AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Trust my rage | Privado
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Trust my rage | Privado
Lastor Valtray, inquisidor desde hacía más de veinticinco años, poseía dos notables características que lo volvían peculiar entre los suyos: autocontrol y disciplina. Pero no sólo aleccionaba a sus alumnos haciendo uso de estos dos métodos, mismos que a menudo llevaba a los extremos, sino que también los aplicaba en sí mismo, incluso con más rigor que en cualquier otro. Desde muy joven había aprendido la importancia del régimen y del compromiso en relación al éxito, y aplicándolo en su vida diaria, sin importar la situación o su estado anímico, era que había logrado ganarse el respeto de todo el mundo, subordinados y superiores por igual. Era un hombre temido y admirado a partes iguales, al que nunca se le notaba distraído. Esto se debía a que diariamente se mentalizaba para seguir sus planes de trabajo y realmente se necesitaba demasiado para descarrilarlo de sus objetivos. Sin embargo, aunque siempre hiciera gala de una voluntad inquebrantable y mostrara un temple de hierro, lo cierto es que no era inmune a las debilidades humanas.
Desde que Raffaella se había largado, cosas como el enojo, frustración, impotencia y ansiedad, lo afectaban de forma negativa y constantemente. Eso lo hacía sentir débil, vulnerable hasta cierto punto. Odiaba eso. No estaba acostumbrado a ese tipo de sentimientos, por tanto, no sabía cómo lidiar con ellos; le costaba controlarse, pero estaba decidido a no dejarse vencer. Cada vez que sentía que flaqueaba, regulaba su comportamiento a través de sanciones que se autoimponía. Sólo de ese modo sentía que controlaba la situación. Sus castigos iban desde privarse de alimento y agua durante varios días, hasta otros mucho más extremos, como lo era la autoflagelación, misma que había empezado a practicar desde la huída de su ex mujer y que se volvía cada vez más constante y agresiva.
A puerta cerrada, completamente desnudo y con un flagelo en la mano, se arrodilló al centro de la habitación. Incluso la iluminación –a media luz- de ésta parecía la adecuada para lo que estaba a punto de ocurrir. Las velas, que eran pocas, estaban casi consumidas y repartidas por todo el cuarto. Lastor mantuvo la cabeza gacha y sujetó con firmeza el látigo. No era de cuero, como el que utilizaba para castigar a sus alumnos de vez en cuando, sino que las cuerdas eran delgadas cadenas que harían mucho más dolorosa la experiencia. Esa era su intención, castigarse por mostrar debilidad, misma que tenía nombre y apellido: Raffaella di Bravante. El regreso de esa maldita mujer amenazaba con fragmentar su equilibrio, así como el de Katriina y Jarko. Era como el veneno; avanzaba dejando destrucción a su paso.
—¿Y a eso le llamas control? —Pronunció entre dientes, recriminándose con furia, al recordar su momento de debilidad la noche de su reencuentro con Raffaella—. Me repugnas —aunque le costara admitirlo, una parte demasiado escondida dentro de su ser había deseado en más de una ocasión volver a verla, lo que le hacía sentir más que asco por sí mismo.
Con la respiración contenida, se propinó el primer golpe. Luego vino el segundo, hasta que dejó de contar. Martirizaba su carne con apenas breves intervalos de tres segundos entre un golpe y el otro, flagelando con fuerza, hasta que las cadenas del instrumento de tortura quedaron impregnadas con su sangre. La expresión de su rostro cambió, pasando del enojo al dolor. En más de una ocasión dejó escapar un ligero sonido demasiado parecido a un jadeo, pero supo recomponerse al instante. Las venas de su frente se contrajeron hasta casi reventarse; la respiración se le aceleró y comenzó a transpirar. Diez minutos después, comenzó a sentirse exhausto. Pero ni así paró. No lo haría. Lo necesitaba. Se lo merecía.
Desde que Raffaella se había largado, cosas como el enojo, frustración, impotencia y ansiedad, lo afectaban de forma negativa y constantemente. Eso lo hacía sentir débil, vulnerable hasta cierto punto. Odiaba eso. No estaba acostumbrado a ese tipo de sentimientos, por tanto, no sabía cómo lidiar con ellos; le costaba controlarse, pero estaba decidido a no dejarse vencer. Cada vez que sentía que flaqueaba, regulaba su comportamiento a través de sanciones que se autoimponía. Sólo de ese modo sentía que controlaba la situación. Sus castigos iban desde privarse de alimento y agua durante varios días, hasta otros mucho más extremos, como lo era la autoflagelación, misma que había empezado a practicar desde la huída de su ex mujer y que se volvía cada vez más constante y agresiva.
A puerta cerrada, completamente desnudo y con un flagelo en la mano, se arrodilló al centro de la habitación. Incluso la iluminación –a media luz- de ésta parecía la adecuada para lo que estaba a punto de ocurrir. Las velas, que eran pocas, estaban casi consumidas y repartidas por todo el cuarto. Lastor mantuvo la cabeza gacha y sujetó con firmeza el látigo. No era de cuero, como el que utilizaba para castigar a sus alumnos de vez en cuando, sino que las cuerdas eran delgadas cadenas que harían mucho más dolorosa la experiencia. Esa era su intención, castigarse por mostrar debilidad, misma que tenía nombre y apellido: Raffaella di Bravante. El regreso de esa maldita mujer amenazaba con fragmentar su equilibrio, así como el de Katriina y Jarko. Era como el veneno; avanzaba dejando destrucción a su paso.
—¿Y a eso le llamas control? —Pronunció entre dientes, recriminándose con furia, al recordar su momento de debilidad la noche de su reencuentro con Raffaella—. Me repugnas —aunque le costara admitirlo, una parte demasiado escondida dentro de su ser había deseado en más de una ocasión volver a verla, lo que le hacía sentir más que asco por sí mismo.
Con la respiración contenida, se propinó el primer golpe. Luego vino el segundo, hasta que dejó de contar. Martirizaba su carne con apenas breves intervalos de tres segundos entre un golpe y el otro, flagelando con fuerza, hasta que las cadenas del instrumento de tortura quedaron impregnadas con su sangre. La expresión de su rostro cambió, pasando del enojo al dolor. En más de una ocasión dejó escapar un ligero sonido demasiado parecido a un jadeo, pero supo recomponerse al instante. Las venas de su frente se contrajeron hasta casi reventarse; la respiración se le aceleró y comenzó a transpirar. Diez minutos después, comenzó a sentirse exhausto. Pero ni así paró. No lo haría. Lo necesitaba. Se lo merecía.
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Lastor Valtray- Inquisidor Clase Media
- Mensajes : 27
Fecha de inscripción : 14/06/2015
Re: Trust my rage | Privado
"Excuse me sir, am I your daughter?
Won't you take me back, take me back and see?"
Won't you take me back, take me back and see?"
La ira de sus años la estaba carcomiendo, al igual que su silencio. Katriina sentía la vida desmoronarse de repente, y la desgracia de tener a una traidora como madre le remordía hasta las entrañas. Raffaella no tenía vergüenza, pero sí la producía. Ahora sabía que la muerte de Niels no había sido accidental, sino que esa mujer era capaz de deshacerse de cualquiera para cambiar de amante ¿Durante cuánto tiempo había engañado a su padre y a Lastor? De no ser porque todos decían que ella era el mismo rostro de su padre, creería que era hija de cualquiera.
Desde que estalló la noticia, ya nada había vuelto a ser igual. El comedor en el que antes compartieran, ahora era un mueble cualquiera, lleno de cosas que se iban dejando encima como si fuera una mesa más. En esa casa no había más familia, ya ninguno dormía con frecuencia en las habitaciones y la comida se vencía sin que nadie se diera cuenta. El silencio reinaba tanto como el polvo y los demonios personales afloraban con una inmensa facilidad. Lastor parecía odiar al universo incluyéndose a sí mismo, y Jarko se había apartado tanto que era difícil saber en qué estaba metido ¿Tan importante era esa mujer en la vida de todos? No lo había merecido jamás, y tampoco debió amarla tanto cuando toda la vida se sintió tan relegada. Desde que tuvo memoria, recordaba a Raffaella desviviéndose por Lastor, prestándole más atención que a cualquiera de sus hijos, sobre todo a ella. Siempre pensó que se debía al embarazo difícil que fue ligado al quedar viuda, y que el rostro de su hija no era reconfortante al recordarle a Niels; pero ahora creía todo lo opuesto y el respeto que alguna vez le tuvo, desapareció por completo al igual que cualquier sensación de cariño. Ya no contaba con madre, porque esa misma mujer que la había traído al mundo, le había quitado no sólo a su padre biológico, sino también al hombre que había sido su figura paterna, su héroe y su modelo a seguir durante toda la vida: Lastor.
Ser espía era su llave para encontrar a Asmodeo –como se llamaba el nuevo amante de su madre- y dedicaba tanta atención a sus pasos que incluso los regresos a casa se volvieron más esporádicos que siempre ¿A quién iba a importarle? No había nadie en casa como para notar que no volvía, y mucho menos que hacía cosas en horarios distintos a los que tenía en la inquisición. Esa noche, lo había tenido cerca, pero un estúpido cazador dándoselas de valiente había arruinado todo. Enojada, regresó a la que fuera su casa, y avanzó como si nada, frunciendo el ceño pero como siempre ensimismada. Dejó sus cosas en el suelo, se quitó los zapatos y caminó hacia la cocina en busca de agua. No obstante, un sonido largo en el segundo piso la alertó. A hurtadillas, subió despacio, intentando identificar lo que oía y de dónde procedía. Con cautela, llegó a la puerta de la habitación principal y casi en murmullo escuchó la voz que tanto conocía. Quiso llamar de inmediato, pero cerró la boca cuando no supo cómo podía llamar ahora a ese hombre ¿Le sería chocante si ella de nuevo le llamaba padre? El respeto hacia él no mermaba a pesar de saberlo tan diferente, pero si lo que escuchaba era lo que creía, debía interrumpir de inmediato. Sus nudillos tocaron con firmeza la puerta aunque cortamente, y tras pensarlo apenas unos segundos, decidió hablar —Padre ¿Eres tú? Por favor abre— se atrevió a decir. Más valía escuchar reproche o aprobación de sus labios, más valía seguir enfrentando la verdad aunque esta causara estragos. En el fondo, Katriina pretendía saber el alcance de las decisiones de su madre, necesitaba odiarla tanto como le fuera posible, quería estar enceguecida de ira para poder descargarle un revolver completo cuando la tuviera enfrente. Necesitaba matarla, debía hacerlo si es que alguna vez quería volver a dormir en paz.
Desde que estalló la noticia, ya nada había vuelto a ser igual. El comedor en el que antes compartieran, ahora era un mueble cualquiera, lleno de cosas que se iban dejando encima como si fuera una mesa más. En esa casa no había más familia, ya ninguno dormía con frecuencia en las habitaciones y la comida se vencía sin que nadie se diera cuenta. El silencio reinaba tanto como el polvo y los demonios personales afloraban con una inmensa facilidad. Lastor parecía odiar al universo incluyéndose a sí mismo, y Jarko se había apartado tanto que era difícil saber en qué estaba metido ¿Tan importante era esa mujer en la vida de todos? No lo había merecido jamás, y tampoco debió amarla tanto cuando toda la vida se sintió tan relegada. Desde que tuvo memoria, recordaba a Raffaella desviviéndose por Lastor, prestándole más atención que a cualquiera de sus hijos, sobre todo a ella. Siempre pensó que se debía al embarazo difícil que fue ligado al quedar viuda, y que el rostro de su hija no era reconfortante al recordarle a Niels; pero ahora creía todo lo opuesto y el respeto que alguna vez le tuvo, desapareció por completo al igual que cualquier sensación de cariño. Ya no contaba con madre, porque esa misma mujer que la había traído al mundo, le había quitado no sólo a su padre biológico, sino también al hombre que había sido su figura paterna, su héroe y su modelo a seguir durante toda la vida: Lastor.
Ser espía era su llave para encontrar a Asmodeo –como se llamaba el nuevo amante de su madre- y dedicaba tanta atención a sus pasos que incluso los regresos a casa se volvieron más esporádicos que siempre ¿A quién iba a importarle? No había nadie en casa como para notar que no volvía, y mucho menos que hacía cosas en horarios distintos a los que tenía en la inquisición. Esa noche, lo había tenido cerca, pero un estúpido cazador dándoselas de valiente había arruinado todo. Enojada, regresó a la que fuera su casa, y avanzó como si nada, frunciendo el ceño pero como siempre ensimismada. Dejó sus cosas en el suelo, se quitó los zapatos y caminó hacia la cocina en busca de agua. No obstante, un sonido largo en el segundo piso la alertó. A hurtadillas, subió despacio, intentando identificar lo que oía y de dónde procedía. Con cautela, llegó a la puerta de la habitación principal y casi en murmullo escuchó la voz que tanto conocía. Quiso llamar de inmediato, pero cerró la boca cuando no supo cómo podía llamar ahora a ese hombre ¿Le sería chocante si ella de nuevo le llamaba padre? El respeto hacia él no mermaba a pesar de saberlo tan diferente, pero si lo que escuchaba era lo que creía, debía interrumpir de inmediato. Sus nudillos tocaron con firmeza la puerta aunque cortamente, y tras pensarlo apenas unos segundos, decidió hablar —Padre ¿Eres tú? Por favor abre— se atrevió a decir. Más valía escuchar reproche o aprobación de sus labios, más valía seguir enfrentando la verdad aunque esta causara estragos. En el fondo, Katriina pretendía saber el alcance de las decisiones de su madre, necesitaba odiarla tanto como le fuera posible, quería estar enceguecida de ira para poder descargarle un revolver completo cuando la tuviera enfrente. Necesitaba matarla, debía hacerlo si es que alguna vez quería volver a dormir en paz.
Serge Ivánovich- Vampiro Clase Alta
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