AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Las heridas del alma (Hermanos Orsini)
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Las heridas del alma (Hermanos Orsini)
No era fácil esconder ciertas heridas. Yo siempre había distinguido entre varios tipos: Estaban las heridas inferiores, que eran aquellas como moratones, cortes superficiales, pequeños quemados o llagas. La heridas en ascenso eran aquellas en las que tu cuerpo derramaba sangre: Labios partidos, navajazos en los brazos, un pómulo abierto por un puñetazo. Las último, las que parecían menos graves pero que en realidad dolían incluso más que las anteriores, eran las que se llevaban en el alma. éstas última regaban a las dos primeras haciendo insoportable la reunión de las tres.
Y un poco de cada una tenía yo aquella noche. Los moratones en los brazos resaltaban de manera estremecedora sobre mi piel blanca como la nieve. El labio sangrante hacía que mi barbilla y el pañuelo con el que trataba de recoger la sangre se empapasen de un rojo chillón que muchos de los mendigos con los que me crucé miraron atemorizados. Sin embargo, el dolor que llevaba por dentro por culpa de sus palabras era aún peor.Sólo quería llegar hasta la catedral y pedir a los sacerdotes que sanasen mis heridas. Siempre prefería que lo hiciese la gente de mi campamento, ya que nuestras heridas solían ser muy específicas y sólo cuando la sabiduría de los curanderos y la magia de los brujos no servía, acudíamos aun médico o a un sacerdote.
Yo, en mi carrera por huir aquella noche del campamento, había acabado deambulando medio ida por las calles de París. Había tenido peor aspecto otras veces, pero siempre me lo había reservado para esconderme en el bosque y en la laguna. Allí, donde el terreno que pisaba me resultaba tan familiar como mi color de ojos, me sentía segura. Suspiré lamentando no haber acudido a mi lugar habitual, pero necesitaba que me curasen el labio nuevamente. Miré mi capa marrón oscuro a juego con los pantalones de chico que yo misma había confeccionado y la amplia camisola de uno de mis hermanos, que había anudado, retorcido y retocado hasta que quedó perfecta para ir de caza. También llevaba las botas que usaba para correr por el bosque detrás de los conejos, las ardillas y los patos. También alguna cría de cervatillo ocasional. No era un atuendo apropiado para una joven, ya que debería estar llevando uno de mis tantos otros vestidos e ir más dignamente peinada, pero no me había dado tiempo y tampoco me importaba.
Al llegar frente a la inmensa catedral rodeé el lateral para encontrar la casa de los curas. Golpeé con suavidad la puerta, y luego fui algo más insistente hasta que me abrieron. El anciano padre Elijah se asomó con una vela encendida en la mano y sus pequeños ojos entrecerrados, tratando de iluminarme el rostro. Me bajé parcialmente la capucha para que tuviese tiempo de reconocer mis facciones; no en vano, solía ir a rezar allí por el alma de mi madre, la cual estaba en los cielos desde que yo cumplí los once años.
-Amaris-dijo el anciano con su voz cascada y rota. Me sonrió apenas sin dientes y me indicó que pasase-. Dulce criatura, ¿ha vuelto a golpearte?-me preguntó. Me veía desde niña allí y sabía quién era el culpable de todos esos golpes. Asentí con sequedad, pensando en lo cansada que estaba.
Por suerte el hermano Elijah me dejó sentarme en un banco no muy lejos del pasillo que llevaba hacia el comedor donde todos los sacerdotes tomaban sus desayunos, comidas y cenas. Prendió algunas de las lámparas y se alejó en busca del botiquín de primeros auxilios. Suspiré y me entretuve con un hilo suelto de mi capa vieja mientras escuchaba la frenética actividad d e los curas aquella noche en el interior de la casa. Sin poder reprimir la curiosidad, me levanté y me asomé por la puerta del comedor, buscando quiénes eran los causantes de tanto "alboroto". Los sacerdotes eran tan rectos que sus voces, aunque audibles, apenas demostraban ningún tipo de emoción que fuese más allá de la calma y el sosiego. Miré, buscando el origen y descubrí dos figuras-una masculina y una femenina-sentadas discutiendo algún tema con los sacerdotes.
Antes de que pudiese enterarme más y terminar de evaluar a los recién llegados, Elijah volvió a mí y me curó las heridas como buenamente pudo. Hizo que mi labio dejase de sangrar dándole algunos puntos, y me aplicó una pomada fresca en los brazos, dándome el resto para que me la echase en el resto del cuerpo si era necesario. Entró también en el comedor, dejando la puerta abierta, para buscar un plato de comida caliente para mí. Entonces pude observar a la pareja con interés y curiosidad. Seguramente ellos me habían visto a mí, ya que estaba justo en frente de la puerta abierta, pero no le di mayor importancia y esperé ansiosa y con el estómago rugiendo el plato de sopa caliente que Elijah no tardó en darme. Lo devoré con avidez y se lo tendí, saciada.
-Inmensas gracias, Elijah. Cuando vuelva a cazar te traeré una hermosa liebre para que comáis carne de verdad- le dije, sonriente. Era un buen hombre, justo y amable como pocos-. Ahora creo que debería ir a pasar la noche en La Corte de los Milagros, al menos hasta que se calme un poco la cosa en casa.
Elijah se mostró de acuerdo conmigo y me acompañó a la puerta hablándome sobre trivialidades. Nos despedimos con amables palabras y yo volví a ocultar mi rostro y mi cabello albino bajo la capucha, buscando una manera de pasar más desapercibida. Sin embargo, yo aún no sabía que hacía rato que había captado la atención de alguien.
Y un poco de cada una tenía yo aquella noche. Los moratones en los brazos resaltaban de manera estremecedora sobre mi piel blanca como la nieve. El labio sangrante hacía que mi barbilla y el pañuelo con el que trataba de recoger la sangre se empapasen de un rojo chillón que muchos de los mendigos con los que me crucé miraron atemorizados. Sin embargo, el dolor que llevaba por dentro por culpa de sus palabras era aún peor.Sólo quería llegar hasta la catedral y pedir a los sacerdotes que sanasen mis heridas. Siempre prefería que lo hiciese la gente de mi campamento, ya que nuestras heridas solían ser muy específicas y sólo cuando la sabiduría de los curanderos y la magia de los brujos no servía, acudíamos aun médico o a un sacerdote.
Yo, en mi carrera por huir aquella noche del campamento, había acabado deambulando medio ida por las calles de París. Había tenido peor aspecto otras veces, pero siempre me lo había reservado para esconderme en el bosque y en la laguna. Allí, donde el terreno que pisaba me resultaba tan familiar como mi color de ojos, me sentía segura. Suspiré lamentando no haber acudido a mi lugar habitual, pero necesitaba que me curasen el labio nuevamente. Miré mi capa marrón oscuro a juego con los pantalones de chico que yo misma había confeccionado y la amplia camisola de uno de mis hermanos, que había anudado, retorcido y retocado hasta que quedó perfecta para ir de caza. También llevaba las botas que usaba para correr por el bosque detrás de los conejos, las ardillas y los patos. También alguna cría de cervatillo ocasional. No era un atuendo apropiado para una joven, ya que debería estar llevando uno de mis tantos otros vestidos e ir más dignamente peinada, pero no me había dado tiempo y tampoco me importaba.
Al llegar frente a la inmensa catedral rodeé el lateral para encontrar la casa de los curas. Golpeé con suavidad la puerta, y luego fui algo más insistente hasta que me abrieron. El anciano padre Elijah se asomó con una vela encendida en la mano y sus pequeños ojos entrecerrados, tratando de iluminarme el rostro. Me bajé parcialmente la capucha para que tuviese tiempo de reconocer mis facciones; no en vano, solía ir a rezar allí por el alma de mi madre, la cual estaba en los cielos desde que yo cumplí los once años.
-Amaris-dijo el anciano con su voz cascada y rota. Me sonrió apenas sin dientes y me indicó que pasase-. Dulce criatura, ¿ha vuelto a golpearte?-me preguntó. Me veía desde niña allí y sabía quién era el culpable de todos esos golpes. Asentí con sequedad, pensando en lo cansada que estaba.
Por suerte el hermano Elijah me dejó sentarme en un banco no muy lejos del pasillo que llevaba hacia el comedor donde todos los sacerdotes tomaban sus desayunos, comidas y cenas. Prendió algunas de las lámparas y se alejó en busca del botiquín de primeros auxilios. Suspiré y me entretuve con un hilo suelto de mi capa vieja mientras escuchaba la frenética actividad d e los curas aquella noche en el interior de la casa. Sin poder reprimir la curiosidad, me levanté y me asomé por la puerta del comedor, buscando quiénes eran los causantes de tanto "alboroto". Los sacerdotes eran tan rectos que sus voces, aunque audibles, apenas demostraban ningún tipo de emoción que fuese más allá de la calma y el sosiego. Miré, buscando el origen y descubrí dos figuras-una masculina y una femenina-sentadas discutiendo algún tema con los sacerdotes.
Antes de que pudiese enterarme más y terminar de evaluar a los recién llegados, Elijah volvió a mí y me curó las heridas como buenamente pudo. Hizo que mi labio dejase de sangrar dándole algunos puntos, y me aplicó una pomada fresca en los brazos, dándome el resto para que me la echase en el resto del cuerpo si era necesario. Entró también en el comedor, dejando la puerta abierta, para buscar un plato de comida caliente para mí. Entonces pude observar a la pareja con interés y curiosidad. Seguramente ellos me habían visto a mí, ya que estaba justo en frente de la puerta abierta, pero no le di mayor importancia y esperé ansiosa y con el estómago rugiendo el plato de sopa caliente que Elijah no tardó en darme. Lo devoré con avidez y se lo tendí, saciada.
-Inmensas gracias, Elijah. Cuando vuelva a cazar te traeré una hermosa liebre para que comáis carne de verdad- le dije, sonriente. Era un buen hombre, justo y amable como pocos-. Ahora creo que debería ir a pasar la noche en La Corte de los Milagros, al menos hasta que se calme un poco la cosa en casa.
Elijah se mostró de acuerdo conmigo y me acompañó a la puerta hablándome sobre trivialidades. Nos despedimos con amables palabras y yo volví a ocultar mi rostro y mi cabello albino bajo la capucha, buscando una manera de pasar más desapercibida. Sin embargo, yo aún no sabía que hacía rato que había captado la atención de alguien.
Amaris Thervasi- Gitano
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Fecha de inscripción : 15/05/2011
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Localización : En los bosques de París.
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Re: Las heridas del alma (Hermanos Orsini)
Había cosas que se debían hacer aun antes que todo, había cosas que no podían esperar, Dios es una de ellas.
Apenas se habían instalado en Paris luego de un muy largo viaje desde Roma, que se había demorado más de la cuenta, había surgido más de algún ‘inconveniente’ en el camino, pero era mejor restarle importancia a ello. ¿Qué hacían personas tan importantes como ellos en aquel lugar tan lejano a su tierra? Las razones eran diversas, el trabajo era la primordial, pero ¿qué clase de trabajo podían tener ellos que lo tenían todo? A simple vista… ninguno, pero si se miraba más allá de los evidente se podía notar a que se dedicaban cuando caía la noche, las cruces y las armas de plata eran un leve indicio de que se trataba. Eran cazadores. De los mejores, de los más importantes, bajo la tutela directa de la Santa Sede y del Sumo Pontífice, de una orden misteriosa de la cual la historia no guarda registros. Esa orden, de la cual aun no podemos hablar, de la cual aun debemos mantener reserva, ellos fueron quienes los enviaron a París, ya que a los Estados Pontificios habían llegado demasiados rumores sobre lo que estaba ocurriendo en la capital del reino francés, que parecía haberse convertido en una puerta al infierno, ya que se había llenado de alimañas demoníacas.
Si bien habían dejado su tierra como los cazadores que eran, había otra razón para hacerlo, una un poco menos decorosa… La relación incestuosa de los hermanos Orsini se había convertido en un secreto a voces, por más que su familia había utilizado todo su poder para intentar acallar los chismes, que crecían como un reguero de pólvora, peros los intentos fueron infructuosos, ni el poder del los Orsini, ni el buen nombre de los d’ Este habían logrado su cometido, por lo que fue un alivio para las familias que los enviasen lejos, a la espera que las aguas se calmasen un poco y que el sonido de aquellos rumores lograse acallarse. Ya no intentaban separarlos, aquello eran inútil, lo habían intentado tantas veces, todas ellas infructuosas obviamente, la ultima de ellas había acabado con el esposo de Magdalene muerto, con el corazón fuera del pecho y descuartizado.
Su primer destino en aquel lugar: la Catedral de Nôtre Dame, no podía ser otro. Dejaron a sus sirvientes organizando todo lo que habían traído con ellos, y se dirigieron al templo del señor solo con un cochero, no podían andar solos, no podían cometer un error tan estúpido nada mas al llegar a Francia, tenían que ser en su trabajo todo lo precavidos que no había sido en su vida personal. Unos minutos de viaje y vieron alzarse ante ellos la magnificencia de la catedral más emblemática de aquel reino, el chofer les abrió la puerta, Matteo bajó con rapidez para tenderle la mano a su hermana y ayudarla a descender. Sonrió confiado, pensando en la belleza del lugar, aunque no era tan bella como los templos italianos, pero tenía cierto encanto, eso debía admitirlo. Se internó en aquella iglesia, no sin antes arrodillarse a la entrada y persignarse como correspondía. Avanzó por la nave central con Magdalene del brazo, con expresión de ferviente respeto y devoción, se sentaron en las bancas de la primera fila, para rezar y encomendarse a Dios en aquella nueva etapa de su vida.
Mientras elevaban sus oraciones hacia su señor apareció un sacerdote, el mayor de los Orsini se levantó y fue hasta él –Buenas noches, padre. Necesito conversar con el padre Jacques- le saludó haciéndole una reverencia, con un gesto respetuoso y un notorio acento italiano. El religioso lo miró algo sorprendido –Soy yo, jovencito. ¿Quién es y que desea?- le preguntó aquel hombre mirándolos alternativamente con un dejo de curiosidad. Él volvió a hacerle una reverencia –Soy Matteo Orsini, ella es mi hermana Magdalene. Nuestro tío Alfonso d’ Este nos ha enviado- se presentó con solo pronunciar aquellas palabras la expresión del clérigo cambio completamente, se ensombreció en cierto modo y esta vez fue él quien hizo una reverencia –Condes Orsini, discúlpenme, síganme por favor- el padre Jacques condujo en silencio a los jóvenes por diversos pasillos, alejándolos de la vista del publico para poder conversar con ellos con mayor calma. Fue Matteo quien rompió el silencio –Nuestro tío a enviado esto- dijo sacando algo entre sus ropas, una carta, una carta de su tío y le enseñándole de paso una medalla que tenía cosida al interior de su manga.
Mientras la misiva era leída el ambiente se fue volviendo poco a poco más tenso –¿La Santa Sede los ha enviados a ustedes a ver lo que ocurre? ¿No había alguno de los miembros más antiguos que se encontrase en condiciones de venir? El mismo Alfonso, por ejemplo- fueron las únicas palabras del sacerdote. El muchacho de cabello oscuro no pudo evitar enfurecerse, miró a su hermana de reojo, ella comprendería como se sentía –Somos los mejores cazadores, por eso nos han enviado. Somos fieles a la Iglesia y Dios. No tenemos nada que envidiarle a nadie, ni incluso a los más viejos. Hemos acabado con muchos de eso seres maléficos. Acaso… ¿Osa desconfiar de la elección del Sumo Pontífice?- le increpó en voz no demasiado alta en un rápido italiano, sabía que él le entendería, era mejor hablar en su lengua materna cosa que si alguno ido intruso los oía podría comprender que discutían, sin saber que era lo que hablaban –Solo hemos venido a reportarnos como se nos ha ordenado. Tenga en cuenta lo que nuestro tío le ha escrito por favor- dijo educadamente, aunque de muy mala gana, estaba visiblemente molesto y ofendido. No le dio tiempo a su interlocutor de decir algo más, ya que de dio media vuelta para caminar en la dirección de la cual habían venido, dando paso firmes que llegaban a resonar. Respiró profundo, intentando relajarse, pidió fuerza y paciencia a Dios.
Si bien habían dejado su tierra como los cazadores que eran, había otra razón para hacerlo, una un poco menos decorosa… La relación incestuosa de los hermanos Orsini se había convertido en un secreto a voces, por más que su familia había utilizado todo su poder para intentar acallar los chismes, que crecían como un reguero de pólvora, peros los intentos fueron infructuosos, ni el poder del los Orsini, ni el buen nombre de los d’ Este habían logrado su cometido, por lo que fue un alivio para las familias que los enviasen lejos, a la espera que las aguas se calmasen un poco y que el sonido de aquellos rumores lograse acallarse. Ya no intentaban separarlos, aquello eran inútil, lo habían intentado tantas veces, todas ellas infructuosas obviamente, la ultima de ellas había acabado con el esposo de Magdalene muerto, con el corazón fuera del pecho y descuartizado.
Su primer destino en aquel lugar: la Catedral de Nôtre Dame, no podía ser otro. Dejaron a sus sirvientes organizando todo lo que habían traído con ellos, y se dirigieron al templo del señor solo con un cochero, no podían andar solos, no podían cometer un error tan estúpido nada mas al llegar a Francia, tenían que ser en su trabajo todo lo precavidos que no había sido en su vida personal. Unos minutos de viaje y vieron alzarse ante ellos la magnificencia de la catedral más emblemática de aquel reino, el chofer les abrió la puerta, Matteo bajó con rapidez para tenderle la mano a su hermana y ayudarla a descender. Sonrió confiado, pensando en la belleza del lugar, aunque no era tan bella como los templos italianos, pero tenía cierto encanto, eso debía admitirlo. Se internó en aquella iglesia, no sin antes arrodillarse a la entrada y persignarse como correspondía. Avanzó por la nave central con Magdalene del brazo, con expresión de ferviente respeto y devoción, se sentaron en las bancas de la primera fila, para rezar y encomendarse a Dios en aquella nueva etapa de su vida.
Mientras elevaban sus oraciones hacia su señor apareció un sacerdote, el mayor de los Orsini se levantó y fue hasta él –Buenas noches, padre. Necesito conversar con el padre Jacques- le saludó haciéndole una reverencia, con un gesto respetuoso y un notorio acento italiano. El religioso lo miró algo sorprendido –Soy yo, jovencito. ¿Quién es y que desea?- le preguntó aquel hombre mirándolos alternativamente con un dejo de curiosidad. Él volvió a hacerle una reverencia –Soy Matteo Orsini, ella es mi hermana Magdalene. Nuestro tío Alfonso d’ Este nos ha enviado- se presentó con solo pronunciar aquellas palabras la expresión del clérigo cambio completamente, se ensombreció en cierto modo y esta vez fue él quien hizo una reverencia –Condes Orsini, discúlpenme, síganme por favor- el padre Jacques condujo en silencio a los jóvenes por diversos pasillos, alejándolos de la vista del publico para poder conversar con ellos con mayor calma. Fue Matteo quien rompió el silencio –Nuestro tío a enviado esto- dijo sacando algo entre sus ropas, una carta, una carta de su tío y le enseñándole de paso una medalla que tenía cosida al interior de su manga.
Mientras la misiva era leída el ambiente se fue volviendo poco a poco más tenso –¿La Santa Sede los ha enviados a ustedes a ver lo que ocurre? ¿No había alguno de los miembros más antiguos que se encontrase en condiciones de venir? El mismo Alfonso, por ejemplo- fueron las únicas palabras del sacerdote. El muchacho de cabello oscuro no pudo evitar enfurecerse, miró a su hermana de reojo, ella comprendería como se sentía –Somos los mejores cazadores, por eso nos han enviado. Somos fieles a la Iglesia y Dios. No tenemos nada que envidiarle a nadie, ni incluso a los más viejos. Hemos acabado con muchos de eso seres maléficos. Acaso… ¿Osa desconfiar de la elección del Sumo Pontífice?- le increpó en voz no demasiado alta en un rápido italiano, sabía que él le entendería, era mejor hablar en su lengua materna cosa que si alguno ido intruso los oía podría comprender que discutían, sin saber que era lo que hablaban –Solo hemos venido a reportarnos como se nos ha ordenado. Tenga en cuenta lo que nuestro tío le ha escrito por favor- dijo educadamente, aunque de muy mala gana, estaba visiblemente molesto y ofendido. No le dio tiempo a su interlocutor de decir algo más, ya que de dio media vuelta para caminar en la dirección de la cual habían venido, dando paso firmes que llegaban a resonar. Respiró profundo, intentando relajarse, pidió fuerza y paciencia a Dios.
Matteo A. Orsini- Inquisidor/Realeza
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Re: Las heridas del alma (Hermanos Orsini)
Para algunos el color rojo escarlata de la sangre de los humanos es igual a la de los licántropos, gitanos, cambiaformas o brujos, también a lo que fuera que circulara en las venas de los vampiros. Para otros las diferencias internas entre cada especie eran mínimas, para Lene sí, todos ellos son iguales, todas son criaturas que han dejado atrás el camino del Señor y se adentran en el terreno pedregoso del demonio, sus formas cambian, la manera en que debe matarlos también, pero cada uno debe desaparecer. ¿Tendría acaso algo de Satán su difunto esposo? Magdalene se llevaba la mano a la cruz en su cuello cada vez que lo recordaba, inocente y culpable a la vez, su elección lo condenó sin haber cometido algún crimen para los ojos de todos, Matteo no perdona ni comparte, su hermana tampoco lo hace y si el caso hubiese sido al contrario el resultado habría sido el mismo.
Llegan a la Catedral y la condesa de Italia se mira las manos, parece como si aún pudiera ver los restos del espeso líquido debajo de sus uñas, después de cada batalla era un ritual deshacerse de todo eso, no debían levantar sospecha, cazadores como ellos jamás lo harían, la perfección si existe y los hermanos Orsini d’Este la conocen, la practican cada día porque es nuestro Señor Todopoderoso quien les ha encomendado la misión que con gozo realizan cada vez que es posible. Los ojos de Lene vuelven a abrirse aunque nunca los tuvo cerrados, los detalles de aquel templo la llenan de una paz que enciende la llama de la fe que nunca se apaga, sigue los pasos de su hermano quien sabe la guiará siempre por el camino correcto, la primera fila de asientos es la adecuada para ellos y para los rezos que no tardan en salir, elevan sus oraciones al cielo donde saben serán escuchadas, las palabras en latín fluyen despacio y suaves como los arroyos junto al castillo que han dejado atrás en sus tierras.
Antes de ser presentada la joven Magdalene se levanta y hace la reverencia correspondiente, de sus labios no salen sonrisas pero si mantiene un rostro amable aunque distante, tal como lo que es ella, alguien a quien deben respetar pero que jamás tendrán cerca. Lo que le han encargado se lleva a cabo con facilidad, su hermano es siempre correcto y responsable, el sacerdote insiste en mirarla como si esperara algo de ella, ¿quiere quizás unas palabras? ¿algo que compruebe que lo que Matteo dice es cierto? Tal vez los rumores han llegado también hasta él y conoce del amor no tan fraternal de los hermanos. Sin otro gesto más que imitar las acciones de su pariente extiende su mano y muestra la medalla idéntica ataviada a una pulsera de oro blanco, el sacerdote abre más los ojos y ahora parece nervioso, Lene vuelve a cubrirla y se queda en silencio, sólo es su mirada la que navega por todo el lugar como si tomara notas mentales de detalles que pudieran servirle a futuro.
Sólo un movimiento de cabeza asintiendo le indicaban que estaba de acuerdo con lo que él sentía, estar prendida de su brazo para muchos significaría que la pequeña condesa era una muchacha sobreprotegida, indefensa en el mundo, quizás hasta algo tímida, sólo unos pocos conocían la verdad, la fiereza con que era capaz de actuar, lo sanguinaria que llegaba a ser en su misión. Su mandíbula se tensó un poco y esa fue toda la demostración que hizo de lo indignada que estaba por el comportamiento del sacerdote, ellos tenían una reputación intachable como cazadores, eran incomparables cuando se trataba de eliminar a las alimañas sin derechos ni opciones en la tierra, soltó el brazo de su hermano cuando este dio la media vuelta, debía darle algo de tiempo antes de que pudiera hablar con él, Matteo podía ser un hombre calmado, eso debía serlo frente a todos pero ella lo conocía mejor, tanto que sabía que también le llamaría la atención la joven de extraño aspecto que ahora salía por la puerta.
-Usted seguirá nuestras órdenes tal como nosotros seguimos las de nuestros superiores, la cabeza de nuestra Iglesia nos ha designado, sólo nos queda acatar su voluntad tal como lo hubiera hecho nuestro Señor. – con un francés apenas teñido con toques de italiano realizó otra reverencia mientras hablaba, dando por concluida la conversación, - Manténgase en sus asuntos padre, nosotros tenemos trabajo por hacer. – Una mirada, bastaba apenas una mirada de la que recién era una dulce Magdalene para notar el cambio en ella, ahora sus palabras se transformaban en leyes que no podían ser discutidas, la diferencia en el semblante del sacerdote decía que también había notado que así era. Dando pasos rápidos llegó hasta donde se encontraba su hermano lo tomó del brazo y comenzó a caminar junto a él, se escuchaban sus pies retumbando en la bóveda central de la catedral y su corazón casi desbocado por la emoción de lo que veía cerca, - Mio fratello, Dio ci ha dato la nostra prima missione… -
Llegan a la Catedral y la condesa de Italia se mira las manos, parece como si aún pudiera ver los restos del espeso líquido debajo de sus uñas, después de cada batalla era un ritual deshacerse de todo eso, no debían levantar sospecha, cazadores como ellos jamás lo harían, la perfección si existe y los hermanos Orsini d’Este la conocen, la practican cada día porque es nuestro Señor Todopoderoso quien les ha encomendado la misión que con gozo realizan cada vez que es posible. Los ojos de Lene vuelven a abrirse aunque nunca los tuvo cerrados, los detalles de aquel templo la llenan de una paz que enciende la llama de la fe que nunca se apaga, sigue los pasos de su hermano quien sabe la guiará siempre por el camino correcto, la primera fila de asientos es la adecuada para ellos y para los rezos que no tardan en salir, elevan sus oraciones al cielo donde saben serán escuchadas, las palabras en latín fluyen despacio y suaves como los arroyos junto al castillo que han dejado atrás en sus tierras.
Antes de ser presentada la joven Magdalene se levanta y hace la reverencia correspondiente, de sus labios no salen sonrisas pero si mantiene un rostro amable aunque distante, tal como lo que es ella, alguien a quien deben respetar pero que jamás tendrán cerca. Lo que le han encargado se lleva a cabo con facilidad, su hermano es siempre correcto y responsable, el sacerdote insiste en mirarla como si esperara algo de ella, ¿quiere quizás unas palabras? ¿algo que compruebe que lo que Matteo dice es cierto? Tal vez los rumores han llegado también hasta él y conoce del amor no tan fraternal de los hermanos. Sin otro gesto más que imitar las acciones de su pariente extiende su mano y muestra la medalla idéntica ataviada a una pulsera de oro blanco, el sacerdote abre más los ojos y ahora parece nervioso, Lene vuelve a cubrirla y se queda en silencio, sólo es su mirada la que navega por todo el lugar como si tomara notas mentales de detalles que pudieran servirle a futuro.
Sólo un movimiento de cabeza asintiendo le indicaban que estaba de acuerdo con lo que él sentía, estar prendida de su brazo para muchos significaría que la pequeña condesa era una muchacha sobreprotegida, indefensa en el mundo, quizás hasta algo tímida, sólo unos pocos conocían la verdad, la fiereza con que era capaz de actuar, lo sanguinaria que llegaba a ser en su misión. Su mandíbula se tensó un poco y esa fue toda la demostración que hizo de lo indignada que estaba por el comportamiento del sacerdote, ellos tenían una reputación intachable como cazadores, eran incomparables cuando se trataba de eliminar a las alimañas sin derechos ni opciones en la tierra, soltó el brazo de su hermano cuando este dio la media vuelta, debía darle algo de tiempo antes de que pudiera hablar con él, Matteo podía ser un hombre calmado, eso debía serlo frente a todos pero ella lo conocía mejor, tanto que sabía que también le llamaría la atención la joven de extraño aspecto que ahora salía por la puerta.
-Usted seguirá nuestras órdenes tal como nosotros seguimos las de nuestros superiores, la cabeza de nuestra Iglesia nos ha designado, sólo nos queda acatar su voluntad tal como lo hubiera hecho nuestro Señor. – con un francés apenas teñido con toques de italiano realizó otra reverencia mientras hablaba, dando por concluida la conversación, - Manténgase en sus asuntos padre, nosotros tenemos trabajo por hacer. – Una mirada, bastaba apenas una mirada de la que recién era una dulce Magdalene para notar el cambio en ella, ahora sus palabras se transformaban en leyes que no podían ser discutidas, la diferencia en el semblante del sacerdote decía que también había notado que así era. Dando pasos rápidos llegó hasta donde se encontraba su hermano lo tomó del brazo y comenzó a caminar junto a él, se escuchaban sus pies retumbando en la bóveda central de la catedral y su corazón casi desbocado por la emoción de lo que veía cerca, - Mio fratello, Dio ci ha dato la nostra prima missione… -
Magdalene A. Orsini- Inquisidor/Realeza
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Re: Las heridas del alma (Hermanos Orsini)
Las calles parisinas estaban demasiado oscuras, incluso más que antes. Con algo de temor consideré las opciones que tenía. Podría intentar llegar a la Corte de los Milagros, cuya primera entrada estaba bastante lejos de allí. O bien podía regresar al campamento gitano corriendo a través de los bosques, mi elemento, donde mejor me movía. La otra opción era que me acogiese a sagrado y me guareciera allí en la catedral, a la espera de que el sol saliese de nuevo en el horizonte iluminándome los caminos más seguro que pudiera hallar.
Me mordí el labio ante tan terrible indecisión. El estar parada en mitad de aquella calle oscura no ayudaba, por lo que me refugié en un pequeño callejón donde mi única compañía eran las ratas. Suspiré y me apreté el puente de la nariz, pensativa. ¿Qué debía hacer? Si iba al campamento me darían tal paliza que no me levantaría de mi cama en una semana. La primera entrada a la corte estaba algo alejada y a estas horas merodearían demasiados rufianes por allí. Me miré las puntas de las botas, cuya suciedad resaltaba en la oscuridad, y suspiré largamente. Quizás si tuviese el cuerpo más ancho y el pelo más corto pudiese pasar por un muchacho, pero no era el caso.
Haciendo una mueca por el dolor del cuerpo me separé del callejón con una nueva decisión. Me acogería a sagrado y dormiría en la casa de los curas. Aunque confiaba en el hermano Elijah y en muchos otros, había algunos que lanzaban miradas lascivas a las jovencitas, por lo que me detuve a buscar entre los restos de basura algo que me sirviese para defenderme. Cualquier cosa punzante serviría, así que rebusqué y rebusqué...Y no hallé nada.
Con un suspiro de resignación caminé pesarosamente de nuevo hacia la catedral. Siempre podía Defenderme a patas y puñetazos, si hacía falta, aunque no tuviese demasiada fuerza física. Un mechón albino se escapó de mi capucha y flotó delante de mí unos segundos antes e que volviese a meterlo en su lugar correspondiente, como tratando de darme la razón ante mi idea de luchar. Aunque, también podía pedirle al padre Elijah que me diese las llaves de mi habitación para cerrarla desde dentro.
Divisé nuevamente los escalones de la catedral, que recodaba llenos de nieve y mendigos apelotonados en invierno. Recordé la vez que vi allí un niño que tiritaba por el frío. Cuando volví a salir la criatura se había quedado inmóvil con los ojos abiertos, muerto. Me estremecí al recordarlo y pensé, que por fortuna, a mi no me había sucedido eso.
Me detuve entonces en la puerta con algo de incertidumbre. Me mor´di el labio, lo que me hizo dar un chillido de dolor por la herida. Me bajé la capucha de la capa dejando mi pelo libre y aporreé la puerta con fuerza, esperando a que los que aún rezaban en su interior me escuchasen y viniesen a abrirme. Me separé un poco aguardando a que alguien apareciese y se apiadase de mí, mientras me observaba los brazos magullados. Me sentía insegura, como si algo malo estuviera a punto de pasar...Como cuando encontramos el cadáver de una niña cerca del campamento llena de mordiscos de vampiro. Me estremecí al recordar a aquella bella criatura muerta por aquel depredador y recé para que ninguno se ocultase entre las sombras.
off: perdón por lo corto y la tardanza! estoy sin isnpiración.
Me mordí el labio ante tan terrible indecisión. El estar parada en mitad de aquella calle oscura no ayudaba, por lo que me refugié en un pequeño callejón donde mi única compañía eran las ratas. Suspiré y me apreté el puente de la nariz, pensativa. ¿Qué debía hacer? Si iba al campamento me darían tal paliza que no me levantaría de mi cama en una semana. La primera entrada a la corte estaba algo alejada y a estas horas merodearían demasiados rufianes por allí. Me miré las puntas de las botas, cuya suciedad resaltaba en la oscuridad, y suspiré largamente. Quizás si tuviese el cuerpo más ancho y el pelo más corto pudiese pasar por un muchacho, pero no era el caso.
Haciendo una mueca por el dolor del cuerpo me separé del callejón con una nueva decisión. Me acogería a sagrado y dormiría en la casa de los curas. Aunque confiaba en el hermano Elijah y en muchos otros, había algunos que lanzaban miradas lascivas a las jovencitas, por lo que me detuve a buscar entre los restos de basura algo que me sirviese para defenderme. Cualquier cosa punzante serviría, así que rebusqué y rebusqué...Y no hallé nada.
Con un suspiro de resignación caminé pesarosamente de nuevo hacia la catedral. Siempre podía Defenderme a patas y puñetazos, si hacía falta, aunque no tuviese demasiada fuerza física. Un mechón albino se escapó de mi capucha y flotó delante de mí unos segundos antes e que volviese a meterlo en su lugar correspondiente, como tratando de darme la razón ante mi idea de luchar. Aunque, también podía pedirle al padre Elijah que me diese las llaves de mi habitación para cerrarla desde dentro.
Divisé nuevamente los escalones de la catedral, que recodaba llenos de nieve y mendigos apelotonados en invierno. Recordé la vez que vi allí un niño que tiritaba por el frío. Cuando volví a salir la criatura se había quedado inmóvil con los ojos abiertos, muerto. Me estremecí al recordarlo y pensé, que por fortuna, a mi no me había sucedido eso.
Me detuve entonces en la puerta con algo de incertidumbre. Me mor´di el labio, lo que me hizo dar un chillido de dolor por la herida. Me bajé la capucha de la capa dejando mi pelo libre y aporreé la puerta con fuerza, esperando a que los que aún rezaban en su interior me escuchasen y viniesen a abrirme. Me separé un poco aguardando a que alguien apareciese y se apiadase de mí, mientras me observaba los brazos magullados. Me sentía insegura, como si algo malo estuviera a punto de pasar...Como cuando encontramos el cadáver de una niña cerca del campamento llena de mordiscos de vampiro. Me estremecí al recordar a aquella bella criatura muerta por aquel depredador y recé para que ninguno se ocultase entre las sombras.
off: perdón por lo corto y la tardanza! estoy sin isnpiración.
Amaris Thervasi- Gitano
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