AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Las tres hojas de la serpiente (Joris Toulalan)
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Las tres hojas de la serpiente (Joris Toulalan)
¿Qué era Éline? Éline era un ser errante que camina y anda, llora, imagina y muere. Para después volver a caminar. Y ahora, ¿qué era el señor Maspero? El señor Maspero era el guía, el lazarillo. Era su cordura y su prudencia. El señor Maspero no estaba dentro de su cabeza, si no fuera, revoloteando. Era el alma extrapolada de la demente, que también moría, imaginaba y lloraba con ella su triste suerte.
Pero, como ya hemos dicho, después de morir Éline siempre conseguía andar de nuevo. Y, ¿qué es lo que estaba haciendo ahora la enferma? Pues eso mismo, lo habéis adivinado; caminar, caminar, caminar.... __________________________________________________________________________
Pero, como ya hemos dicho, después de morir Éline siempre conseguía andar de nuevo. Y, ¿qué es lo que estaba haciendo ahora la enferma? Pues eso mismo, lo habéis adivinado; caminar, caminar, caminar.... __________________________________________________________________________
Era noche cerrada en las calles de París. La pelirroja siempre salía de noche, ¿por qué? Pues porque el Sol le daba miedo. Le quemaba los ojos, decía. Si Éline salía de día, se quedaría ciega. Así que, ella sólo se aventuraba cuando ya había caído la noche. Qué alma más insensata nuestra Éline, estaréis pensando. Quizá fuese así, pero es que la pelirroja pertenecía a las tinieblas, al igual que espíritu maligno que la poseyó y vendió más tarde al Diablo.
La enferma dobló la esquina de “La Rue Bonjuoux”, uno de los callejones más solitarios de la capital francesa. Con su vestido rasgado y sus piececillos desnudos parecía lo que era; una marginada, una paria social. Éline sentía cómo se le encogían las tripas de pura hambre. La pelirroja pensó que si se las arrancaba, ya nunca más sentiría aquel molesto rugido. Pero el señor Maspero le aconsejó que aquello no iba a funcionar porque las tripas temblaban no por hambre, si no por miedo. Y el miedo sí que no se podía arrancar. Por lo que todo aquello habría sido inútil. Éline no pudo por más que darle la razón a su sabio ruiseñor.
La callejuela olía a putrefacción, muerte y desamparo. Olía a sin dios. Éline comenzó a rebuscar en la basura detrás una pequeña tienda de alimentos. No encontró gran cosa; una botella de cristal rota, una raspa de pescado, y varios órganos animales que Éline no sabía qué eran pero a los que, de todos modos, no le hizo ascos.
Absorta en su búsqueda de comida, Éline no se dio cuenta de dos figuras se acercaban por el callejón. Eran dos hombres de clase obrera, como bien delataba sus ropas de fábrica, su cara manchada de hollín y los cigarros en sus bocas.
-Eh, qué es eso.-dijo uno de ellos, conforme se acercaban más al callejón.
-No sé, Tréville. Será otro pobre diablo que busca comida en la basura.-repuso el otro, encogiéndose de hombros.
-Que no Gérard, que no...mira.-los hombres ya casi habían llegado a donde la demente se encontraba, alumbrada tan sólo por la tibia luz de la farola.-¡Es la loca del convento! ¡Ja!
El tal Gérard miró sorprendido a su compañero y achicó los ojos para poder ver mejor. Su compañero tenía razón. Era la loca del convento. Todos por aquella zona conocían la historia de la jovencita pelirroja que se quedó loca después de ser violada. Ahora se paseaba por las calles de la ciudad pregonando que había sido corrompida por Satanás y que era su concubina.
-Está como un cencerro.-murmuró Gérard, casi con desprecio. No sabía por qué pero aquella mujer le ponía los pelos de punta. Quizá fuera su historia, o quizá fuera porque no sabía cómo iba a reaccionar la loca cuando los viera pasar por allí.
-¡Eh!, ¿por qué no nos divertimos un poco con ella?-Tréville dio unos golpecitos a su compañero a la par que le lanzaba una mirada cómplice.
-¿Qué dices? ¿Te has vuelto loco? Vámonos a nuestras casas que ya bastante hemos tenido por hoy en la fábrica.
Tréville puso los ojos en blanco. Su compañero Gérard nunca sabía divertirse. Con un aspaviento de la mano, Tréville rechazó el consejo de su amigo y se dirigió a la demente.
-¡Eh! ¡Tú! ¡loca!, ¿quieres comida? Ven, que yo tengo aquí algo para que me comas...-gritó mientras se reía.
Éline alzó la cabeza. El hombre se encontraba frente a ella moviendo la cadera como si estuviera borracho.
-¡Venga! ¡Ven, perra! ¿Qué pasa? ¿Satán te ha comido la lengua?-La pelirroja se incorporó y se acercó con pasos lentos y sigilosos al hombre que gritaba.
-¿Qué está diciendo, señor Maspero? Veo como salen serpientes de su boca, pero no sé qué sisean. ¿Hablan de mí? ¿Hablan de los pianos en las nubes?
Tréville no podía dejar de reírse estrepitosamente como sólo los borrachos se ríen-quizá él no estuviera del todo ebrio. Se acercó unos cuantos pasos más a la pelirroja. Con el cigarro en la mano. Sus ojos brillaban con el ardor del Fuego Fauto. Éline se asustó al ver esos ojos, que eran los
mismos de las arpías y las lombrices de tierra. Eran los mismos ojos que tenía el Sol cuando quería mirarla y no podía. La pelirroja huyó a esconderse entre los escombros.
-¡Ja! Mira cómo corre la rata esta. Ya verás, te vas a enterar, puta loca...
El obrero se abalanzó sobre ella. Éline intentó zafarse, pero el hombre la agarró bien fuerte por las muñecas.
-Tienes unos brazos muy bonitos.-dijo el hombre, mientras los recorría con la mirada. Tréville se humedeció los labios con la lengua, excitado ante lo que estaba a punto de hacer.
Con la punta del cigarro ardiendo, rozó todo el brazo blanquecido de Éline. Ella apretó los dientes, víctima del dolor de la quemazón. Al llegar a la muñeca, Tréville apagó el cigarro en ella. Éline gritó de dolor. Tréville reía.
-Tranquila, loca. Tengo más para encender.
Los quejidos casi susurrados de la demente violaron el silencio de las calles. Gotas, punzadas de negro, rojo y gris. La enferma se imaginó el sabor de la carne del monstruo en su boca. La sangre caliente deslizándose por dentro de su garganta.
“Mátalo. Se lo merece” gorjeó el Señor Maspero.
“Mátalo. Ensúciate. Haz que llueva del cielo. Mátalo”
Con furia contenida, el mismísimo Diablo le otorgó a Éline las fuerzas para abalanzarse sobre el obrero. La pelirroja ya no tenía control sobre ella misma; era una bestia, poseída por un espíritu infernal. Los cabellos rojos de la enferma flotaban con vehemencia y perversidad sobre su rostro, movidos por el viento. Los dedos de Éline se clavaron con saña en los ojos del hombre, hasta que los hundió hacia el fondo del cráneo. A partir de ahí, todo fue oscuro.
Sangre. Huesos. Carne. Negro. Desgarros. Alaridos lacerantes. Músculos. Entrañas. Vísceras. Lamentos. Golpes. Tripas. Órganos. Viscosidad. Crujir.
Lo que antes había sido el hombre, quedó convertido en un amasijo pegajoso de carne y huesos.
Éline alzó la vista justo para ver la cara pálida y aterrada de Gérard, el compañero de Tréville.
La demente lloraba y las lágrimas se hacían más gruesas hasta convertirse en lágrimas de sangre.
-Joder...Está...está llorando sangre. ¡Está poseída! ¡Tiene un demonio dentro!-fue lo único que acertó a pronunciar entre balbuceos, mientras salía despavorido hacia la otra dirección.
Éline se arrastró a un rincón, temblorosa, para evitar el olor a putrefacción que ya empezaba a desprenderse del cadáver. Su rostro, sus brazos, sus ropas ajadas, su pelo, sus dientes, sus labios; todo en ella estaba cubierto de sangre, hasta sus lágrimas, que no paraban de manar.
-Lo merecía, Señor Maspero...lo merecía.-repetía entre sollozos incontrolables, se hizo un ovillo y se llevó un brazo, temblando, para cubrirse el rostro, avergonzada; temía lo que había hecho. Temía de sí misma.
“Eres una puta loca, asesina, peligrosa, negra alma” Era la voz de la Víbora.
La enferma dobló la esquina de “La Rue Bonjuoux”, uno de los callejones más solitarios de la capital francesa. Con su vestido rasgado y sus piececillos desnudos parecía lo que era; una marginada, una paria social. Éline sentía cómo se le encogían las tripas de pura hambre. La pelirroja pensó que si se las arrancaba, ya nunca más sentiría aquel molesto rugido. Pero el señor Maspero le aconsejó que aquello no iba a funcionar porque las tripas temblaban no por hambre, si no por miedo. Y el miedo sí que no se podía arrancar. Por lo que todo aquello habría sido inútil. Éline no pudo por más que darle la razón a su sabio ruiseñor.
La callejuela olía a putrefacción, muerte y desamparo. Olía a sin dios. Éline comenzó a rebuscar en la basura detrás una pequeña tienda de alimentos. No encontró gran cosa; una botella de cristal rota, una raspa de pescado, y varios órganos animales que Éline no sabía qué eran pero a los que, de todos modos, no le hizo ascos.
Absorta en su búsqueda de comida, Éline no se dio cuenta de dos figuras se acercaban por el callejón. Eran dos hombres de clase obrera, como bien delataba sus ropas de fábrica, su cara manchada de hollín y los cigarros en sus bocas.
-Eh, qué es eso.-dijo uno de ellos, conforme se acercaban más al callejón.
-No sé, Tréville. Será otro pobre diablo que busca comida en la basura.-repuso el otro, encogiéndose de hombros.
-Que no Gérard, que no...mira.-los hombres ya casi habían llegado a donde la demente se encontraba, alumbrada tan sólo por la tibia luz de la farola.-¡Es la loca del convento! ¡Ja!
El tal Gérard miró sorprendido a su compañero y achicó los ojos para poder ver mejor. Su compañero tenía razón. Era la loca del convento. Todos por aquella zona conocían la historia de la jovencita pelirroja que se quedó loca después de ser violada. Ahora se paseaba por las calles de la ciudad pregonando que había sido corrompida por Satanás y que era su concubina.
-Está como un cencerro.-murmuró Gérard, casi con desprecio. No sabía por qué pero aquella mujer le ponía los pelos de punta. Quizá fuera su historia, o quizá fuera porque no sabía cómo iba a reaccionar la loca cuando los viera pasar por allí.
-¡Eh!, ¿por qué no nos divertimos un poco con ella?-Tréville dio unos golpecitos a su compañero a la par que le lanzaba una mirada cómplice.
-¿Qué dices? ¿Te has vuelto loco? Vámonos a nuestras casas que ya bastante hemos tenido por hoy en la fábrica.
Tréville puso los ojos en blanco. Su compañero Gérard nunca sabía divertirse. Con un aspaviento de la mano, Tréville rechazó el consejo de su amigo y se dirigió a la demente.
-¡Eh! ¡Tú! ¡loca!, ¿quieres comida? Ven, que yo tengo aquí algo para que me comas...-gritó mientras se reía.
Éline alzó la cabeza. El hombre se encontraba frente a ella moviendo la cadera como si estuviera borracho.
-¡Venga! ¡Ven, perra! ¿Qué pasa? ¿Satán te ha comido la lengua?-La pelirroja se incorporó y se acercó con pasos lentos y sigilosos al hombre que gritaba.
-¿Qué está diciendo, señor Maspero? Veo como salen serpientes de su boca, pero no sé qué sisean. ¿Hablan de mí? ¿Hablan de los pianos en las nubes?
Tréville no podía dejar de reírse estrepitosamente como sólo los borrachos se ríen-quizá él no estuviera del todo ebrio. Se acercó unos cuantos pasos más a la pelirroja. Con el cigarro en la mano. Sus ojos brillaban con el ardor del Fuego Fauto. Éline se asustó al ver esos ojos, que eran los
mismos de las arpías y las lombrices de tierra. Eran los mismos ojos que tenía el Sol cuando quería mirarla y no podía. La pelirroja huyó a esconderse entre los escombros.
-¡Ja! Mira cómo corre la rata esta. Ya verás, te vas a enterar, puta loca...
El obrero se abalanzó sobre ella. Éline intentó zafarse, pero el hombre la agarró bien fuerte por las muñecas.
-Tienes unos brazos muy bonitos.-dijo el hombre, mientras los recorría con la mirada. Tréville se humedeció los labios con la lengua, excitado ante lo que estaba a punto de hacer.
Con la punta del cigarro ardiendo, rozó todo el brazo blanquecido de Éline. Ella apretó los dientes, víctima del dolor de la quemazón. Al llegar a la muñeca, Tréville apagó el cigarro en ella. Éline gritó de dolor. Tréville reía.
-Tranquila, loca. Tengo más para encender.
Los quejidos casi susurrados de la demente violaron el silencio de las calles. Gotas, punzadas de negro, rojo y gris. La enferma se imaginó el sabor de la carne del monstruo en su boca. La sangre caliente deslizándose por dentro de su garganta.
“Mátalo. Se lo merece” gorjeó el Señor Maspero.
“Mátalo. Ensúciate. Haz que llueva del cielo. Mátalo”
Con furia contenida, el mismísimo Diablo le otorgó a Éline las fuerzas para abalanzarse sobre el obrero. La pelirroja ya no tenía control sobre ella misma; era una bestia, poseída por un espíritu infernal. Los cabellos rojos de la enferma flotaban con vehemencia y perversidad sobre su rostro, movidos por el viento. Los dedos de Éline se clavaron con saña en los ojos del hombre, hasta que los hundió hacia el fondo del cráneo. A partir de ahí, todo fue oscuro.
Sangre. Huesos. Carne. Negro. Desgarros. Alaridos lacerantes. Músculos. Entrañas. Vísceras. Lamentos. Golpes. Tripas. Órganos. Viscosidad. Crujir.
Lo que antes había sido el hombre, quedó convertido en un amasijo pegajoso de carne y huesos.
Éline alzó la vista justo para ver la cara pálida y aterrada de Gérard, el compañero de Tréville.
La demente lloraba y las lágrimas se hacían más gruesas hasta convertirse en lágrimas de sangre.
-Joder...Está...está llorando sangre. ¡Está poseída! ¡Tiene un demonio dentro!-fue lo único que acertó a pronunciar entre balbuceos, mientras salía despavorido hacia la otra dirección.
Éline se arrastró a un rincón, temblorosa, para evitar el olor a putrefacción que ya empezaba a desprenderse del cadáver. Su rostro, sus brazos, sus ropas ajadas, su pelo, sus dientes, sus labios; todo en ella estaba cubierto de sangre, hasta sus lágrimas, que no paraban de manar.
-Lo merecía, Señor Maspero...lo merecía.-repetía entre sollozos incontrolables, se hizo un ovillo y se llevó un brazo, temblando, para cubrirse el rostro, avergonzada; temía lo que había hecho. Temía de sí misma.
“Eres una puta loca, asesina, peligrosa, negra alma” Era la voz de la Víbora.
Éline Rimbaud- Fantasma
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Fecha de inscripción : 16/07/2010
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Re: Las tres hojas de la serpiente (Joris Toulalan)
La noche olía a muerto. París olía a muerto. A sexo, alcohol, tabaco, corrupción y putrefacción. Desde que había llegado a la capital francesa el hedor se había ido haciendo más y más insoportable. Se pegaba a sus ropas y a su piel y le acompañaba hasta su cuarto, ahogándolo.
Por eso pasaba casi todo su tiempo lejos de aquellas calles. Por eso solía buscar cobijo en el bosque, rodeado de otros lobos. Se mezclaba con ellos, cazaba con ellos y marcaba su territorio con ellos en las noches de luna llena que tanto escaseaban y que tan cortas se le hacían. Eran aquellas noches en las que se sentía libre y se fusionaba con la parte más salvaje de sí mismo. Aún podía sentir el sabor de la sangre y la piel del ciervo en su boca. A veces incluso se imaginaba que tenía pequeños trozos de carne entre los dientes, pero no estaba seguro si eran cosa del ciervo o del desayuno de aquella mañana.
Aquella noche, en cambio, no había ido al bosque. Estaba en la ciudad, perdido entre sus calles. Todavía no se había acostumbrado a moverse por la capital parisina y sus callejones, puentes, avenidas, entradas y salidas. Pero aquello no le preocupaba. Era consciente de qué había hecho y por qué.
Para ser sinceros, le había sido imposible evitar oír los rumores. Los que hablaban una loca que deambulaba por las calles de París y que afirmaba haber sido violada por Satán. E incluso para alguien como él a quién el resto de la humanidad le importaba un ardite aquello era algo digno de ver con sus propios ojos.
Y por eso estaba allí. Vestía con sus viejas ropas, remendadas de mil viajes pero limpias. Cruzado a la espalda y cubierto por la chaqueta llevaba el cuchillo de carnicero, limpio y afilado. Siempre lo llevaba consigo, y no iba a ser menos cuando se preparaba para buscar a una mujer que afirmaba haber tenido al demonio entre las piernas. Joris había visto demasiadas cosas en su vida para no temer que tal vez fuera verdad. Por eso mismo estaba allí. Quería ver si los rumores eran ciertos. Quería verlo con sus propios ojos.
El licántropo había estado deambulando por las calles durante varias horas, atento a los detalles. Se movía en silencio, pegado a la pared y tratando de no llamar demasiado la atención. A aquellas horas las calles estaban casi vacías y poco a poco iba asumiendo que todo había sido una pérdida de tiempo. Pero entonces, al doblar una esquina, los vio.
Dos hombres, que por las pintas (y el olor) debían de ser obreros. Una mujer pelirroja en el suelo, entre la basura. Joris se quedó donde estaba sin llamar la atención, preguntándose si aquella mujer sería a quién había estado buscando. No se movió cuando uno de los obreros apagó el cigarro en su piel desnuda. Tampoco hizo nada al ver que el hombre se disponía a violarla. Y se limitó a alzar una ceja al ver cómo la mujer se defendía mientras dejaba ver una pequeña sonrisa, mientras pensaba que al menos sabía defenderse.
Una vez que el otro obrero salió corriendo de allí (pasó cerca de Joris, pero no pareció reparar en él) el licántropo volvió a doblar la esquina y fue hacia la mujer. Se detuvo a un par de metros de distancia, entre el cadáver (al que no prestó atención alguna) y ella, se puso en cuclillas para poder mirarla mejor y se dedicó a observarla durante un rato en silencio. No olía a sanguijuela ni a bosque ni a brujería. A pesar de que estaba empapada de sangre y se ocultaba el rostro con el brazo Joris pudo ver que se trataba de una mujer razonablemente joven y bien parecida. Bueno, era lógico, ¿no? El diablo no se iba a dedicar a violar a viejas decrépitas.
-¿Eres tú?-preguntó de repente-. ¿Eres la loca?
No, el tacto nunca había sido una de las cualidades de Joris.
Por eso pasaba casi todo su tiempo lejos de aquellas calles. Por eso solía buscar cobijo en el bosque, rodeado de otros lobos. Se mezclaba con ellos, cazaba con ellos y marcaba su territorio con ellos en las noches de luna llena que tanto escaseaban y que tan cortas se le hacían. Eran aquellas noches en las que se sentía libre y se fusionaba con la parte más salvaje de sí mismo. Aún podía sentir el sabor de la sangre y la piel del ciervo en su boca. A veces incluso se imaginaba que tenía pequeños trozos de carne entre los dientes, pero no estaba seguro si eran cosa del ciervo o del desayuno de aquella mañana.
Aquella noche, en cambio, no había ido al bosque. Estaba en la ciudad, perdido entre sus calles. Todavía no se había acostumbrado a moverse por la capital parisina y sus callejones, puentes, avenidas, entradas y salidas. Pero aquello no le preocupaba. Era consciente de qué había hecho y por qué.
Para ser sinceros, le había sido imposible evitar oír los rumores. Los que hablaban una loca que deambulaba por las calles de París y que afirmaba haber sido violada por Satán. E incluso para alguien como él a quién el resto de la humanidad le importaba un ardite aquello era algo digno de ver con sus propios ojos.
Y por eso estaba allí. Vestía con sus viejas ropas, remendadas de mil viajes pero limpias. Cruzado a la espalda y cubierto por la chaqueta llevaba el cuchillo de carnicero, limpio y afilado. Siempre lo llevaba consigo, y no iba a ser menos cuando se preparaba para buscar a una mujer que afirmaba haber tenido al demonio entre las piernas. Joris había visto demasiadas cosas en su vida para no temer que tal vez fuera verdad. Por eso mismo estaba allí. Quería ver si los rumores eran ciertos. Quería verlo con sus propios ojos.
El licántropo había estado deambulando por las calles durante varias horas, atento a los detalles. Se movía en silencio, pegado a la pared y tratando de no llamar demasiado la atención. A aquellas horas las calles estaban casi vacías y poco a poco iba asumiendo que todo había sido una pérdida de tiempo. Pero entonces, al doblar una esquina, los vio.
Dos hombres, que por las pintas (y el olor) debían de ser obreros. Una mujer pelirroja en el suelo, entre la basura. Joris se quedó donde estaba sin llamar la atención, preguntándose si aquella mujer sería a quién había estado buscando. No se movió cuando uno de los obreros apagó el cigarro en su piel desnuda. Tampoco hizo nada al ver que el hombre se disponía a violarla. Y se limitó a alzar una ceja al ver cómo la mujer se defendía mientras dejaba ver una pequeña sonrisa, mientras pensaba que al menos sabía defenderse.
Una vez que el otro obrero salió corriendo de allí (pasó cerca de Joris, pero no pareció reparar en él) el licántropo volvió a doblar la esquina y fue hacia la mujer. Se detuvo a un par de metros de distancia, entre el cadáver (al que no prestó atención alguna) y ella, se puso en cuclillas para poder mirarla mejor y se dedicó a observarla durante un rato en silencio. No olía a sanguijuela ni a bosque ni a brujería. A pesar de que estaba empapada de sangre y se ocultaba el rostro con el brazo Joris pudo ver que se trataba de una mujer razonablemente joven y bien parecida. Bueno, era lógico, ¿no? El diablo no se iba a dedicar a violar a viejas decrépitas.
-¿Eres tú?-preguntó de repente-. ¿Eres la loca?
No, el tacto nunca había sido una de las cualidades de Joris.
Joris Toulalan- Licántropo Clase Baja
- Mensajes : 88
Fecha de inscripción : 18/09/2011
Re: Las tres hojas de la serpiente (Joris Toulalan)
Agazapada en un rincón, la pelirroja intentó desaparecer, hacerse cada vez más pequeña para que ningún otro monstruo la tocase. Pero eso no era posible en París, por mucho que Éline intentase cubrirse con la opacidad de un fantasma, la tragedia siempre acababa por encontrarla.
Cubierta con sangre humana, ya no era sólo una desarraigada, sino también una asesina. La idea se le pasó por la mente como el eco de un borracho. Perdida toda facultad para discernir e interpretar el mundo que la rodeaba, ¿qué más daba ser una asesina o una santa? Se decía que a los locos se les perdonaba todo, pero Éline sabía que tarde o temprano llegaría su castigo; en la Tierra o en el Infierno.
"¿Infierno? ¿qué Infierno? El Infierno no existe, ya estás en él"
En ese momento, el aire se llenó de otro aroma. Era una fragancia distinta a la del hierro y la depravación; ésta era más fuerte, salvaje y feroz. Era una esencia que la loca nunca había sentido antes. Le recordaba a bosques, montañas y selvas en las que nunca había estado.
El lobo apareció sorpresivamente. La demente conocía los cuentos y sabía y podía ver en ellos; eran reales, evidentes.
"Nunca te fíes del lobo" gorjeó el Señor Maspero. "Te devorará si te cree débil"
Las palabras de la bestia fueron directas y claras; tan verdaderas que Éline quiso matarlo a él también.
-¡No!-gritó de pronto la demente con el dedo apuntando al desconocido-...no vuelvas...a repetir esa palabra-una lagrimilla de desesperación se derramó por el rostro de la joven y ella se apresuró a limpiársela con la mano roja, dejando un manchurrón de sangre en la mejilla.
Muchos eran los que conocían la historia de Éline. Muchos eran los que temían la historia de Éline, y susurraban, y murmuraban o se reían. Todos la llamaban loca y perturbada. Por eso algunos con mejor corazón, la habían llevado a un sanatorio. Pero nadie, nadie nunca la creía. O al menos, nunca lo habían promulgado a viva voz; para ellos sólo era la loca, la loca Éline.
-Yo...no soy la Muerte.-continuó hablando la demente, más para ella misma que para el desconocido que tenía delante.-Yo no sesgo la vida. Yo no soy como las Empusas. ¡No soy como ellas! Díselo Señor Maspero, dile al lobo que no soy como ellas.-dijo, girando la cabeza hacia la nada y luego volteando para dirigir la mirada al hombre.
Como queriendo corroborar sus palabras, Éline se acercó al cuerpo inmóvil del obrero e intentó ocultarlo más entre el estiércol y los desechos de la basura, quizá con la creencia ingenua de que, ocultando el crimen, se libraría de la pena.
-Fue otra persona la que hizo esto; un monstruo. Pero se lo merecía...él se lo merecía.-volvió a repetir, mirando de soslayo al desconocido. La voz de la pelirroja temblaba todavía, al igual que toda ella, a causa de la conmoción. LLevó el cuerpo a rastras y empezó a cubrirlo con cualquier cosa o desperdicio para taparlo, pero todo resultaba inútil, pues el cadáver seguía siendo visible. Éline estaba cada vez más nerviosa y rompió a llorar otra vez.
Cubierta con sangre humana, ya no era sólo una desarraigada, sino también una asesina. La idea se le pasó por la mente como el eco de un borracho. Perdida toda facultad para discernir e interpretar el mundo que la rodeaba, ¿qué más daba ser una asesina o una santa? Se decía que a los locos se les perdonaba todo, pero Éline sabía que tarde o temprano llegaría su castigo; en la Tierra o en el Infierno.
"¿Infierno? ¿qué Infierno? El Infierno no existe, ya estás en él"
En ese momento, el aire se llenó de otro aroma. Era una fragancia distinta a la del hierro y la depravación; ésta era más fuerte, salvaje y feroz. Era una esencia que la loca nunca había sentido antes. Le recordaba a bosques, montañas y selvas en las que nunca había estado.
El lobo apareció sorpresivamente. La demente conocía los cuentos y sabía y podía ver en ellos; eran reales, evidentes.
"Nunca te fíes del lobo" gorjeó el Señor Maspero. "Te devorará si te cree débil"
Las palabras de la bestia fueron directas y claras; tan verdaderas que Éline quiso matarlo a él también.
-¡No!-gritó de pronto la demente con el dedo apuntando al desconocido-...no vuelvas...a repetir esa palabra-una lagrimilla de desesperación se derramó por el rostro de la joven y ella se apresuró a limpiársela con la mano roja, dejando un manchurrón de sangre en la mejilla.
Muchos eran los que conocían la historia de Éline. Muchos eran los que temían la historia de Éline, y susurraban, y murmuraban o se reían. Todos la llamaban loca y perturbada. Por eso algunos con mejor corazón, la habían llevado a un sanatorio. Pero nadie, nadie nunca la creía. O al menos, nunca lo habían promulgado a viva voz; para ellos sólo era la loca, la loca Éline.
-Yo...no soy la Muerte.-continuó hablando la demente, más para ella misma que para el desconocido que tenía delante.-Yo no sesgo la vida. Yo no soy como las Empusas. ¡No soy como ellas! Díselo Señor Maspero, dile al lobo que no soy como ellas.-dijo, girando la cabeza hacia la nada y luego volteando para dirigir la mirada al hombre.
Como queriendo corroborar sus palabras, Éline se acercó al cuerpo inmóvil del obrero e intentó ocultarlo más entre el estiércol y los desechos de la basura, quizá con la creencia ingenua de que, ocultando el crimen, se libraría de la pena.
-Fue otra persona la que hizo esto; un monstruo. Pero se lo merecía...él se lo merecía.-volvió a repetir, mirando de soslayo al desconocido. La voz de la pelirroja temblaba todavía, al igual que toda ella, a causa de la conmoción. LLevó el cuerpo a rastras y empezó a cubrirlo con cualquier cosa o desperdicio para taparlo, pero todo resultaba inútil, pues el cadáver seguía siendo visible. Éline estaba cada vez más nerviosa y rompió a llorar otra vez.
Éline Rimbaud- Fantasma
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