el enfado no precisa de compañía, se luce mucho más si la tiene. Se aviva como el fuego con las voces y las miradas de otros, con las palabras y el tono adecuados. Mas no fue ira, ni enfado ni rabia lo que se vio en los ojos de Irene cuando alzó el mentón para ir a buscar —y encontrar— los de Fausto. No fue tristeza, tampoco, ni fue timidez. Una sonrisa tan cálida como los graves que se escaparon de aquella garganta al responder a su invitación le inundó el rostro durante un efímero instante antes de transformarse en seriedad absoluta. Y es que cuando aquellos dos egos jugaban al ajedrez, se generaba un aura de concentración que casi podía palparse, como sus cuerpos en ese momento. Irene a esa distancia se encontraba tan vulnerable como le hacía ver su falta de ropaje. Quizá tendría que sentirse avergonzada. ¿Qué pensaría la gente si la viera así? ¿Qué diría su madre? ¡Una mujer casada sola con un varón, además! ¡Habrase visto semejante falta de pudor! Parecía que ni la buena cuna ni el adoctrinamiento severo eximían a alguien de la sinvergonzonería.
Ella tampoco apartó la mirada cuando él abandonó su posición solo para ocupar una nueva junto al tablero. Se sentó en la silla que quedaba frente a él y antes de alargar la mano hacia los trebejos, lo hizo para retirarse el cabello del rostro y dejar a la vista las dos amapolas que se lo coloreaban.
—Según tú, estás permitiendo mucho esta noche. Pero sé que no me permitirías ganar —dijo mientras movía uno de los peones para enfrentarse al caballo que había iniciado la partida y Fausto respondía en consecuencia—. Ni yo te permitiría que me lo permitieras.
Otro movimiento de manos que acabó arrastrando una de las piezas por el tablero quizá con más lentitud de a la que estaban acostumbrados. Aprovechó aquella parada en el camino para degustar de nuevo aquel vino afrutado que le teñía de granate el paladar.
—Para ti será complicado detestar algo, pero a mí me lo pones muy sencillo —pronunció mientras él realizaba la siguiente jugada y entonces sus miradas se encontraron de nuevo—. ¡Vamos, Fausto! —aquella exclamación podría haber llamado la atención de su servicio si no fuera porque se trataba de un susurro divertido que se le resbalaba por la comisura de los labios con exquisita discreción—. Sé que en esto no te he sorprendido. ¿Podría, acaso, sorprenderte? —preguntó a la par que situaba el alfil peligrosamente cerca de una de las piezas enemigas—. Ya me has dicho que sí, ¿pero he de creerte?
Y tras esa interrogación, murió el primer soldado albino de la batalla, sin derramamiento de sangre aunque su dueña se desangrara, metafóricamente, por dentro. Si Fausto la mirara ahora, hallaría en ella esa impasibilidad de la que alardeaba la mayoría de las veces con la salvedad de que una brizna de plata la delataba. Un pintor jamás pasaría por alto un detalle como ese. Y un cazador, tampoco.
Irene de Wittelsbach- Realeza Germánica
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
Era una piedra en el agua
Seca por dentro
Así se siente cuando la verdad
Es la palabra sometida
«Ella usó mi cabeza como un revólver» – Soda Stereo
Seca por dentro
Así se siente cuando la verdad
Es la palabra sometida
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¿Qué es la mediocridad? El error que los demás ven en ti; la insuficiencia de lo que significas para ellos. Los ojos de un Fausto que apenas se alzaba dos palmos del suelo relampaguearon sin que nadie lo notara, retenidos tras un par de frías tormentas que oscurecerían el romanticismo de los cuadros germánicos. Nunca dijeron lo que pensaban, mientras su identidad vivía permanentemente zarandeada por dos individuos que sólo se respetaban a sí mismos. Fue entonces cuando aprendió el significado de esa palabra, antes de memorizarla de los roídos diccionarios de la biblioteca de su padre y entonarla, con una perfecta dicción, entre las suntuosas paredes de las clases que pagaba su madre.
Mediocridad. Aquello con lo que le bautizó su progenie y que le estuvo absorbiendo el alma durante once años. Aquello que un vampiro, un inmortal de filosofía insensible, le ayudó a esquivar para siempre. Más importante aún que parecer débil, la leyenda alemana que se transcribiría y se cantaría durante siglos había aprendido que las emociones podían hacerte olvidar quién eras. Y él no estaba dispuesto a volver a renunciar a su identidad a cambio del regalo de la compañía. Porque sin la identidad, sólo somos el espejo en el que otros necesitan reflejarse. Porque sin la identidad, puedes morir en menos de lo que tarda en escribirse una tragedia, o grabarse un tatuaje en el cráneo.
La última vez que se olvidó de quién era, Fausto perdió a la primera persona que le había permitido serlo. Así veía él la muerte de Georgius, o así se había obligado a verla. A esas alturas de su propia historia, ni el más puntilloso de los biógrafos sabía encontrar la diferencia.
La rueca del mundo giraba sin cesar, no se paraba por nadie, y en torno a él, el resto de habitantes se convertían en un borrón carente de vida e interés, mientras el niño, el alumno, el erudito y el cazador arrasaban con todo sin atarse a nada, desde una mirada que, de repente, descendió para encontrar la de una joven ambiciosa que también sangraba con orgullo. Y la rueca siguió dando vueltas, esa vez en torno a ellos, estirando la agonía de aquel falso silencio del color del hielo en cada ocasión que volvían a encontrarse en reuniones sociales, donde la única cercanía visible jamás debía superar a la previamente escrita y leída. Por eso, la simplicidad del espacio que les rodeaba podía parecer abrumadora, llena de matices que una pintora reconocería, cuando se vaciaba de gente para reunirles en soledad, por justificada que estuviera.
Y ésa no lo estaba. Había dejado de estarlo a la luz de una sombría chimenea, custodiada por el rubor de unas copas alcoholizadas, en una noche que expresaba las verdades destinadas a un diario guardado con llave, o al celibato inquebrantable de los sentimientos.
«Para ti será complicado detestar algo, pero a mí me lo pones muy sencillo.»
—Eres probablemente la única persona que, alguna vez al año, se empeña en encarar mi postura acerca de las conmociones del corazón. Sin embargo, antes has usado una barrera física cuando no te ha gustado lo que había al exponer las tuyas. —En efecto, la violencia es la mejor barrera física; un humano entrenado para vencer incluso a las fuerzas de lo sobrenatural bien lo sabía— Gracias por respaldar mi teoría, supongo.
No planeaba responder a las provocaciones de la conversación de Irene, concentrado en el único juego al que podían ganar o perder en las mismas condiciones que el otro. El por qué acabó haciéndolo pudo ser un efecto colateral de su verborreica eficiencia, o una traición del subconsciente que ambos compartían en aquel instante de guardia baja.
«¿Podría, acaso, sorprenderte? Ya me has dicho que sí, ¿pero he de creerte?»
—Llevas sorprendiéndome desde el día en que los dos nos permitimos imaginar que el jugo de la inmortalidad sabía a naranjas.
Irónico, que una confesión expresada con las pupilas desganadas sobre una pieza que moría en manos de Irene, su contrincante, fuera capaz de desprender la misma intensidad que la bofetada que esa habitación ya había presenciado. Con la diferencia, según biógrafos omniscientes temiendo su castigo, de sentirse en el estómago. Y no tenían potestad para relatar las reacciones de otras personas —unas que eran víctimas de aquel personaje solitario que habría existido alguna vez—, pero si seguían juzgando la diana donde esos dardos oscuros llevaban toda una década lanzándose al alma, apostarían a que las palabras de Fausto habían causado lo mismo en emisor y receptor.
—Y no, ahora no deberías creer nada de lo que dijera.
No debía creer nada de lo que hiciera. Tal vez, sólo pretendiera distraerla con su misma munición, asqueado de que esa velada la estuvieran monopolizando unas evidencisa que ya no podían ahogarse más bajo la almohada.
¿Acaso importaba? El hombre del saco nunca dormía de todas maneras. Y si lo hacía, tampoco era sobre un lecho mullido.
—Dímelo tú, duquesa de las esmeraldinas tierras de Baviera. —Podía desviar una flecha, un puñetazo; también podría contra una conversación susurrada— ¿Qué debería creer yo? ¿Que es tu estado de embriaguez lo único que te ha vuelto repentinamente sensible a mi desprecio por los demás?
La torre es un trebejo poderoso, y así como ofrece sus habilidades a cualquiera en la mundanidad de un tablero de ajedrez, el tarot la utiliza para evidenciar un cambio tan inesperado que lo destruye todo a su alrededor. Pero el arcano no es tan sádico y catastrofista. También puede sonreírte, oculto por las sombras más renacentistas, para indicarte que debes enfrentarte a la tempestad.
O apoderarte de la reina.
¿Algún biógrafo, de cualquiera de los dos, que nos mostrara, ahí y ahora, dónde estaba la diferencia entre un acto y el otro?
Última edición por Fausto el Mar Ene 31, 2023 4:51 am, editado 2 veces
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
La violencia no es sino una expresión del miedo.
Arturo Graf
Arturo Graf
Irene era de la creencia de que en ciertas ocasiones la violencia era efectiva para lograr un fin. No obstante, era la última baza a la que intentaba recurrir siempre que se tratara de algo en primera persona, pues para mandar a otros ejercerla a veces le faltaba tiempo. En ese instante, se sintió ligeramente avergonzada por haber perdido así los papeles, sobre todo con alguien de una posición más baja que la suya, pero inmediatamente después apartó los pensamientos clasistas de su cabeza porque era algo que nunca, salvo la excepción del primer encuentro con Fausto, había rozado siquiera su mente cuando se trataba de él, aunque de vez en cuando se molestaba, en vano, en llamarle la atención para ponerlo en su lugar. La diferencia era que en ninguna de las ocasiones anteriores había recurrido a la violencia para hacerlo. En cualquier caso, esa vergüenza no se vio por fuera. Al contrario, daba la sensación de sentirse segura, hecho avivado, quizá, por el influjo que ejercía el alcohol sobre ella. Los pómulos, arrebolados, guardaban todas las rosas de su jardín, pero eso no le quitaba determinación en el rostro. Se limitó a lanzarle una mirada desaprobatoria, sin contestarle verbalmente porque sabía que de nada serviría.
Continuó el juego y entonces se escurrió la siguiente frase de los labios del cazador. «Llevas sorprendiéndome desde el día en que los dos nos permitimos imaginar que el jugo de la inmortalidad sabía a naranjas», le dijo a su adversaria con los trebejos como únicos testigos del intercambio de palabras entre ambos. Y entonces Irene perdió la concentración, haciendo que muriera su primera pieza. Quizá, de nuevo, era por el vino. Le podía echar la culpa a cuantas cosas quisiera, pero la realidad subyacente a todo eso era que aquella respuesta la había desconcertado y, por ende, la había hecho flaquear en su siguiente movimiento haciendo que sirviera en bandeja al primero de los lacayos marfileños, que gustosamente se sacrificarían por su dueña.
¿A qué se debía aquella confesión? No hacía falta encontrarse entre los muros de una iglesia para abrir el corazón, mucho menos cuando se trataba de ellos. Tenía más sentido que fuera allí, jugando al ajedrez mientras el aroma de las emociones luchaba por sobrevivir entre los movimientos que tenían lugar sobre el tablero. Una danza furiosa de manos expertas que se agarraban a las figuras con una destreza exquisita y una violencia un tanto desmedida para tratarse de un deporte que no es de contacto.
Inevitablemente, el comentario de Fausto le trajo a Irene recuerdos de aquel primer encuentro entre los dos. La trasladó a cómo se sentía entonces, igual de despreciada por Heinrich que ahora. Con diez años menos, pero igual de desdichada, traicionada y dolida. En aquel momento también se quiso arrancar el corazón del pecho, y oscuras intenciones, de las más oscuras que había tenido nunca, hicieron que ellos dos, Fausto e Irene, se encontraran.
Con el tiempo, ella había dejado de perseguir la inmortalidad porque sabía que no era posible lograrla por los medios que le habían prometido en su adolescencia y otros no le interesaban, pero que el hombre que tenía enfrente supiera esa información de ella y que todavía siguiera con vida la ponía contra las cuerdas constantemente. Sabía que si ocurría algo, bastaría un chasquido de dedos para ponerle fin a tan arriesgado vínculo, como sabía, también, que sería harto complicado llevarlo a cabo sin perecer en el intento tratándose de quien era. La mirada de Fausto sobre ella la trajo de nuevo al presente, a aquella pieza muerta, a aquel alegato extrañamente sentido para alguien que decía no sentir.
Se inclinó sobre el tablero y acercó el rostro al de Fausto.
—¿Por qué no he de creerte justo ahora? ¿Qué ha cambiado en ti para mostrarme desprecio a través de la mentira? —Pero precisamente porque no había dicho una sola mentira, a ella le había dolido todo tanto—. Se acabó el juego —dijo con sequedad, otra muestra más de aquel malestar que sentía al recibir tal trato de quien hasta entonces había sentido como amigo.
Siempre había contado con él en su equipo y desde que había comenzado ese encuentro nocturno no había parado de atacarla. ¿Pero no era exactamente eso lo que estaba haciendo la duquesa con él en todo momento? Estaba bien cuando lo hacía ella —no, bien no estaba y ella, tampoco—, pero no cuando se lo hacían los demás. Mucho menos si era gente que creía que estaba de su lado.
Ya no quería jugar más. Se había cansado de aquella pantomima, de combatir en el tablero y fuera de él. Quizá quien debía irse a la cama era ella, quedarse de nuevo sola con sus pensamientos hasta que el manto de la noche le cerrara los ojos y no se los volviera a abrir hasta la mañana siguiente.
Continuó el juego y entonces se escurrió la siguiente frase de los labios del cazador. «Llevas sorprendiéndome desde el día en que los dos nos permitimos imaginar que el jugo de la inmortalidad sabía a naranjas», le dijo a su adversaria con los trebejos como únicos testigos del intercambio de palabras entre ambos. Y entonces Irene perdió la concentración, haciendo que muriera su primera pieza. Quizá, de nuevo, era por el vino. Le podía echar la culpa a cuantas cosas quisiera, pero la realidad subyacente a todo eso era que aquella respuesta la había desconcertado y, por ende, la había hecho flaquear en su siguiente movimiento haciendo que sirviera en bandeja al primero de los lacayos marfileños, que gustosamente se sacrificarían por su dueña.
¿A qué se debía aquella confesión? No hacía falta encontrarse entre los muros de una iglesia para abrir el corazón, mucho menos cuando se trataba de ellos. Tenía más sentido que fuera allí, jugando al ajedrez mientras el aroma de las emociones luchaba por sobrevivir entre los movimientos que tenían lugar sobre el tablero. Una danza furiosa de manos expertas que se agarraban a las figuras con una destreza exquisita y una violencia un tanto desmedida para tratarse de un deporte que no es de contacto.
Inevitablemente, el comentario de Fausto le trajo a Irene recuerdos de aquel primer encuentro entre los dos. La trasladó a cómo se sentía entonces, igual de despreciada por Heinrich que ahora. Con diez años menos, pero igual de desdichada, traicionada y dolida. En aquel momento también se quiso arrancar el corazón del pecho, y oscuras intenciones, de las más oscuras que había tenido nunca, hicieron que ellos dos, Fausto e Irene, se encontraran.
Con el tiempo, ella había dejado de perseguir la inmortalidad porque sabía que no era posible lograrla por los medios que le habían prometido en su adolescencia y otros no le interesaban, pero que el hombre que tenía enfrente supiera esa información de ella y que todavía siguiera con vida la ponía contra las cuerdas constantemente. Sabía que si ocurría algo, bastaría un chasquido de dedos para ponerle fin a tan arriesgado vínculo, como sabía, también, que sería harto complicado llevarlo a cabo sin perecer en el intento tratándose de quien era. La mirada de Fausto sobre ella la trajo de nuevo al presente, a aquella pieza muerta, a aquel alegato extrañamente sentido para alguien que decía no sentir.
Se inclinó sobre el tablero y acercó el rostro al de Fausto.
—¿Por qué no he de creerte justo ahora? ¿Qué ha cambiado en ti para mostrarme desprecio a través de la mentira? —Pero precisamente porque no había dicho una sola mentira, a ella le había dolido todo tanto—. Se acabó el juego —dijo con sequedad, otra muestra más de aquel malestar que sentía al recibir tal trato de quien hasta entonces había sentido como amigo.
Siempre había contado con él en su equipo y desde que había comenzado ese encuentro nocturno no había parado de atacarla. ¿Pero no era exactamente eso lo que estaba haciendo la duquesa con él en todo momento? Estaba bien cuando lo hacía ella —no, bien no estaba y ella, tampoco—, pero no cuando se lo hacían los demás. Mucho menos si era gente que creía que estaba de su lado.
Ya no quería jugar más. Se había cansado de aquella pantomima, de combatir en el tablero y fuera de él. Quizá quien debía irse a la cama era ella, quedarse de nuevo sola con sus pensamientos hasta que el manto de la noche le cerrara los ojos y no se los volviera a abrir hasta la mañana siguiente.
Irene de Wittelsbach- Realeza Germánica
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
I know who you are. I love you. I love everything about you that hurts.
«Closer» – Patrick Marber
«Closer» – Patrick Marber
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Aquella noche, definitivamente, le había agarrado del pescuezo y se negaba a soltárselo, a pesar de haber sustituido al cortante frío de una cacería en los bosques por las traicioneras habitaciones de un castillo germánico. La sala donde había acabado estaba oscura, pero era una oscuridad anaranjada, que dejaba de parecer hogareña para tenderle la trampa de la intimidad. A simple vista, equivaldría al coto seguro en el que podía permitirse reposar después de haberse jugado la vida otra vez. Por descontado, si Fausto se resignara a tener alguno. Él no miraba al sol cuando acababa la tormenta. Ni siquiera se curaba las heridas enseguida, no, él necesitaba verlas derramar en líquido lo que parecía extinto en el caso de su alma. Para los errantes del conocimiento, que tan pronto están sosteniendo una estilográfica como una ballesta, no existe el descanso, sólo la pausa hasta el golpe siguiente.
El último golpe. La última herida. No la portaba en ningún rincón de su cuerpo, incluso si hacía escasas horas desde su arremetimiento. Sería perfectamente capaz de aniquilar al mejor adalid de los infiernos y, acto seguido, dar una charla dogmática para el monarca más protocolario sin despeinarse. Las barreras físicas, que tan bien había señalado él mismo, no le suponían un problema. Haberle atravesado el esternón a un hijo de Caín que también lo era de Georgius, sin embargo, lo complicaba todo. Sabiendo lo que podría salir de aquella mezcla de experiencias tan intrusivas y recientes al reunirse seguidamente con la duquesa, tendría que haber cancelado su cita con ésta y haberse presenciado más sereno por la mañana, con su puño y su pecho libres de cenizas y de recuerdos. Aquel riesgo llamado amistad epistolar que se había dado el beneplácito de correr cuando el parricidio estaba reciente en su acallada conciencia ahora se cobraba sus peores consecuencias.
Irene de Wittelsbach contrataba el asesinato, pero no era una verduga técnica. Al no mancharse las manos de ese peligro carmesí, lo tenía un poco más fácil para pensar que la muerte solucionaría sus vulnerabilidades. En cambio, Fausto sabía, mucho antes y en ese instante preciso, que cualquier motivación pasional que impugne el quinto mandamiento tiene el doble de poder para perseguirte de por vida. Lejos de contradecir la verdad, la hace más fuerte para regresar otro día y mortificarte el orgullo que creíste más sabio.
Y los dos sabían que una falta de correspondencia avivaría demasiado las llamas de la añoranza.
—No lo sé.
Y casualmente de sabiduría se disfrazaba también la segunda vez en toda su relación que volvía a reconocer una carencia en voz alta. Con simpleza, con sequedad, desprovisto de dramatismo, como si fuera natural en ese monstruo de las vanidades revelar una grieta tan insultantemente humana que dolía y aliviaba al mismo tiempo.
—Al llegar, me has preguntado a cuántos seres aberrantes había matado esta vez —habló de pronto, retomando el hilo de una conversación que, desde su inicio, habían estado lapidando sin pudor, o con todo lo contrario—. Sólo a uno, pero al peor de todos: la memoria del pasado, mucho más antigua que el día en que nos conocimos. —Así, se obraba en carne y hueso el milagro que presenciaban siempre que un año más transcurría sin prescindir del correo de aquellas misteriosas iniciales que, contra sus voluntades en cuerpo presente, jugaban a bajar la guardia en extraña compañía— ¿De verdad quieres arrancarte el corazón del pecho? —Más difícil de borrar que una tinta y caligrafía perfectas, eran las palabras oradas de una máquina de pensar que había querido estropearse durante unos segundos— Puedes guardarlo dentro del mío. Aprovecha que hay un hueco vacío, aunque parezca sangrar por una noche.
Miró directamente a Irene y en sus ojos vio a la misma niña ingenua que había atestiguado otro momento de vulnerabilidad diez años atrás, para descubrir a la mujer ebria y expuesta que volvía a presenciarlo. Y cuando la cercanía de sus rostros, en un hálito contradictorio, puso fin al juego, Fausto estuvo a punto de romper una distancia más allá de lo presente y de lo escrito… Antes de que la niña y la mujer helaran su anaranjada oscuridad hasta devolverle a la palidez de las cenizas y las caricias de un amor incorrecto que se deshacía para siempre entre sus brazos.
No.
El fruto humano que un demonio creó en la tierra de Shiva conocía muy bien los resultados de matar a un ser querido por culpa de la ambición, pero también por culpa del miedo. Y miedo fue lo que experimentó al comprobar que su estado iba a conducirle hacia el mismo error. No al error de matar —que jamás le amedrentaba—, al error de sentir.
—Tienes razón —se detuvo, al borde del precipicio, mientras fallaba, una vez más, en su eterna asignatura pendiente—. Lo mejor será que te vayas.
Se levantó, sin darle tiempo a Irene ni a sí mismo, y se acercó a la ociosa chimenea para tratar de dominar alguna zona del espacio que le ayudara a recomponerse. Le dio completamente la espalda, con sus pupilas derritiéndose frente al fuego y un último sorbo a la copa de vino, que impactó sobre el borde superior de madera. Dejó allí también la mano para quedar ligeramente encorvado hacia las llamas, en su afán de que le devoraran con tal de no volver a mirarla.
Todo estaría perdido si volvía a mirarla.
Última edición por Fausto el Dom Feb 05, 2023 7:25 pm, editado 4 veces
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
Si la emoción puede crear una acción física, entonces duplicar la acción física puede recrear la emoción.
«Diario: una novela» – Chuck Palahniuk
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Aguardar la respuesta de algo que no sabes si quieres oír puede ser verdaderamente doloroso, asfixiante, angustioso. De repente, dejas de sentir todo lo que hay a tu alrededor. La vista se vuelve borrosa y un sabor metálico te inunda la boca. Los oídos no captan ningún sonido y al mismo tiempo generan un pitido que solo puede ser detectado internamente. En el momento en el que tienes que prestar más atención no eres capaz de hacerlo, así que cuando reparas en ello, luchas por volver al presente, por darte cuenta de lo que está sucediendo frente a ti. De una forma tan desesperada que resulta, incluso, vergonzosa. Pero se suponía que Irene de Wittelsbach no conocía la vergüenza. Ni el miedo. El temblor que sentía solo podía ser interno, como el pitido en sus oídos.
Tenía la boca seca tras realizar las preguntas que le quemaron la lengua al ser pronunciadas, como si hubieran sido una blasfemia castigada por Dios. Como si Dios nunca cesara en su afán de castigarla. ¿Es que acaso no había recibido ya suficiente castigo? Mortificada, así se sentía por no lograr que ninguno de los hijos que portaba en el vientre sobrevivieran. ¿Sería ella la siguiente en morir? Sin duda, había veces que lo deseaba. Esa noche lo hacía más que nunca.
Toda la garganta era un nudo grueso y que dolía, que se retorcía hasta asfixiarla. Pero en el instante en el que Fausto habló, el nudo se deshizo. Ese «No lo sé» le permitió coger aire súbitamente por si acaso volvía a faltarle el oxígeno en los segundos siguientes. E hizo bien porque la asfixia comenzó de nuevo. Pero era una asfixia distinta. En parte, reconfortante. Una asfixia que conocía, que había abrazado, que veía en los ojos del otro porque primero la había visto en los suyos. Y esa vez se esforzó por que sus sentidos no la abandonaran, por mantenerse lo más firme y con los pies en la tierra que podía, luchando por encima de la ebriedad, escalando muros de tristeza, sobreviviendo al dolor que se empeñaba en fustigarla.
No le dio tiempo a responder nada antes de que él se abriera el pecho por cuatro sitios distintos. Antes de que se clavara las uñas en la carne y se la arrancara para mostrarle a Irene todas las vísceras que había debajo. Para hacerle comprender que pese a todo siempre había sido humano, lo que ella le había mencionado y que él había negado más veces que Judas a Jesús.
Se quedó petrificada, como un animal sepultado por la nieve, esperando y deseando que esta desapareciera para poder escapar. Solamente asintió, de manera muy discreta, cuando él le preguntó directamente por aquel corazón que quería arrancarse. El único que tenía, de hecho, y al que su madre siempre había querido domar, pero hay cosas imposibles de doblegar. Los ojos se le humedecieron ligeramente por la intensidad del momento, porque la tristeza que tenía era compartida, aunque fuese por otros motivos que desconocía. Comprendió, entonces, que Fausto, al igual que ella, no estaba enfadado, sino triste. Por eso le había dicho que no le creyera.
Lo vio en sus ojos de agua, enturbiada por la pena, alterada por las emociones que, por una sola vez, no había conseguido ahogar. Lo escuchó en sus palabras, mecidas en un tempo extraño, poco habitual en él, que dejaban espacio, si se prestaba mucha atención, para que otra melodía habitara entre ellas. Las notas más graves que emitía su garganta estaban inundadas de melancolía. Y en su gesto hubo impulso, freno y después, arrepentimiento. Fue algo fugaz que ni siquiera la mujer que tenía delante pudo captar y cuando ella quiso reaccionar, fue demasiado tarde. El viento ya había cambiado de dirección para entonces. Una ráfaga de desprecio amenazó con apagar el fuego de la chimenea, pero el cuerpo de Fausto intervino para que eso no ocurriera. Actuó de barrera no solo entre el aire y las brasas, sino también frente a la duquesa, quien parpadeó de forma pesada antes de recuperar un poco la movilidad en brazos y piernas.
Se levantó de la mesa de un juego al que ella había decidido poner fin. Durante un par de segundos observó en silencio la única figura que había caído, pues ni siquiera la habían retirado del tablero. Tras ello, dirigió la mirada hacia Fausto con la misma cautela con la que observaba a un animal cuando iba de caza, pero con intenciones muy distintas. Le había dejado claro que no quería su compañía y por una vez no iba a insistir. Estaba demasiado cansada.
—Buenas noches —le dijo mientras las llamas, incluso en la lejanía, se reflejaban en sus ojos de añil.
Y entonces se dirigió hacia la puerta.
Cada paso resonó como el eco de los recuerdos que los habían alcanzado esa noche, con una calidez extraña envuelta de reconocimiento y aflicción. Sin embargo, antes de alcanzar el borde que los separaría, como mínimo, hasta la mañana siguiente, dejó de avanzar. Porque aparte de que las palabras que se había tragado le ardían en el pecho y amenazaban con partirle la mandíbula, tan tensa que le dolía, se dio cuenta de que sí que quería guardar su corazón dentro del de Fausto, que si alguien le arrancase el corazón, mejor que fuera él, que había arrancado, probablemente, cientos. Quizá no lo metería en una urna de cristal ni lo diseccionaría para observar y aprehender su funcionamiento, pero sabía que al menos allí, bajo sus costillas, estaría a salvo porque no había coraza más irrompible que esa. Y lo más importante: ya no le dolería. Nunca más.
No supo si fue el egoísmo o la empatía lo que tiró de ella hacia él. Lo que la agarró de los tobillos y revirtió sus pasos como si fuera una bailarina de ballet volviendo a salir a escena tras estar a punto de ocultarse entre bastidores.
Un alma rota siempre va a buscar desesperada la forma de arreglarse, aunque sea con los pedazos de otra.
Dio media vuelta y sus pasos dejaron de ser ecos que sonaban a recuerdos lejanos para pasar a convertirse en la decisión que cambiaría todo para siempre. Ni siquiera la desesperación ni el llanto acumulado en los pulmones rompieron la elegancia de su movimiento, perfecta hasta en el arrepentimiento. Ojerosa y embriagada y aun así, más bella que nunca como musa de la agonía; como antítesis, en ese instante, de la cordura.
Alcanzó a Fausto con determinación, sin la duda que previamente la había asaltado y que la había dejado sin habla, pero eso no hizo que las palabras renacieran de sus entrañas. Al contrario, el silencio continuó siendo el soberano de la sala, acompañado, eso sí, de la mano que Irene apoyó en el hombro de Fausto para hacer que se volviera hacia ella. Y en ese momento, todas las murallas se derritieron como si fueran la cera de una vela que llevaba demasiado tiempo encendida.
«Veo en ti mi tristeza», pensó Irene al mirarse a los ojos dentro de los de él, al observarse como él la veía, pero sin imaginar nada que se pareciera, ni tan siquiera una pizca, a la realidad. Quizá por eso, porque veía su tristeza, la de ella y la de él, sintió el impulso de bebérsela. Y por una vez en su vida no luchó por mantenerse comedida, no se conformó con observar el entorno desde la barrera, lejos de habladurías y desprecios. En su lugar, decidió adentrarse en la boca del lobo y devorarla como si fuera una naranja, saborear la lírica alemana que tanto en su jardín había leído, visitar las tierras en las que nunca había estado y al mismo tiempo acariciar la familiaridad del hogar.
Irene besó a Fausto hasta que sintió que ya no quería arrancarse el corazón del pecho, pero con la tranquilidad de que él podría hacerlo cuando ella se lo pidiera.
Tenía la boca seca tras realizar las preguntas que le quemaron la lengua al ser pronunciadas, como si hubieran sido una blasfemia castigada por Dios. Como si Dios nunca cesara en su afán de castigarla. ¿Es que acaso no había recibido ya suficiente castigo? Mortificada, así se sentía por no lograr que ninguno de los hijos que portaba en el vientre sobrevivieran. ¿Sería ella la siguiente en morir? Sin duda, había veces que lo deseaba. Esa noche lo hacía más que nunca.
Toda la garganta era un nudo grueso y que dolía, que se retorcía hasta asfixiarla. Pero en el instante en el que Fausto habló, el nudo se deshizo. Ese «No lo sé» le permitió coger aire súbitamente por si acaso volvía a faltarle el oxígeno en los segundos siguientes. E hizo bien porque la asfixia comenzó de nuevo. Pero era una asfixia distinta. En parte, reconfortante. Una asfixia que conocía, que había abrazado, que veía en los ojos del otro porque primero la había visto en los suyos. Y esa vez se esforzó por que sus sentidos no la abandonaran, por mantenerse lo más firme y con los pies en la tierra que podía, luchando por encima de la ebriedad, escalando muros de tristeza, sobreviviendo al dolor que se empeñaba en fustigarla.
No le dio tiempo a responder nada antes de que él se abriera el pecho por cuatro sitios distintos. Antes de que se clavara las uñas en la carne y se la arrancara para mostrarle a Irene todas las vísceras que había debajo. Para hacerle comprender que pese a todo siempre había sido humano, lo que ella le había mencionado y que él había negado más veces que Judas a Jesús.
Se quedó petrificada, como un animal sepultado por la nieve, esperando y deseando que esta desapareciera para poder escapar. Solamente asintió, de manera muy discreta, cuando él le preguntó directamente por aquel corazón que quería arrancarse. El único que tenía, de hecho, y al que su madre siempre había querido domar, pero hay cosas imposibles de doblegar. Los ojos se le humedecieron ligeramente por la intensidad del momento, porque la tristeza que tenía era compartida, aunque fuese por otros motivos que desconocía. Comprendió, entonces, que Fausto, al igual que ella, no estaba enfadado, sino triste. Por eso le había dicho que no le creyera.
Lo vio en sus ojos de agua, enturbiada por la pena, alterada por las emociones que, por una sola vez, no había conseguido ahogar. Lo escuchó en sus palabras, mecidas en un tempo extraño, poco habitual en él, que dejaban espacio, si se prestaba mucha atención, para que otra melodía habitara entre ellas. Las notas más graves que emitía su garganta estaban inundadas de melancolía. Y en su gesto hubo impulso, freno y después, arrepentimiento. Fue algo fugaz que ni siquiera la mujer que tenía delante pudo captar y cuando ella quiso reaccionar, fue demasiado tarde. El viento ya había cambiado de dirección para entonces. Una ráfaga de desprecio amenazó con apagar el fuego de la chimenea, pero el cuerpo de Fausto intervino para que eso no ocurriera. Actuó de barrera no solo entre el aire y las brasas, sino también frente a la duquesa, quien parpadeó de forma pesada antes de recuperar un poco la movilidad en brazos y piernas.
Se levantó de la mesa de un juego al que ella había decidido poner fin. Durante un par de segundos observó en silencio la única figura que había caído, pues ni siquiera la habían retirado del tablero. Tras ello, dirigió la mirada hacia Fausto con la misma cautela con la que observaba a un animal cuando iba de caza, pero con intenciones muy distintas. Le había dejado claro que no quería su compañía y por una vez no iba a insistir. Estaba demasiado cansada.
—Buenas noches —le dijo mientras las llamas, incluso en la lejanía, se reflejaban en sus ojos de añil.
Y entonces se dirigió hacia la puerta.
Cada paso resonó como el eco de los recuerdos que los habían alcanzado esa noche, con una calidez extraña envuelta de reconocimiento y aflicción. Sin embargo, antes de alcanzar el borde que los separaría, como mínimo, hasta la mañana siguiente, dejó de avanzar. Porque aparte de que las palabras que se había tragado le ardían en el pecho y amenazaban con partirle la mandíbula, tan tensa que le dolía, se dio cuenta de que sí que quería guardar su corazón dentro del de Fausto, que si alguien le arrancase el corazón, mejor que fuera él, que había arrancado, probablemente, cientos. Quizá no lo metería en una urna de cristal ni lo diseccionaría para observar y aprehender su funcionamiento, pero sabía que al menos allí, bajo sus costillas, estaría a salvo porque no había coraza más irrompible que esa. Y lo más importante: ya no le dolería. Nunca más.
No supo si fue el egoísmo o la empatía lo que tiró de ella hacia él. Lo que la agarró de los tobillos y revirtió sus pasos como si fuera una bailarina de ballet volviendo a salir a escena tras estar a punto de ocultarse entre bastidores.
Un alma rota siempre va a buscar desesperada la forma de arreglarse, aunque sea con los pedazos de otra.
Dio media vuelta y sus pasos dejaron de ser ecos que sonaban a recuerdos lejanos para pasar a convertirse en la decisión que cambiaría todo para siempre. Ni siquiera la desesperación ni el llanto acumulado en los pulmones rompieron la elegancia de su movimiento, perfecta hasta en el arrepentimiento. Ojerosa y embriagada y aun así, más bella que nunca como musa de la agonía; como antítesis, en ese instante, de la cordura.
Alcanzó a Fausto con determinación, sin la duda que previamente la había asaltado y que la había dejado sin habla, pero eso no hizo que las palabras renacieran de sus entrañas. Al contrario, el silencio continuó siendo el soberano de la sala, acompañado, eso sí, de la mano que Irene apoyó en el hombro de Fausto para hacer que se volviera hacia ella. Y en ese momento, todas las murallas se derritieron como si fueran la cera de una vela que llevaba demasiado tiempo encendida.
«Veo en ti mi tristeza», pensó Irene al mirarse a los ojos dentro de los de él, al observarse como él la veía, pero sin imaginar nada que se pareciera, ni tan siquiera una pizca, a la realidad. Quizá por eso, porque veía su tristeza, la de ella y la de él, sintió el impulso de bebérsela. Y por una vez en su vida no luchó por mantenerse comedida, no se conformó con observar el entorno desde la barrera, lejos de habladurías y desprecios. En su lugar, decidió adentrarse en la boca del lobo y devorarla como si fuera una naranja, saborear la lírica alemana que tanto en su jardín había leído, visitar las tierras en las que nunca había estado y al mismo tiempo acariciar la familiaridad del hogar.
Irene besó a Fausto hasta que sintió que ya no quería arrancarse el corazón del pecho, pero con la tranquilidad de que él podría hacerlo cuando ella se lo pidiera.
Irene de Wittelsbach- Realeza Germánica
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
Nunca eres más fuerte que cuando aterrizas al otro lado de la desesperación.
Zadie Smith
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Siempre le habían dicho que, a pesar de metaforizarse en llamas, «infierno» rimaba con «invierno» porque hacía más frío allí que bajo el manto de una cencellada. Tal vez, era por eso que Fausto nació con los ojos azules, de una escarcha contradictoriamente abrasadora.
El niño que no se conformaba con el mundo había aprendido cuanto hiciera referencia a los satánicos dominios que ninguna de esas criaturas de la noche había visto y que, sin embargo, todas representaban en su máximo exponente. Él, que había sido criado entre inmortales y se sabía de memoria cada uno de los pasajes de la Biblia en los que se mentaba al Diablo, sintió un escalofrío frente al fuego de la chimenea que le erizó por completo. Incluso llegó a los endurecidos cuernos del macho cabrío que, lejos de representar su alter ego en la tierra, por primera vez desde que vivían ocultos bajo sus cabellos se compungieron con el desgarro de un animal herido.
Durante un instante, pensó que la sequedad de la despedida de Irene era el bálsamo exigido por su orgullo y su vergüenza, necesitados de cicatrizar cuanto antes para que otra llaga más no tardara en confundirse con el resto de marcas que dibujaban su cuerpo. Aquel muro que siempre interponía, empedrado con la misma diligencia germánica que había construido el castillo donde se encontraban, hacía nuevamente su efecto. No pasaba nada, las grietas podían repararse, unidos sus tejidos de piedra a su piel sangrante, como si ambas superficies fueran una mutación indivisible que se repartía el sufrimiento.
La fase inflamatoria era la más complicada. No en vano, le gustaba ser testigo de cómo la masa sólida de las bacterias fagocitaba el detritus y la hemorragia se coagulaba en favor del dramatismo. Pero el corazón estaba demasiado dentro del cuerpo como para llegar a contemplarlo igual que a sus heridas externas. ¡Cuán irónico en su denostada belleza, que una zona que volvía a sangrar después de tanto tiempo le negara su único derecho al masoquismo! Realmente estaba destinado a terminar arrancándoselo, aunque sólo fuera para que pudiera mirarlo gotear entre sus dedos manchados de granate.
El ruido de los pasos de Irene y la puerta que reverberase en su soledad funcionarían de pistoletazo de salida, pues sería ése el momento oportuno para ensartarse el pecho y estrujarse las entrañas hasta punzarse todos los nervios. Y cuando, contra todo pronóstico, el silencio efímero engulló la estancia y la sonora ascensión de aquellos pasos se repitió hacia atrás, convertidos en un estribillo cada vez más cercano, Fausto comprendió demasiado tarde que él era un perro de presa sin dueño. No podía esperar al permiso de otros precisamente ahora, con la calidez del cuerpo de Irene a sus espaldas y las gélidas llamas del infierno al que merecía caer fundiendo su vacío pecho.
La mano que le había abofeteado se posó en su hombro y detuvo todos los cierres, reabrió todas las heridas. Las piedras del muro se derrumbaron una por una y la carne se desprendió, como un saco de arena mal cosido. El carnero se transformó en cánido y la Biblia fue sustituida por los cuentos germanos. Al dejarse guiar por el tacto de una caricia dañada que lograba que el errante imparable se diera la vuelta, éste se percató de que no necesitaba arrancarse el corazón, porque todo el dolor que había que contemplar estaba allí delante. En ese rostro que desbancaba tiempo y espacio, en esa escritura pulcra y esmerada transmutada en carne y hueso. Su corazón, y el de ella, ocupando un hueco que no quería dejar de llorar sangre porque eso significaba que aún latía.
Cuando le dieron a probar de su sabor, ya no fueron lágrimas sino lluvia lo que acabó de destruir el muro, la muralla; castillos enteros. Cuando Irene se apartó, después de haber calcinado con su saliva todos los amarres que restaran en una mente reprimida, pudo comprobar las facciones rotas de Fausto, los rincones de piel que burlaban los claroscuros y se alzaban ante ella para volver a buscarla, apresados en los retorcidos trazos de un cuadro que no por su oscuridad era menos cautivador. Y cuando Fausto se encorvó, paralelo al crepitar de las llamas y directo a esos labios cítricos, fue como besar la parte carnal de una mirada.
Desbordado hasta agotar todas sus reservas, perdido completamente y sin remedio inmediato, se amarró a la mujer que también soñaba con la eternidad hasta rendirse junto a ella. Sobrepasando varias zonas de contacto, aferrando su esbelto cuello con lo que ya sólo podía definirse como garra, encajándola en unos movimientos que ya no podían conformarse con nada. La devoró hasta hacer que olvidara todos los salmos que ella oraba para desear en silencio y él diseccionaba para renegar de un poder supremo. Condenados al vagar eterno, otro vagar menos abstracto impulsó sus siluetas hacia la mesa de ajedrez, cuyo tablero gimió antes que ninguno de ellos al ser brutalmente arrollado por otro juego de manos expertas que compartirían victoria y fracaso.
Allí y entonces, comenzó a hacer calor en el infierno.
Última edición por Fausto el Dom Feb 05, 2023 7:26 pm, editado 1 vez
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
En la crianza de Irene el arrebato nunca había tenido cabida y si habían permitido su presencia, había sido para castigarlo después, para aprender que la virtud se hallaba en el sosiego. Quizá por eso se sentía tan bien con quien la dejaba fluir lejos de la rigidez que siempre le habían impuesto. Por eso había una parte de ella que buscaba, todo el tiempo, salirse del camino. Normalmente, conseguía controlar ese lado más rebelde y si ocurría lo contrario, era porque ella se permitía tener tal desliz. Pero en ese momento era incapaz de controlar nada. Los sentimientos que tanto se había molestado en ocultar en público se le habían escurrido por la boca y habían desarrollado sus propios brazos. Se habían introducido en la de Fausto para alcanzar los suyos, para unir, por unos segundos, los corazones de ambos.
Después de probar por primera vez los labios del cazador, fugazmente cruzó por la mente de la duquesa la idea de estar haciendo algo que no debía, que así era, pero no tuvo mucho más tiempo para pensar en ello, pues aquella boca volvió a encontrarse con la suya para arrebatarle todos los miedos y todas las cuitas, para llevarse consigo toda la oscuridad de su alma. Parte de esa oscuridad es lo que vio antes de ello, cuando observó en Fausto la rotura interna que también tenía ella. A Irene se le escapó una lágrima mientras degustaba el sabor del dolor y del deseo entre las sombras que proyectaba el cuerpo de Fausto sobre ella, el lugar idóneo para el pecado, como si a plena luz solo existiera el cristiano perfecto. Pecado o no, halló en aquel contacto el calor y el cariño que tanto había echado de menos porque quien debía no se los estaba procurando. Quizá, precisamente, porque aquel hombre que le había vendido su alma al diablo conocía el ardor del infierno. Y había decidido compartirlo con ella.
Irene acarició el dorso de la mano con la que Fausto la agarró del cuello. Fue el único gesto dulce en mitad de aquella agresiva unión que solo se quebraba, intermitentemente, por los jadeos de Irene entre beso y beso. La pasión con la que uno encajaba el cuerpo contra el del otro era directamente proporcional al tiempo que ambos llevaban negándose una realidad que sus maltrechos corazones ya sabían, pero callaban.
En el instante en el que chocaron contra la mesa de ajedrez, las piezas se tambalearon, pero lograron permanecer en pie a pesar del golpe. Hacía rato que el juego ya no estaba en el tablero, pues había cobrado vida más allá de él. El mundo había dejado de ser blanco y negro para tornarse en una escala de grises y la reina iba a dejar que la devorara el alfil. Pero primero lo devoraría ella a él. Irene tiró de la pechera de la camisa de Fausto con fuerza para seguir besándolo, aunque poco después separó los labios de los suyos, enrojecidos e hinchados de deseo, dulces y ácidos al mismo tiempo, tan carnosos que pedían a gritos que alguien se los comiera lo antes posible. Y el deseo que despedían sus labios pronto le trepó hasta los ojos, que se clavaron en los de él como si fueran dardos impactando contra una diana.
Contrastando con esa fuerza arrolladora en la mirada, Irene empujó a Fausto con una suavidad exquisita, como si estuvieran bailando en mitad de un gran salón. Sus pies acompañaban a los de Fausto cada vez que este se abría paso hacia atrás y así, con aquella danza silenciosa, poco a poco, lo guio hasta un diván que había en la habitación e hizo que se sentara en él. Seguidamente se subió encima de él solo para seguir besándolo mientras sus manos comenzaron a deshacerle la corbata.
Podría parecer que el silencio pesaba entre ambos, pero siempre se habían entendido bien sin necesidad de la palabra. Era como si se hablaran mentalmente, como si se hablaran mediante la mirada. Y en aquel momento el océano azul que caracterizaba la de ambos se hallaba completamente en llamas. Todo era fuego. Quizá el del infierno. Pero hasta en el infierno, de vez en cuando, son necesarias las palabras.
—Prométeme que me arrancarás el corazón —le pidió susurrando contra su boca un deseo casi agónico—, que me devorarás el pecho hasta que me lo saques de dentro.
Después de probar por primera vez los labios del cazador, fugazmente cruzó por la mente de la duquesa la idea de estar haciendo algo que no debía, que así era, pero no tuvo mucho más tiempo para pensar en ello, pues aquella boca volvió a encontrarse con la suya para arrebatarle todos los miedos y todas las cuitas, para llevarse consigo toda la oscuridad de su alma. Parte de esa oscuridad es lo que vio antes de ello, cuando observó en Fausto la rotura interna que también tenía ella. A Irene se le escapó una lágrima mientras degustaba el sabor del dolor y del deseo entre las sombras que proyectaba el cuerpo de Fausto sobre ella, el lugar idóneo para el pecado, como si a plena luz solo existiera el cristiano perfecto. Pecado o no, halló en aquel contacto el calor y el cariño que tanto había echado de menos porque quien debía no se los estaba procurando. Quizá, precisamente, porque aquel hombre que le había vendido su alma al diablo conocía el ardor del infierno. Y había decidido compartirlo con ella.
Irene acarició el dorso de la mano con la que Fausto la agarró del cuello. Fue el único gesto dulce en mitad de aquella agresiva unión que solo se quebraba, intermitentemente, por los jadeos de Irene entre beso y beso. La pasión con la que uno encajaba el cuerpo contra el del otro era directamente proporcional al tiempo que ambos llevaban negándose una realidad que sus maltrechos corazones ya sabían, pero callaban.
En el instante en el que chocaron contra la mesa de ajedrez, las piezas se tambalearon, pero lograron permanecer en pie a pesar del golpe. Hacía rato que el juego ya no estaba en el tablero, pues había cobrado vida más allá de él. El mundo había dejado de ser blanco y negro para tornarse en una escala de grises y la reina iba a dejar que la devorara el alfil. Pero primero lo devoraría ella a él. Irene tiró de la pechera de la camisa de Fausto con fuerza para seguir besándolo, aunque poco después separó los labios de los suyos, enrojecidos e hinchados de deseo, dulces y ácidos al mismo tiempo, tan carnosos que pedían a gritos que alguien se los comiera lo antes posible. Y el deseo que despedían sus labios pronto le trepó hasta los ojos, que se clavaron en los de él como si fueran dardos impactando contra una diana.
Contrastando con esa fuerza arrolladora en la mirada, Irene empujó a Fausto con una suavidad exquisita, como si estuvieran bailando en mitad de un gran salón. Sus pies acompañaban a los de Fausto cada vez que este se abría paso hacia atrás y así, con aquella danza silenciosa, poco a poco, lo guio hasta un diván que había en la habitación e hizo que se sentara en él. Seguidamente se subió encima de él solo para seguir besándolo mientras sus manos comenzaron a deshacerle la corbata.
Podría parecer que el silencio pesaba entre ambos, pero siempre se habían entendido bien sin necesidad de la palabra. Era como si se hablaran mentalmente, como si se hablaran mediante la mirada. Y en aquel momento el océano azul que caracterizaba la de ambos se hallaba completamente en llamas. Todo era fuego. Quizá el del infierno. Pero hasta en el infierno, de vez en cuando, son necesarias las palabras.
—Prométeme que me arrancarás el corazón —le pidió susurrando contra su boca un deseo casi agónico—, que me devorarás el pecho hasta que me lo saques de dentro.
Irene de Wittelsbach- Realeza Germánica
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
Plumas húmedas
Dedos tiesos
Derritiendo la carne
Fusionando las mentes
Por eso, llévame
A cualquier otro lugar
Quiero ser feliz
«Clover» – Nanase Ohkawa (CLAMP)
Dedos tiesos
Derritiendo la carne
Fusionando las mentes
Por eso, llévame
A cualquier otro lugar
Quiero ser feliz
«Clover» – Nanase Ohkawa (CLAMP)
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La frialdad del infierno es una tortura de metáfora para evidenciar las selectas formas que tiene el dolor de vaciar el alma de sus condenados. La muerte solía llegar rápida y gélida bajo la impávida guadaña del cazador, pero cuando sus manos se cernían para olvidarse de su oficio y recordar lo que significaban aquellas superficies de piel que podían gemir su nombre sin entregárselas a la serpiente, el hielo se fundía hasta tornarse lava. Sus prendidas caricias transformaban la casa del Diablo en una suerte de limbo, donde cualquiera de sus acciones tendría un eco delirante, pero auténtico.
En momentos como ésos, toda la desquiciante intensidad que ese hombre transmitía desde una distancia que se sentía como una burla a la consternación del pecho, a la ofensa del corazón; toda esa eterna contradicción de sensaciones entre el helor de su desprecio y el calor de su voz, aunque la impulsara un sermón o descansara en una sonrisa sarcástica; toda esa frustración que derivaba en un interés masoquista o en un alejamiento paulatino; todo eso y más hallaba su sentido final. Allá donde el lenguaje implícito se compartía sin tapujos y la verdad no tenía escapatoria en ninguno de los rincones de la pasión, Fausto volcaba cada uno de los resquicios de humanidad que todavía le quedaran. Y el ardor de su saliva era tan enloquecedor, la contundencia de su contacto tan abrumadora, que durante ese atesorado instante de debilidad valía la pena haber perdido la razón.
Volvió a beber de la mirada de Irene y se ahogó dentro de ella al recibir las exigencias de su boca, a la que contentó sin miedo a unas futuras quemaduras. Después de permitir que le hundiera en el diván, sus uñas se hundieron en sus caderas y no tardaron en perderse bajo los pliegues de su conveniente camisón, llenándoselo de arrugas placenteras. Añadir al irrefrenable descontrol que le había poseído —como si a la mañana siguiente fuera a quedarse sin un solo conocimiento, sin una sola gota de sangre en el cuerpo— ese deseo que ella susurró en carne viva contra sus labios… logró detenerle unos segundos que supieron a puro desgarro. Los ojos de Fausto ardieron al contemplar el rostro desatado de la duquesa que reaccionaba ahora a los designios de sus roces y le entregaba abiertamente el fragor de sus propios latidos, con el mismo desengaño que ambos necesitaban destrozarse mutuamente.
Se aferró, de nuevo, a ese cuello de cisne, entonces más alabado por su tacto que por cualquier canon de belleza, y no despegó el aliento de su barbilla al responderle:
—Te lo juro.
Se lo dijo con toda la erupción que significaba una afirmación como aquella, que no sólo daba su palabra, sino que la postraba ante Dios. Lo pronunció en un gruñido suave, capaz de erizar hasta la necesitada fe de Irene que, por primera vez, Fausto empleaba, no para desmontar sus argumentos y burlarse del Altísimo, sino para que no albergara duda alguna de que esa noche él estaba completamente a merced de todo cuando quisieran implorar sus entrañas.
No dejó que el tiempo siguiera alargando más aquella devota quietud que les había embargado y contraatacó para ofrecerle una prueba empírica por medio de sus dedos, tan ágiles y hambrientos que casi parecieron deshacer cada botón delantero únicamente con pasarlos por encima de aquella prenda de dormir, que acabó abriéndose en dos para su entero deleite. Atesoró la visión de aquella suculenta parcela de piel al descubierto que traspasaba los sueños y que consumió la expresión de su cara, antes de pasar a enterrársela allí inmediatamente para cumplir con aquel último deseo al pie de la letra.
Sus manos se apoderaron de toda su cintura durante el proceso y si paró de devorarle el pecho, fue para doblegar las posiciones al apresarla de los muslos y hacer que derramara su espalda sobre el resto del diván. La contempló sin miramientos, sometiéndoles a una paradoja sobre esa reveladora mudez con la que se comunicaban y que les acompañaba desde aquel día en los jardines, mientras arrojaba del todo la corbata que la mujer ya le había deshecho y se inclinaba para seguir admirándola desde arriba.
Debatido entre el letargo al que le inducía aquella figura extendida bajo él y la indómita urgencia de abalanzarse a cubrirla de más dentadas, Irene pudo ver cómo las pupilas de Fausto volvían a hacer un juramento sólo para ella.
Última edición por Fausto el Lun Feb 06, 2023 7:02 am, editado 4 veces
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
lo único que importa
es ser querida y tocada.
pero el deseo es imposible,
destruye el objeto
[y al sujeto]
[me toca y me deshago
en el agua.]
loca.amoena a partir de «La gravedad y la gracia» de Simone Weil
es ser querida y tocada.
pero el deseo es imposible,
destruye el objeto
[y al sujeto]
[me toca y me deshago
en el agua.]
loca.amoena a partir de «La gravedad y la gracia» de Simone Weil
El juramento por el que Irene había rogado de una forma casi desesperada contra los labios de Fausto cobró vida con efecto inmediato. La duquesa experimentó un escalofrío y ardor al mismo tiempo cuando el cazador se aferró a su cuerpo y devoró aquellos frutos que hasta entonces le habían sido prohibidos. Se sintió tan necesitada de placer como Eva ante el desconocimiento de lo que se le vendría encima después de haberse dejado llevar por las palabras de la serpiente.
Miró al cielo para encontrar allí a un dios de carne y hueso que apretaba y corroía los suyos con uñas y dientes. Y en cada jadeo que arrancó la boca de Fausto en su pecho expulsó las plegarias que tan afligida la tenían y estas se transformaron en un anhelante deseo que solo él podía satisfacer.
Cuando aquel hombre que había crecido bajo el ardor del infierno la apresó bajo él, la ninfa en forma de mujer terminó de deshacerse de los ropajes que aún cubrían algunas partes de su cuerpo. La escena, con ella tan desnuda y él tan vestido, daba a entender que era Irene la que se encontraba en desventaja cuando la realidad era que si bien siempre habían mantenido una lucha de egos al mismo nivel, en ese momento la duquesa tenía al cazador comiendo de su mano. Mano con la que lo acariciaría para calentarle el corazón que sabía que guardaba en el pecho a pesar de que él se jactaba de tener dicha cavidad completamente vacía. Si era preciso, Irene le hundiría los dedos entre las costillas y se los mancharía de sangre para asegurarse de que después de que ella se fuera de su lado, aquel órgano seguiría latiendo.
Podía parecer que había perdido la dominancia, pero era ella quien tenía el poder, quien daba las órdenes aun presentándose sumisa y sonrojada por el calor del vino, por la imagen desnuda de su cuerpo y de su alma, por la vulnerabilidad y honestidad con la que se estaba entregando a Fausto. Por eso, fue el imperativo el que se escurrió de sus labios al hablar.
—Átame.
Lo dijo colocando los brazos por encima de la cabeza y juntándolos por las muñecas. Su mirada se bebió la de Fausto antes de dirigirse de manera muy breve hacia la corbata que él mismo había desechado. Quería que le atara las manos cuando en realidad se moría por tocarle, por excavar con sus propios dedos en la expedición arqueológica que era su cuerpo en busca de ruinas. Pero ahí radicaba también parte del placer que aportaba ese juego, en el deseo insatisfecho, en la frustración de no alcanzar lo que hasta entonces era perfectamente alcanzable. Incluso cuando llevaba tanto tiempo deseando hacerlo, no se sentía con la potestad de hacerlo, mejor que la alejaran de la necesidad de clavarle las uñas y desgarrarle la carne para ver todo lo que había debajo de ella. Que la castigaran por sus pecados hasta que no pudiera más y, arrepentida, suplicase por su libertad, por la libertad de sus manos para que estas, después, descubrieran nuevos continentes con sabor a lascivia y desenfreno.
Para hacer más efectivo su mandato, lo atrapó con las piernas y tiró de él hacia sí, rozándose con las telas que aún cubrían el cuerpo de Fausto cuando a ella no le quedaba nada que la cubriera. Y en ese momento, un suave gemido se escabulló de su garganta.
—Átame —repitió—. No dejes que Dios se te adelante. —Que Dios la castigara con más dolor antes que Fausto con placer—. Pero primero déjame ayudarte a desnudar tu alma.
Se volvió a incorporar, al mismo tiempo que dijo aquello, para sentarse encima de él y rozarse contra su entrepierna mientras le besaba el cuello y le desabotonaba la camisa de una forma lenta y sensual, acompañando los movimientos de sus caderas. Parte de aquel ritual fueron los suaves gemidos que, nuevamente, le nacieron de las entrañas. Cuando terminó con los botones, le sacó la prenda de encima y en el proceso le acarició el pecho y los hombros, disfrutando de aquel tacto candente antes de que se lo arrebataran. Porque al quitar esa capa de tela, Irene sentía que estaba descubriendo a Fausto en el sentido menos literal de la palabra, que estaba un paso más cerca de su marchito corazón.
Miró al cielo para encontrar allí a un dios de carne y hueso que apretaba y corroía los suyos con uñas y dientes. Y en cada jadeo que arrancó la boca de Fausto en su pecho expulsó las plegarias que tan afligida la tenían y estas se transformaron en un anhelante deseo que solo él podía satisfacer.
Cuando aquel hombre que había crecido bajo el ardor del infierno la apresó bajo él, la ninfa en forma de mujer terminó de deshacerse de los ropajes que aún cubrían algunas partes de su cuerpo. La escena, con ella tan desnuda y él tan vestido, daba a entender que era Irene la que se encontraba en desventaja cuando la realidad era que si bien siempre habían mantenido una lucha de egos al mismo nivel, en ese momento la duquesa tenía al cazador comiendo de su mano. Mano con la que lo acariciaría para calentarle el corazón que sabía que guardaba en el pecho a pesar de que él se jactaba de tener dicha cavidad completamente vacía. Si era preciso, Irene le hundiría los dedos entre las costillas y se los mancharía de sangre para asegurarse de que después de que ella se fuera de su lado, aquel órgano seguiría latiendo.
Podía parecer que había perdido la dominancia, pero era ella quien tenía el poder, quien daba las órdenes aun presentándose sumisa y sonrojada por el calor del vino, por la imagen desnuda de su cuerpo y de su alma, por la vulnerabilidad y honestidad con la que se estaba entregando a Fausto. Por eso, fue el imperativo el que se escurrió de sus labios al hablar.
—Átame.
Lo dijo colocando los brazos por encima de la cabeza y juntándolos por las muñecas. Su mirada se bebió la de Fausto antes de dirigirse de manera muy breve hacia la corbata que él mismo había desechado. Quería que le atara las manos cuando en realidad se moría por tocarle, por excavar con sus propios dedos en la expedición arqueológica que era su cuerpo en busca de ruinas. Pero ahí radicaba también parte del placer que aportaba ese juego, en el deseo insatisfecho, en la frustración de no alcanzar lo que hasta entonces era perfectamente alcanzable. Incluso cuando llevaba tanto tiempo deseando hacerlo, no se sentía con la potestad de hacerlo, mejor que la alejaran de la necesidad de clavarle las uñas y desgarrarle la carne para ver todo lo que había debajo de ella. Que la castigaran por sus pecados hasta que no pudiera más y, arrepentida, suplicase por su libertad, por la libertad de sus manos para que estas, después, descubrieran nuevos continentes con sabor a lascivia y desenfreno.
Para hacer más efectivo su mandato, lo atrapó con las piernas y tiró de él hacia sí, rozándose con las telas que aún cubrían el cuerpo de Fausto cuando a ella no le quedaba nada que la cubriera. Y en ese momento, un suave gemido se escabulló de su garganta.
—Átame —repitió—. No dejes que Dios se te adelante. —Que Dios la castigara con más dolor antes que Fausto con placer—. Pero primero déjame ayudarte a desnudar tu alma.
Se volvió a incorporar, al mismo tiempo que dijo aquello, para sentarse encima de él y rozarse contra su entrepierna mientras le besaba el cuello y le desabotonaba la camisa de una forma lenta y sensual, acompañando los movimientos de sus caderas. Parte de aquel ritual fueron los suaves gemidos que, nuevamente, le nacieron de las entrañas. Cuando terminó con los botones, le sacó la prenda de encima y en el proceso le acarició el pecho y los hombros, disfrutando de aquel tacto candente antes de que se lo arrebataran. Porque al quitar esa capa de tela, Irene sentía que estaba descubriendo a Fausto en el sentido menos literal de la palabra, que estaba un paso más cerca de su marchito corazón.
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
Sus labios evocaban sensaciones que nunca había experimentado. Ella era oscuridad y él era oscuridad, y no habían sido nunca nada hasta aquel momento; sólo oscuridad y los labios de él sobre ella. De repente, sintió un estremecimiento salvaje, como nunca lo había sentido, alegría, miedo, excitación, rendición a los brazos que eran demasiado fuertes, a los labios que eran demasiado magulladores, al destino demasiado arrollador. Por primera vez en su vida, sentía a alguien más fuerte que ella, alguien a quien no podía dominar ni romper. Sin saber cómo, sus brazos rodearon su cuello y sus labios, temblorosos, buscaron los de él, mientras ambos subían, subían en la oscuridad, una oscuridad que era suave, acariciadora y envolvente.
«Lo que el viento se llevó» – Margaret Mitchell
«Lo que el viento se llevó» – Margaret Mitchell
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No era de extrañar que, entre dos extremos que llevaban tanto tiempo evitándose, convirtieran el destino de encontrarse en una colisión desmesurada, que afectaba al exterior incluso desde dentro. La carne, convertida en un perverso paraíso en llamas; la voz, arrojando enajenaciones en forma de palabras sueltas que podían cambiarlo todo, mientras el placer se carbonizaba en la lengua y prendía las ideas. El deseo de Irene volvió a hablar, con todo el desprecio por la cordura, y aquel al que había nombrado ejecutor de sus impudicias lo recibió con una desproporcionada ración de las suyas.
La orden se escuchó como un disparo en la noche que no se perdería en la niebla.
Los ojos de Fausto se habían desviado momentáneamente hacia la desechada corbata y de ese momento se valieron las piernas enroscadas de la mujer y sus manos retirándole prendas. Tras sus codiciosas uñas, camisa y chaleco se deslizaron con vehemencia por aquel cuerpo de artista marcial y, así, el campo de piel cetrina quedó completamente expuesto, cual díptico creado junto al cuadro de su anterior mirada contra los claroscuros de la chimenea. Pecho, espalda y hombros, cubiertos de una desperdigada y escarificada tonalidad que el tiempo parecía haber atenuado, sobre la que después había ido encajándose la cruenta marca de incontables filos, balas y turbadores modos de violencia, que anidaban en su tez y curtían su historia, desde la atroz negligencia de unos padres hasta el riesgo imperecedero de un coleccionista de muertes.
Permitió que ella acariciara sus cicatrices en el proceso de desnudarle el alma, antes de renunciar a la tangible movilidad de su enrojecido tacto bajo las delicias de una atadura. Sin embargo, cuando incitó a que su desinhibida silueta volviera a desplegarse por completo sobre el diván y elevara la unión de sus manos por encima de su cabeza, él no empleó el instrumento que, momentos atrás, le habían sugerido sus ojos en silencio, sino que se levantó para arrancar, en un par de movimientos retorcidos y secos, la cuerda enrollada a una de las cortinas que pendían del techo y que terminó como la soga de sus ávidas muñecas.
Siempre había parecido imposible atenuar las chispas del desafío entre ambos, pero incluso en ese incendio provocado que les consumía, se sacrificaba en su honor, cumpliendo las órdenes de una duquesa en los términos de un asesino.
La contundencia de ese material era más plena en su amarre, más incisiva en su fricción. No causaba dolor si no se buscaba, tampoco una sensación liberadora que deshiciera la ilusión de las ansias frustradas. En una contraposición de sus rostros, el de ella postrado y mirando hacia arriba, el de él erguido mirando hacia abajo, la siguió devorando más allá de la corporeidad de una boca o de unos dedos, durante cada estirón despiadado que le sirviera para regodearse en la certeza de que aquello que pidiera, le sería dado con creces.
No debía cuidarse de lo que deseara, sino de que fuera su cazador quien se lo concediera.
La imagen de una atada Irene le fue otorgada también a Fausto y esa ferviente realidad transmitió su expresión al regresar, de nuevo, al orden natural que encajaba sus figuras. No se derramó completamente sobre la de ella, con los músculos y los huesos marcados y cernidos como los de una gárgola que se rebelaba contra ese Dios al que se había adelantado para derrocarlo sobre la carne de su devota creyente. Tampoco le apartó la vista, a la vez que todo el ímpetu que se había apoderado de sus actos pasaba a manifestarse bajo el disfraz de una caricia por su cintura, su vientre, su ombligo... Subiendo, bajando y deteniéndose justo antes de llegar a parcelas más decisivas que se quedaban a mitad de aquel deliberado paseo por la lujuria. Exquisitamente demencial, el modo en que la lentitud y la suavidad en manos de aquel verdugo lograba potenciar el efecto de todo lo que hacía con su piel. Un suicidio regalado a su demandante destinataria en pequeñas dosis, hasta que los escalofríos le nublaran el juicio y se lo entregaran al éxtasis.
—¿Qué más? —preguntó, reclamó, vertió por encima de sus pupilas al susurrárselo en un jadeo que se transformaba en sonrisa mientras daba un mordisco a esa naranja de la discordia en sus labios.
Última edición por Fausto el Miér Mar 01, 2023 8:29 am, editado 1 vez
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
Era inútil juntar las manos. Nunca aparecía un ángel. Ningún ángel la quería en su compañía. Los ángeles eran blancos, eran puros; los ángeles no amaban.
«Pequeño teatro» – Ana María Matute
«Pequeño teatro» – Ana María Matute
En el tiempo que duró la caricia de aquellas cicatrices, numerosos deseos surgieron para Irene. Quería besarlas para ayudar, en vano, a curar el dolor que las había provocado. Quería arañarlas para contribuir a la creación de aquel cuadro donde la espalda era un lienzo perfecto incluso a pesar del maltrato de su piel. Quería saber la historia que encerraba cada una de ellas, escucharlas hasta que el tiempo dejase de tener sentido y se convirtiera en una cosa nueva que únicamente entenderían ellos. Y aquellos deseos, lejos de esfumarse cuando Fausto le arrebató el sentido del tacto de las manos, solo se avivaron. Más que nunca, los dedos de Irene reclamaban esa espalda llena de confesiones silenciosas, de secretos que no habían sido desvelados, de relatos que quitarían el sueño hasta a una persona adulta. Perfecto, entonces, cuando la idea era mantenerse despierta.
Con los brazos por encima de la cabeza, extendida sobre el diván, Irene aguardó a que Fausto hiciera realidad sus deseos. Él nunca se había mostrado tan dócil y obediente como en mitad de aquel limbo pecaminoso. Ambos ponían a prueba su paciencia constantemente, pues sus bocas y sus cuerpos se reclamaban dolorosamente como si fueran dos imanes opuestos. Si Irene se movía un centímetro, Fausto respondía en consecuencia, y viceversa. Siempre había sido así, aunque en otro contexto y nunca de una forma tan evidente. Siempre en silencio, sutil, invisible a ojos ajenos y propios porque era algo que hasta ellos mismos no se habían permitido ver de un modo tan obvio como en esa ocasión. Tan íntimo. Tan... carnal. Y en la carne, precisamente, se estaba plasmando todo lo que el uno sentía por la otra y lo que la una sentía por el otro. En cada beso, caricia o fricción. En cada toma de contacto entre sus cuerpos bullía aquella admiración convertida, por fin, en algo que siempre había sido profundamente íntimo salvo por el detalle del tacto. Y ahora que eso también se había sacado, en parte, de la ecuación, ni siquiera lo sentían como un paso atrás porque era el terreno al que estaban acostumbrados. El doloroso terreno en el que cada fibra de Irene respondía a cada mirada de Fausto y cada músculo de Fausto obedecía a cada mandato de Irene. Pero nunca había sido tan servicial.
Durante los segundos que el cazador empleó para atar a su presa y los que le siguieron después, ella aguantó en silencio la intensidad de su mirada. Cuando Fausto tiró de las cuerdas para asegurarse de que las manos de Irene quedaban bien sujetas, ella profirió un leve quejido de satisfacción y acto seguido cerró los ojos durante un instante para dejarse llevar por las caricias de él. Era terriblemente satisfactorio el contraste entre la aceleración previa y la pausa y la tranquilidad del presente. Cada segundo lo vivía como una dulce tortura que le erizaba todos los poros de la piel. Después de que ascendiera por ella, deseaba que bajara, pero cada vez que descendía, una parte de ella anhelaba que volviera a recorrerla entera para disfrutar de su roce; y así, vuelta a empezar. Solo salió del trance cuando él exhaló aquella pregunta sobre su boca antes de arrancársela a mordiscos.
—Háblame de tus viajes al extranjero —le dijo antes de pasar a lamer ella la suya.
Aquellos labios, jugosa tentación, habían buscado los de la mujer sin darle opción a una tregua. Ella tampoco la quería. En ese momento prefería la guerra. Todo su cuerpo estaba alerta ante cualquier movimiento, ante cualquier sonido… Y sin embargo, no podía estar más relajada, sosegada bajo la mano de Fausto. Podría haber bajado las suyas porque todavía tenía cierta libertad para moverse, pero se mantuvo quieta, estirada, observando el mar que estaba a punto de tragársela en aquellos ojos que tanto, siempre, le habían recordado a los propios.
—Que tus dedos tracen los mapas sobre mi piel, que recorran todos los ríos y cordilleras. —Dibujadas con todo lujo de detalles en la superficie de su cuerpo—. Que tu boca señale el camino a seguir. Descríbeme tu sufrimiento y hazme partícipe de tus alegrías —añadió antes de ser ella quien mordiera y saboreara el fruto que eran sus labios.
Hablaban de una manera grave, oscura, atrayente y punzante. Una voz complementaba a la otra. Las palabras que rogaba uno el otro las decía. Y lo que no se decía se expresaba de otra forma. Pero antes de callar, una última petición cayó de la boca de Irene para introducirse en la de Fausto como un veneno para el que no había antídoto alguno.
—Haz conmigo lo que te plazca. Soy tuya.
Una parte de ella siempre había sido suya, incluso cuando las personas no deben poseerse. Desde el momento en el que el cazador había profanado los jardines del castillo, igual que estaba a punto de profanar su cuerpo, un trozo de Irene habitaba en él. Una pequeña partícula, un guijarro, al principio, que con el tiempo y los encuentros y las cartas se habían convertido en algo enorme. Todo aquello culminaba, aunque quizá «culminar» no sea el verbo más indicado para hablar de un comienzo, con la duquesa completamente entregada a su merced.
Pero jamás pronunciaría la segunda parte de aquella plegaría, «Líbrame de mi propio encadenamiento para que pueda cumplir mejor con tu voluntad», porque no quería ser liberada.
—Esta noche soy tuya.
Con los brazos por encima de la cabeza, extendida sobre el diván, Irene aguardó a que Fausto hiciera realidad sus deseos. Él nunca se había mostrado tan dócil y obediente como en mitad de aquel limbo pecaminoso. Ambos ponían a prueba su paciencia constantemente, pues sus bocas y sus cuerpos se reclamaban dolorosamente como si fueran dos imanes opuestos. Si Irene se movía un centímetro, Fausto respondía en consecuencia, y viceversa. Siempre había sido así, aunque en otro contexto y nunca de una forma tan evidente. Siempre en silencio, sutil, invisible a ojos ajenos y propios porque era algo que hasta ellos mismos no se habían permitido ver de un modo tan obvio como en esa ocasión. Tan íntimo. Tan... carnal. Y en la carne, precisamente, se estaba plasmando todo lo que el uno sentía por la otra y lo que la una sentía por el otro. En cada beso, caricia o fricción. En cada toma de contacto entre sus cuerpos bullía aquella admiración convertida, por fin, en algo que siempre había sido profundamente íntimo salvo por el detalle del tacto. Y ahora que eso también se había sacado, en parte, de la ecuación, ni siquiera lo sentían como un paso atrás porque era el terreno al que estaban acostumbrados. El doloroso terreno en el que cada fibra de Irene respondía a cada mirada de Fausto y cada músculo de Fausto obedecía a cada mandato de Irene. Pero nunca había sido tan servicial.
Durante los segundos que el cazador empleó para atar a su presa y los que le siguieron después, ella aguantó en silencio la intensidad de su mirada. Cuando Fausto tiró de las cuerdas para asegurarse de que las manos de Irene quedaban bien sujetas, ella profirió un leve quejido de satisfacción y acto seguido cerró los ojos durante un instante para dejarse llevar por las caricias de él. Era terriblemente satisfactorio el contraste entre la aceleración previa y la pausa y la tranquilidad del presente. Cada segundo lo vivía como una dulce tortura que le erizaba todos los poros de la piel. Después de que ascendiera por ella, deseaba que bajara, pero cada vez que descendía, una parte de ella anhelaba que volviera a recorrerla entera para disfrutar de su roce; y así, vuelta a empezar. Solo salió del trance cuando él exhaló aquella pregunta sobre su boca antes de arrancársela a mordiscos.
—Háblame de tus viajes al extranjero —le dijo antes de pasar a lamer ella la suya.
Aquellos labios, jugosa tentación, habían buscado los de la mujer sin darle opción a una tregua. Ella tampoco la quería. En ese momento prefería la guerra. Todo su cuerpo estaba alerta ante cualquier movimiento, ante cualquier sonido… Y sin embargo, no podía estar más relajada, sosegada bajo la mano de Fausto. Podría haber bajado las suyas porque todavía tenía cierta libertad para moverse, pero se mantuvo quieta, estirada, observando el mar que estaba a punto de tragársela en aquellos ojos que tanto, siempre, le habían recordado a los propios.
—Que tus dedos tracen los mapas sobre mi piel, que recorran todos los ríos y cordilleras. —Dibujadas con todo lujo de detalles en la superficie de su cuerpo—. Que tu boca señale el camino a seguir. Descríbeme tu sufrimiento y hazme partícipe de tus alegrías —añadió antes de ser ella quien mordiera y saboreara el fruto que eran sus labios.
Hablaban de una manera grave, oscura, atrayente y punzante. Una voz complementaba a la otra. Las palabras que rogaba uno el otro las decía. Y lo que no se decía se expresaba de otra forma. Pero antes de callar, una última petición cayó de la boca de Irene para introducirse en la de Fausto como un veneno para el que no había antídoto alguno.
—Haz conmigo lo que te plazca. Soy tuya.
Una parte de ella siempre había sido suya, incluso cuando las personas no deben poseerse. Desde el momento en el que el cazador había profanado los jardines del castillo, igual que estaba a punto de profanar su cuerpo, un trozo de Irene habitaba en él. Una pequeña partícula, un guijarro, al principio, que con el tiempo y los encuentros y las cartas se habían convertido en algo enorme. Todo aquello culminaba, aunque quizá «culminar» no sea el verbo más indicado para hablar de un comienzo, con la duquesa completamente entregada a su merced.
Dios, me ofrezco a ti para que obres en mí y hagas conmigo tu voluntad.
Pero jamás pronunciaría la segunda parte de aquella plegaría, «Líbrame de mi propio encadenamiento para que pueda cumplir mejor con tu voluntad», porque no quería ser liberada.
—Esta noche soy tuya.
Última edición por Irene de Wittelsbach el Jue Mar 02, 2023 5:20 pm, editado 1 vez
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
Es una extraña criatura. Y su forma de tocar es extraña, como si te invadiera un estado de ánimo.
«El piano» – Jane Campion
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Él nunca se había mostrado tan dócil, ni ella tan clara.
Cuando Irene puso —asestó, arremetió— su siguiente deseo en palabras, contentando a esa pregunta manchada de exigencia, los ojos de Fausto interceptaron el mensaje de sus propios labios y, en la segunda chimenea que pasaba a ser su mirada, ese mismo mensaje se quemó lentamente, como si fuera una carta desechada que, sin embargo, sobrevivía al escarnio de las llamas para volver a escribirse en el humo. Señales vaporosas que podían seguir dilatándose unos segundos más sobre el aire, a pesar de que incluso éste se sintiera arder ahora que sus cuerpos habían dejado de conformarse con el trémulo aliento de la distancia.
—Me pides demasiada poesía para lo que estoy a punto de hacer contigo, Irene.
Y lo dijo de esa manera, no sólo como algo que quisiera hacer, sino que iba a pasar. Un hecho que estaba aconteciendo. Un versículo adherible a esa suntuosa biblioteca en la que se habían ido agolpando sus historias, desordenada gracias al nuevo caos que les invadía. Libros apelotonados que friccionaban sus lomos en caricias de atención, con las páginas cada vez más rugosas entre sí, a punto de ser arrancadas en un arrebato que haría temblar las estanterías con su eco; con sus gemidos.
Quizá por todo eso, empezó como si pudiera leerla, con la delicadeza y la precisión que experimentaban todos esos textos entre sus manos y bajo sus ojos. Prosiguió como si pudiera escribir sobre el lienzo de su carne y grabar allí cada pensamiento reservado para sí mismo, despedazándose poco a poco por dentro al escuchar el placentero lamento de Irene interpretándolos en voz alta segundos después de habérselos esculpido.
Fue entonces que acabó hablándole, al fin, de sus travesías por el extranjero y se la llevó muy lejos de aquellas paredes, para cumplir con sus designios presentes y, además, con todas aquellas promesas veladas que pudieran haberse intuido en tantas cartas que atravesaron el mundo para verla.
Sus dedos viajaron por encima de sus pechos, delinearon la senda de sus muslos. Su lengua se detuvo a beber agua de sus piernas y se hundió en tierra húmeda hasta llenarse los pulmones de barro. Con su boca hizo cartografía sobre el cuerpo de Irene y, por primera vez desde que se conocían, caminaron, cabalgaron, navegaron juntos… Su sufrimiento le fue descrito entre voraces gruñidos, pero para hacerla partícipe de sus alegrías no pudo seguir hablando. Sencillamente no podía expresar de más formas algo en lo que ya estaba integrada con tan devota excepción, pues el eterno errante que se había pasado esos diez años contactándola desde todas partes del mundo, en ese momento, en ese lugar, sólo quería quedarse allí, en ella, junto a ella.
«Esta noche soy tuya.»
Se detuvo y volvió a erguirse hacia el rostro de Irene; sus siluetas paralelas, enmarañadas y desnudas, a excepción de los arrogantes pantalones del hombre. La única prenda que mantenía algún tipo de separación entre ambos, con una candente presión cada vez menos paciente. Le agarró del centro de aquella cuerda que la tenía presa para que, durante esos precisos instantes, se mantuviera completamente quieta, mientras volvía a contemplarla desde arriba. Con la otra mano, tan inmensa e inabarcable encima de su expresivo rostro, se aferró a una de sus mejillas, al tiempo que introducía el pulgar a través de sus labios y se los arañaba en pequeños y acuciantes círculos. Hipnotizado, fervientemente desquiciado, con esa humeante y roja visión que mordía, lamía, su yema, su uña; su marca. La marca de que era suya.
Porque esa noche era suya.
—Tendré que llevármelo todo, entonces. —No había más opción.
Manejando, de nuevo, aquella soga entre sus muñecas, la impulsó hacia delante para mover sus manos, todavía retenidas, y hacer que descendieran hasta encajar frente a sus torsos. En esa nueva posición, la misma que tendrían si estuvieran orando, se aseguró de que los dedos de la duquesa le tocaran el pecho izquierdo y los retuvo contra sus irremediables latidos; estrujándolos, necesitándolos, descubriéndoles ese nuevo limbo de comunicación que, al inflamable repertorio de sus miradas, le añadía el sentido del tacto. Como si quisiera clavárselos y morir dentro de ellos. Allí, donde había dicho que guardaba su corazón y ahora, el de Irene.
Porque esa noche él también era suyo.
Última edición por Fausto el Jue Feb 08, 2024 6:34 pm, editado 2 veces
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
Desahogo mis ganas de ti en la oración.
Desahogo mis ganas de ti en la poesía.
Me alivia a la vez Dios y el Diablo.
Y uno esta frío en el infierno,
y el otro derrite mis pasiones más arriba de la lluvia.
No termino de descifrar.
¿Es esto amenaza o castigo?
Es la condena al delito mayor
de creerme sol entre nubes de infancia.
¿A quién, al final, le llegaran mis oraciones?
Sólo en la mañana, tu voz que me despierta,
Me dirá si es dios o diablo
el que me oye y de mí se burla
«O dios o diablo» – Salao Orab
Desahogo mis ganas de ti en la poesía.
Me alivia a la vez Dios y el Diablo.
Y uno esta frío en el infierno,
y el otro derrite mis pasiones más arriba de la lluvia.
No termino de descifrar.
¿Es esto amenaza o castigo?
Es la condena al delito mayor
de creerme sol entre nubes de infancia.
¿A quién, al final, le llegaran mis oraciones?
Sólo en la mañana, tu voz que me despierta,
Me dirá si es dios o diablo
el que me oye y de mí se burla
«O dios o diablo» – Salao Orab
Quizá la lírica se había inventado a raíz del nacimiento de Irene y no al revés. Quizá los poetas no tenían verdaderas musas hasta su llegada al mundo. Una presunción absurdamente pretenciosa, pero que si se examinaba en detalle, no era tan extraña. ¿Cómo no pensar que en aquella boca se había creado la poesía? ¿Cómo no creer que en aquella mirada había nacido el azul al que tantas líneas se habían dedicado luego? ¿Cómo hacer que no temblara la pluma ante aquel cuerpo que emulaba la pureza y la lujuria al mismo tiempo?
—¿Y no es poesía lo que estamos haciendo? —preguntó la dueña de todo eso y más al escuchar las palabras que le habían dirigido.
¿No era poesía, acaso, toda esa fricción entre sus cuerpos, la forma en la que se buscaban y se lamían y mordían hasta encontrarse? ¿No se estrellaban los versos contra el papel que era su piel y dibujaban en ella, con una caligrafía perfecta, todo lo que no se habían dicho en voz alta en todos los años que habían pasado desde que el primer fruto había tocado el suelo de su jardín?
Los inviernos parecen menos fríos cuando se tiñen de naranja.
Y de naranja se tiñó su cuerpo, reaccionando al tacto del cazador. De naranja se tiñó su aliento cuando éste provocó que respirara con fuerza para compensar su falta de aire. Las piernas de Irene eran ramas mecidas por el viento, enredaderas que no dejaban de retorcerse al adentrarse en los rincones más oscuros. La arrebolada faz de aquel bello árbol no tenía nada que envidiar al atardecer que los había visto encontrarse por primera vez diez años atrás, cuando se hartó de fingir ser una niña ingenua a pesar de que sabía que ése sería el rol que tendría que desempeñar toda la vida.
Pronto aquel rostro se miró en el espejo, descubriendo frente a él la esencia del deseo, la verdad más absoluta, expuesta a tan solo unos centímetros. Tan cerca y al mismo tiempo tan inalcanzable… Más ahora que volvían a estirar sus manos, arrebatándole cualquier oportunidad de hundirlas en las cuencas de sus ojos para beberse toda esa verdad, para asegurarse de que ésta no volvía a desaparecer para siempre. Sin embargo, Fausto le hundió la suya en la boca no para despojarla de toda la poesía que había en ella, sino para dotarla de nuevos matices que Irene saboreó y devoró con intención de recordarlos perpetuamente.
Aunque quizá él sí estaba allí para arrasar con la poesía de sus labios y el color garzo de sus iris y la pureza de sus huesos. Porque, decía, estaba allí para llevárselo todo. Todo. E Irene no iba a impedírselo, como tampoco le impidió que otra vez agarrara la cuerda para poner sus manos entre ellos.
Deslizó lentamente los dedos por su piel para ocupar aquel hueco con el rostro, de lado, posando la oreja sobre su pecho para escuchar los latidos de dos corazones que desde ese momento estarían juntos para siempre.
—No es a Dios a quien quiero rezar esta noche —murmuró.
Era al Diablo. Y el templo para ello era el cuerpo de Fausto. Con saliva dibujó el camino desde su pecho hasta su garganta, intercalando besos con mordiscos que acabaron en el mentón de él cuando ella alzó el suyo, estirando por completo su cuello de cisne.
—Pero suplicaré hasta que mis plegarias sean escuchadas —susurró contra su barbilla.
Apenas podía moverse en aquella postura que él la había obligado a adoptar, pero se las arregló para deslizar las manos hacia abajo, descendiendo, inevitablemente, también su rostro, alcanzando de nuevo su pecho y depositando en él toda su devoción en forma de besos. Mientras, las manos de Irene continuaron su descenso hasta llegar a los pantalones de Fausto, acariciando con el dorso por encima de la tela.
—Y la primera de ellas seguro que ya la conoces. —La primera, como si no hubiera rogado ya varias veces en lo que llevaban de noche—. Deshazte de estas telas.
—¿Y no es poesía lo que estamos haciendo? —preguntó la dueña de todo eso y más al escuchar las palabras que le habían dirigido.
¿No era poesía, acaso, toda esa fricción entre sus cuerpos, la forma en la que se buscaban y se lamían y mordían hasta encontrarse? ¿No se estrellaban los versos contra el papel que era su piel y dibujaban en ella, con una caligrafía perfecta, todo lo que no se habían dicho en voz alta en todos los años que habían pasado desde que el primer fruto había tocado el suelo de su jardín?
Los inviernos parecen menos fríos cuando se tiñen de naranja.
Y de naranja se tiñó su cuerpo, reaccionando al tacto del cazador. De naranja se tiñó su aliento cuando éste provocó que respirara con fuerza para compensar su falta de aire. Las piernas de Irene eran ramas mecidas por el viento, enredaderas que no dejaban de retorcerse al adentrarse en los rincones más oscuros. La arrebolada faz de aquel bello árbol no tenía nada que envidiar al atardecer que los había visto encontrarse por primera vez diez años atrás, cuando se hartó de fingir ser una niña ingenua a pesar de que sabía que ése sería el rol que tendría que desempeñar toda la vida.
Pronto aquel rostro se miró en el espejo, descubriendo frente a él la esencia del deseo, la verdad más absoluta, expuesta a tan solo unos centímetros. Tan cerca y al mismo tiempo tan inalcanzable… Más ahora que volvían a estirar sus manos, arrebatándole cualquier oportunidad de hundirlas en las cuencas de sus ojos para beberse toda esa verdad, para asegurarse de que ésta no volvía a desaparecer para siempre. Sin embargo, Fausto le hundió la suya en la boca no para despojarla de toda la poesía que había en ella, sino para dotarla de nuevos matices que Irene saboreó y devoró con intención de recordarlos perpetuamente.
Aunque quizá él sí estaba allí para arrasar con la poesía de sus labios y el color garzo de sus iris y la pureza de sus huesos. Porque, decía, estaba allí para llevárselo todo. Todo. E Irene no iba a impedírselo, como tampoco le impidió que otra vez agarrara la cuerda para poner sus manos entre ellos.
Deslizó lentamente los dedos por su piel para ocupar aquel hueco con el rostro, de lado, posando la oreja sobre su pecho para escuchar los latidos de dos corazones que desde ese momento estarían juntos para siempre.
—No es a Dios a quien quiero rezar esta noche —murmuró.
Era al Diablo. Y el templo para ello era el cuerpo de Fausto. Con saliva dibujó el camino desde su pecho hasta su garganta, intercalando besos con mordiscos que acabaron en el mentón de él cuando ella alzó el suyo, estirando por completo su cuello de cisne.
—Pero suplicaré hasta que mis plegarias sean escuchadas —susurró contra su barbilla.
Apenas podía moverse en aquella postura que él la había obligado a adoptar, pero se las arregló para deslizar las manos hacia abajo, descendiendo, inevitablemente, también su rostro, alcanzando de nuevo su pecho y depositando en él toda su devoción en forma de besos. Mientras, las manos de Irene continuaron su descenso hasta llegar a los pantalones de Fausto, acariciando con el dorso por encima de la tela.
—Y la primera de ellas seguro que ya la conoces. —La primera, como si no hubiera rogado ya varias veces en lo que llevaban de noche—. Deshazte de estas telas.
Irene de Wittelsbach- Realeza Germánica
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
Quiero que todo desaparezca. Tú y yo somos los únicos dignos de existir.
«Utena, la chica revolucionaria» – Kunihiko Ikuhara
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-:-
¿No era poesía lo que estaban haciendo? ¿No era poesía lo que se blandía en los púlpitos de los infiernos, como la más bella de las excusas para el dolor? Podría componer misas negras sobre cada poro rezumante de Irene, pese a que Fausto siguiera sin manifestar ningún tipo de fe, por muy demoníaca que fuera. Él no creía en el Diablo. No se puede creer en lo que existe, porque la existencia ya blande el insultante látigo de la verdad. Creer en la verdad no tiene ningún valor, pero otorga la supremacía suficiente para sobrevivir.
En ese momento, no estaba sobreviviendo. En este momento, no estaba buscando valor. En ese momento, Fausto creía, por fin. No en los reinos de lava, ni en su eterno capataz. Fausto creía, de repente, en todo lo que se reflejara en la mirada de esa mujer con la que compartía un océano de fuerza y represión. Y en ese mismo océano se estaban ahogando juntos, víctimas de la espiral de aquel torbellino que penetraba en su interior desde todo tipo de extremos, tan devorados y humedecidos que acabarían por convertirse en espuma.
—Hoy deberé ser yo quien responda a todas tus plegarias.
¿Hoy? ¿Sólo hoy? ¿No llevaba haciéndolo siempre? ¡Qué audacia tan reductora concentrarse en un mero día, una mera noche, después de tantísimos años de palabras de tinta y hechos de sangre al servicio de una relación que nadie más entendía! Pero el delirio de aquel encuentro atendía a un propósito mucho mayor que cualquier tecnicismo ahogado por la razón. Era bien cierto que el hijo de Belcebú contentaría a los ruegos de la reina con espinas de hielo en su cabeza, hasta que aquel océano que los retorcía se tornara en llamas.
«Deshazte de estas telas.»
Tras un último disparo de ardiente saliva, Fausto se alejó de la anhelante joven únicamente para satisfacerla, en la eterna paradoja de avidez que estaban protagonizando. Se clavó en el suelo, erguido, dispuesto, y se desnudó por completo, con la absoluta carencia de pudor de los guerreros que no necesitan cubrirse el cuerpo. Un cuerpo que no es más que la tejida maquinaria de músculo y hueso con la que salen a enfrentarse al universo. Allí, en los ostentosos, pero acogedores dominios de Irene que tiznaban el espacio de sombras y color naranja, se alzó y se vio tan especialmente íntimo como no podía verse en ningún otro lugar de la tierra. Una inspiración para sus pinturas a la que ni las exigentes críticas del hombre retratado sacarían un defecto.
Podría haber regresado a ella enseguida, haberse arrojado al centro de su absoluto deseo y haberse reunido con aquella demencia que necesitaban continuar entrechocándose hasta que no les quedara aliento. Sin embargo, optó por alargar aquel instante de pie con una calma predadora, para que la duquesa, postrada y amarrada, se tomara todo el tiempo que quisiera en contemplar la obra que pintarrajearían sus manos, aunque estuvieran atadas; que saborearían sus labios, aunque tuvieran que acabar sellados; que atesorarían sus ojos aunque ya no pudieran volver a conformarse sólo con mirar…
Última edición por Fausto el Lun Feb 26, 2024 5:54 pm, editado 3 veces
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Verbum sapienti sat est – Flashback | Fausto (+18)
I won't deny I've got in my mind now
All the things I would do
So I try to talk refined for fear that you find out
How I'm imaginin' you
«Talk» – Hozier
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El culto a alguien o algo tiene su centro en el deseo. En la fervorosa necesidad de entregar tu vida a un propósito mucho mayor, elevado, fuera del alcance de la mayoría de los mortales. Algo que el resto no entendería y que tú lo haces de una forma tan clara que a veces es hasta dolorosa. Con las venas llenas de una sustancia corrosiva, los ojos ciegos y la boca envenenada, despiertas en una realidad nueva en la que los demás no tienen cabida. Todo tu mundo es este ahora, y te moldea hasta convertirte en una parte minúscula y al mismo tiempo imprescindible de él.
Irene de Wittelsbach entendía ese culto, entendía ese fervor, pero no cuando le hablaban de Dios. Ahí su fe ciega se desvanecía y aparecían, en su lugar, la visión clara de la ciencia, el empirismo y el mundo terrenal, al que sus pies se aferraban aunque en muchas ocasiones levitara sobre la mayoría de la gente. Porque Irene en sí misma era una religión en la que tan solo unos pocos elegidos tenían permiso para ahondar en ella y bautizarse en su río. El halo que enmarcaba su rostro se enrojecía con el rubor de sus mejillas y se convertía en un objeto candente que muy pocos se atreverían a tocar.
Allí estaba Fausto, siendo uno de los valientes dispuestos a abrasarse las manos con tal de aunque fuera rozar la divinidad de aquella sirena que no estaba hecha de escamas y que a la vez estas parecían deshacerse bajo sus caricias convirtiéndose en sal. Allí estaba para arrebatar la rojez de aquel cuerpo al que pretendía rendir culto y para beber del río en el que querría ahogarse después de oír su bello canto. Simultáneamente, él se presentaba como un dios para ella. La mujer rezaría para que aquel poderoso ser se fijara en ella y la tuviera en cuenta para hacer sus deseos realidad. Le hablaría de un modo casi agónico hasta quedarse muda si hiciera falta. Se pondría de rodillas y sus labios perfilarían las palabras que la atarían a él para siempre.
Por eso no dijo nada cuando él obedeció a sus ruegos. Tumbada en el diván, la musa pasaba a ser artista, observando con una atención devoradora la hermosa figura que ante ella se erguía y que a continuación tendría que dibujar con sus manos, que apresar con sus piernas, que morder con sus dientes y arañar con su lengua. La niña ingenua había desaparecido hacía tiempo de aquella mirada felina que había cautivado a tantos hombres y mujeres. Una mirada que ahora se bebía el universo y lo escupía sin tapujos, como una suerte de verdad absoluta a la que nada ni nadie podría rebatir.
—Qué suerte la mía de que al menos uno de los seres a los que le rezo por fin me haya escuchado —murmuró la duquesa dejando, al menos por unos segundos, su propia divinidad de lado.
En ese lugar y en ese momento eran tan solo un hombre y una mujer. Adán y Eva a punto de ser expulsados del paraíso. Y en el paraíso del revés, envuelto en llamas, acabarían sus almas de pecadores después de abandonar el mundo terrenal. No por aquel encuentro, pues ambos llevaban ya años caminando sobre el fuego.
Irene de Wittelsbach entendía ese culto, entendía ese fervor, pero no cuando le hablaban de Dios. Ahí su fe ciega se desvanecía y aparecían, en su lugar, la visión clara de la ciencia, el empirismo y el mundo terrenal, al que sus pies se aferraban aunque en muchas ocasiones levitara sobre la mayoría de la gente. Porque Irene en sí misma era una religión en la que tan solo unos pocos elegidos tenían permiso para ahondar en ella y bautizarse en su río. El halo que enmarcaba su rostro se enrojecía con el rubor de sus mejillas y se convertía en un objeto candente que muy pocos se atreverían a tocar.
Allí estaba Fausto, siendo uno de los valientes dispuestos a abrasarse las manos con tal de aunque fuera rozar la divinidad de aquella sirena que no estaba hecha de escamas y que a la vez estas parecían deshacerse bajo sus caricias convirtiéndose en sal. Allí estaba para arrebatar la rojez de aquel cuerpo al que pretendía rendir culto y para beber del río en el que querría ahogarse después de oír su bello canto. Simultáneamente, él se presentaba como un dios para ella. La mujer rezaría para que aquel poderoso ser se fijara en ella y la tuviera en cuenta para hacer sus deseos realidad. Le hablaría de un modo casi agónico hasta quedarse muda si hiciera falta. Se pondría de rodillas y sus labios perfilarían las palabras que la atarían a él para siempre.
Por eso no dijo nada cuando él obedeció a sus ruegos. Tumbada en el diván, la musa pasaba a ser artista, observando con una atención devoradora la hermosa figura que ante ella se erguía y que a continuación tendría que dibujar con sus manos, que apresar con sus piernas, que morder con sus dientes y arañar con su lengua. La niña ingenua había desaparecido hacía tiempo de aquella mirada felina que había cautivado a tantos hombres y mujeres. Una mirada que ahora se bebía el universo y lo escupía sin tapujos, como una suerte de verdad absoluta a la que nada ni nadie podría rebatir.
—Qué suerte la mía de que al menos uno de los seres a los que le rezo por fin me haya escuchado —murmuró la duquesa dejando, al menos por unos segundos, su propia divinidad de lado.
En ese lugar y en ese momento eran tan solo un hombre y una mujer. Adán y Eva a punto de ser expulsados del paraíso. Y en el paraíso del revés, envuelto en llamas, acabarían sus almas de pecadores después de abandonar el mundo terrenal. No por aquel encuentro, pues ambos llevaban ya años caminando sobre el fuego.
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