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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Malkea Ruokh Sáb Dic 24, 2011 8:35 am

El alarido resonó por todo el Hôtel. Era agudo, pero gutural, de forma que, con la suficiente cercanía, se pudiera notar el desgarrante vibrar de las cuerdas vocales al expelerlo. Después un jadeo, fuerte, que iba disminuyendo y calmándose, alternado con un tragar de saliva, antes de volver a convertirse en un sonido similar al anterior, aunque con una potencia menor, roto, desgañitado por lo cansada e irritada que se encontraba la garganta. Y luego, un inquieto silencio que no duró más que unos segundos antes del tercer grito, éste reprimido contra el cojín que debía servir al reposo del que el propietario del lecho hacía varias semanas que se había visto privado correctamente.

El rostro del aquitano volvió a ser visible nuevamente a cualquiera de los espíritus que le atormentaban aquella noche. Le susurraban nombres, palabras, críticas y situaciones que él era consciente que no eran más que falacias, ilusiones y alucinaciones. Su mirada se perdió en la extensión de la habitación, mirando sin ver lo barroco de su decoración, los muebles en el suelo y los cortinajes a medio desprender a consecuencia de un pasajero episodio de su omnipresente locura. No, sabía que los fantasmas no se aparecían de aquel modo, él que había tratado tantas veces con ellos, sino que esos sólo eran recuerdos del pasado, alterados por un subconsciente cansado de tanta decepción y tanta desesperación, un subconsciente atenazado por el peso de tantos miedos acumulados y guardados en secreto. Sus mano izquierda partió, temblorosa, hacia su mejilla a intentar paliar el picor que, pese a estar anteriormente presente, repentinamente había empezado a molestarle. Sin que eso supusiera un variar en sus pupilas, la textura que se encontró fue curiosamente rugosa, desprendiéndose al rascar. Tardó un instante en alarmarse por la caída de su piel y dos más en tranquilizarse al recordar el origen de aquello. Sangre; sangre reseca de la noche anterior; sangre ajena de uno de los cuerpos inertes que yacían en diversos puntos de la habitación, a su derecha. Eran tres: el primero, sobre el que posaba la vista, el de un varón rubio de bronceada piel a medio caer desde el sofá y la mirada parda perdida; el segundo, una fémina de semejantes cabellos y estatura menor, sobre el piano cuya superficie su contacto enrojecía; y el tercero, propietario de las manchas en la piel del brujo, una muchacha pelirroja y de pálida tez surcada obscenamente de lunares, que apenas debía llegar a los diecisiete años, de espaldas sobre la alfombra, junto a la cama de la que había sido empujado la noche anterior. El nigromante suspiró, intentando liberar el peso en el pecho que volvió a invadirle a continuación.

Aurélien no había planeado aquello, al menos no su parte consciente o parcialmente cuerda, aunque tampoco la mayoría de sus acciones durante el último periodo lo habían sido. Todo había ido de mal en peor desde que fracasara en resucitar a Étienne. Ver su rostro idénticamente a como lo recordaba sobre los rasgos transformados del parisino secuestrado y envenenado para el proceso había sido un golpe demasiado fuerte para él. Donde debiera de haber habido vida, sólo quedaba una cérea expresión callada, sin responder a la llamada que él había estado efectuando. Nunca logró entender el porqué del revés y dudaba que alguna vez llegase a averiguarlo. Desde entonces, sus pesadillas no habían hecho más que aumentar, pero aquello sólo sería un preludio para lo que estaba a punto de venirse sobre él. Los celos de Zeth, el desprecio de la contestación del francés y la forzosa y deseada partida del hispano le habían dejado sin su único apoyo real. Pocos días tardaron en comenzar las atormentantes visiones, algo que la noticia que haría una semana y media que había recibido no haría más que empeorar. Tras un desmayo, causa de un paro cardíaco, el doctor que Anna había hecho llamar dictaminó que el joven muchacho sufría una cruenta enfermedad pulmonar cuyo nombre no recordaba él; había pocas esperanzas. A partir de ese momento, ni siquiera la checa había podido controlarle.

Pese a sus fuertes ataques de tos, cada vez más fuertes y frecuentes, había salido de casa en un intento de satisfacer sus bajas necesidades y de intentar, a través del placer, calmar su revuelto interior. Contrató a aquel prostituto de pelo rizado en una calle no muy alejada, al cual sedujo con una más que decente cantidad de dinero, a cambio de que cumpliese una de las máximas fantasías del muchacho, si no la mayor, de la cual no disfrutaba desde antes de su llegada a París. Sobre el sofá había abierto las muñecas del muchacho y había bebido de su sangre; aquello no era meramente una enfermedad sexual de su mente, sino que, para él, contenía un significado profundo, casi sacro, tan intenso que no sentía necesario adivinar. No le importaba si el efebo estaba enfermo y llegaba a contagiarle, pues, de igual manera, él ya estaba sentenciado a muerte. A la media hora del inicio del encuentro, las fuerzas habían empezado a abandonar al herido y sus movimientos comenzaron a hacerse torpes; sin embargo, el brujo no cesó, ni tan poco pudo hacerlo, sino que, en un arrebato de furia, encrudeció sus embestidas, las cuales no acabaron ni cuando el otro perdió la consciencia. Al eyacular, abandonó el cuerpo sin vida del otro, antes de dirigirse a la cama, pudiendo conciliar el sueño del cansancio. Dos noches después, volvió a salir a la calle en busca de una nueva víctima a la que llevó a la misma estancia, para susto y temor de la otra. Esos sentimientos valieron hacer surgir la precaución en el muchacho, lo cual llevó al degollamiento de ésta. Él, senil, no tuvo reparos y fornicó con el cadáver buscando saciarse más interior que físicamente. El último asesinato siguió el mismo procedimiento que aquel.

Y allí se encontraba, rodeado de sus últimos crímenes, y del color carmesí que configuraba la nueva y grotesca ornamentación. El muchacho no se horrorizaba por sus propias atrocidades, pues ni pensar en ello se permitía, temeroso que aquella culpa le robara el poco juicio que le quedaba, como estaba convencido que sucedería. Aurélien era consciente de que debía hacer algo al respecto, y pronto, pues los cuerpos no tardarían en descomponerse propiamente y, por mucho que estuviese acostumbrado al nauseabundo olor de la carne putrefacta, no consideraba que ésta le acosara en todo momento, incluso en sus supuestas horas de descanso, fuese una buena idea teniendo en cuenta su estado general. Y, a pesar de aquello, tampoco hacía nada.

En un arrebato de fuerza de voluntad, dudosamente propia, se desprendió de las sábanas, liberando su escuálido cuerpo, pálido, como la piel de los muertos con los que trabajaba, y lampiño. Posando la piel en el suelo, salvó el obstáculo que suponía la taheña y se dirigió, completamente desnudo, al corredor. Al salir, el frío lo azotó violentamente. La diferencia de temperatura era evidente entre un cuarto habitado y las estancias donde la legítima estación reinante se hacía presente, pero el otro ni se inmutó, llevado por una misión cuya motivación se había olvidado; sólo sabía que debía recuperar sus ropajes y en ello estaba, dirigiéndose a las escaleras para buscar las mismas prendas que había usado la noche anterior, incapaz de recordar el camino al guardarropa, más sencillo, o que, sencillamente, tuviese más ropa.

- No. No, prioridades – el pianista se detuvo en seco para reprenderse a sí mismo. Girando bruscamente para cambiar de dirección y abrir una puerta no muy lejana, la cual chirrió al girar sobre sus goznes, dejando ver los tonos pastel de un aseo. Lo primero era asearse, quitarse toda esa mugre que le cubría, delatándole al mundo exterior sus acciones, de momento no sospechadas por nadie, que él tuviera conocimiento. Sin embargo, omitió la bañera y se dirigió a la pila, que contenía agua estancada desde hacía dos días. No le importó e introdujo sus manos en ella para humedecer su rostro, devolviendo la sangre al estado líquido para, después, limpiarla y secarse con la toalla. Después, dejó que su reflejo le devolviese la mirada y le analizase, así como también le examinaba a él. La mirada cansada, eso era lo más remarcable de sus facciones, delatada por las marcadas ojeras, que se habían acentuado muy lentamente con el paso de los meses hasta el punto de aparentar ser permanentes. Nada más que mentar. Intentó peinarse con sus manos antes de regresar a la búsqueda de su vestimenta, sin preocuparse por devolver la blancura al resto de su superficie.

”El salón” se repitió interiormente, siendo suficiente para él entenderse y discernir El salón de todos los demás. Su ritmo era lento, parsimonioso, pero casi ineludible, terminando por dejar atrás aquellas escaleras para adentrarse en la estancia indicada. Todo estaba en orden salvo la ropa de la ramera junto a la que venía a recoger, ambas mezcladas por las prisas. Haciendo caso omiso de las prendas de la fémina, fue recogiendo la suya, en orden, y vistiéndose como buenamente pudo. No hubo grandes fallos, salvo las evidentes arrugas, la falta de corbata o pajarita, la camisa a medio salírsele y el cuello de la misma desabrochado; eso sí, el cuarto de hora que le llevó atarse el calzado tuvo buenos resultados. Con aquel desaliñado aspecto, recogió su abrigo y salió a la calle, cerrando la puerta de un golpe y dejando la casa vacía. Luego, se paró en seco.

¿A dónde se suponía que se dirigía? ¿Tenía algún plan o sólo quería caminar? No, hacía demasiado que él no divagaba sin rumbo, en aquellos paseos que sus congéneres tantas veces disfrutaban, un placer que no compartía. Pero, entonces, ¿dónde? ¿Cuál era su destino? El muchacho caviló, quieto, con la cabeza gacha e ignorando a los viandantes que se le quedaban mirando. Le costó varios minutos recuperar el raciocinio que le permitiera descubrir sus intenciones.

- Ah. El burdel – su tono, carente de expresión alguna, salvo la comprensión, fue lanzado al aire de golpe, como consecuencia directa de sus pensamientos. Sin reparar en si alguien había reparado en sus palabras, comenzó a andar, nuevamente valiendo su pensamiento para deducir para sí mismo a qué prostíbulo se refería. Su caminar y divagar, nuevamente, fue lento, como si el tiempo no pasara para él o, como si éste, no tuviese la mínima importancia. ¿Qué importaba, verdad? La muerte iba a acudir igualmente a su puerta y si tenía pensado evitar que llegara a la casa de putas lo iba a hacer de igual manera, se diese la prisa que se diese. Aquella era la simple personalidad que invadía al chico en aquel instante, una de las varias que había desarrollado a lo largo de su vida, en especial en aquel último mes.

La gelidez del viento hacía a la gente abrigarse y andar con cuidado, a causa de lo resbaladizo del suelo, cubierto por una fina capa de hielo, pero el aquitano no hacía caso a precauciones, y andaba con normalidad, lo cual le valió dos intentos de caída y otro par de ocasiones en las que acabó perdiendo el equilibrio, haciendo que la sucia nieve de la calzada quedase sobre su pelo, la cual se derretiría, humedeciéndole el cabello. Las calles pasaron a sus lados, así como el vaho que surgía de sus labios, sin saber cuál de los dos lo hacía con mayor rapidez. Como no prestaba atención a su alrededor, sólo a sus caóticos pensamientos y a un camino que seguía casi por instinto, tampoco recordaba nada que fuese digno de mención o de recordar, por lo que aquel trayecto nunca quedó grabado en su memoria, salvo retazos. Al cabo de un tiempo indefinido, parpadeó, dándose cuenta de que se encontraba, por fin, frente al lupanar. Incrédulo por un instante e, indeciso por los siguientes, tardó en entrar, dando la sensación de ser un vergonzoso primerizo, ambas cualidades de las que carecía.

¿Y ahora? Aurélien Fournier, antes Jean Desmarais, miró a ambos lados, perdiendo unos instantes la mirada en los salones que se extendían a ambos lados del vestíbulo. En una rápida mirada, su subconsciente creyó reconocer a alguna prostituta de allí, pero no tuvo tiempo de una segunda ojeada pues, sin mayor dilación, se lanzó hacia las escaleras, ascendiendo una a una, con parsimonia, casi como si el mero hecho de hacerlo le deleitase hasta el placer. Sonrió, torcidamente sonrió mientras su labor le llevaba al largo pasillo que le resultaba conocido. No había problemas con aquello, era un aficionado a saciar sus necesidades físicas con aquellos que se prestaban para cumplir dicho servicio. Sin embargo, su expresión le delató cuando vio una puerta que se le hacía terriblemente conocida. También le costó varios instantes en percatar el origen de la perturbación.

Así que aquel era el motivo de su incursión. Al parecer, sus instintos habían deducido el siguiente paso a seguir antes incluso que él. El brujo apretó los labios y tragó saliva para intentar calmar sentimientos que ni él alcanzaba a poner nombre. Perdió la mirada antes de resoplar y encaminarse a la pared, pegando la espalda junto a ésta y dejándose deslizar hasta sentarse en el suelo, junto a aquella entrada. ”Espero a Zeth Kouzounis” hubiera respondido a cualquiera que inquiriera sobre su ocupación; sin embargo, nadie preguntó.





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Mensaje por Zeth Kouzounis Jue Ene 19, 2012 10:37 pm

Murmullos. El murmullo principal carecía de un timbre propio, de una voz distintiva y de palabras envidiables, eran borradas por monosílabos apenas reconocibles para la lengua europea, y su voz distorsionada, su lengua muy cansada bajo los efectos del alcohol para moverse lo suficiente y pronunciar debidamente; sin embargo, no hacía falta. Risas. Demasiado escandalosas como para ser tolerables si no eres de los que las está compartiendo o quien las crea. No comprendía si era la gracia de ellos, el hombre con jovencitas que bien por edad podrían ser sus hijas, por una broma interna o lo patéticos que lucían para cualquier par de ojos ajenos como eran los del latino, a escasos dos banquillos de la barra de la propia fiesta montada y sin opción de moverse o evitarlo. Y es que a donde mirara, el panorama era el mismo. Alcohol, sexo, roces, risas, miradas, sexo nuevamente, melenas entrelazadas como dedos anhelantes, y de nuevo los roces. ¿Podía esperar algo mejor del agujero de lujuria que era esa antigua edificación que nuevamente debía llamar como su hogar? La chillosa pero grave carcajada del hombre entrado en años y canas le respondió. No.

Cualquiera pensaría que estar en soledad justo en el punto de mayor movimiento, de entretenimiento no exactamente sano y dejarse bañar por felicidad pasajera que él no podría gozar era demasiado mortificante, o en el peor de los casos, victimario. Sencillo era decir que fuese así, pero ese ambiente lo elegía al silencio y penumbras que reinaría en su "alcoba", que además de evidenciar su mal humor, harían mella en su cabeza con recuerdos y emociones que ni luces daban de repetirse. No era necesario mirarlo demasiado, con los suspiros que exhalaba con prácticamente inexistentes segundos de intervalo y la mirada perdida en el suave líquido burdeo en la copa estratégicamente puesta entre sus codos, daba la imagen perfecta de soledad, la cual muchos, y muchas, vienen a saciar por minutos o quizás horas justamente a ese lugar. Pero ¿Y qué pasaba con los que eran encargados de opacar ese sentimiento por placer?

Un dulce aroma llegó a él, destacaba mucho por encima del resto de los olores que despedía el licor y los hombres y mujeres allí. Penetraba fielmente su fosas nasales pero ningún recuerdo hacía conexión en su materia gris; el sonar de tacones, quizás altos, botines, que se detuvieron a su lado, y la fina sombra creada por la lámpara fogosa a un costado cubriendo mitad de su cuerpo, le daban el epicentro del aroma.- Muchacho -la suave voz que caracteriza a las mujeres entrada en los treinta, habló a su lado.- ¿Crees poder cambiar esa insignificante dosis de alcohol por un tiempo a solas entre tú y yo? -fue entonces que sus orbes oliva retiraron su punto fijo en la copa de cristal y se medio giró, tomándole atención visual a la mujer que le sonreía a gusto pero no menos interesada. Labios gruesos y tentativos, cabellos de caidel tormentoso de un negro azabache que contrastaba tan bien con sus ojos color miel y su piel albina; una presencia aristocrática que más allá de notarse en sus ropajes y en su desplante para hablar y pararse, lo demostraba la seguridad con la que le observaba. Una olfateada más: el olor provenía de ella.- Me temo será imposible, tengo otros planes en mente que no la incluyen, señorita -allí estaba, su más reciente pero oportuna mentira para esquivar cualquier alusión a "trabajo", acompañada de una fiel y pequeña sonrisa para alivianar el rechazo. Zeth no era de los que mentían con frecuencia, se le daba tan mal que sus fallidos intentos año con año dejaban claro que no era ni por error su fuerte, caracterizándose así por su sinceridad y directo comentar más por obligación que de nacerle propiamente tal.

No obstante, eso y otras cosas más habían cambiado en él, y todos por la misma razón. El dinero no le sobraba, ni siquiera le alcanzaba justo para subsistir con una dieta balanceada; no había perdido peso ni estaba hambriento sólo gracias a que llevaba una estricta vida de comer a las justas y lo que cayese, el resto era gracias a sus genes y la suerte que del todo no le abandonaba. ¿Desde cuándo? ¿Desde cuándo dejó ir oportunidades de pago? ¿Desde cuándo le importaba ahora con quién se metía y a quién complacía? ¿Desde cuándo se daba el lujo de elegir a sus clientes, que desde los últimos días habían sido cero?.- Comprendo. Es una lástima, tendré que usar mi terquedad con otra persona más dispuesta y libre-dijo ella con encantador tacto para alguien rechazado, que en un girar sobre su propio eje, desapareció entre la corriente de personas que por poco olvida que existían en el salón.- Terquedad... -repitió con anhelo ya de nuevo en solitario. Ah, sí, la terquedad... Había sido culpa de ella, culpa de ella desde que conoció a la personificación de dicha cualidad. Tantos errores juntos unos tras otros pero que le dio momentos hermosos inolvidables y sin reiteración pronta; tantos recuerdos que abarrotaban su mente sin piedad alguna, tantas palabras que no podía destinar a nadie más sino a él. Condenado brujo.

Volvió a su soledad. Todo desde aquel enfrentamiento había sido así, desde aquel fatídico momento en que todo lo malo que tiene como cualidades actuaron y le impulsaron a desencadenar su separación fortuita. Adoraría tanto ahora tener más control de sus acciones. Envidiaba tanto a Crono en éstos momentos, quien junto al resto de los dioses en su mente se mofaban de no poder remediar las cosas retrocediendo el tiempo. Arrepentimiento y penurias que ahora no le funcionaban para nada sino hacer más evidente su culpa sin poder ser expedida. ¿Cómo se encontraría Aurélien ahora? ¿Su garganta habría sanado de una vez y ya? Recordaba bien el estruendo de su tos y el orgullo que le invadía cuando pronunciaba un "Estoy bien" mientras casi se ahogaba por retener la contracción involuntaria de su diafragma. Melancólicos recuerdos para un melancólico momento, pero marcados por una pequeña sonrisa con demasiados significados, pero que nadie se tomó el momento de interpretar; ni siquiera él mismo.

La noche y las horas transcurrían con cero variaciones. Zeth había perdido la cuenta del número de clientes que entraban y salían del lugar, mismo número que equivalía a la cantidad de veces que la puerta dejaba entrar el congelante aire de las calles y rozaban su espalda, causándole una rápida remecida en su lugar siendo su banquillo el más próximo a la puerta de la barra. Frío que sería bien combatido con un abrigo que él no tenía, y que rápidamente heló todo su cuerpo y piel notorialmente. Se hizo de la copa con dos de sus dedos y de un jalón el líquido pasó por su garganta hacia su organismo, terminando así de golpe su primera copa, y su última aquel día. La depositó luego en su anterior lugar, el cantinero de turno no tardaría en retirarla al ver su ausencia, por ahora lo único que deseaba era ir a su pequeño cuarto. Estaba cansado, cansado de no hacer nada, y además allí la corriente de aire no era suficiente para helarle con lo pequeño que era el espacio a abrir de su ventana. Acto seguido, el castaño muchacho se levantó de su lecho y acomodó el banquillo en su lugar para ser más prolijo de acuerdo al resto; simple acto para retrasar su caminar, evidentemente. Caminar que fue algo enrevesado, pues el trayecto, a pesar de no ser largo, era un campo minado de borrachos que hacían todo lo nítidamente posible para recibir atención aún cuando eso los degradara cada vez más en cuanto a su imagen. ¿Esos mismos hombres y mujeres luego se pavoneaban en las avenidas gracias a su suertudo estatus social?. Jamás lo comprendería. Él, que sin problema deambulaba con las delgadas, escasas y sucias ropas que lograba costear, al menos tenía más criterio incluso borracho que ellos. ¿Le habrá molestado a Aurélien la forma en que vestía en algún momento?. "Bien, es suficiente Zeth -pensaba el joven.- deja de intentar amoldarte a alguien que no volverás a ver" Su mental reclamo fue fuerte, pronunciado con ese característico y gracioso, para él, acento que los de su país tenían al hablar su idioma nativo.

Arrastrando los pies y levantándolos lo suficiente para no golpear los escalones e irse de bruces subía la escalera a la segunda planta. A cada paso el ruido de las risas y festejos descendía, pero con ello, sonidos más diferentes llegaban a él, "íntimos" por decirlo de alguna manera más suave y no definir de plano gemidos ajenos. Maldecía en esos momentos que algunos de sus compañeros, también residentes en el burdel, ocuparan sus habitaciones para trabajar que ni de tan buena calidad eran que las paredes sólo servían de división visual la mayoría de las veces. Llegó por fin a su destino, colocando el primer pie que retiró al instante, pareciese que por el piso una gran cantidad de voltios recorrieran de lado a lado o bien hubiese pisado algo punzante. Pero no fue un algo que le hizo retroceder y esconderse contra la pared como si de un ladrón se tratase: fue un alguien. "Por favor, no me digan que mi necesidad ya trae fantasmas de locura a mis ojos" pensaba con mitad ironía, mitad ruego. Asomando apenas uno de sus ojos lo suficiente para visualizar bien allí lo vio, el causante de su desasosiego actual y pasado se encontraba de lo más cómodo, aparentemente, en el frío suelo de madera, ¡Y más encima junto a su habitación!. "Si es una coincidencia, que lluevan mandocas" la ironía volvió a atacar sus pensamientos.

A simple vista, el joven brujo no se había percatado de su momentánea aparición, su mirada fija en la pared contraria a la que aguantaba su espalda pero que lucía endemoniadamente perdida, no parecía fijar ningún punto o tal vez era una ilusión por la distancia entre ambos: el caso es que Aurélien, según su criterio, no lucía muy bien. No es que luciera molido ni abatido, la palabra que le rondaba era deteriorado, y la gris nieve que se mezcló con suciedad perdiendo su pura tonailidad, ahora cubriendo su abrigo y cabello, no ayudaban en lo más mínimo. "No hace mucho dejó de nevar -allí de nuevo él con sus cavilaciones.- Tuvo que haberse caído. ¿En qué estaba pensado?" Absorto Zeth ahora, se tomó el tiempo de contemplarlo en silencio, pero que realmente fueron sólo segundos en el tiempo cotidiano y compartido.- ¿Zeth? -un susurro y un toque a su hombro le causó histeria, de esas colectivas pero ahora personal, lanzando un pequeño alarido de susto, girándose de inmediato para ver a la rubia chica que le miraba tanto o incluso más asustada que él por su reacción.- Hombre, ¿Qué pasa contigo? Actúas como si en algo indebido te hubiese encontrado. Hazte a un lado, alguien me espera allá arriba -la muchacha cambiaba rápidamente su tono de voz: primero fue suave, taciturno, pasando a uno de burla y finalizando con una demandante orden.

La cabeza del muchacho, aún contrariada por su interrupción abrupta y a la vez preocupada de si su alarido fue oído por el joven a escasos metros de allí, comenzó a suponer demasiado rápido. "¿Me habré vuelto demasiado iluso? Puede que aguarde a por alguien más" Celos. Oh, irremediables celos, envolvieron su agitado corazón emocional que por poco no supo controlar, y, sabiendo que parte de su agonía se había causado por ellos, supo cómo contenerlos antes de que afloraran, asombrando incluso a si mismo.- No... no es nada, discúlpame -susurró para disculparse e inclinar la cabeza ligeramente. Sin omitir mayor conversación, se hizo a un lado como se le había pedido/ordenado, lo máximo que el pequeño espacio de esa escalinata se lo permitía y apoyando la espalda contra la muralla desgastada, la muchacha pasó junto a él y acabó de presentarse en la planta alta, dejando al latino volver a su improvisada actitud de espía. Un, dos, tres, cuatro pasos. La mujer de robusta figura avanzaba por el pasillo, pero sólo le dedicó una rápida mirada al oscuro bulto que era el cuerpo de Fournier antes de dejarlo atrás y entrar en una contigua habitación. ¡Esa espera iba a matarlo! Ni ganas ni deseos tenía de quedarse allí hasta encontrarse con la compañía que él desease ser. Se irguió y avanzó.

El plan era sencillo, caminaría como si la guardia real estuviese pisando su sombra y entraría en su habitación sin una palabra cruzada, ninguna mirada perdida: nada. Era más simple eso que iniciar una nueva discusión con Aurélien, o, en su defecto, recibir alguna mirada de disconformidad por su existencia. Aún no sabía cuál de esas opciones le dolería más. Pero la verdad era que, aún en una ínfima parte, deseaba ser esa persona que buscaba el pianista. Su mirada fija en sus pies avanzando parsimónico, sus hombros abajo y rectos pero su cabeza bastante inclinada, sus brazos que intentaban mantenerse a los costados de su tronco: nada congeniaba en su caminar, que continuó hasta dar de frente con "su" puerta. Su mano se alzó rauda al pomo y allí se quedó, pomo que nunca fue girado gracias a una simple mirada por el rabillo de su ojos al mayor en el suelo. Seguía absorto, increíble. Su curiosidad, su preocupación, su impulsivo razonar y, ¿Por qué no?, su estupidez, confabularon en su contra.- ¿Aure? -llamó en ese diminutivo a su nombre aunque sin el permiso para tutearle, creía él. "¡¿Por qué no puedes ni seguir tus propios planes?! ¿Si no lo haces, quién?" Su subconsciente ya lo estaba regañando y tirando de las mechas, figuradamente, para dar marcha atrás a sus ideales y entrar en su cuarto.

En cambio, su mano se desprendió de la puerta y su cuerpo tomó un pequeño giro para quedar más de frente al muchacho. No obstante, estaba nervioso, en demasía, además de que su pecho parecía oprimirse y luego expandirse sin su consentimiento, jugando con su pulso que se disparaba y luego se normalizaba. ¿Qué iba a decirle en el caso de que le tomara en cuenta, o bien, le permitiese hablar? Se estaba poniendo rápidamente en los peores escenarios para así afrontar lo que fuese. Tanto que había ensayado para tranquilizarse y actuar con naturalidad en el dado caso que se volviesen a ver, le servía de poco y nada en éste momento, borrándose de su mente todo lo que había planeado.


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Mensaje por Malkea Ruokh Lun Feb 06, 2012 1:50 pm

Tic; tac. Tic; tac. En su mente resonaba el impreciso devenir del tiempo, imparable, pero imperceptible, indefinible, incontable, tan sólo en un suceder que encaminaba hacia a ningún lugar, pero que arrastraba irremediablemente con él a aquellos seres que, sí, eran perecederos. Esperaba con la mirada fija al frente, en la pared o en el suelo, sin siquiera poder percatarse del cambio de lugar de sus pupilas, pues, aunque abiertas, parecían opacas, casi carentes de vida, sin pretender en ningún instante recibir estímulo alguno, pues ninguno de los estímulos que llegaban a ellas era alguno de los esperados. El brujo aún se encontraba en ese estado de somnolencia, dejado casi por completo a los deseos del propio subconsciente que le había llevado hasta allí pues, ¿qué más podía hacer? ¿Levantarse y retirarse del lugar? No, había una parte de él que le impedía ver aquello como una opción factible, anclándole al entarimado de madera y privándole de fuerzas o voluntad.

Ruidos enturbiados, risas, vocerío, exagerados gemidos, toda una amalgama de sonidos que se entremezclaban, combatían y se fusionaban para llegar a su oído y, al final, convertirse en nada. Banalidad, inutilidad, decrepitud, una fugacidad que convertía a cada acción en efímera, un sinsentido que se sumaba al siguiente. La indiferencia, el escepticismo, en definitiva, una apatía generalizada se había apoderado de él de forma irremediable. Se había convertido en un ente independiente, libre, pero solo, como había siempre querido y como, de alguna manera, no quería dejar de estar; no se arrepentía de sus pecados, pues era de la única forma que estaba dispuesto a vivir y la forma en la que la vida le había enseñado a subsistir, sólo que, en ocasiones, el precio era extremado a pagar, pese a que su consciente jamás admitiría dicho pensamiento.

Y allí estaba, tirado como si el alma hubiera abandonado su cuerpo, como si esperara a que el sino hiciera con él cualquier menester que desease. Si bien no era eso del todo cierto, tampoco, en esos instantes, tenía en sus manos el futuro próximo a escribir en su historia. Y así, ¿qué era lo que aquella mente cavilaba? La respuesta correcta posiblemente fuera nada salvo un leve rumor, una especie de bordón de zanfoña que se negaba a dejar de vibrar, produciendo esa imperecedera e invariable nota distendiéndose en el tiempo. Pero, aparte de aquello, la ausencia de reflexión era lo que le dominaba, algo peligroso, pues constituía una de las principales debilidades que su enajenación utilizaba a su favor para aprovecharse y alimentarse, tomando el control de sus decisiones y su personalidad que, en ciertos momentos, cambiaba tanto que pudiera parecer que no era el mismo muchacho el que se presentaba, sino una copia exacta del mismo en cuanto a físico, pero con un genio totalmente diferente.

Tanta lucha acallada, oculta tras una máscara de autosuficiencia, había dado unos nulos resultados que se encajaban en un periodo de tiempo que no era el más propicio para él. Duros golpes y malas decisiones habían acabado por precipitarle a un estado de baja voluntad en el que el subconsciente había tomado el control de su cuerpo la mayor parte del tiempo. Demente para algunos, pero visceral y puro para sí, porque no había nada más natural que los instintos, por muy amorales que aquellos resultasen ser. La necesidad sexual, el asombro por el misterio de la vida y un rencor combinado con ira habían sido los principales ingredientes de sus largos primeros instantes, sólo para, ahora, dar paso a un nuevo periodo que se abría cual grito de auxilio de una parte de sí para volver a encauzar el desastre. Porque no había otro que conociese, no vivo al menos, que pudiera devolverlo a la seguridad de la banalidad, de lo cotidiano, de la falta de preguntas ante un sino que no iba a responder si era intención o azar. Y ese era el motivo por el que estaba en el burdel, el motivo por el que le buscaba a él, aunque la verdad quedara en un plano ausente; ese era el motivo por el que buscaba a Zeth.

Algo cambió en el ambiente. Quizás fuera un leve aroma, el sonido de unas pisadas o el producto de fantasía; pese a ello, aunque lo sintiera, no se inmutó, movido o inmovilizado por una intención superior y más juiciosa e inteligente que él. Y así, a pesar de tenerle a su lado, sus pupilas seguían clavadas en el mismo punto, viendo todo sin ver nada, dejando que su pecho arrastrase a su cuerpo en la mecánica respiración. No fue hasta que habló, hasta que su nombre rasgó el aire en el tono conocido, que su cabeza se girase, buscando lo que ya sabía que iba a encontrar y, sin embargo, no pudiendo reprimir esa sensación de plenitud que se enturbió con el comenzar a ser nuevamente consciente de sus acciones, comenzando a fijar los pies de nuevo al suelo con su mera presencia.

No dijo nada; tan sólo le miró. Aunque hubiera tenido la opción de hablar, no hubiera sabido qué palabras escoger, pero no era aquel el caso. Se desligó de sus ojos para recorrer la ceja derecha y ascender por la izquierda, sólo para dejarse caer por el pómulo no muy marcado hasta el final de la nariz, la cual recorrió dos veces, en dirección norte y sur, queriendo ahora saltar hacia esos carnosos labios que no habían probado otros hasta que él, en un arranque de inconsciencia, le robase su primer beso. Ese recuerdo no importaba, era pasado, y como pasado, pasado quedaba. Si algo le había obligado a presentarse allí era el instinto de supervivencia, ese que miraba más por el pronto futuro que por cualquier otra índole y no podía contradecir algo que ahora le dominaba. Le observaba, casi como si fuera un desconocido, como si aquella fuese la primera vez que podía disfrutar con su mera imagen; y, sin embargo, nada del resto tenía sentido para él, porque aquel era en quien su cordura depositaba sus esperanzas por seguir presente.

Sintió ganas de levantarse, abalanzarse sobre él, de besarle, de arrancarle gemidos, de morderle, tanto placentera como violentamente; quería arañarle, quería recorrerle con sus manos, quería arrancarle la piel, que sangrase, que muriese junto a él, que volviese a la vida; quería en aquellos instantes darle todo, tanto lo bueno como lo malo, tanto lo constructivo como lo negativo, por necesidad y como pago por haberle abandonado en aquella circunstancia, aunque no hubiera habido otro posible desenlace. Regresó su mirar al de él, notando cómo, de golpe, todas aquellas sensaciones se agolpaban, se mezclaban en él, luchando unas contra otras por saciar cada una su deseo antes que las demás y concluyendo en una indecisión que se expresaba en la impasividad que, con seguridad, su físico expresaba. No era, sin embargo, aquella que le definía generalmente, pues el carácter roto de su cuerpo, la presencia melancólica, imposibilitaba la altanería que acarreaba la anterior. Así, aunque lo quisiera todo, no podía hacer nada, notando sus músculos en tensión, como si de un momento a otro se dispusiera a dejarse llevar por sus impulsos, y, al final, todo se resumió en un solo golpe de voz:

- Zeth – si el otro había cuestionado, él había afirmado, y sin embargo, la conclusión no era diferente a la contestación de una aparición al enajenado que la crea. Tardó dos segundos más en comenzar a mover sus brazos, apoyando las palmas en el suelo y comenzando a levantarse muy lentamente, apoyándose en la pared, como si en tres semanas hubiera envejecido tres décadas. Quedó, pues, al final en leve superioridad al latino, por su altura, aunque él sólo hubiera buscado igualarle, sin comprender en realidad el sentido de su cambio de posición. Alargó su mano derecha hacia él, pero la caricia en su mejilla se quedó pendiente en el aire, pues su mano no superó la altura de su cintura, volviendo a caer a su lugar junto a su torso. Guardó silencio nuevamente mientras respiraba levemente por el pequeño hueco que sus labios abrían justo bajo la nariz. No sabía cómo continuar, cómo resumir todo sin delatarse como un mendigo de su compañía, y sólo había una forma de romper esa impotencia y no era otra que dejar de pensar -. Vuelve – no era un mandato y, sin embargo, se negaba a clasificarlo como petición, pues él no necesitaba nada de nadie, ni siquiera de él; y sin embargo, tendría que haberse tragado sus palabras si alguien se lo hubiera mentado. Aceptaría su respuesta, si él quería regresar a la circunstancia anterior, lo acogería de nuevo a su lado, pero si prefería alejarse de él, no se iba a negar y desterraría de él cualquier rastro de buena voluntad o benevolencia que alguna vez hubiera podido amenazarle. No iba a suplicar; las opciones ya estaban definidas y no había matiz que pudiera discutirse. Era un todo o nada.





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Mensaje por Zeth Kouzounis Vie Abr 06, 2012 12:19 pm

Favor de no borrar éste post, editaré con mi respuesta a la brevedad.
Está casi listo, discúlpame Aurélien Uu


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