AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Las perlas traen lágrimas [Privado]
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Las perlas traen lágrimas [Privado]
El frío azotaba la ciudad de París con crueldad. Las horas nocturnas se convertían en un martirio para aquellos que no se encontraran en el calor de su hogar. Cuando el Sol se ocultaba, se llevaba consigo la calidez, la luz y las esperanzas…
La jornada había sido ardua y esa noche se encontraba particularmente cansada. En meses no había experimentado el dolor del que sus articulaciones y pies daban crédito en esos momentos. Los masajes de su doncella la habían relajado, y el baño de agua caliente y aceites esenciales la habían dejado en una especie de letargo que le haría difícil revisar los libros de cuentas durante toda la noche, sin embargo, su sentido de la responsabilidad le dictaba que debía hacerlo. Las manos de la joven trenzándole la larga cabellera eran ágiles y hacían su labor con maestría, Bárbara admiraba a la muchacha, le transmitía paz, y por alguna extraña razón, confiaba en ella, a pesar de cruzar pocas palabras.
Cuando la doncella se hubo retirado, se apoyó en el respaldar de la silla, cerró sus ojos y soltó el aire con lentitud. Levantó los párpados y se quedó mirando en el espejo. Sus mejillas estaban sonrosadas, producto del calor que hacía en la alcoba como consecuencia de encontrarse encendida la estufa a leña. El crepitar del fuego era el único sonido que rompía el silencio de la habitación, alguna que otra risotada de borrachos o el aullido de algún lobo se colaba sin demasiada intensidad. Se miró la mano izquierda y cayó en la cuenta que seguía utilizando la alianza, observó su atuendo de camisolín y bata todo en negro, el luto la acompañaba hasta en lo más íntimo de su esfera personal, caviló sobre el por qué de ello y se percató que el llevar el luto la protegía, le daba aires de señora y la preservaba de las propuestas indecentes de los hombres. Era tan joven, bella, viuda y…solitaria.
La imagen de su difunta madre apareció fugazmente en el espejo. Bárbara recordó a Francesca como hacía mucho tiempo no lo hacía: sonriente. En ese instante se dio cuenta de lo parecidas que eran, en realidad, eran iguales, los mismos ojos, la misma boca, la misma nariz, los mismos pómulos, hasta las misma orejas, sólo que su progenitora había sido alta, ella, en cambio, era baja y menuda, como su abuela paterna. Evitó seguir indagando en recuerdos familiares, levantándose de súbito, lo que la mareó y la obligó a sostenerse de la silla. Paseó su mirada por toda la alcoba, la misma había sido de su marido y, a pesar de que ella había hecho algunas modificaciones para que sea más femenina, seguía sintiéndola ajena y seguía teniendo ese toque rústico típico de un casi anciano como era Lord Turner antes de morir.
Escuchó unos sonidos extraños fuera de la casa. Caminó con lentitud hacia uno de los ventanales que daba al patio trasero, con su palma extendida limpió el vidrio empañado, no estaba atemorizada, pero era casi media noche y se suponía que todos en la residencia debían estar descansando. Descubrió que sólo eran dos de los empleados más jóvenes que se besaban y reían con complicidad, juzgó que quedarse observando tal escena era una invasión a la privacidad, por lo que volteó con rudeza. Se dirigió hacia un escritorio donde descansaban los libros que debía revisar, sin sentarse los hojeó, no estaba de ánimos, debía admitirlo, y su cabeza se había bloqueado por completo. Hacía dos años, desde que había llegado a París, que no se tomaba un descanso de los negocios de Turner, la sociedad debía de creerla una loca.
Se llevó un gran susto cuando las campanadas de la Catedral anunciaron las doce, el corazón le latía con rapidez y un sudor frío le recorrió la espalda. Estaba particularmente susceptible, quizá algo ocurriría, su intuición no solía fallar y esa noche, un extraño presentimiento, se colaba por sus sentidos. “Debo tranquilizarme” reflexionó. Decidió que era hora de dormir, lo mejor sería descansar para estar en condiciones al día siguiente. Cruzó al compartimento de al lado donde se encontraba la amplia cama de dos plazas, la tenue luz de la estufe se colaba por la puerta y le confería un aspecto lúgubre. Las sábanas azules de raso brillaban a pesar de la oscuridad, y al sumergirse en ellas, la piel se le erizó al sentirlas frías. Acomodó unos almohadones detrás de su espalda. No podía engañarse, el susto de hacía unos minutos la había despabilado. Se quedó sentada, con las manos sobre el regazo, con la vista clavada en el ventanal empañado, esperando que el sueño se dignara a surgir.
Cuando la doncella se hubo retirado, se apoyó en el respaldar de la silla, cerró sus ojos y soltó el aire con lentitud. Levantó los párpados y se quedó mirando en el espejo. Sus mejillas estaban sonrosadas, producto del calor que hacía en la alcoba como consecuencia de encontrarse encendida la estufa a leña. El crepitar del fuego era el único sonido que rompía el silencio de la habitación, alguna que otra risotada de borrachos o el aullido de algún lobo se colaba sin demasiada intensidad. Se miró la mano izquierda y cayó en la cuenta que seguía utilizando la alianza, observó su atuendo de camisolín y bata todo en negro, el luto la acompañaba hasta en lo más íntimo de su esfera personal, caviló sobre el por qué de ello y se percató que el llevar el luto la protegía, le daba aires de señora y la preservaba de las propuestas indecentes de los hombres. Era tan joven, bella, viuda y…solitaria.
La imagen de su difunta madre apareció fugazmente en el espejo. Bárbara recordó a Francesca como hacía mucho tiempo no lo hacía: sonriente. En ese instante se dio cuenta de lo parecidas que eran, en realidad, eran iguales, los mismos ojos, la misma boca, la misma nariz, los mismos pómulos, hasta las misma orejas, sólo que su progenitora había sido alta, ella, en cambio, era baja y menuda, como su abuela paterna. Evitó seguir indagando en recuerdos familiares, levantándose de súbito, lo que la mareó y la obligó a sostenerse de la silla. Paseó su mirada por toda la alcoba, la misma había sido de su marido y, a pesar de que ella había hecho algunas modificaciones para que sea más femenina, seguía sintiéndola ajena y seguía teniendo ese toque rústico típico de un casi anciano como era Lord Turner antes de morir.
Escuchó unos sonidos extraños fuera de la casa. Caminó con lentitud hacia uno de los ventanales que daba al patio trasero, con su palma extendida limpió el vidrio empañado, no estaba atemorizada, pero era casi media noche y se suponía que todos en la residencia debían estar descansando. Descubrió que sólo eran dos de los empleados más jóvenes que se besaban y reían con complicidad, juzgó que quedarse observando tal escena era una invasión a la privacidad, por lo que volteó con rudeza. Se dirigió hacia un escritorio donde descansaban los libros que debía revisar, sin sentarse los hojeó, no estaba de ánimos, debía admitirlo, y su cabeza se había bloqueado por completo. Hacía dos años, desde que había llegado a París, que no se tomaba un descanso de los negocios de Turner, la sociedad debía de creerla una loca.
Se llevó un gran susto cuando las campanadas de la Catedral anunciaron las doce, el corazón le latía con rapidez y un sudor frío le recorrió la espalda. Estaba particularmente susceptible, quizá algo ocurriría, su intuición no solía fallar y esa noche, un extraño presentimiento, se colaba por sus sentidos. “Debo tranquilizarme” reflexionó. Decidió que era hora de dormir, lo mejor sería descansar para estar en condiciones al día siguiente. Cruzó al compartimento de al lado donde se encontraba la amplia cama de dos plazas, la tenue luz de la estufe se colaba por la puerta y le confería un aspecto lúgubre. Las sábanas azules de raso brillaban a pesar de la oscuridad, y al sumergirse en ellas, la piel se le erizó al sentirlas frías. Acomodó unos almohadones detrás de su espalda. No podía engañarse, el susto de hacía unos minutos la había despabilado. Se quedó sentada, con las manos sobre el regazo, con la vista clavada en el ventanal empañado, esperando que el sueño se dignara a surgir.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Las perlas traen lágrimas [Privado]
Una sonrisa presuntuosa apareció en su boca. La joven con quien se encontraba bailando en medio del salón ahogó la palabra que pugnaba salir de sus labios al notar cómo su mano, de manera posesiva, la atraía con descaro hasta la dureza de su cuerpo. Las parejas que giraban a su alrededor estaban tan perdidos en sí mismos, que no había manera de que notaran lo que se desarrollaba entre ellos. “Olvidas a su hermano, Darius.” Su siempre aguerrido compañero rasguñó su cráneo en un claro gesto de determinación. A Marcus – su alter ego – le gustaba la mujer de su elección. “¿Creéis que le importe si la llevamos a dar un paseo?” La excitación de su demonio interior lo golpeó estruendosamente. “No lo creo.” Fue la rápida respuesta. La famosa fiesta, a la que – por supuesto – no estaba invitado, estaba resultando ser entretenida. Hacía muchos años que no había asistido a una. Había pasado toda su maldita existencia cazando a los suyos para el bienestar de la humanidad. No. Eso no era completamente cierto. Había creído, estúpidamente, que las almas de todos esos inocentes que había destruido cuando su sed de sangre lo dominaba, podía equilibrarse salvando a tantos como pudiera de la arrogancia y muestra de poder que parecía cegar a los seres como él. Un acto soberanamente egoísta, ligado a la idea de acallar todas esas voces, de olvidar todos esos rostros que con la mirada horrorizada, suplicaban. Antes, no se habría permitido estar en un lugar concurrido de humanos. La tentación por la sangre siempre había estado presente, rasgando su garganta, amenazando con destruir sus cuerdas vocales si no le daba lo que tanto añoraba. Había esperado hasta el último momento para sucumbir al llamado. ¿Y para qué? Estaba condenado. No existía absolución para todo lo que había hecho. Había necesitado que lo empujaran al abismo para aceptar lo que su mente – Marcus – siempre había sabido.
La pieza terminó finalmente. Las parejas se detuvieron. Su acompañante dio un paso atrás, sonriéndole tímidamente. No le creyó. Las mujeres podían engatusar fácilmente a los hombres con su encanto. La gitana, ciertamente, lo había logrado. “Todo a su debido tiempo. No querrás acabar con tu venganza sin antes saborearla. Será un banquete. Tu y yo seremos los únicos invitados.” Se inclinó ante la joven, con su sonrisa encantadoramente falsa. Esa vez, cuando sus miradas se encontraron, le dio la orden de encontrarlo en la parte trasera de la mansión. – No deben verte. Marcus ronroneó, cantando victoria. Con una mano en el bolsillo, se perdió entre la muchedumbre. Ignoró a varios que se dirigieron a él por su apellido. Darius estaba seguro que no se referían a él. Había descubierto las últimas semanas que sus hermanos estaban bien versados en lo concerniente a la sociedad. Eran ellos quienes se encargaban de hacer préstamos, - siempre a su beneficio -, con aquéllos que querían abrir negocios y comercializar en el exterior; negocios que siempre fracasaban porque esa era la manera en que Tiberius jugaba. Algo que su hermano olvidaba era que, Marcus, su padre, era un aficionado a las partidas de ajedrez. Desde pequeño, le había enseñado a cómo mover sus fichas. Anthony nunca le había ganado una partida, pero la última vez que habían jugado, su padre había tardado en desentrañar el enigma. Su hermano nunca había tenido la oportunidad de jugar con su padre, Marcus nunca le había puesto atención, así que si Mikhail resultaba ser tan bueno como él, iba a llevarse una gran sorpresa. El sonido de unos pasos le alertó, sacándolo de su ensimismamiento. La alejó del bullicio, incluso se atrevió a sacarla de la residencia. “Ahora” Como si estuviese esperando a que su demonio hablara, arrastró a la joven a su lado. Su boca se abrió, sus colmillos se alargaron. Y justo entonces, se aseguró que la joven no estuviese en trance. Quería que lo viera tal cual era, un monstruo. Su grito resonó con fuerza, alertando a aquéllos que se disponían a descansar después de una larga jornada.
La pieza terminó finalmente. Las parejas se detuvieron. Su acompañante dio un paso atrás, sonriéndole tímidamente. No le creyó. Las mujeres podían engatusar fácilmente a los hombres con su encanto. La gitana, ciertamente, lo había logrado. “Todo a su debido tiempo. No querrás acabar con tu venganza sin antes saborearla. Será un banquete. Tu y yo seremos los únicos invitados.” Se inclinó ante la joven, con su sonrisa encantadoramente falsa. Esa vez, cuando sus miradas se encontraron, le dio la orden de encontrarlo en la parte trasera de la mansión. – No deben verte. Marcus ronroneó, cantando victoria. Con una mano en el bolsillo, se perdió entre la muchedumbre. Ignoró a varios que se dirigieron a él por su apellido. Darius estaba seguro que no se referían a él. Había descubierto las últimas semanas que sus hermanos estaban bien versados en lo concerniente a la sociedad. Eran ellos quienes se encargaban de hacer préstamos, - siempre a su beneficio -, con aquéllos que querían abrir negocios y comercializar en el exterior; negocios que siempre fracasaban porque esa era la manera en que Tiberius jugaba. Algo que su hermano olvidaba era que, Marcus, su padre, era un aficionado a las partidas de ajedrez. Desde pequeño, le había enseñado a cómo mover sus fichas. Anthony nunca le había ganado una partida, pero la última vez que habían jugado, su padre había tardado en desentrañar el enigma. Su hermano nunca había tenido la oportunidad de jugar con su padre, Marcus nunca le había puesto atención, así que si Mikhail resultaba ser tan bueno como él, iba a llevarse una gran sorpresa. El sonido de unos pasos le alertó, sacándolo de su ensimismamiento. La alejó del bullicio, incluso se atrevió a sacarla de la residencia. “Ahora” Como si estuviese esperando a que su demonio hablara, arrastró a la joven a su lado. Su boca se abrió, sus colmillos se alargaron. Y justo entonces, se aseguró que la joven no estuviese en trance. Quería que lo viera tal cual era, un monstruo. Su grito resonó con fuerza, alertando a aquéllos que se disponían a descansar después de una larga jornada.
Darius Argeneau- Condenado/Hechicero/Clase Alta
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Re: Las perlas traen lágrimas [Privado]
Las brasas se consumían lentamente, cada sonido se amplificaba en el profundo e irreverente silencio. Los gatos apareándose en el jardín eran capaces de trastornar hasta aquel que se encontrara más cuerdo, los punzantes quejidos retumbaban en las paredes, hasta que un alma impaciente se atrevió a interrumpir el coito animal, una voz grave y un par de golpes en seco fueron suficientes. Bárbara se levantó de su lecho para asomarse una vez más por la ventana, la noche estaba tranquila, no había movimiento en la calle, el manto de penumbra que cubría el patio delantero parecía la coartada perfecta para los pecados y para quienes se atrevieran a desafiarlos. Desde ese segundo piso, había una vista espléndida de la ciudad de las luces, aunque sólo podían distinguirse las formas iluminadas levemente por el resplandor de la Luna, que delineaba las estructuras parisinas formando siluetas espléndidas en las construcciones. La arquitectura había avanzado desde que la Revolución había tocado la puerta tras la toma de la Bastilla. A pesar de que ella había sido una niña, recordaba perfectamente la alteración de su padre durante 1789, que hasta la manera de vestir cambió en los europeos. Le había tocado vivir desde muy cerca los acontecimientos políticos, el General Destutt de Tracy fue uno de los grandes partícipes, no sólo por su tarea como militar, si no, por su labor como filósofo y político destacado.
La joven no comprendía cómo sus pensamientos hilaron tan fino para llegar hacia las cuestiones de Estado de la Francia de finales del siglo XVIII. Negó con su cabeza varias veces para despejarse, se refregó los brazos por un escalofrío que le recorrió el cuerpo; otra vez, la sensación de peligro. De pronto, recordó un extraño cofre que había descubierto una de sus doncellas hacía unos días, ni ella sabía que contenía, en la mudanza y en su afán de no dejar si quiera un arete en la residencia de sus abuelos, no era consciente de las cosas que guardaba, eran tantas sus pertenencias que le costaba tener presentes todas y cada una de ellas. Volteó y se mordió el labio inferior intentando traer a su mente el sitio donde la empleada le dijo que iba a guardarlo… Debajo de la mesa de luz, allí. Se arrodilló y la alfombra le raspó la piel, pero su brazo se estiró hasta dar con el objeto, lo arrastró hacia ella y lo tomó entre sus manos, se sentó y lo apoyó sobre su regazo. El contenido le provocó un nudo en la garganta y contuvo el aire por un instante, hasta que sus dedos se enredaron en el collar de perlas cultivadas para levantarlo y ponerlo frente a sus ojos, que se abrieron hasta el exceso. Aquel había sido el último regalo que Antoine le había hecho a Francesca, lo reconocía a la perfección, puesto que se lo había entregado en su presencia. Su madre había simulado alegría y satisfacción, sin embargo, cuando el marido se retiró, le pidió a su doncella personal que guardara aquello en un sitio donde no pudiera encontrarlo más, y le explicó a su pequeña hija que poco comprendía, que las perlas traían lágrimas a quien las poseyera, que jamás utilizara una joya que las contuviera. El día trágico ocurrió poco tiempo después de esas palabras. No se consideraba supersticiosa, pero ante aquel hallazgo y el presentimiento que la atormentaba, podría decir que alguna fuerza superior intentaba decirle algo. Se persignó, guardó la gargantilla en el cofre, a paso ligero se dirigió hacia la habitación contigua, en la que estaba la estufa a leña, y echó al fuego aquella pieza, como si en ese acto, también pudiera quemar el terrible asesinato del que había sido testigo.
Volvió a su cama, hizo los almohadones a un lado y se acostó, cubriéndose hasta el rostro. Se puso de costado, en posición fetal, concentrándose en alguna imagen bella que acudiera a su mente, pero no lo conseguía, el brillo del aderezo parecía haberse clavado en su retina y tatuado su imaginación. Un temblequeo exagerado se apoderó de su cuerpo, el frío parecía haberse intensificado, apretó los párpados hasta que le dolieron tanto que no tuvo más opción que relajarlos. De a poco fue cediendo, distendiéndose, hasta que la duermevela llegó, cubierta de imágenes distorsionadas, perturbadoras, formas indefinidas, se encontraba agitada, pero no podía despertarse, así se mantuvo, hasta que su mismo inconsciente pudo parar con el tormento y sumergirla en un extraño letargo de nebulosa, una especie de limbo en el que nada sentía.
La joven no comprendía cómo sus pensamientos hilaron tan fino para llegar hacia las cuestiones de Estado de la Francia de finales del siglo XVIII. Negó con su cabeza varias veces para despejarse, se refregó los brazos por un escalofrío que le recorrió el cuerpo; otra vez, la sensación de peligro. De pronto, recordó un extraño cofre que había descubierto una de sus doncellas hacía unos días, ni ella sabía que contenía, en la mudanza y en su afán de no dejar si quiera un arete en la residencia de sus abuelos, no era consciente de las cosas que guardaba, eran tantas sus pertenencias que le costaba tener presentes todas y cada una de ellas. Volteó y se mordió el labio inferior intentando traer a su mente el sitio donde la empleada le dijo que iba a guardarlo… Debajo de la mesa de luz, allí. Se arrodilló y la alfombra le raspó la piel, pero su brazo se estiró hasta dar con el objeto, lo arrastró hacia ella y lo tomó entre sus manos, se sentó y lo apoyó sobre su regazo. El contenido le provocó un nudo en la garganta y contuvo el aire por un instante, hasta que sus dedos se enredaron en el collar de perlas cultivadas para levantarlo y ponerlo frente a sus ojos, que se abrieron hasta el exceso. Aquel había sido el último regalo que Antoine le había hecho a Francesca, lo reconocía a la perfección, puesto que se lo había entregado en su presencia. Su madre había simulado alegría y satisfacción, sin embargo, cuando el marido se retiró, le pidió a su doncella personal que guardara aquello en un sitio donde no pudiera encontrarlo más, y le explicó a su pequeña hija que poco comprendía, que las perlas traían lágrimas a quien las poseyera, que jamás utilizara una joya que las contuviera. El día trágico ocurrió poco tiempo después de esas palabras. No se consideraba supersticiosa, pero ante aquel hallazgo y el presentimiento que la atormentaba, podría decir que alguna fuerza superior intentaba decirle algo. Se persignó, guardó la gargantilla en el cofre, a paso ligero se dirigió hacia la habitación contigua, en la que estaba la estufa a leña, y echó al fuego aquella pieza, como si en ese acto, también pudiera quemar el terrible asesinato del que había sido testigo.
Volvió a su cama, hizo los almohadones a un lado y se acostó, cubriéndose hasta el rostro. Se puso de costado, en posición fetal, concentrándose en alguna imagen bella que acudiera a su mente, pero no lo conseguía, el brillo del aderezo parecía haberse clavado en su retina y tatuado su imaginación. Un temblequeo exagerado se apoderó de su cuerpo, el frío parecía haberse intensificado, apretó los párpados hasta que le dolieron tanto que no tuvo más opción que relajarlos. De a poco fue cediendo, distendiéndose, hasta que la duermevela llegó, cubierta de imágenes distorsionadas, perturbadoras, formas indefinidas, se encontraba agitada, pero no podía despertarse, así se mantuvo, hasta que su mismo inconsciente pudo parar con el tormento y sumergirla en un extraño letargo de nebulosa, una especie de limbo en el que nada sentía.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Las perlas traen lágrimas [Privado]
La bestia en su interior tarareaba enfebrecida ante el grito desgarrador de su víctima. Sus alas demoniacas se alzaban sobre ella, cubriéndola con su calor, con su olor. La vena en el elegante cuello le hipnotizaba, quería que le anclara a puerto, alejándole de las profundidades de un miedo que comenzaba a aletargarle. Por supuesto, el vampiro solo comenzaba a disfrutar de su libertad. Maldita sea. Durante siglos, había luchado contra las cadenas que él mismo se había puesto en sus muñecas, tratando de no romperlas. Había tomado precauciones para no tomar más que la sangre necesaria para mantener sus fuerzas y así, ejecutar a tantos de los suyos como pudiera; precauciones que solo habían tomado un pedazo de su cordura, dejando nada más que demencia en su mente al no poder ser él realmente. No fue hasta esa noche que descubrió y aceptó que había estado esperando una excusa para abrazar a la oscuridad que, expectante de sus pasos, siempre le había acompañado. Las sombras habían estado cautivadas por sus pensamientos. Ahora lo sabía. Habían apostado para ver cuánto tiempo le tomaría destruir esa falsa máscara. Después de todo, un demonio no podía disfrazarse de ángel y creer, arrogantemente, que nunca sería descubierto. El mal no podía ocultarse de ningún ser. Era básico. Instintivo. Primitivo. El forcejeo de la humana atrajo – de nuevo – su atención. El pulso en su cuello lo llamaba, implorando por algo más que atención. Sus orbes gélidos se clavaron en los ambarinos un segundo después. Ella intentaba apartar la vista, pero la fuerza que irradiaba de Darius no se lo permitiría. Las calles estaban completamente solitarias. Nadie acudiría en su ayuda. No había un cazador acechando, esperando el momento adecuado para estacarlo. La simple idea provocó que una sonrisa teñida de arrogancia, curvara su boca. ¿Quién podría hacerle frente al ex cazador de vampiros? ¿Un simple humano con armas colgando de sus brazos? El destino de la humana estaba trazado. Se obligó a no actuar con rapidez, incluso cuando todo lo que quería era clavar sus colmillos y succionar… solo succionar, hasta que la última gota le abandonara.
Marcus casi parecía aburrido. Se había mantenido extrañamente silencioso. Desde que podía recordar, esa voz había estado siempre presente en su mente. Tras la muerte de su padre había sido encerrado – cortesía de sus hermanos – en un ataúd. ¿Cuántos años había pasado bajo tierra? ¿Seis? ¿Siete? ¿Diez? Había estado naufragando en aguas turbias, volviéndose loco sin sangre, tanto que, el tiempo había dejado de importarle. Fue entonces cuando lo escuchó. Estaba en medio de un mar de dolor, de debilidad, de desesperación. Le había hablado de cientos de formas, como si esperase que su presencia le fortaleciera. Juntos habían planeado destruir al culpable de su destino. ¡¿Cómo había podido olvidarlo?! Fue él quien lo había mantenido medianamente cuerdo durante esos largos y oscuros años. Sin la suficiente sangre, los recuerdos se habían borrado. Pero ahora lo recordaba absolutamente todo. La furia que lo engulló provocó que una neblina eclipsara sus pensamientos. Ira era todo lo que sentía. Su mano se había cerrado sobre el cuello de la joven. Los gritos se habían detenido abruptamente. El duro golpeteo en el pecho de su víctima se había ralentizado. Fue eso lo que lo trajo de regreso al callejón. Aflojó su agarre y sonrió con disgusto. – Me está castigando con su silencio. Sus palabras eran un sin sentido para su acompañante. La inconsciencia la reclamaba, pero aún luchaba por mantenerse despierta. El odio estaba impreso en cada una de sus palabras. - ¿A dónde demonios ha ido? No es que ella supiese la respuesta. Una carcajada en su mente atrajo su atención. El maldito infeliz estaba riéndose de él. Completamente enojado por esa línea de acción de su alter ego, Darius hizo su movimiento. Sus colmillos rasgaron primero la garganta, llevándose piel y carne. Una mancha roja apareció rápidamente en el cuello de la mujer. Esa vez, cuando sus colmillos se enterraron, su mandíbula se manchó de carmín. Succionó con fuerza. Pronto la debilidad hizo mella en su víctima. Estaba perdido en su sabor cuando escuchó pasos. Por un segundo, pensó en dejarse descubrir pero entonces algo lo detuvo. Ese olor era inconfundible. Bárbara. ¿Tan absorto había estado que no había notado que se encontraba en la zona residencial donde ella vivía? Retrajo sus colmillos, pero no se molestó en limpiar la sangre de su rostro. Ella se encontraba observando desde una ventana. La oscuridad que lo envolvía, a él y a su ahora silenciosa compañera, no le permitía verlo. Esperó. No fue hasta que se quedó dormida que se aventuró a sus aposentos.
Marcus casi parecía aburrido. Se había mantenido extrañamente silencioso. Desde que podía recordar, esa voz había estado siempre presente en su mente. Tras la muerte de su padre había sido encerrado – cortesía de sus hermanos – en un ataúd. ¿Cuántos años había pasado bajo tierra? ¿Seis? ¿Siete? ¿Diez? Había estado naufragando en aguas turbias, volviéndose loco sin sangre, tanto que, el tiempo había dejado de importarle. Fue entonces cuando lo escuchó. Estaba en medio de un mar de dolor, de debilidad, de desesperación. Le había hablado de cientos de formas, como si esperase que su presencia le fortaleciera. Juntos habían planeado destruir al culpable de su destino. ¡¿Cómo había podido olvidarlo?! Fue él quien lo había mantenido medianamente cuerdo durante esos largos y oscuros años. Sin la suficiente sangre, los recuerdos se habían borrado. Pero ahora lo recordaba absolutamente todo. La furia que lo engulló provocó que una neblina eclipsara sus pensamientos. Ira era todo lo que sentía. Su mano se había cerrado sobre el cuello de la joven. Los gritos se habían detenido abruptamente. El duro golpeteo en el pecho de su víctima se había ralentizado. Fue eso lo que lo trajo de regreso al callejón. Aflojó su agarre y sonrió con disgusto. – Me está castigando con su silencio. Sus palabras eran un sin sentido para su acompañante. La inconsciencia la reclamaba, pero aún luchaba por mantenerse despierta. El odio estaba impreso en cada una de sus palabras. - ¿A dónde demonios ha ido? No es que ella supiese la respuesta. Una carcajada en su mente atrajo su atención. El maldito infeliz estaba riéndose de él. Completamente enojado por esa línea de acción de su alter ego, Darius hizo su movimiento. Sus colmillos rasgaron primero la garganta, llevándose piel y carne. Una mancha roja apareció rápidamente en el cuello de la mujer. Esa vez, cuando sus colmillos se enterraron, su mandíbula se manchó de carmín. Succionó con fuerza. Pronto la debilidad hizo mella en su víctima. Estaba perdido en su sabor cuando escuchó pasos. Por un segundo, pensó en dejarse descubrir pero entonces algo lo detuvo. Ese olor era inconfundible. Bárbara. ¿Tan absorto había estado que no había notado que se encontraba en la zona residencial donde ella vivía? Retrajo sus colmillos, pero no se molestó en limpiar la sangre de su rostro. Ella se encontraba observando desde una ventana. La oscuridad que lo envolvía, a él y a su ahora silenciosa compañera, no le permitía verlo. Esperó. No fue hasta que se quedó dormida que se aventuró a sus aposentos.
Darius Argeneau- Condenado/Hechicero/Clase Alta
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