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El Secuestro de la Descendiente (Fausto & Marianne Louvier) 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Marianne Cromwell Sáb Feb 18, 2012 1:17 am

Mama, I don't want to die.
I sometimes wish I'd never been born at all
I see a little silhouetto of a man.


El carruaje llegó a la mansión oculta entre las diversas edificaciones que la rodeaban, victoriana, imponente, de paredes blancas y con pintura azul oscuro en lugares determinados para crear un efecto de total asombro, pero al mismo tiempo ocultando muchos símbolos que aún para el ojo experto eran irreconocibles. Claro, si no se tenía el tiempo necesario para observarlas al detalle o bien, si no se sabía que ahí estaban.

El interior de ésta no era nada fuera de lo común: el recibidor con dos puertas en los laterales una para guardar los abrigos y demás accesorios de las visitas, la otra una pequeña bodega que almacenaba por poco tiempo lo que los sirvientes no podían llevarse dentro con rapidez. Además de guardar también las prendas de éstos y no confundirlas con las visitas. En el centro una pequeña alfombra de manufactura española, al frente de la puerta principal, la que daba al interior de la casa en la cual se encuentra un vitral en la parte alta que ilustra un par de ángeles ascendiendo al cielo creado de forma tal que parecieran salir de la superficie y que puedes acariciar las alas que los identifican como entes celestiales.

Al entrar al interior del inmueble, a la derecha el umbran hacia la estancia y sala, a la izquierda la entrada hacia el comedor principal, al frente, las enormes escaleras que se parten en dos tras el descanso llevando a la siguiente planta. La cocina, atrás de la pared de esta escalinata. Las paredes recién pintadas en tonos azul claro y beige. Al menos en ese recinto. Una pequeña puerta abajo de las escaleras presumiblemente un sótano.

A la derecha, la sala de tres piezas recubierta en tela de tono azul oscuro y paredes pintadas de beige, rodeando una chimenea y en medio de la cual una mesa de arrimo está colocada y sobre ésta, un jarrón con tulipanes de varios colores. Sobre la repisa del fogón pequeñas pinturas de un hombre y una mujer, presumiblemente sus padres. Algunos cuadros de paisajes, ninguno que pueda interesar demasiado, pero llenos de tonos vibrantes y alegres. Al fondo la puerta que da a un largo pasillo y tras el cual se encuentra el jardín de extensa área y después de éste, un pequeño lago y las habitaciones de los criados.

Atravesando la puerta contraria a la sala, el comedor para diez personas hermosamente tallado en madera y las sillas recubiertas de tela en color verde oscuro, las paredes pintadas de un amarillo paja. Floreros en algunas repisas con tulipanes, la flor favorita de la señora de la casa, pareciera ser. Una puerta en el extremo derecho de la pared paralela a las escaleras principales que da al estudio; y otra puerta en la punta izquierda de la misma, que da a la biblioteca. Tras una de las cabeceras del comedor, del lado contrario a la pared que da a la calle, una puerta que orienta a la cocina que también tiene acceso al jardín.

Subiendo las escaleras, del lado del comedor, un pasillo que orienta a dos habitaciones. Una de ellas la renombrada habitación azul llamada así porque todo el mobiliario era de esa tonalidad y que siempre usa el tutor de la señorita Marianne. La otra, la habitación verde, por la misma circunstancia, destinada a las visitas. Al frente, sobre el recibidor un estudio bien iluminado y en el que la Duquesa realiza la mayor parte de sus bocetos. Del lado izquierdo, sobre la sala, la habitación rosa utilizada por la señorita Éire quien de momento se encontraba viviendo en la casa.

Después de ésta, el santuario de la señora de la casa donde conservaba la mayor parte de sus diseños, una tipo caja fuerte donde no permitía entrar a nadie que no sea ella y aunque no estaba cerrada con llave, todos obedecían esa regla al pie de la letra. Se aseaba si la señorita se encontraba dentro y en las condiciones que ella establecía para hacerlo. Arriba de la enorme cocina, la habitación principal: la de la señorita Louvier. Orientada de forma tal que el sol es el primero en entrar, permitiéndole la vista del hermoso lago, del extenso jardín tras ésta.

Todas las habitaciones tenían un baño exclusivo y guardarropa, eran bastante amplias, con una chimenea cada una. La señorita no escatimaba en gastos si necesitaba que sus visitas estuvieran lo más cómodas posible. En cada pasillo cuadros de la familia de la señorita, muchos pintados por ella misma. En cada mesa de arrimo de las alcobas floreros con tulipanes, cuadros colgados en las paredes de gran colorido y combinando a la perfección con la decoración del interior. Pocos adornos en las mesas y repisas, señal inequívoca de que a la dueña le interesaba más la pintura que la escultura o reunir recuerdos. Sin embargo, en la habitación "prohibida" ahí sí poseía en sus mesas y repisas muchos objetos interesantes y valiosos, como jarrones, esculturas, muñecas de porcelana de gran valor, entre otros.

La recámara de la señorita tenía una cama con cuatro postes con dosel, en un tono azulado muy claro, las paredes pintadas en tonos crema y rosa pálido, muebles y cómodas orientados contra las paredes, una pequeña salita en uno de los extremos frente a la chimenea con una mesa de arrimo sobre la cual había un florero y por igual, un cuaderno de dibujo y carboncillos guardados en una cajita. Frentre a la chimenea un pequeño cesto para el amo de la casa: el horripilante gato de la señorita que ama más que a su colección privada de bocetos y que jamás permitía que fuera reprendido. Hasta eso, un gato de buenos modales porque era muy escrupuloso en la limpieza y sus necesidades fisiológicas las desfogaba en el jardín, jamás en la casa y mucho menos en las habitaciones.

Tres personas al cuidado de la casa: la cocinera Fernanda, el mayordomo y todólogo José y el guardián de la señorita y quien se encargaba que todo estuviera funcionando a la perfección: Juan. De todas formas había un par de mujeres que venían diario a hacer las labores propias del hogar y que eran vigiladas por Fernanda y José cuando Juan salía con la señorita que era la mayor parte de las veces. Sin embargo, por la noche Fernanda y José se retiraban a las habitaciones más allá del lago a descansar y Juan permanecía en el ático al cual se accedía por una escalera oculta en el pasillo superior, que era su habitación.

Esa mañana Juan ayudaba a su señora a bajar del carruaje a las 6 de la mañana antes de que el amanecer la sorprendiera llevándola dentro del inmueble para que se bañara, cambiara y fuera al Club Louvier donde seguramente pasaría la mayor parte del día, si no era que no volvía hasta bien entrada la tarde cercana al anochecer. Después de ayudarla a bañarse y mientras terminaba de vestirla, Fernanda le comunicó a su señora que mademoiselle Éire había dejado una nota tras salir muy temprano informando que esa noche no llegaría a dormir puesto que le llegaría a la galería un cargamento de obras procedente de los pueblos árabes.

Marianne hizo una mueca puesto que quería hablar con ella sobre lo ocurrido la noche anterior con Delbaeth. Aún sentía los labios masculinos sobre los suyos, en un roce tan sensual como provocador que la hizo suspirar de nuevo. Asintió ante las indicaciones de su cocinera para ordenarle que quería comer esa noche un estofado de conejo con una tortilla española, de tomar lo de siempre: chocolate caliente y a ver si podía hacer unos bollitos con nata. Sonrió cuando su cocinera le prometió todo eso y más. Aunque estaba cansada no podía faltar a su negocio, por lo que tras un desayuno frugal se subió al carruaje y fue conducida a donde Club Louvier.

Sin saber que sería la última vez que estaría ahí...

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Mensaje por Fausto Dom Feb 19, 2012 11:12 pm

'No pases nunca por un pasillo
con las luces apagadas,
es el espacio preferido
de los que te vigilan.
Nunca desafíes a quien
te observa detalladamente,
tras sus ojos puede haber fuego.
Mi madre me decía que me portara bien,
ahora es ella la que me obedece
desde el cielo.'


Igual que aliarse con un ego andante cebado de beata ambición (el Papa Borgia, padre de todos, hasta de los huérfanos que escupían sobre su nombre, y estimulante de las mentes que más rápidamente se alejaban de la bondad, en menos tiempo de lo que duraba una cruz ardiendo clavada en el suelo), también era su primer allanamiento de morada. Como una de las primeras cosas que había aprendido al lado de Georgius, la vastedad del conocimiento era tal que se fundía más allá de los límites humanos para bifurcarse en toda serie de caminos, que hacían coincidir la sed de poder literaria con el secuestro de una duquesa española. Y por eso, en aquellos precisos instantes que pendían de la noche tras un suspiro, Fausto delimitaba en su trastornada cabeza, a través del lugar que entre los sesos ocupaban saberes milenarios y manuscritos del universo, el sonido que les faltaba a los pasos de Marianne Louvier para hundirse en el molde de sus futuras pesadillas.

Sencillamente, que lo más fríamente complicado que aquel hombre viera de infiltrarse en una casa a cargo de sólo tres personas fuese la milimétrica espera en la que el cochero que trajese de vuelta a la joven abandonaría finalmente las puertas, no sólo volvía la facilidad más lacónica, también le permitía regodearse en la delicia de su psicosis: cómo podía aprovecharse del escalofriante ruidito de algo que siempre estaría lejos, pero nunca podría dejar de escucharse entre las sombras, usando algo tan banal y más que conocido como la sangre para crear expresiones de horror y contraer los gritos entre las paredes que encarcelarían el miedo para toda la vida. No pretendía retrasarse en la tarea que le había sido encomendada porque ya no supiera qué hacer con su ambición (o quizá, hubiera aprendido a emplearla de la mejor manera posible), por muy eficiente que fuera a ser en cumplirla, pero hasta el encargo más desganado debía reflejar bien el rostro de su mandado y él había tenido claro desde el principio que alguien en quien Alejandro Borgia estuviera interesado pasaba a ser interesante, en consecuencia. Y en mitad de aquella tenebrosa misión, alguien como el alemán podía permitirse relamer sus experiencias, en busca de alimentarse de otras nuevas. ¿Qué mejor que con alguien que se le anunciaba como apetitoso conejillo de Indias?

No pasaba nada por juguetear un poco con las alas de la mosca antes de arrancárselas.

'Necesito leche para preparar los bollos con nata que ha pedido la Señora.'

Y el lechero de aquel día iba a presentarse con la piel del diablo. Fausto no podía actuar como alguien mediocre en nada de lo que hacía, de modo que aquella vivienda ya había sido inspeccionada a distancia por el análisis de su mirada desde hacía prácticamente cuatro días. Había averiguado los nombres y las vidas de todo aquel que tuviera que ver con la rutina en torno a la Mansión Louvier y ello había acabado abreviando su presencia final en el risueño hogar, que poco tardaría en ser engullido por los escalofríos que aquel ser portaba bajo un abrigo oscuro y un rostro repleto de tétrica supervivencia.

Fernanda abrió la puerta frente a la habitual llegada del empleado de la leche, pocas horas después de que Marianne hubiera partido, y en lugar del desgarbado muchacho que trabajaba de lechero para costearle el reuma a su madre enferma, se encontró con la figura imponente de Fausto. En su sembrado manejo de la oratoria, él le hizo saber que venía para sustituir al joven dada su indisposición (todo el mundo quedaba indispuesto cuando Fausto usaba sus manos con fuerza sangrienta) y aunque la mujer no le inspeccionó sin recelo en sus cejas enarcadas, la labia del profesor de teología era tan persuasiva como los escalofríos de una flauta para encantar serpientes. De antes de llamar a la puerta para hacerse pasar por alguien que no era, se había asegurado de que el mayordomo anduviera ocupado en las labores del jardín y se había encargado de hacerle la primera visita a él, noqueando su cabeza en menos de lo que tardó en agacharse a por las tijeras de podar y arrastrando, luego, su cuerpo inconsciente al interior de las enormes cajas que transportaban el supuesto lácteo. De manera que, al no andar nadie más cerca, la criada no podía prescindir de la ayuda de Fausto para transportarlas todas a la cocina, he ahí la razón más importante por la que había ignorado la perturbadora apariencia del desconocido para proseguir con la intención de preparar aquella repostería que tanto agradaba a la duquesa.

Cuando las puertas del recibidor quedaron cerradas tras las pisadas de ambos que se adentraban en la mansión, la tonalidad personal que ésta irradiaba empezó a descender por el aura de frialdad que contorneaba el alma del recién intruso. Sin vuelta atrás, sin nadie más que pudiera llegar, pues el par de mujeres encargadas de adecentar el hogar habían corrido la misma suerte que el lechero y José. El crujido de la madera resonó a lomos del oxígeno que ocupaba cada recoveco, cada cuadro y pretenciosa decoración… deteniéndose en el estómago de la casa cuando llegaron a la cocina y parándose en el corazón, nada más destapar una de las cajas y descubrir a José con los ojos cerrados y la frente color carmesí. Fernanda escupió un alarido capaz de despellejar a un conejo a distancia y Fausto ni siquiera necesitó unirla al grupo de heridos, pues ella sola perdió el conocimiento y lo convirtió en la única persona en pie dentro del lugar… Sólo si utilizaba el término 'persona'. Pues si lo que pasó a observar en torno a la cocina no le engañaba, además de a unos seres humanos, allí también se alimentaba a animales… A uno en concreto, que debía de vivir mejor que los descendientes del Papa Borgia.

Hasta un mísero gato podía convertirse en una herramienta.

A partir de entonces, el transcurso del día se volvió de su parte y los preparativos para la vuelta de la señora del lugar mantuvieran la paciencia acordada hasta que el carruaje volvió a traquetear en la oscuridad del final del día y a dejar a Marianne y a Juan frente a la entrada. El leal escolta se aseguró de que su protegida se introducía sin problemas y sus instintos acostumbrados de guarda-espaldas relacionaron la extraña ausencia de Fernanda demasiado tarde. Las puertas se estaban cerrando y desde la ventana de una de las habitaciones más cercanas a la parte principal donde se encontraban, una bala atravesó el aire y traspasó la barriga de Juan, inmovilizándolo tras su caída al suelo con otro disparo en la espinilla. Para cuando Marianne se había vuelto a comprobar la trágica escena, los portones se habían cerrado y al intentar abrirlos de nuevo para atender al hombre que había quedado malherido al otro lado, descubrió con sudor en las manos que estaban incomprensiblemente cerrados…

Sólo ella y la casa… y lo que la cerrazón de la noche había dispuesto para el tablero de la muerte, pues ahora todos los actos que se llevaran a cabo pasaban a estar desnudos frente al absoluto silencio que mataba la respiración.

Todavía era pronto para que la joven de la realeza lo supiera, pero no únicamente las puertas se hallaban obstruidas, todo había sido tapiado literal y metafóricamente por el verdugo del destino que olisqueaba la dulzura de su aroma femenino con ansias de depredación. Las ventanas, el espacio, la escasez absoluta de iluminación… Todo quedaba a merced de la capacidad de razonamiento de la chica, de que supiera guiarse por donde habían venido los disparos y, sobre todo, que su carácter dado a los demás, a todo cuanto amaba, manejaran sus preocupados movimientos incluso antes de que el espíritu que rondaba por la mansión la tocara.

El maullido desconsolado de su gato.

Escuchó las apresuradas pisadas de la muchacha que subían hasta el segundo piso y se dirigían al rescate de su mascotita, no sin detenerse unos segundos en algún punto o preguntándose por el resto de sus criados (el cazador podía escuchar los pensamientos de la gente sólo con analizar los tipos de sonidos que producían). Sin embargo, pasaron varios minutos antes de poder contar con su presencia e, incluso, llegó a escuchar un grito, a lo que Fausto sonrió en la oscuridad desde la habitación prohibida y con el minino graznando bajo su mano derecha, donde le agarraba del pescuezo y no le soltaba bajo ningún concepto ni arañazo. Caminó con todo el desparpajo posible mientras ojeaba los diseños de Marianne que se había llevado consigo y había estado fisgoneando en su extenso recorrido por las habitaciones durante el resto del día y los dejó escurrir de entre sus dedos, mecidos por la ligera ventisca que escapaba de la ventana… La única que había dejado entreabierta y que, al enmarcar la esperada llegada de la duquesa cuando ésta finalmente llegó hasta la puerta de la estancia, las hojas volaron hacia su rostro... manchadas de unas lágrimas que, por descontado, no pertenecían al hombre del saco que había profanado su hogar.

Como un cuadro errante de surrealismo abstracto, terrorífico, atemporal… el viento ondeó un poco del largo abrigo de aquel espectro y con los exagerados quejidos del gato que arañaban su mano, de ésta gotearon hileras de sangre que cayeron paulatinamente sobre la alfombra y que en ningún momento perturbaron a Fausto. Igual que si fuese un complemento más de su presentación.

Mucho me temo que debéis acompañarme, señorita Louvier.


Última edición por Fausto el Mar Jul 31, 2012 10:42 pm, editado 2 veces
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Mensaje por Marianne Cromwell Dom Mar 18, 2012 6:44 pm

La oscuridad más profunda no viene de la ausencia de luz,
si no de la carencia de sentimientos.

Agotada, así se sentía mientras venía dormitando en el carruaje. Con los músculos engarrotados producto de pasar gran parte de la noche sentada, poco fue el tiempo que pudo disfrutar recostada en el mueble abrazada de Delbaeth. Su sonrisa se ensanchó con sólo recordarlo, primero tan arisco en el teatro, cambiando a ser un apoyo, un sustento mientras el Conde hacía de las suyas. Luego, un barbaján sin nombre, insultando tanto a su amiga que Marianne le dio una bofetada y fue respondida con el robo de un beso. Uno que la hizo delirar como nunca, cerrar los ojos y disfrutarlo. En su interior se habían despertado tantos sentimientos que desconocía la magnitud de los mismos. Fue llevada a la casa del brujo para que se recuperara del ataque mental del vampiro y luego de ello...

Fue la noche más romántica que Marianne tuviera jamás, a pesar de sus altibajos tuvo demasiados picos como cuando le permitió regresar de su ensueño con su nana y la besó en los labios. Para ella, era regresar a casa. Una donde se sentía por completo protegida y en la que nunca le pasaría nada malo. Hablando de hogares, el suyo se vislumbró ante ella que rió feliz esperando que estuviera la cena lista, pero primero se iría a cambiar de ropas y a recostarse en su sillón favorito ante la chimenea. Sí, en ese orden. Acariciaría a Granchester que seguro estaría enojado porque ella faltó a casa la noche anterior, algo que jamás en su vida hizo y le pediría a Fernanda que le llevara la cena a su salita. Se consentiría esa noche. Aunque por dentro sabía que Delbaeth la iría a ver. Aún por pocos instantes, así que le correspondería el gesto de su hospitalidad intentando que el brujo se sintiera muy cómodo.

Sin embargo, ahora que lo conocía miró su hogar y bajó la cabecita con un gesto derrotado. Delbaeth no se quedaría mucho tiempo, no se sentiría seguro. Hizo muequitas bajando del carruaje para pasar al interior de la casa, después de despedirse de Juan con la manita y decirle que se fuera a cenar tras terminar sus labores con el carruaje y los caballos. Paso a pasito subió los escalones que la separaban del porshe para acariciar la madera de la puerta que la recibió. Aunque no tuviera todas las protecciones de Delbaeth, era su casa y la amaba. Quizá algún día le pidiera que le pusiera símbolos para evitar problemas, pero de momento, ella estaba segura. Entró y cerró tras ella extrañándose de no ver a Fernanda recibiéndola cuando siempre lo hacía e inclusive la oscuridad reinante en el lugar. Alzó una cejita inquieta y una resonancia la hizo saltar... el sonido de un disparo afuera, tan cerca que parecería que fue al lado de su oído y que de momento, el cansancio de toda una noche sin dormir, de un trabajo extenuante el día anterior y el que estaba viviendo, así como la fatiga de días antes, la hicieron perder la cordura buscando de inmediato salir, pero las chapas de las puertas aunque se movían y giraban, no permitían que se abrieran las hojas de la misma.



Cimbró con sus pobres fuerzas los portones con violencia intentando ir a donde la persona caída necesitaba ayuda. La sangre se le congeló cuando escuchó la voz de Juan gritarle que corriera, que se escondiera. ¡Juan! Su fiel guardián estaba siendo atacado. Otro disparo más y la joven Louvier gritó con vehemencia golpeando las puertas con su hombro una sola vez haciendo crujir de forma insuficiente la madera. Se llevó la mano izquierda a donde su cuerpo se impactara cerrando los ojos. Dolía a horrores. Buscó abrir de nuevo sin éxito, la maldita puerta no se movía, no respondía. Y su guardián afuera, podía imaginarlo desangrándose. Si no recibía ayuda pronto... Si no...

Buscó con la mirada, hizo a un lado las cortinas para ver hacia afuera y descubrió con horror que fuertes pedazos de madera obstruían la visibilidad y... el escape. Desesperada se llevó las manos al rostro y con cuidado, a pesar de la oscuridad reinante y que se le hacía sofocante, caminó con las manos estiradas, intentando no tropezarse, sacando un mapa mental de cómo estaba todo distribuído para llegar a la otra ventana esperanzada de que... la tela que la cubría se hizo a un lado y ella vislumbró los tablones de madera. Tragó saliva sintiéndose cada vez peor. Con un sudor frío que la recorría desde la nuca por toda la espalda lento, muy pausado. Todo a su alrededor era como una boca de lobo, no se podía ver nada. Entonces ellos, los que la apresaban tampoco ¿O sí?

Chasqueó la lengua al pensar que, si no era un humano y sí un cambiaformas o incluso vampiro porque era de noche y las ventanas tapiadas daban una ligera idea de lo que podría ocurrir, entonces sí que estaba en problemas. Un maullido le encogió el estómago: Granchester. Parpadeó pensando en qué hacer, los llamados de su gato sonaban en la parte alta y ahí ni loca iba a ir directamente sin saber a qué se enfrentaba. Marianne gozaba de un magnífico sentido común que no se iba a ir sólo porque estuviera encerrada. Cerró los ojos tragando saliva de nuevo, llena de miedo, con un hueco por estómago y el corazón acelerado hasta el máximo. Como no tuviera cuidado, se iba a ganar un paro cardiaco.

Aspiró profundo atenta a los sonidos, agudizando el oído, tenía la ventaja, por Dios era su casa, sabía cómo estaba todo acomodado, las distancias y demás porque inconscientemente su cuerpo las evitaba mientras ella iba leyendo o bien, haciendo algún boceto sin mirar a su alrededor como a veces era su costumbre. Su gato de nuevo lloró y el corazón de Marianne fue envuelto en una manaza de frío metal que lo constreñía. Cómo dolía. Un maullido más y ella corrió los primeros seis escalones y se quedó helada. Quieta. No, no podía, le esperaría en el rellano y seguro que le haría algo. Si ésto no era de a gratis, la puerta atrancada, las ventanas tapiadas. ¡Su vida corría peligro!

Así que fingió en un juego en el que fue maestra cuando niña: las escondidas. Sus pasos iban subiendo de intensidad conforme ella "subía" las escaleras permaneciendo en el quinto escalón. Era un truco de oído que utilizaba para despistar a sus padres en ese entretenimiento infantil. Se quitó los zapatos poco a poco hasta quedar descalza y bajar en silencio total las escaleras dirigiéndose al comedor. Su meta: el despacho donde tenía una pistola que planeaba usar. No soltó los zapatos, en determinado momento eran una perfecta arma. De eso a nada, pues al menos el tacón serviría si lo apuntaba bien a los ojos.

Sus pasos la guiaron a la habitación siguiente, el comedor para diez personas. Se agazapó hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad reinante y aún así no podía ver más allá de su mano extendida frente a su rostro a escasos cinco centímetros. Todo sería a base de recuerdos y confiar en la memoria de su cuerpo. Se lamió los labios ansiosa, agudizando de nuevo los oídos para detectar cualquier movimiento en falso. Pretendía hacer una maniobra diferente. El llanto de su gato la hizo consciente de que no había demasiado tiempo. Su intención era colarse por las habitaciones hasta la cocina donde había una escalera de servicio oculta tras la alacena que llevaba a la propia recámara de Marianne. Por ahí era donde Fernanda subía y bajaba y nadie hablaba de ello justo por si algún episodio como éste daba lugar.

Ahí, en su recámara, nadie la podría sacar. Podría llamar a Granchester y encerrarse hasta que Delbaeth llegara hasta ella. Él prometió ir por ella. Sus pasos se deslizaron por la superficie pulida del comedor, con mucho cuidado y los brazos extendidos procuró no rozarse con la mesa o las sillas. Sonrió nerviosa cuando alcanzó la puerta del despacho y rogó porque pudiera abrirse. Su sonrisa fue enorme cuando el pomo giró y con un leve sonido el umbral le permitió la entrada. Se encerró de inmediato ahí apoyándose contra la superficie de madera cerrando los ojos. Soltó el aire que contenía y de inmediato se concentró en escuchar, no fuera la de malas que también ahí hubiera alguien.

Uno, dos, tres... la oscuridad le jugaba malas pasadas porque de vez en vez, ella miraba formas extrañas que no eran más que sus propios miedos elucubrados de forma macabra. El corazón palpitaba tan fuerte que no sabía cómo era que no lo escuchaban arriba. Una vez asegurada de que no había absolutamente nadie ahí, fue despacio a su escritorio, palpando logró encontrar el tercer cajón de la izquierda y deslizó con suavidad éste para no hacer mucho ruido. Las yemas de sus dedos fungieron como sus ojos y sonrió de alivio al encontrar la caja que buscaba. La puso sobre la superficie pulida para abrirla. Sus manos sacaron una pistola. Tragó saliva porque una vez empuñada no había marcha atrás. Mataría o iba a herir a alguien.

Su inocencia se iba de las manos. Sus conceptos del bien y el mal se confrontaban de pronto. ¿Debía hacerlo? ¿Sería capaz de rebajarse al nivel de aquéllos que la intentaban enloquecer? ¿Llegado el momento les dispararía? Las palabras de José Alfonso de Castilla le llegaron a la mente cuando se la entregó tras que Marianne se la pidiera por su propia seguridad "Un arma no se empuña si no se va a usar, ten cuidado". No supo por qué, pero el simple hecho de que la imagen de la Voluntad de España apareciera en su mente fue suficiente para sentirse un poco menos acongojada. De pronto, ante ella, lo que estaba aconteciendo tomó un cariz diferente. Alguien quería hacerle daño. Deseaba su mal. ¿Por qué?

Marianne siempre había procurado ser amable con todos, ser una persona alegre, comprensiva, caritativa. ¿Acaso eran sus actos tan malvados como para que alguien matara a Juan? Rogaba porque... no, no quería ni pensar en José y Fernanda. No quería recordarlos, mejor que estuvieran en el limbo. Quizá habían huído o no estaban... Sabía que de ser así, le hubieran avisado de alguna u otra forma. Le eran fieles... eso significaba que... Un sollozo desgarró su garganta y se apresuró a taparse la cara con las manos en tanto unas lágrimas emergían, su espalda se tensaba fuertemente y su nariz le dolía por la contención del aire. Aspiró profundamente y el pecho le lastimó. Cerró los ojos y los abrió conteniéndose, tenía que ser fuerte. Era Marianne Louvier, tenía que ser fuerte, se enfrentaba con vampiros como Nigel Quartermane, tenía que ser fuerte, le paraba los pies a licántropos como Wolfgang, tenía que ser fuerte, se encaraba con brujos como Delbaeth, tenía que ser fuerte. Le temblaron los labios de nuevo y asintió. Sujetó fuerte la pistola y lento fue dirigiéndose a la puerta, colocando el oído en la madera para escuchar fuera. No se oía nada.

Su mano se acercó al pomo de la puerta y lo deslizó suavemente, era fuerte, se enfrentaba siempre a cosas peores. Era fuerte, podía con ésto. Era fuerte... Tragó saliva y salió del despacho, pistola por delante. Apuntaba a todos lados porque la oscuridad con las ventanas tapiadas seguía siendo insoportable. Un movimiento a la derecha y ella apuntó, pero sólo eran sombras. Nada se le acercaba con rapidez. Temía que fueran sobrenaturales, pero ¿Quién desearía hacerle daño de esa manera tan enfermiza? Tapiando todo y creándole el mayor susto de su...

Gritó, como nunca, como jamás lo había hecho, una figura ante ella estaba mirándola fijamente, una que brillaba en la oscuridad, una que se mostraba de una forma tan horrible que con los nervios tan crispados de la Duquesa no dudó en demostrar su ubicación a los perpetradores. ante ella, se encontraba un fantasma, la figura de un niño de cabellos negros y ojos tan violáceos que refulgían en la oscuridad. Sin embargo, no era sólo eso, era saber que estaba muerto. Que era un sobrenatural no ocasionaba tanto daño en Marianne, pero el verlo así cuando temía por su propia vida, fue un anuncio de su propia mortalidad.

Corrió, como nunca en su vida, directo a la cocina para escaparse de él, pistola en mano sin dudarlo, sin pensarlo, sin que nada se lo evitara. Abrió la puerta y cerró tras ella con violencia para irse directa a la alacena entre lágrimas vertidas de la desesperación, la angustia, la pena, el nerviosismo. Y lo sentía, esa presencia que congelaba sus huesos, que helaba su sangre tras ella. Le seguía. Aterrorizada abrió la puerta de la alacena y lo que vieron sus ojos con el reflejo de la luz fantasmal por poco la hacen perder el sentido. Dentro, estaban José y Fernanda, ambos muertos, con heridas en los cuerpos. dejando un rastro húmedo que, se dió cuenta apenas, mojaba sus pies... sangre...

Lloró con desesperación, tapándose el rostro con las manos en tanto sollozaba sin control, de reojo notó que la figura se acercaba y fue más el miedo al fantasma que al muerto, corrió dentro disculpándose mentalmente con José y Fernanda por pisar sus cuerpos, cerrando tras ella. Abrió la puerta oculta y subió las escaleras de caracol tras el marco del umbral con rapidez, importándole poco si en el piso superior se enteraban que iba escalando. Alguna vez sus pies tropezaron y la hicieron caer de bruces, golpeándose la espinilla y el pómulo, haciéndolos sangrar. Sin embargo, los ojos vislumbraban la frágil luz mortecina bajo ella que iba siguiéndole aún.

- No, espera, no vayas ahí... - escuchó y eso la tensó peor, se levantó ignorando el dolor corriendo a toda velocidad, para abrir la puerta y cerrarla tras ella. No importaba, estaba en la única habitación que le daba confort: la suya. Donde Aitziber pusiera protecciones contra cualquier mal... incluyendo sobrenaturales. Nadie podía entrar, estaba a salvo. Caminó dentro de ella unos cuantos pasos hasta caer de bruces contra el piso, entre lágrimas que corrían una tras otra por sus mejillas... Juan... José... Fernanda... todos muertos por un sobrenatural, no le quedaba la menor duda. Y no sólo eso, si no que su casa estaba embrujada por fantasmas.

El maullido de su gato volvió a sonar en sus oídos y Marianne sacó fuerzas de flaqueza para tranquilizarse. Estaba en su habitación, nada podría pasarle. Si salía de ahí seguro que... otra vez el llanto, estaba cerca, por lo que quizá, si era cuidadosa y tenía la precaución de andar en silencio, podría tomar a Granchester y meterlo a su cuarto. Delbaeth llegaría y con su magia haría salir al sobrenatural. Él la rescataría, estaba segura de ello. Delbaeth. Cerró los ojos con fuerza para lamerse los labios y ponerse en pie con el cuerpo temblándole. Hizo una mueca cuando dio el primer paso. El golpe en las escaleras fue más fuerte de lo que pensaba. Poco a poco llegó hasta la puerta y la abrió con mucho cuidado agudizando el oído.

Ahí estaba, pero parecía provenir de su cuarto personal, aquél donde ella hiciera la mayor parte de sus bocetos. Un refugio para su propia alma donde plasmaba muchos de sus secretos. ¿Qué hacía Granchester ahí? Aunque quizá estos sujetos en su afán de cerrarlo todo, tiró la puerta y tapió también la ventana. Incluso la de la recámara de Marianne estaba así: cubierta por tablas. No tenía mucho tiempo, si el sobrenatural se enteraba dónde estaba la perseguiría y el fantasma seguro tenía que dar media vuelta para llegar de frente a ella porque las protecciones en su recámara le evitaban la entrada. Tenía una oportunidad de ir a por Granchester y volver con rapidez. Sólo una.

Ahora o nunca. Corrió hacia la habitación y abrió la puerta con rapidez para buscar a su gato y lo que vió le echó al suelo sus expectativas. Ahí estaba el sobrenatural, con su Granchester entre las manos. Y no era un hombre despreciable a simple vista. El viento llevó hasta su rostro los bocetos que con tanto cariño hiciera al tiempo que caían al unísono con sus lágrimas vertidas. Su gato se removía entre las manos del maldito. ¿Acaso tambíén estaba destinada a perderlo a él? Le temblaron los labios, se sintió derrotada porque nada había servido. Había decidido ir a por el único inocente que quedaba vivo y él la había entregado sin querer. Le castañearon los dientes y sollozó una sola vez...

El viento meció la capa del hombre que se acercaba lento, quizá sin notar el arma que Marianne tenía en la mano derecha. Dos lágrimas resbalaron por sus mejillas al tiempo que el minino se retorció por enésima vez. ¿Por qué? Él era un desconocido para ella... ¿Por qué? ¿Qué había hecho? ¿Cuál era su delito? Como una música constante y desquiciante para los oídos, Marianne se encontró deseando terminar con todo el terror que sentía. Recordó el rostro iluminado de esa forma horrible de su Fernanda, de su José. ¿Por qué?

- Ya basta... - negó con la cabeza aspirando aire - ya me harté de tí... - aspiró ruidosamente con la nariz constipada y levantó el arma hacia Fausto - no me vas a hacer más daño del que ya hiciste, demonio. No te voy a permitir - el arma le daba la fuerza, el miedo el coraje, la desesperación la valentía para encararlo - que sigas haciéndome más daño. Ya no - su barbilla se alzó decidida, al tiempo que su mano le apuntaba con firmeza. No temblaba, ya no. Si alguien tenía que morir, sería este asesino. Fernanda, José y Juan merecían vivir y éste los había asesinado sin misericordia.

Alzó la barbilla dispuesta y el gatillo fue sujeto por el dedo índice, aspiró ruidosamente por última vez antes de que algo inexplicable sucediera. La pistola se atascó, por más que ella tirara del gatillo simplemente no respondía. Marianne parpadeó de forma insólita para gritar al ver quién detenía la bala. Era ese fantasma que tenía el dedo puesto en el cañón del arma evitando que el proyectil saliera disparado. Un espíritu que sólo era visto por Marianne, no por Fausto. Obligándole a ella a soltar un grito más y perder el último rastro de cordura que tenía, soltando la pistola que, al caer de inmediato soltó el proyectil que se incrustó en la pared a escasos 30 centímetros del brazo derecho de Fausto.

La joven corrió sin pensarlo, directa hacia las escaleras principales, si tenía que romper esa maldita puerta con su cuerpo o matarse a golpes contra ella, lo haría. Estaba desesperada, rota, acosada, confundida, desquiciada. Eso era lo peor: su locura sólo tenía una escapatoria: una luz que buscaba alcanzar. Un umbral que tenía que atravesar. La paz venía exclusivamente de esa acción. Corría como alma que se llevara el diablo, a pesar de los ropajes pesados, de los pies descalzos. No quería continuar ahí permitiendo que el hombre y el fantasma la acorralaran más de lo que ya hacían. Era una superviviente y eso intentaba hacer: vivir un día más.

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El Secuestro de la Descendiente (Fausto & Marianne Louvier) Empty Re: El Secuestro de la Descendiente (Fausto & Marianne Louvier)

Mensaje por Fausto Mar Mar 20, 2012 9:18 pm

'Siempre hay una princesa
con deslizantes vestidos bancos
y su rostro , su rostro es un río.
La princesa es un río lleno de lágrimas
de tristeza y congoja'


Fausto mentiría, si dijera que la primera vez que olfateó la muerte no sintió nada. Y aunque engullir más o menos la verdad en su abominable concepto de todo cuanto tuviera alrededor no incumbiera ni al más célebre de los humanos o los sobrenaturales, sus recuerdos viajaban con mayor frenesí incluso que sus movimientos letales y sabían situarlo en el pasado igual que si entre sus magnánimas posibilidades se encontrara la habilidad de sodomizar el espacio y el tiempo a su antojo. A esas alturas era incapaz de volver a experimentar sensación semejante, mucho menos después de haber admirado a Georgius, después de haberlo perdido entre sus propios brazos y que el nombre de Mefistófeles se le hubiera enquistado desde la garganta hasta el estómago con el veneno enfermizo del odio.

Odio o amor. En verdad, los tópicos de la humanidad eran patéticamente insuficientes, se reducían al ancla del blanco o el negro para luego andar lloriqueándole a él, pidiéndole explicaciones y recriminándole su forma de ser y de actuar. No, por supuesto que Fausto rechazaba esa bazofia hipersensible que condicionaba todo en base a un mero impulso interno que trataban de exaltar por medio de poemas y estructuras sociales. Arte y matrimonio. Deshonra y muerte. Por eso, él estaba por encima de tanta limitación, de tanto desperdicio. No sólo el amor representaba un desecho más que ensuciaba el camino con sus pretensiones convencionales y su nulidad absoluta, también el odio resultaba una meta incalculable de lograr en él. El odio era una emoción igual de potente, tal vez incluso más corrosiva y perdurable, algo que en cualquier época se infravaloraba por cretinos y pobres sentimentales cuando en realidad era la pasión más auténtica de todas, la más respetable. Fausto tampoco podía odiar a nadie, nadie estaba a la altura de plantar tal poderosa semilla en el sombrío bosque de su alma, indestructible por procurarse su propia hambruna y su propia alimentación.

Sí, por supuesto que había sentido algo al arrancar la vida de otro ser por primera vez, pero no fue ni odio ni amor, ni tristeza ni felicidad; ni blanco ni negro, la paleta de todo su ser disponía de una variedad de colores muchísimo más polifacéticos. Fue una ligera vulnerabilidad que lo dejó pendiendo de un suave hilo, inocente incluso con las manos llenas de sangre, para preguntarse lo que significaba que alguien te echara a patadas de la existencia contra tu voluntad, contra tu naturaleza; fue una confusión renaciente que le indicó otro poder que llegaría a dominar, a perfeccionar baja la técnica de su sabiduría… Fue una epifanía que pasó a formar parte de sus meditaciones y de los conocimientos que le facilitaban tanto el cielo como el infierno.

Fausto prefería el infierno, Fausto ya portaba el infierno. La mansión Louvier se carbonizaba lentamente porque la imagen y semejanza del Demonio había marcado su puerta.

Por el mero hecho de imaginarse algo, de perder la valía del tiempo en conjeturar situaciones deseadas como quien se cree que algún día tendrá hijos o unos ahorros decentes, Fausto nunca se hubiera imaginado maniobrando a favor de un hombre de la iglesia. No de un modo tan considerado, encargado hasta un extremo minucioso en cumplir sus requisitos. Porque para cualquiera que no estuviera más ciego que los que no querían ver, la corrupción de los hombres que representaban la fe en el mundo para usarla de opulento oficio no pasaba desapercibida, los puercos llenos de perlas en los dientes y el pueblo pudriéndose por cada esquina. Lástima que el cazador no hubiera nacido para impartir más justicia que la suya, porque entonces, personas como la servidumbre de Marianne Louvier no habrían tenido que morir por nada. O bueno, quizá eso no era del todo cierto. Habían muerto por algo: saciar la psicosis absoluta con la que perfilar el secuestro de aquella joven hasta no dejarlo sólo en una simple anécdota para una mente vulnerable. Fausto no sentía aquella causa como suya, no había causa más suya que él mismo y lo que llevaba experimentando desde su más tierna infancia, ergo, en lo que a él mismo respectaba, no habría sido necesario matar a toda esa gente. No le inspiraban compasión, pero tampoco aversión. Le representaban la más pura indiferencia, personas de mediocre intelecto e, incluso, directa inocencia. El objetivo claro de su intromisión al feliz hogar se resumía a llevarse a la anfitriona que vivía allí, para lo cual no le hacía falta acabar con la vida de nadie, pues quitando los casos de encargos como cazador, el único motivo que tenía para matar (obviando que se hablara de Mefistófeles) se daría en la defensa propia y con un rival digno. Y ninguno de aquellos tres seres empezaba siquiera a ser un rival digno, no merecían morir a secas, mucho menos bajo sus manos de ejecución perfecta. Sin embargo, el Papa Borgia había sido bien conciso, quiso que no se lo pensara en absoluto y él pocas objeciones iba a poner a la hora de dejar su marca en cada cosa que hiciera. Precisamente por ese motivo había acabado 'maniobrando a favor de un hombre de la iglesia': tenía mucho que ofrecerle, tanto a nivel de práctica como de objetos y manuscritos a los que nadie más que el Papa Borgia podía obtener con mayor eficiencia. Ah, Alejandro Borgia... uno de los hombres más listos que existían por aquel entonces o, por lo menos, de los más dispuestos a lo que fuera con tal de ver cumplidas sus metas, también más claras que las de la mayoría de estrategas que se apropiaban vejatoriamente de ese sustantivo. No se trataba sencillamente de hacer algo, sino de hablar a través de lo que se hacía, de reflejar cómo iban a ser las cosas y cómo las veía la representación de Dios en la tierra. La forma del miedo por sobre la de la piedad.

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Fausto coincidía con aquel modo de expresión tan implícito a la vez que nocivo, así que únicamente por ese motivo extra aprobó la excepción, despedazó milímetro a milímetro cada partícula de los tejidos de piel que formaban los cuerpos inútiles de Fernanda y José, al mismo tiempo que, con el arte vandálico de su absoluta sangre fría, los dejaba recompuestos para que así Marianne al llegar, los reconociera a través de aquel aspecto desfigurado, como un retrato hecho a base de tripas y pelos. Crueldad vertida en cada rasguño con el que pintarrajeaba el mismo trauma que llevaba él en sus entrañas. Buscándose a sí mismo a través del horror reflejado en los demás, tras su masoquista apatía. Se vio surcando por cada rincón que pisoteaban los pasos de la chica, no importaba si había forma acústica o no de llegar a los oídos del alemán, porque todo él estaba ya en aquella casa. Todo él, toda su mente, toda sus cruentas intenciones se habían apegado a la arquitectura de la vivienda de tal modo que ya no podría seguir llamándose así mientras él estuviera dentro. E, incluso si Marianne hubiera acertado con su tembloroso disparo, lejano a ser certero incluso si apuntaba de manera correcta, la presencia de Fausto seguiría atormentando su estado alterado, dormitando entre las virutas de su locura, conviviendo con los fantasmas de sus pesadillas.

Fausto continuó sin inmutarse apenas cuando la bala silbó cerca de la tela de su abrigo que le cubría el brazo y su rostro permaneció igual de imperturbable incluso cuando Marianne salió corriendo, tan sólo giró el cuello unos centímetros para contemplarse detenidamente la prenda por si había quedado dañada, en una tranquilidad que contrastaba cruelmente con la esquizofrenia de la chica. El gato siguió restregándose contra su mano sangrante y el hombre únicamente empezó a caminar cuando se aseguró de que a la duquesa no le faltaba mucho para llegar a las escaleras principales. Nada más cruzar la puerta de la habitación, no sin encargarse de que aquella ventana quedara igual de tapiada que el resto, Fausto divisó del todo los pasos de la muchacha entre las sombras ya acostumbradas a su vista porque salían de él mismo, y dio un salto en el aire, más inaudito que cualquier presencia sobrenatural, como Georgius le había enseñado en sus entrenamientos del kalaripayattu. Cuestión de altura, elevación, física y agilidad; el combo perfecto. El resultado de su arte marcial ofreció una sensación persecutoria ideal con la que proseguir el martirio hacia su presa cuando, en un abrir y cerrar de ojos, acabó frente a ella, impidiéndole el paso.

Marianne estaba justo al borde del primer escalón y él había caído unos dos más abajo. Fausto tensó los poco metros de distancia para que la garganta de Marianne se consumiera más en la sequedad de sus nervios crispados, mientras él se cambiaba al gato de mano y subía tras unos extensos y dilatados segundos, crujiendo el sonar sobre las escaleras que construían la prisión sonora entre ambos a través del -literalmente- sepulcral silencio que ya los agarrotaba.

Me importa más bien poco, si os hago daño o no –afirmó, cuando llegó finalmente a sólo dos escasos centímetros de la figura femenina del lugar-. Como he dicho… –y usó la mano que sangraba debido a los arañazos de su gato para rascarse casualmente una mejilla justo a un palmo de la frente de ella, mostrándole el chorro carmesí que brillaba con luz propia-. Debéis acompañarme.



Última edición por Fausto el Miér Jul 25, 2012 10:51 pm, editado 1 vez
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El Secuestro de la Descendiente (Fausto & Marianne Louvier) Empty Re: El Secuestro de la Descendiente (Fausto & Marianne Louvier)

Mensaje por Marianne Cromwell Miér Abr 04, 2012 10:58 pm

Mami... tengo miedo...
Abrázame...
Cuídame...
¿Verdad que nada malo me va a pasar?



La oscuridad la envolvía entre sus fríos brazos sin darle oportunidad de salir avante, de escapar del horror en que su corazón estaba sumergido, se ahogaba en la desesperación entre aguas profundas tan espesas como la propia sangre y quizá ni ella fuera tan imposible de vencer. Era su propia angustia la que le impedía salir a la superficie, la que le arrastraba a los precipicios de las sombras sin darle la oportunidad de tomar un poco de aliento, de tranquilizarse un solo instante, porque sentía que no existía ninguna forma de que ella pudiera salir avante. ¿Verdad que no?

Era así, Marianne corría sin saber realmente de qué huía... ¿Del sobrenatural? ¿Del fantasma? ¿De su hogar? Porque estaba en su hogar, ¿Cuántas veces salió a la calle y se vio inmersa en episodios de locura y desesperanza...? Cuando intentaron asaltarlas a Viola y a ella... cuando su ex prometido intentó violarla en dos ocasiones sin lograrlo... ¿Cuántos sobrenaturales no conoció antes? ¿Cuántos no estuvieron a punto de hacerle daño? ¿Cuál era la diferencia? ¿Acaso que este hombre había llegado demasiado lejos? ¿La muerte de sus sirvientes que ella no veía así si no como personas que le ayudaban al aseo de su casa y a cubrir las nimiedades que todo hogar crea?

No... la diferencia radicaba en un pequeñísimo detalle que visto a ojos expertos causaba un gran miedo, una desesperación y una degeneración imposibles de superar. Algo que seguramente su perseguidor había analizado desde todos los ángulos posibles como se revisa un diamante buscando una falla para desestimar su precio. No había forma de que se triunfara sobre ésto, mucho menos si no se tenía la oportunidad de salir avante, de poseer un instante en el cual se pudiera recobrar la coherencia de sus actos que ahora sólo estaban encaminados a salir de su hogar para ir... ¿A dónde? Marianne se detuvo una fracción de segundo antes de continuar porque su instinto se lo exigía, tenía que ir a un lugar seguro, pero ¿Dónde era eso? ¿Lo conocía? Si estaba en el espacio más seguro que toda la sociedad puede indicar con los ojos cerrados entonces ¿A qué sitio se dirige ahora?

Y todo parte desde la más tierna infancia, porque toda persona está acostumbrada a ver el espacio en el que convive con sus padres como el más impenetrable de todos. No hay absolutamente nada que pueda compararse a ese refugio en el que sus progenitores le entregarán todo para que ningún mal le afecte. Esas paredes, esos objetos tan familiares y cotidianos son los que dan la seguridad en el interior de sus mentes y cuerpos, en un corazón que se acostumbra y crea falsos estándares de confort. Donde entiende que mientras esté ahí, quizá dentro de su habitación, de la de sus ascendientes, en la cama, nada podrá romper ese equilibrio mental, esa sanidad que impedirá el desquiciamiento y la decadencia. Todo lo malo que pueda allegarse se solucionará en tanto ella esté dentro de esos metros cuadrados. Un lugar donde respirar, donde paladear la paz, donde encontrarse con sí misma sin que absolutamente nadie más pueda intervenir y hacerle daño. Ahí, nada sucederá. Ahí nada le afectará, ahí será feliz porque sólo eso es lo que puede haber tras crecer en un núcleo familiar sano, lleno de vida y alegría. Si ella hubiera crecido en un hogar saturado de golpes, entonces su confort estaría en un lugar completamente diferente que Marianne debió buscar durante el tiempo que creció sin que sus padres le auxiliaran a tener paz...

Sin embargo, cuando alguien como este sobrenatural llegaba y se apoderaba de todo el espacio transformándolo y rehaciéndolo a su propia mentalidad, era cuando todo chocaba. El bienestar y la desesperación estallaban en una confrontación en la que sólo quedaba la desestabilidad. Una que la propia Marianne sufría ahora mismo porque no tenía un lugar dónde sentirse segura, estar a salvo. No existía, pues había quedado hecho trizas tras la intervención de este hombre que no sólo buscaba raptarla si no romper toda sanidad mental para que no tuviera una iniciativa de escapar. No había un lugar apropiado en el cual permanecer, entonces ¿Hacia dónde correr? Era la pregunta más importante de todas y la que aún no tenía respuesta. Marianne no conocía otro lugar, no su mente que ahora mismo estaba carente de armonía, de equilibrio, pero su instinto sí... su alma sí...

Un lugar que estaba sumergido en el bosque, donde la magia que lo protegía lo hacía impenetrable. Unos brazos masculinos y unos ojos verdáceos que le causaban rebeldía inicial y luego el más puro amor, el sentimiento que podría apagar sus males, que podría hacer a un lado a este hombre e impedir sus propósitos. Un brujo con el poder suficiente para alejar a todos los que envenenarían a Marianne con sus colmillos afilados, que sólo buscaban que perdiera toda sanidad mental. Toda coherencia. Ahí estaría a salvo. Su cuerpo lo conocía, su alma lo recordaba, todo actuaba en consecuencia de esta ruta de escape. No le pasaría nada ahí porque alguien más podría plantarse ante Fausto. Mas sin embargo, su mente aún no lo asociaba y era por una simple razón: protección. No quería que le pasara absolutamente nada al hombre que tanto amaba, que idolatraba. Así que ella misma saldría avante sin ayuda de él, sin que tuviera que arriesgarse. Era justamente lo que no quería, que él saliera lastimado. Su mente inconscientemente pensaba en ello y actuaba en consecuencia. Estaba más desarrollado su sentido de protección hacia los demás, que el relativo a su persona. Para su desgracia...

Y así sus pies no entendían de temores, sólo se movían al compás de una canción tan desquiciante que no había forma que pudieran detenerlos antes de que su locura chocara contra la pared de la cordura haciéndola trizas, quedando únicamente el instinto. Esa bestia irracional que todo lo podía, todo lo sabía, todo lo evitaría. No importaba si su hogar había quedado hecho añicos, si existían dos demonios cercándola: uno con cara humana y el otro una sicofonía de un recuerdo o de un sentimiento fijado en el lugar que no podía seguir avante y al contrario, se afanaba en destrozar las mentes de los que le rodeaban. En este caso, la de Marianne.

Sus pies llegaron a la escalera, su mano se afianzó del barandal con la intención de no caer al vacío, porque suficiente tenía con la mente ida para que ahora el cuerpo fuera una víctima más de toda esta locura. La sangre del pómulo era mudo testigo del miedo que ni siquiera le dejaba deshacerse de la mancha carmesí de su mejilla. Ignoraba incluso el dolor de su pierna lastimada y abierta, sangrante. Sólo tenía conciencia para los estímulos físicos, el piso bajo las plantas, la madera pulida en la mano, la fuerza que hizo cuando dio la media vuelta para dirigirse a la parte baja.

Y luego de ello, supo que tenía oídos porque escucharon un grito infrahumano, tan lleno de miedo como ella misma se sentía, tan aterrorizante que le haría temblar de nuevo, que impactó en todos lados golpeando las paredes y haciendo un eco que no dejaba de sonar. Y entonces, cuando pudo escucharlo bien, se dio cuenta de que la voz era suya, procedía de sus cuerdas vocales que habían reaccionado con rapidez al ver a quién tenía ante ella, antes siquiera de que su mente lo asimilara, quien de pronto aparecía como un fantasma para cerrarle el paso. Detrás no había nadie, ¿O sí? ¿Acaso eran gemelos el que la perseguía y el que se le aparecía ahora? No... pronto comprobó que no era así porque traía algo en la mano que colgaba como un saco, como un perchero... su gato... su adorado Granchester...

Era el mismo...

El mismo sujeto de su cuarto secreto, el que era lastimado por Granchester sólo que ahora el gato estaba en la otra mano. La arañada se extendía hasta la mejilla del hombre obligándoa a reprimir un gemido de... ¿De qué? ¿Dolor? ¿Desesperación? ¿Tristeza? ¿De qué? Cuales teclas de piano que resonaban en una melodía macabra, la joven Louvier sintió que sus dientes castañeaban. Aterrorizada estaba. Hasta la médula. Tanto que sus ojos empezaron a derramar lágrimas y su mente empezó a cerrarse lentamente a la oscuridad. Divinas sombras. Un olvido del cual no quería salir, no debía emerger... estaría sumida en él durante todo el tiempo necesario ¿No era así?

Tragó saliva ladeando la cabeza al tiempo que él llegaba hasta su altura, a escasos centímetros tanto que ella podía oler su aroma y viceversa. Cítricos con especies y jazmín... una esencia femenina, fresca, alegre como lo que era ella... era... porque ahora mismo sólo era una calca de lo que alguna vez su ser fuera... no había ya en la joven que miraba a Fausto rastro alguno de alegría, de lo que le iluminaba, del optimismo con que recibía cada día. Él lo había quebrado. Se lo había llevado. Y es que también tenía un ayudante sin saberlo. Ese fantasma que sólo miraba desde una esquina la acción asintiendo porque entendía que así debía ser.

No había otra forma de lograr lo que le encomendaron, más que romper con la mente de una joven llena de vida y entusiasmo por vivirla. Una dama que ahora mismo miraba a Fausto con desesperación en los ojos en tanto las lágrimas recorrían el rostro en un peregrinar que nadie más oía. Los únicos eran los muertos y con ellos Marianne quería estar. ¿Alguna vez volvería a salir el sol? ¿Sería éste el último rostro que viera? ¿El de su torturador? Las gotas caían por su barbilla hacia la oscuridad. ¿Estaba destinada a apagarse así como las luces de las velas?

Y aún así algo de su interior cobró vida, algo que le llenaba de ira, de frustración, de rabia y en un último intento desesperado porque su existencia no fuera en balde, no se perdiera, no se apagara, ella empujó con violencia a Fausto lejos de sí, con toda la adrenalina de la que era capaz en ese mismo instante mientras gritaba sacándolo todo, sobre todo... su dolor... el que le produjo con la muerte de sus sirvientes, de Juan... al ver a su gato moverse de un lado a otro como badajo de campana intentando escapar, ir a con su dueña... Estaba rota, confundida, desesperanzada... si ésto no funcionaba... si su último intento resultaba ser en balde... Marianne se perdería para siempre en la profundidad de su mente, donde sólo la felicidad podía rodearla... donde él jamás podría alcanzarla... JAMÁS...

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El Secuestro de la Descendiente (Fausto & Marianne Louvier) Empty Re: El Secuestro de la Descendiente (Fausto & Marianne Louvier)

Mensaje por Fausto Mar Jul 31, 2012 7:55 pm

'La gente cree que soy
una persona bastante extraña.
Eso no es cierto.
Tengo el corazón
de un niño pequeño.
Está en un frasco de vidrio
sobre mi escritorio.'


A Book Of Blood by Javier Navarrete on Grooveshark

Nacer en brazos de la inconsciencia, de aquello que estaba muy por encima de todo lo que los humanos hubieran reflexionado en voz alta para implantarlo como norma. Provocar la más sangrienta de las locuras, la más paranoica de las heridas, un río carmesí que rodearía cada partícula de aquella casa, que inundaría los muebles que alguna vez se vieron vistosos, las ventanas que alguna vez llenaron todo aquello de luz, los retratos de las personas que alguna vez sonrieron en aquel espacio custodiado por la mano del mismísimo Fenriz.

Eso mismo quedaría marcado en aquella mansión, sobre el suelo, el techo, las paredes y cuanto lograra permanecer ahí dentro… y falto de vida, por supuesto. No habría supervivientes (no humanos).

Fausto se cernía sobre los chillidos de aquella perita en dulce llamada Marianne que gimoteaba el resultado de su sola presencia, de su sola intención, todo repleto de una oscuridad que incluso congelando el funcionamiento de cuantos corazones acabaran bajo su manto cruento, abrasaba las pieles hasta que el aroma a carne quemada provocara desmayos. Y ni siquiera ahí terminaba la tortura, infelices condenados a sufrir para toda la eternidad, porque entonces, él pasaba a derrumbar la arquitectura de los sueños hasta construir pesadillas sobre los restos. Incluso si perdían la conciencia acabarían a merced de su yugo.

No había escapatoria, y menos cuando las lágrimas ya adornaban el rostro de la muchacha. Habían firmado dulcemente el látigo de su sentencia.

Algo se movía por el suelo, se retorcía en pos del oxígeno, enloquecía al otro lado de la primera dimensión, en el privilegio contraído y masoquista con el que pudieras ser capaz de ver a la criatura que se alimentaba de tus propios miedos. El profesor de teología no conseguía verlo, pero sí detectarlo, lo detectaba a través de las pupilas temblorosas de Marianne. Aquel ser, aparición o lo que fuera que también le ayudaba a reducirla poco a poco en la paranoia, la joven lo tenía tan atrapado en su mirada y desfiguraba tanto la belleza de su rostro inocente sólo con volverlo el mapa fiel de sus emociones, que para Fausto, los ojos de la duquesa se convertían en la mirilla por la cual contemplar toda clase de hermosas aberraciones: recuerdos atroces de las personas a su servicio que él había matado, el amor que había experimentado de ellas ahora volviéndose un ardor imperecedero que abofeteaba su cordura fabricada con momentos alegres, ajenos a los que ahora la violaban sin necesidad de tocarle un pelo… La agobiarían con una confusión tan inmensa, adornada de vísceras y gritos desesperados que en vano rehuían la muerte, y a Marianne le costaría tiempo, días o meses o años, dependiendo de su resistencia mental, rememorar la pureza de su vida antes de haberla topado con la de Fausto.

Él se había encargado de que para ella, esa encrucijada se convirtiera en un dolor demencialmente personal, demasiado como para contemplarlo sólo desde fuera, apegado a su alrededor, a esos pasos que la hacían caminar por el exterior y con los que jamás olvidaría el destino que le aguardaba, un destino que acababa de ser penetrado de golpe por la soberanía de aquel cazador diabólico. No había compasión en cuanto a límites, no había diferencia entre las paredes de su cabeza y las de aquella mansión que en algún momento llegó a acogerla como su hogar. El único rincón en el que podría refugiarse sería uno creado por su imaginación desesperada, uno que le permitiera encerrarse por propia voluntad en sí misma.

Y ni siquiera, ni tan sólo, ni aun así…

Pues Fausto la encarcelaría en el interior de la jaula de sus hilos maquiavélicos, la dejaría allí atada a los barrotes junto a los demonios que habitaban dentro de él y que surgían a alimentarse de los demás sólo con un vistazo de sus orbes azules, preciosos en esa frialdad tan verduga. Aquellos diablos se le aparecerían bajo toda clase de formas distintas; animales, humanas, incorpóreas, inauditas. Le harían toda clase de visitas para sólo contemplarla con una sonrisa macabra, unos dientes llenos de sangre, unos ojos que a pesar de estar completamente blancos la recorrerían de arriba abajo, un silencio que vaciaría su esbelto esqueleto, unos susurros que arañarían sus orejas hasta que deseara arrancárselas y comérselas…

A Marianne le aguardaba algo mucho peor que no sentir nada más allá de su dulce irrealidad.

Cualquier persona de carne y hueso con un corazón y el insulso razonamiento que era habitual para dictaminar lo que debía y no debía experimentar un buen ser humano, se habría conmovido ante la inigualable amargura que desprendía la joven víctima. El repertorio de expresiones de Marianne formaba tal variedad de sufrimientos que era una lástima que nadie más que Fausto estuviera allí para presenciarlos, pues en él no provocaban la más mínima reacción, mucho menos si ello implicaba albergar algún sentimiento ‘positivo’, por muy nimio que fuera. Poco había que hacer contra el acero del que se componía el hielo de su alma, impasible, tan superior como apartada. Aunque en el fondo, mira que resultaban curiosos todos aquellos comportamientos tan apasionados que portaba la gente normal, debían de ser verdaderamente estimulantes para el organismo. Un absoluto desperdicio de fuerza y de voluntad. Y es que también ahí residía el quid de la cuestión del efecto que había causado Fausto desde el principio: que ni siquiera daba la impresión de que infringir dolor le supusiera un mero acopio de esfuerzo, es más, llegabas a pensar que ni tan sólo parecía tener ganas de torturarte. No necesitaba abrir la boca o mover un solo dedo, al contrario, despegaba de tal modo su esencia para atormentar a los demás con la misma habilidad de un espíritu, que hasta te replanteabas si se trataba de alguien real. Porque no podía ser verdad que un hombre al que apenas conocías se introdujera con tanta destreza en la cueva de tus pensamientos.

Ese aspecto se comprobó todavía con más ímpetu cuando Marianne le propinó aquel empujón y Fausto no se preocupó ni por contradecir a las leyes de la gravedad (no por un instante). Su cuerpo se balanceó tranquilamente hacia atrás, la punta de los pies rozando deliberadamente el borde del escalón, con un rostro que no mostraba alteración alguna respecto a la posibilidad de una mortal caída por aquellas escaleras. Marianne también pudo comprobar el porqué de esa inapetencia al cabo de unos segundos, al ver cómo el cazador recuperaba el equilibrio y regresaba al mismo lugar, como la manecilla de un reloj estropeado, como si jamás se hubiera movido de esa posición, como si sus últimos intentos de supervivencia no significaran nada para él. Tan sólo el gato volvió a retorcerse entre las garras del hombre y Fausto llegó a la conclusión de que ya había dejado pasar el tiempo suficiente. Su misión era concisa y una vez entrada en la psique de la niña, no merecía la pena arriesgarse a que alguien de los alrededores se apareciera a última hora, pues aunque se había asegurado de que aquel día no tendrían visitas, los imprevistos siempre estaban al acecho. Y tenía que notarse que por allí había pasado el demonio no sólo por el resultado de su estancia, sino también por su omnipresencia, capaz de moverse aquí y allá sin dejar el menor rastro, por lo menos no para que fueran capaces de seguir sus pasos.

De modo que Fausto soltó finalmente al felino y aunque aquel gesto podría haber supuesto un alivio o un triunfo, Marianne no tuvo tiempo de experimentar ninguna de las dos cosas, porque el cazador subió un escalón más y prácticamente su rostro engulló el suyo tras obsequiarle con semejante distancia, tan escueta que hizo que la mujer sólo pudiera ver azul, por un momento. Nada más que azul. Lo siguiente fue hacer uso de su arte marcial nuevamente, y alzó la mano para de un simple toque en su cuerpo, dejarla inconsciente, presionando en la base del cuello con los cuatro dedos y el pulgar. Un proceso tan aparentemente simple como obstruir tanto la afluencia de sangre como la del aire y dejar transcurrir diez segundos exactos para producirle el desmayo final. Simple, como había dicho, y que, sin embargo, requería años de entrenamiento para calcular la justa medida en la que pudiera ser algo letal o una forma sencilla y práctica de noquear a alguien sin producirle lesiones graves, cosa que entonces necesitaba.

El gato de Marianne trató por todos los medios de ser lo más parecido a un animal agresivo al ver cómo su cariñosa dueña se desplomaba inevitablemente sobre los expertos brazos del secuestrador. Lo que éste había aportado a esa técnica de reducción era la parálisis del sueño, que ahora se había apoderado de ella y que la dejaba en un estado completamente muerto, pero a la vez ligeramente consciente de su entorno. El tormento perfecto de los que no podían despertar de su letargo y sólo disponían de una grieta en mitad de la oscuridad para ver y escuchar lo que ocurría en la vigilia. A continuación, Marianne sólo notaría cómo su cuerpo se volatilizaba entre los alborotados maullidos de su minino Granchester que se quedaban contra su voluntad en la mansión (asegurándose de dejarla lo suficientemente cerrada como para que el felino no pudiera escapar en unos días y que al encontrarlo lejos de la duquesa, no alertara a nadie sobre los sucesos allí cometidos) y pasaría mucho más tiempo hasta conseguir identificar realmente otra clase de sonido a través de la nebulosa opresión que aún controlaba su consciencia: el traqueteo de un carruaje, de rumbo desconocido. Como todo lo demás, a partir de iniciarse en aquella pesadilla.

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El Secuestro de la Descendiente (Fausto & Marianne Louvier) Empty Re: El Secuestro de la Descendiente (Fausto & Marianne Louvier)

Mensaje por Marianne Cromwell Sáb Ago 18, 2012 7:01 pm

Ahí terminó mi vida.
Ahí, quedó mi alma...

Rocío con sabor de sal recorrió la distancia de una piel otrora suave y fresca, lozana y sonrosada hasta caer al abismo de la perdición, del olvido, se alejaba dejando impotentes las enormes alas celestiales que durante 17 años, 4 meses, 24 días, 19 horas, 56 minutos y 32 segundos la habían protegido. La habían cuidado. Velado. Mimado... Marianne fue todo lo que una madre desearía de su hija: amable con sus congéneres, generosa, amorosa, justa, firme, una bella dama. No había muchos defectos en ella y los que tenía eran subsanables o hasta cierto punto, agradables. ¿Por qué las cosas malas le sucedían a los buenos? Muchas abuelas se preguntaban una y otra vez eso y lo harían cuando los vecinos por fin encontraran a Juan, el fiel guardián de la española y llamaran a la policía llevándose al hombre al hospital. ¿Por qué? ¿Era destino de esas luces regresar al cielo y pasar poco tiempo entre los hombres? ¿Era un sino de la humanidad siempre tener al final a las más diabólicas y podridas almas en su seno?

Marianne tenía ante sí a un gigante, jamás nadie la había hecho sentir tan pequeña, indefensa. Incapaz de ponerle un alto. Ni siquiera aquél prometido que tuviera y que la utilizara para obtener dinero y todo porque sus padres lo supieron y Pierre Louvier evitó por todos los medios que se hiciera de la fortuna de su familia. ¿Le dolió? Por supuesto, pero logró recuperarse. Fue entonces a Inglaterra para ser la dama de una noble y aunque hasta allá él la encontró e intentó violarla para obligarla a contraer nupcias, ese paje apareció y evitó su desgracia. Luego, ya en París, volvió a encontrarlo, pero Strykerius le ayudó. La duquesa no era una mujer a la que no le había pasado nada, todo lo contrario, pero siempre había alguien que estaba a su vera. Que extendía su mano para con una sonrisa, sólo con eso, enseñarle que todo estaba bien. Sus ángeles. Cualquiera de ellos: José, Katra, sus padres, Eire, Aitziber, Nigel, Asagi, siempre había alguien. Cada uno de sus ángeles... Delbaeth...

Taca, taca, taca, taca... ¿Qué era eso? Sus ojos buscaban inquietos, temerosos, pero cuando entendió que era ella quien emitía el sonido, que eran sus dientes quienes lo provocaban sonrió con mucha tristeza. Sus ojos temblaron a la par que su cuerpo cuando lento, pero sorprendentemente le vio regresar a su lugar tras haberlo empujado. Una gota resbaló de nuevo hasta el infinito y estrellarse con violencia en el piso. Eso era Marianne: la lágrima. Eso era él: el suelo. Se golpearía contra él una y otra vez. No había escapatoria. Todo su cuerpo se tensó cuando se puso frente a ella y la dominó con sus azules ojos. Ese infierno que no era rojo, no era fuego, era de un tono tan hermoso como los zafiros. Sus propios orbes, los de la duquesa, se volvieron tan verdáceos como el bosque. La tristeza la gobernaba y eso se mostraba. Era sólo un espejo en el cual todo se reflejaba con una sinceridad que era aplastante. Otra y otra y otra gota. Una de ellas llegó hasta su cuello.

Intentó escapar de nuevo, pero jadeó sintiendo el corazón paralizarse de miedo cuando un par de manos frías le detuvieron los pies contra el suelo. Era tan injusto. La mano masculina se extendió y ella no quería que la tocara, no quería que le hiciera daño. Tenía tantas cosas por hacer. Se oponía a ir con él. ¿Por qué tenía que hacerlo? ¿Qué había hecho mal si siempre se había conducido con bien? Había ayudado a la gente, apoyado a los que lo necesitaban y aún a los que no. Perdonado a todo aquél que le hiciera daño. Marianne no era una mujer que odiara. Ni aún ahora que él le había hecho tanto daño. Que había matado a los que amaba, a los que no eran sus sirvientes si no las personas que la cuidaban, que quería como a su familia. Como si fueran sus tíos. Aunque no tuvieran su sangre. ¿Por qué, por qué? Se tensó hasta que le dolió, su cuerpo tembló con violencia cuando sintió que la tocaba y lento, empezó a sentir que le faltaba el aire, que él lo cortaba hacia su cabeza, que ésta se volvía tan pesada como una roca.

Lento... fue dejándose ir... fue muriéndose entre sus brazos, porque aunque tuviera aún aliento, el alejarse de la vida que tenía, era como morir...

Un suspiro viajó por el espacio-tiempo hasta llegar a donde su madre cosía los pañuelos que Marianne usaba, esas iniciales no volverían a ser las mismas tras este momento. La señora Louvier se pinchó el dedo pues no acostumbraba usar dedal y respingó para mirárselo, la gota roja fue agrandándose antes de que ella la llevara a sus labios, entonces comprendió. Miró al frente y se fue levantando al tiempo que la luna iluminaba la estancia y el viento se colaba apagando las velas como si fuera la señal de que su sangre estaba consumiéndose hasta no quedar más que un simple líquido rosado diluyéndose. Los labios de la mujer temblaron y tragó saliva mirando hacia afuera, corriendo para sostenerse del barandal dejando en el suelo su costura. Las damas de compañía le miraron intrigadas, pero nadie supo el por qué. Madame Louvier miró a la luna rogándole, rezándole como en antaño. La poca magia que tenía su cuerpo, su esencia combinada con ella, intentó llegar hasta la pequeña que protegía y guardaba. Aunque ya cuando lograra su objetivo, sería demasiado tarde.

Marianne iba desvaneciéndose muy lento, sentía un hormigueo en la punta de sus dedos... las velas de las habitaciones de Katra y Éire se apagaron de golpe. Sin una corriente de aire. Era su alma quien les avisaba del peligro. Que rogaba por ayuda. El ente que dormía en su interior, ese que nunca había abierto los ojos, ahora lo hacía muy lento en tanto sentía que Marianne iba perdiéndose. Siempre había alguien que ayudara a la joven, que la protegiera aunque fuera de la locura de estar en una posición de tal desventaja. Ese mismo viento susurró palabras de poder en los oídos de ambas Aghartianas aunque para su desgracia sus almas eran demasiado jóvenes para comprender el llamado de auxilio. Y no había alguien que entendiera a la perfección lo que estaba sucediendo. Quizá ellas extrañadas quedaran, de ver algo tan raro como que se apagara el fuego sin una verdadera causa, pero no comprenderían bien que era una advertencia de un peligro muy cercano.

Frustrada esa esencia se encontraba cuando miró hacia abajo de ella a ese fantasma que hacía de las suyas y no la dejaba ir, que procuraba por todos los medios que fuera secuestrada. Llevada lejos de la vida placentera que la joven descendiente tenía. Ese par de orbes le advirtieron que ya era suficiente lo que hacía, iba a tener un castigo sin duda alguna, ella se haría cargo de que se lo dieran. No había ninguna razón para alejarla de la vida que se había planeado, que la traicionara él, que era parte de su sangre, un ancestro, que hacía de las suyas como el escuincle que parecía ser a pesar de los milenios que tenía a cuestas. Dos esencias se plantaron una frente a la otra, llenas de poder y energía. Capaces de romper todo lo que había en el interior de esa mansión en tanto el cazador tomaba en brazos a la joven y se la llevaba consigo, mitad dormida, mitad despierta. Sin saber que había despertado a esa antigua rencarnación. Sin saber el poder que tenía.

- Δεν πρέπει, γιατί το έκανες; Τι κέρδιζαν την παράδοση; Είμαι όχι την οικογένειά σας; Γιατί No debiste, ¿Por qué lo hiciste? ¿Qué ganabas entregándola? ¿Acaso no soy tu familia? ¿Por qué? - la voz que hablaba en griego era arrastrante, desquiciante de cierta forma a pesar de que saliera de los labios de la española, un lamento entre dimensiones que podía oírse en ambas, pero que causó en esa realidad en la que Fausto y Marianne estaban, una ola de tal violencia que explotó todos los candiles empezando desde la cocina, pasando por el comedor, hasta que al llegar al final de las escaleras, cuyos pedazos causaron algunas aberturas en la piel de Fausto, pero curiosamente ninguna en Marianne. Si bien el gato les perseguía, de inmediato bufó y regresó al piso de arriba evitando que le hicieran daño a él. Era la fuerza de la magia que dormitaba, la de la sangre que respondía con violencia al cambio en la vida de la joven, uno no planeado, no deseado y que por ese fantasma era cumplido.

Aunque no sirvió de nada porque el cuerpo de la jovencita fue llevado lejos, en el carruaje alejándola de su hogar. La esencia observó antes de salir al fantasma obligándolo a permanecer ahí durante algunos días, golpeándolo de una forma tan violenta y cruel que el bramido se oyó perfectamente, las paredes se tiñeron de sangre, el frío tensó todos los huesos del cazador... era una advertencia, un aviso de lo que estaba llevándose. De a quién estaba alejando. Al final, sólo un brillo de luna pudo iluminar por un parpadeo de tiempo una línea roja, tensa. Que vibraba una y otra vez. Un aviso a donde una niña lo sentía: Isabel era la guardiana del hilo rojo del destino que Marianne tenía con Aitziber. La única que fue avisada y que de inmediato corrió a con la bruja. Sí, la joven Descendiente siempre tenía ángeles que la custodiaran. Aún de aquéllos demonios que pugnaban por hacerla sufrir.
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