[Gregor Dvořák] Un Nuevo Juguete con alma[Privado]

¿La espalda?, la espalda le estaba doliendo como era su maldita costumbre, un malestar que iba desde la cadera hasta la base del cuello, comenzaba a incluso molestarlo por detrás del oído. Estaba en su laboratorio tratando de hacer que dos cuerpos sacaran chispas, la fricción era su nueva obsesión, y estaba cerca de su meta, pero no podía concentrarse. Se detuvo en su labor y miró un escritorio más allá, lleno de papeles revueltos y botellas vacías, suspiró, se había tomado un par de copas, no estaba ebrio, pero el dolor no parecía aminorar.

Finalmente se dejó caer en una silla suspirando, tratando de aminorar su dolencia y dejando de lado sus experimentos por un momento. Mentalmente se reprendió por estar pensando en esa doctora, Sabik, que si bien había sido la única que de algún modo le había hecho controlar sus males, también terca como una mula. Sopesó sus posibilidades, mandarla llamar o tratar de silenciar ese dolor agónico que lo invadía como si quisiera quemarlo.

Se puso de pie de golpe, tomó su abrigo y llamó a su cochero, pidió que lo llevaran a la ciudad. Tenía que ser más fuerte que esa fascinación sin fundamentos por esa doctora que parecía tener una respuesta a todas sus altanerías.

Por un rato estuvo dando vueltas por calles del centro hasta que vio una que podía ser la respuesta, ordenó al chofer detenerse. Bajó con cuidado pues a cada paso la espalda recibía un nuevo choque de dolor y abrió la puerta con intempestivo impulso. Tan sólo su figura estuvo dentro del local, una joven se acercó, él se dedicó a mirarla hacia abajo, causa de su estatura, lo que lo hacía lucir más soberbio de lo que ya era.

Luego observó la escena hasta que el gato estuvo entre sus pies, lo miró por un segundo sin inmutarse para luego alzar la mirada a la joven que lo había recogido. Sin más, caminó en el interior del lugar observando todo con escrutinio.

-No te pregunté la historia de tu vida –dijo como si escupiera veneno, con las manos entrelazadas en la espalda, caminando con largas y seguras zancadas a pesar del dolor-, necesito algo para el dolor, espero haber venido al lugar indicado –giró los ojos y dijo con hastío.

La observó con semblante desesperado hasta que lo llamó a sentarse, bufó pero obedeció y se acomodó en el banco dispuesto para él. Aguardó ahí, aunque ni un minuto pasó cuando empezó a sentir impaciencia, se movió un poco para observar lo que la chica hacía, enarcó una ceja. Bueno, al menos si esto lo hacía no tener que ver a la doctora Sabik, le debería una a esta jovencita que parecía no tener idea de con quién carajos lidiaba.

Cuando ella le dijo qué era lo que le daría, él se quedó esperando una explicación mayor. Era un escéptico, ya era todo un logro que estuviera en un sitio como aquel por voluntad propia (con tal de evitarse a esa mujer tan fastidiosa, Ayelet Sabik, pensó), se puso de pie al no recibir más información.

-No trates de jugar conmigo, niña –toda la frase fue emanada con total desprecio, pero el adjetivo de “niña” había salido especialmente amargo-, dime qué tendrá ese té y esa pomada, no me voy a beber y untar algo que después resulte peor –la miró a los ojos con esa mirada azul como un par de cuchillos de hielo, como esa misma sensación de que pueden cortarte. Dio media vuelta y se acercó a uno de los estantes donde tomó un frasco al azar y lo estudió –no creo en nada de esta charlatanería, tengo mis propios motivos para estar aquí, claro, motivos que no te incumben –ahora su tono iba dotado de una entonación de burla –así que, más te vale darme una explicación convincente o me largo –dejó el frasco en su lugar –no es como si me fueras a extrañar, claro, pero estoy seguro que tratarás de convencerme que estos remedios funcionan y por qué –típico, pensó, la gente aferrada a sus creencias haría cualquier cosa por defenderlas incluso frente a alguien como él, al que evidentemente sólo le gustaba provocar.

-Mira… -comenzó a caminar por el lugar con paso resuelto –para el dolor suelo usar grandes, grandes, grandes cantidades de… -se acercó a ella como si le fuese a decir un secreto, posando si mano a forma de barrera entre su boca y el mundo –opio –confesó, aunque aquello era una mera burla, pues sabía que sus métodos eran un poco mal vistos. El opio era un remedio común para el dolor, pero no en las dosis que él solía consumirlo-, así que esto tiene que ser mejor, ¡ah!, porque no es sólo opio, también hay mucho alcohol involucrado –continuó hablando con sorna.

Suspiró luego y se plantó frente a ella, aunque la espalda lo estaba matando, pudo mantenerse erguido, alzando el mentón, mirando hacía abajo a todo y a todos. Sonrió de lado luego, adivinando la pregunta que cruzaba en la mirada de la chica, y si no lo hacía, era una tonta por no preguntarse aquello.

-Sí, vengo… ¿cómo decirlo? –fingió pensar –volando –un eufemismo tonto para decir que iba a drogado. Después de todo, siempre estaba en ese estado.

Como supuso, aquella niña, porque a sus ojos lo era, no se iba a quedar como si nada ante sus insultos y provocaciones. Gregor no salía mucho de casa, pero cuando salía se encargaba de propagar su veneno, alguien alguna vez le había dicho que no se conformaba con ser miserable él, sino que tenía que destruir todo a su alrededor, hacer miserables a otros, y probablemente estaba en lo correcto, era algo intrínseco a él, como si su sola presencia propagara aquello negativo, sin nombre, sin cara. A parte de la Física, proferir insultos y demás era su gran habilidad, y como la Ciencia, también lo disfrutaba mucho, no iba a mentir al respecto, era sencillamente demasiado fácil como para no hacerlo.

-¡Ah! –dijo como si recordara algo súbitamente –ese es el gran secreto, jamás dejar de volar –rio, aunque era verdad, eran raros los momentos en los que estaba completamente sobrio, ya fuese por alcohol o por opio, o la combinación de ambos, pero su mente casi nunca estaba completamente consciente, caso a parte era cuando se encerraba en el laboratorio a experimentar y buscar la verdad, que ese era su gran fin, la búsqueda de respuestas, en esos momentos procuraba sólo consumir el opio necesario para apaciguar el dolor, para hacerlo tolerable, necesitaba su cerebro al cien por ciento, mismo que, según entendía, trabajaba de forma diferente a la del resto. Un genio, dirían algunos.

Y como bien genio, era un solitario malhumorado.

-Creo que la que está drogada es otra –dijo cuando ella habló sobre sus especias y lo ofendidas que estaban, se acercó de nuevo a la chica para escuchar su explicación, puso atención aunque no esperó gran cosa, ni un gran avance ante sus dudas.

-Entiendo todo eso –giro los ojos –lo que quiero que me aclares es qué diferencia existe entre este remedio y los muchos otros que ya he probado, no es un dolor nuevo, quiero que sepas, así que he intentado todo –dijo con tono de falsa víctima.

Esperaba que ella no se cansara, pues aunque lograba exasperarlo (en todo caso, ¿qué no lograba hacerlo?) de cierto modo el estira y afloja lo estaba entreteniendo. Lo suficiente para no pensar en su espalda, o peor aún, en Ayelet Sabik, eso sí era un fastidio.

Aquella mocosa había hecho una muy buena pregunta, tenía qué admitirlo, ¿por qué seguir buscando un remedio a su dolor? Se alejó un paso o dos y echó la cara hacia atrás, levantando el mentón, no era tan tonta como había predicho desde el principio, o quizá era más tonta aún como para atreverse a cuestionarlo. En cualquier caso, aquello se estaba poniendo interesante y sonrió de lado; lejos de ser un gesto conciliador, parecía una expresión de maldad pura. Tachar a Gregor de “malo” era darle muy poco crédito, él tenía muchas más matizaciones que simplemente bueno o malo y la mayoría de las veces estaba posado en el claroscuro de aquella dualidad de blanco o negro. Sin embargo, aquella leve, levísima sonrisa que se dibujó en el rostro marcado por los años no tuvo otra lectura, era la de un demonio que se estaba divirtiendo. Rio.

-Esa es una buena pregunta –señaló con el índice entre ceja y ceja del rostro ajeno-, está demostrado que la medicina o estos remedios… alternativos –aquella última palabra la había soltado con sorna –no pueden hacer nada por mi, pero no soy alguien que se de por vencido fácilmente –eso quedaba claro. Su rostro entonces se tornó serio, solemne y sombrío, la miró de frente, se recargó en la vitrina que aún los separaba –nadie sabe lo que es vivir con este dolor, puede que haya dolores más grandes, más viejos, más agudos, pero este es mi dolor, nadie más sabe lo que es lidiar con él –se alejó de nuevo. Su relación con aquella dolencia, la que cada vez parecía más un ser con cuerpo y mente, capaz de fastidiarlo día y noche, era de amor-odio. No lo dejaba dormir, no lo dejaba concentrarse, pero a la vez, era en realidad lo único que tenía que lo mantenía sujeto a una realidad abúlica.

Frunció el ceño entonces cuando ella habló de su trabajo y de ayudarlo de forma diferente. Qué sabía ella, chaqueó la lengua y se fue a recorrer el local nuevamente.

-¿Mi trabajo? ¿Qué puede saber una niña como tú sobre mi trabajo? –Habló sin mirarla a la cara, observando su rostro distorsionado en los frascos con plantas y líquidos-, mi trabajo es encontrar la verdad –dijo entonces, no esperando que ella entendiera –y una de esas verdades es que nadie puede ser completamente feliz –se giró para verla y se encogió de hombros –¿necesito la miseria para mi trabajo? Tal vez, ¿siendo feliz no sería tan bueno? ¿Cómo sabes que no soy feliz? –retó finalmente y se volvió a acercar a ella.

No se arrepentía de la decisión de haber salido de su casa. Rara vez dejaba el descuidado caserón que le heredaron sus padres, últimamente, debía admitirlo, era más seguido debido a la constante y fantasmal presencia de un recuerdo non grato, esa doctora en la que prefería no ahondar. Y ahí estaba, frente a una chiquilla insolente, que en su propia testarudez le parecía entretenida, un valor en la escala de Gregor bastante elevado para alguien que no solía valuar absolutamente nada, mucho menos a otros seres humanos. Antes de volverse a plantar frente a ella miró a un lado y luego a otro, una desventaja sin duda, estaba en territorio enemigo, sonrió complacido y se acercó a ella pero guardó la distancia. Se dio cuenta que estaba embebido en una contienda verbal, no supo en qué pudo aquello se había convertido en tal cosa, pero era divertido. Si era competitivo, todo era gracias a su “querido” padre, educado, formado a base de palabras duras y golpes aún más, a ser el mejor, a que el error era castigado, a que tenía prohibido equivocarse y se rio un rato, si su padre, el condecorado general del ejército romano germánico lo viera ahora, el desastre de hombre que era, seguro volvería a morirse. Las palabras, aún grabadas a fuego en su mente, ardieron de nuevo y de pronto se sintió enojado, pero eso pronto pasó al escuchar a la chiquilla refunfuñar y ponerse roja al ser llamada niña. Lo era, para Gregor era una niña.

Arqueó una ceja ante la declaración de brujería. Aunque Gregor era un hombre de ciencia, sabía que todo eso existía, que los licántropos habían matado a sus padres, jugaba cartas cada determinado tiempo con un cambiaformas y un brujo, el mundo sin duda era interesante, era escéptico, no creía nada que no pudiera comprobar con sus ojos, pero esas cosas, vaya que si las había visto a lo largo de su vida. No mostró ninguna reacción ante la afirmación, sorpresa no era algo que iba a sentir por una circunstancia de su conocimiento (que la magia existía), desagrado tampoco, era un hijo de puta, pero no juzgaba a las personas por ese tipo de características (prefería separarlos en inteligentes, que eran los menos, y los idiotas, la gran mayoría), simplemente la observó con semblante ausente.

-Tienes razón –dijo con tono condescendiente, burlón y molesto –no tengo hijos, no tengo intención de tenerlos, también sé que no, un hijo no me salvará de… -hizo un ademán despectivo con la mano –mi amargura como la llamas-. Frunció el ceño ante la mención de algún tipo de relación sentimental y reprimió de nuevo el pertinaz recuerdo e imagen de Ayelet Sabik (maldita y fastidiosa mujer), luego se soltó a reír llevándose una mano a la frente –no seas tonta niña, me revuelco con prostitutas todo el tiempo y soy muy capaz -explicó aunque no ahondó demasiado, no mentía, sólo consideró que aquella desconocida no valía la pena, no tanto como para darle detalles de su vida. Alzó luego ambas cejas cuando su risa se extinguió y chasqueó la lengua desilusionado.

-¿Estás adivinando? Creí que tenías poderes como aseguraste y ahora parece que tiras dardos como en juego barato de feria –sonó déspota, pero él siempre sonaba así-, que soy adicto a las drogas –en plural, sí –no es un secreto, no se necesita tener un poder para saberlo, y de mi dolor y mi miseria sólo hablas al tanteo, no puedo tomarte en serio así –estaba retando descaradamente-. Vamos, dame algo, hazme creer en tu magia –sonrió triunfal, aunque sabía que eso apenas comenzaba.

Giró sobre sus talones e hizo amago de irse, pero se detuvo y la miró por sobre su hombro.

-Te lo pregunté una vez y no has contestado, ¿vine al lugar correcto para encontrar algo que calme mi dolor o debo irme? Me están cansando tus juicios sin fundamento, soy tu cliente, trátame bien –aquello último salió con la burla usual. Se quedó ahí, dándole la espalda, esperando una respuesta. Era entretenida como había pensado antes, pero tampoco era el sujeto más paciente y estaba perdiendo el interés. Era un científico, nadie podía culparlo por aburrirse con facilidad.

Se giró cuando la escuchó hablar nuevamente, tal vez finalmente le daría algo, algo entretenido, algo digno de recordarse. Si la niña lo conseguía entraría a un círculo exclusivo de contadísimas personas que habían logrado alguna reacción a parte del hastío o desprecio por parte de Gregor. Era esa personalidad que tenía, esos conocimientos vastos y esa curiosidad insaciable lo que provocaban la peor de las condenas para un hombre, el praguense había perdido por completo la capacidad de asombro, nada parecía satisfacerle, emocionarlo, mover o remover algo en su interior y era por eso que conservaba a Lodewijk y Nicola cercanos, porque eran un par de hijos de puta que lograban sacarlo de su tedio. Arlett de Lesseps, la bella Arlett y su temible encanto era otra integrante de aquel club único. Ese muchacho que había recogido parecía tener lo suficiente para conseguirlo, pero aún no lo sabía, Callum –de entre todos los nombres- se llamaba. Y por supuesto, la maldita hija de Abraham, la doctora Ayelet Sabik.

Quizá la bruja frente a él lograra unirse a ese reducido grupo de personas, tal vez y muy probablemente ni pasara de esa tarde, claro, pero un solo acto memorable que la hiciera ser recordada bastaba. Gregor carecía de fe en la humanidad por competo, más bien, tenía cierto atisbo de esperanza en algunos individuos, pero la gran masa de gente se había encargado en demostrar una y otra vez su teoría más conocida: todo son idiotas. Tampoco era como si estuviera buscando en cada rincón del planeta gente que no lo fuera, que le regresara los motivos para creer en los humanos de los que se había encargado de separarse, de marcar sus diferencias con ellos.

Se cruzó de brazos, no dijo nada. Arqueó una ceja y sus ojos azules parecían poder fundir hierro, calcinaban en su caustico desdén. Su expresión cambió a una consternación marcada cuando habló de la hoguera, no por ella, ella podía ser quemada frente a sus ojos y no podía importarle menos, sino por el recuerdo de su padre que se encargó de cazar hombres lobo y fueron ellos quienes le dieron muerte. Los envidiaba, consiguieron lo que él siempre había deseado, y les agradecía que le facilitaran las cosas.

-No te preocupes –habló con desenfado –no te llevaré frente a la Inquisición –bromeaba a menudo con sus compañeros de juerga (un cambiaformas y un brujo) que los presentaría frente a las autoridades eclesiásticas para que los sometieran a torturas. Bromas nada más, él más que nadie se mofaba de la religión organizada, siempre había sido ateo, durante su adultez se confirmó, en lo único que creía era en la ciencia. Avanzó de nuevo, se estaba moviendo mucho dentro de ese local, como si se sintiera inquieto, posó ambas manos en el aparador y comenzó a sentir algo vagamente familiar, entornó los ojos ante los movimientos de manos de la joven, quiso burlarse pero no pudo, como si en el ridículo encontrara verdad.

Fue como si su corazón se hundiera en un pozo de agua helada. Cerró los ojos, sentía mucha angustia y zozobra, y pese a todo, el dolor de espalda desapareció casi por completo. En la obscuridad de su vista cancelada al mundo sólo una figura salió triunfante por encima de su padre, madre o cualquier conocido: Ayelet Sabik. Dentro de lo que calificó como una visión provocada por los poderes de la chiquilla sintió algo que muy rara vez había sentido, se sintió feliz, feliz de ver a Ayelet pero entonces la mujer sefardita dio media vuelta y se marchó, Gregor comenzó a desesperarse al no poder alcanzarla. Esa felicidad previa se vino abajo con una rapidez apabullante y ese fue el golpe más duro. Provocar tristeza en alguien tan miserable como él no era mérito alguno, arrebatarle la felicidad a un ser que a penas la conocía, eso era un verdadero castigo.

Abrió los ojos de golpe, se sintió aliviado de verse en el mismo sitio con la misma compañía y estuvo a punto de vociferar algo, de insultarla, de largarse. Pero algo lo ancló al suelo que pisaba, miró a su alrededor, que era idéntico a como lo recordaba y sin embargo se percibía diferente. Sonrió, una sonrisa que no era de burla, era de asombro, genuino asombro.

-No sé que haz hecho –confesó –pero es… -su sonrisa se hizo más amplia, mostró los dientes –asombroso –y esa palabra se escuchó extraña en sus labios, pero no encontró otro calificativo. Sólo Gregor, claro, podría encontrar en la miseria que ella era capaz de propiciar, algo digno de catalogarse como asombroso.

Era complicado saber cuando Gregor era sincero y cuando hablaba con sarcasmo, usaba tanto el segundo tono que parecía que era el único que conocía, incluso él mismo, aquel día se sorprendió a si mismo al hablar con completa y limpia franqueza ante esa chiquilla. No quiso detenerse mucho en ese punto, le había nacido, así de simple, y eso demostraba lo que ya sabía, que por más que se empeñara en separarse de la raza humana, él pertenecía a ésta y por más que se esmerara en ser un cabrón sin alma, tenía una, una que lo obligaba a, de vez en cuando, expresar sentimientos de verdad aunque estos fuesen provocados por la visión de una miseria mayor a la que ya vivía de por sí. Ese era él, no se podía hacer mucho al respecto, reticente al cambio, acostumbrado demasiado a lo que era.

Frunció el ceño cuando ella habló, ¿acaso lo estaba amenazando? La pequeña y discreta bandera blanca que izó de inmediato se vino abajo y sonrió de lado, eso iba más con él. Era un provocador, no un conciliador.

-No lo haré, no me arrepentiré –dijo con una sonrisa de lado, aquella que antes se dibujó en su rostro de verdadero asombro ahora era sólo un recuerdo, un hecho tan extraño que incluso se podía poner en duda si había pasado o no, con un solo testigo –ella, la bruja- podía incluso él asegurar que no había sucedido-. ¿Qué más tienes? –la siguió con la mirada, la observó rodear el mostrador y plantarse frente a él. Le gustaba ser así de alto, siempre decía que era la demostración gráfica de su superioridad inmanente, bajó el rostro para poder verla y alzó ambas cejas esperando “algo espectacular”; ya había demostrado ser hábil –cualidad que Gregor tenía en alta estima-, ahora quería saber que tan hábil. Esperó pero entonces ella pareció detenerse en su labor, Gregor frunció el entrecejo extrañado por la reacción, ella cuestionó aquello y el físico se limitó a encogerse de hombros, tenía un largo historial de encuentros con seres sobrenaturales, pero ¿acaso eso era importante? Al parecer sí y luego ella se alejó antes de poder decir algo. Gregor se mantuvo en su lugar, no se movió un ápice y la observó mientras hacía como si él no estuviera ahí, no supo qué había pasado, esa chiquilla era voluble como el clima. Dio un paso y entonces finalmente, tras estarle prestando atención a las plantas de la tienda, volvió a dirigirse a él.

-He escuchado –contestó, no podía jactarse de ser un experto, pero había oído hablar de aquello, no tenía la certeza pero miles de veces había escuchado que Lorcan Plaschg mismo, el hombre encargado de administrar su fortuna, era un brujo experto en aquella materia, Nicola se lo decía cada vez que podía (ambos emparentados políticamente por un par de hermanas, brujas también)-, pero nunca lo he visto con mis propios ojos –dijo con sinceridad –y no puedo asegurar que algo que no he visto exista, simple lógica de científico –explicó y dio otro paso-. Dime, tú debes estar mejor enterado que yo –su tono era molestamente condescendiente -¿es real? –y aguardó por una respuesta, ahí desde su sitio, ávido de saciar su curiosidad.

La curiosidad de Gregor excedía lo que el mismo científico conocía sobre su persona, daba algo de miedo si se detenía a pensarlo, pero prefería no detenerse a hacerlo porque entonces bufaría con desagrado, daría media vuelta, saldría del local y se iría a embriagar a algún bar de mala muerte cercano, porque tacharía todo eso de puras estupideces que no podía comprobarse. Para él, como hombre consagrado a la Física, única pasión en una vida tan displicente en general, las cosas se comprobaban ante sus ojos o no existían, no eran reales, eran puras patrañas, pero entonces existían sucesos en su vida que tambaleaban tan apabullante lógica. Él mismo se contradecía al asegurar, sin ninguna prueba a la cual asirse, que sus padres habían sido muertos por los licántropos, ¿en qué basaba tal afirmación? Calum, su padre, con ese carácter cosechaba enemigos como ahora lo hacía su primogénito, cualquiera, harto de sus groserías, pudo haberlo matado, y a su madre de paso por el simple hecho de haber estado ahí. Estaban ese par de idiotas que tenía por compañeros de juerga, Lodewijk, el pobre psiquiatra que no se daba cuenta que el más loco que una cabra era él mismo, y Nicola, el galán de pacotilla ahora amarrado a un matrimonio imposibilitado para seguir conquistando mujeres; uno podía convertirse en perro y el otro, como esta chiquilla, tenía poderes mágicos, ¿dónde quedaba su todopoderosa lógica cuando se enfrentaba a casos así?

Escuchó con atención, giró los ojos un par de veces cuando esa niña hablaba de cosas que él dominaba (partículas, moléculas, densidades, vibraciones), pero no dijo nada, no la interrumpió una sola vez, estaba genuinamente interesado en el tema, aunque para su desgracia, ella no había tocado el punto que despertaba tan álgida curiosidad y terminaría preguntando. Algo movía a Gregor, más allá del alcohol y las drogas, algo intangible, inmaterial, un concepto, no objetos, y eso era el deseo iracundo por aprender, cualquier tema le resultaba interesante siempre y cuando se le expusiera de ese modo, siempre buscaba el modo de enterarse de todo lo que podía, porque si era algo útil podría usarlo a futuro en su beneficio, y si era una estupidez, tenía armas para seguir destruyendo todo a su alrededor. Inclinó el rostro y se cruzó de brazos.

-¿Qué hay de hablar con los muertos? –fue directo al grano, toda la retahíla estuvo muy bien como contexto, pero su verdadera intrigante era esa. Su curiosidad, esa que daba miedo, tenía una razón de ser, se interesaba en poder hablar con los muertos, quizá, si esa mujer era lo suficientemente hábil y poderosa, haría una ponderada excepción y hablaría de su pasado, sólo un poco, lo suficiente, para pedirle (le pagaría una fortuna si eso pedía a cambio) que lo dejara hablar con Olga, su madre, esa que murió injustamente por los pecados de su padre. Claro que todo eso no lo dijo, sólo soltó la pregunta, si resultaba que carecía de dicha habilidad ahí quedaba zanjado el asunto, pero si no… ¡oh! Qué hermosa posibilidad de hacer lo que no pudo hacer cuando ella estaba viva: disculparse. Esa razón lo estaba moviendo aquella tarde, tras la acalorada discusión, la extraña muestra del poder ajeno y ahora esa especie de lección.

No dijo más, su boca se quedó como una línea recta en su rostro, sus labios delgados provocaban que luciera como una cortadura sobre la piel y nada más. Si podía hacer lo que planeaba, se aseguraría que esa bruja no abriera la boca, no ventilara sus debilidades, él tenía sus métodos para asegurarse de ello.