El bulevar de la justicia (Frank Lemoine & Padre Lawrence)

por **Adrianne Trevillette** Mar Mar 01, 2011 5:15 pm

Frank Lemoine.
Quienquiera que hubiese publicado el nombre, se había equivocado. No cabía duda, ¿verdad? Entonces sí cabía. No, para mí no. No para mí. La imprenta sin duda había tenido una errata. En el nombre, en el apellido, en la descripción, o en la caricatura. Mon dieu, se trataba de Frank. Ni siquiera estaba en París. No podía ser él, entonces. ¿No?

Apreté el paso por la rue Vengàle. Lo único que se escuchaba era mi respiración helada y las pisadas de mis tacones sobre las últimas losas de calle. De vez en cuando, los bajos de mi falda de nailon negra rozaban con las losetas, pero eso dejó de suceder cuando comencé a andar por campo. Había dejado atrás la vieja ciudad de París, al menos, sus calles adoquinadas.
Me encontraba en el extrarradio. Desde allí, pude ver, sin aminorar mi marcha, las ventanas iluminadas de los calabozos. No era realmente consciente de lo que estaba haciendo. De hecho, no quería ni pensar en lo que me esperaría cuando regresara a casa. Sin embargo, había repetido la fórmula varias veces mientras caminaba decidida bajo aquel cálido abrigo. Llegaría, hablaría con el carcelero, y simplemente me informaría sobre si era realmente Frank el que había sido encerrado por violar supuestamente a la hija del noble Antoine Pointé. Por supuesto, lo único que dudaba era si era él quien estaba encerrado allí, no si había cometido o no el crimen. Frank jamás haría algo así.

Estaba preparada para todo tipo de acusaciones, insultos y menosprecios por parte del carcelero y los guardias, pero no me importaba. Lo que me importaba era qué podría hacer yo, una simple mujer parisina para sacar a Frank de allí si es que realmente era él quien estaba allí. Ante las puertas de la Prison Madelaux volví a cuestionarme qué era exactamente lo que tenía que hacer allí. Pero antes siquiera de terminar de formular la pregunta, llamé a la puerta con el pomo. Dos veces.
-Oui? -se escuchó.
Tragué saliva. ¿Qué diría exactamente?
-Mi nombre es Cécile Lemoine. Soy la esposa de Frank.
La puerta se abrió y un hombre gordo, con la cara sucia y una vestimenta más bien medieval, apareció con un candelabro y una expresión de malas pulgas en la cara.
-¿Quién es Frank y qué quieres tú? -el hombre me miró escrupulosamente de arriba a abajo y sonrió asquerosamente.
-Frank es un prisionero. Lo van a guillotinar mañana -dije fingiendo una mueca de desesperación.- Tan sólo quiero despedirme de él.
El hombre volvió a mirarme y llamó a alguien en un idioma que no comprendí. Otro hombre se situó junto a él, esta vez un hombre fornido de ojos azules. Su vestimenta era la propia de un guardia.
-Lemoine, ¿eh? -dijo con fiereza.- Pasa. - Así lo hice. Un largo pasillo y unas escaleras al fondo era lo que había detras de aquella enorme puerta de madera. Todo parecía muy antiguo. Realmente no sabía cuánto tiempo tenía la Prison Madelaux, pero en aquel momento no me incumbía en absoluto. A lo largo del pasillo, había unas cinco o seis celdas a cada lado, y antes de la primera, una habitación con la puerta abierta y un despacho bastante antiguo y desordenado. - Más te vale que te despidas bien, ahora vendrán a confesarlo y mañana... -el hombre hizo un gesto de asfixia y se llevó las manos al cuello, fingiendo ser colgado.- La penúltima de la izquierda.

Agradecí al hombre aún con una mueca de sufrimiento y volví a escuchar mis tacones a lo largo del pasillo de piedra. La penúltima a la izquierda, y allí estaba él, echado sobre el suelo, completamente boca arriba y con las ropas sucias de herrero. No pude evitar sonreír. "Tienes hasta que venga el cura", escuché al fondo, casi sin oírlo.
Coloqué una mano sobre una barra de la celda y lo observé, ahí acostado, con los ojos fijos en el techo, como si nada le importase. Sí, era él. Sentí el frío de la noche. Juraría que hacía incluso más allí adentro.
-Hola, Frank -dije con la voz más suave que tenía.

por **Frank Lemoine** Miér Mar 02, 2011 8:28 am

Dos eran las noches que llevaba sin conseguir de manera alguna conciliar el sueño. Tumbado boca arriba en un suelo, el cual no era frío en exceso para mí, contemplaba las juntas de los ladrillos del techo, las arañas que correteaban por él y tejían sus trampas por doquier, así como las termitas que hacían crujir unas vigas de madera que parecía fueran a caerse en cualquier momento sobre mí, terminando con unos tormentos que pesaban sobre mí antes de la guillotina así lo hiciese.

El tormento aumentaba una jaqueca constante, alimentada por pesadas gotas de fugas en los pocos grifos de la prisión, las cuales caían sobre charcos provocando un sonido que retumbaba hasta el último rincón del lugar. Los pasos rígidos y secos sobre la piedra de los guardias a altas horas de la madrugada actuaban del mismo modo. Y los llantos de los condenados se te grababan a fuego en la cabeza, reproduciéndose en un bucle infinito aunque éstos cesasen.

¿Por qué a mí? ¿Por qué tengo que estar aquí? Y es más… ¿Por qué me dejé capturar?

Todo comenzó días atrás, a mi regreso a París. Mi marcha fue silenciosa, abandoné la ciudad en la penumbra de mi soledad, y, como si del llanto de un niño abandonado y solo se tratara, nadie se dio cuenta... o quizá nadie quiso hacerlo….
No quería volver a hacer daño a inocentes, a la gente buena, a niños perdidos en un bosque… pero ser un licántropo en la capital francesa no era tan fácil como prometió ser. Tampoco quería causar más problemas a mis conocidos y amigos…no quería meterlos en una guerra.
Así que me marché, corrí y corrí lo más lejos que pude, terminando en sitios espectaculares y maravillosos, pero que no poseían lo que París me aportaba. Emoción, enemigos, y miles de personas con unas vidas de lo más peculiares.
Tras el descanso, decidí volver. Pero a la llegada, un noble gordo, que tenía el suficiente dinero como para llevar ropa interior de oro y diamantes, había demolido mi herrería para crear un club privado para burgueses y gente de alto nivel económico. Yo tenía mis papeles en regla, pero fueron insuficientes contra la mano negra del soborno y el enchufe. Mi asombro fue tal que no pude evitar abalanzarme sobre él en el interior del club, derribando a varias personas y mesas, así como multitud de botellas.
Ni siquiera conseguí golpear al pez gordo. Me contuve cuando ya lo tenía entre mis manos, cuando su olor a cerdo sudoroso y tembloroso por el miedo ya habían quedado en mi interior, para encontrarle cuando quisiera, y donde quisiera. Este no era mi estilo. No quería liarla gorda, no conseguiría más que guardias muertos. En este tiempo, la seguridad privada del local se me abalanzó, y yo no opuse resistencia alguna. Tan solo había tardado diez minutos en echar por tierra todas mis buenas intenciones para con París.
Y para colmo, el cabrón me acusó ante sus amigos los jueces de violación de su hija, una chica ligera de cascos que siempre anda bien acompañada por apuestos caballeros.

Y ahí estaba, esperando a un sacerdote a quien confesarle mis innumerables pecados antes de ser guillotinado. Y lo único que sabía cierto en esos momentos era que nunca podría ser capaz de pasar desapercibido en esta ciudad, y siempre terminaría haciendo daño a alguien, aunque no lo quisiese. En contra de mis principios, tendría que empezar a dejar de mirar por los demás.

Al cabo de unos instantes, se comenzaron a escuchar los torpes y pesados pasos del guardia, que venía acompañado por lo que se veía de otra persona. Pero no era un sacerdote. Pocos segundos tardé en reconocer el olor tan familiar de aquella mujer con la que un día compartí mi vida, antes de morir a manos de la maldición de la licantropía. Y ahora, ambos convertidos, aún seguía en mi vida, rehusando el uno a salir de la vida del otro. Recibí su saludo con los ojos cerrados, aún en posición de mirar al techo, y un leve escalofrío acompañado de un pequeño espasmo recorrió cada centímetro de mi piel.
Había pasado demasiado tiempo solo. Ahora había recobrado de nuevo las ganas de vivir.

De un salto me puse en pie y me fui hacia ella, y sin titubear ni un instante, la rodeé con mis brazos y me abracé a ella, sin decir nada, para no despegarme hasta instantes después de haberle agradecido su visita.

- Adrianne….No sabes cómo me alegro de ver a alguien conocido por aquí. Muchas gracias por venir, de veras. ¿Cómo te has enterado de esto? Espero que sepas de sobra que las acusaciones contra mí son totalmente falsas, ¿verdad?

por **Adrianne Trevillette** Miér Mar 02, 2011 5:53 pm

Fríos, los brazos de Frank estaban fríos. Tanto, que los noté incluso encima de mi camisa y me abrigo. Sentí pena por él, la vida jamás había sido justa con Frank Lemoine, pero esta vez el destino se estaba excediendo. Ahora que tenía la absoluta certeza de que sí era él a quien habían encarcelado, y el hombre que sería guillotinado al día siguiente, sentí una mezcla de furia e impotencia. Incluso a través de las rejas, su abrazo fue un regalo inesperado.

-Guarda tu saliva para mañana. -le dije con calma.- La necesitarás para convencer al público de que tú no debes ser el hombre al que corten el cuello. -Mi voz no sonaba especialmente cínica, pero en cierto modo sí estaba cabreada por su repentina desaparición. Pero allí, a través de esas rejas, aquello podía esperar. Primero había que sacarlo de allí. - No te preocupes -dije, aún sin soltar su mano- Ya sé que tú no has sido.
Miré a los guardias de reojo y me di cuenta de que no nos quitaban el ojo de encima. Fijé mi vista en un punto y comencé a llorar poco a poco. Era una patraña fácil para dar más credibilidad a mi historia.
-Les he dicho que soy tu esposa -expliqué en un susurro a Frank.- Tú sígueme el juego si se acercan. -Soltaron una risa al verme sollozar, y volvieron a sus asuntos.- Bueno, ¿qué diablos hago para sacarte de aquí? Después de esto, espero que me cuentes qué es lo que ha pasado, pero ahora, lo mejor será pensar en algo para que tu cuello siga en su sitio. -Me acerqué un poco más a las rejas, de modo que sólo él pudiera escuchar lo que decía.- Había pensado en hablar con Pointé, seguro que hay algún modo de convencerlo, aunque sea... -me interrumpí repentinamente y continué con mi discurso- Da igual, ya no hay tiempo. Por lo que sé, tu ejecución está programada para mañana temprano. La tuya, y la de un par más. -miré los ojos del hombre lobo al que tanto había querido. No eran buenas noticias lo que traía para él, y ciertamente tampoco había ido hasta allí para llevar a cabo mi plan... De hecho, no tenía ninguno. Pero necesitaba estar allí con él.- ¿Cuántos guardias hay? Si fuera luna llena... -dije con nerviosismo. Lo volví a mirar, aún sin creer que estuviese allí con él, en ese escenario y en esas circunstancias- Dime que has pensado algo, por favor...

por **Frank Lemoine** Lun Mar 07, 2011 8:52 am

Necesitaba calor humano, y, aunque ninguna de las dos cosas me las pudo proporcionar el abrazo de Adrianne, lo agradecí muchísimo, apretándola contra los barrotes hasta que casi los trapasara. Había pasado demasiado tiempo intentando sobrevivir al margen de los míos. Ahora necesitaría su apoyo.

- Me largo de aquí, mañana. En cuanto abran la puerta de la celda para llevarme a juicio. No pienso dejar ni a uno de estos grasientos guardias en pie. Y aunque ya no tenga donde ir, correré hasta encontrar algún lugar en las montañas cercanas a la periferia donde montar un campamento improvisado hasta que dejen de buscarme.

Ya me las arreglaría para buscar alimento y pasar el tiempo por las montañas. En unos meses volvería a París en busca de un trabajo y una casa. Encontaría algo interesante que hacer, seguro. Ahora lo que importaba era escapar del frío acero de la guillotina.
Me daba coraje el hecho de tener que huir ahora, como si fuera verdaderamente culpable. ¡Yo no había hecho nada! Acabaría con el pez gordo algún día. No se saldría con la suya. Ahora que había vuelto a París en busca de una vida compartida con más gente, me volvía a excluir. Como si una condena no fuera suficientemente amarga.

Escuché nuevamente pasos aproximándose a nuestra posición. Creo que era la hora de confesar mis pecados. La idea de la cara del padre al escuchar la larga lista que le tenía preparada me hizo soltar una leve carcajada, que sorprendió a la confusa Adrianne.

- Necesitaré un arma. Y....-quizá he de reconocer que sentí un poco de celos- ¿Quién es ese Pointé del que me hablas?. Poco a poco fui soltándo a Adrianne, echándome un poco atrás, al igual que ella, mientras el párroco se acercaba. Mi mano subió a su mejilla...no podía evitar reproducir una buena época del pasado en un momento delicado como este. - Gracias por apoyarme en esto, Adrianne.

por **Andrew Lawrence** Mar Mar 15, 2011 4:47 am

¿Qué diablos le pasaba a la Iglesia ahora? ¿Es que no era suficiente tener que salir todas las condenadas noches a los cementerios con una estaca en mano? ¿También tenía que ocuparme de las confesiones? Ni siquiera era yo el sacerdote de París. Sólo estaba de paso. Pero claro, el otro cura era demasiado anciano ya para ocuparse de todo ello. Así que decidieron enviarme a mí. A decir verdad, tampoco podía quejarme. Después de todo, prefería esto mil veces antes que salir a cazar. No estaba del todo concentrado para esta labor. Tenía demasiadas cosas en la cabeza (el maldito anillo de Amarth me estaba volviendo loco). Pero claro, no podía discutir las órdenes que venían directamente de la diócesis de París.

Había rehusado llegar a la prisión escoltado en un coche de caballos, a pesar de las insistencias del otro sacerdote. ¡Ja! como si no supiese defenderme yo solo después de todo. Con las mismas, tomé las riendas de mi yegua azabache. La misma que me ha acompañado todo este tiempo por Europa.
Era rauda y rápida y en poco tiempo llegamos a las afuera de París. Pronto, la prinsión Madelaux se hizo visible en el horizonte. Era tan sólo una torre medio derruída en medio del bosque.

Mi yegua y yo llegamos a la puerta. Allí ya me estaba esperando un guardia. Por supuesto, había sido informado de mi visita. Bajé del caballo y cogí la Biblia y la cruz que llevaba guardada en el morral.
-Bonjour, Padre.-saludó el guarda, haciendo una rídicula inclinación de cabeza. Como si yo fuese algo más que un pobre diablo obligado a cumplir con lo que sus superiores le habían encomendado.-El preso está listo.
Asentí por toda respuesta y el guarda me condujo hacia el interior de la prisión.

Los pasillos de piedra desprendían una punzante humedad y tan sólo estaban iluminados por unos tristes candelabros colgados en las paredes mohosas. Las llamas temblaban a nuestro paso.
LLegamos a la celda del acusado. No estaba solo. Una mujer, que me resultaba del todo familiar, lo acompañaba.
-Vamos, mujer. Tu tiempo se ha acabado ya.-instó el guarda a la muchacha para que se marchara.
-No se preocupe, guarda. La mujer puede quedarse. En cambio usted deberá marcharse.-quizá soné más rudo de lo que pretendía en un principio.
El hombre arqueó una ceja. Pero no opuso ninguna resistencia. Después de todo, yo era miembro del clero y a los miembros de la Iglesia se les respetaba allá por donde fueran.
Cuando estuvimos los tres solos, me dirigí a la mujer:
-¿Qué diablos haces aquí, Adrianne? ¿Acaso conoces al preso?-pregunté, casi molesto y tuteándola. ¿Es que esta mujer no podía mantenerse fuera del peligro?

por **Adrianne Trevillette** Miér Mar 16, 2011 7:34 am

Mentiría si dijera que no sentí un impulso de pedirle a Frank que viniera conmigo, en lugar de marcharle a las montañas, pero en la locura de su plan de escape, era verdaderamente lo único cuerdo. Él tenía que huir lejos, allí donde nadie lo encontrara. Sería demasiado peligroso ocultarlo en París, y además mi tío no me permitiría tener otro refugiado en casa, y menos aún cuando se trataba de un fugitivo. Bastante teníamos ya con Emhyr.
A pesar de todo, su plan era bastante descabellado y nada seguro. Había que buscar otra solución.

-Pointé, Frank. Pointé es el tío que te ha metido aquí. No sé como sucedería todo, pero sea lo que sea que le hayas hecho a él, fue quien te acusó de violar a su hija. -Me costó bastante decir aquellas palabras. El mero hecho de pensarlo fue algo tan repugnante y asqueroso que no podía siquiera imaginar el motivo que habría llevado a ese hombre a acusar a Frank por semejante delito.
Él se separó un poco de mí, pero su mano acarició mi mejilla. Ahora sí que sentí ese frío. Sentí un impulso de acariciar su cabello, de decirle que no se preocupara, que alguna solución encontraríamos ya, cuando percibí que otra persona se acercaba. Seguramente, sería el cura. Me aferré a la mano de Frank como una niña que no quiere soltar la mano de su padre. ¿Por qué a él?

Sin embargo, algo hizo que aflojara mis manos... El olor me era bastante peculiar. Escuché la voz del carcelero pidiéndome que me marchase, cuando la irreconocible voz fría y pasiva de Andrew Lawrence dijo que yo iba a quedarme. No pude evitar sonreír.
-Mon dieu, Andrew -dije mientras me levantaba.- No puedo creerlo. Tú... ¿Vas a confesar a Frank? -por primera vez, me alegré de que algo fuera bien en la noche. Andrew podría ayudarnos.- Necesito tu ayuda, por favor...- le dije. Entendí que él no comprendía nada, y que Frank tampoco. Cogí al Padre del brazo y lo acerqué a los barrotes.- Frank, él es Andrew, un sacerdote que conocí hace mucho tiempo en el bosque. Y bueno, Andrew... Él es Frank, da igual quien sea ahora mismo. Lo único que debes saber es que es una persona importante para mí y están a punto de guillotinarlo por un crimen que no ha cometido. -bajé la voz, consciente de que los decibelios jugaban un papel importante en aquel lugar en el que hasta las paredes oían. - Por favor, tienes que ayudarnos. -le pedí con ojos cristalinos.

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