AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Love your rage, not your cage |Éline Rimbaud|
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Love your rage, not your cage |Éline Rimbaud|
Los que contradicen la verdad [...] están enredados en los lazos del diablo, que los tiene presos a su arbitrio. Verdad contradicha, mentira torcida en cada esquina que veía pasar las horas hasta convertirlas en días, y los días prostituidos a esas horas de falsa tranquilidad, incluso si era ausente toda sensación de victoria. Quimérica y desleal victoria. Casi parecía que hubiera estado esperando a que llegara ese momento.
El afecto nunca había sido una opción. Nunca. Nació con el desprecio como única reacción a su entorno y se crió bajo las enseñanzas que él mismo había atraído: una corriente amoral de superioridad y autocomplacencia, que no frenaba su sed devastadora por nada, ni por nadie. Sobre todo por nadie, y la prueba más terrorífica la padeció quien fuera su maestro, el responsable de pulir aquella bestia sádica de ojos azules. Creador asesinado a manos de su creación por enseñarle a anteponer sus objetivos a toda costa y enterrar la parodia de las emociones hasta consumirlas bajo el fango más inmundo de la tierra. Y la ironía le había quedado igual de tatuada que los cuernos del macho cabrío en el cráneo, pues la única criatura que le provocó lo más parecido a 'sentir' fue a la que también tuvo que eliminar para hacer honor a lo que predicaba. Lo mismo que después le condenó al cambio definitivo durante ocho largos años… hasta llegar a ése último. A un cambio que ni siquiera tenía que ver con la venganza que había saboreado directamente del sufrimiento torturado de Mefistófeles, cuya razón trastornada ahora pertenecía al cazador sólo con haber exprimido el odio de su prepotente indiferencia. No. Éste era un cambio nuevo que volvía a tener ojos y boca, y un cuerpo capaz de retorcerse entre sus brazos. Y 'sentirlo' bastaba para poner alerta su estigma por primera vez desde que matara a Georgius.
A partir de aquella noche bajo la lluvia y las ruinas de una iglesia abandonada, como ellos mismos se habían abandonado a la blasfemia del papel que tenían en el mundo, todo se había despedazado a su alrededor y los trozos del desastre llevaban ya mucho tiempo, demasiado, esparcidos por cada rincón, algunos muy bien escondidos y otros cuya unión resultaba lo bastante penosa como para que el mismísimo Fausto la confundiera con una rutina diaria. Nunca había pasado con nadie tanto tiempo 'seguido' (o todo lo seguido que podía darse entre dos personas que se rehuían para volver a encontrarse siempre) desde aquel fatídico suceso en la India. Así que esos paseos aparentemente desinteresados en los que se sostenía la mirada con ella entre el resto de transeúntes de las calles, esos momentos que el anochecer eternizaba, de nuevo, en su piso, esos arrebatos que cuanto más se distraían ante el síndrome de Estocolmo, más les sorprendían repitiendo el acto de aquella noche maldita en su lecho, su mesa, sus paredes; cualquier espacio que pisaran a la vez... Todo eso en lugar de recomponer los trozos, los reproducía. Y de golpe y porrazo, se habían convertido en algo mucho más deforme que al principio. El problema es que a pesar de cuán obvia fuera aquella perdición, el teólogo ya había dejado de intentar evitarla.
El ego había quedado ciego y sordo. Mudo era otro cantar, a fin de cuentas se trataba de Fausto.
Las tardes en aquellos páramos parecían noches a medio pintar, un brochazo negro en el firmamento que no era feo, pero sí descuidado, como si alguien se lo hubiera dejado olvidado en el peor sitio. Del todo inapropiado y aun así, increíblemente ajustado a las afueras más tétricas de la ciudad. Allí Fausto tenía una de tantas propiedades a su nombre, un caserón aparentemente abandonado dadas las características de la zona. Lo había elegido aquella vez para despachar uno de sus últimos trabajos con el correspondiente contratante, y cuando terminó y la maraña oscura del cielo empezó a volverse más invasora, se asomó al porche para sentarse sobre las escaleras, sin dejar de observar a la caótica Éline, que contemplaba su oscuro reflejo cerca de las aguas que venían de la laguna. Llevaba unos cuantos días particularmente extraña. Extraña para lo que era Éline y señalado por nada más ni nada menos que Fausto.
Cuán aterradoras podían ser las matrioskas del cambio.
El afecto nunca había sido una opción. Nunca. Nació con el desprecio como única reacción a su entorno y se crió bajo las enseñanzas que él mismo había atraído: una corriente amoral de superioridad y autocomplacencia, que no frenaba su sed devastadora por nada, ni por nadie. Sobre todo por nadie, y la prueba más terrorífica la padeció quien fuera su maestro, el responsable de pulir aquella bestia sádica de ojos azules. Creador asesinado a manos de su creación por enseñarle a anteponer sus objetivos a toda costa y enterrar la parodia de las emociones hasta consumirlas bajo el fango más inmundo de la tierra. Y la ironía le había quedado igual de tatuada que los cuernos del macho cabrío en el cráneo, pues la única criatura que le provocó lo más parecido a 'sentir' fue a la que también tuvo que eliminar para hacer honor a lo que predicaba. Lo mismo que después le condenó al cambio definitivo durante ocho largos años… hasta llegar a ése último. A un cambio que ni siquiera tenía que ver con la venganza que había saboreado directamente del sufrimiento torturado de Mefistófeles, cuya razón trastornada ahora pertenecía al cazador sólo con haber exprimido el odio de su prepotente indiferencia. No. Éste era un cambio nuevo que volvía a tener ojos y boca, y un cuerpo capaz de retorcerse entre sus brazos. Y 'sentirlo' bastaba para poner alerta su estigma por primera vez desde que matara a Georgius.
A partir de aquella noche bajo la lluvia y las ruinas de una iglesia abandonada, como ellos mismos se habían abandonado a la blasfemia del papel que tenían en el mundo, todo se había despedazado a su alrededor y los trozos del desastre llevaban ya mucho tiempo, demasiado, esparcidos por cada rincón, algunos muy bien escondidos y otros cuya unión resultaba lo bastante penosa como para que el mismísimo Fausto la confundiera con una rutina diaria. Nunca había pasado con nadie tanto tiempo 'seguido' (o todo lo seguido que podía darse entre dos personas que se rehuían para volver a encontrarse siempre) desde aquel fatídico suceso en la India. Así que esos paseos aparentemente desinteresados en los que se sostenía la mirada con ella entre el resto de transeúntes de las calles, esos momentos que el anochecer eternizaba, de nuevo, en su piso, esos arrebatos que cuanto más se distraían ante el síndrome de Estocolmo, más les sorprendían repitiendo el acto de aquella noche maldita en su lecho, su mesa, sus paredes; cualquier espacio que pisaran a la vez... Todo eso en lugar de recomponer los trozos, los reproducía. Y de golpe y porrazo, se habían convertido en algo mucho más deforme que al principio. El problema es que a pesar de cuán obvia fuera aquella perdición, el teólogo ya había dejado de intentar evitarla.
El ego había quedado ciego y sordo. Mudo era otro cantar, a fin de cuentas se trataba de Fausto.
Las tardes en aquellos páramos parecían noches a medio pintar, un brochazo negro en el firmamento que no era feo, pero sí descuidado, como si alguien se lo hubiera dejado olvidado en el peor sitio. Del todo inapropiado y aun así, increíblemente ajustado a las afueras más tétricas de la ciudad. Allí Fausto tenía una de tantas propiedades a su nombre, un caserón aparentemente abandonado dadas las características de la zona. Lo había elegido aquella vez para despachar uno de sus últimos trabajos con el correspondiente contratante, y cuando terminó y la maraña oscura del cielo empezó a volverse más invasora, se asomó al porche para sentarse sobre las escaleras, sin dejar de observar a la caótica Éline, que contemplaba su oscuro reflejo cerca de las aguas que venían de la laguna. Llevaba unos cuantos días particularmente extraña. Extraña para lo que era Éline y señalado por nada más ni nada menos que Fausto.
Cuán aterradoras podían ser las matrioskas del cambio.
Última edición por Fausto el Miér Mar 30, 2016 5:23 pm, editado 2 veces
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Love your rage, not your cage |Éline Rimbaud|
El cuchillo se balancea como un péndulo decisorio sobre el Universo. Quien controla el objeto afilado es el Rey Negro, que sonríe sin labios, ve sin ojos y escucha sin oídos. Él es el Rey de la máscara oscura, al que todos temen, y rezan, y veneran. Su cuchillo corta, arde, provoca que la lluvia caiga hacia arriba y así nadie se preocupa de mirar bajo sus pies, mas deberían, por su propio bien, porque es precisamente debajo de la Tierra donde se crean los monstruos de las pesadillas. Siempre hay que escarbar debajo de la piel de la cosas. Debajo de la piel hay sangre. ¿Estaba Éline hecha de sangre? "¡Vuelve aquí, Éline! Sucia perra de sangre". Sí, debía estar hecha sólo de líquido escarlata.
Angustia. Se le hacía un nudo en el estómago y no sabía cómo librarse de él. El nudo estaba ahí, para siempre, estrujándola hasta que se vaciase entera. Esperando. Esperando. Corre como las agujas del reloj de la Torre de los Destrozados. Da la postrera campanada de vida. Llaman a la puerta de su cerebro envenenado, agitado. ¿Quién hay allí dentro? Alguien más, a su lado; un áspid que se adhería a sus entrañas intentando sobrevivir dentro de ella. ¿Quería corroer al pajarillo desde dentro? Pues hincaba sus tóxicos colmillos en cada víscera, extrayendo la energía de la que Éline carecía. El áspid había invadido casi todos los órganos de la demente y le oprimía el cuerpo, el alma, los sentidos. Robaba a la enajenada sus últimos minutos, su negro, su blanco, su parodia de vida. El asesino de reinas la hacía sudar, y cuando menos se lo esperaba la obligaba a vomitar el alma por la boca, para quedarse él con su cuerpo.
"Es un conquistador, señor Maspero. Llega con sus ejércitos de enfermedades y plagas y trata de usurpar mis pulmones, y los estruja y los quiere destruir. Me quiere destruir".
El señor Maspero reía desconsolado. Ya no había nada que se le ocurriese decir. Volaba abatido, se sentía triste y viejo. Se había quedado ciego de un ojo y ver lo que el otro le regalaba era demasiado desalentador.
El entendimiento del mundo quedaba completamente fulminado por los dos pares de orbes azules que desgarraban el rostro chiflado de nuestra loca. Por más que Éline buscase en el espejo natural del estanque, no encontraba a los soldados de su guerra. Todos habían huido; al fondo de los mares, a los bosques más profundos. Se habían fusionado con el viento envenenado de las fábricas que gobernaban el mundo.
Destruyó a su copia acuática con una piedra, y la réplica desapareció provocando círculos viciosos. La odiaba, la había odiado desde el primer momento en el que se encontró con ella. ¡Qué fácil le había sido derretirse y morir!
Los dientes del reptil le perforaron la garganta y traspasaron la carne. El áspid se la estaba comiendo por dentro. La esquizofrénica inteligencia de Éline le hubiese dejado completar la invasión de no ser porque ese tipo de serpientes estaban reservadas para ser el fin de reyes y reinas, no de una zarrapastrosa enferma mental. Pero, ¿no hubo un tiempo en el que Éline había sido la princesa de Dios? Los cañones de la sanguijuela abrieron fuego, y todo lo que pudiera existir dentro de su molido cuerpo iba desapareciendo por su boca mientras la pelirroja se aferraba a su vientre para no caer al círculo de payasos ensangrentados, donde todos se reirían de su desgraciada obra final.
Angustia. Se le hacía un nudo en el estómago y no sabía cómo librarse de él. El nudo estaba ahí, para siempre, estrujándola hasta que se vaciase entera. Esperando. Esperando. Corre como las agujas del reloj de la Torre de los Destrozados. Da la postrera campanada de vida. Llaman a la puerta de su cerebro envenenado, agitado. ¿Quién hay allí dentro? Alguien más, a su lado; un áspid que se adhería a sus entrañas intentando sobrevivir dentro de ella. ¿Quería corroer al pajarillo desde dentro? Pues hincaba sus tóxicos colmillos en cada víscera, extrayendo la energía de la que Éline carecía. El áspid había invadido casi todos los órganos de la demente y le oprimía el cuerpo, el alma, los sentidos. Robaba a la enajenada sus últimos minutos, su negro, su blanco, su parodia de vida. El asesino de reinas la hacía sudar, y cuando menos se lo esperaba la obligaba a vomitar el alma por la boca, para quedarse él con su cuerpo.
"Es un conquistador, señor Maspero. Llega con sus ejércitos de enfermedades y plagas y trata de usurpar mis pulmones, y los estruja y los quiere destruir. Me quiere destruir".
El señor Maspero reía desconsolado. Ya no había nada que se le ocurriese decir. Volaba abatido, se sentía triste y viejo. Se había quedado ciego de un ojo y ver lo que el otro le regalaba era demasiado desalentador.
El entendimiento del mundo quedaba completamente fulminado por los dos pares de orbes azules que desgarraban el rostro chiflado de nuestra loca. Por más que Éline buscase en el espejo natural del estanque, no encontraba a los soldados de su guerra. Todos habían huido; al fondo de los mares, a los bosques más profundos. Se habían fusionado con el viento envenenado de las fábricas que gobernaban el mundo.
Destruyó a su copia acuática con una piedra, y la réplica desapareció provocando círculos viciosos. La odiaba, la había odiado desde el primer momento en el que se encontró con ella. ¡Qué fácil le había sido derretirse y morir!
Los dientes del reptil le perforaron la garganta y traspasaron la carne. El áspid se la estaba comiendo por dentro. La esquizofrénica inteligencia de Éline le hubiese dejado completar la invasión de no ser porque ese tipo de serpientes estaban reservadas para ser el fin de reyes y reinas, no de una zarrapastrosa enferma mental. Pero, ¿no hubo un tiempo en el que Éline había sido la princesa de Dios? Los cañones de la sanguijuela abrieron fuego, y todo lo que pudiera existir dentro de su molido cuerpo iba desapareciendo por su boca mientras la pelirroja se aferraba a su vientre para no caer al círculo de payasos ensangrentados, donde todos se reirían de su desgraciada obra final.
Éline Rimbaud- Fantasma
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Re: Love your rage, not your cage |Éline Rimbaud|
Había muchas clases de vómito; ninguna como aquélla. No en su vida, no en la vida de un hombre como Fausto, cuyas zancadas se comían el mundo bajo sus pies y lo colonizaban todo, cual gigante ensangrentado que inunda a los nimios mortales con lo que para él es una simple gota de carne líquida. Cuando Éline vomitó, su sonido se esparció por el vacío que otorgaba aquel espacio aislado, pero no tan aislado como para escucharla con esa claridad sobrecogedora, invasiva; reveladora. Iluso habría sido si hubiera pensado que en algún momento iban a cesar los descubrimientos al lado de esa alma desgraciada que había vagabundeado hasta dejarse caer finalmente sobre la suya. Mas no había podido pensarlo, no, y así sería para siempre, pues tampoco existiría en toda la vastedad del tiempo forma alguna de relajarse ante la presencia de Éline Rimbaud, condenada a ser un descubrimiento en sí misma hasta para la persona que amaba. Especialmente para la persona que amaba.
El cazador se levantó del porche y se aproximó hacia la pelirroja, con un pañuelo enrollado al puño, y una vez estuvo junto a ella le sostuvo la cara con una mano aferrada a sus cabellos y usó la otra con dicho pañuelo para limpiarle los restos de aquella suciedad visceral. A su vez, la viscosa humedad del río trataba de engullir en vano los que habían ido a parar a la orilla, flotantes y repulsivos, caminando sobre las aguas cual enviado de Dios que, de todas maneras, ahí llegaba tarde para su descarriada ovejita.
No era la primera vez que le escuchaba ese sonido endemoniado previo a echar el cuerpo por la boca, y si usaba la mezcla de lógica e intuición que tenían todos los sabios (ególatras del conocimiento), no era ningún misterio (tampoco lo sería para un mísero cateto) llegar a la conclusión final de lo que podía comprobar en una mujer fértil con la que aún se acostaba. Pero las excepciones, como en aquella historia para no dormir, seguían jugando al escondite de sus mentes trastornadas y Fausto se negaba a demasiadas cosas que la envolvieran a ella. A pensar en interpretar el significado de su relación, en poseer su cuerpo sin precauciones para no repetir el descuido salvaje que cometiera aquella noche lluviosa condenada a la negrura del descontrol. Incluso si cualquier medida que tomara a esas alturas ya no iba a servir de nada.
Ya no iba a evitar nada.
¿Qué demonios crees que haces? –se sorprendió apunto de rugir, los gruñidos ofendidos de una bestia que lo congelaba todo con la mirada, y sin embargo…- Ya sabía que te gustaba regodearte en tu miseria, pero así no engañas a nadie. Si tan sucia te sientes por dentro, voy a tener que recordarte lo de aquella fuente –replicó, en memoria fugaz de cómo la forzó a bañarse antes de secuestrarla por primera vez, y que ahora le llevó a clavar sus ojos en el agua que les acompañaba en el momento presente; negra, sin apenas reflejo, con el vómito de Éline cuyas entrañas empezaban a hacer hueco para alguien más-. ¿Qué es lo que crees que está pasando? ¡Dilo, habla aunque sea en tu idioma de loca, pero hazlo en voz alta, que yo pueda escuchar cómo se derrumba todo sin que te decidas a alejarte de mí!
Ése era el mayor problema, el cuchillo que lo había desgarrado todo hasta llegar al estigma que lo partiera en dos.
El cazador se levantó del porche y se aproximó hacia la pelirroja, con un pañuelo enrollado al puño, y una vez estuvo junto a ella le sostuvo la cara con una mano aferrada a sus cabellos y usó la otra con dicho pañuelo para limpiarle los restos de aquella suciedad visceral. A su vez, la viscosa humedad del río trataba de engullir en vano los que habían ido a parar a la orilla, flotantes y repulsivos, caminando sobre las aguas cual enviado de Dios que, de todas maneras, ahí llegaba tarde para su descarriada ovejita.
No era la primera vez que le escuchaba ese sonido endemoniado previo a echar el cuerpo por la boca, y si usaba la mezcla de lógica e intuición que tenían todos los sabios (ególatras del conocimiento), no era ningún misterio (tampoco lo sería para un mísero cateto) llegar a la conclusión final de lo que podía comprobar en una mujer fértil con la que aún se acostaba. Pero las excepciones, como en aquella historia para no dormir, seguían jugando al escondite de sus mentes trastornadas y Fausto se negaba a demasiadas cosas que la envolvieran a ella. A pensar en interpretar el significado de su relación, en poseer su cuerpo sin precauciones para no repetir el descuido salvaje que cometiera aquella noche lluviosa condenada a la negrura del descontrol. Incluso si cualquier medida que tomara a esas alturas ya no iba a servir de nada.
Ya no iba a evitar nada.
¿Qué demonios crees que haces? –se sorprendió apunto de rugir, los gruñidos ofendidos de una bestia que lo congelaba todo con la mirada, y sin embargo…- Ya sabía que te gustaba regodearte en tu miseria, pero así no engañas a nadie. Si tan sucia te sientes por dentro, voy a tener que recordarte lo de aquella fuente –replicó, en memoria fugaz de cómo la forzó a bañarse antes de secuestrarla por primera vez, y que ahora le llevó a clavar sus ojos en el agua que les acompañaba en el momento presente; negra, sin apenas reflejo, con el vómito de Éline cuyas entrañas empezaban a hacer hueco para alguien más-. ¿Qué es lo que crees que está pasando? ¡Dilo, habla aunque sea en tu idioma de loca, pero hazlo en voz alta, que yo pueda escuchar cómo se derrumba todo sin que te decidas a alejarte de mí!
Ése era el mayor problema, el cuchillo que lo había desgarrado todo hasta llegar al estigma que lo partiera en dos.
Última edición por Fausto el Vie Abr 01, 2016 4:23 pm, editado 6 veces
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Love your rage, not your cage |Éline Rimbaud|
Atrápalo. Cae y renace. El juramento de un algo que escapa a los sentidos. La vista está sorda, el oído es mudo. ¿Con qué peleas ahora? Qué pena me dan los Caídos. Los que saben el abecedario envenenado son los mismos que estrangulan a Dios con su hipocresía oxidada, con la visceral maldad de los que ya nacen ahogados. Un río que sabe que va a morir, ¿detiene su curso? Ni la sibilante forma del enfermo de rabia se podía comparar con la bofetada del toro; cuánta sombra en la cólera del diablo.
¿Qué es? ¿Qué tienes? Intenta razonar pero el mundo real no tiene sentido para ella. Su cerebro es mecánico, y perfecto, y poético. O eso le canturrea el ruiseñor al oído. Entonces, ¿qué catatonia rota sufre? ¿Qué clase de atenazamiento de las entrañas? La toca, limpia el vómito y ella no puede ni relacionar esa simple acción con el cielo de los cuerdos. El significado codificado era el grial de su última cena. Y balbucea, y lo mira como suplicando; ”que pare ya. Yo también quiero ver lo inservible de este plano”. Quiere buscar las palabras adecuadas en un idioma que perdió por culpa de una embolia del alma. ”Casi pareces retrasada”. ¿Era el Caído o era Dios?
Se lleva la mano a la tripa. Sus garras se clavan sin maldad pero con ansiedad. Que se la arranquen. Que se la quiten. Tiene dientes, y crece, y ya no es una escamosa semilla, sino algo mucho más fuerte. Cálido, en algún sentido.
Vuelve a atragantarse en un círculo vicioso de conexiones neuronales imperfectas. ”Casi pareces retrasada”. Escupe. Escupe. Escúpelo.
-El áspid que mató a la reina. -susurró para ella misma. Volvió a repetirlo tres frenéticas veces. El áspid que mató a la reina. El áspid que mató a la reina. El áspid que mató a la reina.-Escucho su latido junto al mío. Y pum y pum y pum. Muerde y hace daño. Quiere algo de mi que no sé qué es. -su voz destilaba angustia. El retorcido entendimiento machacado durante tanto tiempo no reconocía esa especie maltratada por la sensatez.-Ypumypumypum. No para nunca, da igual lo que haga. -¿la estaba matando para cumplir una venganza divina? Sigue clamando al de arriba, pero él nunca se manchará los pies de fango.
El cielo lloraba fuego. Fuego. Como el de su garganta. El Lobo lo sabía. El Lobo ya lo sabía, y ella también porque se lo había leído en la torturada cara. El Lobo lo sabía todo, menos el final, porque estaba escrito en otro idioma, otro mapa, el lenguaje único de la elegida por el Bello. Pronto se sentaría a la izquierda del Trono. La pajarillo transformada en reina loba. ¿Qué quedaría, entonces, de la piel del vapuleado animal con el que había descendido por la rota escalera? La insondable y última carencia del querer.
¿Qué es? ¿Qué tienes? Intenta razonar pero el mundo real no tiene sentido para ella. Su cerebro es mecánico, y perfecto, y poético. O eso le canturrea el ruiseñor al oído. Entonces, ¿qué catatonia rota sufre? ¿Qué clase de atenazamiento de las entrañas? La toca, limpia el vómito y ella no puede ni relacionar esa simple acción con el cielo de los cuerdos. El significado codificado era el grial de su última cena. Y balbucea, y lo mira como suplicando; ”que pare ya. Yo también quiero ver lo inservible de este plano”. Quiere buscar las palabras adecuadas en un idioma que perdió por culpa de una embolia del alma. ”Casi pareces retrasada”. ¿Era el Caído o era Dios?
Se lleva la mano a la tripa. Sus garras se clavan sin maldad pero con ansiedad. Que se la arranquen. Que se la quiten. Tiene dientes, y crece, y ya no es una escamosa semilla, sino algo mucho más fuerte. Cálido, en algún sentido.
Vuelve a atragantarse en un círculo vicioso de conexiones neuronales imperfectas. ”Casi pareces retrasada”. Escupe. Escupe. Escúpelo.
-El áspid que mató a la reina. -susurró para ella misma. Volvió a repetirlo tres frenéticas veces. El áspid que mató a la reina. El áspid que mató a la reina. El áspid que mató a la reina.-Escucho su latido junto al mío. Y pum y pum y pum. Muerde y hace daño. Quiere algo de mi que no sé qué es. -su voz destilaba angustia. El retorcido entendimiento machacado durante tanto tiempo no reconocía esa especie maltratada por la sensatez.-Ypumypumypum. No para nunca, da igual lo que haga. -¿la estaba matando para cumplir una venganza divina? Sigue clamando al de arriba, pero él nunca se manchará los pies de fango.
El cielo lloraba fuego. Fuego. Como el de su garganta. El Lobo lo sabía. El Lobo ya lo sabía, y ella también porque se lo había leído en la torturada cara. El Lobo lo sabía todo, menos el final, porque estaba escrito en otro idioma, otro mapa, el lenguaje único de la elegida por el Bello. Pronto se sentaría a la izquierda del Trono. La pajarillo transformada en reina loba. ¿Qué quedaría, entonces, de la piel del vapuleado animal con el que había descendido por la rota escalera? La insondable y última carencia del querer.
Éline Rimbaud- Fantasma
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Re: Love your rage, not your cage |Éline Rimbaud|
El áspid que mató a la reina. Otra fábula sin acabar en el tiempo, otra historia condenada desde antes de que se escribiera. Mejor dicho, de que un ruiseñor la tarareara a través de su molesta omnisciencia —Fausto ya le habría hecho tragarse el pico acompañado de las plumas de su propia cola—. ¿Todo para lo que se había preparado desde que prendiera fuego a su mísera niñez y abrazara la perfección más sádica y despectiva había tenido que acabar en eso? ¿En una de las metáforas oscuras y grises que se ajustaban a la descripción de aquella vagabunda de Éline Rimbaud? ¿En un personaje que no tenía control —o que había decidido no tenerlo— sobre esa tragedia que ahora compartían? ¿En qué momento se había vuelto un maldito hervidero de preguntas retóricas, y sin retórica alguna, que no hacían más que ahogarlo en las endiabladas consecuencias del único desliz que se permitiera después de abandonar la India de Georgius ocho años atrás?
Ypumypumypum. No para nunca, da igual lo que haga.
Daba igual lo que hicieran ambos. Había dejado de importar desde el primer beso en la asfixiante penumbra de la lluvia. Quizá sólo se habían estado transmitiendo oxígeno mutuamente a partir de esa noche. Hasta el punto de crear una nueva vida.
Deslizó el pañuelo por última vez en torno a sus labios secos y descendió la mano de su pelo a su barbilla para asegurarse de que lo miraba fijamente a los ojos a pesar de la turbulenta marejada que golpeteaba sus sesos de loca. Pobre de ella, pobre de él. ¿De qué servía recriminarle sus catastróficos desvíos de la razón? ¿Qué iba a conseguir a esas alturas uniéndose a la demencia de la auto-negación? Ahí ya había una persona lo bastante alienada de la realidad oficial como para que la única que aún sabía disfrazarse frente a los demás también ignorara lo inevitable. A fin de cuentas ya llevaban todo ese tiempo fingiendo que el mundo podía ser un lugar para ellos.
—Nadie lo sabe nunca, por eso la humanidad sigue camino de su perdición —le respondió; la voz imperturbable y ronca de superioridad, pero con algo distinto en el lenguaje de su rostro. Algo que se había deslomado de arriba abajo hasta llegar a la meta chorreando de sangre y sudor en vano, porque si lo que intentaba era combatir y disimular la expresión más parecida a la misericordia que un ser tan amoral como el mismísimo Fausto podía conseguir... había fallado estrepitosamente—. Eso que escuchas te lo he hecho yo —aclaró, antes de girarle la cara hacia el lado contrario y hablar por encima de sus cabellos—. ¿Lo entiendes? —Mientras bajaba su otra mano y la detenía sobre su vientre, donde abrió los dedos todo lo que pudo hasta apretar—. Nos lo hemos hecho los dos —Ypumypumypum, los latidos calientes de esa carne que aún no existía.
Ypumypumypum. No para nunca, da igual lo que haga.
Daba igual lo que hicieran ambos. Había dejado de importar desde el primer beso en la asfixiante penumbra de la lluvia. Quizá sólo se habían estado transmitiendo oxígeno mutuamente a partir de esa noche. Hasta el punto de crear una nueva vida.
Deslizó el pañuelo por última vez en torno a sus labios secos y descendió la mano de su pelo a su barbilla para asegurarse de que lo miraba fijamente a los ojos a pesar de la turbulenta marejada que golpeteaba sus sesos de loca. Pobre de ella, pobre de él. ¿De qué servía recriminarle sus catastróficos desvíos de la razón? ¿Qué iba a conseguir a esas alturas uniéndose a la demencia de la auto-negación? Ahí ya había una persona lo bastante alienada de la realidad oficial como para que la única que aún sabía disfrazarse frente a los demás también ignorara lo inevitable. A fin de cuentas ya llevaban todo ese tiempo fingiendo que el mundo podía ser un lugar para ellos.
—Nadie lo sabe nunca, por eso la humanidad sigue camino de su perdición —le respondió; la voz imperturbable y ronca de superioridad, pero con algo distinto en el lenguaje de su rostro. Algo que se había deslomado de arriba abajo hasta llegar a la meta chorreando de sangre y sudor en vano, porque si lo que intentaba era combatir y disimular la expresión más parecida a la misericordia que un ser tan amoral como el mismísimo Fausto podía conseguir... había fallado estrepitosamente—. Eso que escuchas te lo he hecho yo —aclaró, antes de girarle la cara hacia el lado contrario y hablar por encima de sus cabellos—. ¿Lo entiendes? —Mientras bajaba su otra mano y la detenía sobre su vientre, donde abrió los dedos todo lo que pudo hasta apretar—. Nos lo hemos hecho los dos —Ypumypumypum, los latidos calientes de esa carne que aún no existía.
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Love your rage, not your cage |Éline Rimbaud|
Una costura rota, deshilachada al nacer. Y es algo extraño, porque el eco le susurra lo que es y ella escucha lo que no es. Y está confusa y a la vez sabe, ¿cómo no hacerlo? ¿cuán grave, siniestra contusión del alma podría haberla dejado tan parapléjica de mente? El error era su propia indignación, imposibilidad de pensar que dentro de ese cuerpo feo, manchado y descosido pudiera germinar algo vivo y bello. Si la habían desgarrado. ¡¿Cómo?!, ¡¿cómo?!
Entendía las palabras del lobo pero no quería hacerlo. Que ahí dentro sólo estaba el cascarón vacío de una marioneta usada, el pequeño cadáver de un pajarillo de feria, ahogado por la soberbia de una falaz criatura, queriéndola mal como era habitual en una estirpe de demonios. Se traga el fuego de su alma por la garganta, como un faquir en los acantilados de la inconsciencia. ¡Despierta! Tienes que despertar por un segundo.
Fuera de la anestésica locura todo era áspero, el recuerdo vívido de lo que parece un ayer pero ocurrió tiempo atrás. "Mi obra maestra. Hija torturada. Qué hermosa y patética", le cantaba la serpiente a través de un mar de eras, acurrucándola en su pérfido regazo. "Cobarde", es lo que te susurro yo, "ojalá fueses más fuerte".
Y de repente estalla en lágrimas, diamantes imposibles de interpretar. Viendo fragmentada la pena, como cristales de un caleidoscopio de colores azules, se llevó una mano al vientre, ese que había sido envenenado.
-Hay algo ¿vivo? aquí. -dice, aún con inseguridad, las finas cejas frunciéndose en el rostro. ¿Es cordura lo que vislumbro en sus ojos? ¡Oh, sí! Por un brevísimo, atesorado momento, Éline sabe. Al fin. Derrumba el nido de murciélagos de su mente, despejando los límites del terso mundo real. Pero ese momento es tan fugaz, tan efímero y preciado, como la última exhalación de un ser querido.
Entonces, Éline decide marcharse de allí, de vuelta al laberinto de expresiones catastróficas, con las manos untadas en sangre, la misma que vuelve a derramarse por sus mejillas en forma más limpia.
-¿Dónde te has ido, cisne negro, con las perlas de los muertos? -canta una y otra vez, inconexas verdades a medias, mientras se acuna en el pecho del Lobo, el único martirizado con la realidad del malherido conocimiento.
Entendía las palabras del lobo pero no quería hacerlo. Que ahí dentro sólo estaba el cascarón vacío de una marioneta usada, el pequeño cadáver de un pajarillo de feria, ahogado por la soberbia de una falaz criatura, queriéndola mal como era habitual en una estirpe de demonios. Se traga el fuego de su alma por la garganta, como un faquir en los acantilados de la inconsciencia. ¡Despierta! Tienes que despertar por un segundo.
Fuera de la anestésica locura todo era áspero, el recuerdo vívido de lo que parece un ayer pero ocurrió tiempo atrás. "Mi obra maestra. Hija torturada. Qué hermosa y patética", le cantaba la serpiente a través de un mar de eras, acurrucándola en su pérfido regazo. "Cobarde", es lo que te susurro yo, "ojalá fueses más fuerte".
Y de repente estalla en lágrimas, diamantes imposibles de interpretar. Viendo fragmentada la pena, como cristales de un caleidoscopio de colores azules, se llevó una mano al vientre, ese que había sido envenenado.
-Hay algo ¿vivo? aquí. -dice, aún con inseguridad, las finas cejas frunciéndose en el rostro. ¿Es cordura lo que vislumbro en sus ojos? ¡Oh, sí! Por un brevísimo, atesorado momento, Éline sabe. Al fin. Derrumba el nido de murciélagos de su mente, despejando los límites del terso mundo real. Pero ese momento es tan fugaz, tan efímero y preciado, como la última exhalación de un ser querido.
Entonces, Éline decide marcharse de allí, de vuelta al laberinto de expresiones catastróficas, con las manos untadas en sangre, la misma que vuelve a derramarse por sus mejillas en forma más limpia.
-¿Dónde te has ido, cisne negro, con las perlas de los muertos? -canta una y otra vez, inconexas verdades a medias, mientras se acuna en el pecho del Lobo, el único martirizado con la realidad del malherido conocimiento.
Éline Rimbaud- Fantasma
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