Así se escribe el final de un comienzo

La tarde era historia antigua ya ese día, el manto que cubría la ciudad y todo lo que fuese vivo ya no tenía la luz particular del luminoso astro que se despedía en el horizonte, quedando sólo el amarillento tono que brindaban sus últimos esfuerzo pero que eran fácilmente opacados por la oscuridad que cernía el manto nocturno. Ese, sin duda, era su aviso, el aviso de que esa fachada que tenía por piel de animal podría llegar a su fin, ese momento en que podía ser libre pero que aun así, no podía dejar de pesar en su consciencia. Su gran cuerpo estaba recostado en el suelo, a un lado de la cama que ocupaba el hombre con el que compartía hogar, con el que hace tanto tiempo que compartía techo pero que ni una palabra se había cruzado, con el cual muchas comidas vivieron juntos pero jamás comentaban al respecto; y no era porque no quisiese, vamos, si habían tenido tantas experiencias juntos como para decir que el odio era mutuo, mucho lo contrario; lo admiraba, admiraba la determinación que había visto en muy pocos humanos a lo largo de su vida, y vaya que sí había conocido mucho, mayor o menores que él, pero ninguno así. No, no era falta eso, si no que más bien el problema radicaba totalmente él, en su forma, en su apariencia, en su raza.

La última comida del día era consumida por el sujeto, ese que bien conocía pero que de revés eran desconocidos, Leónard, conocía muchas de sus manías, su comportamiento, las cosas que le gustaban y las que le hacían enfadar, incluso ya comenzaba a descifrar como mente trabajaba y razonaba para comenzar a hacérsele predecible. Pero él, él no sabía nada él, no sabía ni siquiera su nombre, de dónde venía, nada. Sentía que le mentía, sentía que todos esos cuidados que recibía bien podría desmerecerlos, que era un mediocre al no poder decir un "Gracias" después de cada comida por el simple hecho que por ley, los leones no hablan, las mascotas no puedes decir una palabra alguna. Y sí, tenía miedo, el miedo era evidentemente el que se apoderaba de él todas las veces que la idea de rebelarse como el sujeto sobrenatural que era hacia el humano se plantaba en su cabeza. ¿Quién le aseguraba que entonces nada iba a cambiar? Leónard era muy atento, cuidadoso con él y abierto, se podía pasar horas escuchándole hablar y nunca se cansaba, nunca se aburría para sólo dar media vuelta e irse o, para hacerlo más normal, tomar una siesta. Pero eso, según él, lo hacía sólo porque lo veía como un animal, un pobre león indefenso apartado de una manada que ya había emigrado hace tiempo de ese lugar y que sólo se tenían el uno al otro. ¿Quién le decía y firmaba entonces que, unas vez supiera que era un ser pensante y hablante como él, no iba a discriminarlo? ¿Que no iba a sentir miedo de él? Era un riesgo demasiado grande como para pensar en correrlo, porque así era, Giori no tenía ni la más mínima intención de apartarse de su lado por algo que perfectamente podía esconder.

Decidió entonces salir, creía que faltaba poco para que el dueño de casa fuese a descansar luego del largo día, y no esperaba que su ausencia se notara, después de todo podía pasarlo como un paseo nocturno antes de acurrucarse en alguna esquina para no estorbar, aun cuando eso no fuese cierto; pero estaba bien, se aseguraría de volver antes que el humano despertase, incluso sus horarios de sueño los tenía memorizados. Con los silenciosos y gráciles movimientos que caracterizan a un felino por más grande que éste sea, salió de casa y emprendió algo parecido a la huida, pues su andar rudo no se hizo esperar en dirección a los lugares menos visitados a esa hora, cuando la noche estaba próxima a caer y todos deseaban refugiarse en sus hogares, donde podían descansar y ser libres de la sociedad y ser como quisieran; ese, no era su caso. Sus patas lo llevaron a un lugar no muy lejano, una laguna, la había visto un par de veces en sus paseos nocturnos y era la primera vez que se atrevía a entrar en esta en soledad, visitar lugares inhóspitos, esas eran las ventajas que la noche te daba como protección de curiosos mirando. Es decir, un león suelto por allí tan cerca de París, no era muy bien visto para la seguridad de muchos; alarmistas, pensaba con grima el joven oriental.

Caminó y caminó, bordeando la inmensa porción de agua controlada que se cernía frente a él. Se acercó hasta la orilla y se miró en el reflejo, un rostro que no era humano, un gran felino era el que ahora paseaba solo por allí. Era denigrante, no poder ser cómo era por un simple prejuicio. Leónard le había dado demasiado: Comprensión, afecto, cuidados, preocupación, un hogar y alimentación, un amigo. No era quien para romper esa relación, ya tenía suficiente con el resto de la gente. Sus sentidos estaba alertas, su cola larga y delgada se meneaba de un lado a otro esparciendo su olor y marcándolo como territorio para futuras ocasiones o si el momento lo requiriera más tarde, decidiendo dejar esa culpa propia y tomar del agua en rápidas lamidas, bajando la cabeza para alcanzarle mejor y estirando un gran embestidura que no dejaba indiferentes a nadie de que, a pesar de su raza, era un felino fuerte y nada perezoso. Muy reticente se hallaba de pensar, la noche ya llegaba y con ello un momento de liberación para su cuerpo, a pesar de que no fuese la clave y no lo necesitase como condicional, era la única hora del día que creía conveniente para no ser descubierto por nadie; cualquiera que descubriese que era un hereje, lo apuntaría, atentaría contra él o peor, contra quien le hubiese acobijado y dado refugio a un "hijo del diablo". Se elevó, sacudiéndose y moviendo su gran melena como todo un animal lo hace ya sea por comezón y en su caso, pura maña, y siguió su andar hacia un lugar específico, un punto cerca de la laguna que le había indicado a sus hermanos, a sus compañeros, Soffie e Ikun, a que le esperaran.