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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Verona* Lun Ago 06, 2012 11:23 pm

Mi decisión fue ir a buscarlo, más allá de toda la gente en el mundo.
E. Hemingway


Clarisse, insistió en que desayunase. Insistió dramáticamente y demasiado para lo que estaba dispuesta a tolerar. Llegó a preguntarme, qué si me encontraba enferma y demás observaciones por el estilo, ya fuesen físicas o mentales; cosa que por supuesto negué, (y que seguiré desmintiendo hasta que me entierren) A decir verdad, no pude recordar la última vez que... «Creo que nunca me he puesto enferma.» -Que tú sepas...- dijo ella, de brazos cruzados y añadió con el gesto pétreo, seco, mordazmente pertinaz -A lo mejor no te has dado cuenta- preocupada por mi estado, por conocerme a la perfección y saber muy bien de dónde salgo, aunque no tenga muy claro «a dónde pretendo ir» (en general «con mi vida»).

Cierto era que se preocupaba por mí. Veía un claro reflejo de lo que fue ella en sus precoces juventudes bohemias (como nos llamaban en París, tras regresar de la mismísima, Bohemia) amante de la buena vida y con muy mala reputación y aunque fuese una mujer tozuda (y Clarisse, ciertamente lo era) aún repitiendo día, tarde y noche que no se arrepentía de nada, ella era consciente de que nuestros actos acarreaban consecuencias y que esas consecuencias eran irreversibles. No deseaba que mi futuro fuese similar al suyo. «¿Pero tú no sabes que de la madera sale disparada una astilla?» Y el Cerezo da cerezas.

El aire que se respiraba en la casa, era el mismo que el de una cacharrería. Los inquilinos subían las escaleras principales, las bajaban, producían atascos, mantenían conversaciones a viva voz, a distancia o a dos centímetros de la cara del otro; se desplazaban de las habitaciones al salón, del salón a la librería, de la librería al jardín trasero; todos vestidos con sus trajes del Domingo. «Todos menos yo»

Tenía por costumbre desayunar en la cocina, acompañada por el personal de la casa, aunque aquella mañana no se cumpliese dicho pronóstico y toda mi atención recayese en mis escritos. Pasaba las hojas humedeciéndome un dedo con una velocidad aplastante y leyendo casi al mismo nivel, mientras una abeja golpeaba el vidrio de la ventana. El insecto buscaba el dulce néctar de las crisantemas que adornaban la mesa de la cocina donde yo intentaba concentrarme, pese al eterno jaleo que se oía de fondo y a tener, literalmente, la voz de Clarisse metida en el oído. Les dijo a los criados:

-Lleva sin comer desde ayer- «No pude» Como si la boca del estómago se hubiese cerrado de golpe «y hasta aquí no más.» Aquel giro drástico de los acontecimientos, parecía ser la noticia más jugosa del siglo. Como si algo horrible estuviese apunto de ocurrir, la caída de un puente, un golpe monárquico, un terremoto -¿Será fiebre?- la cocinera comprobó mi temperatura y apartó la mano tremendamente confusa, dándoles una negativa al resto del personal, una negativa que pareció inquietarles. «Insólito» Ocho personas pendientes de mí, sujetándose el corazón y en completo silencio. Ningún inquilino llegó a entrar en la cocina. Más que nada, porque no se atrevían. Llegaban hasta el marco de la puerta, y en lo que dura una respiración, se marchaban pensándose que sucedía algo grave -Estáis sacando las cosas de quicio- murmuré sin despegar la vista de las hojas, buscando desesperada el manifiesto que escribí sobre Buda. Lo escondí tanto que no era capaz de encontrarlo. «Y quién no lo haría en los tiempos que corren» La iglesia no aprobaba la práctica de otras religiones y por lo tanto, Buda no era bien recibido ni aquí ni en ninguna parte salvo en su país y ese país quedaba muy lejos -Hija, es para preocuparse- insistió, Clarisse, a pesar de escucharme suspirar por puro agotamiento. ¿Qué si no? -Eres la primera en sentarte a la mesa y la última en levantarte.

-Pues tampoco pretendo cenar- aquello fue el colmo. La cocinera no cohibió su deseo de santiguarse, cosa que pasé por alto -Te encontré- Sonreí triunfal frente a los panfletos, cortándoles la respiración de una sola tajada a todos (a excepción de mi tutora, que supo al instante la equivocación que había cometido, como si se avecinase tormenta) en el momento preciso en que di con lo que estaba buscando tan fervientemente, anhelante, guardándome unos veinte en la manga del vestido avellana para acto seguido, salir de la cocina directa a la calle sin darles la posibilidad de detenerme.

Fue ella quien me comunicó la noticia. «¡Ella, maldita sea!» ¿Y ahora se arrepentía? La noticia que tan dramáticamente estaba afectando a nuestro entorno y a mi apetito. «¿Pero quién dice que no estuviese hambrienta?» Ahora no podía echarme atrás. Y a pesar de que mi hermana Toscana era mi confidente y amiga, mantuve la noticia en secreto porque ella no habría aprobado mis expectativas o hablando a grandes escalas, los sentimientos que me sumergían en una vorágine destructora de mí misma, al resultarme imposible apartarle de mi cabeza. «Fausto» «Tantos significados para un sólo nombre» Estaba interesado en conocerme. «Como si eso significase algo» ¿Pero acaso no bastó para conducirme hacia él?

«Prueba a llamar a un gato. Se detendrá, estate seguro. Se quedará quieto y te mirará directamente a los ojos. Un minuto, dos... antes te moverás tú. ¿Tienes algo que ofrecerle? ¿Guardas un ratón en la chistera? ¿Pretendes acaso darle cobijo? Está lloviendo y hace frío. Prueba a llamarle una vez más y no con la intención de acariciarle únicamente, se original. ¿De qué sirve estar vacío? Llámale por tercera vez. Llámale. Entonces se irá»

Si bien había fisgoneado como un gato por la rendija de la puerta, el animal que atiende y sabe; «desde luego sabe cuándo tiene que entrar» ahora me tocaba conocerle en persona, verle con mis propios ojos y no los de un desconfiado felino escondido entre las sombras. Yo era una ingenua, prendada de un fantasma, creyendo conveniente ir a pie para despejarme, pese a la caminata que me auguraba. Y ahora es cuando hago mi confesión mientras el peso de los faldones tiran de mí hacia abajo y el día se oscurece cuando pierdo el sol de vista tras un edificio... «Siento debilidad por los hombres más obtusos, he tenido sueños desquiciantes con él, vergonzosos... para una mujer recatada, que no es el caso, y aunque me cueste admitirlo y sienta que no estoy sola, no soy de piedra» Dejando a un lado esto, la mayo de mis incógnitas, seguía rondando allí donde mirase, independientemente de los muros que tratase de alzar para tapar mis miedos e inseguridades, cuando jamás me preocupé por dar una buena impresión o ganarme la confianza de nadie. Sentí que el corazón se me aceleraba de golpe al contemplar por fin su morada. Y no era miedo exactamente. ¿Qué sabía de él? Si era simple interés pero alejado estaba de ofrecerme nada, entonces me iría. Estaba claro. Tomé aire al detenerme frente a su puerta y llamé armándome de valor.

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Mensaje por Fausto Jue Ago 30, 2012 11:08 pm

El mundo no sabía hasta qué punto estaba equivocado. Pero Fausto, sí. De ahí que muchísimas veces actuase como si contradijera su propio parecer. La única verdad era que si pensabas eso, estabas muy lejos de empezar a conocerlo. Ese alemán nunca dejaba que un solo átomo de sí mismo se estancara en algo. Así que no tenía un único parecer, tenía tantos que tratar de predecirle sería menos provechoso que gastarse veinte francos en arreglar una escoba.

Aquella tarde no se presentaba como la mejor de la semana, al menos no en lo que el cazador denominaba ‘principio’. Le gustaba andarse con rodeos, al muy hijo de puta, porque daba exactamente igual que se la pasara de cabo a rabo encerrado en su piso, con los codos hincados sobre la mesa y la mente hundida entre los pergaminos y contenido general de su escritorio… que el puñetero demonio estaba viajando más allá de esas paredes, recolectando tantas reliquias tangibles e incorpóreas que sólo el espacio real podría limitarlas, matando a mil y un desgraciados que ni siquiera conocía ni le conocían aún, pero no importaba; él precisamente podía permitirse unos días de retraso. Cosa que nunca acababa sucediendo, por supuesto, pero no estaba de más mencionar que pocas cosas existían que lograran escapar a sus dominios. Únicamente las que todavía no se habían fundido con sus objetivos. El resumen desesperadamente necesario (de lo contrario, podríamos tirarnos siglos soportando párrafos sobre su ego seboso) era que aquel hombre estaba esperando a alguien, y Fausto nunca esperaba, si no le merecía la pena de ese tiempo que se encargaba de invertir como quería. Y lo que normalmente quería consistía en algo muy sencillo: perfección, insaciable perfección; la incansable urgencia de no cesar nunca de sembrarse.

Cuando se decidía a que los demás vieran cómo asomaba la cabeza para requerirlos en su cruzada, empezaba a notarse que también se aburría como profesor de teología. Aquel súcubo retrasado en conocimiento y en físico que se encargó de aportar su semen para traerlo al mundo se había dedicado a lo mismo, sí, y a pesar de que cualquier recuerdo sobre su ‘familia’ que acudiera a la entrenada memoria de Fausto era rechazado con insana repulsión, éste sabía de sobras que practicando la enseñanza de su progenitor, una parte de él seguía haciendo referencia a su pasado. Pero en fin, también era un egocéntrico de alta alcurnia que no disimulaba su valía, de manera que los retales de su madre también seguían ahí. No servía de nada, pues, resistirse a abarcar la misma rama que aquel hombre por rechazo hacia todo cuanto aquellos desechos humanos que pretendieron criarlo hubieran tocado. Ya que, si el propio Fausto desbordaba toda la clase del mundo con su presencia totalmente ajena a la de su madre, también ejercía aquella profesión con una eficiencia que su padre jamás llegó ni a olisquear. Aunque todo aquello también resultaba obvio: ellos eran puros monigotes de la mediocridad, y él había nacido con el destino marcado de poder. Que Fausto hiciera todo mejor que ellos corroboraba cada día lo mucho que unirse a Georgius había salvado su vida.

Algunos alumnos pasaban al otro lado de su puerta primeramente por pura práctica, ya que para saber que podía enseñar hasta a un loro no necesitaba ser demasiado selectivo. Lo que sabía acerca de la divinidad o el pensamiento mitológico iba de la mano de la objetividad que abofeteaba a todos y cada uno sin excepción, sin importar si eran o no merecedores de aprenderla. Le pagaban lo que pedía y Fausto demostraba ser un tirano de persona, pero un Dios de maestro. Suficiente. No obstante, llevaba mucho tiempo queriendo impartir saberes, pero no necesariamente teológicos. Un profesor también aprendía y podía (por mucho que él no fuera a usar esas palabras para expresarlo) ser enseñado indirectamente, y al cazador siempre le había gustado experimentar, analizar cabecitas ajenas y que así sus recursos se perfeccionaran día a día. Era capaz de extraer beneficio de cualquier aspecto en un ser vivo, y eso volvía el campo muy, muy amplio. Tan amplio como alguien de su calaña precisaba. Y si aquella tarde podía o no presentarse definitivamente como la mejor de la semana, poco faltaba para salir de dudas.

Clarisse había tenido oportunidad de encontrarse con sus escalofriantes pisadas sin obtener a cambio una mirada de desdén. Una de las mujeres más interesantes con las que Fausto se había ido topando entre aquellas calles mundanas de París (y del mundo, lo cual era peor). Por muy rematadamente… cabrón que fuera, la lógica de Fausto albergaba pareceres que la humanidad desechaba para seguir involucionando (y después dirían que el malo era él), y aunque no reivindicaba ideas feministas (ni de nada que no llevara su propio nombre), él nunca había hecho distinciones de sexos, edades o rangos. Por lo que, una fémina contraria al sistema y totalmente alejada de la degradante finalidad conyugal merecía, por lo menos, parte de su atención. Además, la mansión que usaba como curioso hostal (porque para él resultaba evidente que las alternativas que allí se escondían no resultaban normales, y eso le agradaba) había contado alguna que otra vez con el destino de sus pasos y no recordaba exactamente en qué momento cruzó la imagen de una de las dos mellizas que corrían a cargo de Clarisse con el origen de unos manuscritos que no tardaron en llegar a sus manos. Su intuición no le fallaba y las visitas pseudo!casuales que hacía a la mujer para llegar a acuerdos beneficiosos en los que colaborar entre ellos, le ayudaban a pasear por habitaciones que, quizá, no estarían al alcance de todos, y a topar sus ojos con bocetos y garabatos muy reveladores, similares a los de aquellas escrituras. Y que, por supuesto, no pertenecían a su anfitriona. Demasiado frescos y prometedores en una retorcida y necesitada manera, como lo que se comprobaba en aquellos manifiestos cuya forma de expresión le habían captado el interés. Su contenido se parecía en cierta medida al de las mismas doctrinas que promovía Clarisse, sólo que con un estilo menos contundente y más experimental. Así que, antes o después, su mirada se posó instintivamente en una de aquellas niñas, ‘Verona’ le había dicho su tutora que se llamaba, y Fausto se dedicó a pillarla en el momento oportuno, cerca de aquellos bocetos o comentando aspectos similares, siempre a lo lejos de él, pero lo suficiente como para asociarla a la certeza de que su autora era ella, y nadie más. Por otra parte, aprendió a diferenciarla de su hermana y cuando Fausto vagabundeaba por lares artísticos que caramelizaban aquella cuna bohemia que representaba la ciudad, encontraba a la venta pinturas con su imagen desnuda, sabiendo quién era Verona tanto si posaba junto a Toscana como si la encuadraban sola. Y al llegar el momento de pedirle a Clarisse que concertara un encuentro entre ambos, si no estaba por lo menos en lo cierto (cosa que obviamente tampoco esperaba) acerca de lo que hacía esa intrigante muchacha, por lo menos sí sería perfecta para iniciar esos sucedáneos de alumnos más allá de la teología, que Fausto deseaba estudiar.

Escuchó finalmente cómo llamaban a la puerta y no permaneció apenas tiempo delante de la chica nada más abrírsela, sino que se introdujo de nuevo y muy tranquilamente en su habitáculo, con ello dándole a entender que se le permitía la misma entrada. Aquel piso, que Fausto usaba de manera extra-oficial, por así decirlo, y que sólo daba a conocer a quien él dispusiera, se estancaba más bien en la clase media. Sencillo y ni muy amplio ni muy enjuto. Sin embargo, no podía disimular que daba cobijo (o lo que fuera) a… bueno, al hombre que era Fausto, ni a la magnificencia que guardaba allí: objetos diversos desperdigados por entre los muebles, cuadros, mapas, esculturas paganas, ballestas y un sinfín más. Fausto hizo a Verona caminar por entre todo eso hasta llegar a su escritorio, donde tomó asiento para contemplarla detenidamente desde allí, sin invitarla a hacer lo propio también.

Esperaba que vinieras –habló sin alteración alguna y extrajo la pluma que había dejado en el tintero para colocarla cerca de un manojo de hojas (rociando unas pocas gotas de tinta sobre algunas) que había expuesto deliberadamente sobre la mesa, en una perspectiva más que idónea para que Verona pudiera identificar que eran sus manifiestos-. Escasean las oportunidades de charlar cara a cara con pseudónimos tan… pintorescos, aunque entiendo que el nombre de una ciudad sea más adecuado cuando algo de la persona que lo lleva se gana cualidades únicas –su mirada no cesó de analizarla y únicamente se desvió para asegurarse de que uno de los cuadros que habían capturado la desnudez de la muchacha quedaba justo a la izquierda de ésta, lo bastante como para que su curiosidad bien pudiera ver que lo había comprado o bien pudiera pasar desapercibido ante la casualidad y simbolizar estrambóticamente aquella reunión-. Compartir techo con Clarisse debe de ser inspirador, ¿en qué te gusta emplear esa inspiración a ti, Verona? ¿Crees que lo has visto todo con esos incentivos, tal vez? Tengo mucha curiosidad.
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Mensaje por Verona* Mar Oct 09, 2012 11:01 am

A mi hermana se le daba demasiado bien descifrar la verdadera esencia de las personas. Utilizaba metáforas para definirlas y algunas eran realmente inteligentes y capaces de transmitir una imagen completa de forma asombrosa. (Dije que se le daba bien, no que le gustase hacerlo). En una ocasión lo intentó conmigo y en su momento, no quise escucharla. Pese a que sus ojos transmitían paz y en el fondo un Cristo; yo sabía que tras los labios, justo en la punta de la lengua tenía escondido un estilete. Pero su nivel de persuasión, consiguió agarrarme por el pecho, zarandearme y dejarme aturdida. Y cuando me dijo que yo era igual que una hoguera (dulcemente, sin ofensas y pronunciando la palabra en un francés exquisito que superó la perfección y me hizo sentir como una completa ignorante); acepté sus observaciones de buena gana y continué escuchándola como si ella fuese una deidad y hubiese descendido a la tierra para contármelo absolutamente todo.

Me dijo que a la gente le aterraba el invierno porque traía consigo una nueva era y por lo tanto el temor a morir helados de frío. El comentario fue de lo más acertado porque precisamente era invierno. Luego me hizo una pregunta; «¿Te negarías a refugiarte en una hoguera?» A lo que yo respondí optimista; «Quien se niegue, es un cabezota insensato muy valiente» así como desinhibida; y ella continuó con su discurso, pero esta vez mirándome con una intensidad odiosa; «La hoguera es magnética» Dijo; «Revienta la madera y calienta. Es acogedora, es sincera. No tiene maldad alguna ni siquiera tiene una ocupación salvo arder. El único signo de vida frente a un horizonte congelado. Al principio no deseas que se apague. Te esfuerzas en alimentarla y cuanto más la alimentas más crece la llama. Te sientes con poder a su lado. A veces te asusta cuando suelta una chispa pero luego te hace reír tras ver que no ha significado nada y estás a salvo. A medida que crece, surgen las dudas. Y es entonces cuando te das cuenta de que permanecer a su lado resulta rematadamente imposible y peligroso, porque la idea de la hoguera te pareció increíble en un principio pero jamás pretendiste formar parte de ella y ahora te estás ahogando, el humo te ciega, las llamas te dejan sordo, estás apunto de quemar un bosque. ¿Dónde quedó todo ese amor? La sensación de sentir que te salvaste al encontrarla. Dónde, si sólo quieres que desaparezca. Algo que admiraste una vez... ¿Y ahora qué?» dirigió la mirada hacia el caballero que por entonces intentaba cortejarme y ahora se encogía súbitamente intimidado por su inesperada advertencia; «Reniega de ella, compañero. Reniega como si fuese la peste. Debes marcharte, abandonar la hoguera en el corazón del bosque. Dios te libre y que la naturaleza se la coma a ella y no al revés. Deja que se consuma, deja que se haga pequeña y sola, cada vez más pequeña y más sola; hasta que se desvanezca y no queden más que las cenizas muertas de una leyenda.» En resumidas cuentas, mi hermana quiso hacerle entender que yo era un peligro (no de la forma que la sufrida y fútil civilización concibe el sentido del peligro relacionándolo instintivamente con lesiones físicas o muerte, el tema iba más allá de la mera destrucción pues esta, en comparación, caminaba recto y dentro de los límites de la ética); y al mismo tiempo adelantó acontecimientos futuros, prediciendo mi destino como si yo fuese un personaje trágico cuyos problemas existencialistas pasasen a recuerdo póstumo (me llamarían Nostalgia) para acabar como un viejo y ajado libro en algún lugar recóndito (tras la nostalgia el olvido) que dejó de cotizar éxitos para criar miserias. Y aún así, pese a todo, ella creía que el personaje trágico sabría arreglárselas. Utilizaría el código más antiguo del universo: la superviviencia y nada más.

Como era de esperarse, el caballero salió corriendo, asustado como cualquiera. Pero aquella no fue la verdadera razón que me forzó a no mencionarle la existencia de Fausto a mi hermana. Decidí callarme, no ante el temor de que Fausto desapareciese del mismo modo (en realidad estimularía sus pretensiones e intereses); si no para asegurarme de que no fuera consciente al cien por cien del peligro que suponía lanzarse de cabeza contra mí, porque estaba segura de que lo haría (y me apiadé de él); aún sin conocerle di fe de que lo haría.

Nada más abrirse la puerta y escuchar los pasos del susodicho (que me brindó la entrada alejándose sin previo saludo), crucé la frontera de nuevas y pisé territorio extranjero. Nada más cruzar la frontera (absorbida por la idea de conocer a mayores rasgos aquel territorio extranjero) contemplé la espalda del susodicho dejando dos metros de distancia entre ambos («empaque de primera, chico») mientras una vocecita en mi interior gritaba «Aleluya» brindando una copa de champán hacia nadie. Estaba sola y aquel hombre era fascinante. Imposible cerrar los ojos, aunque solo fuese para darles reposo. Por pedir, me habría gustado que tuviese cincuenta años, problemas de cadera y utilizase bastón. Así evitaría distraerme constantemente por su sola estampa. Ya de por sí, era catastrófico saber que, además de apuesto, era demasiado inteligente incluso para su propia inteligencia.

La visión que tenía del hombre era pesimista y espantosa. De hecho, era la visión de mi educadora y no la mía. Clarisse, utilizaba la palabra «deficiente» para referirse al género masculino (terminología que no compartíamos) y después añadía la palabra «mental» como queriendo encuadrar la idea, si a caso surgían dudas de por dónde iban los tiros. Sanguinarios, competitivos, obsesivos, insensibles e idiotas, siempre remataba la faena colocando la guinda. Conversaba con sus maravillosos y bohemios amigos y mantenía estrechas relaciones con ellos. Pero eran eso, amigos. No maridos. En una ocasión, llegó a criticarlos cruelmente y sin razón, porque precisamente ella no era la más indicada ni estaba en la mejor posición para juzgar a esos caballeros que se la intercambiaban bajo su consentimiento. Si Clarisse hubiese caminado entre aquellos mapas, estatuas y ballestas, habría puesto los ojos en blanco ante una evidencia, recalcando que los hombres eran como confirmaba, monstruosamente obsesivos. ¿Podía estar más confundida? Aquellas palabras me decepcionaron por completo. Para mí no eran insustanciales objetos que criaban polvo sin otro fin. Encerraban consigo un parte de Fausto o de lo que simbolizaba su espíritu. Es decir, una ajetreada vida llena de aventuras y de constantes descubrimientos, cuyas consecuencias a veces debían resultarle fatales, si necesitaba defenderse de ellas, cual valiente abriendo la caja de Pandora. Fausto me recordaba en cierta manera a un joven Miguel Servet, allí... cómodamente sentado frente a su escritorio. Incliné la cabeza hacia un lado, inspeccionándole desde distinto ángulo. Una mirada procaz, que sólo nos situó en igualdad de condiciones, pues el teólogo me observaba con anteojos pese a no llevarlos puestos. Dos ojos fijos en dos ojos fijos. Y aunque pueda parecer extraño, en los míos no existía juicio.

Barajé diversas teorías, algunas demasiado disparatadas para ser reales y alimentadas por una terrible curiosidad, pero... ¿Me hallaba ante un niño prodigio que dedicó el tiempo que le correspondía como tal, a ser adulto y no un niño? ¿O me hallaba ante un hombre perdido, que buscaba respuestas para alimentar sus fantasías, como haría cualquier niño en realidad? No. Quizás fue realmente la obsesión como Clarisse habría apuntado, su guía motor y la encargada de ayudarle a alcanzar la cúspide del bendito conocimiento. Pero... ¿Y si alguien le ayudó en aquella cruzada que parecía imposible? ¿Y si existía un ser humano tras el argumento? Y motivada por aquel aluvión de ideas, me atreví a pensar un completo disparate. ¿Y si fue divino? ¿Dios bajó del cielo y le habló, como sólo Dios padre sabe hablarles a sus hijos? No. Jamás. Y por un instante, volví a apiadarme de él, inconscientemente. «Fue otro.» Uno muy distinto de lo que fue entonces. Ese que sabe latín y hebreo. Ese que va y viene y tampoco tiene donde caerse muerto. Imaginé la tentación cruda y firme de pactar un trato con el rey de los fuleros, el que fue lacayo y ahora regenta su propio gobierno; e imaginé un apretón de manos del cual no poderse librar fácilmente. El que congeló su mirada, endureció su rostro y le achacó diez años más, bajo el peso de tener que cargar con una cruz. Fruncí el ceño tras escucharle y contemplar mis escritos sobre la mesa. Algo que colocó allí a conciencia, al igual que un cuadro que me resultó “ligeramente familiar.”

Me acerqué al cuadro. No pude ni imaginar que se le pasó por la cabeza para comprarlo. Aquella era yo y en él, me mostraba honesta. Vamos... como mi madre me trajo al mundo. Recordé al pintor, un tipo muy loco al que le obsesionaba la forma y la belleza como a un amante del neoclasicismo puede asombrarle la forma y la belleza, mientras se estremece de gusto. Hablaba siempre con el pincel en la mano y a base de sacudidas imperiosas salpicaba todo el cuarto. De hecho, el retrato tenía pequeñas motas verdes a lo largo y ancho del lienzo. Tracé mi nombre surcándolas con un dedo, como el que sigue los puntos de una constelación en el firmamento. Mi nombre, Verona. ¿Dijo pintorescos? -Da...- sonreí divertida. Me gustaba utilizar un anagrama para esconderlo. La mayoría de los artistas lo hacen cuando no quieren ser descubiertos, ya sea por miedo, vergüenza o fraude. Firman con sus iniciales o con palabras en otras lenguas que han escuchado en alguna parte y que consideran que les simboliza. Yo lo hacia porque me parecía insultante exigir una serie de privilegios que no me eran necesarios precisamente a mí, que lo tenía todo (aunque no siempre fue así); y prefería hablar en nombre de miles de ciudadanos que no se atrevían a subir la voz por temor a que sus familias salieran perjudicadas. Mi pseudónimo era Dareo Corvan, varón, diestro, de letra fina y florida, cautivador. «El pueblo siempre obedece al varón» Sin embargo (y esto no todo el mundo lo sabe) «es la esposa la que le susurra los quehaceres al oído»

-Si hablamos de estímulos, permítame decirle, que menudo par de incentivos con los que se ha ido a encontrar, señor- hice alusión a mi busto. Un comentario jocoso que no vino a cuento. ¡Cómo somos! Pero que creí conveniente no pasar por alto. Y tras apartar la mano del cuadro, aún contagiada por mis propios divertimentos, me volví de regreso al escritorio para responder con mayor claridad a su pregunta, o al menos con la mayor seriedad que fuese capaz de aparentar, teniendo en cuenta que no soy una persona seria -Lo es, sin lugar a dudas. Aún no entiendo cómo he tenido tanta suerte. Que alguien como Clarisse, quisiese ayudarme a desarrollar mis dotes creativas de una forma tan noble, parece casi imposible de concebir en esta sociedad que sólo piensa en sí misma. Ella no me indicó el camino ni le fue necesario crearme como tal, a su imagen y semejanza. Nací así, de fábrica. Lo único que hizo, fue dedicar su preciado tiempo a moldearme- saqué de la manga los escritos que citaban al gran iluminado y los coloqué sobre su mesa, para que pudiese leerlos cuando gustase. Sin compromisos, no le obligaba. Bien podía utilizarlos para envolver objetos frágiles o pescado. En mi círculo de amigos, todos éramos inteligentes sin ser convencionales, podíamos hablar de cualquier escritor sin parecer pretenciosos, respetábamos otras formas de vida pese a no compartirlas y jamás obligábamos a nadie a seguirnos si no lo deseaba. Éramos tranquilos, unos santos -Me han hablado bien de usted, señor. Si ha conseguido meterse a mi instructora en el bolsillo, es obvio que también ha logrado engañarla.
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Mensaje por Fausto Dom Dic 02, 2012 1:08 am

Fausto no hizo siquiera amago de apoyar el codo sobre la mesa y contemplar a Verona con la mejilla en la mano. La autosuficiencia que desbordaba ya se respiraba desde los primeros rincones de la puerta, así que no tenía ninguna gana de hacerla más evidente, aparte de que si había citado allí a la muchacha, no se debía a que fuera a ponerle las cosa fáciles. La facilidad era un insulto tan grave que si Fausto no la otorgaba, podías empezar a replantearte que te guardaba, aunque sólo fuera, cierto respeto. En principio, al menos.

El motivo de su ambición se disparó con la agilidad de un gamo desde sus pupilas, azules y preciosas en su frialdad, la banalidad de un detalle que a la chica pasó fácilmente desapercibida tras el impacto de su cruenta amalgama. Amalgama de conocimientos, de intenciones, de logros y futuros proyectos. Incluso de sensaciones, aunque éstas a él le importaran mucho menos que el futuro irreprochable. Con una única mirada, Fausto se interpuso entre la visión de Verona y el mundo, retándola a que durante una temporada no hubiera nada más que lo que había ido a hacer a ese piso, incluso si todavía no lo sabía (y ese 'todavía' no poseía un lugar definido en el tiempo, bien podría concentrarse en una tarde, que cinco años desgastando su aparente juventud).

Le llamaba muchísimo la atención. Que su aspecto fuera tan fresco como lo que podía leerse entre sus palabras escritas, como lo que no hacía falta ver en un pseudónimo falso para captar su esencia como persona, los pedacitos insatisfechos de una locura sana y reconocida. Verona no ofrecía un exagerado contraste entre exterior e interior, ni se trataba exactamente de una cuarentona hablando con el cuerpo de una veinteañera. No obstante, Fausto sabía que no todo se quedaba en la insulsa vista y que si hacía acudir ese tipo de reflexiones a su mente, el extraño imán de su invitada tenía respuesta: la simple mortalidad no encajaba con ella. La firmeza de su caos no provenía de un corazón que tuviera los días contados, no… Para más inri, su naturaleza sobrenatural no se reducía únicamente a su actual biología, pues el repertorio totalmente ajeno a lo ordinario que la mujer desprendía no entendía de simplezas y aunque se transformara en un lobo descontrolado con la luna llena o pudiera compartir su forma corpórea con la de más animales, no tenía por qué estar relacionado con ese duende personal que, en aquel caso, daba continuas pataditas contra la frente de Fausto. Tantos años conviviendo con la fantasía hecha realidad y ese cúmulo de fatalidades mitológicas, que ahora el cazador no sólo las distinguía como quien adivinaba la procedencia de alguien con escuchar su acento; a veces le parecían insuficientes para captar su interés y hasta les exigía muchísimo más. Afortunadamente, Verona venía ahorrándole esa primera parte, ya que de no haberla visto cumplida al instante de descarrilar la inquina de sus pupilas sobre su puño y letra, aquel momento no existiría para ninguno.

El alemán ignoró ese comentario referente al retrato de su desnudez, por lo menos verbalmente, ya que no emitió comentario alguno para rebatir ni afirmar aquel 'par de incentivos'. Sencillamente, no le salió del alma, tanto como sí lo había hecho al realizar aquella compra bohemia tan singular. ¿Quién sabía dar con la verdadera razón por la que un hombre como Fausto, aparte de adquirir un cuadro de tan comprometedoras características, no le importaba lo más mínimo que su modelo estuviera enterada? La oscura prepotencia que rebasaba, cosida a la seriedad (en ocasiones, escalofriante) de lo que debía de hacer con su vida privada, tan pronto no sugerían imaginarle en escenarios viciosos como invitaban desesperadamente a hacerlo. El efecto inverso y casi infantil que alimentaba en los espectadores un deseo innato de retirar cuantas capas se interpusieran entre ellos y la necesidad de conocer algo. A alguien. La planta de Fausto se movía con pasos superiormente medidos y repartía su indiferencia entre la multitud, y de tanto en tanto, su destino era acabar como blanco de fantasías húmedas, aunque no estuviesen mal encaminadas al presuponerlo tan buen amante como erudito. De todos modos, una cosa siempre se podría sacar en claro y es que a las acciones de una persona así nunca les gustaba ajuntarse con los llanos 'porque sí'.

Dejó caer relajadamente la mano sobre el nuevo amasijo de tinta y garabatos que Verona había depositado en su mesa con la misma inapetencia que él conocía. Sin dejar de inspeccionarle el rostro mientras hablaba, sus dedos asieron una página, una sola de ellas, la primera de todas para, después de que la mujer callara, ponerse en pie y leer aquel inicio de manuscrito de cara a la luz que entraba por la ventana. Se tomó el mismo tiempo para volcarse en dicha lectura que si fuera un anfitrión dado de baja y al momento de voltearse de nuevo hacia aquellos ojos verdosos, tenía la hoja arrugada, pero completamente abducida.

Muy bien, pero no has contestado a mi pregunta –fue todo lo que dijo primeramente y, por primera vez desde hacía unos cuantos minutos, se alejó de su escritorio, bordeándolo para aproximarse a Verona y agarrar una de las sillas que había al otro lado para colocarla justo detrás de ella, invitándola caballerosamente a tomar asiento. Cuando lo hizo, los nudillos de sus manos, aún firmemente sujetas al respaldo de madera, rozaron por un instante sus largos cabellos y, acto seguido, regresó a su posición inicial con otro método incomprensible de cerciorarse de que no era humana. Reunió la hoja estudiada junto al resto de sus compañeras que no había mirado (tampoco lo necesitaba) y al sentarse también, empezó a hablar con un inicio de media sonrisa en los labios-. Sabes elegir tus palabras. 'Engañar', que no 'mentir'. Realmente, no creo que consideres fácil inducir a alguien como Clarisse a tener por cierto lo que no lo es. En esta especie de alianza que tenemos, no he negado nunca mis intenciones y en cuanto a nuestro encuentro, simplemente no conoce su motivo específico –al fin, adquirió una pose inclinada más cercana a la figura de la escritora que a las paredes de su gruta-. Yo sólo oculto, cachorra, los que se 'engañan' son el resto.

Y aparte de a su morada, Verona dispondría de entrada a conocer las pocas veces en las que Fausto mostraba directamente.
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Mensaje por Verona* Miér Feb 06, 2013 4:15 pm

Su espalda a contra luz, oscura, cual muralla inexpugnable, no era más que un espejismo, producto de mi corazón abrumado. Hube de esperar una reacción como mínimo después de entregarle en mano los desordenados renglones de una escritora principiante. Pocos sabían tratar conmigo. Al final terminaban cansados, crispados... en lugar de aguantar y ser pacientes. ¿Sonreiría cambiando mi parecer? «Qué va» Derrumbes a mi alrededor. Cuánto anhelé estar equivocada y cuan doloroso fue conocer su respuesta. Le vi arrugar el papel, que previamente había examinado, mientras yo me preguntaba qué cara pondría. «Por desgracia, ninguna» Inexpresivo como un risco. Y su carne no era carne, era un escudo forjado a partir de materiales pesados, impasible su reacción y en balde, mis intentos por satisfacerle, recorrer a pie un largo trayecto hasta su agujero e irme con las manos vacías. Creí traer algo de calidad. «No te frustres más»

Alcé la vista igual que si hubiese cometido una imprudencia y me tocase cargar con esa pena. «Mantente de una pieza» Soberano orgullo desaliñado y sucio. Era una mujer fuerte porque las circunstancias así lo decidieron. Sufrí el maltrato de los inquisidores y de otros igualmente cobardes que abusaron de su poder para hacer justicia ante algo, que a mi parecer, era injustificable. También crecí a base de fustas y si no hubiese sido por mi tutora, yo no estaría aquí. Ella se apiadó de mi. No existía desgracia mayor que la mía. Mientras Toscana conseguía el aprobado con buenas sonrisas y cara de ángel, una mujer responsable con los pies en la tierra; yo sin embargo, era un bendito desastre del que preocuparse. Mi hermana se estaría haciendo numerosas cuestiones sobre mi paradero. Entraría en mi cuarto, lo hallaría baldío (franja horaria durante la cual, practicaba con el violonchelo) y cuando yo regresase (que a mi parecer era cuestión de minutos) no contestaría a ninguna de ellas. Por el contrario, sí que respondí a la pregunta que formuló Fausto. Me dedicaba a escribir. Otra cosa es que no le gustase la respuesta tras leerla de mi puño y letra. Por otro lado, ¿Por qué habría de contarle más de lo debido? Él no lo hizo. ¿Perdimos el tiempo inútilmente? Fruncí el ceño desdeñosa. Si evité mirar al teólogo, fue por mi frustración y las energías que había malgastado para quedarme junto a él, energías que se desinflaron como un globo. Fausto anduvo hasta la puerta. ¡O eso imaginé! Vista de patitas en la calle con el chasquido de un dedo. «No sientas tristeza por algo que ni siquiera empezó» Habría decidido echarme y ni adiós me diría. Cuando te abren una puerta, no hay duda alguna, te vas. Todas las de perder, siempre en mi contra. «Y especularán que los escritores sólo saben quejarse» Como cualquiera, pero diez veces peor. Mi cara, cada pliegue de mi atormentada cara, fue similar a los de una idiota absoluta. Entendí tarde que me equivocada y que se trataba de una silla. ¡Qué me sentase! A poco se me cae el corazón al suelo. «Válgame»

Hablaba de mi tutora, de su aversión por los hombres, por cualquiera de ellos, lo mismo le daba que fuese rubio, moreno, pintor o barrendero. No le tomé por un vil mentiroso. Lo único que conocía de él, era aquello que me dejaba ver a través de sus gestos y de sus palabras y que era diabólicamente listo. Sorprendida quedé al oír que nuestro encuentro no tenía motivo aparente. «Ahora venía la pregunta» crucé la pierna por encima de la otra. «¿Qué hacemos aquí?» La lentitud de mis pupilas cobró peso desde el instante que me llamó cachorra -¿Y cuales van a ser sus estrategias de cara a un futuro proyecto?- levanté la barbilla mirándole con severa seriedad -Se lo pregunto porque, puedo hacerme la loca- «De los Guindos se caen los niños» -No quiera nadie que sea yo la excepción, por la cuenta que me toca, menos aún la culpable de que pierda usted la buena costumbre, señor- Clarisse era la mujer más inteligente nacida sobre la faz de la tierra y me pareció un insulto que insinuase tal cosa -No lo hará por vicio- ¡El colmo! Dudé, claro está. No le conocía -¿Verdad?- saqué una caja de cerillas y un cigarrillo liado del escote. Si se produjo una ventisca, fue imaginación mía al quedarme helada y resguardar el fósforo en una mano para evitar que se apagase. Un alivio ver prendido el cigarro. El humo insondable que materializa el desconcierto; sentada en aquella silla, expuesta a un concienzudo confesionario. Nuestra conversación sería extensa y agotadora. No supe qué pretendía de mí y era demasiado hermético, al menos de buenas a primeras. No ha de perderse una en divagaciones. Pensándolo con detenimiento, el teólogo era tan interesante como para escribir un libro -Los escritores estamos acostumbrados a diseñar engranajes, tuercas y tornillos- «A vamvera!» -Las piezas enlazan, se enfadan, discuten, la mente del protagonista se retuerce- proclamé a los cuatro vientos infinita en pasiones -¡Y luego ríen y lloran y cantan al alba felices! Asola el silencio que no se sabe de donde viene, incómodo, se estira en el tiempo, crea un nudo en la garganta y cae.- sacudí la ceniza en la palma de la mano -Los mecanismos seducen al lector y descubre algo real en todo eso que consigue emocionarle de una rara manera, aunque no entienda muy bien lo que sucede o no sepa explicar con exactitud de qué se habla- Tengo un amigo, toca el Djembe, lo hace a una velocidad increíble, despunta loco de atar todo a base de ataques espasmódicos... Un día le pregunté: ¿Jack, por qué tocas el Djembe?; y él contestó: «Porque quiero ser negro. ¿Tiene sentido?» ¡Pobre Jack! Su rostro se desvanecía en una nebulosa de humo -A veces las historias sólo son historias, porque lo que se cuenta no tiene nombre- Planearon las aves cansadas por mi devenir más allá de la ventana, sus cantos eran lágrimas en el viento -Y a veces... a veces son tan reales... que parece mentira que exista una persona maquinando al otro lado- tras el breve lapsus, regresé al despacho sonriéndole con calidez -¿Responde a su pregunta?- entrecerré los ojos tratando de encontrar las palabras, ser delicada al chasquear la lengua y suspirar derrotándome -No le juzgo- Supe que sería alguien importante capaz de hacer que viese la apariencia de las cosas desde otro punto de vista. Como consuelo, aunque no esperé que se avergonzase, añadí despreocupada con un gesto de hombro -Hay quien prefiere darle a la botella- Ruedan por las alfombras, golpean mis talones y me quedo mirándolas agotada. Igual que el ventanal. Jack, se mete una cuchilla de afeitar en la boca y se la traga. La vida bohemia no entiende y sin embargo, todo es más sencillo de lo que aparenta. «Me pasa, que hasta los jilgueros me parecen tristes» ¡Entonces fuera! Me incorporé sacudiendo los faldones, no sabía ni donde colocar las manos al acercarme a una de las estatuas -Espero que no le importe que fume- Sonreí forzada en estupideces. Algo raro ocurría cuando evitaba al teólogo. Como si las palabras viniesen livianas.

-Usted es como el ilusionista que tiende a colocar tantos velos como le sea necesario- La conclusión fue redonda al cruzarme de brazos como si tuviese frío. Las conclusiones suenan así. Y el impulso de acercarme a la mesa y situarme frente a él, me tentaba demasiado como para quedarme parada. Y si por atreverme, volvía a perder el rumbo de las palabras, correría de mi cuenta. Le observé de reojo antes de acercarme al escritorio y acariciarlo como si tuviese excesivo interés en la madera cuando sólo me servía de apoyo. Mi pecho se agitó deliberadamente al elevar la vista y quedarme sin aire. «Suspendida por alfileres» ¿Quién te ha visto? Las bocanadas de humo creaban formas frente a la sólida figura de Fausto -Me encantaría creer que lo hace por temor a que descubran el truco- Una vez alguien me dijo que quien se engaña se pierde en el sueño -Me gustaría tanto que... que me da igual- Sonreí de tremenda dulzura -Así sea- «Shadde yadda»

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Mensaje por Fausto Lun Mar 11, 2013 10:19 pm

En realidad, aquel tipo de situaciones tenía y tenían su punto, entre el singular y el plural, a lomos de esas frases en apariencia lógicas que no encajan realmente hasta que las revisas bien. Fausto no necesitaba revisar sus frases, ni mucho menos su lógica, pero muchas veces le gustaba saber que podía hacerlo, incluso frente al descubrimiento de un espécimen tan interesante como lo era aquella protegida de Clarisse. Tentaba a su buen gusto y a la paciencia ajena, claro, e incluso de ese mero ejercicio de distracción sacaría algo. No esperaba hacerlo y, aun así, esas cosas siempre llegaban solas. Como la aparente crispación que se apoderó de su invitada en menos tiempo del pensado (irritante que dijera que venía de la nada después de haberla provocado él mismo). Y ni siquiera había esperado algo en concreto de aquello, la estaba poniendo a prueba, y no obstante, él sabría ver cuándo estaba respondiendo bien y cuándo caía en la soporífera mediocridad. De momento, todo iba sobre ruedas. O sencillamente le entretenía, ¿qué importaba?

Se permitió contemplar a Verona unos instantes, largos y extensos como toda esa rueca infernal de tiempo que transmitía y que daba la sensación de controlar tan a su antojo. Las arrugas cerca de sus labios, la ofendida gestualidad de sus expresiones que a pesar de todo no eran capaces de molestarse como una persona normal. ¿Persona? Si daba por hecho que fuese humana, cosa que evidentemente no hacía, pero ese aspecto carecía de interés por ahora, ya tendría ocasión de recrearse en señalizar todo cuando pudiera serle curioso de la mordaz escritora, de momento se dedicaba más a exprimir todas las exclusividades de un primer encuentro. Sí, esa clase de atuendos corporales y verbales que se enfundan en un primer vistazo cara a cara, en una presentación poco convencional, en las descuidadas menciones que ni siquiera se esfuerzan por ser casuales, pero lo son y extraen reacciones y respuestas completamente irrepetibles en adelante. El cazador tenía que ser un experto hasta en eso, de un modo que más que encantador se hacía cansino. Al menos, si quien lo juzgaba sabía lo que le convenía pensar.

El hombre sonrió de medio lado cuando ella contestó ante el hecho tan intangible como palpable de que 'los que se engañaban eran el resto'. Ah, sí, la lengua sagaz de una cuentacuentos a lápiz y a palo seco, tratando de permanecer a lomos de una serenidad bohemia a la vez que su interior graznaba preguntas sin respuesta instantánea y trataban de digerir la confusión en silencio.

De lo que son los vicios aprenderás otro día. Porque dudo que ésos que has conocido hasta el presente porten un mínimo de originalidad en comparación a lo que el resto de tu sed puede abarcar de verdad.

Un silencio que compensara el cúmulo de palabras que pasaría a derrochar, sólo para convencerse y convencerle de que no había olvidado las de Fausto. La chica se echó a hablar sin apenas darse pausa. Acerca de su cometido, de los entresijos de una profesión que dictaminaba el estómago, las vísceras, los pálpitos incesantes en pecho y cabeza, que engañaban al resto del cuerpo para que se creyera con la misma consistencia de un flan. Alma, fuego y carne, todo lo que el arte se molestaba en vedar y que así pudieran reconocérsele los méritos. Y que sólo en portadores como Verona lograban una verdadera autenticidad que no reconocerían museos ni ayuntamientos ni el criterio de los mecenas más ignorantes. Fausto de tanto en tanto se permitía reconocerles la proeza, por mucho que inconscientemente (peligroso haber) renegara de la manera en la que el arte se expresaba, recreándose en todo con grandilocuencia, languidez, pasión y un sinfín más. Con sentimentalismo, aquello que de una forma u otra también comprobaba en el discurso de la chica. Fausto repudiaba el sentimentalismo, lo descartaba de cualquier cosa que hiciera, pero su deber para con la cultura y, como eje de todos los caminos, el conocimiento, no le privaba de haber leído, visto, escuchado (y sentido) infinidad de obras y de ramas consideradas artísticas. De hecho, aquel piso acogía a unas cuantas, y no serían las últimas. ¿Que adónde llevaba toda esa contradicción? Ah, demasiado intenso para una primera cita. Sólo quedaba la cautelosa certeza (si no se veía clara en ese momento, tarde o temprano así sería) de que estando tan sumamente alejado de los demás, el poder de su influencia era tan certero como el retrato de los pechos de Verona contra el lienzo. Por algo, señoras y señores, y a pesar de todo, lo tenía allí guardado.

Ah, ¿es algo descabellado, pues, que en la vida 'real' también exista alguien maquinando al otro lado? –respondió finalmente y sus dedos tamborilearon con lentitud por encima de las escrituras de ella, mientras volvía a recostarse con una comodidad ligeramente más desconsiderada, de ésa que se solaza con cierta sorna y sin ninguna intención de disimular que pisa terreno propio- ¿No hay un otro lado también aquí? –espetó y con la fémina ahora en pie, esperó a que volvieran a mirarse directamente a los ojos a la hora de echar un rápido vistazo a sus escritos, encorvándose para seguir cebando al contraluz de la ventana con la fantasmagórica poesía de su sola apariencia- No me juzgas, claro que no, porque el único que juzga aquí soy yo –miró tranquilamente hacia la estatua que Verona tenía cerca y permitió que un hilillo (menos mal) de superioridad estirara una sonrisa de sus labios-. Y sí, por supuesto que responde a mi pregunta, sólo por eso pasaré por alto que te hayas ensañado con el cigarro sin pedir permiso antes de extraerlo de ese par de incentivos.

No le importaba el rastro del tabaco, ni sus ridículas bocanadas. ¿Qué podía importarle un soplo de humo al demonio más concienciado de todos?

A los auténticos ilusionistas no se les detecta –replicó, una vez la tuvo tan próxima-. No todos los genios quieren revolcarse con el mundo -enarcó una ceja para, entre otras cosas, advertirle de que lo mejor para su esbelta figura sería regresar al asiento adjudicado cuanto antes-. Tendrás que pensar en mejores metáforas, si quieres describirme en voz alta, o agachar tu huesudo cuello y mostrar un poco más de respeto.

¿Si la tarde iba a ser aburrida? Por favor, qué chiste. No se había equivocado en su primera elección, como se podía esperar, y el descubrimiento de toda Verona era tan apropiado para él que no necesitaba ser explícito (no le apetecía ser explícito).

Ahora, mujer –ni cachorra, ni muchacha; no lo era-, dado que insistes en privarte de hacer tú la pregunta, te la obsequiaré como regalo de bienvenida: ¿Por qué piensas que te he hecho venir? Pero más interesante aún... -y esa vez agarró con las dos manos el fajo de sus palabras escritas- ¿Por qué piensas que no me ha gustado lo que he leído en estas hojas?
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Mensaje por Verona* Lun Abr 22, 2013 10:50 am

Era un ser insoportable. Un imbécil, vamos... Sin ir más lejos, en mi círculo social había de todo. Teníamos a cuatro tipos de lo más pintorescos cuya máxima fascinación recaía, gran parte de ella, en la textura de los sillones del café 'Les Fanatiques'. No era lo mismo sentarse de recién llegado, que transcurridas unas horas, descubrir que estaban sentados y colocados. Y los tipos de la zona sur, eran un caso aparte. Pedían educadamente al camarero un delicioso té y mientras esperaban el refrigerio; dedicaban las horas a competir por ver quién se hacía con la estatuilla al más inteligente y les gustaba adivinar quién era el propietario de nosecuantita frase, y solían corregirte como un viejo profesor, y daba igual quienes fueran, a qué se dedicasen o durante cuántas horas luciesen su preponderancia sin ningún tipo de reparo o moderación, que amarrase sus propias lenguas en algún lugar inhóspito de su tremenda bocaza. Fausto hablaba conmigo. Conmigo. Que estaba curada de espanto. La admiración es tan relativa... Igual que llega, se va. En mi cabeza no entraba. ¿Algo repulsivo era digno de mi entusiasmo? Es algo que me pregunté a lo largo de toda la mañana. Arrepentida de haber acudido a su encuentro por mi propio pie, clavé de tal forma las uñas en el escritorio, que se grabaron sobre la madera como prueba y castigo de que yo había estado allí. Por supuesto. Razón, no le quitaba. Sin ir más lejos, sólo le hacía falta salir a la calle para comprobar cómo y de qué manera, el gobierno maquinaba hilvanando con mayor destreza, que un simple teólogo de tres al cuarto. ¡Que mirase por la ventana! Un kilo de paciencia. Masajearme el cuello no solucionaría nada, salvo mi temperamento, pero al menos sería mi cuello y no el suyo. Ganas, no faltaban. Un gusto, ¡vamos! ¿Se callaría?

No sabía si sentarme de nuevo o quedarme de pie. Que va... Antes, qué me muera aquí mismo. No pensaba matarme por un hombre orgulloso y chapado a la antigua que vivía en la caverna del averno. Tanto mapa y tanta ballesta. Recorrería los ríos, las mesetas y las cordilleras con la punta de un dedo. A diferencia de él, yo sí que había visto mundo y la única persona que me sugería un mínimo grado de admiración y respeto era mi madre. Que a diferencia del ser humano y su enorme apetencia por la destrucción, me enseñó a vivir de manera pletórica en un infierno. Durante años esperé el declive. Con un poco de suerte, se fulminarían los unos a los otros en dos décadas. Originalidad al poder con alardes de osadía. Ellos prefieren reducir el mundo a cenizas, por ese pequeño dato que tanto les define: porque es más fácil.

No perdería el tiempo con alguien que limitaba su función a tirar por tierra cada condenada palabra que pronunciase, por el simple hecho de demostrar una supremacía que posiblemente fuese incierta, en su defecto porque quien habla tanto de ella es porque carece de ella, como si a las grandes mentes de mi generación les hiciese falta reafirmarse cada cinco minutos. A palabras necias, oídos sordos. Si la metáfora no estaba a la altura de sus credenciales, en tal caso, que cambiase de aires y aspirase a una imponente efigie, en lugar de quedarse en un mero bosquejo, de donde no me era posible sacar una metáfora mejor. ¡Hablemos de sugestiones! -Porque dudo que sepa admirar algo que no sea de su propia inventiva, señor.

Mi rostro era un libro abierto. Increíble que continuase allí parada, escuchando el caudal, que más que agua, arrastraba toda la pútrida sedimentación del río, contaminándome cada parte del cuerpo, crispado y ansioso, sin querer pretenderlo. El genio sabe escuchar, se alimenta del exterior y experimenta, conforme a las circunstancias que se le presentan tal cual vienen.

-Atribúyase el mérito de mi poco dominio, si me permite felicitarle por algo, porque es lo único que ha conseguido con verdadero atino- Y ni siquiera era meritorio, porque todo el mundo conocía mi carácter, o mejor dicho, la facilidad con la que goza un animal para actuar sin remordimiento de causa, aunque a veces nadie entienda exactamente por qué, mis razones tendría, para desear arrodillarme a cuatro patas, apoyada en los talones con la cara de una salvaje recién salida de una jungla, y obsequiarle con una sonrisa grandilocuente que auguró justo lo que parecía: una masacre. La única manera de hacerles pagar, era mediante el 'ojo por ojo.' Es decir, recibiría de su propia medicina. Que juzgase por sí mismo, si aspiraba a ello, con mis colmillos a un centímetro de su reducida cabeza.

En un breve periodo de tiempo, sufrí una transformación completa, como si la ropa oprimiese cada vértebra de mi espalda y atrapado, el níveo pelaje a rayas, se desplegase como un abanico de un salto, junto con una mandíbula prominente, capaz de abalanzarse contra él sin permitirle apenas la mínima reacción, salvo la reacción de espachurrarse contra el suelo; y sujetando su pecho con las garras, el teólogo era mi nueva carnaza y desayuno. Mis ojos le observaban con fiereza. Mi alma oculta en el centro del iris. Estiré el cuello a la altura de su rostro, preguntándome si podría conmigo, un tigre de las nieves cuyo nivel de conversación se reducía a la velocidad con la cual efectuaba determinado bocado, para disfrutar del tentempié con mayor deleite.

¿Y por qué haría yo, algo así? No habría sido inteligente descubrir mi latente naturaleza y a ojos de un ser despreciable que ni siquiera valoraría la belleza de las montañas nevadas, juzgándolo de trivialidad. Por ello, digamos que retrocedí en el tiempo, volviendo al despacho. Mi cigarrillo se había consumido y la ceniza era una torre sostenida entre mis dedos, que con sólo moverlos, hizo que la construcción se deshiciese hasta que no quedó nada, igualito que mi sueño, producto de la imaginación. Me llevé la mano a las sienes, preguntándome cuánto tiempo permanecí evadida y giré el rostro localizando a Fausto al momento.
-Supongo que a un ser de su talante, debe parecerle insatisfactoria una vida como la mía, cuyo nivel de escritura, de experiencia y sabiduría e incluso de compañía, le importan tres cuartos de lo mismo- dije sardónica y hasta el mismísimo santo de sus estupideces. ¿Qué pretendía que aprendiera? El alumno se marcharía cansado de su viejo profesor -Digamos que usted limita su paciencia al aburrimiento, mientras yo invento algo nuevo en lugar de quejarme y juzgar lo inútil que es- Para tirado... ¡Él! Tolerancia cero -Y ahora, si me permite su altísima, yo y mi huesudo cuello, nos marchamos a sembrar vicios a otra parte.
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Mensaje por Fausto Mar Abr 23, 2013 9:30 pm

Fausto era, efectivamente, una persona insufrible, no le sorprendía lo más mínimo comprobarlo una y otra vez en la hipersensible dignidad de a quienes se dirigía. Sabía que resultaba difícil soportar el peso de alguien como él, que no se encontraba ni un ápice dispuesto a endulzar sus palabras ni añadir un mínimo de consideración a su juicio. Seguía las pautas del respeto universal lo suficiente como para desenvolverse en sociedad a su antojo, mas no lo bastante como para que se le considerara alguien accesible, mucho menos alguien al que los espantados creyeran digno de acceder. Ni siquiera intentaba alejar a los demás de él (que también, pero ése era otro asunto y ya quisiera aquella mujer poder degustarlo entre los platos de su más complicada inspiración), sencillamente no le preocupaba que su forma de ser no estuviera hecha para ojos ni oídos virginales o mínimamente acostumbrados a una vida inofensiva. No le preocupaba y, es más, se arriesgaba a saborear sus propias consecuencias, haciéndose a todo tipo de texturas y paladares. No era que la reacción de Verona estuviera siendo predecible, era que la experiencia del cazador podría volver monótono hasta los planes de un explorador ciego, sordo y mudo en la selva del Darién.

Para defender tanto la variedad de expresión y estar acostumbrada a quienes ignoran lo establecido, no has entendido nada de lo que ha salido de mis labios o mi ¿expresión corporal? – habló, dándole una perfecta entonación a lo que decía, firme y suave en un equilibrio sobrenatural- Lo entiendo, es difícil saber cuándo no estoy despreciando a los demás, y a decir verdad, esperaba que precisamente tú fueras de las pocas personas en distinguirlo desde el principio. Mea culpa por adelantar las lecciones antes de escuchar de tu propia boca cómo aceptas tomarlas. Ni siquiera quienes gozan del privilegio de entrar aquí son perfectos.

Fausto tenía muy clara la superioridad que recorría sus venas y palpitaba incluso en las zonas de su cuerpo donde no había un corazón, tan pétreo como sangrante. Era un hecho igual de objetivo que la existencia de aquella reunión, de aquel intercambio de miradas y verbos triturados con una inquina que sí se rebañaba de forma obscena en la subjetividad. Él se trataba de una de las pruebas más desconocidas de que no se nacía con una superioridad así; se hacía, empapándose de un sudor que nada tenía de altísimo, mediante el sufrido tesón de convertirse en uno mismo desde el preciso instante que sabías lo que querías marcar con tu nombre. Aunque tal vez lo único que dejaras como estela fuesen unas huellas sobre un suelo sin mérito por sostenerte. Ni a ti ni a nadie.

Arrojas (y más fácilmente de lo que tú y yo pensamos) tus actos a merced de impulsos viscerales como la ofensa o el orgullo, y eso puede significar un millar de cosas, la principal: que no has sabido escucharme. Diría que no has sabido comprenderme, pero no. Da igual si antes o después, tú comprendes a las mil maravillas, tú sí que puedes. Sencillamente has orientado mal tu oído, influenciada por lo que ves y por lo que sientes. Aún soy sólo una mera imagen para ti, y también lo soy para tu tutora. Irónico que estando únicamente dispuesto a revelarme ante ti, Clarisse me conozca mucho mejor.

Interesante que hasta cuando el teólogo no decía nada, su silencio provocara esa animadversión en quienes esperaban impacientes su opinión. Hipócrita que aunque aquella bohemia no buscara su aprobación, se enfureciera tanto por no obtenerla. O pensar que no la había obtenido, ansiosa y aprendiz de una videncia que se burlaba de ella más que Fausto. Eso sí que no iba a obtenerlo, pues acababa de demostrarle que se le daba especialmente mal adivinar sus pensamientos. ¿Quién era el insufrible ahí?

Porque no, aunque te cueste de creer, ni la he insultado a ella ni he insultado a tus escritos –en efecto, no lo había hecho-. Me he pasado aprovechando cada milésima de mi vida desde que nací, así que aprecio mi tiempo y no se lo otorgaría a nada ni a nadie, si no creyera que merece la pena. Y, descuida, la habrá merecido, tanto si te esfumas como si te quedas ahí quietita y empiezas a escuchar de verdad –el aura descarnada de sus ojos se abalanzó sobre ella, enseñando los colmillos de una amenaza con nada en absoluto que envidar a la de sus uñas contra la madera-. Incluso la decepción puede indicar aquello que buscamos.

Algún día, Fausto quizá sería apto para la delicada percepción del mundo. Cuando sólo el infierno tuviera que estar pendiente de si los caminos se oscurecían a su paso. La muerte lo embellecía todo a ojos ajenos, porque no había nada que obligara a que las mentes se abrieran y agilizaran como saber que algo había acabado para siempre, que ya únicamente quedaban los recuerdos y el continuo regreso a ellos para averiguar lo que no supieron percibir a tiempo.

Dije que aquí el que juzga soy yo, pero en ningún momento emití mi veredicto. ¿Acaso la que inventa algo nuevo en lugar de quejarse lo ha hecho por mí? –replicó, usando lo que había en las respuestas de la propia Verona para contrarrestar su veneno- ¿Te has dejado engañar por algo en mi tono de voz? ¿En mi rostro? ¿En mi comportamiento? Definitivamente, rebosas creatividad hasta en eso, si piensas que te has acercado lo más mínimo.

La fiereza en el físico de la fémina se volvió no sólo más evidente, sino también más literal y… artística. El arte de una realidad, con la perfección del descontrol animal manando de su esbelta figura. Sobrenatural sin necesidad de transformarse, ¡ah, el instinto de Fausto no se equivocaba! ¿Tanto se había enfadado que hasta una parte dentro de ella estaba dispuesta a despedazarlo como si fuera una de las presas a las que él mismo daba caza? ¿Y a causa de qué? ¿De creerse insultada? ¿De considerarle un intolerante? ¿Y tomarse la libertad de decidir quién debía dejar de existir no era otro acto repleto de pretenciosidad y falta de empatía? De nuevo, el alemán dudaba que allí hubiera una sola persona que mereciera ser tildada de despreciable.

Has venido aquí sabiendo que no ibas a tratar con un hombre común y seguro que todos esos correveidiles a los que tan familiarizada debes de estar en tu entorno te habrán ayudado a terminar de creerte quién soy –Al parecer, un tipo que no sabía admirar algo que no fuera de su propia inventiva. ¿Alguien así se molestaría en conservar un millar de obras que no habían salido de él nada más ni nada menos que en su refugio? La gente no se paraba a prestar atención ni a las pocas respuestas que no daban lugar a dudas-. Pero ahora no estás tratando con un torpe retrato de impresiones que probablemente sean ciertas, estás hablando con la misma certeza en persona. Y la certeza va a ser mucho más despiadada que los chismorreos y los prejuicios, porque está harta de ponerlo fácil (tampoco se lo ponen fácil a ella) y porque si ha querido que estuvieras presente es para hacerte probar lo más alejado que conozcas de lo fácil –el rostro de Fausto mostraba un alto grado de conocimiento respecto a las posibilidades de la iracunda mujer que tenía en frente de él, y a pesar de todo, ni un solo resquicio de temor hizo acto de presencia-. Mis insultos duelen, cachorra, pero más aún duelen mis cumplidos. Si ya son capaces de alterarte ahora, imagínate cuando por fin te decidas a entenderlos.

La había estado provocando, por supuesto, porque era su forma de acercarse a la gente. Algo que había hecho hasta con su Maestro, así que no iba a empezar a cambiar de táctica. No haría cosa semejante por nadie mientras aún le quedara un soplo de vida.

Si para enterarte más directamente del significado de lo que digo sientes predilección por una prosa tajante y clara, escritora -porque sí, le parecía gracioso que a alguien de su oficio le hiciera falta, pero no importaba, a esas alturas podía darse un respiro-, haré una de mis primeras y benévolas excepciones –se levantó de la silla, tras un ruido seco y dominante, y le habló con las manos sobre la mesa, a un palmo de distancia, dirigiendo cada vocablo a su cara, ojos y labios-: Me gusta una expresión como la tuya, me gusta su nivel de escritura, de experiencia y sabiduría. Me gustas, Verona, y seguramente me gustes más si atraviesas esa puerta, así que ahí la tienes -el disparo de su voz, caliente e invasor, tuvo muchos menos miramientos de los que había mostrado hasta ahora, seguramente porque entonces la estaba empleando para desenjaular la verdad, sin aderezos ni firmas personales-. Deja que la decepción me satisfaga.

Tras eso, recuperó las distancias y regresó a acomodarse sobre el asiento de su escritorio, en esa ocasión agarrando seguidamente los escritos de Verona con todos y cada uno de sus dedos y volcándose en una atenta lectura, como si no hubiera ocurrido nada desde la primera vez que ella los había depositado sobre la mesa.

Recuerda, no obstante, que no había concertado este encuentro para 'atribuirme el mérito de tu poco dominio' –añadió distraídamente, dándole por fin una excusa que tomar para el adiós que parecía estar deseando-. Si en unos días, años o ahora mismo te consideras digna de ir más allá de una pataleta obcecada –pasó tranquilamente una de las hojas y le dedicó un último vistazo a la chica por encima de su propia escritura- sigo teniendo libre ese tiempo que tanto valoro.

Estaba visto que sólo los demás sabían desaprovecharlo. Incluso quienes lo tenían en bandeja porque él así lo quería. Y casi nunca lo quería. Aquello no era una metáfora, pero se podía escribir muchísimo al respecto. Souvenir de los parajes faustianos. Amargo regalo de despedida. Regalo por encima de todo.
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Mensaje por Verona* Sáb Sep 14, 2013 9:43 am

¡Hipos, vómitos, ironía feroz y rozagante, conversión de la fiebre y de la bilis, exasperadas en genio, alegría suprema e inverosímil!

Me encantaría que la gente demostrase por una vez que realmente son seres extraordinarios, en lugar de limitarse a decir que lo son, como niños gritándole al tiempo, que son Cristóbal Colón. ¡Bien por ellos! Y por lo visto debía ser un error tener sangre en las venas, porque mis impulsos viscerales no podían compararse a sus impulsos cerebrales. No supe de qué guindo se había caído, si pensaba que una escritora de mi gremio, prestaría mayor nivel de atención a la coherencia, que era aburrida, igual que ser extraordinario era aburrido (o como los intranscendentes lo llamaban: perfecto), cuando me dedicaba precisamente a transmitir sentimientos y a narrar experiencias. «Perfecto era racionalizarlo absolutamente todo, para no involucrarse absolutamente en nada.» Lo contrarío a mí. Eso sí. Si su intención era exprimirme, como en aquel sueño donde desperté rodeada de hombres vestidos de funeral que practicaban incisiones en mi cerebro... no lo permitiría.

Yo valoraba la carne, el alimento de las bestias. Allí donde clavar un objeto afilado en cuya herida sangrante, (que no es más que la confirmación de la debilidad de un cuerpo gelatinoso y ácido cítrico esperma en el centro de la tierra) siente y padece. Pero Fausto valoraba el hueso. Lo valoraba hasta límites que rozaban la excentricidad. Un esqueleto solitario y pesaroso, que cortaba la niebla a su paso en un estado transitorio de purificación, perdido en páramos de Virgilio.

Él tenía mucho que decir. Estuve un buen rato callada. Tardé en armarme de paciencia para darme la vuelta y mirar de frente a ese hombre que no se privó en obsequiarme con semejante soliloquio.
-Hasta las piedras tienen más expresión que usted. Incluso una piedra, dejaría que la decepción en sí misma por ser piedra, fuese una buena excusa para satisfacerse. No se si empieza a entender la gravedad del problema, pero creo que dicho alegato es lo suficientemente explícito como para hacer frente a su implícito rostro- mi reacción fue incontrolable. Escuchaba mi voz pero no parecía yo. Era como si mi voz se hubiese despegado del propio cuerpo, y como un amante desconocido, tratara de convencerme de lo inútil que resultaba mediar con una persona tan sumamente cerrada. Creo que fue mi animal quien deseaba salir a flote. Luego recordé que su piso estaba a rebosar de ballestas y encontré más productivo deleitarle con una gigantesca sonrisa, falsa, idéntica a una moneda de dos caras. Yo pondría los puntos sobre la íes. ¿Quiere que me haga la tonta? ¡Pues me haré la tonta!

-No sabía que estuviésemos jugando a las adivinanzas- me crucé de brazos escéptica y pensativa -¿Se supone que he de sobreentender sus tácitos silencios? ¿Su rocosa mirada? ¿La expresión de su espalda? ¿Hacia qué dirección avanza el riego de su cerebro?- aunque bien pude dar a entender que hablaba con un niño ignorante -Le recuerdo que es usted quien admite apreciar con apego una unidad inventada por el hombre: el tiempo- Le daba en exceso importancia al transcurso de las horas, pero luego no escatimó a la hora de perderlas en juegos tan ridículos.

-No me he dejado engañar. Me he limitado a observar a un cascarrabias que me acusa de cascarrabias, como el perro que se muerde la cola- Ya me habían hablado de su carácter y de lo difícil que sería tratar con él. Prácticamente me narraron el infierno. Y no el infierno como imagen que ofrece detalles gráficos y siniestros. Me refiero al infierno como persona -Si hubiera prestado atención a las habladurías, jamás nos habríamos conocido. No habría recorrido media ciudad a pie, habría desayunado como Dios manda y ahora mismo estaría colgada en alguna farola gritándole a mis vecinos que hoy es un gran día para los verdugos- agité las manos y tiré por error un pergamino. "¡Un mapa, supongo!" Era bochornoso. Incluso agacharse para recogerlo era bochornoso. Me indignaba a tales grados haber tirado al suelo algo de su pertenencia por accidente que estiré el brazo para recogerlo cuanto antes como si no hubiese sucedido. ¿Por qué me hablaba así? ¿Con qué derecho?

Los gitanos sólo pueden taconear, los italianos sólo saben sostener "esto" con la punta de los dedos e insultar. "Ma vaffanculo va!" Los escritores somos unos egocéntricos chiflados, un conjunto de auténticos chiflados gritando por las calles parisinas y agitando los brazos de un pulpo: "¡Dónde está mi cápsula de bencedrina!" "¡Aaaaah!" Luego sólo han de vomitar en el piso de algún tipo que han conocido esa misma noche, con la esperanza de que mañana todo será distinto. A la mañana siguiente todo sigue igual. A veces siento que me rodea una atmósfera de pesimismo absoluto, que recorro la avenida arrastrando los pies mientras la gente tuerce la cabeza e ignora, por voluntad propia, que estoy apunto de caerme redonda contra el encerado. Alcé la vista dolida.

-Hice oídos sordos porque confiaba en usted- y le señalé con el pergamino -¡Quizás fue mi error! ¡Ir ciega y sorda!- Aceptaría mis defectos, eso sí -Pero no le permito que me acuse de intolerante- Pedía muy poco. Un mecenas, un protector en quien confiar. Desde luego que veía el mundo con ojos distintos. Incluso me aterraba el hecho de caminar en dirección contraria, sabiendo que Fausto borraría con un pie la arena de cuantos senderos recorren el pais por donde yo estoy andando.

-Ahora que lo dice, quizás también debiera presentarme muda- dejé el pergamino en su sitio a modo de solución conclusa, y con la vista en otra parte, fui acercándome a él -Quedarme sentada en la silla... tomar apuntes... darle mi aprobación... Todo con la certeza de que cada palabra que pronuncia, es algún tipo de mantra que he de seguir como los simios: sorda, ciega y muda- ¿Y quién me dice a mí que saldré airosa? Alcé una ceja perspicaz -¿Y sin embargo no se priva en afirmar para su contradicción, que no es participe de dichas facilidades?- ¿Lo quiere cocinado o crudo? -Discúlpeme si no sé digerir tanta dialéctica- No necesitaba que viniese a darme lecciones de objetividad la persona menos indicada para ofrecérmelas.

-También me gustaría decirle que para ser teólogo, tiene muy poca paciencia, al contrario que su predecesor (a quien ha dedicado años de aprendizaje), y le hablo de una actitud que no se hace visible ni en su labia ni en la anchura de su espalda, cuando tendría que tomar ejemplo- Era él quien se jactaba de invertir tiempo, cada grano del reloj, en conocer y perfeccionar el universo a su imagen y semejanza -¿Y usted pretende impartir algo? ¿Algo decente?- Lo dudé en grado sumo acercándome a la altura de su rostro sin privarme de mi sincera opinión mirándole con cierta ininteligibilidad -Porque si estas enseñanzas van a consistir en cómo he de interpretar sus gestos faciales- cerré los ojos con la mano en el pecho a modo de excusa y bajando la cabeza con profundo pesar -por favor..soy yo quien se disculpa- evocadora me remonté a tiempos zagales -Debí dedicarle más energías a mis clases de pintura y conocer con mayor holgura los trazos anatómicos, en lugar de emplear mayor perseverancia en las letras, que es por lo que estoy aquí- Capichi? -No le estoy pidiendo que me halague y tampoco le pido que me comprenda- Es imposible que alguien logre entender lo que jamás se logrará dentro de ciento cincuenta años -Dudo que pueda.

Tras un silencio que me sentó como un guante, respiré al fin quitándome un gran peso de encima. Lo que no lograba entender, más si cabe, era cómo habíamos llegado a esa situación. Una discusión tan tonta que no conducía a ninguna parte y cuyo viaje no provocó ningún tipo de sentimiento satisfactorio. ¡Qué absurdo! Volví a mirarle. Esta vez con una extraña insolencia inocente. ¿Compartía mi opinión? "Si no lo hizo antes, tampoco lo haría ahora." Pero lo que no podría dejar de admitir era que, independientemente de lo sucedido, tenía gracia. Y su cara me sugería tal nivel de dureza rocosa en contraposición a la mía, de tales grados de hilaridad, como cuando sabes perfectamente que no es un buen momento para reírse, pero que por alguna extraña razón es imposible evitar; me dio una ataque de risa, ¡allí! ¡en su cara! Y juro por el bastardo de mi padre que fui incapaz de parar -Mon dieu.
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Mensaje por Fausto Vie Nov 08, 2013 9:39 pm

'Mira que era pesadita'. ¿Eso quería conseguir de él? ¿Expresiones que tan bien podría decirlas el mismísimo Sócrates como un barriobajero cualquiera sin oficio ni beneficio? Pesadita, sí. Cabezota, pero Fausto sabía mucho de cabezotas. Si algo podía entender de ella sin tener que usar la condescendencia o disponer de su labrada paciencia para aguantar a un diamante que, aunque en bruto, era bastante 'pesadito', estaba en la cabezonería, en el empeño que había cuando tus pensamientos se construían en base a tus costosas pesquisas y tu puño y letra se alzaban con conocimiento de causa para hacer historia. Poco importaba si a ojos del mundo o en el habitáculo más recóndito. Porque la historia del mundo no siempre sucedía delante de todos, no estaba siempre al alcance de todos. Alguna que otra particularidad exquisita tenía que tener la tierra, y resultaba irónico que alguien como Fausto, ávido de saber, considerara el misterio como una de ellas. Pero, de vez en cuando, las ironías también sabían a gloria. Hasta si le afectaban a él.

¿Se supone? –reformuló la pregunta con sobriedad, como si hubiera salido de él mismo, cuando a Verona no se le ocurrió otra cosa que empezar a mofarse de su expresividad y lo que debía o no 'adivinar' de ella. Pero no parecía querer obtener una respuesta, más bien lo lanzaba como reflexión en lugar de como repetición para la reprimenda, que era lo que había hecho su invitada (seguía siéndolo, mejor que no lo olvidase)- Eso no lo decido yo.

Aquello estaba tomando un rumbo cada vez más repetitivo, ninguno podía negarlo, y a pesar de todo, el hombre no se estaba aburriendo. Era lo bueno de las personas como ellos dos, derroches de talento y razón, que hasta sus bucles eran bucles con una belleza de contenido que pocos emularían aunque a cada palabra de su conversación descubrieran una estrella nueva. Claro que no contaba con que la sensibilidad tan arraigada de su interlocutora fuera a opinar igual, mas de diferencias ya se había hablado allí en demasía. Se había hablado en demasía, a rasgos generales, y si a la mujer le apetecía renovar el tema de la plática, tendría que ser ella la que cambiara el rumbo. De hecho, Fausto le había dado la oportunidad y, sin embargo, allí continuaban, con la moza blandiendo sus apasionados principios en lugar de marcharse por donde había venido o aceptar la propuesta de su posible maestro. Qué gracia le iba a hacer emplear esa palabra, ya se lo veía venir.

En cuanto a lo del tiempo –añadió, abordando la afirmación más interesante que había hecho. Interesante sobre todo porque parecía mentira que hubiera que seguir dándole tantas explicaciones-. Es más complicado que eso, más para alguien como tú, por lo que veo –y más sencillo le sería tener una habilidad mayor en la comunicación no verbal de la que tanto se quejaba y tan pobre aprendiz estaba dispuesta a ser mientras se lamentaba de lo que obtenía a cambio de su poca maña-. Soy un mortal que no juega a ser inmortal, sino que se lo toma muy en serio. Reivindico cada partícula biológica que me hará morir más rápidamente, contrario a lo que otros... –y ladeó un poco la cabeza para fijarse de un modo especial en Verona, en los vestigios sobrenaturales que había podido disfrutar de sus varios ademanes y miradas- han obtenido, como condena o ventaja, y contar los días que faltan se ha vuelto algo tan implícito como recordar mi nombre –se estaba explicando, a fin de cuentas, lástima que probablemente su futura alumna no atara cabos y descubriera que ya estaba aprendiendo-. No reniego de todos los inventos del hombre, o de lo contrario no guardaría ninguno. Sí soy consciente de que por mucho que se esfuerce, siempre tendrá lagunas –bonito eufemismo-. Pero ése ya es otro asunto.

Otro asunto de los muchos que él podría ofrecerle allí, y que la fémina se diera cuenta de una vez por todas que no todo el conocimiento hablaba de cosas positivas, que no siempre se podía pensar con el desenfreno hipnótico de las luces de bohemia. Había gente capaz de pensar desde las brasas del infierno, capaz de saber lo bueno y lo malo siendo también esto último. O residiendo sobre todo en esto último, quién sabría asegurarlo del cazador que podía reflexionar horas y horas mientras contemplaba la sangre de sus propias heridas. Él, por supuesto, estaba convencido de su oscuridad. La había tenido de compañera mucho antes que a su mentor Georgius. Y era hábil, sabia y fría, fría como el poder de la objetividad.

Ahora que lo dice, quizás también debiera presentarme muda.

La sordera ya la tenía muy vista (¡Ah, pero si él también hacía chistes!).

Muda no, por favor, esto sería demasiado tranquilo… –replicó tras una apacible sonrisa que acompañaba a los suaves chistidos de su boca, la cual se ensanchó con especial depravación antes de añadir:- Sería inquietante –Inquietante era ver las cosas a plena luz, en lugar de acostumbrarse a la penumbra y distinguir lo que no cabía en el coraje de muchos-. Después de soltar todos esos soliloquios -tan diferentes que decía que eran, claro... Ella también sabía hacer chistes- acerca de la intolerancia y la rigidez, pretendes hablarme de cómo debería ser un teólogo. Siento no cumplir con tus expectativas, tú tampoco eres nada predecible. Disculpada quedas –con una irónica inclinación de cabeza.

Todo eso fue todavía más hilarante al contemplar su numerito con el pergamino y los nervios primerizos de alguien que trataba de renegar de él con tanta soltura mientras se encargaba de desordenar el atrezzo. Que después de eso, tratara de criticarle en el campo oficial que el teólogo dominaba a ojos de la ignorante y asustadiza galería, le pareció el doble de encantador. Pero no iba a contarle el cuento de cómo el joven que regateó su alma con el diablo había escogido el papel de las divinidades para su enseñanza pública. Ella continuaba sin habérselo ganado.

Es difícil que yo dé algo incluso cuando me lo piden –sus ojos azules fulminaron a la chica con la intensidad de un tifón cuando sus últimas palabras antes de desternillarse despreciaron también sus elogios-, mejor no hablemos de si se atreven a hacerlo -le había halagado por propia voluntad, y no toleraría objeciones al respecto.

Pero bueno, la escritora del año terminó de hacer gala de su sentido del ridículo con el poderoso ataque de risa que la poseyó, como una manifestación del propio Belcebú reivindicando las carcajadas pecaminosas que hacían santiguarse a los obispos. Fausto suspiró como si estuviera acostumbrado a las jugarretas de un monaguillo revoltoso mientras esperaba a que se le pasara el ataque y seguía leyendo de sus manuscritos. No obstante, al acoger la calma después de la tempestad, pasó a observar a Verona con un extraño agradecimiento, pues lo cierto es que aquella breve pausa para arrojarlo todo había sido bien recibida por ambos. La gatita necesitaba desahogarse y el lobo, dejar de escuchar improperios llenos de solemnidad.

Gracias por troncharte por los dos, ya tenía la sensación de que mis pequeñas risas apenas habían ilustrado lo que tus 'piedras más expresivas que yo' me parecen- dijo, y esta vez, se le notaba más tranquilo y conciso, para contrastar con el ramalazo que acababa de presenciar la estancia-. Muchas carcajadas y muchas riñas, pero no veo que te hayas movido del sitio –decidió remarcar por fin-. Es más, pareces haberle cogido cariño al escenario –añadió, al tiempo que una curva de triunfo se deslizaba por sus labios al hacer referencia al bochornoso suceso del pergamino que antes había tirado de su mesa-. ¿Te cuesta decidirte o acaso tienes miedo? –inquirió, y su sonrisa no tardó en borrarse un poco ante la magnitud de esa afirmación- Miedo de que si te quedas a comprobar lo que es tenerme como maestro, descubras que quien más prejuicios alberga eres tú.

Aquella sala estaba famélica de cambios y Fausto ya le había dicho todo al respecto de su manera de ver y recibir las cosas, sólo que Verona no hacía más que que quedarse en la anécdota, así que darle una segunda oportunidad se habría vuelto cansino con cualquiera otra persona. Mejor dicho, de ser así, no habría segundas oportunidades. Ni primeras, seguramente. Muy pocas cosas, muy poco peso, muy poca dificultad saborearían, si no fueran quienes eran. Ambos aparentemente distintos dentro de lo parecidos, opuestos pero persistentes, y si Verona no aceptaba el potencial que podría haber en aquella unión, estuvieran o no de acuerdo siempre, Fausto quería saberlo ya para borrarla o escribirla con más fuerza en su lista de portentos que presenciar antes de abandonar la existencia.

Y en fin –murmuró, al ver que todavía no recibía una contestación y se veía obligado a retomar el estudio de lo que restaba en su escritorio-, siempre que no te guste lo que escuchas, puedes poner en práctica la veracidad de ese cuadro y confundirte con él –refiriéndose a su autorretrato, y sí, a desnudarse igual que allí se la plasmaba-. Así encajarías en armonía con el resto del decorado y podríamos compartir un mismo espacio sin disputas: yo con mi guarida intacta y tú con tu querido arte.

La casa volvió a sumergirse en una especie de silencio la mar de socarrón, con la diferencia de que si era Fausto el que lo impartía, se hacía verdaderamente raro… Comprometedor.

Era broma –aclaró finalmente, tras la tensión previa a descubrir el veredicto de un juez muy travieso, y lo dijo después de apartarle la vista y bajarla a sus escritos, ya del todo familiarizados con el tacto de sus manos y el recorrido de su mirada. De momento, su autora sólo podía comprenderlos en aquello último.
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