Donde quiera que estés, tú eres mi hogar y yo soy el tuyo.

Todos tenemos un lugar al que llamamos hogar. El mío, que surgió de los lugares mas recónditos de mi mente, a partir ideas que jamás hubiese imaginado que albergaba, fué construído no hace mucho. Y aunque siempre deseé vivir en una casa con una gran historia detrás de sus puertas, supe que detrás de los muros de mi mansión, podía comenzar a escribir la mía propia. El afamado arquitecto Charles Derek Green, viejo amigo de la familia, se empeñó en construir mis ideas con madera, piedra y cemento, tal cual se dibujaban en mi mente. Muchos meses duró la construcción, pero día a día veía como mi proyecto se volvía realidad, lenta pero majestuosamente. Y cuando por fin la terminaron, se alzaba como un monstruo de roca en el centro de París, en el corazón mismo de Francia.

Hice varios viajes a Inglaterra e Italia, donde puse mucho dinero a disposición de los artesanos mas talentosos, ordenándoles trabajar en la mejor madera para tener el mobiliario que una casa como aquella merecía.
Compre las pinturas más hermosas, los tapices más coloridos, las lámparas más adornadas con oro y piedras brillantes, las alfombras más grandes y caras que los mercaderes traían directo desde lugares lejanos y extravagantes.

Pero una de las obras maestras, a decir verdad, mi favorita, fué la impresionante escalera que mandé construir en el medio del hall. De puro mármol blanco, una ancha escalinata que se bifurca poco después de comenzar y se alza magnífica, enmarcadas de bellos vitrales de colores que reencarnaban algunos personajes de mi vida, entre miles de flores. Iluminada desde lo alto por una araña de cristal y plata.

En total 15 habitaciones, entre ellas una gran biblioteca, 6 baños, y varios dormitorios donde saciar los mas desenfrenados impulsos. La sala principal es la perfecta combinación de los ostentoso y lo excéntrico, sin apartarse del buen gusto. Una estufa de leña enorme ruge empotrada en una de las paredes empapeladas en beige. Los sillones, amplios y mullidos, tapizados de terciopelo rojo y bordados en dorado, la rodean, como impidiendo que escape. Allí y acá hay grandes esculturas de mármol, pinturas y las alfombras flotan sobre un suelo de madera perfectamente lustrado. Grandes ventanales se abren hacia el jardín del fondo, encuadradas por cortinas beige y doradas que llegan hasta el suelo en grandes dobleces. Jarrones de porcelana contienen la verde vitalidad de los helechos y las orquídeas que han viajado miles de kilómetros para dar el último toque de frescura al magnífico lugar. Hay una habitación, en particular, en la segunda planta, revestida toda en madera oscura de roble, donde recuerdo mi infancia. Decorada de la misma forma que el comedor de mi vieja finca en Chambery, suelos de baldosa y gruesos tirantes de madera a la vista en el techo. La visito cuando deseo encontrarme con el pasado.

Mi dormitorio fue el último rincón de la casona que mande decorar. Elegí para el, los mismos tonos que para la sala principal. Rojo, dorado y beige. Amplio y luminoso, repleto de ventanas y muebles robustos pero que conservan la delicadeza necesaria para el cuarto de una dama. Mi lecho es el de una princesa. Una cabecera, también de madera, pero tapizada con seda y oro me vigila altiva mientras sueño, y ha visto noche tras noche pasar por ahí a mis amantes y todos mis llantos y penas.

Creo que esta pequeña descripción no le hace justicia a una casa tan hermosa. Sin embargo, es lo mejor que puedo dar, de momento. Solo sé, que estará allí, en esa misma calle, bajo los mismos faroles y protegida por los añosos árboles cuando yo ya no esté en los círculos del mundo.