AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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You may be a sinner, but your innocence is mine [Éline Rimbaud]
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You may be a sinner, but your innocence is mine [Éline Rimbaud]
'Escucha el subsuelo del inframundo... ya casi ha llegado para descubrir que sigo sano, pero solo. Aguado, pero vaporoso. Dormido, pero despierto. Vigilias del ayer, que me atan en un presente del que lo sé todo. Llévame lejos, adonde ya ni se conozca ni se respire ni se tenga que poner el sol de cada mañana en el tiempo.'
Fausto se negaría siempre cualquier relación directa con el mundo de la poesía como tal y en su esencia independiente. ¿No había obtenido bastante poder sobre la vida como para tener que asemejarse a uno de esos artistas sin techo e ilusos en sus borracheras de sueños? Sin embargo, lo cierto es que podía llegar a ser plenamente consciente de que, de vez en cuando, sus pensamientos parecían un retrato hecho con palabras y un alma perteneciente a ese arte sin ánimo de lucro que promocionaba el espíritu bohemio de aquella ciudad. No en vano poblados enriquecedores como la ópera y el teatro estaban repletos de una superioridad expresiva que lo elevaban como un hombre imponente incluso dentro de una categoría de romántica evidencia. ¿Quedaba algo por descubrir que lo dejara meramente anclado a un acopio de sensibilidad en aquella tierra?
La tarde se volvía a cada instante más reacia por entre las calles del barrio donde el hombre tenía su piso, separado de su vivienda habitual de ostentación más acorde con su condición social y más alejada de la civilización, a las afueras de la ciudad. Pero ese estudio colocado en uno de los epicentros más extraños de París pertenecía a una zona que no acababa de ser ni pulcra ni decadente, ni solitaria ni bulliciosa. Estaba repleta de personas pendientes de nada y ruidosas por todo, un barrio de clase media con eventuales visitas de personalidades de fuera y un lugar personal para derrochar poderío en la sombra. Ése era el motivo por el cual Fausto tenía ubicado allí su despacho, su habitación, su escueta consulta para alumnos (pues nunca atendía a quienes contrataban sus servicios como cazador en un sitio estable en el que pudieran localizarle cuando quisieran, pues él dictaminaba el dónde y el cuándo siempre); su estudio. A la hora de dedicarse en plenitud a sus quehaceres de superior intelecto, Fausto prefería rodearse de vida, dueña o no de la ignorancia general del universo, pues así su mente laburaba con mayor agilidad y sus trabajos se gestaban en un ambiente más natural, sin soberbias pomposas de clase alta que pretendieran relacionarse con él, como opción oportunista a que tampoco pudieran hacerlo los de clase mediocre. Y por otra parte, algo de sus primeros diez años de vida en casa de su padre continuaban ligeramente adormecidos en la costumbre de sus hábitats, pero imposible como era ignorar el conocimiento cuando lo sabías casi todo en este mundo, Fausto optaba por emborronar la patética visión de su progenitor con el recuerdo revitalizante del olor a libro quemado en la mansión, también en llamas, de su madre.
El cazador alemán caminaba por las calles de dicho barrio, pendiente de llegar a su destino para revisar los manuscritos que había traspasado anoche, poco antes de salir a cumplir un encargo: otro cambiaformas que danzaba por la ciudad en busca de emociones intensas... Intensas para su pobre corazón de águila a medias, no para el del hombre sin sangre que lo ejecutaría, pues recorrerse parte de la ciudad entre saltos elevados y golpes de bastón milenario -todo obra de su arte marcial protector y atacante- no le decía nada nuevo... Y menos si su destino acababa siendo contemplar una vez más cómo otra cabeza cercenada de criatura a medio transformar se sumaba a la contaminación del río Sena... Sencillo y eficaz. Casi parecía una señora aburrida de mediana edad sin nada que hacer el resto de días.
Hubiera continuado con su camino de no ser porque la monotonía de aquella zona le obsequió con un zarrapastroso presente... Porque también hubiera pensado instantáneamente eso al posar su indiferente mirada sobre el cuerpo que pasaría a formar parte de sus tantos tormentos existenciales, con un nombre propio para ese otro ser que no se lo habían dado sólo la ocurrencia de sus padres al nacer. Fausto tenía dominio incluso sobre la definición de la muchacha en la que había terminado reparando, aunque por aquel entonces fuese la definición errónea. La primera de muchas otras que vendrían perfiladas con el tiempo y el esmero, igual que si estuviera estudiando un teorema. Excitante aun cuando todavía no se habían dado los acontecimientos.
La voz de la muchacha, que era lo que la distinguió por encima de su deplorable apariencia, divagaba a solas, charlando con una invisibilidad de la que sus ojos no estaban de acuerdo, fijos como se encontraban en un punto inexistente para quienes no fueran ellos. La mujer de extraño comportamiento había pasado por su lado en el preciso momento en el que Fausto cruzaba una esquina de callejuelas más estrecha y solitaria que las otras, y ella pasó a andar de manera más lenta a sólo unos metros de su posición. Antes de que la mente del profesor sustituyera todo habitual tejemaneje a cambio de la contemplación de esos cabellos cobrizos enredados en suciedad y de esas pupilas dilatadas que sonreían a la misma escalofriante usanza que su lunática sonrisa... Fausto ya había adivinado que la estaba siguiendo, lo que no sabía era por cuánto tiempo.
Quería replantearse de verdad la gravedad de que a él precisamente le ocurriera ese descontrol de la realidad cuando la mujer se paró en seco y se volvió hacia el hombre, colgando su mirada a través de la suya por preocupante y primera vez desde ese bizarro encuentro. Fausto decidió imitarla sin alterarse lo más mínimo, recuperado como se obligó a estar de su reflexión a medio digerir.
Nadie te dijo que interrumpieras tu charla con ese Maspero.
Fausto se negaría siempre cualquier relación directa con el mundo de la poesía como tal y en su esencia independiente. ¿No había obtenido bastante poder sobre la vida como para tener que asemejarse a uno de esos artistas sin techo e ilusos en sus borracheras de sueños? Sin embargo, lo cierto es que podía llegar a ser plenamente consciente de que, de vez en cuando, sus pensamientos parecían un retrato hecho con palabras y un alma perteneciente a ese arte sin ánimo de lucro que promocionaba el espíritu bohemio de aquella ciudad. No en vano poblados enriquecedores como la ópera y el teatro estaban repletos de una superioridad expresiva que lo elevaban como un hombre imponente incluso dentro de una categoría de romántica evidencia. ¿Quedaba algo por descubrir que lo dejara meramente anclado a un acopio de sensibilidad en aquella tierra?
La tarde se volvía a cada instante más reacia por entre las calles del barrio donde el hombre tenía su piso, separado de su vivienda habitual de ostentación más acorde con su condición social y más alejada de la civilización, a las afueras de la ciudad. Pero ese estudio colocado en uno de los epicentros más extraños de París pertenecía a una zona que no acababa de ser ni pulcra ni decadente, ni solitaria ni bulliciosa. Estaba repleta de personas pendientes de nada y ruidosas por todo, un barrio de clase media con eventuales visitas de personalidades de fuera y un lugar personal para derrochar poderío en la sombra. Ése era el motivo por el cual Fausto tenía ubicado allí su despacho, su habitación, su escueta consulta para alumnos (pues nunca atendía a quienes contrataban sus servicios como cazador en un sitio estable en el que pudieran localizarle cuando quisieran, pues él dictaminaba el dónde y el cuándo siempre); su estudio. A la hora de dedicarse en plenitud a sus quehaceres de superior intelecto, Fausto prefería rodearse de vida, dueña o no de la ignorancia general del universo, pues así su mente laburaba con mayor agilidad y sus trabajos se gestaban en un ambiente más natural, sin soberbias pomposas de clase alta que pretendieran relacionarse con él, como opción oportunista a que tampoco pudieran hacerlo los de clase mediocre. Y por otra parte, algo de sus primeros diez años de vida en casa de su padre continuaban ligeramente adormecidos en la costumbre de sus hábitats, pero imposible como era ignorar el conocimiento cuando lo sabías casi todo en este mundo, Fausto optaba por emborronar la patética visión de su progenitor con el recuerdo revitalizante del olor a libro quemado en la mansión, también en llamas, de su madre.
El cazador alemán caminaba por las calles de dicho barrio, pendiente de llegar a su destino para revisar los manuscritos que había traspasado anoche, poco antes de salir a cumplir un encargo: otro cambiaformas que danzaba por la ciudad en busca de emociones intensas... Intensas para su pobre corazón de águila a medias, no para el del hombre sin sangre que lo ejecutaría, pues recorrerse parte de la ciudad entre saltos elevados y golpes de bastón milenario -todo obra de su arte marcial protector y atacante- no le decía nada nuevo... Y menos si su destino acababa siendo contemplar una vez más cómo otra cabeza cercenada de criatura a medio transformar se sumaba a la contaminación del río Sena... Sencillo y eficaz. Casi parecía una señora aburrida de mediana edad sin nada que hacer el resto de días.
Hubiera continuado con su camino de no ser porque la monotonía de aquella zona le obsequió con un zarrapastroso presente... Porque también hubiera pensado instantáneamente eso al posar su indiferente mirada sobre el cuerpo que pasaría a formar parte de sus tantos tormentos existenciales, con un nombre propio para ese otro ser que no se lo habían dado sólo la ocurrencia de sus padres al nacer. Fausto tenía dominio incluso sobre la definición de la muchacha en la que había terminado reparando, aunque por aquel entonces fuese la definición errónea. La primera de muchas otras que vendrían perfiladas con el tiempo y el esmero, igual que si estuviera estudiando un teorema. Excitante aun cuando todavía no se habían dado los acontecimientos.
La voz de la muchacha, que era lo que la distinguió por encima de su deplorable apariencia, divagaba a solas, charlando con una invisibilidad de la que sus ojos no estaban de acuerdo, fijos como se encontraban en un punto inexistente para quienes no fueran ellos. La mujer de extraño comportamiento había pasado por su lado en el preciso momento en el que Fausto cruzaba una esquina de callejuelas más estrecha y solitaria que las otras, y ella pasó a andar de manera más lenta a sólo unos metros de su posición. Antes de que la mente del profesor sustituyera todo habitual tejemaneje a cambio de la contemplación de esos cabellos cobrizos enredados en suciedad y de esas pupilas dilatadas que sonreían a la misma escalofriante usanza que su lunática sonrisa... Fausto ya había adivinado que la estaba siguiendo, lo que no sabía era por cuánto tiempo.
Quería replantearse de verdad la gravedad de que a él precisamente le ocurriera ese descontrol de la realidad cuando la mujer se paró en seco y se volvió hacia el hombre, colgando su mirada a través de la suya por preocupante y primera vez desde ese bizarro encuentro. Fausto decidió imitarla sin alterarse lo más mínimo, recuperado como se obligó a estar de su reflexión a medio digerir.
Nadie te dijo que interrumpieras tu charla con ese Maspero.
Fausto- Cazador Clase Alta
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Fecha de inscripción : 28/11/2011
Localización : En tu cara de necio/a
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Re: You may be a sinner, but your innocence is mine [Éline Rimbaud]
Empapada de perversión y deshonestidad, Éline no respiraba. Los cortes de su espalda tiraban de ella, reteniéndola con la Víbora. Pero a veces el señor Maspero cortaba las cuerdas y la piel dejaba de estirarse, y así, se hacía libre durante unas escasas horas.
La Víbora nunca se daba cuenta de cuándo la demente no estaba, pero Éline no podía evitar imaginar sus ojos rojos dispuestos en ella, presentía los dos colmillos infectados de veneno detrás de su cuello. Y Éline corría para hundirse en la ignorancia de la incertidumbre. Una vez lejos de la trampa del vampiro, la pelirroja callejeaba por París, aferrada a esos momentos de libertad fingida, porque la marca ultrajada de su señor siempre estaba con ella, aún incluso cuando no estaba. Esos pensamientos hicieron que las manos de la demente se aferrasen con fuerza a un objeto metálico. Pinchaba y hería y hacía daño, pero era el daño de la punzante hoja radiante que cortaría las cuerdas para siempre.
El frío embriagaba las horas con ráfagas de viento y recuerdos difusos, turbios; opacos. El frío siempre le había recordado a los pianos de cola larga y a los árboles de rostro helado; era distante, áspero y hostil, pero tenía cierto sentimiento de honestidad que la pelirroja anhelaba de manera retorcida, sólo para hacerle daño y derribar su majestuosidad. El frío hablaba de lo que nunca pudo ser, de lo que quedó atrás, de lo que no se puede recuperar, de cómo destrozarse con elegancia, de lo que siempre añorará: el frío era, pues, su inocencia perdida. Las manos heladas de la pelirroja volvieron a empuñar el objeto punzante.
Éline siguió el camino señalado por ese gélido piano, sin tener ninguna meta en particular, ella sólo caminaba despacio, pausadamente, recreando lo que podría haber sido algún que otro escenario de su niñez. Durante sus caminatas nocturnas, Éline evitaba cualquier edificación cristiana, por el miedo, nostalgia, angustia y zozobra que le producía.
La pelirroja dobló una esquina que daba a una de las calles menos transitadas y conocidas de la capital francesa. De alguna forma o de otra, la demente siempre acababa en el mismo lugar. Notó que los ojos empezaban a arderle, pero no sabía por qué. El pecho le bombeaba, su estómago la mutilaba en tres pedazos, pero ella siempre volvía a recomponerse. Se arrodilló y pegó su oreja en el suelo. El latir de la tierra por dentro hizo que desease hundirse en ella para siempre.
-¿Es aquí, Señor Maspero?
"¿Lo crees así?"
-No...no lo sé.
La pelirroja vaciló unos instantes. Sus manos temblaban cuando agarró el puñal. "Es el frío" pensó "Es el frío el que no quiere que lo haga, pero ya está decidido" Se alejaría por fín de la Víbora. Sus colmillos no podrían envenenarla allí a dónde se dirigía; el Infierno era un lugar demasiado inhóspito hasta para las culebras.
Fue un corte rápido y limpio en la muñeca, pero el invierno no quería tener a huella de una muerte en sus días. La sangre se le congeló antes de salir y el señor Maspero lo vio. El ruiseñor imaginario le susurró unas palabras a la joven demente. Palabras encriptadas que sólo el mustio cerebro de Éline podía inferir.
"Cámbialo de lugar" gorjeó el ruiseñor.
-No sé cómo.
" Pues mira hacia arriba, Éline"
La demente alzó los ojos y, de pronto, se abrió paso ante ella una pequeña esfera luminiscente, bulliciosa e inquieta. Parecía que estuviese hirviendo y a punto de romperse. Es frágil., pensó la demente al tiempo que se levantaba y seguía a aquel globo de luz.
-¿Es un hada, señor Maspero?-preguntó la joven, ajena a todo que no fuese la luz ni las palabras del ave.
"No, no lo es"
-Entonces, ¿es un ángel?
"No, no lo es"
-Ya lo sé. Son las entrañas de los bosques, el corazón de la madera y la conciencia de las ratas, ¿a que sí?
"¿De verdad no la reconoces, Éline? Es tu alma"
-¿Mi...alma?
La demente paró unos instantes, los suficientes para que la esfera de luz se perdiese en el horizonte. La pelirroja corrió calle abajo, pero ya no quedaba ni rastro de la esfera. Éline había perdido su alma otra vez, la esfera se había apagado porque algo grotesco se respiraba en el aire. Algo cubierto de sombras y humo, un humo tan oscuro que a Éline se le paró el corazón y los pulmones se le llenaban de los secretos que portaba una máscara sin dueño.
"La máscara sólo es una parte del escarlata ahogado"
-El señor Maspero es un majadero. Yo me río en la cara de esa máscara. ¡Si no tiene ni rostro! ¿cómo va a ver? ¿quién me va a ver?
Pero la máscara la vio. Éline se giró hasta tenerla frente a frente. Era la máscara de un hombre-¿o era un diablo?-que tenía cuerpo de humano y alma de gárgola. La escrutó con la mirada y le habló. La pelirroja ahogó un grito de sorpresa.
"Conoce al Señor Maspero, pero no puede verlo. Nadie puede, salvo yo, porque es mío. ¡Mío!"
Era la máscara que había apagado su luz. La demente quería escapar pero sus pies estaban anclados en la tierra. Todo se derretía ante ella, ¿con qué iba a huir?
"Con pies de madera""corre, corre que viene el lobo" "El lobo ha soplado y la ha apagado"
-Tú...-empezó a murmurar mientras se echaba hacia atrás.-Tú has apagado mi luz. ¡Has apagado mi luz! ¿con qué derecho?-la demente alzó el brazo aún ensangrentado y señaló al desconocido con el dedo. La rabia y la frustración se palpaban en cada palabra.
La Víbora nunca se daba cuenta de cuándo la demente no estaba, pero Éline no podía evitar imaginar sus ojos rojos dispuestos en ella, presentía los dos colmillos infectados de veneno detrás de su cuello. Y Éline corría para hundirse en la ignorancia de la incertidumbre. Una vez lejos de la trampa del vampiro, la pelirroja callejeaba por París, aferrada a esos momentos de libertad fingida, porque la marca ultrajada de su señor siempre estaba con ella, aún incluso cuando no estaba. Esos pensamientos hicieron que las manos de la demente se aferrasen con fuerza a un objeto metálico. Pinchaba y hería y hacía daño, pero era el daño de la punzante hoja radiante que cortaría las cuerdas para siempre.
El frío embriagaba las horas con ráfagas de viento y recuerdos difusos, turbios; opacos. El frío siempre le había recordado a los pianos de cola larga y a los árboles de rostro helado; era distante, áspero y hostil, pero tenía cierto sentimiento de honestidad que la pelirroja anhelaba de manera retorcida, sólo para hacerle daño y derribar su majestuosidad. El frío hablaba de lo que nunca pudo ser, de lo que quedó atrás, de lo que no se puede recuperar, de cómo destrozarse con elegancia, de lo que siempre añorará: el frío era, pues, su inocencia perdida. Las manos heladas de la pelirroja volvieron a empuñar el objeto punzante.
Éline siguió el camino señalado por ese gélido piano, sin tener ninguna meta en particular, ella sólo caminaba despacio, pausadamente, recreando lo que podría haber sido algún que otro escenario de su niñez. Durante sus caminatas nocturnas, Éline evitaba cualquier edificación cristiana, por el miedo, nostalgia, angustia y zozobra que le producía.
La pelirroja dobló una esquina que daba a una de las calles menos transitadas y conocidas de la capital francesa. De alguna forma o de otra, la demente siempre acababa en el mismo lugar. Notó que los ojos empezaban a arderle, pero no sabía por qué. El pecho le bombeaba, su estómago la mutilaba en tres pedazos, pero ella siempre volvía a recomponerse. Se arrodilló y pegó su oreja en el suelo. El latir de la tierra por dentro hizo que desease hundirse en ella para siempre.
-¿Es aquí, Señor Maspero?
"¿Lo crees así?"
-No...no lo sé.
La pelirroja vaciló unos instantes. Sus manos temblaban cuando agarró el puñal. "Es el frío" pensó "Es el frío el que no quiere que lo haga, pero ya está decidido" Se alejaría por fín de la Víbora. Sus colmillos no podrían envenenarla allí a dónde se dirigía; el Infierno era un lugar demasiado inhóspito hasta para las culebras.
Fue un corte rápido y limpio en la muñeca, pero el invierno no quería tener a huella de una muerte en sus días. La sangre se le congeló antes de salir y el señor Maspero lo vio. El ruiseñor imaginario le susurró unas palabras a la joven demente. Palabras encriptadas que sólo el mustio cerebro de Éline podía inferir.
"Cámbialo de lugar" gorjeó el ruiseñor.
-No sé cómo.
" Pues mira hacia arriba, Éline"
La demente alzó los ojos y, de pronto, se abrió paso ante ella una pequeña esfera luminiscente, bulliciosa e inquieta. Parecía que estuviese hirviendo y a punto de romperse. Es frágil., pensó la demente al tiempo que se levantaba y seguía a aquel globo de luz.
-¿Es un hada, señor Maspero?-preguntó la joven, ajena a todo que no fuese la luz ni las palabras del ave.
"No, no lo es"
-Entonces, ¿es un ángel?
"No, no lo es"
-Ya lo sé. Son las entrañas de los bosques, el corazón de la madera y la conciencia de las ratas, ¿a que sí?
"¿De verdad no la reconoces, Éline? Es tu alma"
-¿Mi...alma?
La demente paró unos instantes, los suficientes para que la esfera de luz se perdiese en el horizonte. La pelirroja corrió calle abajo, pero ya no quedaba ni rastro de la esfera. Éline había perdido su alma otra vez, la esfera se había apagado porque algo grotesco se respiraba en el aire. Algo cubierto de sombras y humo, un humo tan oscuro que a Éline se le paró el corazón y los pulmones se le llenaban de los secretos que portaba una máscara sin dueño.
"La máscara sólo es una parte del escarlata ahogado"
-El señor Maspero es un majadero. Yo me río en la cara de esa máscara. ¡Si no tiene ni rostro! ¿cómo va a ver? ¿quién me va a ver?
Pero la máscara la vio. Éline se giró hasta tenerla frente a frente. Era la máscara de un hombre-¿o era un diablo?-que tenía cuerpo de humano y alma de gárgola. La escrutó con la mirada y le habló. La pelirroja ahogó un grito de sorpresa.
"Conoce al Señor Maspero, pero no puede verlo. Nadie puede, salvo yo, porque es mío. ¡Mío!"
Era la máscara que había apagado su luz. La demente quería escapar pero sus pies estaban anclados en la tierra. Todo se derretía ante ella, ¿con qué iba a huir?
"Con pies de madera""corre, corre que viene el lobo" "El lobo ha soplado y la ha apagado"
-Tú...-empezó a murmurar mientras se echaba hacia atrás.-Tú has apagado mi luz. ¡Has apagado mi luz! ¿con qué derecho?-la demente alzó el brazo aún ensangrentado y señaló al desconocido con el dedo. La rabia y la frustración se palpaban en cada palabra.
Éline Rimbaud- Fantasma
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Fecha de inscripción : 16/07/2010
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Re: You may be a sinner, but your innocence is mine [Éline Rimbaud]
Y para respuestas sonadas, allí estaba la presión de su rostro por sobre el ambiente de insana quietud que empezó a devorarlos a su alrededor, sin atreverse a profanar aquel cúmulo de ojos, azul sobre azul en tonalidades tan distintas como sus almas. O quizá no tanto... ¿en qué se diferenciaba el agua de un barreño dejado, de la que placaba el mar en toda su magnificencia impoluta? Fausto sentía reparos sólo con empezar siquiera a compararse con nada de aquella figura desconocida y desgraciada, un viandante más que se pisoteaba a sí mismo, chapoteando entre el barro de su mediocridad. Tan despojado de lo que podría rescatar su vida que ni el alcance de un precepto humano como el dinero era capaz de volcarse en el resultado de su apariencia física.
Curioso que a Fausto le diera por pensar en rescates, como si la presencia de llamas por todo su cuerpo no inspirase un mínimo de socorro, incluso para la perspectiva más poderosa de todas. Pero el caso es que no lo necesitaba, las llamas formaban parte de él, incluso las llamas marchitas que correteaban por el pelo de aquella joven vagabunda que había tenido la incomprensible necesidad de seguir. ¿Qué Diablos pasaba? ¿Qué estaba ocurriendo al otro lado de esa vida insulsa, incluso en los escondrijos más impensables? Locos había a rabiar, de locos estaba hecho el mundo -loco también estaba él, desde los diez años-. Y a pesar de todo, la locura no sólo llamaba a las puertas de su estudio, sino a las de su interés, que en su caso era prácticamente lo mismo.
'Tú... Tú has apagado mi luz. ¡Has apagado mi luz! ¿con qué derecho?'
Fausto no sonrió, pero algo dentro de él lo hizo. ¿Cómo resistirse a las visiones de alguien que no distinguía los parajes de la existencia? ¿O mejor aún: que los vivía sin aparente conexión con los insulsos boletos de la tierra? Con esos anteojos invisibles, manchados de los restos de sí misma y las barreras de su propia realidad corrompida, ¿habría podido ver mejor que ningún otro ciudadano de a pie lo que restaba dentro de él? ¿Lo que la coraza de los órganos de aquel hombre vil usaba para andar entre muchedumbre ajena a todo su poder? Una errabunda de joven edad, de deslucido aspecto, vulnerable envoltura, cuerpo de mil soluciones que acabar destiñéndose como el colorante, deshaciéndose como las cenizas... Y aun así, de una mirada excitante porque no estaba limitada por los parámetros del espacio ni del tiempo, una mirada tan viajera como certera y llave de todas las formas que Fausto poseería para dominar exterior e interior. No importaba de qué, de quién, de dónde o de cuándo.
¿Que yo he apagado tu luz? Soy el infierno cabalgando sobre carne y hueso, en todo caso, seré quien avive tus llamas, infeliz.
Hablándole en el mismo idioma sólo porque podía... y no se estaba refiriendo al francés. Se fijó entonces en la sangre borbotando de su piel y no dudó lo más mínimo en dar dos pasos, como el acero pesado que marcaba la llamada de su poderío en el sonido de sus pisadas para los más ignorantes. Agarró su brazo, entre la muñeca y el codo, de modo firme, aunque lejos de violencia aparente, cual fuerza sobrehumana que hace parecer sencillas las cosas difíciles. Procuró no mancharse de su sangre, harapienta e inferior e indigna, y lo elevó para examinarlo, mientras lo acercaba a su nariz y olfateaba el tétrico líquido que vino acompañado de las cosquillas del aire de sus orificios.
Herida hecha con los restos quemados de una tubería ajada. Una camada de leprosos que podrían acampar en un sistema nervioso y generar violentas contracciones musculares, por no hablar de una infección en la carne -murmuró, más para sí mismo que para su nuevo libro de ciencias y sin ninguna dilación ni mucho menos explicación, Fausto arrastró a la muchacha de ese mismo brazo, procurando marcar su ritmo, pero llevándola sin brusquedad ni hastío, incluso cuando ni siquiera le importaba (¿y no le importaba? ¿Todavía eran ciertas afirmaciones del tipo?).
La condujo hasta un portal desconocido, encajado en mitad de uno de tantos callejones estrechos, repletos de la oscuridad que necesitaba para su cometido (¿cuál de ellos? ¿cuál de todos?). Colocó a la chica entre los primeros escalones de la puerta y la parte derecha que, metros más delante, tenía su esquina. ¿Huida o revelación? ¿Cómo reaccionaría aquel soporte distorsionado ante lo que Fausto le ofrecía en el lenguaje de su locura? El alemán volvió a comprobar su brazo dolorido y extrajo un pañuelo de su bolsillo que tajó con un simple movimiento a los dos segundos y que utilizó para amordazar la sangre femenina y utilizar la unión para extraer los restos del objeto punzante que amenazaban su desperdiciado organismo de clase baja. Precisaba entonces de agua, pero al no llevar nada que se le pareciera encima, utilizó el otro trozo de la tela rota para embadurnarlo de su propia saliva y rociar todo el perímetro dañado.
Sólo entonces, parte de sí mismo fuera y parte de ella misma fuera, se dio cuenta de que ya empezaba a exponerse. No a una enfermedad, no a esa enfermedad. Fausto y la vagabunda se miraron fijamente, mientras la sangre finalmente acababa tocando parte de los dedos de él. Pero ya había dejado de importarle.
Curioso que a Fausto le diera por pensar en rescates, como si la presencia de llamas por todo su cuerpo no inspirase un mínimo de socorro, incluso para la perspectiva más poderosa de todas. Pero el caso es que no lo necesitaba, las llamas formaban parte de él, incluso las llamas marchitas que correteaban por el pelo de aquella joven vagabunda que había tenido la incomprensible necesidad de seguir. ¿Qué Diablos pasaba? ¿Qué estaba ocurriendo al otro lado de esa vida insulsa, incluso en los escondrijos más impensables? Locos había a rabiar, de locos estaba hecho el mundo -loco también estaba él, desde los diez años-. Y a pesar de todo, la locura no sólo llamaba a las puertas de su estudio, sino a las de su interés, que en su caso era prácticamente lo mismo.
'Tú... Tú has apagado mi luz. ¡Has apagado mi luz! ¿con qué derecho?'
Fausto no sonrió, pero algo dentro de él lo hizo. ¿Cómo resistirse a las visiones de alguien que no distinguía los parajes de la existencia? ¿O mejor aún: que los vivía sin aparente conexión con los insulsos boletos de la tierra? Con esos anteojos invisibles, manchados de los restos de sí misma y las barreras de su propia realidad corrompida, ¿habría podido ver mejor que ningún otro ciudadano de a pie lo que restaba dentro de él? ¿Lo que la coraza de los órganos de aquel hombre vil usaba para andar entre muchedumbre ajena a todo su poder? Una errabunda de joven edad, de deslucido aspecto, vulnerable envoltura, cuerpo de mil soluciones que acabar destiñéndose como el colorante, deshaciéndose como las cenizas... Y aun así, de una mirada excitante porque no estaba limitada por los parámetros del espacio ni del tiempo, una mirada tan viajera como certera y llave de todas las formas que Fausto poseería para dominar exterior e interior. No importaba de qué, de quién, de dónde o de cuándo.
Sólo el porqué se arroparía a un costado de él, como insignificante emotivo.
¿Que yo he apagado tu luz? Soy el infierno cabalgando sobre carne y hueso, en todo caso, seré quien avive tus llamas, infeliz.
Hablándole en el mismo idioma sólo porque podía... y no se estaba refiriendo al francés. Se fijó entonces en la sangre borbotando de su piel y no dudó lo más mínimo en dar dos pasos, como el acero pesado que marcaba la llamada de su poderío en el sonido de sus pisadas para los más ignorantes. Agarró su brazo, entre la muñeca y el codo, de modo firme, aunque lejos de violencia aparente, cual fuerza sobrehumana que hace parecer sencillas las cosas difíciles. Procuró no mancharse de su sangre, harapienta e inferior e indigna, y lo elevó para examinarlo, mientras lo acercaba a su nariz y olfateaba el tétrico líquido que vino acompañado de las cosquillas del aire de sus orificios.
Herida hecha con los restos quemados de una tubería ajada. Una camada de leprosos que podrían acampar en un sistema nervioso y generar violentas contracciones musculares, por no hablar de una infección en la carne -murmuró, más para sí mismo que para su nuevo libro de ciencias y sin ninguna dilación ni mucho menos explicación, Fausto arrastró a la muchacha de ese mismo brazo, procurando marcar su ritmo, pero llevándola sin brusquedad ni hastío, incluso cuando ni siquiera le importaba (¿y no le importaba? ¿Todavía eran ciertas afirmaciones del tipo?).
La condujo hasta un portal desconocido, encajado en mitad de uno de tantos callejones estrechos, repletos de la oscuridad que necesitaba para su cometido (¿cuál de ellos? ¿cuál de todos?). Colocó a la chica entre los primeros escalones de la puerta y la parte derecha que, metros más delante, tenía su esquina. ¿Huida o revelación? ¿Cómo reaccionaría aquel soporte distorsionado ante lo que Fausto le ofrecía en el lenguaje de su locura? El alemán volvió a comprobar su brazo dolorido y extrajo un pañuelo de su bolsillo que tajó con un simple movimiento a los dos segundos y que utilizó para amordazar la sangre femenina y utilizar la unión para extraer los restos del objeto punzante que amenazaban su desperdiciado organismo de clase baja. Precisaba entonces de agua, pero al no llevar nada que se le pareciera encima, utilizó el otro trozo de la tela rota para embadurnarlo de su propia saliva y rociar todo el perímetro dañado.
Sólo entonces, parte de sí mismo fuera y parte de ella misma fuera, se dio cuenta de que ya empezaba a exponerse. No a una enfermedad, no a esa enfermedad. Fausto y la vagabunda se miraron fijamente, mientras la sangre finalmente acababa tocando parte de los dedos de él. Pero ya había dejado de importarle.
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Re: You may be a sinner, but your innocence is mine [Éline Rimbaud]
La oscuridad de aquel hombre la devorada, la noche carcomía sus recuerdos y las larvas los tejían sin convertirse después en aladas. Sólo las notas de un violín lejano sabía el porqué de esa reunión furtivo con aquel extraño que no lo era tanto. Si el señor Maspero la hubiese avisado de lo que la ventura le deparaba, quizá nunca se hubiese acercado. Esa máscara impertérrita también la ahogaría como lo hacía la Víbora, aunque de otra manera diferente; más dolorosa y con menos espinas, sin sangre pero con lágrimas. Mas como para todo ello quedaba algún tiempo y yo sólo soy un mero trovador de las andazas de la pelirroja, poco puedo adelantar de la figura, ésa que en aquel momento aferraba el brazo de Éline con vehemencia mientras ella intentaba zafarse. ¿Profecía? El azar no tenía cabida en este primer acto.
"Nadie escapa del lobo"
"No es un lobo, parece un diablo"
Es las dos cosas y muchas más"
"No es nada. Me apagó el alma, no es nada; sólo muerte"
La figura la arrastró hasta un rincón muy oscuro, pero no lo suficiente para que Éline no pudiese ver al hombre, aquella máscara desconocida que prometía traer más delirios irrisorios que sabores de rima con exceso. Pero si a Éline le molestaba algo, no era su herida borbotante, sino la pérdida inconsciente de lo que ella llamaba "alma" pero que no era más que otro rasgo subyacente de su tortuosa locura.
"Sin guía, sólo quedan los rondadores nocturnos"
El hombre inspeccionaba la herida, pero la demente ni si quiera era consciente de su plena presencia, sólo la esfera cobraba importancia en sus turbulentas corrientes de pensamiento.
-Mi luz, tengo que ir a por ella. Mi luz, tengo que...-entre agitaciones, quejas, convulsiones y sacudidas, la demente murmuraba lo mismo una y otra vez, dificultando la labor del hombre. El pinchazo era cada vez más supurante y nocivo, corroyendo sus venas. Quemaba como el veneno de la Víbora, aunque éste era más sutil y vaporoso.
"El aguijón pincha y duele, pero sin la luz la luna no será llena. ¿Qué lobo aullará entonces?"
El veneno era como una mosca incesante que sobrevolaba por debajo de su piel, filtrándose, extendiéndose. ¿Qué es lo que decía la Víbora? "No se irá, nunca se irá. Podrás ignorarlo, pero yo sabré que está ahí. Porque es mi ponzoña la que se propaga por todo tu ser" Pero las ruines palabras eran como río seco para ella "¿Y la luz?" "¿Y la luz?"
De pronto, la luz se perdió en los revueltos pensamientos pelirrojos y Éline dejó de agitarse. Se llevó una mano a la herida vendada, palpándola. La sangre había dejado de fluir, aunque la huella de la acción seguía estando allí.
-¿Has sido tú? ¿Tú has parado el dolor?-la expresión de la demente denotaba sorpresa, pero después entrecerró los ojos en una mueca de aparente desconfianza y disgusto-¿Por qué? ¿Por qué me lo has quitado? El dolor era mío y la Víb...
La pelirroja no terminó la frase. En frente de ella, la luz volvió a aparecer. Quedó unos instantes flotando sobre el aire y para después pasar como un rayo por delante de la demente.
-Estaba ahí, señor Maspero. Estaba ahí.
"Síguela"
La perturbada se levantó agilmente, sin que el hombre pudiese-o quisiese-detenerla y marchó en pos de la esfera luminosa. Ésta se había detenido en medio de la calle adoquinada, cuando Éline llegó a su altura la esfera descendió hasta posarse en sus manos. Pero lo que antes había sido un cúmulo refulgente, ya no lo era. Una brújula apuntaba hacia atrás, hacia el camino que acababa de recorrer. Éline se giró y vio, a lo lejos, a la máscara, al lobo, a la gárgola, al demonio y al hombre. Los vio a todos ellos en uno, que la observaban sin acercarse aún demasiado.
"¿Lo entiendes, Éline?"
Y Éline lo comprendió.
"Nadie escapa del lobo"
"No es un lobo, parece un diablo"
Es las dos cosas y muchas más"
"No es nada. Me apagó el alma, no es nada; sólo muerte"
La figura la arrastró hasta un rincón muy oscuro, pero no lo suficiente para que Éline no pudiese ver al hombre, aquella máscara desconocida que prometía traer más delirios irrisorios que sabores de rima con exceso. Pero si a Éline le molestaba algo, no era su herida borbotante, sino la pérdida inconsciente de lo que ella llamaba "alma" pero que no era más que otro rasgo subyacente de su tortuosa locura.
"Sin guía, sólo quedan los rondadores nocturnos"
El hombre inspeccionaba la herida, pero la demente ni si quiera era consciente de su plena presencia, sólo la esfera cobraba importancia en sus turbulentas corrientes de pensamiento.
-Mi luz, tengo que ir a por ella. Mi luz, tengo que...-entre agitaciones, quejas, convulsiones y sacudidas, la demente murmuraba lo mismo una y otra vez, dificultando la labor del hombre. El pinchazo era cada vez más supurante y nocivo, corroyendo sus venas. Quemaba como el veneno de la Víbora, aunque éste era más sutil y vaporoso.
"El aguijón pincha y duele, pero sin la luz la luna no será llena. ¿Qué lobo aullará entonces?"
El veneno era como una mosca incesante que sobrevolaba por debajo de su piel, filtrándose, extendiéndose. ¿Qué es lo que decía la Víbora? "No se irá, nunca se irá. Podrás ignorarlo, pero yo sabré que está ahí. Porque es mi ponzoña la que se propaga por todo tu ser" Pero las ruines palabras eran como río seco para ella "¿Y la luz?" "¿Y la luz?"
De pronto, la luz se perdió en los revueltos pensamientos pelirrojos y Éline dejó de agitarse. Se llevó una mano a la herida vendada, palpándola. La sangre había dejado de fluir, aunque la huella de la acción seguía estando allí.
-¿Has sido tú? ¿Tú has parado el dolor?-la expresión de la demente denotaba sorpresa, pero después entrecerró los ojos en una mueca de aparente desconfianza y disgusto-¿Por qué? ¿Por qué me lo has quitado? El dolor era mío y la Víb...
La pelirroja no terminó la frase. En frente de ella, la luz volvió a aparecer. Quedó unos instantes flotando sobre el aire y para después pasar como un rayo por delante de la demente.
-Estaba ahí, señor Maspero. Estaba ahí.
"Síguela"
La perturbada se levantó agilmente, sin que el hombre pudiese-o quisiese-detenerla y marchó en pos de la esfera luminosa. Ésta se había detenido en medio de la calle adoquinada, cuando Éline llegó a su altura la esfera descendió hasta posarse en sus manos. Pero lo que antes había sido un cúmulo refulgente, ya no lo era. Una brújula apuntaba hacia atrás, hacia el camino que acababa de recorrer. Éline se giró y vio, a lo lejos, a la máscara, al lobo, a la gárgola, al demonio y al hombre. Los vio a todos ellos en uno, que la observaban sin acercarse aún demasiado.
"¿Lo entiendes, Éline?"
Y Éline lo comprendió.
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Re: You may be a sinner, but your innocence is mine [Éline Rimbaud]
Cause I’m gonna ride or die
Whether you fail or fly
Well shit, at least you tried
But when you walked out that door, a piece of me died...
{Blue Jeans, Lana del Rey}
El camino cayó bajo las botas del cazador cuando sus pasos mancharon de negro la senda hacia ese péndulo mortal de la demencia. Una demencia con patas, que volvía a mirarle, esa vez a lo lejos, desde lo que su inagotable búsqueda, invisible e imperfecta, le había hecho disponer como patética distancia entre él y la muchacha que se perdía en sí misma.
O quizá no en sí misma… Quizá precisamente el alemán había quedado tan absorbido (pues respecto a él, sí, la palabra era letal, demoledora, degradante, pero inequívoca) sólo porque la extraña vagabunda no se quedaba únicamente en su propia mente, sino que las fronteras intangibles de sus ojos locos, de su mundo abstracto, de su forma de verlo y vivirlo, tenían un alcance etéreo; eran mucho más reveladoras que las de cualquier paseante vulgar que ahora caminara en torno a ellos. La prueba yacía en que los demás ni siquiera reparaban en la potencia sobrecogedora que desprendía aquella pareja a través de la letanía de su propia mirada. Una mirada atrapada en su atemporalidad, dominada por su presencia eterna, condenada a perpetuarse en la desgracia desde su primera concepción. Durante aquellos instantes de seguir contemplándose como si el páramo al que aspiraban ambos respondiera a todas las preguntas con ese gesto tan posible para todos los seres vivientes, incluso los ciegos, ni Fausto ni la mujer podrían haber estado más próximos, por mucho que el espacio renegara de ese hecho.
Puesto que era un hecho… Cualquier cosa junto al profesor de teología estaba maldecida por la rueca humeante de la verdad más arrugada y absoluta.
Fausto terminó de arrinconar la esfera luminosa que ahora se escondía en su abrigo oscuro, temblando ante la proximidad de la que volvía a contentarse, con su poder y sus capacidades y sus pupilas azules y gélidas de arte. En tanto contemplaba a la demencia con patas otra vez a pocos centímetros, el hombre grande gruñó para sus adentros, asqueado por pura inercia, porque no se hallaba acostumbrado a que una zarrapastrosa aparentemente aleatoria se le apareciera como el objeto ideal para el análisis de lo más incomprensible, de lo más inabarcable, de algo que no guardaban el resto de cuerpos enfermos con los que se había ido topando. Su intuición nunca flaqueaba, si Fausto poseía aquel presentimiento sobre aquella chica no podía encontrarse en un error, por lo que no iba a desperdiciar su tiempo con ella. Sin embargo, el calibre de cuanto estaba experimentando resultaba tan arrollador que simplemente debía negárselo, debía apartárselo de él lo máximo posible mientras quisiera estudiarlo de cerca. Porque los libros de ciencias, de literatura, de conocimientos, de poderes no tenían el pelo rojo ni los orbes añiles ni el cuerpo femenino de las calles. No podía entretenerse con la portada de un libro y adivinar desde allí todo su contenido, incluso llegar a ignorarlo para perderse antes, incluso, de llegar a su introducción. No podía, no debía, no quería. Y no lo haría. Por las cenizas de Georgius y las brasas del amanecer que no lo haría.
Él volvió a cogerla del brazo, del que no llevaba la herida, entonces con menos miramientos, y el hombre y la mujer se adentraron más y más por las callejuelas, sus pisadas se tropezaron entre sí para no cesar su rumbo, ni el que conocía su destino ni el que estaba siendo obligado a hacerlo. Fausto la condujo hacia la plaza que coronaba aquel barrio tan insulso, pero significativo, provocando que caminara entre el correr de los niños que jugaban a lanzarse piedras, de las señoras que sujetaban sus zurrones sin esperanza para los rateros y los ruidos generales del gentío implacable que continuaba pintarrajeando la mediocridad del día a día. Un sitio repleto de aparente nada, de aparente vacío de no ser porque incluso peones tan insignificantes como los que lo formaban en su cotidianeidad pertenecían al cúmulo de recuerdos de la primera vez que llegó a París, cuando su mentor todavía existía, y de la segunda, cuando regresó con el instinto predador a prueba de toda criatura de la noche y arquitectura milenaria.
¿Qué ves? –le preguntó cerca de la oreja y parte de sus cabellos, cuando se situaron en uno de los escalones superiores que daban al centro de toda la algarabía. Fausto finalmente soltó a la pelirroja y aspiró, apenas de un modo perceptible, el aire tan ampuloso como renovador de aquellos rincones- ¿Qué escuchas? –reincidió, y se alejó de la chica unos metros para ponerse a dar vueltas alrededor de ella, de forma lenta y metódica, observándola y observando el entorno, con su enorme reloj centrado en el edificio más alto- ¿Qué hay?
Última edición por Fausto el Lun Ene 14, 2013 8:19 pm, editado 4 veces
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: You may be a sinner, but your innocence is mine [Éline Rimbaud]
[justify]Si la honesta flecha no hubiese aparecido, si la brújula cortante no hubiese girado, tal vez y sólo tal vez, la historia hubiese sido menos triste de lo que fue, mas ¿qué era Éline sino la tragedia misma? Pero no quiere adelantar acontecimientos este tímido narrador, así pues, volvamos a donde estábamos...
Como presa, la pelirroja esperaba tensa; como cazador, la sombra avanzaba imperturbable. Pero un destino diferente se cruzaba en el haber incierto, porque de ser ella gacela y él león, no habría más que el testimonio del instinto, pero éso se lo reservaba mejor a la víbora de rasgados dientes, que de ser de otra manera-y así era-para la pelirroja y el león había más de un posible encuentro, si la flecha no había sido deshonesta.
Y pudo haber corrido de nuevo, pero, esta vez, no había rincón posible. ¿Por qué él no se había marchado? ¿Qué más lo retenía allí? ¿El alma descarriada de un fantasma sin nombre? Si ella no era más que una lágrima derramada, una piedra en el camino del hado. Qué pequeña y sin consideración. No tenía más cabida que en una profunda humareda de enajenación licuada, sólo comprendida por ella misma y su desdichado narrador. Entonces, ¿qué ser era aquel, cuyo rostro no se desencajaba al verla, tan irrisoria y etérea que parecía no ser de este mundo? Pero es que no habían ojos en ese velo helado, y Éline tampoco precisaba de ellos.
"Me cree loca sin saber, que en realidad vivo en esta dimensión y una más allá, que la razón no alcanza a perpetrar los hilos ilícitos de la realidad"
Si huía ahora, jamás llegarían los sueños desvelados. Nunca conocería al lobo, ni la nieve derretida, ni las chispas de un fuego sutil. No habrían más tormentas; sólo ella y su Señor Maspero, como siempre había sido. Y de vez en cuando, la perforación réproba de la serpiente. Sí, pudo haber corrido, y sin embargo...
"No quieres huir. La flecha señala, nunca miente"
El desconcierto se averiguó en los sesgados ojos de la pelirroja, al verse atrapada por segunda vez por la mano de aquella máscara inaccesible. Por un momento, la liviana mirada de la joven se detuvo en ese par de bolsas oscuras, tétricas, profundas, sabias y agonizantes. Y siendo las tripas de los sapos, u otros animales igual de infectos, enroscadas como espirales en torno a un aura corrupta, nuestra Éline tuvo la certeza, después de mucho tiempo, de ser instrumento de algo mucho más cruel que la mera locura.
-¿Por qué no has huído?-preguntó con desconcierto y espanto-¿Acaso no sabes que me llaman loca?
Como la tibieza de un cristal al romperse, como la explosión de miles de estrellas, como el vuelo de un cisne blanco, así era la risa de la demente, espeluznante y hermosa a la vez, cuando el lobo hizo su pregunta.
-Quieres saber qué veo, qué escucho y qué hay. Quieres saberlo todo, ¿no es así? ¿Y qué si te digo que no hay nada?-el tono de la demente se volvió más agresivo y amargo con cada palabra que pronunciaba.-No veo nada, salvo una corte de búhos, que esperan vernos caer para luego rapiñar lo que sea que quede de nosotros. No escucho nada, salvo los llantos y risas, casi humanas pero monstruosas. Y al final...Al final no hay nada, más que una perdición.
Y pudo haber corrido de nuevo, pero, esta vez, no había rincón posible. ¿Por qué él no se había marchado? ¿Qué más lo retenía allí? ¿El alma descarriada de un fantasma sin nombre? Si ella no era más que una lágrima derramada, una piedra en el camino del hado. Qué pequeña y sin consideración. No tenía más cabida que en una profunda humareda de enajenación licuada, sólo comprendida por ella misma y su desdichado narrador. Entonces, ¿qué ser era aquel, cuyo rostro no se desencajaba al verla, tan irrisoria y etérea que parecía no ser de este mundo? Pero es que no habían ojos en ese velo helado, y Éline tampoco precisaba de ellos.
"Me cree loca sin saber, que en realidad vivo en esta dimensión y una más allá, que la razón no alcanza a perpetrar los hilos ilícitos de la realidad"
Si huía ahora, jamás llegarían los sueños desvelados. Nunca conocería al lobo, ni la nieve derretida, ni las chispas de un fuego sutil. No habrían más tormentas; sólo ella y su Señor Maspero, como siempre había sido. Y de vez en cuando, la perforación réproba de la serpiente. Sí, pudo haber corrido, y sin embargo...
"No quieres huir. La flecha señala, nunca miente"
El desconcierto se averiguó en los sesgados ojos de la pelirroja, al verse atrapada por segunda vez por la mano de aquella máscara inaccesible. Por un momento, la liviana mirada de la joven se detuvo en ese par de bolsas oscuras, tétricas, profundas, sabias y agonizantes. Y siendo las tripas de los sapos, u otros animales igual de infectos, enroscadas como espirales en torno a un aura corrupta, nuestra Éline tuvo la certeza, después de mucho tiempo, de ser instrumento de algo mucho más cruel que la mera locura.
-¿Por qué no has huído?-preguntó con desconcierto y espanto-¿Acaso no sabes que me llaman loca?
Como la tibieza de un cristal al romperse, como la explosión de miles de estrellas, como el vuelo de un cisne blanco, así era la risa de la demente, espeluznante y hermosa a la vez, cuando el lobo hizo su pregunta.
-Quieres saber qué veo, qué escucho y qué hay. Quieres saberlo todo, ¿no es así? ¿Y qué si te digo que no hay nada?-el tono de la demente se volvió más agresivo y amargo con cada palabra que pronunciaba.-No veo nada, salvo una corte de búhos, que esperan vernos caer para luego rapiñar lo que sea que quede de nosotros. No escucho nada, salvo los llantos y risas, casi humanas pero monstruosas. Y al final...Al final no hay nada, más que una perdición.
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Re: You may be a sinner, but your innocence is mine [Éline Rimbaud]
Fausto no dejó de contemplarla mientras la chica respondía a sus preguntas, una a una, con la habilidad de un muerto en vida. Sus expresiones iban más allá incluso de lo que él estaría dispuesto a describir, totalmente contrario a embellecer el cuaderno de bitácora que habitaba en su mente (y aquello era decir demasiado, aquello no sucedía nunca… por eso Fausto evitaba, entonces, mantener conversación con ninguna de sus partes del cuerpo). No se había equivocado, seguía sin equivocarse jamás, pero no todos sabían corroborárselo de aquella manera que tenía la chiquilla, tan demente y desperdigada y hecha añicos. Tan ineludible por no apoyarse en lógica alguna y vencerla a pesar de todo.
El cazador estaba preparado. Para investigarla, para hacerse con aquel modo de locura que no sólo podía entender, sino también ser correspondido en aquella comprensión que escupía en la cara a nadie que no fuera él. Ahora de repente se amedrentaba delante de la pordiosera para detenerse a mirarla de cerca, a analizar los fragmentos de los que estaba hecho su rostro, fiel reflejo de su propia realidad, aunque sólo alguien tan descompuesto como Fausto pudiera verlo. Llegaba un momento en que parecían dos espejos contemplándose entre sí, creando un bucle infinito que tenía la razón por encima de todo y que ninguna de las cosas que sacaban en común aguardaba un final feliz. Pero, ¿quién sería ninguno de los dos en el presente, si Fausto o aquella muchacha opusieran resistencia a su destino? Seguro que menos de lo que eran, porque aun con el dolor chorreando por sus siluetas, continuaban en pie. Quizá… para algún día encontrarse entre las calles mugrientas de París y ver una soledad pronunciada, pero inexistente.
Indagar sobre la esquizofrenia que brillaba a través de las pupilas de aquella joven acribillaban su punto débil: la sed de conocimiento. Y aquello predominaba entonces, sin ningún tipo de consideración hacia el riesgo… Tal vez porque eso también era su punto débil, porque su masoquismo movía montañas y aunque se escondía muy en el fondo de su ser, ajeno a cualquier persona con razonamiento y cautela que se encogiera ante él por temor a su presencia, lo definía de tal forma que sólo por ese motivo era posible percibirlo en la vagabunda que hablaba con su ruiseñor. O más bien, percibir que lo percibía… no importaba si estaba redundando en el hecho hasta límites insospechados, el problema no era sólo que la chica supiera, sino que él supiera que sabía… Pero, ¿acaso había algo que Fausto no se hubiera propuesto saber? ¿No era eso cavar su propia tumba, entonces? ¿Y encerrarse para siempre con aquella niña, digna de morir abrazada a su pecho?
Estaba delirando. Deliraba. Fausto, y no otro. Deliraba. Porque sólo se trataba de una puñetera infeliz que había tenido la desgracia de acabar en su punto de mira, una simple mortal cuya razón carecía de ataduras del mundo exterior, sin los pros de los que Fausto, igualmente loco, disponía. ¿Qué hacía temiendo por algo? ¿Qué hacía acordándose de Georgius y la India? ¿Qué hacía, que nada de eso podía ser visto a través de su pétrea coraza y, sin embargo, allí estaba, en el lenguaje de la demencia de aquella zorra deshuesada?
Hasta poesía podía enhebrarse de su cruz. No importaba si se debía a que la chiflada no representara una amenaza palpable y, no obstante, sintiera que le saqueaba varios de sus parámetros. Fausto iría en pos de ella, no se detendría en su cruzada personal por vencerlo todo para acumularlo en el baúl de sus conocimientos. El armario, la mansión, el objeto que se ajustara mejor para la metáfora de su grandiosidad, lo que fuera, pero ahí estaría… Invicto, como siempre. Ignoraría su instinto para dar prioridad al cometido que llevaba tatuado muy cerca de los cuernos del macho cabrío. Ya había dicho que no pensaba entretenerse con la portada del libro, y así sería hasta que estuviera en su mano… o hasta nuevo aviso.
Ah, mirad a la pobrecita… ¿No me digas que te crees especial por estar loca? –chistó y se detuvo finalmente, a tres cuartos de su cabeza y su espalda, muy cerca de la nuca y el cuello que su aliento rastreaba con escalofriante desconsideración, tan seductora como el peligro al que se arrastraban mutuamente- Ningún ser vivo escapa al juicio de su alma, marchita desde que viene al mundo. Los locos sólo somos conscientes de que nada merece la pena hasta entonces.
Fausto buscó su mirada desde allí, notando cómo el leve dolor le invadía el cuerpo de una acción incómoda dada las posiciones, y no se permitió reflexionar sobre lo que él mismo había dicho. Nuevamente, agarró a la joven de la muñeca y la condujo por la algarabía de la plaza, arrastrando esa vez un número mayor de miradas por parte de la gente que seguía sin importarle lo más mínimo. Caminaron juntos por el mapa de una existencia que ahora les contemplaba muy atenta, teniendo por fin reunidos a esos hilos, rojos como la sangre, que contrarios a deshacer su unión después de la muerte, se enterrarían juntos. Hondo y hondo y hondo.
¿Tienes miedo a limpiarte tu desgracia, cachorra? –espetó, nada más estar frente a la fuente y proceder a agarrar a la pelirroja en brazos para meterla en el agua, como si fuera una madre lavando a su recién nacido- No puedes, porque tu cuerpo jamás será inmune, no importa lo que hagas con él, si no te coses a la piel cada parte de tu alma. Entonces ni siquiera el agua podrá alterar tu locura… -la retuvo contra él, salpicándose también con el contenido acuático y arriesgándose a perder el equilibrio y caer con ella también- El agua puede con cualquier espacio, se amolda sin reparos, es necesaria incluso dentro de nosotros. Puede reflejarlo todo sin ser nada, es pura e infinita… Es perfecta – con la mano empapada hasta el codo, le agarró de la barbilla para que dejara de moverse y le mirara directamente a las pupilas-. Seguro que tu señor Maspero reniega de ella sólo porque los pájaros no pueden volar, si se les mojan las alas -aproximó otra vez sus labios a su oreja para sususurrarle:'No dejes que te engañe, maldita ignorante.'
El cazador estaba preparado. Para investigarla, para hacerse con aquel modo de locura que no sólo podía entender, sino también ser correspondido en aquella comprensión que escupía en la cara a nadie que no fuera él. Ahora de repente se amedrentaba delante de la pordiosera para detenerse a mirarla de cerca, a analizar los fragmentos de los que estaba hecho su rostro, fiel reflejo de su propia realidad, aunque sólo alguien tan descompuesto como Fausto pudiera verlo. Llegaba un momento en que parecían dos espejos contemplándose entre sí, creando un bucle infinito que tenía la razón por encima de todo y que ninguna de las cosas que sacaban en común aguardaba un final feliz. Pero, ¿quién sería ninguno de los dos en el presente, si Fausto o aquella muchacha opusieran resistencia a su destino? Seguro que menos de lo que eran, porque aun con el dolor chorreando por sus siluetas, continuaban en pie. Quizá… para algún día encontrarse entre las calles mugrientas de París y ver una soledad pronunciada, pero inexistente.
Indagar sobre la esquizofrenia que brillaba a través de las pupilas de aquella joven acribillaban su punto débil: la sed de conocimiento. Y aquello predominaba entonces, sin ningún tipo de consideración hacia el riesgo… Tal vez porque eso también era su punto débil, porque su masoquismo movía montañas y aunque se escondía muy en el fondo de su ser, ajeno a cualquier persona con razonamiento y cautela que se encogiera ante él por temor a su presencia, lo definía de tal forma que sólo por ese motivo era posible percibirlo en la vagabunda que hablaba con su ruiseñor. O más bien, percibir que lo percibía… no importaba si estaba redundando en el hecho hasta límites insospechados, el problema no era sólo que la chica supiera, sino que él supiera que sabía… Pero, ¿acaso había algo que Fausto no se hubiera propuesto saber? ¿No era eso cavar su propia tumba, entonces? ¿Y encerrarse para siempre con aquella niña, digna de morir abrazada a su pecho?
Estaba delirando. Deliraba. Fausto, y no otro. Deliraba. Porque sólo se trataba de una puñetera infeliz que había tenido la desgracia de acabar en su punto de mira, una simple mortal cuya razón carecía de ataduras del mundo exterior, sin los pros de los que Fausto, igualmente loco, disponía. ¿Qué hacía temiendo por algo? ¿Qué hacía acordándose de Georgius y la India? ¿Qué hacía, que nada de eso podía ser visto a través de su pétrea coraza y, sin embargo, allí estaba, en el lenguaje de la demencia de aquella zorra deshuesada?
Hasta poesía podía enhebrarse de su cruz. No importaba si se debía a que la chiflada no representara una amenaza palpable y, no obstante, sintiera que le saqueaba varios de sus parámetros. Fausto iría en pos de ella, no se detendría en su cruzada personal por vencerlo todo para acumularlo en el baúl de sus conocimientos. El armario, la mansión, el objeto que se ajustara mejor para la metáfora de su grandiosidad, lo que fuera, pero ahí estaría… Invicto, como siempre. Ignoraría su instinto para dar prioridad al cometido que llevaba tatuado muy cerca de los cuernos del macho cabrío. Ya había dicho que no pensaba entretenerse con la portada del libro, y así sería hasta que estuviera en su mano… o hasta nuevo aviso.
Ah, mirad a la pobrecita… ¿No me digas que te crees especial por estar loca? –chistó y se detuvo finalmente, a tres cuartos de su cabeza y su espalda, muy cerca de la nuca y el cuello que su aliento rastreaba con escalofriante desconsideración, tan seductora como el peligro al que se arrastraban mutuamente- Ningún ser vivo escapa al juicio de su alma, marchita desde que viene al mundo. Los locos sólo somos conscientes de que nada merece la pena hasta entonces.
Fausto buscó su mirada desde allí, notando cómo el leve dolor le invadía el cuerpo de una acción incómoda dada las posiciones, y no se permitió reflexionar sobre lo que él mismo había dicho. Nuevamente, agarró a la joven de la muñeca y la condujo por la algarabía de la plaza, arrastrando esa vez un número mayor de miradas por parte de la gente que seguía sin importarle lo más mínimo. Caminaron juntos por el mapa de una existencia que ahora les contemplaba muy atenta, teniendo por fin reunidos a esos hilos, rojos como la sangre, que contrarios a deshacer su unión después de la muerte, se enterrarían juntos. Hondo y hondo y hondo.
¿Tienes miedo a limpiarte tu desgracia, cachorra? –espetó, nada más estar frente a la fuente y proceder a agarrar a la pelirroja en brazos para meterla en el agua, como si fuera una madre lavando a su recién nacido- No puedes, porque tu cuerpo jamás será inmune, no importa lo que hagas con él, si no te coses a la piel cada parte de tu alma. Entonces ni siquiera el agua podrá alterar tu locura… -la retuvo contra él, salpicándose también con el contenido acuático y arriesgándose a perder el equilibrio y caer con ella también- El agua puede con cualquier espacio, se amolda sin reparos, es necesaria incluso dentro de nosotros. Puede reflejarlo todo sin ser nada, es pura e infinita… Es perfecta – con la mano empapada hasta el codo, le agarró de la barbilla para que dejara de moverse y le mirara directamente a las pupilas-. Seguro que tu señor Maspero reniega de ella sólo porque los pájaros no pueden volar, si se les mojan las alas -aproximó otra vez sus labios a su oreja para sususurrarle:'No dejes que te engañe, maldita ignorante.'
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Re: You may be a sinner, but your innocence is mine [Éline Rimbaud]
Lluvia. Sólo había lluvia. No en el cielo, ni en suelo, ni en el infierno. Había lluvia en su cabeza. Gotas de pérfida demencia chorreaban por sus cabellos rojizos. Una, luego otra, y después otra; la última. Éline quería beber de ese agua. La necesitaba, necesitaba su locura. ¿No lo entendía el Lobo? ¿Por qué iba a querer “limpiarse”, como él había dicho? Si era lo único que tenía, lo que le había dejado la Víbora. Y tan aferrada estaba a su propia desdicha que la pelirroja sentía que la amaba por encima de todo. Porque no podía ser ni de uno ni de otro. Arriba, abajo, cielo o infierno, no significaban nada para ella. Éline sólo existía en el mundo. Existía y esperaba a dejar de existir, porque no había más que hacer en ese ridículo escenario. ¡Si estaba loca! ¡si los gusanos se la comían por dentro! No había nada más que pudiera aprender, porque todo lo que fue ya estaba. Por eso Éline decidió esperar, sólo esperar, estancada en la más inútil de las desesperaciones, porque ya no había ninguna lección más para ella. No fue hasta que sintió el contacto del agua sobre su piel cuando supo cuán equivocaba había estado todo este tiempo. Cuán mísera había sido y seguiría siendo, porque contra las penurias no había garras ni alas que pudiesen llevársela lejos. Porque su destino no era sólo el de esperar, era el de sufrir, y si había de hacerlo no sería sola, aunque ella lo prefiriese de ese modo, porque el destino nunca preguntaba.
El agua seguía cayendo, por su piel y por su cabello. Las gotas de la más maravillosa e insoportable demencia. El agua la limpiaba, y la pelirroja veía como se llevaba la suciedad de su carne, su cuerpo y su alma. La apartaban de ella; todas sus traiciones, sus demencias, sus fantasías monstruosas, sus condenaciones... el agua, el agua se llevaba su escudo.
-Basta. No quiero. No -Éline estaba temblando- No quiero más agua. Se lo está llevando todo. No quiero -su flacucho cuerpo no dejaba de tiritar mientras la demente luchaba por salir de esa prisión. La prisión del agua, que era peor que la suya propia. "Quiero salir. Quiero salir. Se lo está llevando todo, señor Maspero. Todo, y a mí me dejará sin nada". "Salir. Salir de aquí. Salir". Pero Éline no podía porque su cuerpo pesaba mucho. De pronto se encontró cruzando miradas con el Lobo, que sacó sus garras. Garras de lobo. Y enseñó sus colmillos. Colmillos de lobo. Y aulló con sus fauces. Fauces de lobo. Y le susurró con su voz. Voz de lobo
-Ignorante. Me llamas ignorante y eres tú el que no sabe -le espetó. ¿Acaso se pensaba que temía al Lobo? ¡No! No le daba miedo. Ni con sus garras, ni con sus dientes. Porque Éline era un pájaro y podría echar a volar antes de que él la atrapase con sus fauces.
"¿Ah sí? ¿estás segura, Éline? ¿Estás segura de que podrás volar?" No, la pelirroja no estaba segura. Es más, no quería estar segura. Tan sólo volaría, ahora mismo, en ese instante. Volaría lejos de él, porque así era mejor. Pero cuando intentó echar el vuelo, las alas imaginarias de Éline no se movieron; estaban mojadas. "Seguro que tu señor Maspero reniega de ella sólo porque los pájaros no pueden volar, si se les mojan las alas". Aquello desconsoló a la pelirroja. "Está hecho, señor Maspero. Está hecho" Sabía que estaría destinada al Lobo para siempre.
-Idiota. Lobo idiota -dijo con suavidad, pena, dolor y amargura- Me has mojado las alas y ya no puedo escapar. No lo ves, no lo ves todavía pero yo sí. ¡Huye, muere, vete ahora! -golpeaba con todas sus fuerzas el pecho del hombre para que retrocediese, se fuera y se escondiese. Pero lo único que quedó fue el patético intento de una debilucha vagabunda luchando contra algo que sabía que no podía controlar. "Porque me ha mojado las alas"-Si sigues adelante, nos matarás.
El agua seguía cayendo, por su piel y por su cabello. Las gotas de la más maravillosa e insoportable demencia. El agua la limpiaba, y la pelirroja veía como se llevaba la suciedad de su carne, su cuerpo y su alma. La apartaban de ella; todas sus traiciones, sus demencias, sus fantasías monstruosas, sus condenaciones... el agua, el agua se llevaba su escudo.
-Basta. No quiero. No -Éline estaba temblando- No quiero más agua. Se lo está llevando todo. No quiero -su flacucho cuerpo no dejaba de tiritar mientras la demente luchaba por salir de esa prisión. La prisión del agua, que era peor que la suya propia. "Quiero salir. Quiero salir. Se lo está llevando todo, señor Maspero. Todo, y a mí me dejará sin nada". "Salir. Salir de aquí. Salir". Pero Éline no podía porque su cuerpo pesaba mucho. De pronto se encontró cruzando miradas con el Lobo, que sacó sus garras. Garras de lobo. Y enseñó sus colmillos. Colmillos de lobo. Y aulló con sus fauces. Fauces de lobo. Y le susurró con su voz. Voz de lobo
-Ignorante. Me llamas ignorante y eres tú el que no sabe -le espetó. ¿Acaso se pensaba que temía al Lobo? ¡No! No le daba miedo. Ni con sus garras, ni con sus dientes. Porque Éline era un pájaro y podría echar a volar antes de que él la atrapase con sus fauces.
"¿Ah sí? ¿estás segura, Éline? ¿Estás segura de que podrás volar?" No, la pelirroja no estaba segura. Es más, no quería estar segura. Tan sólo volaría, ahora mismo, en ese instante. Volaría lejos de él, porque así era mejor. Pero cuando intentó echar el vuelo, las alas imaginarias de Éline no se movieron; estaban mojadas. "Seguro que tu señor Maspero reniega de ella sólo porque los pájaros no pueden volar, si se les mojan las alas". Aquello desconsoló a la pelirroja. "Está hecho, señor Maspero. Está hecho" Sabía que estaría destinada al Lobo para siempre.
-Idiota. Lobo idiota -dijo con suavidad, pena, dolor y amargura- Me has mojado las alas y ya no puedo escapar. No lo ves, no lo ves todavía pero yo sí. ¡Huye, muere, vete ahora! -golpeaba con todas sus fuerzas el pecho del hombre para que retrocediese, se fuera y se escondiese. Pero lo único que quedó fue el patético intento de una debilucha vagabunda luchando contra algo que sabía que no podía controlar. "Porque me ha mojado las alas"-Si sigues adelante, nos matarás.
Éline Rimbaud- Fantasma
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Fecha de inscripción : 16/07/2010
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Re: You may be a sinner, but your innocence is mine [Éline Rimbaud]
'Si sigues adelante, nos matarás.'
Tantos habían muerto ya, que le daba lo mismo. El mundo debía seguir girando hasta que los mismísimos bordes de la locura (porque el mundo trataba de dibujarle límites a la locura como si no fuera esa patética masa corpórea sin estilo ni ideas) gimieran que ya no estaban hechos ni para la inmortalidad. La inmortalidad se trataba de un error, más o menos útil, más o menos fascinante, pero un error, algo que no tenía que estar ahí, incluso si a causa de su destino, el propio Fausto había acabado siendo el propio Fausto. Los errores no siempre eran innecesarios. Ahí estaba entonces, corroborándolo con un rabo de lagartija, húmedo, agonizante y miserable, apresado entre sus brazos. Podía oler cierta intromisión de inmortalidad (no tenía por qué formar parte de su naturaleza) y de error (especialmente de error) en la muchacha perlada de agua y dolor que acababa de retener para sí mismo. Así que no, la muerte tendría que trabajárselo mejor para empezar a significar una amenaza.
Las palabras de la demente subían y bajaban por su torso, como si cada vez que las arrojara permanecieran lentamente en su vista, olfato y oído, dignas de un estudio tan enrevesado como el que se había propuesto invertir en aquel nuevo conejillo de Indias. ¿Se lo había propuesto, acaso? ¿O sencillamente no había podido resistirse? Pero qué estúpida alineación de ocurrencias. No había nada con lo que una simple (¿simple?) mente trastornada de clase baja fuera capaz de engañarle y hacer que confundiera su criterio con el destino. Los pálpitos del escenario mismo, retorcidos y revueltos por el cariz de la escena misma, se colaban a través de su piel y aunque estuviera en mitad de una fuente de agua, lograban que sintiera un poderoso ardor calumniando su estabilidad. Igual que si no estuviera en aquel barrio, ni en aquella ciudad, ni en aquel despojo circular llamado tierra. Igual que si la locura fuera un lugar distinto al que finalmente tenía acceso… Al menos, un acceso compartido.
¿Quién eres? –pronunció, por primera vez con la mirada perdida desde que había tropezado con aquel encuentro y su voz, tan grave y profunda como siempre, fue lo único que no varió y que le sirvió de ancla a la insípida realidad que todavía no estaba dispuesto a elevar. No en compañía.
Los golpes de la chica apenas movían su figura, endebles y maleables en su urgente resistencia. Los gritos, a veces ni siquiera escalaban hacia sus orejas, pero se escuchaban por el resto de la plaza, llamando la atención de la mayoría de personas que pasaban de largo o se detenían para no atreverse a intervenir; los verdaderos ignorantes que presenciaban las tragedias griegas de su generación sin hacer más de lo que, de todas maneras, no podían hacer. Habrían acabado también arrollados, puede que con un poco de suerte en comparación a la que esperaba cernirse sobre la pareja.
El agua no se lleva nada, el agua te reúne con todo. Mírate al espejo que te ofrece ahora y date cuenta de que aunque la evites por fuera, no dará resultado porque tu cuerpo está hecho de ella –replicó y su vista volvió a apearse a la existencia, juzgándola entonces con la punzada añil de su mirada-. Sí, definitivamente eres tú la ignorante.
No esperó más, porque entonces sólo serían más excusas para mancharse de mediocridad, si seguía cebando de expectativas a lo que obtendría de la muchacha sin que pasara todavía nada. No le importaba apostar por la tarea menos prometedora de todas, ya que hasta de la insignificancia misma alguien con una visión tan privilegiada como él podía sacar algo de partido. Lo que no soportaba era que el tiempo se le escurriera de los dedos entre epifanía y epifanía, y si encima le daba más libertad a esa escalofriante sensación que le transmitía querer involucrarse con aquella pelirroja, su humor empeoraba.
Apresó con más fuerza, pues, a la chica en sus brazos, sujetándola de la nuca por un instante y colocándola en posición horizontal para sostenerla mejor, como si estuviera bautizándola. La miró unos segundos directamente a los ojos, localizando la revelación entre todo ese temor que él aún no compartía. Y acto seguido se levantó con ella, caminando por la fuente sin mirar atrás ni adelante. Fue directo a su piso, con un mecanismo implícito que deseó pasar por alto el rastro empapado de gotas de agua que dibujaron momentáneamente sobre la senda invisible. Ésa que el señor Máspero había visto antes que nadie.
Tantos habían muerto ya, que le daba lo mismo. El mundo debía seguir girando hasta que los mismísimos bordes de la locura (porque el mundo trataba de dibujarle límites a la locura como si no fuera esa patética masa corpórea sin estilo ni ideas) gimieran que ya no estaban hechos ni para la inmortalidad. La inmortalidad se trataba de un error, más o menos útil, más o menos fascinante, pero un error, algo que no tenía que estar ahí, incluso si a causa de su destino, el propio Fausto había acabado siendo el propio Fausto. Los errores no siempre eran innecesarios. Ahí estaba entonces, corroborándolo con un rabo de lagartija, húmedo, agonizante y miserable, apresado entre sus brazos. Podía oler cierta intromisión de inmortalidad (no tenía por qué formar parte de su naturaleza) y de error (especialmente de error) en la muchacha perlada de agua y dolor que acababa de retener para sí mismo. Así que no, la muerte tendría que trabajárselo mejor para empezar a significar una amenaza.
Las palabras de la demente subían y bajaban por su torso, como si cada vez que las arrojara permanecieran lentamente en su vista, olfato y oído, dignas de un estudio tan enrevesado como el que se había propuesto invertir en aquel nuevo conejillo de Indias. ¿Se lo había propuesto, acaso? ¿O sencillamente no había podido resistirse? Pero qué estúpida alineación de ocurrencias. No había nada con lo que una simple (¿simple?) mente trastornada de clase baja fuera capaz de engañarle y hacer que confundiera su criterio con el destino. Los pálpitos del escenario mismo, retorcidos y revueltos por el cariz de la escena misma, se colaban a través de su piel y aunque estuviera en mitad de una fuente de agua, lograban que sintiera un poderoso ardor calumniando su estabilidad. Igual que si no estuviera en aquel barrio, ni en aquella ciudad, ni en aquel despojo circular llamado tierra. Igual que si la locura fuera un lugar distinto al que finalmente tenía acceso… Al menos, un acceso compartido.
¿Quién eres? –pronunció, por primera vez con la mirada perdida desde que había tropezado con aquel encuentro y su voz, tan grave y profunda como siempre, fue lo único que no varió y que le sirvió de ancla a la insípida realidad que todavía no estaba dispuesto a elevar. No en compañía.
Los golpes de la chica apenas movían su figura, endebles y maleables en su urgente resistencia. Los gritos, a veces ni siquiera escalaban hacia sus orejas, pero se escuchaban por el resto de la plaza, llamando la atención de la mayoría de personas que pasaban de largo o se detenían para no atreverse a intervenir; los verdaderos ignorantes que presenciaban las tragedias griegas de su generación sin hacer más de lo que, de todas maneras, no podían hacer. Habrían acabado también arrollados, puede que con un poco de suerte en comparación a la que esperaba cernirse sobre la pareja.
El agua no se lleva nada, el agua te reúne con todo. Mírate al espejo que te ofrece ahora y date cuenta de que aunque la evites por fuera, no dará resultado porque tu cuerpo está hecho de ella –replicó y su vista volvió a apearse a la existencia, juzgándola entonces con la punzada añil de su mirada-. Sí, definitivamente eres tú la ignorante.
No esperó más, porque entonces sólo serían más excusas para mancharse de mediocridad, si seguía cebando de expectativas a lo que obtendría de la muchacha sin que pasara todavía nada. No le importaba apostar por la tarea menos prometedora de todas, ya que hasta de la insignificancia misma alguien con una visión tan privilegiada como él podía sacar algo de partido. Lo que no soportaba era que el tiempo se le escurriera de los dedos entre epifanía y epifanía, y si encima le daba más libertad a esa escalofriante sensación que le transmitía querer involucrarse con aquella pelirroja, su humor empeoraba.
Apresó con más fuerza, pues, a la chica en sus brazos, sujetándola de la nuca por un instante y colocándola en posición horizontal para sostenerla mejor, como si estuviera bautizándola. La miró unos segundos directamente a los ojos, localizando la revelación entre todo ese temor que él aún no compartía. Y acto seguido se levantó con ella, caminando por la fuente sin mirar atrás ni adelante. Fue directo a su piso, con un mecanismo implícito que deseó pasar por alto el rastro empapado de gotas de agua que dibujaron momentáneamente sobre la senda invisible. Ésa que el señor Máspero había visto antes que nadie.
Fausto- Cazador Clase Alta
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